MALLARMÉ
Hijo y nieto de un empleado público, criado por una deplorable abuela, Mallarmé, muy tempranamente, siente crecer en él una revuelta que no encuentra su punto de aplicación. La sociedad, la Naturaleza, la familia, todo lo cuestiona, incluso el pobre niño pálido que ve en el espejo. Pero la eficacia de la impugnación es inversamente proporcional a su alcance. Por supuesto, hay que hacer estallar el mundo: pero ¿cómo hacerlo sin ensuciarse las manos? Una bomba es una cosa del mismo modo que lo es una silla estilo Imperio: un poco más malvada, eso es todo; ¡cuántas intrigas y compromisos para poder ponerla en el lugar correcto! Mallarmé no es, no será un anarquista: rechaza cualquier acción singular; su violencia —lo digo sin ironía— es tan completa y tan desesperada que se transforma en una tranquila idea de violencia. No, no va a hacer estallar el mundo: lo pondrá entre paréntesis. Elige el terrorismo de la cortesía; con las cosas, con las personas, con él mismo, mantiene siempre una imperceptible distancia. Es esa distancia la que quiere expresar antes que nada en sus versos.
En la época de los primeros poemas, el acto poético de Mallarmé es, ante todo, una recreación. Se trata de asegurarse de que uno realmente está donde debe estar. Mallarmé detesta su nacimiento: escribe para borrarlo. Como dice Blanchot, el mundo de la prosa se basta a sí mismo y no hay que dar por descontado que nos proporcionará por sí mismo las razones para ir más allá de él. Si el poeta puede aislar un objeto poético en el mundo, es porque ya está sujeto a las exigencias de la Poesía; en una palabra, es engendrado por ella. Mallarmé siempre entendió esta “vocación” como un imperativo categórico. Lo que lo impulsa no es la urgencia de las impresiones, su riqueza o la violencia de los sentimientos. Es una orden: “Con tu obra mostrarás que mantienes el universo a raya”. Y, en efecto, sus primeros versos no tienen otro tema fuera de la poesía en sí misma. Se ha señalado que el Ideal al que constantemente se hace referencia en los poemas termina siendo una abstracción, el disfraz poético de una simple negación: es la región indeterminada a la que hay que acercarse cuando uno se aleja de la realidad. Esa región servirá de coartada: el resentimiento y el odio que nos incitan a ausentarnos del ser serán disimulados con el pretexto de que nos alejamos de él para alcanzar el ideal.
Pero habría que haber creído en Dios: Dios garantiza la Poesía. Los poetas de la generación anterior eran profetas menores: por sus bocas, Dios hablaba. Mallarmé ya no cree en Dios. Las ideologías destruidas no se derrumban de un solo golpe, dejan pedazos de muros en las mentes. Después de haber matado a Dios con sus propias manos, Mallarmé quería todavía una garantía divina; la Poesía tenía que seguir siendo trascendente aunque él hubiera suprimido la fuente de toda trascendencia: una vez Dios muerto, la inspiración sólo podía provenir de fuentes deleznables. ¿Y en qué basar la exigencia poética? Mallarmé todavía oía la voz de Dios, pero percibía en ella el clamor vago de la naturaleza. Del mismo modo que, por la noche, alguien susurra en la habitación... y es el viento. El viento o los antepasados: sigue siendo cierto que la prosa del mundo no inspira poemas; sigue siendo cierto que el verso requiere ya haber existido; sigue siendo cierto que uno lo oye cantar dentro de sí mismo antes de escribirlo. Pero es por medio de una mistificación: porque el nuevo verso que está a punto de nacer es de hecho un verso antiguo que quiere resucitar. Así, los poemas que pretenden subir de nuestro corazón a nuestros labios provienen, en verdad, de nuestra memoria. ¿La inspiración? Reminiscencias, eso es todo. Mallarmé divisa en el futuro una joven imagen de sí mismo que le hace señas; se acerca: era su padre. Sin duda el tiempo es una ilusión: el futuro es sólo el aspecto aberrante que toma el pasado a los ojos del hombre. Esa desesperación —que Mallarmé llamaba entonces su impotencia, porque lo inclinaba a rechazar todas las fuentes de inspiración y todos los temas poéticos que no fueran el concepto abstracto y formal de la Poesía— lo incita a postular toda una metafísica, es decir, una especie de materialismo analítico y vagamente espinosista. No existe nada más que la materia, el eterno murmullo del ser, un espacio “parecido a sí mismo, ya sea que aumente o que se niegue”. La aparición del hombre transforma para él lo eterno en temporalidad y lo infinito en azar. En sí misma, de hecho, la serie infinita y eterna de las causas es todo lo que puede ser; un entendimiento que todo lo conociese captaría tal vez la absoluta necesidad. Pero para un modo finito el mundo aparece como un encuentro perpetuo, una absurda sucesión de azares. Si esto es cierto, las razones de nuestra razón son tan locas como las razones de nuestro corazón, los principios de nuestro pensamiento y las categorías de nuestra acción son engañifas: el hombre es un sueño imposible. Así, la impotencia del poeta simboliza la imposibilidad de ser hombre. Sólo existe una tragedia, siempre la misma “y que se resuelve inmediatamente, cuando se muestra la derrota que se lleva a cabo fulgurantemente”. Esta tragedia: “Lanza los dados... Quien creó halla que es materia, bloques, dados”. Había dados, hay dados; había palabras, hay palabras. El hombre: la ilusión volátil que se cierne sobre los movimientos de la materia. Mallarmé, criatura de pura materia, quiere producir un orden superior a la materia. Su impotencia es teológica: la muerte de Dios le creaba al poeta el deber de reemplazarlo; fracasa. El hombre de Mallarmé, como el de Pascal, se expresa en términos de drama y no en términos de esencia: “Señor latente que no puede llegar a ser”, se define a sí mismo por su imposibilidad. “Es ese juego insensato de la escritura, arrogarse en virtud de una duda algún deber de recrearlo todo con reminiscencias”. Pero “la naturaleza tiene lugar, no le añadiremos nada”. En tiempos sin futuro, bloqueados por la voluminosa estatura de un rey o por el indiscutible triunfo de una clase, la invención parece una pura reminiscencia: todo está dicho, uno llega demasiado tarde. Ribot hará pronto la teoría de esa impotencia, componiendo nuestras imágenes mentales con recuerdos. En la obra de Mallarmé se vislumbra una metafísica pesimista: habría en la materia, informe infinidad, una especie de apetito oscuro por volver a sí mismo para conocerse: para iluminar su oscura infinidad produciría esos jirones de pensamientos que llamamos hombres, esas llamas desgarradas. Pero la dispersión infinita desgarra y dispersa la Idea. El hombre y el azar nacen al mismo tiempo, y el uno del otro. El hombre es un fracasado, un “lobo” entre “lobos”. Su grandeza es vivir su defecto de fabricación hasta el estallido final.
¿No es hora de estallar? Mallarmé, en Turnón, en Besanzón, en Aviñón, consideró muy seriamente el suicidio. En primer lugar, la conclusión es obvia: si el hombre es imposible, hay que manifestar esa imposibilidad empujándola hasta el punto en que se destruye a sí misma. Por una vez, la causa de nuestra acción no puede ser la materia. El ser sólo produce el ser; si el poeta elige el no ser como consecuencia de su no posibilidad, es el No el que es la causa de la Nada: un orden humano se establece contra el ser por la misma desaparición del Hombre. Incluso antes de Mallarmé, Flaubert ya había tentado a San Antonio en estos términos: “(Date muerte a ti mismo.) Hacer algo que nos iguale a Dios, imagínalo. Él te creó, tú vas a destruir su trabajo, tú, con tu valor, libremente”. ¿No es eso lo que siempre quiso? Hay, en el suicidio que medita, algo de un crimen terrorista. ¿Y acaso no dijo que el suicidio y el crimen eran los únicos actos sobrenaturales que se pueden hacer? Corresponde a ciertos hombres confundir su drama con el de la humanidad; eso es lo que los salva: ni por un momento Mallarmé duda de que la raza humana, si se mata a sí mismo, no morirá en él en su totalidad; ese suicidio es un genocidio. Desaparecer: así se le devolvería al ser su pureza. Puesto que el azar surge con el hombre, con él se desvanecerá: "El infinito, finalmente, escapa a mi familia, que ha sufrido por ello —viejo espacio— ningún azar... Eso tenía que ocurrir en las combinaciones del Infinito. Frente al Absoluto Necesario —extrae la Idea." A través de generaciones de poetas, poco a poco, la idea poética meditaba en la contradicción que la hace imposible. La muerte de Dios hizo caer el último velo: estaba reservado al último vástago de la raza vivir esa contradicción en su pureza —y morir de ella, dando así la conclusión poética de la historia humana. Sacrificio y genocidio, afirmación y negación del hombre, el suicidio de Mallarmé reproducirá el movimiento de los dados: la materia vuelve a ser materia.
Pero si la crisis, sin embargo, no terminó con su muerte, es porque un "rayo absoluto" fue a golpear sus ventanas: en esa experiencia en blanco de muerte voluntaria, Mallarmé descubrió repentinamente su doctrina. Si el suicidio es efectivo, es porque reemplaza la negación abstracta y vana de todo el ser con un trabajo negativo. En términos hegelianos se podría decir que la meditación del acto absoluto hace que Mallarmé pase del "estoicismo", pura afirmación formal del pensamiento frente al ser libre, al escepticismo que "es la realización de aquello de lo que el estoicismo es sólo el concepto... (En el escepticismo) el pensamiento se convierte en pensamiento perfecto, aniquilando el ser del mundo en la múltiple variedad de sus determinaciones, y la negatividad de la conciencia de sí mismo se convierte en negatividad real", el primer impulso de Mallarmé fue tomar distancia con el disgusto y la condena universal. Refugiado en lo alto de su espiral, el heredero "no se atrevía a moverse", por miedo a venirse abajo. Pero ahora se da cuenta de que la negación universal es equivalente a la ausencia de negación. Negar es un acto: todo acto debe ser insertado en el tiempo y ejercido sobre un contenido particular. El suicidio es un acto porque destruye efectivamente un ser y porque hace que el mundo quede habitado por una ausencia.
Si el ser es dispersión, el hombre, al perder su ser, gana una incorruptible unidad; más aún, su ausencia ejerce una acción astringente sobre el ser del universo; semejante a las formas aristotélicas, la ausencia condensa las cosas, las penetra en su unidad secreta. Es el movimiento mismo del suicidio lo que debe ser reproducido en el poema. Puesto que el hombre no puede crear, pero aún tiene el recurso de destruir, puesto que se afirma a sí mismo con el mismo acto que lo destruye, el poema será por lo tanto una obra de destrucción. Considerada desde el punto de vista de la muerte, la poesía será, como bien dice Blanchot, "ese lenguaje cuya única fuerza es no ser, cuya única gloria es evocar, en su propia ausencia, la ausencia de todo". Mallarmé puede escribir altivamente a Lefébure que la Poesía se ha vuelto crítica. Al arriesgarse por completo, Mallarmé se muestra a sí mismo, a la luz de la muerte, en su esencia de hombre y de poeta. No abandonó su rechazo por todo, simplemente lo hizo efectivo. Pronto podrá escribir que "el poema es la única bomba". Tanto que, a veces, llega a creer que se ha matado en serio.
No es por azar que Mallarmé escribe la palabra "Nada" en la primera página de sus Poemas Completos ("Nada, esa espuma, ese virgen verso..."). Puesto que el poema es el suicidio del hombre y de la poesía, el ser debe finalmente encerrarse en esa muerte, es preciso que el momento de plenitud poética corresponda al de la anulación. Así, la verdad que ha surgido de estos poemas es la nada: "No habrá tenido más que el lugar". Conocemos la extraordinaria lógica negativa que inventó, cómo bajo su pluma un encaje es abolido para abrir sólo la ausencia de una cama mientras que el "puro vaso de ninguna bebida" agoniza sin consentir en esperar nada que anuncie una rosa invisible o cómo una tumba sólo está llena "con la ausencia de pesados ramos". "El virgen, el vivaz, el hermoso presente" brinda un ejemplo perfecto de esa anulación interna del poema. El "presente" con su futuro no es más que una ilusión, el presente se reduce al pasado, un cisne que creía actuar es sólo un recuerdo de sí mismo y, sin esperanza se inmoviliza "en el sueño frío de desprecio"; una apariencia de movimiento se desvanece, sólo queda la superficie infinita e indiferenciada del hielo. La explosión de colores y formas nos revela un símbolo sensible que nos remite a la tragedia humana, y esta última se disuelve en la nada: tal es el movimiento interno de esos poemas inauditos, que son a la vez palabras silenciosas y objetos falsos. Para terminar, en su propia desaparición, habrán evocado los contornos de algún objeto "fugitivo que falta" y su propia belleza será como una prueba a priori de que la falta de ser es una forma de ser.
Falsa prueba: Mallarmé es demasiado lúcido para no comprender que ninguna experiencia singular puede contradecir los principios en cuyo nombre se establece. Si el Azar está en el principio, "nunca una tirada de dados lo abolirá". En un acto en que está en juego el azar, siempre es el azar el que logra su propia Idea al afirmarse o al negarse a sí mismo. En el poema, es el propio azar el que se niega a sí mismo; la poesía nacida del azar y que lucha contra él, suprime el azar aboliéndose a sí misma porque su abolición simbólica es la del hombre. Pero todo esto, en realidad, no es más que una superchería. La ironía de Mallarmé proviene del hecho de que conoce la absoluta vanidad y necesidad de su obra, y puede ver en ella el par de opuestos sin síntesis que, perpetuamente, se generan y repelen: el azar que crea la necesidad, esa ilusión del hombre —ese elemento de la naturaleza enloquecida que crea el azar como lo que lo limita y lo define por el contrario, necesidad que niega el azar "pie a pie" en los versos, ya que el azar a su vez niega la necesidad puesto que el full employment de las palabras es imposible y la necesidad suprime el azar a su vez con el suicidio del Poema y de la poesía. Hay en Mallarmé un triste mistificador: creó y mantuvo entre sus amigos y discípulos la ilusión de una gran obra en la que, repentinamente, el mundo desaparecería; afirmaba estar preparándose para ello. Pero él sabía perfectamente bien la imposibilidad de semejante empresa. Simplemente, era necesario que su propia vida pareciera estar subordinada a ese objeto ausente: la explicación Órfica de la Tierra (que no es otra que la poesía misma); y no puedo creer que no creyera que su muerte iba a eternizar esa relación con el Orfismo como la más alta ambición del poeta, y que no contemplara su fracaso como la trágica imposibilidad del hombre. Un poeta que muere a la edad de veinticinco años, matado por el sentimiento de su impotencia: eso es noticia. Un poeta de cincuenta y seis años que muere en el momento en que ha comprendido poco a poco todos sus medios y está listo para comenzar su obra: ésa es la tragedia misma del hombre. La muerte de Mallarmé es una mistificación memorable.
Pero es una mistificación por medio de la verdad: "Histrión verídico de sí mismo", Mallarmé interpretó delante de todos durante treinta años esa tragedia unipersonal que a menudo soñaba con escribir. Fue el "señor latente que no logra llegar a ser, sombra juvenil de todos, que pertenece así un poco al mito... que le impone a los vivos una modestia sutil y por medio de la sutil invasión de su presencia". En el sistema complejo de esa comedia, sus poemas tenían que ser un fracaso para ser perfectos. No bastaba con que abolieran el idioma y el mundo, ni siquiera que se anularan a sí mismos; tenían que ser, además, vanos bocetos en vistas de una obra inaudita e imposible que el azar de una muerte le impediría comenzar. Todo está en orden si uno considera esos suicidios simbólicos a la luz de una muerte accidental, el ser a la luz de la nada. Por un efecto inesperado, ese naufragio atroz le confiere a cada uno de los poemas realizados una necesidad absoluta. Su significado más conmovedor proviene del hecho de que nos entusiasman y de que su autor no los estimaba en nada. Les dio su toque final cuando, en la víspera de su muerte, fingió pensar sólo en su obra futura, y cuando les escribió a su esposa e hija: "Piensen en lo hermoso que hubiera sido eso". ¿Verdad? ¿Mentira? Pero es el hombre mismo, el hombre por entero lo que Mallarmé quiso ser: el hombre que se moría en todo el planeta por la desintegración de un átomo o un enfriamiento del Sol, y que susurraba al pensar en la Sociedad que quería construir: "Piensen en lo hermoso que hubiera sido eso".
Héroe, profeta, mago y actor trágico, ese pequeño hombre femenino, discreto, poco dado a las mujeres, merece haber muerto en el umbral de nuestro siglo: lo anuncia. Más y mejor que Nietzsche, vivió la Muerte de Dios; mucho antes que Camus, sintió que el suicidio es la pregunta original que el hombre debe hacerse a sí mismo; su lucha de cada día contra el azar, otros la retomaron sin ir más allá de su lucidez; ya que, después de todo, se preguntaba a sí mismo: ¿podemos encontrar en el determinismo un camino para salir de él? ¿Se puede invertir la praxis y recuperar la subjetividad reduciendo el universo y uno mismo a lo objetivo? Aplicó sistemáticamente al arte lo que hasta entonces no era más que un principio filosófico y que se convertiría en una máxima de la política: "Hacer y, haciendo, hacerse a uno mismo"; poco antes del desarrollo gigantesco de la técnica, inventó una técnica de la poesía; en el momento en que Taylor había decidido movilizar a los hombres para conferirle a su trabajo toda su eficacia, movilizó el lenguaje para garantizar la plena productividad de las palabras. Pero lo que resulta más conmovedor, me parece, es esa angustia metafísica que tan plena y modestamente experimentó. Nunca pasó un día sin sentir la tentación de matarse, y si vivió, fue por su hija. Pero esa muerte aplazada le dio una especie de ironía encantadora y destructiva: su "iluminación nativa" fue, sobre todo, el arte de encontrar y establecer en su vida cotidiana e incluso en su percepción un "dos a dos roedor", en el que comprometió todos los objetos de este mundo. Fue totalmente poeta, estuvo totalmente comprometido en la destrucción crítica de la poesía por sí misma; y al mismo tiempo, permaneció fuera; silfo de los fríos cielorrasos, se miraba a sí mismo: si la materia produce poesía, ¿tal vez el pensamiento lúcido de la materia escapa al determinismo? Así su poesía misma está entre paréntesis; un día le enviaron algunos dibujos que le gustaron; pero le gustó en particular uno de un viejo mago sonriente y triste: "Porque —dijo— sabe muy bien que su arte es una impostura. Pero también parece decir: Podría haber sido verdad".
Prefacio à Mallarmé, Éditions Gallimard, collection Poésie, Paris, 1966
Situations IX
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
MALLARMÉ
Fils et petit-fils de fonctionnaire, élevé par une regrettable grand-mère, Mallarmé sent croître en lui de bonne heure une révolte qui ne trouve pas son point d’application. La société, la Nature, la famille, il conteste tout, jusqu’au pauvre enfant pâle qu’il aperçoit dans la glace. Mais l’efficacité de la contestation est en raison inverse de son étendue. Bien sûr, il faut faire sauter le monde : mais comment y parvenir sans se salir les mains. Une bombe est une chose au même titre qu’un fauteuil Empire : un peu plus méchante, voilà tout; que d’intrigues et de compromissions pour pouvoir la placer où il faut. Mallarmé n’est pas, ne sera pas anarchiste : il refuse toute action singulière; sa violence —je le dis sans ironie — est si entière et si désespérée qu’elle se change en calme idée de violence. Non, il ne fera pas sauter le monde : il le mettra entre parenthèses. Il choisit le terrorisme de la politesse; avec les choses, avec les hommes, avec lui- même, il conserve toujours une imperceptible distance. C’est cette distance qu’il veut exprimer d’abord dans ses vers.
Au temps des premiers poèmes, l’acte poétique de Mallarmé est d’abord une recréation. Il s’agit de s’assurer qu’on est bien là où l’on doit être. Mallarmé déteste sa naissance : il écrit pour l’effacer. Comme le dit Blanchot, l’univers de la prose se suffit et il ne faut pas compter qu’il nous fournira de lui-même les raisons de le dépasser. Si le poète peut isoler un objet poétique dans le monde, c’est qu’il est déjà soumis aux exigences de la Poésie; en un mot il est engendré par elle. Mallarmé a toujours conçu cette « vocation » comme un impératif catégorique. Ce qui le pousse, ce n’est pas l’urgence des impressions, leur richesse ni la violence des sentiments. C’est un ordre : « Tu manifesteras par ton œuvre que tu tiens l’univers à distance. » Et ses premiers vers, en effet, n’ont d’autre sujet que la Poésie elle-même. On a fait remarquer que l’Idéal dont il est sans cesse question dans les poèmes reste une abstraction, le travestissement poétique d’une simple négation : c’est la région indéterminée dont il faut bien se rapprocher quand on s’éloigne de la réalité. Elle servira d’alibi : on dissimulera le ressentiment et la haine qui incitent à s’absenter de l’être en prétendant qu’on s’éloigne pour rejoindre l’idéal.
Mais il eût fallu croire en Dieu : Dieu garantit la Poésie. Les poètes de la génération précédente étaient des prophètes mineurs : par leur bouche, Dieu parlait. Mallarmé ne croit plus en Dieu. Or, les idéologies ruinées ne s’effondrent pas d’un seul Coup, elles laissent des pans de murs dans les esprits. Après avoir tué Dieu de ses propres mains, Mallarmé voulait encore une caution divine; il fallait que la Poésie demeurât transcendante bien qu’il eût supprimé la source de toute transcendance : Dieu mort, l’inspiration ne pouvait naître que de sources crapuleuses. Et sur quoi fonder l’exigence poétique. Mallarmé entendait encore la voix de Dieu mais il y discernait les clameurs vagues de la nature. Ainsi, le soir, quelqu’un chuchote dans la chambre — et c’est le vent. Le vent ou les ancêtres : il reste vrai que la prose du monde n’inspire pas de poèmes; il reste vrai que le vers exige d’avoir existé déjà ; il reste vrai qu’on l’entend chanter en soi avant de l’écrire. Mais c’est par une mystification : car le vers neuf qui va naître, c’est en fait un vers ancien qui veut ressusciter. Ainsi les poèmes qui prétendent monter de notre cœur à nos lèvres remontent, en vérité, de notre mémoire. L’inspiration? Des réminiscences, un point c’est tout. Mallarmé entrevoit dans l’avenir une jeune image de lui-même qui lui fait signe; il s’approche : c’était son père. Sans doute le temps est-il une illusion : le futur n’est que l’aspect aberrant que prend le passé aux yeux de l’homme. Ce désespoir — que Mallarmé nommait alors son impuissance, car il l’inclinait à refuser toutes les sources d’inspiration et tous les thèmes poétiques qui ne fussent pas le concept abstrait et formel de Poésie — l’incite à postuler toute une métaphysique, c’est-à-dire une sorte de matérialisme analytique et vaguement spinoziste. Rien n’existe que la matière, éternel clapotis de l’être, espace « pareil à soi qu’il s’accroisse ou se nie ». L’apparition de l’homme transforme pour celui- ci l’éternel en temporalité et l’infini en hasard. En elle-même en effet la série infinie et éternelle des causes est tout ce qu’elle peut être; un entendement tout connaissant en saisirait peut-être l’absolue nécessité. Mais pour un mode fini le monde apparaît comme une perpétuelle rencontre, une absurde succession de hasards. Si cela est vrai, les raisons de notre raison sont aussi folles que les raisons de notre cœur, les principes de notre pensée et les catégories de notre action sont des leurres : l’homme est un rêve impossible. Ainsi l'impuissance du poète symbolise l’impossibilité d’être homme. Il n’y a qu’une tragédie, toujours la même « et qui est résolue tout de suite, le temps d’en montrer la défaite qui se déroule fulguramment ». Cette tragédie : « Il jette les dés... Qui créa se retrouve la matière, les blocs, les dés. » Il y avait les dés, il y a les dés; il y avait les mots, il y a les mots. L’homme : l’illusion volatile qui voltige au-dessus des mouvements de la matière. Mallarmé, créature de pure matière, veut produire un ordre supérieur à la matière. Son impuissance est théologique : la mort de Dieu créait au poète le devoir de le remplacer; il échoue. L’homme de Mallarmé comme celui de Pascal s’exprime en termes de drame et non en termes d’essence : « Seigneur latent qui ne peut devenir », il se définit par son impossibilité. « C’est ce jeu insensé d’écrire, s’arroger en vertu d’un doute quelque devoir de tout recréer avec des réminiscences. » Mais « la Nature a lieu, on n’y ajoutera pas ». Aux époques sans avenirs, barrées par la volumineuse stature d’un roi ou par l’incontestable triomphe d’une classe, l’invention semble une pure réminiscence : tout est dit, l’on vient trop tard. Ribot fera bientôt la théorie de cette impuissance en composant nos images mentales avec des souvenirs. On entrevoit chez Mallarmé une métaphysique pessimiste : il y aurait dans la matière, informe infinité, une sorte d’appétit obscur de revenir sur soi pour se connaître : pour éclairer son obscure infinité elle produirait ces lambeaux de pensées qu’on appelle des hommes, ces flammes déchirées. Mais la dispersion infinie arrache et disperse l’Idée. L’homme et le hasard naissent en même temps et l’un par l’autre. L’homme est un raté, un « loup » parmi les « loups ». Sa grandeur est de vivre son défaut de fabrication jusqu’à l’explosion finale.
N’est-il pas temps d’exploser? Mallarmé, à Tournon, à Besançon, à Avignon, a très sérieusement envisagé le suicide. D’abord c’est la conclusion qui s’impose : si l’homme est impossible, il faut manifester cette impossibilité en la poussant jusqu’au point où elle se détruit elle-même. Pour une fois la cause de notre action ne saurait être la matière. L’être ne produit que de l’être; si le poète choisit le non-être en conséquence de sa non-possibilité, c’est le Non qui est la cause du Néant : un ordre humain s’établit contre l’être par la disparition même de l’Homme. Avant Mallarmé, Flaubert, déjà, faisait tenter saint Antoine en ces termes : « (Donne-toi la mort.) Faire une chose qui vous égale à Dieu, pense donc. Il t’a créé, tu vas détruire son œuvre, toi, par ton courage, librement. » N’est- ce pas ce qu’il a toujours voulu : il y a dans le suicide qu’il médite quelque chose d’un crime terroriste. Et n’a-t-il pas dit que le suicide et le crime étaient les seuls actes surnaturels que l’on puisse faire. Il appartient à certains hommes de confondre leur drame avec celui de l’humanité; c’est ce qui les sauve : pas un instant Mallarmé ne doute que l’espèce humaine, s’il se tue, ne viendra mourir en lui tout entière; ce suicide est un génocide. Disparaître : on rendrait à l’être sa pureté. Puisque le hasard surgit avec l’homme, avec lui il s’évanouira : « L’infini, enfin, échappe à ma famille, qui en a souffert — vieil espace — pas de hasard... Ceci devait avoir lieu dans les combinaisons de l’Infini. Vis-vis de l’Absolu nécessaire — extrait l’Idée. » À travers des générations de poètes, lentement, l’idée poétique ruminait la contradiction qui la rend impossible. La mort de Dieu fit tomber le dernier voile : il était réservé à l’ultime rejeton de la race, de vivre cette contradiction dans sa pureté — et d’en mourir, donnant ainsi la conclusion poétique de l’histoire humaine. Sacrifice et génocide, affirmation et négation de l’homme, le suicide de Mallarmé reproduira le mouvement des dés : la matière se retrouve matière.
Si pourtant la crise ne s’est pas dénouée par sa mort, c’est qu’un « éclair absolu » est venu frapper à ses vitres : dans cette expérience à blanc de la mort volontaire, Mallarmé découvre tout à coup sa doctrine. Si le suicide est efficace, c’est qu’il remplace la négation abstraite et vaine de tout l’être par un travail négatif. En termes hégéliens on pourrait dire que la méditation de l’acte absolu fait passer Mallarmé du « stoïcisme », pure affirmation formelle de la pensée en face de l’être-libre, au scepticisme qui « est la réalisation de ce dont le stoïcisme est seulement le concept... (Dans le scepticisme) la pensée devient la pensée parfaite, anéantissant l’être du monde dans la multiple variété de ses déterminations et la négativité de la conscience de soi devient négativité réelle », le premier mouvement de Mallarmé a été le recul du dégoût et la condamnation universelle. Réfugié en haut de sa spirale, l’héritier « n’osait bouger », de peur de déchoir. Mais il s’aperçoit à présent que la négation universelle équivaut à l’absence de négation. Nier est un acte : tout acte doit s’insérer dans le temps et s’exercer sur un contenu particulier. Le suicide est un acte parce qu’il détruit effectivement un être et parce qu’il fait hanter le monde par une absence.
Si l’être est dispersion, l’homme en perdant son être gagne une incorruptible unité; mieux, son absence exerce une action astringente sur l’être de l’univers; pareille aux formes aristotéliciennes, l’absence resserre les choses, les pénètre de son unité secrète. C’est le mouvement même du suicide qu’il faut reproduire dans le poème. Puisque l’homme ne peut créer, mais qu’il lui reste la ressource de détruire, puisqu’il s’affirme par l’acte même qui l’anéantit, le poème sera donc un travail de destruction. Considérée du point de vue de la mort, la poésie sera, comme le dit fort bien Blanchot, « ce langage dont toute la force est de n’être pas, toute la gloire d’évoquer, en sa propre absence, l’absence de tout ». Mallarmé peut écrire fièrement à Lefébure que la Poésie est devenue critique. En se risquant tout entier, Mallarmé s’est découvert, sous l’éclairage de la mort, dans son essence d’homme et de poète. Il n’a pas abandonné sa contestation de tout, simplement il la rend efficace. Bientôt il pourra écrire que « le poème est la seule bombe ». C’est au point qu’il lui arrive de croire qu’il s’est tué pour de bon.
Ce n’est pas par hasard que Mallarmé écrit le mot « Rien » sur la première page de ses Poésies complètes (« Rien, cette écume, vierge vers... »). Puisque le poème est suicide de l’homme et de la poésie, il faut enfin que l’être se referme sur cette mort, il faut que le moment de la plénitude poétique corresponde à celui de l’annulation. Ainsi la vérité devenue de ces poèmes, c’est le néant : « Rien n’aura eu lieu que le lieu. » On connaît l’extraordinaire logique négative qu’il a inventée, comment, sous sa plume, une dentelle s’abolit à n’ouvrir qu’une absence de lit pendant que le « pur vase d’aucun breuvage » agonise sans consentir à rien espérer qui annonce une rose invisible ou comment une tombe ne s’encombre que « du manque de lourds bouquets ». « Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui » donne un exemple parfait de cette annulation interne du poème. « Aujourd’hui » avec son futur n’est qu’une illusion, le présent se réduit au passé, un cygne qui se croyait agir n’est qu’un souvenir de lui-même et sans espoir s’immobilise « au songe froid de mépris »; une apparence de mouvement s’évanouit, reste la surface infinie et indifférenciée du gel. L’explosion des couleurs et des formes nous révèle un symbole sensible qui nous renvoie à la tragédie humaine et celle-ci se dissout dans le néant : voilà le mouvement interne de ces poèmes inouïs qui sont à la fois des paroles silencieuses et des objets truqués. Pour finir, dans leur disparition même, ils auront évoqué les contours de quelque objet « échappant qui fait défaut » et leur beauté même sera comme une preuve a priori que le défaut d'être est une manière d'être.
Fausse preuve : Mallarmé est trop lucide pour ne pas comprendre que nulle expérience singulière ne contredira les principes au nom desquels on l’établit. Si le Hasard est au commencement, « jamais un coup de dés l’abolira ». Dans un acte où le hasard est en jeu, c’est toujours le hasard qui accomplit sa propre Idée en s’affirmant ou en se niant. Dans le poème, c’est le hasard lui-même qui se nie; la poésie née du hasard et luttant contre lui abolit le hasard en s’abolissant parce que son abolition symbolique est celle de l’homme. Mais tout cela, au fond, n’est qu’une supercherie. L’ironie de Mallarmé naît de ce qu’il connaît l’absolue vanité et l’entière nécessité de son œuvre et qu’il y discerne ce couple de contraires sans synthèse qui perpétuellement s’engendre et se repousse : le hasard qui crée la nécessité, illusion de l’homme — ce morceau de nature devenu fou la nécessité créant le hasard comme ce qui la limite et la définit a contrario, la nécessité niant le hasard « pied à pied » dans les vers, le hasard niant à son tour la nécessité puisque le full employment des mots est impossible et la nécessité abolissant à son tour le hasard par le suicide du Poème et de la poésie. Il y a chez Mallarmé un mystificateur triste : il a créé et maintenu chez ses amis et disciples l’illusion d’un grand œuvre où soudain se résorberait le monde; il prétendait s’y préparer. Mais il en connaissait parfaitement l’impossibilité. Il fallait simplement que sa vie même parût subordonnée à cet objet absent : l’explication orphique de la Terre (qui n’est autre que la poésie elle-même); et je ne peux croire qu’il n’ait pas cru que sa mort devait éterniser ce rapport à l’orphisme comme la plus haute ambition du poète et son échec comme la tragique impossibilité de l’homme. Un poète mort à vingt-cinq ans, tué par le sentiment de son impuissance : c’est un fait divers. Un poète de cinquante-six ans qui meurt au moment où il a compris peu à peu tous ses moyens et où il se dispose à commencer son œuvre, c’est la tragédie même de l’homme. La mort de Mallarmé est une mystification mémorable.
Mais c’est une mystification par la vérité : « Histrion véridique de lui-même », Mallarmé a joué devant tous pendant trente ans cette tragédie à un seul personnage qu’il a souvent rêvé d’écrire. Il fut le « seigneur latent qui ne peut devenir, juvénile ombre de tous, ainsi tenant du mythe... imposant aux vivants un effacement subtil et par le subtil envahissement de sa présence ». Dans le système complexe de cette comédie, ses poésies devaient être des échecs pour être parfaites. Il ne suffisait pas qu’elles abolissent langage et monde, ni même qu’elles s’annulassent; il fallait encore qu’elles fussent de vaines ébauches au regard d’une œuvre inouïe et impossible que le hasard d’une mort l’empêcha de commencer. Tout est dans l’ordre si l’on considère ces suicides symboliques à la lumière d’une mort accidentelle, l’être à la lumière du néant. Par un retour imprévu, ce naufrage atroce donne à chacun des poèmes réalisés une nécessité absolue. Leur sens le plus poignant vient de ce qu’ils nous enthousiasment et de ce que leur auteur les tenait pour rien. Il leur donna leur dernière touche quand, la veille de sa mort, il feignit de ne penser qu’à son œuvre future et quand il écrivit à sa femme et à sa fille : « Croyez que cela devait être très beau. » Vérité? Mensonge? Mais c’est l’homme même, tout l’homme que veut être Mallarmé : l’homme mourant sur tout le globe d’une désintégration de l’atome ou d’un refroidissement du Soleil et murmurant à la pensée de la Société qu’il voulait construire : « Croyez que cela devait être fort beau. »
Héros, prophète, mage et tragédien, ce petit homme féminin, discret, peu porté sur les femmes mérite de mourir au seuil de notre siècle : il l’annonce. Plus et mieux que Nietzsche, il a vécu la Mort de Dieu; bien avant Camus, il a senti que le suicide est la question originelle que l’homme doit se poser; sa lutte de chaque jour contre le hasard, d’autres la reprendront sans dépasser sa lucidité; car il se demandait en somme : peut-on trouver dans le déterminisme un chemin pour en sortir? Peut-on renverser la praxis et retrouver une subjectivité en réduisant l’univers et soi-même à l’objectif : il applique systématiquement à l’art ce qui n’était encore qu’un principe philosophique et devait devenir une maxime de la politique : « Faire et en faisant se faire »; peu avant le développement gigantesque des techniques, il invente une technique de la poésie; au moment où Taylor s’avisait de mobiliser les hommes pour donner à leur travail sa pleine efficacité, il mobilise le langage pour assurer le plein rendement des mots. Mais ce qui touchera plus encore, me semble-t-il, c’est cette angoisse métaphysique qu’il a pleinement et si modestement vécue. Pas un jour ne s’est écoulé sans qu’il ne fût tenté de se tuer et, s’il a vécu, c’est pour sa fille. Mais cette mort en sursis lui donnait une sorte d’ironie charmante et destructive : son « illumination native », ce fut surtout l’art de trouver et d’établir dans sa vie quotidienne et jusque dans sa perception un « deux à deux rongeur », où il engageait tous les objets de ce monde. Il fut tout entier poète, tout entier engagé dans la destruction critique de la poésie par elle-même : et en même temps, il restait dehors; sylphe des froids plafonds, il se regarde : si la matière produit la poésie, peut-être la pensée lucide de la matière échappe-t-elle au déterminisme? Ainsi sa poésie même est entre parenthèses ; on lui envoya un jour quelques dessins qui lui plurent; mais il s’attacha tout particulièrement à un vieux mage souriant et triste : «Parce que, dit-il, il sait bien que son art est une imposture. Mais il a aussi l’air de dire : « C'eût été la vérité. »