domingo, 23 de junio de 2019

Victoria Ocampo: El caso de Drieu La Rochelle

EL CASO DE DRIEU LA ROCHELLE

He optado siempre por llamar Testimonios a casi todo lo que he escrito. Las páginas que voy a leerles no tienen más pretensión, ni intención, que las de ser un testimonio verídico y necesario. Se trata de la tragedia de un hombre, de un escritor. Y a un público de hombres que también son escritores la traigo, pensando que es el que mejor puede entenderla. Pero antes de comenzar, tengo que hacerles un ruego: concédanme, concédanle al hombre cuyos problemas vitales e íntimos voy a confiarles, su simpatía, aunque sea por un momento. Con la inteligencia sola no se entienden a fondo estos dramas.
Amistad es ante todo elección. No elige uno a sus padres, a sus parientes; tampoco elige uno siempre a su amor, y por amor entiendo, en este caso, la atracción amorosa que arrastra a un hombre hacia una mujer o a una mujer hacia un hombre. Pero uno elige siempre a sus amigos. La amistad, la grande, está hecha, como el gran amor, de una suma de coincidencias dificilísimas de darse. A ella se refiere Montaigne cuando escribe: “Parce que c’était lui, parce que c’était moi”.
Si nada hay más confortante y dulce que esta comunión con el amigo, no hay quizá experiencia más cruel y rica que la de encontrarse, de pronto, en el amigo que estimamos con ideas que no estimamos. Digo que esta experiencia es rica porque nos enseña a dominar nuestras indignaciones, nuestras impaciencias, nuestras cóleras, en suma, todas las reacciones violentas que nacen de mutuas divergencias, mutuos desconocimientos, mutuas irritaciones. Y además nos enseña, también, el respeto del adversario.
Si la mayor dicha que podemos tener en la vida es la de contar con amigos dignos de amor, la mayor suerte es la de luchar contra adversarios dignos de respeto.
El hombre, el escritor de quien me he propuesto hablarles era un adversario digno de respeto. Sus amigos han sufrido mucho por los desacuerdos ideológicos que tenían con él. Y él ha sufrido más que ellos por esa situación.
En la conferencia que Albert Camus debió dar en Buenos Aires decía: “Los verdaderos artistas no son buenos vencedores políticos, pues son incapaces de aceptar con ligereza la muerte del adversario. Son testigos de la carne, no de la ley. Por vocación, están condenados a comprender hasta al enemigo’’. Y terminaba asegurando que la vocación más profunda del artista es la de defender hasta el fin el derecho que tienen sus adversarios a no estar de acuerdo con él. Y que más vale equivocarse sin asesinar a nadie y dejando hablar a los demás, que tener razón en medio del silencio de un osario.
Yo creo que Camus está en lo cierto. Por eso he venido a hablarles del caso de Drieu.

Conocí a Drieu hace veinte años, en casa de Isabel Dato, Avenue de la Bourdonnais, durante uno de esos almuerzos llamados íntimos: cinco o seis personas que no se conocían, en un living-room blanqueado con cal. Alfombra azul, sillones también azules, confortables; mesa de caoba antigua muy lustrada en que brillaban los platos, las copas y los cubiertos; cuadros de Dalí y de Miró colgados en las paredes austeras, sombreros de las mujeres metidos hasta las cejas y cinturones sobre las caderas, todo indicaba que estábamos en 1929, y que la dueña de casa no era tímida en sus gustos. Un enorme ramo de flores ponía todo el esplendor de la Côte d’Azur en el gris taciturno de aquella mañana de invierno parisiense. Cuando entré, un hombre joven, que al principio tomé por un muchacho, examinaba, de pie, los cuadros. Era él. Bien vestido, toda su persona (zapatos, pelo, dientes, pañuelo, raya del pantalón, nitidez de los puños de la camisa) denotaba una pulcritud poco habitual en los escritores franceses. Este refinamiento en la indumentaria suele despreciarse en las altas esferas intelectuales. No sólo a causa de la estrechez económica que este vicio tan castigado, la inteligencia, arrastra consigo, sino también por cierta tendencia al desaliño. En suma, el muchacho tenía más de dandy que de bohemio. Alto, delgado, rubio, de aspecto nórdico, miraba bajando un poco la cabeza con expresión a la vez tímida y burlona. Su frente ancha recordaba un poco la de Rimbaud. Los párpados pesaban sobre los ojos de color celeste tierno. La nariz muy francesa había crecido lo suficiente para no ser respingada. La boca displicente, de labios carnosos, era infantil en la sonrisa; la cara, más bien redonda; las manos largas y finas, parecían hechas para dejar escurrir entre sus dedos la preciosa y huidiza arena de la vida y de las pasiones sin tratar de retenerla. El andar y los ademanes indolentes contrastaban con el espíritu “frondeur” de cuanto decía la boca malhumorada, mientras el cigarrillo, pegado siempre a los labios, enviaba su humo al ojo celeste haciéndolo pestañear. No había caso de que la mano socorriera a la boca. Cuando nos sentamos a almorzar el cigarrillo fue apagado, a Dios gracias, y el fumador se puso a comer y a hablar de política (o del último chisme político, que viene a ser lo mismo) con no sé qué ardor desapegado y qué cándido cinismo. Yo sólo escuchaba a medias, ajena a los problemas que se debatían bajo mis narices y sorprendida del interés que despertaban en ese novelista; pues la dueña de casa me había advertido, al presentarnos, que Pierre Drieu La Rochelle acababa de publicar su segunda novela. El hecho es que antes de esa mañana de enero yo nunca había oído su nombre, ni tenido noticias de sus libros.
Al despedirme de mi amiga curiosa de conocer mis impresiones, le dije que su escritor me parecía bastante exasperante, aunque no desprovisto de atractivo. El título del libro ya publicado, que habían comentado esa mañana, L’homme couvert de femmes, me impresionó por lo presuntuoso, ridículo e imperdonablemente fatuo. Pues el autor debía de reflejarse sin duda en el personaje de la novela, como suele ocurrir con los novelistas. Me prometí hacerle una alusión al respecto, si la ocasión se presentaba. Pronto se presentó. Dos días después Drieu dejaba en mi casa un libro y una tarjeta en que me invitaba a beber un cocktail en un bar de los Champs Elysées. Contesté que nunca bebía cocktails, sino té, y en la rue de Rivoli. Así empezó, en Rumpelmayer, entre dos desconocidos (porque tanto el uno como el otro ignorábamos nuestros antecedentes), una amistad destinada a capear los peores temporales. Una amistad que se desarrolló no sin choques, desde esa primera tarjeta hasta la carta que Drieu me escribió al suicidarse. Esos Champs Elysées, esa rue de Rivoli cuyos nombres están inscritos en los primeros “petits-bleus" que cambiamos, fueron las salas en que más tarde tuvieron lugar nuestras más largas conversaciones, porque nunca nos cansábamos de caminar por París, siendo ambos infatigables peripatéticos. Preferíamos, para discutir, la calle y el movimiento. “Me gustaba conversar con usted en los caminos, en las calles”, me escribía Drieu ese año, después de mi partida de París. Y así es como lo veo, metido en su gran sobretodo, el cigarrillo pegado a los labios, recorriendo a grandes trancos esa ciudad (su ciudad) que adoraba, a la que su vida se prendía con tenacidad de enredadera y contra la cual vociferaba sin cesar, como un amante rencoroso y vengativo. Recuerdo que al principio me sentí muy chocada por su agresividad verbal. Nuestros paseos nos llevaron a menudo a Notre-Dame, a los muelles, a la isla Saint-Louis, donde él vivía y que prefería, creo, a todos los otros barrios de París. El placer aún no agotado de tener bajo mis ojos esos “fragmentos escogidos” de la más conmovedora capital de Europa me reducía a simples exclamaciones. Imaginé, al comienzo, que Drieu se complacía en aguarme la fiesta con sus reflexiones. “Todo esto está podrido —me decía—, ¡Ruinas, sólo ruinas! ¡Ah, qué muertos estamos! La maleza invade ya, para mí, estas calles que a usted la maravillan, y esta catedral, y estos palacios”.
Sólo después de leer los libros de Drieu comprendí hasta qué punto esta actitud formaba parte de su “filosofía”, o más bien de su “way of thinking”, de su “way of life” quizá: escupir sobre lo que quería. Destruirlo de antemano, por temor de asistir pasivamente a su destrucción. Proclamarlo destruido, proclamarse destruido de antemano: “Sólo en las viejas bicocas —escribía— he encontrado ese signo que yo llamo belleza, y esa inicial estaba enlazada con la inicial de la muerte en un monograma cuya marca me ha quedado sobre la frente...”
En la época en que me encontré con Drieu él acababa de publicar su novela Blèche, en la que muy pronto hallé párrafos dignos de subrayarse, por diferentes motivos, tales como: “Notre-Dame parecía un viejo bosque seco, junto a un arroyo de plomo bordeado de tristes factorías: la Municipalidad y la Prefectura. Pensaba en el fin de las civilizaciones cuando las malezas aparecen en filas cerradas en cada bocacalle y los cuarteles vacíos se derrumban”. Eso mismo le había oído repetir durante nuestros paseos. “En mi cuarto de la rue Chanoinesse, en el punto muerto de la Cité, en el flanco de Notre-Dame, en la sombra de una sombra...” A través de Blaquan, el héroe de Blèche, yo oía la voz de Drieu. La rue Chanoinesse era, en realidad, la rue Saint Louis-en l’Isle, calle en que él vivía, en el corazón de la isla Saint Louis. A esta isla y la de la Cité —lugares en que empezó París— unidas por un puente que parte en línea recta de la rue Saint Louis-en-l’Isle, llamaba Drieu su “promenoir” favorito y su claustro. La descripción del cuarto en que vivía el principal personaje de Blèche era también la de uno de los cuartos de Drieu, alquilados en una vieja casona del siglo XVII (creo): “Era perfectamente cuadrado; ese cuadrado estaba proporcionado al gran tamaño de una sola ventana y el techo era bastante alto para recordar el de un majestuoso palacio genovés. El hecho de que esta pieza era única y perfecta hacía nacer en mí una noción de homogeneidad feliz y triunfante... Hice blanquear el techo con cal y cubrí el resto de gris: telas y alfombras. Entre la puerta y la chimenea, entrando a la derecha, puse un diván cubierto de la misma tela que las paredes. Entre el calorífero y la ventana, hice colocar un pupitre en que escribía de pie mis artículos... Entre la chimenea y la ventana tengo que colocar todos mis libros, de manera que sólo guardo los mejores. Nada de cuadros; únicamente, sobre el diván, cuatro almohadones color rojo carmín. Nada de cortinas en la ventana; sobre el vidrio, un tul liso. Nada de asientos, salvo el diván sobre el que duermo envuelto en una hermosa manta...
Así era el cuarto en que Drieu trabajaba, en que me leyó Une femme à sa fenêtre y poemas de su querido Rimbaud. Sus proporciones admirables bastaban para amueblarlo, para hacerlo hospitalario y misteriosamente seductor. La casa en sí estaba muy deteriorada. Pero en su descripción de Blèche, Drieu no ha mencionado una especie de vestíbulo en cuya pared había apoyado, único adorno, junto a los estantes de una biblioteca baja, dos banderas francesa e inglesa. Dos grandes banderas desplegadas, como las que ponemos en las ventanas los días de fiesta nacional. Creo que Drieu me explicó que era por los colores.
¿Era por los colores? ¿No le recordarían esas banderas Verdun, Charleroi, su guerra, la guerra en que había temblado a los veinte años? ¿La guerra en que lo condecoraron?
Drieu, nacido en 1893, y a pesar de ser normando, pasó la mayor parte de su infancia en París. Su primer libro fue un tomo de poemas, Interrogations, publicado por la N. R. F. en 1917. En él encontramos À vous Allemands, poema de corte claudeliano dedicado a sus enemigos con quienes había luchado cuerpo a cuerpo y que lo habían herido en su carne. Me parece que todo lo que ha sucedido más tarde en la vida de este hombre tiene por punto de partida ese poema y puede ser estudiado en él.
Nunca os he odiado”, dice a esos otros muchachos que mató en la batalla. “Os he combatido a muerte, con la recia voluntad de matar a muchos de vosotros”. Y ahora la palabra reveladora: “Pero sois fuertes. Y no he podido odiar en vosotros la Fuerza, madre de las cosas. Me he regocijado de vuestra Fuerza”. La mayúscula es ya significativa. Drieu, todo inteligencia y fineza, hecho ante todo y por encima de todo para los matices, se deja encandilar por lo que menos se le parece: la Fuerza con mayúscula. La Fuerza que siempre quedará unida en él a la imagen que conserva de los alemanes en el campo de batalla. Esa Fuerza cuyo desencadenamiento soportó carnalmente, y que hundió su cuerpo limpio y joven en el barro, la sangre y el dolor. Aquella experiencia le arrancó frente a los alemanes esta declaración: “Car ce que j’aime en vous, c’est ce qui n’est pas moi”.
Desde ese momento decisivo Drieu se enamorará de la fuerza y sentirá horror por la debilidad. En un artículo publicado en La Table Ronde (junio de 1949) Mauriac escribe, refiriéndose a esa actitud: “Es el crimen de las naturalezas hembras: no porque la de nuestro Drieu “couvert de femmes” lo fuera en el sentido abyecto; entiéndase lo que quiero decir: su falta, su pecado lo cometió desde el principio...” En efecto, desde el principio, desde la guerra de 1914, en que luchó tan duramente, Drieu se interna en un callejón sin salida, sin más escape que la muerte. La muerte que él mismo se dio.
Desde la guerra del 14 Drieu quedará horrorizado y fascinado por Verdun y Charleroi. “Je ne renierai pas Charleroi” dice. Y recuerdo haber oído de su boca —y Drieu no era sanguinario— que no conocía momento de exaltación más apasionante que el de una carga a la bayoneta. Encontraremos afirmaciones del mismo orden en más de un libro moderno sobre la guerra. Y últimamente en The naked and the dead, de Norman Mailer, joven norteamericano ya célebre. En su novela, que se desarrolla en el lugar más siniestro de la guerra, las islas del Pacífico, veremos que el teniente Hearn, hombre educado en un medio culto, experimenta una curiosa euforia cuando sale al descampado bajo una lluvia de metralla, al mando de un pelotón.
Drieu llamará ese momento “l’indéniable minute”. El teniente Hearn lo llamará “excitación única”, “éxtasis único”. Tanto da.
Los hombres han nacido para la guerra y las mujeres para los niños, repite Drieu. Yo no podía estar de acuerdo con esas declaraciones cavernícolas. Si las guerras son para los hombres, también tienen que compartir el sufrimiento las mujeres. Si los niños son para las mujeres, también son de y para los hombres. No existen compartimientos estancos en estas cosas. Pero la sola guerra a que las mujeres debieran prestar su ayuda y su pleno consentimiento no es la guerra del hombre contra el hombre. Es la guerra del hombre contra las plagas, contra los elementos, contra las enfermedades del cuerpo y del alma. No es poco programa de guerra. No es poco programa de heroísmo para el que quiera sacrificarse. Algo de esto pensaba también Drieu cuando escribía en su poema a los alemanes: “Ils ne sont point subtils ceux qui n’ont loué que la guerre manifestée”. Sí; son poco sutiles quienes sólo exaltan la guerra manifiesta, la guerra que mata o deja hombres enfermizos y maltrechos. La grande y saludable guerra es la otra. La que se lleva a cabo en cualquier sitio del planeta donde exista un hombre capaz de defender, sin matar al prójimo, ni siquiera amedrentarlo, la justicia y la verdad.
A medida que pasaba el tiempo, el tema de la política volvía con mayor frecuencia en nuestras conversaciones o nuestras cartas. No porque yo lo buscara, sino porque Drieu, continuamente obsesionado por él, lo suscitaba. A mí no me gustaban sus novelas, y él lo sabía. Sus ensayos, llenos de observaciones agudas, me interesaban mucho, aunque rara vez estaba de acuerdo con las tendencias que veía en ellos. En cuanto a la política, cuando él decía blanco yo pensaba negro. Drieu terminaba siempre por echarme en cara que de política yo no entendía nada, pero nada de nada. Y yo por gritarle que la política, tal como la veía practicar, me parecía una cosa rastrera y putrefacta. Una sola política y un solo político me inspiraban admiración y respeto: Gandhi, que no era precisamente un adorador de la fuerza.
En Le jeune Européen Drieu declaraba: “El compromiso en que me marchitaba [se refiere a su indecisión política] desde hacía tanto tiempo me parecía la mediocridad misma; persistía a causa de mi temor, tan pronto vuelto hacia un lado, tan pronto hacia el otro, de la crueldad que siempre debe infligirse un hombre cuando se ha decidido por un modo de vida”.
Estos dos lados a que alude son el fascismo y el comunismo. Su posición se aclara en una carta que me envió en octubre de 1937: “...So pretexto de que no estamos de acuerdo con los unos no debemos prestarnos a medias a los otros. Es necesario rehusarse íntegramente a los unos y a los otros, o darse íntegramente a los unos contra los otros.
La primera actitud tiene su grandeza y la admito perfectamente cuando es entera [se refiere a los que repudian tanto el comunismo como el fascismo]. Esta actitud está llamada a conocer cada vez más la grandeza del martirio en nuestra época, que es la de un duelo a muerte entre dos conceptos primos hermanos, y tanto más enemigos por el parentesco.
Supongo que es la que tú adoptas. En cuanto a mí, en algún momento he sido sensible a esa actitud —y lo recordarás: era cuando me parecía imposible adherir a esto o a esto otro [yo me burlaba de Drieu en aquella crisis diciéndole que por naturaleza no llegaría nunca a adherirse a nada]. Pero no he podido mantenerme en ella cuando los acontecimientos me arrinconaron. La pasión me arrastró de un solo golpe.
Volví a mi primera idea de después de la guerra. Puesto que no soy comunista, puesto que soy anticomunista, soy fascista. Ya que indirectamente ayudo a los fascistas, más vale tomar una posición más neta.
Políticamente creo que sólo se puede ser fascista o comunista —lo demás está pulverizado (democracia, radicalismo, liberalismo, catolicismo, conservadorismo moderado, etc.). No podemos repudiar el fascismo y el comunismo sino poniéndonos en otro plano que el de la política. Es muy difícil. Pero creo que una mujer puede hacerlo mejor que un hombre.
Dicho esto, como las semejanzas entre fascismo y comunismo son grandes, me preguntarás por qué prefiero el uno al otro. Porque los fascistas son los cínicos y los comunistas son los hipócritas. Los fascistas confiesan sus violencias, sus tiranías, mientras que los comunistas niegan descaradamente las suyas. Los fascistas saben que el socialismo es imposible en un cien por ciento. Los comunistas, que ya han renunciado a él en Rusia, lo ocultan tanto como pueden.
Dicho esto, casi no hay fascismo en Francia. Y pertenezco a un grupo que no es verdaderamente fascista —por lo menos en este momento.
La máscara de democracia y patriotismo que toman los comunistas muestra cada vez más que el fascismo está instalado en Moscú. Es un fascismo rojo e hipócrita”.
Esto es lo que pensaba Drieu en la primavera de 1939, víspera de la guerra. En el otoño de 1938, estuve de paso en París mientras las cuatro potencias conferenciaban en Munich y la catástrofe parecía inevitable. Venía de Italia e iba a Londres. Drieu me esperaba en la estación con la cara atormentada. Le pregunté cómo andaban las cosas. Me contestó con el aire de un hombre que teme lo peor.
Desde hacía algún tiempo, hablar de política era para nosotros como caminar sobre brasas. Drieu tenía la impresión de que yo lo juzgaba mal por ignorancia de los problemas políticos de la época, y yo de que él comulgaba con ruedas de molino. A propósito de una declaración publicada en el número 35 de SUR, contestando a un ataque de la revista católica “Criterio”, me escribía, para hacerme notar que no nos quedábamos al margen de la política como pretendíamos: “Desapruebo la declaración porque no es una separación neta con la política. Tomar el partido de la democracia, decir que el cristianismo va con la democracia es una afirmación política. Además, hay en ello una condenación velada del fascismo pero no del comunismo. Sois, pues, demócratas o cristianos del frente popular, esos aliados indirectos del comunismo, que es un enemigo aun más terrible de la democracia que el fascismo porque es más hipócrita”.
Sin embargo, en nuestra declaración de SUR decíamos: ‘‘Estamos contra todas las dictaduras, contra todas las opresiones...” Y también: “Todas las persecuciones sectarias —sean de raza, sean de política, sean injustas persecuciones disimuladas bajo formas codificadas y legales— nos parecen igualmente monstruosas”. Resultaba evidente, por lo menos para mí (que no entiendo nada de política, quizá, pero que tengo ojos para ver y oídos para oír), que tanto la dictadura roja como la dictadura parda y negra eran repudiadas en esa declaración.
El hecho es que poco tiempo después el nombre de Drieu fue borrado a pedido suyo del Comité de Colaboración de SUR.
Esto no impidió a Drieu venir a verme muy a menudo en París, en 1939. El incidente no alteró fundamentalmente nuestra amistad, pero nuestras discusiones eran cada vez más amargas. Por primera vez, después de diez años de amistad, me fui de París, en junio de 1939, sin despedirme de él. Refiriéndose a esto me escribió: “No creo en las ceremonias de despedida y no quería hacer esfuerzos por salir del estado melancólico que me producías en esos días... Veía tan claro lo que iba a ocurrir como una fatalidad de la política europea que no podía soportar hablar de ello con los que no tienen la costumbre de ver las cosas desde el ángulo político y que se sienten heridos por la política”. Esta carta estaba fechada en el mes de septiembre del mismo año. Unas semanas más tarde recibí otra en que me decía: “Escribo un gran ensayo titulado El espíritu del siglo XX. Ah, cómo he sufrido este invierno [hablaba del invierno parisiense de 1939] por no poder comulgar contigo. ¿Cómo tú, que has leído y soñado, que eres la mujer que eres, no admites que este siglo, como los otros, sea complejo, contradictorio y atormentado? Tú, que sientes y comprendes las pasiones, ¿cómo no las admites en sus prolongaciones políticas? Me respondes: “Reprimo mis pasiones.” ¿A beneficio de una de ellas? Eres toda pasión. Mussolini, Hitler y Stalin también. Y en suma Daladier y Chamberlain también. (Pues de otro modo darían o habrían dado colonias a los alemanes como quería toda la gente de izquierda entre 1920 y 1930 —y también tu servidor) ...
Esto no me impide leer a Platón, ni elevar mi alma hacia círculos más amplios. Pero jamás admitiré que los círculos más amplios oculten los pequeños. La razón no estará nunca, para mí, contra la pasión: será tan sólo su sublimación. Lo que amo en el comunismo y en el fascismo es esta pasión que los animaba en sus comienzos, cuando eran jóvenes, pobres y perseguidos. Se están sobreviviendo a sí mismos, como todos nosotros”.
Justamente, lo que yo no admitía era que los pequeños círculos estuviesen en flagrante contradicción con los grandes. Que en los pequeños, el fin justificara los medios, mientras que en los grandes tal principio resultara altamente repudiable. En el caso de Drieu, los medios con los que yo no estaba de acuerdo eran la violencia y la dictadura. Quizá porque gracias a mi naturaleza, infinitamente más próxima de la violencia que la suya, yo había verificado, en mi vida personal, cuán peligroso y dañino resulta ese exceso. Y justamente, lo que me asqueaba en la política era que los mismos vicios que en las vidas privadas, individuales, pasan por intolerables, pasaran en la vida pública, política, por virtudes acrisoladas. El orgullo, por ejemplo, pecado capital (aún para quienes están al margen de las religiones, si se toman el trabajo de observar sus consecuencias y de meditar sobre ellas), se transforma en noble virtud si se le agrega el adjetivo nacional. Virtud que permite y fomenta la ciega sobre-estimación de cuanto poseemos, de cuanto somos, y el jactarse de ello sin pudor; virtud que nos incita a colocarnos eterna y arbitrariamente ‘‘über alles”. Estos desplantes me han repugnado siempre y Drieu estaba esencialmente hecho para compartir mi asco. Pero por efecto de no sé qué traumatismo (que atribuyo a sus años de guerra, sin acertar a determinar cuál fue) vivía, en este plano, en contradicción con su propia naturaleza. Así me explico yo, conociendo muy a fondo su carácter, el conflicto espiritual en que se debatía cuando estalló la conflagración de 1939.
Cuando Drieu hablaba de sí mismo (y lo hacía de continuo en sus novelas y ensayos) se criticaba sin piedad. Jamás lo sorprendí, puedo afirmarlo, en actitud de auto-admiración, en sus escritos o en su vida. Pertenecía a la especie de los Narcisos que se contemplan para detestarse. Pero a fuerza de no ser generoso consigo mismo, acababa por no serlo con los demás. Fue solamente durante los últimos años de su vida (los de la última guerra) cuando comencé a percibir los síntomas de un cambio en su estado de ánimo. A medida que su error político se solidificaba, se agravaba, la tensión en que había vivido se aliviaba. Por lo menos en sus cartas. Ya entonces teníamos el Atlántico de por medio, pero yo notaba la transformación en esas cartas. Poco a poco iban desapareciendo los tics, las muecas nerviosas, las crispaciones. Echaba a Europa y a sus tristes habitantes miradas que no trataban de ocultar su desesperación y su vana ternura. Era como si él creyera que había comprado el derecho de no desconfiar de sí mismo al colocarse en la posición que más podía alejarlo del verdadero sí mismo.
Malentendido es la palabra que me viene a la mente cuando pienso en Drieu. Trágico malentendido. Malentendido en toda la línea. Y éste es un ejemplo de lo que me induce a pensarlo: “Un hecho empieza a definirse —me escribía en 1940— y es que las naciones de menos de cien millones de hombres no pueden ya existir. Francia e Inglaterra no podrán ya separarse a causa de esta nueva ley. Sin duda ustedes mismos lo comprobarán algún día. Este nuevo estado franco-inglés o, más bien, anglo-francés implantará forzosamente el fascismo, porque sólo se puede combatir el mal (para emplear tu vocabulario) con el mal. Esto no me asusta, porque sé que para salvar el tronco hay que cortar las ramas. El tronco salvado puede reverdecer más tarde”. Ese sólo se puede combatir el mal (para emplear tu vocabulario) con el mal daba la clave de nuestras divergencias. En mi vocabulario existía la palabra mal. Y esta vez aplicaba el término al totalitarismo, a la dictadura fascista, nazista (no habría tenido inconveniente en aplicarlo también a la comunista). Combatir el mal con el mal, adoptar, imitar los métodos brutales y despóticos que condenamos en el fascismo y en el comunismo para librarnos de ellos, me parecía el peor desatino, la peor derrota. Si se vuelve uno nazi para vencer a un nazi no hay tal victoria.
En una novela póstuma y aún inédita de Drieu, Les chiens de paille (que me dio Paulhan), he encontrado declaraciones que confirman mi juicio sobre su estado de ánimo. El principal personaje de este libro, Constant, no es Drieu sino una parte de Drieu: la parte a que me estoy refiriendo en este momento. “...Constant sabía —escribe Drieu— que no hay ni bien ni mal y que no puede haber hombres malvados opuestos a hombres buenos. Conocía la bondad de los malvados y la maldad de los buenos. Jesús habla todo el tiempo del bien y del mal, por eso sus palabras no interesaban mucho a Constant, salvo las que San Juan pone en su boca y que tienen vuelo. A pesar de ello admitía que Jesús, en el fondo, no cree que haya hombres malvados ni hombres buenos, puesto que afirma que los hombres buenos o fariseos están casi todos llenos de solapada malicia, y que los hombres malvados pueden volverse buenos en un abrir y cerrar de ojos y son entonces mejores que los buenos”. Ésta es la imagen de los malentendidos que perdían a Drieu. ¿Qué significa los hombres buenos o fariseos? ¿Por qué confundir deliberadamente lo más abyecto, el santurrón, el sepulcro blanqueado, el fariseo, en una palabra, con él hombre bueno o con el que trata de serlo? ¿Con el hombre de buena voluntad? (Pues no creo que fuera de la santidad existan hombres naturalmente o continuamente buenos.) ¿Y qué significa esta declaración: No hay bien ni mal? Demasiado la hemos oído en boca de ciertos intelectuales modernos. Si no hay bien ni mal no nos escandalicemos de las torturas morales y físicas infligidas a hombres indefensos, del empleo sistematizado del alambre de púa y de la amenaza de la bomba atómica. Seamos consecuentes con nosotros mismos. Si no hay bien ni mal ¿por qué no imitar al Calígula de Camus? Seamos Calígula. De otro modo nuestra actitud se tornará no sólo monstruosa sino pueril y risible. Calígula pone sus actos al servicio de su pensamiento, va con sus actos donde lo conducen las palabras, vive de acuerdo con sus principios. En este sentido su actitud responde todavía a una moral.
Pero la condición humana deja de ser humana sin bien ni mal. Por eso convendría que quienes imaginan viable esa supresión lleven su teoría a la práctica hasta el extremo. Así tendrán ocasión de comprobar su error en carne propia. Desgraciadamente, ese lujo es sólo permitido a los poderosos de la tierra, y las multitudes pagan junto con ellos el precio de la experiencia. Lo hemos presenciado últimamente.
¿Quién si no el fariseo mismo ha creado este estado de cosas? El fariseo hace odiar la palabra bondad, la palabra virtud, la palabra moral, de las que ofrece repugnantes falsificaciones. El fariseo es el verdadero Judas de Cristo. Mata a Cristo entre nosotros en todo momento, creando la más abominable confusión. Judas se limita a ser Judas. El fariseo juega a ser Cristo. Un traidor que se confiesa traidor, un asesino que se sabe asesino son pálidas figuras de la corrupción junto a un fariseo.
Por eso ciertos hombres en nuestra época han preferido Calígula a Tartufo; por eso han preferido morir con Calígula que vivir con Tartufo, figurándose en su desconcierto y desamparo interior que no había otra alternativa. En tal disparadero se encontraba Drieu que, roído por el remordimiento y la incertidumbre, tenía tan poca afinidad con Calígula como con Tartufo.
Sartre ha visto muy bien y ha descrito la posición política de Drieu como la de los surrealistas: “Todos partieron en busca de lo absoluto —dice— y como estaban acometidos de todos lados por lo relativo, identificaron lo absoluto con lo imposible. Todos titubearon entre dos papeles: el de anunciadores de un mundo nuevo, y el de liquidadores de un mundo antiguo. Pero como era más fácil discernir en la Europa de post-guerra los signos de la decadencia que los de la renovación, eligieron la liquidación. Y para tranquilizar su conciencia resucitaron el viejo mito heracliteano según el cual la vida nace de la muerte... A todos les fascinaba la violencia, viniera de donde viniere; y por la violencia quisieron liberar al hombre de su condición humana. Por eso se aproximaron a los partidos extremos y les atribuyeron gratuitamente designios apocalípticos. Todos fueron embaucados...”
Drieu no fue sólo un engañado; fue una víctima. “A través de la destrucción literaria del objeto, del amor, a través de veinte años de locura y de amargura, lo que persiguió fue la destrucción de sí mismo —dice Sartre. Por fin el vértigo de la muerte lo atrajo al nacionalsocialismo.”
En una carta del 1º de junio de 1943 encuentro estas líneas: ‘‘Luchamos siempre por problemas que ya hemos dejado atrás. Esto no tiene importancia si por otra parte nos ocupamos de los problemas eternos. He vivido sobre dos planos, muy conscientemente... Leo los Upanishads, el Tao. La muerte me atrae dulcemente. ¿Qué importan diez años más o menos?” Pero vivir sobre dos planos contradictorios que no pueden coincidir es a la vez demasiado fácil y demasiado peligroso. Ahí está el error, a mi juicio. T. E. Lawrence decía a Lionel Curtis, hablando de los soldados, sus compañeros, ansiosos de festejar la Navidad, que veía una incompatibilidad entre la profesión de soldado y la de cristiano; quizá porque prestaba un significado más profundo a esas vocaciones. T. E. no se permitía a sí mismo vivir en dos planos y, a pesar de ser ateo, no comprendía que se hablara de amor al prójimo empuñando un revólver. La profesión de soldado en tiempo de guerra (¿y de qué sirve un soldado en tiempo de paz?) consiste en matar hombres; ¡la de un cristiano verdadero en ofrecer la mejilla izquierda cuando le han abofeteado en la derecha! El soldado y el cristiano sólo pueden vivir en dos planos distintos sin relación uno con otro. Tratar de vivir conjuntamente en dos planos puede llevarnos muy lejos en la práctica. Llevó a Drieu a no poder soportarse.
Terminaba esa misma carta haciendo alusión a las discusiones que habían nublado nuestra amistad y nos habían alejado intermitentemente el uno del otro. “Pienso a menudo en ti, en esta locura de destrucción, en esta necesidad de privarse de todo, en este furor de muerte que nos quema la vida.
En esta necesidad de privarse de todo. El mundo del que T. E. se ausentó a tiempo para no ver una guerra más atroz que la que él conoció, es el que hemos heredado. Es el mundo en que los “unhappy few”, los antifariseos experimentan una necesidad casi delirante de privaciones voluntarias o de claustros sin fe, o de cruzada sin cruz, o de frenesí de autodestrucción que casos tan opuestos como el de un T. E. Lawrence o el de un Drieu ilustran. Pues, como observa Sartre, Drieu, clerc (el clerc de Benda) ante todo, se alía a lo temporal con inocencia y desinterés. Su colaboracionismo no fue nunca, como el de otros, oportunismo o cobardía. Este anunciador de catástrofes en tiempo de vacas gordas aguantó hasta el fin las consecuencias de su equivocación en tiempo de vacas flacas. Incluso el suicidio le falló dos veces. La primera tomó una fuerte dosis de soporífero, pero alguien llegó justo a tiempo para salvarlo. Lo llevaron moribundo a un sanatorio. Cuando lo dieron de alta, la víspera de su salida, durante la noche rompió un vaso, única arma que tenía al alcance de la mano, se fue al cuarto de baño y se abrió las venas. Yo no sé si ustedes imaginan la carnicería que representa una operación de esta clase llevada a cabo con un pedazo de vidrio. Una enfermera encontró su cuerpo en un mar de sangre. A la fuerza lo hicieron revivir con transfusiones e inyecciones. La tercera vez se había refugiado en los alrededores de París, solo, en una casita que pertenecía a C. J. su primera mujer. Ella, que me contó lo que les refiero, había trabajado activamente en la Resistencia, exponiendo la vida. Drieu la había salvado, como a Jean Paulhan y a otras personas, de los nazis. C. J. tenía la esperanza de que, con cuidados materiales y espirituales, él terminaría por reconciliarse con la vida. Drieu le pidió un día que espaciara sus visitas, so pretexto de que temía que la siguieran y descubrieran su paradero. Veinticuatro horas después, tomó un soporífero y abrió la llave del gas. Esta vez no falló. Lo encontraron muerto.
En Le jeune Européen, publicado en 1928, Drieu con claro presentimiento se dirigía a sí mismo esta advertencia: “...sería necesario que no errara mi muerte, yo que habré errado mi vida. Habré sido de los que siempre reclaman lo absoluto, pero en vano habrá nacido en todas partes como una flor modesta bajo mis pies de abstractor distraído. Es el gran crimen, el gran error que sólo puede ser lavado con un chorro de sangre; y de sangre todavía caliente, no cuando la edad ha empezado a enfriarla... ¿Por qué me obstino en creer que lo que me desilusiona es mi época, cuando es algo de la vida que ha afligido siempre a los corazones frágiles y ha enardecido a los corazones valientes?”, Y proféticamente agregaba: “...moriré decepcionado, después de mis seis días de huraña labor, y no me será concedido el séptimo día para descansar”.
Algo de la vida que ha afligido siempre a los corazones frágiles y ha enardecido a los corazones valientes. Drieu había tenido lucidez hasta para ver eso.
Cuando llegué a Nueva York, en 1943, durante la guerra, tuve ocasión de conversar con los escritores franceses exilados. Hablaban de Drieu con un odio que dolía. ¿Qué podía yo contestarles? Me era penoso callar, pero comprendía su agresividad y sus injusticias. Uno de ellos me dijo: ‘‘Queremos la cabeza de Drieu”. Le contesté: “No creo que les dará la ocasión de cortársela. Drieu va derecho al suicidio, todo me lo hace prever.” El escritor, que era Étiemble, sonrió, incrédulo. Que acusaran a Drieu de las defecciones, de las locuras de que yo lo imaginaba muy capaz, conociendo su naturaleza; que esas defecciones y esas locuras pudieran parecer criminales, dadas las circunstancias, lo aceptaba. Lo que no aceptaba era que se lo acusara de entregar voluntariamente a la Gestapo a tal o cual persona, así fuera su peor enemigo (su peor enemigo había sido su amigo más querido y tenía un nombre: Aragon). Oía con horror esas acusaciones. No reconocía a Drieu en ellas. Hubiera apostado mi vida que era fisiológicamente, sentimentalmente, espiritualmente incapaz de entregar a nadie a la Gestapo. Amigos míos que no conocían bien a Drieu creían todo lo que les contaban sobre él y me decían que fuera razonable y aceptara esta desgracia. Pero yo me negaba en absoluto. Étiemble, encarnizado contra Drieu, puede atestiguarlo. Me era tanto más difícil contestar a estos ataques cuanto que no tenía más argumentos para defender al atacado que mi conocimiento de su carácter. Durante mi estada en Nueva York, que duró casi seis meses, mi amargura y mi tristeza por Drieu fueron profundas. Pero en mi fuero interno nunca lo creí culpable de ciertas bajezas de que se lo acusaba. Él nunca habría de saberlo. Pero quizá presintiera que ésa sería mi reacción llegado el momento. En una de sus últimas cartas me decía: ‘‘No te escribo porque tengo demasiadas cosas que decirte y sólo hay una que cuenta: estás presente y hablo contigo sin cesar. No sé nada de lo que haces, pero sé quién eres... Me ocupo de la Nouvelle Revue Française, ya debes de saberlo; esto tampoco me cambia.
Estudio las religiones de Asia más que antes.
He vivido, pensado, escrito, obrado con una paciencia dolorosa desde hace tres años. Soy en suma bastante obstinado —y tan apasionado como tú.
Apasionado en política; y, sin embargo, en mi interior la meditación, cada vez más.
He conocido a gentes, sondeado corazones, y el mío también. He vivido en el corazón del drama, pero siempre en un más allá soñaba con otra cosa, más íntima. ¿Veré el final de todo esto? Pero esto no tiene final y estoy desde hace tiempo en otro final.
Sartre, en Situations II, comenta de la siguiente manera la actuación de Drieu al frente de la Nouvelle Revue Française: “Un herrero se verá dañado en su vida de hombre y no en su oficio por el fascismo; un escritor en lo uno y en lo otro, pero más quizás en su oficio que en su vida. Escritores que antes de la guerra clamaban por el fascismo se quedaron paralizados cuando los nazis los colmaban de honores. Pienso en Drieu la Rochelle: se había equivocado, pero era sincero y lo probó. Había aceptado la dirección de una revista inspirada. Los primeros meses amonestó, sermoneó a sus compatriotas. Nadie le contestó: porque ya nadie podía contestar. Esto lo puso de mal humor, no sentía a sus lectores. Se mostró entonces más apremiante, pero ningún signo le probó que lo entendían. Ningún signo de odio, ni de cólera tampoco: nada. Pareció desorientado, y presa de una gran agitación se quejó amargamente a los alemanes; sus artículos eran soberbios; se tornaron agrios; llegó el momento en que se golpeó el pecho: esto sólo tuvo eco entre los periodistas vendidos que despreciaba. Ofreció su renuncia, la retiró, habló de nuevo, siempre en el desierto. Finalmente enmudeció, amordazado por el silencio de los demás. Había deseado el sometimiento, pero, en su cabeza loca, quería que el sometimiento fuese voluntario y libre; el sometimiento llegó; el hombre, en Drieu, celebró la llegada, pero el escritor no la pudo tolerar. En ese mismo momento, otros, que afortunadamente fueron la mayoría, comprendían que la libertad de escribir implica la libertad del ciudadano. No se escribe para esclavos. El arte de la prosa es solidario del único régimen en que la prosa conserva un sentido: la democracia.
Nuestra correspondencia se había hecho materialmente imposible. Tenía que dirigir mis cartas a un desconocido, en el sur de Francia, y dentro del primer sobre poner otro con el nombre de Gilles (Gilles, el personaje de Drieu que más se le parece). Las cartas llevaban meses en pasar por la censura, por la guerra, por la ocupación, por manos desconocidas. Se sentía uno cohibido para escribir lo que realmente hubiera deseado.
El suicidio de Drieu, como el de Virginia Woolf, me fue anunciado lacónicamente por teléfono una mañana de marzo de 1945. Nada pude saber, fuera del hecho brutal, hasta mucho tiempo después. En 1946 partí para Londres y París, vía Nueva York. Cuando estaba aún en esta ciudad me telefonearon desde Buenos Aires para avisarme que había llegado de París una carta de Drieu escrita en el momento de su suicidio. La noticia me llenó de alivio y de aprensión, pues temía que Drieu hubiera muerto creyendo que yo era su enemiga, y no tan sólo la enemiga de su error. Lettres Françaises, la revista que Caillois dirigía en Buenos Aires durante la guerra y que se hacía en SUR, había publicado una nota muy hiriente de Étiemble contra Drieu. Si por casualidad Drieu lo hubiera sabido habría podido creer que yo compartía las opiniones de Étiemble.
La carta me fue remitida a Londres y allí el British Council me la entregó. Miré largamente antes de abrirlo el sobre azul, la escritura inclinada y perezosa, tan familiares. Recordé que en ese mismo Londres una carta exteriormente idéntica hasta en el color había sido depositada por Drieu en mi hotel. Sola, ahora, en un cuarto anónimo en que nada, salvo el espejo, se ofrecía para señalarme el tránsito de diecisiete años, quedé inmóvil con ese trozo de papel en la mano. Drieu estaba ahí de nuevo, me parecía. Iba a oír su voz, su respiración, su verdad última. La carta no llevaba fecha. Desde la primera línea me hablaba de su muerte, pero como me habría hablado de un viaje. Con su ventana abierta de par en par estaba mirando París antes de irse. Así el nombre de esa querida ciudad volvía de nuevo, nos acompañaba en la despedida. La política, me decía, nada. Entre política y nada había puesto el signo que en aritmética significa igual. Me decía que nunca había odiado a los judíos. Y por uno de esos vuelcos bruscos que formaban parte de su carácter y que lo lanzaban de un extremo a otro, decía que en suma deseaba el triunfo de sus enemigos, circunstancialmente los comunistas. Pero esas agitaciones de superficie no parecían ya conmoverlo. Su último gozo (repetía: joie, joie) era haber descubierto la filosofía hindú y haberse sumergido en ella. Todo esto ocupaba una sola página.
Al llegar a París supe por André Malraux y Jean Paulhan que Drieu no había cometido la clase de traiciones de que lo acusaban los exilados franceses de Nueva York. Que en su triste y terrible error se había conducido como sus verdaderos amigos sabían que era capaz de conducirse: al margen de ciertas bajezas y de ciertas ignominias que sus enemigos le atribuían con fruición. Los testimonios de Malraux y de Paulhan, que habían querido a Drieu a pesar de lo que Drieu trataba de hacer de sí mismo, me dieron la razón. Sé que esta comprensión en Malraux y en Paulhan no debía de ser fácil, empeñados como habían estado en una lucha a muerte contra el monstruo con el cual Drieu se empeñaba en fraternizar. Oyéndolos hablar de Drieu comprendí cómo esos dos escritores eran capaces de vivir y de actuar por encima de los rencores y de los odios de partido. (Malraux en el maquis, Paulhan en París habían luchado sin tregua durante la ocupación.) La admiración que me inspiran por eso es ahora no sólo intelectual, estética, sino moral, espiritual.
El amor de Drieu por París y las reflexiones que este amor le sugiere explican muchas cosas. Escribe en Le jeune Européen: “Había elegido París para pasar el tiempo de mi pereza. París es el fin de todo, es el fin del mundo. En la Plaza de la Concordia sentimos que una civilización en la plena belleza de su madurez es el fruto de la tierra más alimenticio para el alma del hombre, y estamos tan completamente ocupados por esa sensación exquisita que toda la decadencia de este tiempo se hace insoportable. La belleza conocida hasta ahora por los hombres no es más que un recuerdo sin salida. En todos lados signos mal borrados nos hacen presente, en un silencio demasiado punzante, que todo este encanto se acumula sobre una vieja que lleva la onda de la juventud hecha trizas en mil arrugas, cada una de las cuales es una gran derrota que todo lo corrompe hasta el fondo del corazón. Llamo belleza cierto enderezamiento de todas las fuerzas del hombre que los coleccionistas de fragmentos usados no pueden concebir...
Esta Venecia única de las cinco de la tarde [se refiere a París], bajo la lluvia, es el último punto del mundo en que aún se vive según el viejo sentido divino de la creación. En ella se hacen todavía algunos cuadros y algunos vestidos. También por eso este punto es el de la peor podredumbre, de la peor senilidad, del peor estancamiento, de la peor soledad, pues, extraviada por una nostalgia demasiado sutil, engañada por esos últimos movimientos de un arte condenado, aquí se doblega y se vence la única energía de que pueda nutrirse nuestra época: una energía de destrucción.
Destrucción: eres una diosa que me tientas y cuyo rostro no alcanzo a ver.
En el fondo, Drieu, no pudiendo o no queriendo deleitarse en otra belleza que la que París representa, que la que encuentra en París su símbolo más acabado, prefería la destrucción inmediata, que todo lo reduce a cero, al desgaste lento y mortal de las formas que adoraba. No daba su consentimiento a la condición humana, al destino humano, y buscaba refugio en lo inhumano o, más bien, en una no aceptación pueril y desgarradora de las fatalidades que el hombre no inventa pero soporta. Pues

Nos destins ténébreux vont sous des lois inmenses
Que rien ne déconcerte et que rien n’attendrit...

Antes la muerte que las arrugas de la vejez sobre un rostro o sobre una ciudad. Antes la destrucción inmediata que el desgaste lento. Drieu sufría demasiado al pensar que Francia, Inglaterra compartirían algún día la suerte de Elam, Nínive, Babilonia y llegarían a ser, como lo anunciaba Valéry, hermosos nombres vagos para los habitantes del planeta. También las civilizaciones son mortales. Drieu parecía reconocer y negar al mismo tiempo ese algo eternamente actual e ininterrumpido en el corazón mismo de la belleza y que une la antigua con la moderna, así como cada primavera une el tierno esplendor de sus brotes con los de las primaveras pasadas. El punto de junción se le escapaba, o no quería verlo. Pocos seres conservan en las épocas de transición como la que vivimos una feliz naturalidad de movimientos. Los unos se ponen tiesos, los otros fingen, éstos se empacan, aquéllos declaman. Drieu, él mismo lo reconoció, afectaba una tiesura nada de acuerdo con su carácter, y entonces —explicaba— “mis peores defectos aprovechaban mi falta de soltura para echárseme encima.”
¡Por qué no está él aquí presente para decirme en tono burlón, como de costumbre: “Reconozco en tu análisis de mi persona tu moral de institutriz inglesa”!
Yo no había tenido como él la suerte de nacer y de vivir mi vida entera en la más bella capital del mundo. Circunstancias de esta índole, si bien nos restan ventajas enormes, pueden enseñarnos varias cosas. Por ejemplo, que es posible enternecerse ante ciertas fealdades y que todos los enternecimientos no son de orden exclusivamente estético. Tal aprendizaje nos da, también, una capacidad para ver la belleza de París sin por eso negar la de Nueva York, capacidad bastante poco frecuente entre los europeos. Haber nacido en el Nuevo Continente y en esta punta del Nuevo Continente (así como en la punta opuesta) significa carecer de los esplendores del pasado, presente en palacios, templos y catedrales. Pero nuestra desprejuiciada indigencia puede ser fecunda si alcanzamos gracias a ella una visión más amplia del mundo. Y si esta visión no pierde en agudeza lo que gana en amplitud. Ya explicó Keyserling, en uno de sus mejores ensayos, cómo de una insuficiencia puede surgir una riqueza.
Ejemplo típico de esta tendencia del europeo a encastillarse es la respuesta de un joven escritor francés a quien tratábamos de convencer de que aceptara un puesto fuera de París (pues su mala salud reclamaba otro clima). No quería ni oír hablar de América, continente que despreciaba. Váyase entonces a Egipto, le decíamos. Allí encontrará esfinges, pirámides, tumbas, todo lo que se necesita para ser feliz. Él contestaba, muy en serio: “Cómo voy a irme de aquí si todavía no conozco bien Versalles(1).
Drieu, que había escrito: “Le français se refuse à la géographie...” no llegaba a eso, ni mucho menos. Tenía grandes curiosidades de viajero. Pero Drieu era Europa. La vieja, querida y maravillosa Europa que considera con ojos distraídos, desconfiados o reprobadores todo lo que no es ella, aunque de sus entrañas haya salido. América no trae nada nuevo al mundo, insistía Drieu. Está tan podrida como nosotros. Muchas razones tendríamos para creerlo, le decía yo; pero basta una para no creerlo del todo: somos americanos. Lo que sólo ha comenzado a existir no puede ya estar en su fin. Las cosas tienen su tiempo; su comienzo, su plenitud, su decadencia. Un poco de paciencia.
Pero ¿cómo tener paciencia si no vemos en el tartamudeo de los pueblos jóvenes sino barbarie, y en el cansancio de los viejos sino decrepitud, y en todas partes fealdad de un lado y descomposición del otro? ¿Si sólo nos complacemos en una desesperación absoluta, no teniendo a nuestro alcance otra forma de este ídolo: lo absoluto?
Drieu no podía tener paciencia. Iba hacia la muerte a grandes trancos por el más arduo y el más demente de los caminos. Y nadie sabía mejor que él que su naturaleza y sus preferencias no concordaban con las doctrinas fascistas. Indirectamente, lo ha confesado a menudo. Lo ha confesado al escribir: ‘‘Pero cuando nos hemos paseado durante nuestra juventud en París, con las manos desnudas, nos queda entre los dedos una sutil arenilla de gracia que hace que no podamos cerrarlos como un puño bárbaro”. Drieu no habrá aprendido nunca a cerrar sus dedos como un puño bárbaro, aun después de haberse mezclado con la multitud de los que no aflojaron los suyos. Sus manos habrán quedado siempre abiertas blandamente como las del Gilles de Watteau que tanto le gustaba; abiertas y prontas a dejar escurrir, sin tratar de retenerla, la arena preciosa y huidiza de la vida. De su vida.

Conferencia pronunciada en la Sociedad Argentina de Escritores el 16 de septiembre de 1949.
Revista Sur, octubre de 1949, año XVII.

(1) Cierto es que existe también entre nosotros, americanos, por ignorancia desde luego, sentimientos despreciativos similares frente a Europa. Uno de nuestros pasados presidentes declaró al visitar por primera vez ese mismo Versalles que era un potrero. Por poco cuidado que estuviera el parque en ese momento, la comparación no deja de ser sorprendente.




sábado, 22 de junio de 2019

Delmore Schwartz y Jorge Luis Borges: En sueños empiezan las responsabilidades

EN SUEÑOS EMPIEZAN LAS RESPONSABILIDADES

I

Creo que es el año 1909. Me siento como si estuviera en un cinematógrafo, el largo brazo de luz atravesando la oscuridad y girando, mis ojos fijos en la pantalla. Es un film mudo, en que los actores usan trajes ridículamente anticuados, y un chispazo sucede al otro con saltos repentinos, y los actores también andan a saltos, caminando demasiado a prisa. La tela está llena de rayos y de manchas, como si hubiera llovido cuando se tomó el film. La luz es mala.
Es un domingo a la tarde, junio 12, 1909, y mi padre va a visitar a mi madre caminando por las tranquilas calles de Brooklyn. Su traje está recién planchado, y la corbata le aprieta demasiado el cuello alto. Hace sonar las monedas en el bolsillo, pensando en las cosas ingeniosas que va a decir. Ahora me siento cómodo en la blanda oscuridad del teatro; el pianista produce las evidentes emociones aproximativas en que se mece el auditorio sin saberlo. Soy anónimo. Me he olvidado: siempre ocurre lo mismo en el cinematógrafo; es, como dicen, una droga. Mi padre anda de calle en calle de árboles, césped y casas, de vez en cuando llega a una avenida en la que patina y chirria un tranvía, avanzando lentamente. El conductor, que tiene bigotes como manubrios, ayuda a subir a una señorita con un sombrero como un bol emplumado. Tranquilamente hace los cambios y toca el timbre al subir los pasajeros. Evidentemente es domingo, pues todos llevan sus trajes domingueros y el ruido del tranvía hace resaltar la calma del día festivo (se dice que Brooklyn es la ciudad de las iglesias). Las tiendas están cerradas y todos los pórticos corridos, salvo alguna farmacia ocasional con grandes bolas verdes en la vidriera.
Mi padre ha elegido ese largo camino porque le gusta pensar mientras camina. Piensa en lo que será en el porvenir y así llega hasta el lugar de su visita en un estado de dulce exaltación. No presta atención a las casas del camino, donde están comiendo la comida del domingo, ni a los muchos árboles que bordean cada acera, ahora muy cerca de su plenitud de verdor y del tiempo en que encerrarán la calle en su sombra de hojas. Pasa un carruaje ocasional, los cascos de los caballos caen como piedras en la tarde tranquila; de tiempo en tiempo un automóvil, como un enorme sofá tapizado, jadea y pasa.
Mi padre piensa en mi madre, en lo distinguida que es, y en el orgullo con que la presentará a su familia. Todavía no están comprometidos y todavía no está seguro de estar enamorado de mi madre, así que, a ratos, se siente aterrado con el lazo ya formado. Pero se consuela pensando que los grandes hombres que él admira son casados: William Randolph Hearst y William Howard Taft, que acaba de ser elegido presidente de los Estados Unidos.
Mi padre llega a la casa de mi madre. Ha llegado muy temprano y de pronto se siente incómodo. Mi tía, la hermana menor de mi madre, acude al campanillazo con la servilleta en la mano, pues la familia está aún en la mesa. Al entrar mi padre, mi abuelo se levanta y le da la mano. Mi madre ha subido corriendo para arreglarse. Mi abuela pregunta a mi padre si ya ha comido y le dice que mi madre bajará en seguida. Mi abuelo inicia la conversación hablando de la suave temperatura del mes de junio. Mi padre se sienta demasiado cerca de la mesa, con el sombrero en la mano. Mi abuela le dice a mi tía que tome el sombrero de mi padre. Mi tío, de doce años, se mete en la casa, con el pelo alborotado. Saluda a gritos a mi padre, que a menudo le da monedas, y luego sube corriendo la escalera, mientras mi abuela lo llama a gritos. Es evidente que el respeto en que se tiene a mi padre, en esta casa, está templado con una buena dosis de alegría. Impresiona bien, pero no deja de ser muy torpe.

II

Por fin baja mi madre y mi padre, que en ese momento sostiene una gran conversación con mi abuelo, se pone un poco incómodo, porque no sabe si saludar a mi madre o proseguir el diálogo. Se levanta desmañadamente y dice: “Hola”, con voz áspera. Mi abuelo lo mira, examinando su incongruencia, tal como es, con ojo crítico, y frotando con fuerza su mejilla barbuda, como siempre hace cuando piensa. Está preocupado; teme que mi padre no sea buen marido para su hija mayor. En este momento algo le sucede al film, precisamente cuando mi padre dice a mi madre algo gracioso: me despierto a mí mismo y a mi desdicha en el instante en que mi interés era más intenso. El público empieza a golpear con impaciencia. La falla se ha arreglado, pero el film ha retrocedido a una parte ya pasada, y estoy viendo otra vez a mi abuelo frotándose la mejilla barbuda, pesando el carácter de mi padre. Es difícil meterse de nuevo en el film y olvidarme a mí mismo, pero al reírse mi madre de lo que dice mi padre, la oscuridad me ahoga.
Mi padre y mi madre salen de la casa, mi padre da un apretón de manos a mi abuelo, con un malestar desconocido. Yo me agito también con malestar, tirado en la silla dura del teatro. ¿Dónde está el tío mayor, el hermano mayor de mi madre? Está estudiando arriba, en su dormitorio, estudiando para su examen final en el Colegio de la Ciudad de New York, habiendo muerto de pulmonía doble hace veintiún años. Mi padre y mi madre recorren otra vez las mismas calles tranquilas. Mi madre, del brazo de mi padre, le cuenta la novela que ha estado leyendo, y mi padre abre juicio sobre los personajes a medida que le explican la trama. Es una costumbre que lo divierte mucho, porque se siente confiado y superior al aprobar o condenar la conducta ajena. A veces se siente inclinado a pronunciar un breve “uf”, cuando el cuento se vuelve lo que él llama meloso. Este tributo es la afirmación de su hombría. Mi madre se siente satisfecha por el interés que despierta; demuestra a mi padre cuán interesante es ella, y cuán inteligente.
Están ya en la avenida, y el tranvía llega despacio. Van esa tarde a Coney-Island, aunque mi madre considera que esos placeres son subalternos. Está decidida a condescender sólo a un paseo por la playa y a una buena comida, evitando los ruidosos entretenimientos que están muy por debajo de la dignidad de tan digna pareja. Mi padre cuenta a mi madre el dinero que ha ganado en la semana, exagerando una suma que no necesita exagerarse. Pero mi padre siempre ha encontrado que la realidad suele resultar deficiente por buena que sea. De pronto me pongo a llorar. La resuelta señora anciana que está a mi lado se fastidia y me mira con una cara de enojo, y asustado, me callo. Saco mi pañuelo y me seco la cara, chupando la lágrima que ha caído en mis labios. Mientras tanto he perdido algo, pues aquí están mis padres bajando del tranvía en el punto terminal: Coney-Island.
Caminan hacia la rambla y mi madre ordena a mi padre aspirar el aire penetrante del mar. Los dos aspiran hondo, riéndose los dos al hacerlo. Tienen en común un gran interés por la salud, aunque mi padre es fuerte y hombruno y mi madre es delicada. Los dos están llenos de teorías acerca de lo que es bueno comer y de lo que es malo, y a veces tienen discusiones acaloradas, pero todo acaba con el anuncio de mi padre, hecho con desdeñoso desafío, de que tarde o temprano hay que morir. En el mástil de la rambla, la bandera americana está latiendo con el viento intermitente del mar.
Mi padre y mi madre se acercan a la baranda de la rambla y miran a la playa donde numerosos bañistas se pasean. Algunos están en la resaca. Un silbato de manisero taladra el aire con su agradable y activo gemido, y mi padre va a comprar maní. Mi madre se queda junto a la baranda y contempla el océano. El océano le parece alegre; apuntan chispas y una vez y otra vez las olas pequeñas se deshacen. Nota los niños cavando en la húmeda arena, y los trajes de baño de las muchachas de su edad. Mi padre vuelve con el maní. Sobre las cabezas golpean y golpean los rayos del sol, pero ninguno de los dos se da cuenta. La rambla está llena de gente vestida con sus trajes domingueros, paseando tranquilamente. La marea no llega hasta la rambla y los paseantes no se sentirían en peligro aunque llegara. Mi padre y mi madre se recuestan en la baranda y miran distraídamente el mar. El mar se ha encrespado; las olas llegan lentamente, tomando impulso desde muy atrás. El momento anterior al salto, el momento en que arquean su lomo tan hermosamente, mostrando el negro y el verde veteado de blanco, ese momento es intolerable. Al fin se quiebran, estrellándose fieramente sobre la arena, bajando con toda su fuerza contra ella, yendo adelante y retrocediendo, y al fin degenerando en un pequeño río de burbujas que se desliza por la playa y luego regresa. El sol sobre sus cabezas no incomoda a mi padre ni a mi madre. Contemplan perezosamente el océano sin interesarse en su aspereza. Pero yo contemplo el terrible sol que deslumbra y el despiadado, fatal, apasionado mar. Olvido a mis padres, estoy como fascinado y, finalmente, atónito por su indiferencia, rompo de nuevo a llorar. La anciana señora a mi lado me palmea el hombro y dice: “Vamos, vamos, joven, esto es sólo un film, sólo un film”, pero yo vuelvo a mirar el sol aterrador y el aterrador océano, y sin poder contener mis lágrimas me levanto para ir al salón de caballeros, tropezando con los pies de las personas sentadas en mi fila.

IV

Cuando vuelvo, sintiéndome como si acabara de despertarme temprano, enfermo por falta de sueño, han pasado varias horas y mis padres están en una calesita. Mi padre monta un caballo negro y mi madre uno blanco, y parecen hacer un eterno circuito con el solo propósito de arrebatar los anillos de nickel que están fijos al brazo de uno de los postes. Está tocando un organito; inseparable del eterno girar de la calesita.
Por un momento parece que nunca van a bajar del carrusel, porque nunca va a parar, y siento como si yo mirara hacia abajo desde el piso cincuenta de un edificio. Por fin se bajan; hasta el organito ha cesado por un momento. Hay una súbita y dulce calma, como si fuera la coronación de tanto movimiento. Mi madre sólo ha conseguido dos anillos, mi padre tiene diez, pero es mi madre quien realmente los desea.
Caminan por la rambla mientras la tarde imperceptible se ahonda en la increíble púrpura del crepúsculo. Todas las cosas palidecen en una lánguida llama, hasta el incesante murmullo de la playa. Buscan un sitio para cenar. Mi padre sugiere el mejor restaurant de la rambla y mi madre se niega, siguiendo sus principios de economía y de ama de casa.
Sin embargo, van al mejor lugar, piden una mesa cerca de la ventana para poder mirar la rambla y el móvil océano. Mi padre se siente omnipotente poniendo una moneda en la mano del mozo al pedir mesa. El lugar está lleno y aquí también hay música, esta vez de un terceto de instrumentos de cuerda. Mi padre da órdenes con una bella confianza.
En el curso de la comida, mi padre cuenta sus planes para el futuro y mi madre muestra, en lo expresivo de su rostro, cuán interesada e impresionada está. Mi padre está radiante, entusiasmado con el vals que están tocando, y su porvenir empieza a intoxicarlo. Mi padre dice a mi madre que va a ensanchar sus negocios, porque hay mucho campo para ganar dinero. Quiere establecerse. Después de todo tiene veintinueve años, ha vivido solo, desde los trece, está haciendo más y más dinero, y envidia a los amigos, cuando va a visitarlos, en la seguridad de sus hogares, rodeados, al parecer, de los tranquilos placeres domésticos y de niños deliciosos, y entonces cuando el vals llega al momento en que los bailarines giran como locos, entonces, entonces, con una terrible audacia, entonces, le pide a mi madre que se case con él, aunque bastante incómodo e intrigado pensando cómo pudo hacer esa pregunta, y ella, para empeorar las cosas, se pone a llorar, y mi padre mira nerviosamente a su alrededor, sin saber qué hacer, y mi madre dice: “Es lo que más he deseado desde el primer momento que nos vimos”, sollozando, y él encuentra todo muy difícil, muy poco de su agrado, muy poco como él lo había imaginado en sus largas caminatas en el Brooklyn Bridge, en las ensoñaciones de un buen cigarro, y fue entonces, en ese punto, que me paré en el teatro, gritando: “¡No lo hagan! No es demasiado tarde para cambiar de idea, los dos. Nada bueno va a salir de eso, sólo remordimientos, odio, escándalos, y dos hijos con caracteres monstruosos”. El público entero se dio vuelta a mirarme, fastidiado, el acomodador vino corriendo por el pasillo haciendo relampaguear su linterna, y la anciana señora, mi vecina, me obligó a sentarme en mi sitio, diciendo: Estese quieto, lo van a echar, y ha pagado treinta y cinco céntimos para entrar”. Entonces cerré los ojos porque no podía soportar la vista de lo que sucedía. Me senté ahí tranquilamente.

V
Pero después de un ratito empecé a echar unas miradas y por fin volví a observar con sediento interés, como un niño que trata de mantener su ceño cuando le ofrecen el soborno de un caramelo. Mis padres ahora se están sacando un retrato en la barraca de un fotógrafo de la rambla. El lugar está sombreado con una luz malva que aparentemente es necesaria. La cámara está colocada de lado en el trípode y parece un hombre de Marte. El fotógrafo da instrucciones a mis padres de cómo deben colocarse. Mi padre ha puesto un brazo sobre los hombros de mi madre, y ambos sonríen enfáticamente. El fotógrafo alcanza a mi madre un ramo de flores para que tenga en la mano, pero ella lo sostiene en el mal lado. Entonces el fotógrafo se cubre con el paño negro que decora la cámara y todo lo que se ve de él es un brazo saliente y la mano con que sostiene fuertemente la pera de goma que oprimiera al tomar la foto. Pero no queda satisfecho con el grupo. Siente que hay algo mal en la pose. Una y otra vez sale de su escondite con nuevas instrucciones. Cada observación sólo sirve para empeorar las cosas. Mi padre se impacienta. Prueban una pose sentados. El fotógrafo explica que él tiene su orgullo, que quiere hacer bellos retratos, que no lo lleva sólo el interés del dinero. Mi padre dice: “Dése prisa ¿quiere? No disponemos de toda la noche”. Pero el fotógrafo no hace más que correr de un lado a otro nerviosamente, disculpándose, y dando nuevas instrucciones. Me encanta el fotógrafo y lo apruebo de todo corazón, porque sé exactamente lo que siente, y a medida que critica cada pose, revisada de acuerdo con alguna oscura idea estética, me lleno de esperanzas. Pero entonces mi padre dice con enojo: “Vamos, ha tenido tiempo de sobra, ya no esperaremos más”. Y el fotógrafo, suspirando afligido, vuelve a su negro escondite y levanta la mano, diciendo: “Uno, dos, tres. ¡Ahora!” y el retrato se toma con la sonrisa de mi padre hecha una mueca, y la de mi madre animada y falsa. En unos minutos se revela la fotografía, y mis padres, como están en esa rara luz, se sienten deprimidos.

VI

Han pasado por la barraca de una adivina, y mi madre quiere entrar, pero mi padre, no. Empiezan a discutir. Mi madre porfía, mi padre vuelve a impacientarse. Lo que mi padre querría hacer ahora es mandarse mudar y dejar ahí a mi madre, pero sabe que eso no es posible. Mi madre se niega a moverse. Está casi llorando, pero siente un deseo incontenible de oír lo que dirá la adivina. Mi padre accede furioso, y los dos entran en la barraca que es, en cierto modo, igual a la del fotógrafo, colgada de negro, con luz de color y sombría. Hace demasiado calor, y mi padre sigue diciendo que son tonterías, señalando la bola de cristal sobre la mesa. La adivina, una mujer baja y gorda, vestida con un traje que se supone exótico, entra al cuarto y los saluda, hablando con acento extranjero. Pero de pronto se le ocurre a mi padre que todo el asunto es insoportable; tira por el brazo a mi madre pero mi madre rehúsa moverse. Entonces, en un arranque de furia, mi padre suelta el brazo de mi madre y sale, dejando a mi madre aturdida. Ella hace un movimiento como para seguirlo, pero la adivina la detiene y le ruega que no lo haga, y yo me quedo atónito y horrorizado en mi silla, desde la oscuridad. Me encuentro como si caminara por una cuerda en un circo, a cien pies de altura, y que de repente la cuerda mostrara síntomas de rotura, y me levanto de mi asiento y empiezo de nuevo a gritar las primeras palabras que se me ocurren para comunicar mi terrible miedo, y otra vez viene el acomodador corriendo por el pasillo y haciendo relampaguear la linterna, y la anciana señora razona conmigo, y el público airado se vuelve a mirarme, y yo sigo gritando: “¿Qué están haciendo? ¿No saben lo que hacen? ¿Por qué mi madre no se va con mi padre y le pide que no se enoje? Si no hace eso, qué va a hacer? ¿Se da cuenta mi padre de lo que está haciendo?” Pero el acomodador me ha agarrado del brazo, y al sacarme, dice: “¿Qué está usted haciendo? ¿No sabe que no puede hacer estas cosas, que no las puede hacer por más que quiera, aunque no hubiese nadie? Le va a pesar si no hace lo que debe. No puede seguir así, no hay derecho, ya lo sabrá bien pronto, todo lo que se hace tiene importancia”, y mientras dice todo esto, llevándome por la galería del teatro, en la fría luz, me despierto en la sombría mañana invernal de mi vigésimo primer cumpleaños, el antepecho de la ventana con su filete de nieve, ya amaneciendo.

Traducción de JORGE LUISBORGES
Revista Sur, marzo-abril 1944, año XIV



IN DREAMS BEGIN RESPONSIBILITIES

I

I think it is the year 1909. I feel as if I were in a motion picture theatre, the long arm of light crossing the darkness and spinning, my eyes fixed on the screen. This is a silent picture as if an old Biograph one, in which the actors are dressed in ridiculously old-fashioned clothes, and one flash succeeds another with sudden jumps. The actors too seem to jump about and walk too fast. The shots themselves are full of dots and rays, as if it were raining when the picture was photographed. The light is bad.
It is Sunday afternoon, June 12th, 1909, and my father is walking down the quiet streets of Brooklyn on his way to visit my mother. His clothes are newly pressed and his tie is too tight in his high collar. He jingles the coins in his pockets, thinking of the witty things he will say. I feel as if I had by now relaxed entirely in the soft darkness of the theatre; the organist peals out the obvious and approximate emotions on which the audience rocks unknowingly. I am anonymous, and I have forgotten myself. It is always so when one goes to the movies, it is, as they say, a drug.
My father walks from street to street of trees, lawns and houses, once in a while coming to an avenue on which a streetcar skates and gnaws, slowly progressing. The conductor, who has a handle-bar mustache, helps a young lady wearing a hat like a bowl with feathers on to the car. She lifts her long skirts slightly as she mounts the steps. He leisurely makes change and rings his bell. It is obviously Sunday, for everyone is wearing Sunday clothes, and the street-car’s noises emphasize the quiet of the holiday. Is not Brooklyn the City of Churches? The shops are closed and their shades drawn, but for an occasional stationery store or drug-store with great green balls in the window.
My father has chosen to take this long walk because he likes to walk and think. He thinks about himself in the future and so arrives at the place he is to visit in a state of mild exaltation. He pays no attention to the houses he is passing, in which the Sunday dinner is being eaten, nor to the many trees which patrol each street, now coming to their full leafage and the time when they will room the whole street in cool shadow. An occasional carriage passes, the horse’s hooves falling like stones in the quiet afternoon, and once in a while an automobile, looking like an enormous upholstered sofa, puffs and passes.
My father thinks of my mother, of how nice it will be to introduce her to his family. But he is not yet sure that he wants to marry her, and once in a while he becomes panicky about the bond already established. He reassures himself by thinking of the big men he admires who are married: William Randolph Hearst, and William Howard Taft, who has just become President of the United States.
My father arrives at my mother’s house. He has come too early and so is suddenly embarrassed. My aunt, my mother’s sister, answers the loud bell with her napkin in her hand, for the family is still at dinner. As my father enters, my grandfather rises from the table and shakes hands with him. My mother has run upstairs to tidy herself. My grandmother asks my father if he has had dinner, and tells him that Rose will be downstairs soon. My grandfather opens the conversation by remarking on the mild June weather. My father sits uncomfortably near the table, holding his hat in his hand. My grandmother tells my aunt to take my father’s hat. My uncle, twelve years old, runs into the house, his hair tousled. He shouts a greeting to my father, who has often given him a nickel, and then runs upstairs. It is evident that the respect in which my father is held in this household is tempered by a good deal of mirth. He is impressive, yet he is very awkward.

II

Finally my mother comes downstairs, all dressed up, and my father being engaged in conversation with my grandfather becomes uneasy, not knowing whether to greet my mother or continue the conversation. He gets up from the chair clumsily and says “hello” gruffly. My grandfather watches, examining their congruence, such as it is, with a critical eye, and meanwhile rubbing his bearded cheek roughly, as he always does when he reflects. He is worried; he is afraid that my father will not make a good husband for his oldest daughter. At this point something happens to the film, just as my father is saying something funny to my mother; I am awakened to myself and my unhappiness just as my interest was rising. The audience begins to clap impatiently. Then the trouble is cared for but the film has been returned to a portion just shown, and once more I see my grandfather rubbing his bearded cheek and pondering my father’s character. It is difficult to get back into the picture once more and forget myself, but as my mother giggles at my father’s words, the darkness drowns me.
My father and mother depart from the house, my father shaking hands with my mother once more, out of some unknown uneasiness. I stir uneasily also, slouched in the hard chair of the theatre. Where is the older uncle, my mother’s older brother? He is studying in his bedroom upstairs, studying for his final examination at the College of the City of New York, having been dead of rapid pneumonia for the last twenty-one years. My mother and father walk down the same quiet streets once more. My mother is holding my father’s arm and telling him of the novel which she has been reading; and my father utters judgments of the characters as the plot is made clear to him. This is a habit which he very much enjoys, for he feels the utmost superiority and confidence when he approves and condemns the behavior of other people. At times he feels moved to utter a brief “Ugh” — whenever the story becomes what he would call sugary. This tribute is paid to his manliness. My mother feels satisfied by the interest which she has awakened; she is showing my father how intelligent she is, and how interesting.
They reach the avenue, and the street-car leisurely arrives. They are going to Coney Island this afternoon, although my mother considers that such pleasures are inferior. She has made up her mind to indulge only in a walk on the boardwalk and a pleasant dinner, avoiding the riotous amusements as being beneath the dignity of so dignified a couple.
My father tells my mother how much money he has made in the past week, exaggerating an amount which need not have been exaggerated. But my father has always felt that actualities somehow fall short. Suddenly I begin to weep. The determined old lady who sits next to me in the theatre is annoyed and looks at me with an angry face, and being intimidated, I stop. I drag out my handkerchief and dry my face, licking the drop which has fallen near my lips. Meanwhile I have missed something, for here are my mother and father alighting at the last stop, Coney Island.

III

They walk toward the boardwalk, and my father commands my mother to inhale the pungent air from the sea. They both breathe in deeply, both of them laughing as they do so. They have in common a great interest in health, although my father is strong and husky, my mother frail. Their minds are full of theories of what is good to eat and not good to eat, and sometimes they engage in heated discussions of the subject, the whole matter ending in my father’s announcement, made with a scornful bluster, that you have to die sooner or later anyway. On the boardwalk’s flagpole, the American flag is pulsing in an intermittent wind from the sea.
My father and mother go to the rail of the boardwalk and look down on the beach where a good many bathers are casually walking about. A few are in the surf. A peanut whistle pierces the air with its pleasant and active whine, and my father goes to buy peanuts. My mother remains at the rail and stares at the ocean. The ocean seems merry to her; it pointedly sparkles and again and again the pony waves are released. She notices the children digging in the wet sand, and the bathing costumes of the girls who are her own age. My father returns with the peanuts. Overhead the sun’s lightning strikes and strikes, but neither of them are at all aware of it. The boardwalk is full of people dressed in their Sunday clothes and idly strolling. The tide does not reach as far as the boardwalk, and the strollers would feel no danger if it did. My mother and father lean on the rail of the boardwalk and absently stare at the ocean. The ocean is becoming rough; the waves come in slowly, tugging strength from far back. The moment before they somersault, the moment when they arch their backs so beautifully, showing green and white veins amid the black, that moment is intolerable. They finally crack, dashing fiercely upon the sand, actually driving, full force downward, against the sand, bouncing upward and forward, and at last petering out into a small stream which races up the beach and then is recalled. My parents gaze absentmindedly at the ocean, scarcely interested in its harshness. The sun overhead does not disturb them. But I stare at the terrible sun which breaks up sight, and the fatal, merciless, passionate ocean, I forget my parents. I stare fascinated and finally, shocked by the indifference of my father and mother, I burst out weeping once more. The old lady next to me pats me on the shoulder and says “There, there, all of this is only a movie, young man, only a movie,” but I look up once more at the terrifying sun and the terrifying ocean, and being unable to control my tears, I get up and go to the men’s room, stumbling over the feet of the other people seated in my row.

IV

When I return, feeling as if I had awakened in the morning sick for lack of sleep, several hours have apparently passed and my parents are riding on the merry-go-round. My father is on a black horse, my mother on a white one, and they seem to be making an eternal circuit for the single purpose of snatching the nickel rings which are attached to the arm of one of the posts. A hand-organ is playing; it is one with the ceaseless circling of the merry-go-round.
For a moment it seems that they will never get off the merry-go-round because it will never stop. I feel like one who looks down on the avenue from the 50th story of a building. But at length they do get off; even the music of the hand-organ has ceased for a moment. My father has acquired ten rings, my mother only two, although it was my mother who really wanted them.
They walk on along the boardwalk as the afternoon descends by imperceptible degrees into the incredible violet of dusk. Everything fades into a relaxed glow, even the ceaseless murmuring from the beach, and the revolutions of the merry-go-round. They look for a place to have dinner. My father suggests the best one on the boardwalk and my mother demurs, in accordance with her principles.
However they do go to the best place, asking for a table near the window, so that they can look out on the boardwalk and the mobile ocean. My father feels omnipotent as he places a quarter in the waiter’s hand as he asks for a table. The place is crowded and here too there is music, this time from a kind of string trio. My father orders dinner with a fine confidence.
As the dinner is eaten, my father tells of his plans for the future, and my mother shows with expressive face how interested she is, and how impressed. My father becomes exultant. He is lifted up by the waltz that is being played, and his own future begins to intoxicate him. My father tells my mother that he is going to expand his business, for there is a great deal of money to be made. He wants to settle down. After all, he is twenty-nine, he has lived by himself since he was thirteen, he is making more and more money, and he is envious of his married friends when he visits them in the cozy security of their homes, surrounded, it seems, by the calm domestic pleasures, and by delightful children, and then, as the waltz reaches the moment when all the dancers swing madly, then, then with awful daring, then he asks my mother to marry him, although awkwardly enough and puzzled, even in his excitement, at how he had arrived at the proposal, and she, to make the whole business worse, begins to cry, and my father looks nervously about, not knowing at all what to do now, and my mother says: “It’s all I’ve wanted from the moment I saw you,” sobbing, and he finds all of this very difficult, scarcely to his taste, scarcely as he had thought it would be, on his long walks over Brooklyn Bridge in the revery of a fine cigar, and it was then that I stood up in the theatre and shouted: “Don’t do it. It’s not too late to change your minds, both of you. Nothing good will come of it, only remorse, hatred, scandal, and two children whose characters are monstrous.” The whole audience turned to look at me, annoyed, the usher came hurrying down the aisle flashing his searchlight, and the old lady next to me tugged me down into my seat, saying: “Be quiet. You’ll be put out, and you paid thirty-five cents to come in.” And so I shut my eyes because I could not bear to see what was happening. I sat there quietly.

V

But after awhile I begin to take brief glimpses, and at length I watch again with thirsty interest, like a child who wants to maintain his sulk although offered the bribe of candy. My parents are now having their picture taken in a photographer’s booth along the boardwalk. The place is shadowed in the mauve light which is apparently necessary. The camera is set to the side on its tripod and looks like a Martian man. The photographer is instructing my parents in how to pose. My father has his arm over my mother’s shoulder, and both of them smile emphatically. The photographer brings my mother a bouquet of flowers to hold in her hand but she holds it at the wrong angle. Then the photographer covers himself with the black cloth which drapes the camera and all that one sees of him is one protruding arm and his hand which clutches the rubber ball which he will squeeze when the picture is finally taken. But he is not satisfied with their appearance. He feels with certainty that somehow there is something wrong in their pose. Again and again he issues from his hidden place with new directions. Each suggestion merely makes matters worse. My father is becoming impatient. They try a seated pose. The photographer explains that he has pride, he is not interested in all of this for the money, he wants to make beautiful pictures. My father says: “Hurry up, will you? We haven’t got all night.” But the photographer only scurries about apologetically, and issues new directions. The photographer charms me. I approve of him with all my heart, for I know just how he feels, and as he criticizes each revised pose according to some unknown idea of Tightness, I become quite hopeful. But then my father says angrily: “Come on, you’ve had enough time, we’re not going to wait any longer.” And the photographer, sighing unhappily, goes back under his black covering, holds out his hand, says: “One, two, three, Now!”, and the picture is taken, with my father’s smile turned to a grimace and my mother’s bright and false. It takes a few minutes for the picture to be developed and as my parents sit in the curious light they become quite depressed.

VI

They have passed a fortune-teller’s booth, and my mother wishes to go in, but my father does not. They begin to argue about it. My mother becomes stubborn, my father once more impatient, and then they begin to quarrel, and what my father would like to do is walk off and leave my mother there, but he knows that that would never do. My mother refuses to budge. She is near to tears, but she feels an uncontrollable desire to hear what the palm-reader will say. My father consents angrily, and they both go into a booth which is in a way like the photographer’s, since it is draped in black cloth and its light is shadowed. The place is too warm, and my father keeps saying this is all nonsense, pointing to the crystal ball on the table. The fortune-teller, a fat, short woman, garbed in what is supposed to be Oriental robes, comes into the room from the back and greets them, speaking with an accent. But suddenly my father feels that the whole thing is intolerable; he tugs at my mother’s arm, but my mother refuses to budge. And then, in terrible anger, my father lets go of my mother’s arm and strides out, leaving my mother stunned. She moves to go after my father, but the fortune-teller holds her arm tightly and begs her not to do so, and I in my seat am shocked more than can ever be said, for I feel as if I were walking a tight-rope a hundred feet over a circus-audience and suddenly the rope is showing signs of breaking, and I get up from my seat and begin to shout once more the first words I can think of to communicate my terrible fear and once more the usher comes hurrying down the aisle flashing his searchlight, and the old lady pleads with me, and the shocked audience has turned to stare at me, and I keep shouting: “What are they doing? Don’t they know what they are doing? Why doesn’t my mother go after my father? If she does not do that, what will she do? Doesn’t my father know what he is doing?” — But the usher has seized my arm and is dragging me away, and as he does so, he says: “What are you doing? Don’t you know that you can’t do whatever you want to do? Why should a young man like you, with your whole life before you, get hysterical like this? Why don’t you think of what you’re doing? You can’t act like this even if other people aren’t around! You will be sorry if you do not do what you should do, you can’t carry on like this, it is not right, you will find that out soon enough, everything you do matters too much,” and he said that dragging me through the lobby of the theatre into the cold light, and I woke up into the bleak winter morning of my 21st birthday, the windowsill shining with its lip of snow, and the morning already begun.