domingo, 29 de enero de 2023

T. S. Eliot: Baudelaire

BAUDELAIRE

Cualquier cosa que se parezca a una apreciación justa de Baudelaire ha tardado en llegar a Inglaterra, y aún hoy es defectuosa o parcial, incluso en Francia. Creo que hay razones especiales para la dificultad de estimar su valor y determinar el lugar que le corresponde. Para empezar, Baudelaire se adelantó mucho, en algunos aspectos, al punto de vista de su propia época y, sin embargo, pertenecía en gran medida a ella, compartía en alto grado sus méritos limitados, sus defectos y modas. Para empezar, contribuyó ampliamente en la formación de una generación de poetas que vinieron después de él; y en Inglaterra tuvo lo que fue, en cierto modo, la desdicha de ser promocionado, en primer lugar y desmedidamente, por Swinburne, y luego adoptado por los discípulos de Swinburne. Fue universal, y al mismo tiempo quedó limitado por una moda que él mismo fue el que más se esforzó en crear. Disociar lo permanente de lo temporal, distinguir al hombre de su influencia y, finalmente, dejar de asociarlo con aquellos poetas ingleses que fueron los primeros en admirarlo no es tarea fácil. Su amplitud misma plantea una dificultad, ya que tienta al crítico parcial, incluso ahora, a adoptar a Baudelaire como patrocinador de sus propias creencias.

El presente ensayo se propone afirmar la importancia de las obras en prosa de Baudelaire, propósito justificado por la traducción de una de esas obras que es indispensable para cualquier estudiante de su poesía [Intimes, escritos íntimos traducidos por Christopher Sherwood, y publicado por Blackmore Press]. Esto significa ver a Baudelaire como algo más que el autor de Les Fleurs du Mal y, en consecuencia, revisar un poco nuestra valoración de ese libro. Baudelaire se puso de moda en una época en la que el “Arte por el Arte” era un dogma. El cuidado que ponía en sus poemas y el hecho de que, contrariamente a la fluidez de su tiempo, tanto en Francia como en Inglaterra, se limitara a ese único volumen, alentaron la opinión de que Baudelaire era un artista exclusivamente por amor al arte. Por supuesto, la doctrina realmente no se aplica a nadie; nadie la aplicó menos que Pater, que dedicó muchos años, no tanto a ilustrarla como a exponerla como teoría de la vida, lo que no es en absoluto lo mismo. Pero fue una doctrina que sí afectó a la crítica y a la apreciación, y que sí obstaculizó un juicio adecuado sobre Baudelaire. De hecho, es un hombre más grande de lo todos imaginaron, aunque quizá no fuera un poeta tan perfecto.

Creo que a Baudelaire se lo ha llamado un Dante fragmentario, valga lo que valga esta descripción. Es cierto que mucha gente que disfruta de Dante disfruta de Baudelaire; pero las diferencias son tan importantes como las semejanzas. El infierno de Baudelaire es muy diferente en calidad y significado del de Dante. Creo que sería más acertada la descripción de Baudelaire como un Goethe posterior y más limitado. Tal como empezamos a verlo ahora, representa su propia época un poco de la misma manera en que Goethe representa una época más temprana. Crítico de la generación actual, Peter Quennell, ha dicho recientemente en su libro, Baudelaire y los Simbolistas:

“Gozó del don de percibir su propia época, reconoció su perfil cuando su perfil aún estaba incompleto, y —porque es sólo nuestra mala comprensión del presente lo que nos impide ver el futuro inmediato, nuestra ignorancia del día de hoy y nuestra incapacidad de establecer cuáles de sus tendencias y requerimientos son reales y cuáles espurios— previó muchos problemas, tanto en el plano estético como en el moral, que siguen siendo relevantes  para el destino de la poesía moderna”.

 

Ahora bien, el hombre que tiene esta percepción de su época es difícil de analizar. Está expuesto a sus locuras así como es sensible a sus invenciones; y en Baudelaire, al igual que en Goethe, se encuentran algunos de los anticuados disparates de su tiempo. El paralelismo entre el poeta alemán, que siempre ha sido el símbolo de la perfecta “salud” en todo sentido, así como de la curiosidad universal, y el poeta francés, que ha sido el símbolo de la morbosidad de espíritu y de los intereses concentrados en el trabajo, puede parecer paradójico. Pero después de este lapso, la diferencia entre “salud” y “morbosidad” en los dos hombres se vuelve más insignificante; hay algo artificial e incluso mojigato en la salubridad de Goethe, como lo hay en la insalubridad de Baudelaire; ya han quedado atrás estas modas de la salud y de la enfermedad, y ambos son simplemente hombres con mentes inquietas, críticas y curiosas y dotados de la "percepción de la época"; ambos son hombres que comprendieron y previeron mucho. Es cierto que Goethe se interesó por muchos temas que Baudelaire dejó de lado; pero en la época de Baudelaire ya no era necesario que un hombre abarcara intereses tan variados para tener la percepción de su época; y, retrospectivamente, algunos de los estudios de Goethe nos parecen (no con plena justicia) meros pasatiempos diletantes. La mayor parte de los escritos en prosa de Baudelaire (a excepción de las traducciones de Poe, que tienen menos interés para un lector inglés) son tan importantes como la mayor parte de los de Goethe. Arrojan luz sobre Les Fleurs du Mal, sin duda, pero también amplían enormemente nuestra valoración de su autor.

Alguna vez estuvo de moda tomar en serio el satanismo de Baudelaire, tal como ahora lo está la tendencia a presentar a Baudelaire como un cristiano serio y católico. Especialmente como preludio de los Journaux Intimes, esta diferencia de opiniones necesita ser un poco discutida. Creo que la segunda opinión —que Baudelaire es esencialmente cristiano— está más cerca de la verdad que la primera, pero necesita considerables reservas. Cuando el satanismo de Baudelaire se disocia de su parafernalia menos respetable, equivale a una tenue intuición de una parte, pero una parte muy importante, del cristianismo. El propio satanismo, en la medida en que no es una mera afectación, fue un intento de entrar en el cristianismo por la puerta de atrás. La blasfemia genuina, genuina en espíritu y no puramente verbal, es el producto de una fe parcial, y le resulta tan imposible al ateo completo como al cristiano perfecto. Es una forma de afirmar la fe. Este estado de fe parcial es evidente en cada página de los Journaux Intimes. Lo significativo de Baudelaire es su inocencia teológica. Está descubriendo el cristianismo para sí mismo; no lo está asumiendo como una moda o sopesando razones sociales o políticas, o cualquier otra circunstancia. Está empezando, en cierto modo, por el principio; y como es un explorador, no está del todo seguro de lo que está explorando ni a dónde llegará; casi podría decirse que está haciendo de nuevo, él solo, el esfuerzo de muchas generaciones. Su cristianismo es rudimentario o embrionario; en el mejor de los casos, tiene los excesos de un Tertuliano (y el mismo Tertuliano no es considerado totalmente ortodoxo y equilibrado). Su actividad no era practicar el cristianismo, sino —lo que era mucho más importante para su época— afirmar su necesidad.

La morbosidad del temperamento de Baudelaire no puede, por supuesto, ser ignorada: y nadie que haya echado un vistazo a la obra de Crépet o al reciente breve estudio biográfico de François Porché puede olvidarla. Erraríamos el rumbo si la tratáramos como una desgraciada dolencia que se puede omitir o si intentáramos separar lo sano de lo enfermo en su obra. Sin la morbosidad, ninguna de sus obras sería posible o significativa; las debilidades de su autor pueden reunirse en un conjunto más grande de fuerza, y esto está implícito en mi afirmación de que ni la salud de Goethe ni la enfermedad de Baudelaire importan por sí mismas: lo que importa es lo que ambos hombres hicieron con su talento. A los ojos del mundo, y muy apropiadamente para todas las cuestiones de la vida privada, Baudelaire era completamente perverso e insufrible: un hombre con un talento para la ingratitud y la insociabilidad, intolerablemente irritable, y con una determinación empecinada para hacer lo peor posible con todo —si tenía dinero, para despilfarrarlo; si tenía amigos, para enemistarse con ellos; si tenía alguna buena fortuna, para desdeñarla. Tenía el orgullo del hombre que siente en sí mismo una gran debilidad y una gran fuerza. Tenía un gran genio, pero carecía tanto de paciencia como de la inclinación, si hubiera tenido el poder de hacerlo, para superar su debilidad; por el contrario, la explotó con fines teóricos. La moralidad de tal proceder puede ser objeto de interminables disputas; para Baudelaire, era la manera de liberar su mente y darnos el legado y la lección que ha dejado.

Era uno de esos hombres que tienen una gran fuerza, pero fuerza meramente para sufrir. No podía escapar del sufrimiento y no podía trascenderlo, por lo que atraía el dolor hacia sí mismo. Pero lo que sí podía hacer, con esa inmensa fuerza pasiva y esa sensibilidad que ningún dolor podía alterar, era estudiar su sufrimiento. Y en esta limitación es totalmente distinto a Dante, ni siquiera se parece a ningún personaje del Infierno de Dante. Pero, por otra parte, un sufrimiento como el de Baudelaire implica la posibilidad de un estado positivo de beatitud. Por cierto, en su manera de sufrir hay ya una especie de presencia de lo sobrenatural y de lo sobrehumano. Rechaza siempre lo puramente natural y lo puramente humano; es decir, no es ni “naturalista” ni “humanista”. Ya sea porque no puede ajustarse al mundo actual tiene que rechazarlo en favor del Cielo y del Infierno, o porque tiene la percepción del Cielo y del Infierno rechaza el mundo actual: ambas formas de decirlo son defendibles. Hay en sus declaraciones una buena cantidad de detritus románticos; ses ailes de géant l'empêchent de marcher [sus alas de gigante le impiden caminar], dice del Poeta y del Albatros, pero no de forma convincente; pero hay también verdad acerca de sí mismo y del mundo. Su ennui puede explicarse, por supuesto, como todo puede ser explicado, en términos psicológicos o patológicos; pero es también, desde el punto de vista opuesto, una verdadera forma de acedia, que surge de la lucha infructuosa para alcanzar la vida espiritual.

T.S. ELIOT

1930

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán


BAUDELAIRE

ANYTHING like a just appreciation of Baudelaire has been slow to arrive in England, and still is defective or partial even in France. There are, I think, special reasons for the difficulty in estimating his worth and finding his place. For one thing, Baudelaire was in some ways far in advance of the point of view of his own time, and yet was very much of it, very largely partook of its limited merits, faults, and fashions. For one thing, he had a great part in forming a generation of poets after him; and in England he had what is in a way the misfortune to be first and extravagantly advertised by Swinburne, and taken up by the followers of Swinburne. He was universal, and at the same time confined by a fashion which he himself did most to create. To dissociate the permanent from the temporary, to distinguish the man from his influence, and finally to detach him from the associations of those English poets who first admired him, is no small task. His comprehensiveness itself makes difficulty, for it tempts the partisan critic, even now, to adopt Baudelaire as the patron of his own beliefs.

It is the purpose of this essay to affirm the importance of Baudelaire’s prose works, a purpose justified by the translation of one of those works which is indispensable for any student of his poetry. This is to see Baudelaire as something more than the author of the Fleurs du Mal, and consequently to revise somewhat our estimate of that book. Baudelaire came into vogue at a time when “Art for Art’s sake” was a dogma. The care which he took over his poems, and the fact that contrary to the fluency of his time, both in France and England he restricted himself to this one volume, encouraged the opinion that Baudelaire was an artist exclusively for art’s sake. The doctrine does not, of course, really apply to anybody; no one applied it less than Pater, who spent many years, not so much in illustrating it, as in expounding it as a theory of life, which is not the same thing at all. But it was a doctrine which did affect criticism and appreciation, and which did obstruct a proper judgment of Baudelaire. He is in fact a greater man than was imagined, though perhaps not such a perfect poet.

 Baudelaire has, I believe, been called a fragmentary Dante, for what that description is worth. It is true that many people who enjoy Dante enjoy Baudelaire; but the differences are as important as the similarities. Baudelaire’s inferno is very different in quality and significance from that of Dante. Truer, I think, would be the description of Baudelaire as a later and more limited Goethe. As we begin to see him now, he represents his own age in somewhat the same way as that in which Goethe represents an earlier age. As a critic of the present generation, Mr. Peter Quennell has recently said in his book, Baudelaire and the Symbolists:

 

“He had enjoyed a sense of his own age, had recognized its pattern while the pattern was yet incomplete, and—because it is only our misapprehension of the present which prevents our looking into the immediate future, our ignorance of today and of its real as apart from its spurious tendencies and requirements—had anticipated many problems, both on the aesthetic and on the moral plane, in which the fate of modern poetry is still concerned.”

 

Now the man who has this sense of his age is hard to analyse. He is exposed to its follies as well as sensitive to its inventions; and in Baudelaire, as well as in Goethe, is some of the outmoded nonsense of his time. The parallel between the German poet who has always been the symbol of perfect “health” in every sense, as well as of universal curiosity, and the French poet who has been the symbol of morbidity in mind and concentrated interests in work, may seem paradoxical. But after this lapse of time the difference between “health” and “morbidity” in the two men becomes more negligible; there is something artificial and even priggish about Goethe’s healthiness, as there is about Baudelaire’s unhealthiness; we have passed beyond both fashions, of health or malady, and they are both merely men with restless, critical, curious minds and the “sense of the age”; both men who understood and foresaw a great deal. Goethe, it is true, was interested in many subjects which Baudelaire left alone; but by Baudelaire’s time it was no longer necessary for a man to embrace such varied interests in order to have the sense of the age; and in retrospect some of Gothe’s studies seem to us (not altogether justly) to have been merely dilettante hobbies. The most of Baudelaire’s prose writings (with the exception of the translations from Poe, which are of less interest to an English reader) are as important as the most of Goethe. They throw light on the Fleurs du Mal certainly, but they also expand immensely our appreciation of their author.

 It was once the mode to take Baudelaire’s Satanism seriously, as it is now the tendency to present Baudelaire as a serious and Catholic Christian. Especially as a prelude to the Journaux Intimes this diversity of opinion needs some discussion. I think that the latter view—that Baudelaire is essentially Christian—is nearer the truth than the former, but it needs considerable reservation. When Baudelaire’s Satanism is dissociated from its less creditable paraphernalia, it amounts to a dim intuition of a part, but a very important part, of Christianity. Satanism itself, so far as not merely an affectation, was an attempt to get into Christianity by the back door. Genuine blasphemy, genuine in spirit and not purely verbal, is the product of partial belief, and is as impossible to the complete atheist as to the perfect Christian. It is a way of affirming belief. This state of partial belief is manifest throughout the Journaux Intimes. What is significant about Baudelaire is his theological innocence. He is discovering Christianity for himself; he is not assuming it as a fashion or weighing social or political reasons, or any other accidents. He is beginning, in a way, at the beginning; and being a discoverer, is not altogether certain what he is exploring and to what it leads; he might almost be said to be making again, as one man, the effort of scores of generations. His Christianity is rudimentary or embryonic; at best, he has the excesses of a Tertullian (and even Tertullian is not considered wholly orthodox and well balanced). His business was not to practise Christianity, but—what was much more important for his time—to assert its necessity.

 Baudelaire’s morbidity of temperament cannot, of course, be ignored: and no one who has looked at the work of Crépet or the recent small biographical study of François Porché can forget it. We should be misguided if we treated it as an unfortunate ailment which can be discounted or to attempt to detach the sound from the unsound in his work. Without the morbidity none of his work would be possible or significant; his weaknesses can be composed into a larger whole of strength, and this is implied in my assertion that neither the health of Goethe nor the malady of Baudelaire matter in itself: it is what both men made of their endowments that matters. To the eye of the world, and quite properly for all questions of private life, Baudelaire was thoroughly perverse and insufferable: a man with a talent for ingratitude and unsociability, intolerably irritable, and with a mulish determination to make the worst of everything; if he had money, to squander it; if he had friends, to alienate them; if he had any good fortune, to disdain it. He had the pride of the man who feels in himself great weakness and great strength. Having great genius, he had neither the patience nor the inclination, had he had the power, to overcome his weakness; on the contrary, he exploited it for theoretical purposes. The morality of such a course may be a matter for endless dispute; for Baudelaire, it was the way to liberate his mind and give us the legacy and lesson that he has left.

He was one of those who have great strength, but strength merely to suffer. He could not escape suffering and could not transcend it, so he attracted pain to himself. But what he could do, with that immense passive strength and sensibilities which no pain could impair, was to study his suffering. And in this limitation he is wholly unlike Dante, not even like any character in Dante’s Hell. But, on the other hand, such suffering as Baudelaire’s implies the possibility of a positive state of beatitude. Indeed, in his way of suffering is already a kind of presence of the supernatural and of the superhuman. He rejects always the purely natural and the purely human; in other words, he is neither “naturalist” nor “humanist.” Either because he cannot adjust himself to the actual world he has to reject it in favour of Heaven and Hell, or because he has the perception of Heaven and Hell he rejects the present world: both ways of putting it are tenable. There is in his statements a good deal of romantic detritus; ses ailes de géant l'empêchent de marcher, he says of the Poet and of the Albatross, but not convincingly; but there is also truth about himself and about the world. His ennui may of course be explained, as everything can be explained in psychological or pathological terms; but it is also, from the opposite point of view, a true form of acedia, arising from the unsuccessful struggle towards the spiritual life.



martes, 24 de enero de 2023

Guillaume Chappot de La Chanonie: Palabras a Baudelaire

ADRESSE À BAUDELAIRE

 

Prince ténébreux,

 

Toi qui as “vu parfois au fond d’un théâtre banal

Un être, qui n’était que lumière, or et gaze,

Terrasser l’énorme Satan”,

Pourquoi t’es-tu arrêté là ?

Pourquoi n’est tu pas allé au-delà ?

Prince des poètes blessés et meurtris,

Toi qui maudis le Temps, ce bourreau sans merci,

Pourquoi avoir refusé Dieu au profit de Satan ?

Dis, pourquoi cette fascination pour le Néant ?

Tu as préféré le Spleen et les Fleurs du Mal,

Les trouvant plus fascinantes et moins banales ;

A l’air supérieur, au feu clair, aux espaces limpides

Tu préféras la noirceur des profondeurs, le vide…

Mais qui sait ? Peut-être à l’heure du jugement dernier,

Au moment de passer dans l’autre vie,

Ce fut à l’appel d’en-haut que tu répondis,

Délaissant l’Infâme et ses ruses à tout jamais.

Esprit lucide, trop peut-être, j’aime ces poèmes

Dans lesquels tu loue la vie de bohème,

J’aime lorsque tu me parles des anges, de lumière ;

Ta plume est si leste, elle est si légère…

Si le poète trop souvent ressemble quelquefois

A un pauvre Albatros que l’on pointe du doigt,

Si le poète est raillé, s’il est maudit,

Il procure aussi joie, et volupté ; on le bénit

De donner aux hommes de quoi nourrir leurs âmes

Tant assoiffées ;

Et toi pour qui la poésie compta tant,

A travers elle tu nous fait voir tes sentiments,

Des sentiments, hélas ! Trop souvent chargés d’ennui,

Qui sombrent dans des abîmes noirs comme la nuit...

Je ne retiendrai ni la haine, ni les frissons,

Ni l’horreur, ni le labeur dur et forcé.

Je retiendrai les rimes, les notes de violon,

Les paysages lointains emplis de beauté,

D’ordre, de luxe, de calme et de volupté ;

Les notes et les chants vers en haut élevés,

Les amours enfantines, les courses, les chansons, les baisers ;

Tout cela je le garderai précieusement,

Pour ne pas oublier que tu fus un voyant.

Le jour décline, il se fait tard,

Le soleil dans la mer se reflète en un miroir,

Et je songe qu’il me faut ici achever.

Je te remercie donc, pour tout ce que tu m’as légué.

Puissions-nous, dans l’avenir et dans la gloire,

Parler de coeur à coeur, au milieu des nuées…

GUILLAUME CHAPPOT DE LA CHANONIE


PALABRAS A BAUDELAIRE

 

Príncipe tenebroso,

 

Tú que “viste a veces en el fondo de un teatro vulgar

Un ser hecho sólo de luz, de oro y de gasa,

Derrotar al enorme Satán”,

¿Por qué te detuviste ahí?

¿Por qué no fuiste más allá?

Príncipe de los poetas heridos y maltrechos,

Tú que maldijiste el Tiempo, ese verdugo sin piedad,

¿Por qué rechazaste a Dios en favor de Satán?

Dime, ¿por qué esa fascinación por la Nada?

Preferiste el esplín y las Flores del Mal,

Como más fascinantes y menos vulgares;

Al aire superior, al fuego claro, a los espacios límpidos

Preferiste la negrura de las profundidades, el vacío...

Pero, ¿quién sabe? Quizás en la hora del juicio último,

En el momento de pasar a la otra vida,

Fue a la llamada de lo alto a la que respondiste,

Abandonando al Infame y sus artimañas para siempre.

Mente lúcida, demasiado quizás, me gustan esos poemas

En los que alabas la vida bohemia,

Me gusta cuando me hablas de ángeles, de luz;

Tu pluma es tan rauda, tan ligera...

Si el poeta demasiado a menudo se parece

A un pobre Albatros al que lo señalan con el dedo,

Si se burlan del poeta, si lo maldicen,

También nos procura alegría y placer; lo bendecimos

Por darles a los hombres alimento para sus almas

Tan sedientas;

Y tú para quien la poesía importaba tanto,

A través de ella nos dejas ver tus sentimientos,

Sentimientos, ¡ay!, demasiado a menudo llenos de hastío,

Que se hunden en abismos negros como la noche...

No me quedaré con el odio, ni con los escalofríos,

Ni con el horror, ni con el trabajo duro y forzado.

Me quedaré con las rimas, las notas de violín,

Con los paisajes lejanos llenos de belleza,

De orden, de lujo, de calma y voluptuosidad;

Con las notas y las canciones dirigidas a lo alto,

Con los amores de infancia, las corridas, las canciones, los besos;

Todo eso lo guardaré como un tesoro,

Para no olvidarme de que fuiste un vidente.

El día declina, se hace tarde,

El sol en el mar se refleja en un espejo,

Y creo que debo terminar aquí.

Te doy las gracias, pues, por todo lo que me dejaste.

Que ambos, en el futuro y en la gloria, podamos

Hablar de corazón a corazón, en medio de las nubes...

Traducción de Miguel ÁngelFrontán




lunes, 23 de enero de 2023

J.R.R. Tolkien y Francisco Porrúa: Una canción de Bilbo Baggins

UNA CANCIÓN DE BILBO BAGGINS

 

     I sit beside the fire and think

       of all that I have seen,

       of meadow-flowers and butterflies

       in summers that have been;

 

       Of yellow leaves and gossamer

       in autumns that there were,

       with morning mist and silver sun

       and wind upon my hair.

 

       I sit beside the fire and think

       of how the world will be

       when winter comes without a spring

       that I shall ever see.

 

       For still there are so many things

       that I have never seen:

       in every wood in every spring

       there is a different green.

     

       I sit beside the fire and think

       of people long ago,

       and people who will see a world

       that I shall never know.

 

       But all the while I sit and think

       of times there were before,

       I listen for returning feet

       and voices at the door.

JOHN RONALD REUEL TOLKIEN

The Lord of the Rings – The Fellowship of the Ring, Book II,3

Traducción al español de FRANCISCO PORRÚA



 

     Me siento junto al fuego y pienso

     en todo lo que he visto,

     en flores silvestres y mariposas

     de veranos que han sido.

 

     En hojas amarillas y telarañas,

     en otoños que fueron,

     la niebla en la mañana, el sol de plata

     y el viento en mis cabellos.

 

     Me siento junto al fuego y pienso

     cómo el mundo será,

     cuando llegue el invierno sin una primavera

     que yo pueda mirar.

 

     Pues hay todavía tantas cosas

     que yo jamás he visto:

     en todos los bosques y primaveras

     hay un verde distinto.

 

     Me siento junto al fuego y pienso

     en las gentes de ayer,

     y en gentes que verán un mundo

     que no conoceré.

 

     Y mientras estoy aquí sentado

     pensando en otras épocas

     espero oír unos pasos que vuelven

     y voces en la puerta.




viernes, 20 de enero de 2023

Stéphane Mallarmé: La gloria

LA GLORIA

¡La Gloria! Sólo ayer la conocí, irrefragable, y nada me interesará de lo que alguien pueda llamar así.

Cien carteles que absorbían el oro incomprendido de los días, traición de la letra, huyeron, como a todos los confines de la ciudad, mis ojos arrastrados a ras del horizonte por una partida sobre el riel antes de recogerse en el abstruso orgullo que en su tiempo de apoteosis da un bosque que se acerca.

Un grito, en medio de la exaltación de la hora, falseó ese nombre, Fontainebleau, conocido por desplegar la continuidad de cimas tarde desvanecidas, tan discordante que tuve el impulso, violentado el cristal del compartimiento, de también con el puño estrangular el interruptor: ¡Cállate! No les reveles, por medio de un ladrido indiferente, la sombra que aquí se coló en mi espíritu a las portezuelas de vagón sacudidas por un viento inspirado e igualitario, ya vomitados los turistas omnipresentes. Una quietud mendaz de frondosos bosques suspende en derredor cierto extraordinario estado de ilusión, ¿qué me respondes?, que por tu estación han dejado hoy estos pasajeros la capital, buen empleado vociferador por deber y del que yo sólo espero, lejos de acaparar una embriaguez a todos otorgada por las liberalidades conjuntas de la naturaleza y del Estado, un silencio que dura lo que me lleva aislarme de la delegación urbana e ir hacia el extático letargo de aquellos follajes demasiado inmovilizados para que una crisis no los disperse pronto en el aire; aquí tienes, sin atentar a tu integridad, toma, una moneda.

Un uniforme inatento me invita hacia cierta barrera, y sin pronunciar palabra entrego, en lugar del sobornador metal, mi billete.

Obediente no obstante, sí, sin ver más que el asfalto que se extiende virgen de pasos, ya que no puedo aún imaginar que en este pomposo octubre excepcional del millón de existencias escalonando su vacuidad en tanto que monotonía enorme de capital cuya obsesión va a borrarse aquí al oírse el silbato bajo la bruma, ningún otro furtivamente evadido que no sea yo haya sentido que hay, este año, amargos y luminosos sollozos, mucha indecisa flotación de idea que deserta los azares como ramas, cierto estremecimiento y lo que hace pensar en un otoño bajo el cielo.

Nadie y, con los brazos de duda proyectados como quien lleva también una carga de un esplendor secreto, ¡demasiado inapreciable trofeo para mostrarse!, pero sin por eso precipitarme en esa diurna vigilia de inmortales troncos que vuelcan sobre uno orgullos sobrehumanos (ahora bien, ¿no tenemos que constatar su autenticidad?) ni trasponer el umbral en que hay antorchas que consumen, en alta guardia, sueños todos anteriores a su resplandor que repercute en púrpura en la nube la universal coronación del intruso real que no habrá tenido más que venir: esperé, para serlo, que, lento y nuevamente animado por su movimiento habitual, se redujese a sus proporciones de quimera pueril llevando gente a alguna parte el tren que me había dejado solo allí.


STÉPHANE MALLARMÉ
Poemas en prosa
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

Ediciones De La Mirándola, Buenos Aires, marzo de 2016


LA GLOIRE

La Gloire ! je ne la sus qu’hier, irréfragable, et rien ne m’intéressera d’appelé par quelqu’un ainsi.

Cent affiches s’assimilant l’or incompris des jours, trahison de la lettre, ont fui, comme à tous confins de la ville, mes yeux au ras de l’horizon par un départ sur le rail traînés avant de se recueillir dans l’abstruse fierté que donne une approche de forêt en son temps d’apothéose.

Si discord parmi l’exaltation de l’heure, un cri faussa ce nom connu pour déployer la continuité de cimes tard évanouies, Fontainebleau, que je pensai, la glace du compartiment violentée, du poing aussi étreindre à la gorge l’interrupteur : Tais-toi ! Ne divulgue pas du fait d’un aboi indifférent l’ombre ici insinuée dans mon esprit, aux portières de wagons battant sous un vent inspiré et égalitaire, les touristes omniprésents vomis. Une quiétude menteuse de riches bois suspend alentour quelque extraordinaire état d’illusion, que me réponds-tu ? qu’ils ont, ces voyageurs, pour ta gare aujourd’hui quitté la capitale, bon employé vociférateur par devoir et dont je n’attends, loin d’accaparer une ivresse à tous départie par les libéralités conjointes de la nature et de l’État, rien qu’un silence prolongé le temps de m’isoler de la délégation urbaine vers l’extatique torpeur de ces feuillages là-bas trop immobilisés pour qu’une crise ne les éparpille bientôt dans l’air ; voici, sans attenter à ton intégrité, tiens, une monnaie.

Un uniforme inattentif m’invitant vers quelque barrière, je remets sans dire mot, au lieu du suborneur métal, mon billet.

Obéi pourtant, oui, à ne voir que l’asphalte s’étaler net de pas, car je ne peux encore imaginer qu’en ce pompeux octobre exceptionnel du million d’existences étageant leur vacuité en tant qu’une, monotonie énorme de capitale dont va s’effacer ici la hantise avec le coup de sifflet sous la brume, aucun furtivement évadé que moi n’ait senti qu’il est, cet an, d’amers et lumineux sanglots, mainte indécise flottaison d’idée désertant les hasards comme des branches, tel frisson et ce qui fait penser à un automne sous les cieux.

Personne et, les bras de doute envolés comme qui porte aussi un lot d’une splendeur secrète, trop inappréciable trophée pour paraître mais sans du coup m’élancer dans cette diurne veillée d’immortels troncs au déversement sur un d’orgueils surhumains (or ne faut-il pas qu’on en constate l’authenticité ?) ni passer le seuil où des torches consument, dans une haute garde, tous rêves antérieurs à leur éclat répercutant en pourpre dans la nue l’universel sacre de l’intrus royal qui n’aura eu qu’à venir : j’attendis, pour l’être, que lent et repris du mouvement ordinaire, se réduisît à ses proportions d’une chimère puérile emportant du monde quelque part, le train qui m’avait là déposé seul.