sábado, 17 de diciembre de 2022

Charles Péguy: La lectura

LA LECTURA

He estado enfermo recientemente. Tú lo sabes: nada de la historia puede pasar desapercibido; y a ti nada de lo que concierne la historia puede permanecerte ajeno. Así que no te era desconocido que hace ocho o diez meses estuve gravemente enfermo. Releí la Ilíada y la Odisea, esos libros de mi juventud. Pero los releí como se deben leer, a menos que se los lea en griego. Supe griego bastante bien, en los días de mi juiciosa juventud. Pero ya no estoy en la época de mi más tierna juventud, y ni siquiera sé griego como lo sabía cuando me encontraba bajo la autoridad del viejo Édet. Tomé la traducción, a falta de ese griego. Tomé la Ilíada y la Odisea en la traducción (francesa) menos erudita que pude encontrar; por muy pervertidos que estemos, por muy corrompida que se haya vuelto nuestra época, por muy atrasados, por muy bárbaros que nos hayamos (de nuevo)vuelto, nosotros los modernos, y que hayamos llegado a serlo, sigue habiendo, al menos en las librerías de viejo, traducciones que no son eruditas; (al estar enfermo, vuelvo a ser sincero, y necesito descansar, relajarme, cambiar un poco mis ejercicios habituales). (Mis ejercicios habituales son también las traducciones eruditas y, sobre todo, las ediciones eruditas. No, lo que he hecho con las traducciones eruditas. También han oído hablar de mí, las traducciones eruditas.) En la traducción más antigua, más inocente, más humana, más sencilla, más honesta, menos pretenciosa, más académica, académica antigua, una edición, una traducción de los buenos viejos tiempos, donde Clitemnestra se llama muy auténticamente Clitemnestra, Minerva, Minerva, y Ulises, Ulises. Una traducción que se entregaba muy a menudo como premio en las ceremonias de entrega de premios, en la distribución de los viejos premios, en las bellas ceremonias solemnes de provincias, en las bellas y arcaicas prefecturas, en las distribuciones presididas por el diputado de ese distrito. He nombrado la traducción, la honorable traducción de P. Giguet, París, Paulin, librero-editor, Rue de Seine 33, 1844. Cuando se tiene el honor de estar enfermo, y la dicha de tener una enfermedad que deja libre la cabeza, (al menos temporalmente y por el tiempo de su propia duración, porque después, y en el tiempo llamado de convalecencia, bien que se resarce, la maldita), la ictericia, por ejemplo, por poner un ejemplo al azar, la burdamente llamada y vulgarmente conocida como ictericia, burdamente grotesca, la terriblemente más grave y científica icterus (grave), que  te deja sana la cabeza, pero que (¿afortunadamente?) te impide rigurosamente trabajar, prohibición rigurosa del médico, prohibición rigurosa de la naturaleza, es entonces, y sólo entonces, cuando uno es el lector ideal; (pues no es a ti, amigo mío, a quien debo señarle que la lectura misma es una operación, que es una puesta en práctica, un paso a la acción, una puesta en acto, que no es por lo tanto indiferente, nula, que no es un cero de actividad, una pasividad pura, una tabula rasa) porque en la vida ordinaria estamos tan abrumados de trabajo por todos lados, asaltados, asediados, bloqueados por las necesidades de la existencia, atiborrados de trabajo, atiborrados de escrúpulos, atiborrados de remordimientos, que ya nunca leemos si no es para trabajar; cuando estamos enfermos, y sólo entonces, y sólo de esa clase de enfermedades, que dejan la cabeza libre y sana, y sin embargo nos obligan a permanecer en cama, y nos prohíben formalmente trabajar, entonces por excepción, por una especie de respeto, impuesto, temporalmente, por una especie de tregua, provisoriamente (cuando tendría que ser esencialmente) volvemos a ser momentáneamente lo que nunca deberíamos dejar de ser, lectores; lectores puros, que leen para leer, no para instruirse, no para trabajar; lectores puros, como la tragedia y la comedia requieren espectadores puros, como la estatuaria requiere espectadores puros, que por un lado sepan leer y que, por el otro, quieran leer, que finalmente simplemente lean; y lean simplemente; hombres que miran una obra simplemente para verla y recibirla, que lean una obra de una vez para leerla y recibirla, para alimentarse de ella, para nutrirse de ella, como de un alimento precioso, para poder crecer con ella, para hacerse valer, interiormente, orgánicamente, de nigún modo para trabajar con ella, para hacerse valer, socialmente, en el siglo; hombres también, hombres, en fin, que sepan leer, y lo que es leer, es decir, lo que es entrar en; en qué, amigo mío; en una obra, en la lectura de una obra, en una vida, en la contemplación de una vida, con amistad, con fidelidad, incluso con una especie de complacencia indispensable, no sólo con simpatía, sino con amor; que sepan hay que entrar como en la fuente de la obra; y literalmente colaborar con el autor; que no hay que recibir la obra pasivamente; que la lectura es el acto común, la operación común del lector y lo leído, de la obra y el lector, del libro y el lector, del autor y el lector; al igual que el espectáculo es el acto común, la operación común de la obra dramática y el espectador, del autor dramático y el espectador; al igual que la contemplación de la estatua, la representación de la estatuaria es el acto común, la operación común de la obra y el espectador, del autor escultor y el espectador. Una lectura bien hecha, una lectura honesta, una lectura sencilla, en fin, una lectura bien leída es como una flor, como el fruto que proviene de una flor; (es como la pelusa del durazno, decía el autor antiguo); es como un espectáculo bien visto, bien mirado; como una estatua armoniosamente vista, eurítmicamente mirada; la representación que nos damos de un texto es como la representación que nos dan de una obra dramática (y que también nos damos); es como la representación que la obra nos da (y que también nos damos) de una obra estatuaria; es nada menos que la verdadera, la real e incluso y sobre todo la auténtica terminación del texto, la auténtica terminación de la obra; como una coronación; como una gracia particular y coronal; como una umbela en la punta de un tallo; como un frontón colocado sobre las columnas del templo; como un frontón puesto, armoniosamente puesto; como un frontón puesto, colocado en la terminación del templo; como una fructificación colocada y asegurada lo justo y necesario; como una maduración, un punto de madurez, una vez colocado, una vez elegido, una vez alcanzado; como un completamiento; como un punto precioso, único, singular; como una singularidad; como un logro; como un punto una vez alcanzado, una vez logrado; como una meta; como un alimento y un suplemento y un suplemento de alimento; como un tipo de alimento completo y un conjunto de operación. La simple lectura es el acto común, la operación común del lector y lo leído, del autor y el lector, de la obra y el lector, del texto y el lector. Es una realización, un cumplimiento de la operación, una finalización de la obra, una sanción singular, una sanción de realidad, de realización, una plenitud realizada, una realización, un llenado; es una obra que (por fin) llena su destino. Es pues literalmente una cooperación, una colaboración íntima, interior; singular, suprema; una responsabilidad así también comprometida, una elevada, una suprema y singular, una desconcertante responsabilidad. Es un destino maravilloso y casi aterrador que tantas grandes obras, tantas obras de grandes hombres y de hombres tan grandes, puedan aún recibir de nosotros un cumplimiento, una terminación, una coronación de nosotros, mi pobre amigo, de nuestra lectura. Qué aterradora responsabilidad para nosotros (y también, en cierto sentido, qué responsabilidad para el autor, para los autores, para ese pequeño grupo de autores que obligan así, que arrastran, que inducen a la colaboración, ulterior, a la cooperación, temporalmente indefinida, a ese gran grupo de lectores, al menos a ese grupo más grande, tan grande antaño, cuyo número disminuye hoy todos los días). Se trata aquí de un juego cruel del destino, como decíamos, diremos que se trata de uno de los juegos más crueles del destino temporal, y que se le parece completamente, que es completamente de su tipo y de su clase, que ningún autor tenga temporalmente jamás el derecho de cerrar su puerta, que ninguna obra esté eternamente temporalmente cerrada jamás en ningún taller; es quizá uno de los misterios más inquietantes del destino temporal, uno de los más plenos, de los más repletos de inquietud, que ninguna obra, por acabada que esté, y por mucho que nos lo parezca a nosotros, y quizás se lo haya parecido a su autor, su padre, que ninguna obra esté temporalmente tan acabada, haya recibido temporalmente tan completamente su pináculo que no deba todavía en otro sentido (y quizá, en el fondo, en el mismo sentido, porque todos los hombres son hombres, y este autor es hombre, y nosotros también, pequeños, somos hombres, y por mucho que nos pese continuamos al autor incluso en un sentido) ser perpetuamente acabada como algo incompleto, en tanto que incompleto, que no tenga que recibir y que no reciba y deba recibir perpetuamente un pináculo, una coronación en sí misma perpetuamente inacabada. Tal es el destino común de todo lo temporal, de la obra misma, en cuanto que es temporal. Obtendrá siempre, por las buenas o por las malas, volens nolens, una realización perpetua, una terminación, una coronación perpetuamente eterna, perpetuamente incompleta ella misma, perpetuamente inacabada, que tal vez, que sin duda no quería; que tal vez no le interesaba; en la que por lo general no se interesaba en absoluto; porque lo que el autor realmente quería, el ignorante, el tonto, el de antemano decepcionado —el genio más grande del mundo—, era ser amo en su casa. Como si el hombre nunca pudiera ser amo en su propia casa, ni siquiera estar en casa en ninguna casa. Ya que en las casas temporales, y eso es parte del juego mismo del mecanismo temporal, uno nunca está en casa, uno nunca obtiene, o nunca llega a estar en casa; y en la otra casa está en casa de otro. Querer ser amo en la propia casa, tener incluso esa imaginación, qué vanidad. En vano el maestro ha cerrado su puerta. El maestro ha dejado la obra en su estudio, mi querido Pierre Laurens, y ha cerrado la obra en su estudio; y ha cerrado su estudio sobre su obra; y finalmente ha cerrado su puerta sobre su estudio; y no ha dejado la llave en la puerta; mira, la llave no está en (el ojo de) la cerradura, no podremos entrar; tampoco está la llave en casa del portero, colgada del tablero; y al autor le gustaría que lo dejaran en paz, ha hecho tanto para tener esa paz, que lo dejaran un poco en paz, ¿no es así?, puesto que ha terminado; porque ha trabajado mucho para hacer esa obra, y está agotado; le duele la cabeza; su imaginación estatuaria ha quedado pisoteada como un camino por el que él mismo hubiera ido y venido; no sólo no puede más, lo que no sería nada, y que lo que sería del todo natural, sino que no quiere saber más nada. Y no quiere oír hablar más de ello. Y ha llegado la muerte, la última sirvienta. La muerte llega. Entonces ella hizo la limpieza; por última vez barrió el suelo y puso orden. También ordenó al autor. Guardó las obras. También guardó al autor y a su imaginación estatuaria pisoteada. Por última vez sacudió el polvo, ordenó las obras. También le encontró un lugar al autor. Por primera y última vez. Por esa única vez. Por última vez cerró el estudio sobre la obra y la puerta sobre el estudio. También cerró la lápida, la puerta y la losa del sepulcro,

Y pronto yaceremos debajo de la lápida.

Y no ha dejado ninguna clave temporal. Y al autor le gustaría disfrutar (en paz) de una paz que cree haberse ganado. Al autor le gustaría saborear, al autor le gustaría alimentarse del reposo de la paz eterna. Decepción: en ese taller cerrado todos estamos perpetuamente siempre: una mala lectura de Homero repercute sobre y en la obra, sobre y en el autor. Y una mala lectura de Homero es siempre lo más posible que puede ocurrir, lo más fácil, lo que nos resulta más asequible. Lo sabemos y no nos privamos de ello no obstante. Una mala lectura de Homero que hacemos le quita la corona en cierto sentido y de cierta manera y para cierta parte, en la medida de un fragmento, proporcionado, se la quita al hombre y a la obra; una buena lectura la (re)coronaría. Una mala lectura de Homero que hacemos, en fin de Homero por nosotros, le vuelve a quitar la corona. Y así es, un perpetuo, un temporalmente eterno ir y venir, una terminación que en sí misma nunca se completa, una des-terminación que en sí misma es la única que tal vez pueda completarse, pues allí está el orden de lo temporal, y es su ley, es (allí) el mecanismo mismo de lo temporal que en ese orden, en ese acto común, en esa operación común del lector y de lo leído, del autor y del lector, del texto y del lector, las terminaciones, las coronaciones, los aumentos, los incrementos nunca se establecen, eternamente adquiridos, irrevocablemente colocados. Y, por el contrario, las degradaciones, las pérdidas, las disminuciones pueden ser, adquirirse, establecerse, adquirirse, eternas, temporalmente eternas, colocadas, irrevocables. Esta es la ley misma, el juego, el funcionamiento del mecanismo temporal. No se le pueden añadir valores positivos de forma imperturbable, con total seguridad, indefinida, perpetua ni, sobre todo, irrevocablemente. Los valores negativos, en cambio, pueden (restarse) añadirse indefinidamente, imperturbablemente, con total seguridad, perpetua, irrevocable, irreparablemente. Los valores de aumento, de crecimiento, de coronación nunca están seguros de su crecimiento. Los valores de disminución, decrecimiento, destronamiento pueden ser, pueden llegar a estar seguros del destronamiento y el decrecimiento. Todas las buenas lecturas de Homero no harán que ese texto, no harán que la Ilíada y la Odisea reciban una coronación imperecedera. Demasiadas malas lecturas pueden degradar, pueden mutilar literalmente un texto, pueden por así decirlo desorganizar ese texto de tal manera que el monumento mismo que constituye pueda perecer, perezca irrevocablemente. Aquí las pérdidas se dan por descontado, y con las ganancias no, no se puede hacerlo. Es la ley común y general de todo lo temporal. Por duro que sea ese mármol del Pentélico, no sólo ha recibido y recibirá perpetuamente los ataques físicos del tiempo, que los filósofos nos han acostumbrado a considerar, sino que ha recibido y recibirá perpetuamente los ataques no menos graves, las coronaciones y los destronamientos, los aumentos y los desperdicios de la colaboración de todos los que están en el tiempo. Y no hay cómo salvarse por la indiferencia y lo indiferente y por el cero de la lectura para evitar elegir entre la buena y la mala lectura y, sobre todo, para evitar la mala lectura. Porque ese orden, esa colaboración, que es un orden particular del orden general de la vida, como en general el orden de la vida, particularmente no admite el cero, lo indiferente, la indiferencia, lo nulo en fin, lo que no es ni lo uno ni lo otro, lo intermedio. No admite el neutro. Una lectura cero de una obra es, en cierto sentido, el destronamiento supremo. En este sentido, una lectura cero puede ser, es sin duda la peor lectura. En última instancia. Puede causar, y de hecho causa, a la obra el daño más letal. Porque abre la puerta al olvido, al desuso; no sólo al desacostumbramiento, sino a la desnutrición. Porque aquí estamos hablando de comida y alimento perpetuo, en absoluto de un entierro, de un censo, de un inventario hecho de una vez para siempre. De un registro funerario. Puesto que aquí hablamos en general de lo temporal, en particular de una colaboración, de una operación conjunta perpetua y perpetuamente temporal. Por duro que sea ese mármol del Pentélico, y sea cual sea su pátina, no sólo recibe perpetuamente, eternamente temporalmente, los ataques físicos del tiempo, ataques a cuya consideración estamos acostumbrados por las consideraciones y a menudo por las contemplaciones de todos los filósofos, sino que al mismo tiempo, en todo ese mismo tiempo, recibe perpetuamente, eternamente temporalmente, otros singulares ataques, los ataques, las coronaciones y los destronamientos incesantes, las realizaciones perpetuamente inacabadas, los inacabamientos realmente terminados, realmente adquiridos, realmente obtenidos, los coronamientos perpetuamente incoronados y también los destronamientos perpetua y realmente incoronados de nuestra colaboración perpetua, la de todos nosotros, por muy pequeños que seamos. Este es quizás el mayor misterio del acontecimiento, amigo mío, este es realmente el misterio y el mecanismo mismo del acontecimiento histórico, el secreto de mi fuerza, amigo mío, el secreto de la fuerza del tiempo, el secreto temporal misterioso, el secreto histórico misterioso, el mecanismo mismo temporal, histórico, la mecánica, desmontada, el secreto de la fuerza de la historia, el secreto de mi fuerza y de mi dominación; es por medio de esto, exactamente por medio del juego de este mecanismo, que he establecido mi dominación temporal. Sabes a quién me refiero, amigo mío, cuando hablo de mi dominio temporal, y si está establecido y es bien sólido. Me compensaría del hecho de tener un cero de dominio eterno, como tú has dicho, si toda una eternidad temporal pudiera equilibrar un átomo de auténtica, de real eternidad, de eternidad eterna, si algo temporal pudiera consolarnos. Si esta miseria de dominación eternamente temporal resulta sólida y bien establecida, tú lo sabes. De sobra. Se mantiene por entero por ese simple mecanismo. Por muy duro que sea ese mármol del Pentélico, y sea cual sea su pátina milenaria, amarilla, cálida, rubia, pajiza, dorada, tan dorada por veinticuatro y veintiséis siglos de soles, que es como una costra dorada, como un afloramiento de sol en la superficie de la piedra, como una cristalización superficial de sol, del antiguo sol, en la superficie de esa vieja piedra, ese mármol recibe otros ataques, e incesantemente recibe o incesantemente pierde una patina más. Incesantemente toma e incesantemente pierde pátinas distintas de la pátina física, distintas de la pátina del (viejo) sol. Incesantemente recibe ataques distintos a los ataques físicos de las intemperies. En verdad te digo, yo la historia: Es verdaderamente un escándalo; y es por lo tanto un misterio; y es verdaderamente el mayor misterio de la creación temporal: Que las (más grandes) obras del genio sean así dadas a las bestias (a nosotros, señores y queridos conciudadanos); que para su eternidad temporal sean así perpetuamente dadas, caídas, permitidas, entregadas, abandonadas en semejantes manos, en semejantes pobres manos: las nuestras. Es decir, a  todo el mundo. Por duro que sea ese mármol, las arquitecturas que ha edificado reciben y pierden de nosotros incesantemente, de todo el mundo, otra pátina que la pátina del sol carnal, una pátina nueva; nuestras miradas, nuestras tontas miradas, dejan y retoman incesantemente, ponen y sacan incesantemente en ellas una pátina invisible. Esa pátina que es propiamente la pátina histórica. Nuestras malas miradas, nuestras miradas indignas destronan esos templos. Las buenas miradas, las miradas dignas los recoronarían temporariamente. Complementos, completamente indispensables, se llevarían a cabo. Terminaciones indispensables se llevarían a cabo.

Digo indispensables, porque si no los hacemos nosotros, nadie los hará, nunca. Una buena mirada, una mirada antigua es capaz de completar. Una mala mirada, una mirada bárbara, una mirada moderna, deshace. Una mirada nula, una mirada cero, ninguna mirada en absoluto es en cierto sentido lo peor, la peor mala mirada: porque es la mirada de la desnutrición definitiva, de la desafección final, es la mirada de la abolición eterna, es en fin la mirada de la desintegración del olvido.

CHARLES PÉGUY

Clio. Dialogue de l’histoire et de l’âme païenne – Oeuvres posthumes

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


LA LECTURE

J'ai été malade récemment. Vous le savez : rien de l'histoire ne peut passer inaperçu ; et vous rien de ce qui concerne l'histoire ne peut vous demeurer étranger. Il ne vous est donc point resté étranger qu'il y a huit ou dix mois je fus assez sérieusement malade. Je relus l’IIliade et l’Odyssée, ces livres de ma jeunesse. Mais je les relus comme il faut les lire, à moins que de les lire dans le grec. J'ai assez bien su le grec, au temps de ma jeunesse sage. Mais je ne suis plus au temps de ma toute première jeunesse, et je ne sais même plus le grec comme sous le père Édet. J'ai pris la traduction, à défaut de ce grec. J'ai pris l’Iliade et l’Odyssée dans la traduction (française) la moins savante que j'ai pu trouver; si pervertis que nous soyons, si corrompu que soit devenu notre temps, si arriérés, si barbares que nous soyons (re)devenus, nous modernes, et que nous nous soyons faits, il existe encore, au moins chez les bouquinistes, des traductions qui ne sont pas savantes; (malade je redeviens sincère, et il faut bien que je me repose, que je me délasse, que je me change un peu de mes exercices habituels). (Mes exercices habituels ce sont aussi les traductions savantes, et surtout les éditions savantes. Non, ce que j'en ai fait, des traductions savantes. Ça me connaît aussi, les traductions savants.) Dans la traduction la plus ancienne, la plus innocente, la plus humaine, la plus simple, la plus honnête, la moins prétentieuse, la plus universitaire, ancienne universitaire, une édition, une traduction du bon temps, où Clytemnestre fût appelée bien authentiquement Clytemnestre, Minerve, Minerve, et Ulysse, Ulysse. Une traduction qui ait été donnée le plus souvent comme prix aux distributions de prix, dans les distributions des anciens prix, dans les belles distributions solennelles en province, dans les lycées de province, dans les belles et archaïques préfectures, dans les distributions présidées par monsieur le député de cet arrondissement. J'ai nommé la traduction, l'honorable traduction P. Giguet; Paris, Paulin, libraire- éditeur, rue de Seine, 33, 1844. Quand on a l'honneur d'être malade, et le bonheur d'avoir une maladie qui vous laisse la tête libre, (au moins provisoirement et pour le temps de sa durée propre, car après, et dans le temps dit de convalescence elle se rattrape bien, la gueuse) la jaunisse par exemple, pour prendre un exemple au hasard, la grossièrement dite et vulgairement nommée jaunisse, grossièrement grotesque, le terriblement plus grave et scientifique ictère (grave), qui vous laisse la tête saine, mais qui (heureusement?) vous empêche rigoureusement de travailler, défense rigoureuse du médecin, défense rigoureuse de la nature, c'est alors, et alors seulement, qu'on est le lecteur idéal ; et c'est bien la seule fois qu'on le soit (car ce n'est pas à vous, mon ami, qu'il faut que j'apprenne que la lecture elle-même est une opération, qu'elle est une mise en œuvre, un passage à l'acte, une mise en acte, qu'elle n'est donc point indifférente, nulle, qu'elle n'est point un zéro d'activité, une passivité pure, une table rase); car nous sommes tellement pressés de travail de toute(s) part(s) dans la vie ordinaire, assaillis, assiégés, bloqués des nécessités de l'existence, bourrés de travail, bourrés de scrupules, bourrés de remords, que nous ne lisons plus jamais que pour travailler; quand nous sommes malades, et alors seulement, et seulement de ces sortes de maladies, qui laissent la tête libre et saine, et cependant forcent à garder le lit, et interdisent formellement de travailler, alors par exception, par une sorte de respect, imposé, temporairement, par une sorte de trêve, provisoirement (au lieu qu’il faudrait que ce fût essentiellement) nous redevenons momentanément ce qu’il ne faudrait jamais cesser d’être, des lecteurs; des lecteurs purs, qui lisent pour lire, non pour s’instruire, non pour travailler; de purs lecteurs, comme il faut à la tragédie et à la comédie de purs spectateurs, comme il faut à la statuaire de purs spectateurs, qui d’une part sachent lire et d’autre part qui veuillent lire, qui enfin tout uniment lisent ; et lisent tout uniment; des hommes qui regardent une œuvre tout uniment pour la voir et la recevoir, qui lisent une œuvre tout uniment pour la lire et la recevoir, pour s’en alimenter, pour s’en nourrir, comme d’un aliment précieux, pour s’en faire croître, pour s’en faire valoir, intérieurement, organiquement, nullement pour travailler avec, pour s’en faire valoir, socialement, dans le siècle ; des hommes aussi, des hommes enfin qui sachent lire, et ce que c’est que lire, c’est-à-dire que c’est entrer dans ; dans quoi, mon ami; dans une œuvre, dans la lecture d’une œuvre, dans une vie, dans la contemplation d’une vie, avec amitié, avec fidélité, avec même une sorte de complaisance indispensable, non seulement avec sympathie, mais avec amour ; qu'il faut entrer comme dans la source de l'œuvre ; et littéralement collaborer avec l'auteur ; qu'il ne faut pas recevoir l'œuvre passivement ; que la lecture est l'acte commun, l'opération commune du lisant et du lu, de l'œuvre et du lecteur, du livre et du lecteur, de l'auteur et du lecteur ; comme le spectacle est l'acte commun, l'opération commune de l'œuvre dramatique et du spectateur, de l'auteur dramatique et du spectateur; comme la contemplation de la statue, la représentation de la statuaire est l'acte commun, l'opération commune de l'œuvre et du spectateur, de l'auteur statuaire et du spectateur. Une lecture bien faite, une lecture honnête, une lecture simple, enfin, une lecture bien lue est comme une fleur, comme un fruit venu d'une fleur ; (elle est comme le duvet sur la pêche, disait l'ancien) ; elle est comme un spectacle bien vu, bien regardé ; comme une statue harmonieusement vue, eurythmiquement regardée ; la représentation que nous nous donnons d'un texte est comme la représentation que l'on nous donne d'une œuvre dramatique (et aussi que nous nous donnons) ; elle est comme la représentation que l'œuvre nous donne (et que nous nous donnons aussi) d'une œuvre statuaire; elle n'est pas moins que le vrai, que le véritable et même et surtout que le réel achèvement du texte, que le réel achèvement de l'œuvre ; comme un couronnement ; comme une grâce particulière et coronale; comme une ombelle à l'achèvement d'une tige ; comme un fronton mis sur les colonnes du temple; comme un fronton placé, harmonieusement posé ; comme un fronton mis, placé à l’achèvement du temple; comme une fructification mise et poussée à point; comme une maturation, un point de maturité, une fois posé, une fois choisi, une fois abouti ; comme un complètement ; comme un point rare, unique, singulier ; comme une singularité; comme une réussite ; comme un point une fois obtenu, une fois réussi ; comme une atteinte ; comme une nourriture et un complément et un complètement de nourriture; comme une sorte de complètement d’alimentation et ensemble d’opération. La simple lecture est l’acte commun, l’opération commune du lisant et du lu, de l’auteur et du lecteur, de l’œuvre et du lecteur, du texte et du lecteur. Elle est une mise en œuvre, un achèvement de l’opération, une mise à point de l’œuvre, une sanction singulière, une sanction de réalité, de réalisation, une plénitude faite, un accomplissement, un emplissement ; c’est une œuvre qui (enfin) emplit sa destinée. Elle est ainsi littéralement une coopération, une collaboration intime, intérieure ; singulière, suprême; une responsabilité ainsi engagée aussi, une haute, une suprême et singulière, une déconcertante responsabilité. C’est une destinée merveilleuse, et presque effrayante, que tant de grandes œuvres, tant d’œuvres de grands hommes et de si grands hommes puissent recevoir encore un accomplissement, un achèvement, un couronnement de nous, mon pauvre ami, de notre lecture. Quelle effrayante responsabilité, pour nous. (Et aussi, en un sens, quelle responsabilité pour l’auteur, pour les auteurs, pour ce petit peuple d'auteurs qui forcent ainsi, qui entraînent, qui induisent à la collaboration, ultérieure, à la coopération, temporellement indéfinie, ce grand peuple des lecteurs, au moins ce peuple plus grand, si grand jadis, dont aujourd'hui le nombre diminue tous les jours). C'est ici un jeu cruel du sort, comme on disait, nous dirons un des jeux les plus cruels de la destination temporelle, et qui lui ressemble tout à fait, qui est tout à fait dans son genre et de sa sorte, que nul auteur n'ait temporellement jamais le droit de fermer sa porte, que nulle œuvre ne soit éternellement temporellement jamais close dans aucun atelier; c'est un des mystères les plus inquiétants peut-être de la destination temporelle, un des plus pleins, des plus bourrés d'inquiétude, que nulle œuvre, si achevée soit-elle, et qu'elle nous paraisse, et peut-être qu'elle ait paru à l'auteur son père, nulle œuvre pourtant n'est temporellement si achevée, n'a temporellement si complètement reçu son chef qu'elle ne doive encore en un autre sens (et peut-être au fond en le même sens, car tous les hommes sont hommes, et cet auteur est homme, et nous aussi, petits, nous sommes hommes, et quoi que nous en ayons nous continuons l'auteur même en un sens) être perpétuellement achevée comme inachevée, au titre d'inachevée, qu'elle n'ait à recevoir et qu'elle ne reçoive et qu'elle ne doive recevoir perpétuellement un chef, un couronnement lui-même perpétuellement inachevé. C'est le sort commun de tout le temporel, de l'œuvre même, en ce qu'elle est temporelle. Elle obtiendra toujours, bon gré mal gré, volens nolens, un accomplissement perpétuel, un achèvement, un couronnement perpétuellement éternel, perpétuellement incomplet lui-même, perpétuellement inachevé, que peut-être, que sans doute elle ne demandait pas; à laquelle elle pouvait ne pas tenir; à laquelle généralement elle ne tenait certainement pas ; l'auteur aimant bien, l'ignorant, le sot, le d'avance déçu, — le plus grand génie du monde, — être maître chez lui. Comme si l'homme jamais pouvait être maître chez lui, ni même être chez lui dans aucune maison. Car dans les maisons temporelles il est du jeu même du mécanisme temporel qu'il ne soit jamais chez lui, qu'il n'obtienne, qu'il n'atteigne jamais d'être chez lui; et dans l'autre maison il est dans la maison d'un autre. Vouloir être maître chez soi, avoir même cette imagination, quelle vanité. C'est en vain que le maître a fermé sa porte. Le maître a laissé l'œuvre dans son atelier, mon cher Pierre Laurens, et il a fermé l'oeuvre dans son atelier; et il a fermé son atelier sur son œuvre ; et il a enfin fermé sa porte sur son atelier; et il n'a point laissé la clef sur la porte; voyez, la clef n'est point dans (le trou de) la serrure, nous ne pourrons pas entrer; et la clef n'est point non plus chez le concierge, pendue au tableau ; et l'auteur voudrait bien qu'on lui laisse la paix, il a tant fait pour avoir cette paix, qu'on lui fiche un peu la paix, n'est-ce pas, puisqu'il a fini ; parce qu'il a beaucoup travaillé, pour faire cette œuvre, et qu'il est éreinté; il a mal à la tête; il a l'imagination statuaire foulée aux pieds comme un sentier que lui-même il aurait rebattu ; non seulement il n'en peut plus, ce qui ne serait rien, et est trop naturel, mais il n'en veut plus. Et il ne veut plus en entendre parler. Et la mort est venue, la dernière femme de ménage. La mort vient. Elle a donc fait le ménage ; pour la dernière fois elle a balayé le plancher, elle a mis en ordre les œuvres. Elle a aussi mis en ordre l'auteur. Elle a rangé les œuvres. Elle a aussi rangé l'auteur et son imagination statuaire piétinée. Pour la dernière fois elle a épousseté, elle a classé les œuvres. Elle a aussi classé l'auteur. Pour la première et pour la dernière fois. Pour cette seule fois. Pour la dernière fois elle a fermé l'atelier sur l'œuvre et la porte sur l'atelier. Elle a aussi fermé sur l'auteur la lame, la porte et la pierre du tombeau,

Et tôt serons étendus sous la lame.

Et elle n'en a laissé aucune clef temporelle. Et l'auteur voudrait bien jouir (en paix) d'une paix qu'il croit avoir gagnée. L'auteur voudrait goûter, l'auteur voudrait se nourrir du repos de la paix éternelle. Décevance: dans cet atelier fermé nous sommes tous perpétuellement toujours : une mauvaise lecture d'Homère a un retentissement sur et dans l'œuvre, sur et dans l'auteur. Et une mauvaise lecture d'Homère est toujours tout ce qu'il y a de plus possible, tout ce qu'il y a de plus facile, tout ce qu'il y a de le plus dans nos moyens. On le sait de reste et on ne s'en fait pas faute. Une mauvaise lecture d’Homère de nous découronne en un certain sens et d'une certaine sorte et pour une certaine part, pour un fragment, proportionné, découronne d'autant l'homme et l'œuvre; une bonne lecture le (re)couronne(rait). Une mauvaise lecture de nous d'Homère, enfin d'Homère par nous, le redécouronne. Et c'est ainsi, un perpétuel, un temporellement éternel va-et-vient, un achèvement qui n'est lui-même jamais achevé, un désachèvement qui lui-même est le seul qui puisse peut-être s'achever, car c'est ici l'ordre du temporel, et c'en est la loi, c'est (ici) le mécanisme même du temporel que dans cet ordre, dans cet acte commun, dans cette opération commune du lisant et du lu, de l'auteur et du lecteur, du texte et du lecteur, les achèvements, les couronnements, les augments, les incréments ne sont jamais assis, éternellement acquis, irrévocablement posés. Et au contraire les dégradations, les déperditions, les décroissances peuvent être, devenir acquises, être assises, être acquises, éternelles, temporellement éternelles, posées, irrévocables. C'est la loi même, le jeu, le fonctionnement du mécanisme temporel. Les valeurs positives ne peuvent point s'y ajouter imperturbablement, en toute sécurité, indéfiniment, perpétuellement ni surtout irrévocablement. Les valeurs négatives au contraire peuvent (se retrancher) s'y ajouter indéfiniment, imperturbablement, en toute sécurité, perpétuellement, irrévocablement, irréparablement. Les valeurs d'accroissance, d'accroissement, de couronnement ne sont jamais sûres de leur accroissement. Les valeurs de décroissance, de décroissement, de découronnement peuvent être, peuvent devenir sûres du découronnement et de la décroissance. Toutes les bonnes lectures d'Homère ne feront pas que ce texte, ne feront pas que l’Iliade et l’Odyssée reçoivent un couronnement impérissable. Trop de mauvaises lectures peuvent avilir, peuvent mutiler littéralement un texte, peuvent comme désorganiser ce texte de telle sorte que le monument même qu'il constitue puisse périr, périsse irrévocablement. Ici les pertes sont acquises, et les gains ne le sont pas, ne le peuvent pas être. C'est la loi commune, générale, de tout le temporel. Si dur que soit ce marbre du Pentélique, non seulement il a reçu et perpétuellement il recevra les atteintes physiques du temps, que les philosophes nous ont habitués à considérer, mais il a reçu et perpétuellement il recevra les atteintes non moins graves, les couronnements et les découronnements, les accroissements et les déchets de la collaboration de tous ceux qui sont dans le temps. Et il n'y a point à se sauver par l'indifférence et l'indifférent et le zéro de lecture pour échapper à choisir entre la bonne et la mauvaise lecture et notamment pour échapper à la mauvaise lecture. Car cet ordre, de cette collaboration, qui est un ordre particulier de l’ordre général de la vie, comme généralement l’ordre de la vie, particulièrement n'admet pas le zéro, l'indifférent, l'indifférence, le nul enfin, le ni l'un ni l'autre, le entre deux. Il n'admet pas le neutre. Un zéro de lecture d'une œuvre en est en un sens le découronnement suprême. En ce sens un zéro de lecture peut en être, en est assurément la plus mauvaise lecture. À la limite. Elle peut faire, elle fait assurément à l’œuvre l’atteinte la plus mortelle. Car elle ouvre la porte à l’oubli, à la désuétude ; non seulement à la déshabitude, mais à la dénutrition. Car il s’agit ici de nourriture et d’une alimentation perpétuelle, non, nullement d’une inhumation, d’un recensement, d’un inventaire fait une fois pour toutes. D’un registre funéraire. Puisqu’il s’agit ici généralement de temporel, particulièrement d’une collaboration, d’une opération commune perpétuelle et perpétuellement temporelle. Si dur que soit ce marbre du Pentélique et quelle qu’en soit la patine, non seulement il reçoit perpétuellement, éternellement temporellement, les atteintes physiques du temps, atteintes à la considération desquelles nous sommes habitués par les considérations et souvent par les contemplations de tous les philosophes, mais en même temps, dans tout ce même temps il reçoit perpétuellement, éternellement temporellement, d’autres singulières atteintes, les atteintes, les couronnements et les découronnements incessants, les achèvements perpétuellement inachevés, les inachèvements réellement achevés, réellement acquis, réellement obtenus, les couronnements perpétuellement incouronnés et les découronnements perpétuellement et réellement incouronnés aussi de notre collaboration perpétuelle à tous tant que nous sommes, tout petits que nous sommes. C’est ici le plus grand mystère peut-être de l’événement, mon ami, c’est ici proprement le mystère et le mécanisme même de l'événement, historique, le secret de ma force, mon ami, le secret de la force du temps, le secret temporel mystérieux, le secret historique mystérieux, le mécanisme même temporel, historique, la mécanique, démontée, le secret de la force de l'histoire, le secret de ma force et de ma domination; c'est par là, exactement par le jeu de ce mécanisme, que j'ai assis ma domination temporelle. Vous savez qui je veux dire, mon ami, quand je parle de ma domination temporelle, et si elle est assise et bien solide. Elle me compenserait de ce que j'ai un zéro de domination éternelle, vous l'avez dit, si toute une éternité temporelle pouvait balancer un atome de véritable, de réelle éternité, d'éternité éternelle, si rien de temporel pouvait nous consoler. Si cette misère de domination éternellement temporelle est solide et bien assise, vous le savez. De reste. Elle tient toute par ce simple mécanisme. Si dur que soit ce marbre du Pentélique et quelle qu'en soit la patine séculaire, jaune, chaude, blonde, paille, dorée, de vingt-quatre et de vingt-six siècles de soleils dorée, qu'elle en est comme une croûte dorée, comme un affleurement de soleil à la surface de la pierre, comme une cristallisation superficielle de soleil, de l'antique soleil, à la surface de cette vieille pierre, ce marbre reçoit d'autres atteintes, et il reçoit incessamment ou incessamment il perd une autre patine. Incessamment il prend et incessamment il perd des patines autres que la patine physique, autres que la patine du (vieux) soleil. Incessamment il reçoit des atteintes autres que les atteintes physiques des intempéries. En vérité je vous le dis, moi l'histoire: C'est vraiment un scandale ; et c'est donc un mystère ; et c'est vraiment le plus grand mystère de la création temporelle : Que les (plus grandes) œuvres du génie soient ainsi livrées aux bêtes (à nous messieurs et chers concitoyens) ; que pour leur éternité temporelle elles soient ainsi perpétuellement remises, tombées, permises, livrées, abandonnées en de telles mains, en de si pauvres mains: les nôtres. C'est-à-dire tout le monde. Si dur que soit ce marbre, les architectures qu'il a édifiées reçoivent et perdent de nous incessamment, de tout le monde, une autre patine, que la patine du soleil charnel, une patine nouvelle; nos regards, nos sots regards y laissent et y reprennent incessamment, y mettent et y regrattent sans cesse une patine invisible. C'est cette patine qui est proprement la patine historique. Nos mauvais regards, nos regards indignes découronnent ces temples. Des bons regards, des regards dignes les recouronneraient temporairement. Des compléments, des complètements indispensables se feraient. Des achèvements indispensables se feraient.

Je dis indispensables, car si nous ne les faisons pas, nul ne les fera, jamais. Un bon regard, un regard antique achève. Un mauvais regard, un regard barbare, un regard moderne désachève. Un regard nul, zéro regard, pas de regard du tout est en un sens le plus mauvais, le pire mauvais regard : car c'est le regard de la dénutrition définitive, de la désaffection finale, c'est le regard de l'abolition éternelle, c'est enfin le regard de la désintégration de l'oubli.




jueves, 15 de diciembre de 2022

Rainer Maria Rilke y José María Valverde: El ángel

 

DER ENGEL


Mit einem Neigen seiner Stirne weist 

er weit von sich was einschränkt und verpflichtet; 

denn durch sein Herz geht riesig aufgerichtet 

das ewig Kommende das kreist. 


Die tiefen Himmel stehn ihm voll Gestalten, 

und jede kann ihm rufen: komm, erkenn -. 

Gieb seinen leichten Händen nichts zu halten 

aus deinem Lastenden. Sie kämen denn 


bei Nacht zu dir, dich ringender zu prüfen, 

und gingen wie Erzürnte durch das Haus 

und griffen dich als ob sie dich erschüfen 

und brächen dich aus deiner Form heraus.

RAINER MARIA RILKE


El ÁNGEL


Con sólo un gesto de su frente aleja

de sí lo que limita y lo que obliga,

pues por su corazón pasa, gigante,

girando, lo que viene eternamente.


El cielo está para él lleno de formas

que le pueden llamar: ven, reconóceme.

Nada des de tus cargas a aliviar

a sus manos ligeras. Pues vendrían


de noche a ti, a probarte en el combate,

e irían por la casa como furias,

cogiéndote como si te crearan,

arrancándote fuera de tu forma.

Versión de JOSÉ MARÍA VALVERDE


 

sábado, 26 de noviembre de 2022

Elizabeth Bishop y Octavio Paz: Visitas a St. Elizabeth

VISITS TO ST. ELIZABETH'S

1950

 

This is the house of Bedlam.

 

This is the man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is the time

of the tragic man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a wristwatch

telling the time

of the talkative man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a sailor

wearing the watch

that tells the time

of the honored man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is the roadstead all of board

reached by the sailor

wearing the watch

that tells the time

of the old, brave man

that lies in the house of Bedlam.

 

These are the years and the walls of the ward,

the winds and clouds of the sea of board

sailed by the sailor

wearing the watch

that tells the time

of the cranky man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a Jew in a newspaper hat

that dances weeping down the ward

over the creaking sea of board

beyond the sailor

winding his watch

that tells the time

of the cruel man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a world of books gone flat.

This is a Jew in a newspaper hat

that dances weeping down the ward

over the creaking sea of board

of the batty sailor

that winds his watch

that tells the time

of the busy man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a boy that pats the floor

to see if the world is there, is flat,

for the widowed Jew in the newspaper hat

that dances weeping down the ward

waltzing the length of a weaving board

by the silent sailor

that hears his watch

that ticks the time

of the tedious man

that lies in the house of Bedlam.

 

These are the years and the walls and the door

that shut on a boy that pats the floor

to feel if the world is there and flat.

This is a Jew in a newspaper hat

that dances joyfully down the ward

into the parting seas of board

past the staring sailor

that shakes his watch

that tells the time

of the poet, the man

that lies in the house  of Bedlam.

 

This is the soldier home from the war.

These are the years and the walls and the door

that shut on a boy that pats the floor

to see if the world is round or flat.

This is a Jew in a newspaper hat

that dances carefully down the ward,

walking the plank of a coffin board

with the crazy sailor

that shows his watch

that tells the time

of the wretched man

that lies in the house of Bedlam.

 

1957

ELIZABETH BISHOP

 

 

VISITAS A ST. ELIZABETH

1950

Esta es la casa de los locos.

 

Éste es el hombre

que está en la casa de los locos.

 

Éste es el tiempo

del hombre trágico

que está en la casa de los locos.

 

Este es el reloj-pulsera

que da la hora

del hombre locuaz

que está en la casa de los locos.

 

Éste es el marinero

que usa el reloj

que da la hora

del hombre tan celebrado

que está en la casa de los locos.

 

Ésta es la rada hecha de tablas

adonde llega el marinero

que usa el reloj

que da la hora

del viejo valeroso

que está en la casa de los locos.

 

Éstos son los años y los muros del dormitorio,

el viento y las nubes del mar de tablas

navegado por el marinero

que usa el reloj

que da la hora

del maníaco

que está en la casa de los locos.

 

Este es un judío con un gorro de papel periódico

que baila llorando por el dormitorio

sobre el mar de tablas rechinantes

más allá del marinero

que da cuerda al reloj

que da la hora

del hombre cruel

que está en la casa de los locos.

 

Éste es un universo de libros desinflados.

Éste es un judío con un gorro de papel periódico

que baila llorando por el dormitorio

sobre el rechinante mar de tablas

del marinero ido

que da cuerda al reloj

que da la hora

del hombre atareado

que está en la casa de los locos.

 

Este es un muchacho que golpetea el piso

por ver si el mundo está allí y si es plano

para el viudo judío con un gorro de papel periódico

que baila llorando por el dormitorio

valsando sobre una tabla ondulada

cerca del marinero mudo

que oye el reloj

que puntúa las horas

del hombre fastidioso

que está en la casa de los locos.

 

Éstos son los años y los muros y la puerta

que se cierra sobre un muchacho que golpetea el piso

para saber si el mundo está allí y si es plano.

Éste es un judío con un gorro de papel periódico

que baila alegremente por el dormitorio

en los mares de tablas que se van

más allá del marinero de los ojos en blanco

que sacude el reloj

que da la hora

del poeta, el hombre

que está en la casa de los locos.

 

Éste es el soldado que vuelve de la guerra.

Éstos son los años y los muros y la puerta

que se cierra sobre un muchacho que golpetea el piso

para saber si el mundo es plano o redondo.

Éste es un judío con un gorro de papel periódico

que baila con cuidado por el dormitorio

caminando sobre la tabla de un ataúd

con el marinero chiflado

que muestra el reloj

que da la hora

del desdichado

que está en la casa de los locos.

Versión de OCTAVIO PAZ

Versiones y diversiones, México, 1973.




viernes, 25 de noviembre de 2022

Johannes Nider y Mosén Oja Timorato: De los maleficios y los demonios. Velada quinta

Presentación

Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy apreciada en su tiempo.

También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.

Carlista, católico ultramontano, o integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.

La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.

Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los  Machado.

VELADA QUINTA

CAPÍTULO IV

Las hormigas que carecen de alas, o que salen demasiado al público, son muertas fácilmente por otros animales; pero las aladas se elevan para no ser presa de sus enemigos[1].

Entiéndense por alas las virtudes, porque por ellas se obtiene mucho bien; por lo cual dice Ezequiel: «y arrebatóme el espíritu, y oí detrás de mí una voz muy estrepitosa que decía: Bendita sea la gloria del Señor que se va de su lugar. Y oí el ruido de las alas de los animales, de las cuales la una batía con la otra, y el ruido de las ruedas que seguían a los animales, y el ruido de su grande estruendo.»

Así expone esto San Gregorio en el libro XXIV de sus Morales: «¿Qué  debemos entender por alas de animales, sino las virtudes de los santos, que cuando desprecian las cosas terrenas, vuelan a las celestiales? Y por eso se dice rectamente por Isaías: ‘Los que confíen en el Señor mudarán la fortaleza, tomando alas como águilas’. Los animales que vuelan, a veces se hieren con sus alas; y las mentes de los santos, consideradas en cuanto apetecen las cosas superiores, se excitan mutuamente con diferentes virtudes. Aquel me hiere con su ala que me incita a lo mejor con el ejemplo de su propia santidad, y hiero con mi ala al vecino, cuando manifiesto alguna buena obra para que se incite.»

Pero aquellas hormigas monjas, que no están aladas con las plumas de las virtudes, o que salen con frecuencia incautamente de su casa, esto es de la Iglesia católica, cayendo en la perfidia, son devoradas por los osos fácilmente, pudiéndose entender por osos los maléficos y nigrománticos, como sucedió a aquellos simples muchachos, que saliendo de casa de sus padres y burlándose de Eliseo, fueron devorados por los osos, según se refiere en el libro IV de los Reyes.

Perezoso. — Ya que has mencionado a los nigrománticos, dime si se diferencian de los maléficos, y si así es, cuáles son sus obras.

Teólogo. —Llámanse propiamente nigrománticos los que ostentan con ritos y supersticiones que pueden levantar de sus sepulcros a los muertos, para que digan las cosas ocultas; cual lo fue en otro tiempo aquella Pitonisa, a quien rogó Saúl que hiciese aparecer a Samuel, para que le dijese el éxito que tendría la guerra, cual lo fue también el malvado Simón Mago, que, atribuyéndose más poder que el que tenía el príncipe de los Apóstoles, fingió que había resucitado a un difunto.

Pero comúnmente aquellos se dicen nigrománticos, que por pacto con los demonios predicen las cosas futuras, o que por revelación del demonio manifiestan algunas ocultas, o que dañan a sus prójimos con maleficios, y muchas veces son dañados por los demonios.

Hubo, y hoy vive en Viena, en el Monasterio dicho ad Scotos, el hermano, de quien en el capítulo anterior dije que era de la Orden de San Benito, el cual, cuando estaba en el siglo, era famosísimo nigromántico, porque tuvo de los demonios libros de nigromancia y vivió mucho tiempo, conforme a ellos, bastante miserable y disolutamente. Tuvo una hermana, virgen muy devota de la Orden de los Penitentes, por cuyas oraciones creo que fue él sacado de las fauces del demonio. Fue compungido, a los monasterios reformados de varios puntos, pidiendo se le concediese el hábito de la santa conversión; mas, como era de gigantesca estatura y de terrible aspecto, y conocido como el primero, respecto a maleficios y cosas de joglar, apenas había quien le diese crédito. Admitido, por fin, en el monasterio antes dicho, al ingresar mudó de nombre y de vida, llamándose Benedicto; y de tal manera aprovechó en la regla del Santo Padre Benito, que a los pocos años, hecho espejo de la religión, fue elegido prior, y habiendo partido a Ambona para asuntos seculares, se captó las voluntades del pueblo con sus sermones. Éste, pues, siendo aún novicio, según él mismo me contó, sostuvo muchas vejaciones de los demonios, a quienes había dejado. Se confesó un día sacramentalmente, vomitando el virus de su perversa vida con la esperanza del perdón; y llevando la noche siguiente una lucerna en la mano, sintió la presencia del demonio, que con violento ímpetu, hizo que se cayese la lucerna al suelo, y la emprendió con él a golpes. Pero el soldado de Cristo venció la tiranía de aquel oso, porque ya había tomado las alas de las virtudes por las que, con sagradas oraciones, se libró de la boca de la bestia.

Además, según oí, a dicho juez Pedro, en el territorio de Berna y en los lugares a él cercanos, hace sesenta años, fueron practicados por muchos los referidos maleficios, de los cuales fue el principal autor un tal llamado Escalio, el cual se atrevió a gloriarse públicamente de que cuando quisiera podía convertirse en ratón a los ojos de todos sus émulos y deslizarse de las manos de sus enemigos, como en efecto se dice que se escapó así muchas veces. Mas cuando la justicia divina quiso poner término a su malicia, hallándose sentado cerca de una ventana, los que le acechaban entraron por ella inopinadamente, y cuando él menos lo temía, y murió miserablemente a los golpes de las lanzas y de las espadas. Dejó, sin embargo, sus malas artes a un su discípulo llamado Hoppo, e  hizo maestro en maleficios al referido Staedelin.

Supieron estos dos, siempre que quisieron llevarse del campo ajeno al suyo, granos, heno y otras cosas, sin que nadie los viese, promover grandes granizadas y nocivos vientos, arrojar a los niños, en presencia de sus padres, al agua, cerca de la cual andaban, hacer estériles a los hombres y a los animales, dañar a los demás en sus bienes y en sus cuerpos, emitir de sí pestilentísimos olores cuando iban a ser cogidos, hacer frenéticos a los caballos, cuando tenían el pie a los que los montaban, los cuales creían que eran trasportados por los aires de un lugar a otro, hacer temblar las manos y los ánimos de los que los cogían; manifestar a otros cosas ocultas, predecir las futuras, ver las ausentes, como si estuvieran presentes, matar a veces con un rayo; y supieron, en fin, hacer otras cosas pestíferas donde y cuando la justicia de Dios permitió que se hiciesen.

Perezoso. —Dos cosas quisiera saber aquí. Primera, si los demonios y sus discípulos pueden hacer los maleficios que has dicho en rayos, tormentas y otras cosas semejantes, de lo cual dudan algunos; y segundo, si confesaban aquellos miserables cuáles eran las obras divinas con que se impedían aquellas maquinaciones.

Teólogo. — A la primera te respondo, que sin duda pueden; pero permitiéndolo Dios. Así vemos, que, recibida de Dios la potestad, al instante el demonio hizo que los Sabeos quitasen a Job los bueyes y los jumentos, que el fuego consumiese las ovejas del mismo y aun a los pastores, que los Caldeos se llevasen los camellos, pasando a cuchillo a los que los guardaban, que los hijos pereciesen bajo los escombros de una casa, y que el mismo Job fuese ulcerado desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza. Por lo cual el Santo Doctor dice: «Preciso es confesar que, permitiéndolo Dios, pueden los demonios perturbar los aires, concitar los vientos y hacer que caiga fuego del cielo. Aun cuando la naturaleza corpórea no obedece a la voluntad de los ángeles buenos ni malos, para recibir forma, sino sólo a Dios criador, sin embargo, en cuanto al movimiento local, la naturaleza corporal es nacida para obedecer a la espiritual, como lo vemos en el hombre, pues al sólo imperio de la voluntad se mueven los miembros para ejecutar lo que ella dispone. Cualesquiera cosas por consiguiente, que pueden hacerse con sólo el movimiento local, las pueden hacer por natural virtud tanto los ángeles buenos, como los malos, a no ser que divinamente se prohíba; es así que los vientos, las lluvias y otras semejantes perturbaciones del aire pueden hacerse por el sólo movimiento de los vapores exhalados de la tierra y el agua; luego para procurar tales cosas basta la natural virtud del demonio». Hasta aquí Santo Tomás.

Suele Dios castigar con los males correspondientes a nuestros pecados, valiéndose para ello de los demonios, como de sus atormentadores o ministros de tormentos; y por eso dice la glosa sobre aquellas palabras del salmo 104: Hizo venir el hombre sobre la tierra y destruyó todo sustento. «Dios permite estos males por medio de los ángeles malos, que son los destinados a tales cosas. Llama, pues, al hambre, esto es, al ángel destinado a causar mal por el hambre

Finalmente, en cuanto a la segunda duda, conocerás que se puede contrarrestar a los maléficos de muchas maneras; pues así lo confiesan muchos en los tormentos, algunos con dificultad, y otros espontáneamente. Y en cuanto en suma pude colegir de las palabras del mencionado Pedro, cinco medios hay para impedir las obras maléficas, a veces en todo, a veces en parte, a veces el que se hagan en la persona de uno, o en sus amigos; y esos cinco medios son: guardar íntegra la fe o los preceptos de Dios en caridad, armarse con la señal de la cruz y con la oración, reverenciar los ritos y ceremonias de la Iglesia, administrar bien la justicia pública, y repasar verbal o mentalmente la pasión de Cristo.

Del primero y segundo me refirió Pedro los siguientes ejemplos, que había él oído de los maléficos.

«Conocí, dijo uno, a cierto simple, que vino a pedirme que privase de la vida a su enemigo o le dañase en su cuerpo con un rayo, o de otra manera. Llamé  al Maestrillo, esto es, al demonio, el cual me respondió, que ni una ni otra cosa podía hacer. Tiene, dijo, buena fe, y se defiende diligentemente con la señal de la cruz; por lo tanto, no en el cuerpo, sino en la undécima parte de sus frutos del campo, si se quiere, le podré  dañar

Conocí a cierta virgen veterana, que se llamaba Seriosa, en los confines de la diócesis de Constancia, madre y espejo de todas las vírgenes del pueblo, la cual tenía gran confianza en el signo de la cruz y en la pasión de Cristo, vivía en un miserable tugurio de una aldea pobre y pobre ella misma voluntariamente, en una tierra donde se sabe que algunas veces tenían lugar bastantes maleficios. Un amigo suyo fue dañado en un pie con grave maleficio, de que por arte ninguno podía sanar. Después de aplicados muchos remedios, visitó dicha virgen al enfermo, quien le pidió que aplicase al pie alguna bendición, a lo que ella accedió, y silenciosamente aplicó la oración dominical y el símbolo de los apóstoles, con repetidos signos de la vivificadora Cruz. Sintiéndose el paciente curado en aquel instante, quiso saber, para lo sucesivo, qué  clase de versos había aplicado la virgen, y ésta le dijo: «vos, por debilidad o por mala fe, no os adherís a los ejercicios aprobados por la Iglesia, y aplicáis frecuentemente a vuestras enfermedades versos y remedios prohibidos, que, sin obrar en el cuerpo sino rara vez, perjudican a vuestra alma; pero, si confiaseis en la eficacia de las oraciones y de los signos lícitos, muchas veces sanaríais. Nada os he aplicado más que la oración dominical y el símbolo de los Apóstoles, y ya estáis curado».

Consta además, por confesión de los maléficos, que son vencidos sus maleficios con los ritos de la Iglesia, guardados y venerados, como por la aspersión del agua bendita, la toma de la sal consagrada, el uso lícito de las luces y palmas consagradas en los días de la Purificación y de Ramos, y por otros semejantes; porque la Iglesia exorciza estas cosas, para que disminuyan las fuerzas del demonio.

De la justicia pública dicen todos los maléficos, y lo dice la experiencia también, que en el mismo instante en que aquellos son cogidos por los oficiales de justicia de la república, queda enervada toda su potestad. Por lo cual; como muchas veces el dicho juez Pedro quisiese coger, por medio de sus criados, al citado Staedelin, tanto hedor percibieron, que no se determinaron a acometerle; y diciéndoles el juez que le echasen mano, pues, tocado por la justicia, al instante perdería todas sus fuerzas, hiciéronlo así, y quedo probado el dicho del juez.

Éste mismo refirió lo siguiente: «Habiendo cogido a Staedelin, que había dañado gravemente con granizos, causado hambre, y ocasionado con rayos muchas devastaciones, le pregunté  cuál era la verdad en esto, y me contestó: ‘Procuro con facilidad los granizos; pero no puedo dañar a mi arbitrio sino a aquellos que están destituidos del auxilio divino: los que se defienden con la señal de la cruz, no morirán con mi rayo’. Y preguntándole luego que cómo procedía para concitar las tempestades y granizos, dijo: ‘En primer lugar invocamos en el campo al príncipe de todos los demonios, para que nos envíe a uno de los suyos; después, viniendo cierto demonio, inmolamos un pollo negro, tirándolo a lo alto, y tomado por el demonio obedece éste al instante y concita el viento, arrojando rayos y granizos, no siempre a los lugares por nosotros designados, sino donde el Dios vivo lo permite’. Preguntéle, por tercera vez, si podían remediarse de alguna manera tales tempestades concitadas por los maléficos y por los demonios, y respondió: ‘Pueden remediarse, pronunciando estas palabras: Os conjuro, granizos y vientos, por los tres divinos clavos, que taladraron las manos y los pies de Cristo, y por los cuatro santos Evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, para que descendáis resueltos en agua’ ».

Ya aparece de lo dicho que la sabiduría y clemencia de Dios, dispone suavemente los maleficios de los hombres pésimos y de los demonios, de tal manera que cuando busquen con su perfidia el disminuir y enfermar el reino y la fe de Cristo, se afirmen uno y otra y echen mayores raíces en el corazón de muchos. Pueden venir a los fieles muchas utilidades de los males referidos, porque así se robustece la fe, se ve la malicia del demonio, se manifiestan la misericordia y potestad divinas, miran los hombres por guardarse y se acercan a la reverenda pasión de Cristo y a las ceremonias de la Iglesia.

M. —No pasa de aquí el capítulo cuarto; y ya que en él se habla de las tempestades concitadas por los demonios a ruego de los maléficos, voy a referirles a ustedes un caso que he leído en el Martillo, que no deja de ser gracioso.

Cuentan los autores de aquel prodigioso libro, que en una ciudad próxima a las orillas del Rin había una maléfica que era sumamente odiosa a sus convecinos; y como no hubiese sido convidada a ciertas bodas, a que lo habían sido casi todos los del pueblo, quiso, indignada, vengarse de tamaño desaire. Al efecto, llamó al diablo, le contó su cuita y le pidió hiciese caer una granizada sobre los que en las bodas se encontraban. Accedió el demonio a la petición de su devota, a quien elevó y llevó por los aires hasta un monte inmediato a la ciudad, en cuya cumbre la depositó. Luego que ella se vio en el suelo hizo un hoyo, donde vertió agua, y con el dedo empezó a revolver el líquido a presencia del mismo demonio, el cual, elevando el vapor que de tal laboratorio salía y convirtiéndolo en grueso granizo, lo arrojó sobre los que, muy alegres y contentos, cantaban y bailaban en las bodas. Estos, al grito de «sálvese el que pueda,» se dispersaron en completa derrota llevando a su casa la cabeza llena de los golpes con que el granizo los había atormentado.

Discurriendo sobre tan extraño suceso, todos sospechaban de la maléfica, hasta que por la declaración de unos pastores que casualmente se hallaron en el monte cuando se confeccionó la tormenta, y tuvieron ocasión de ver sin ser vistos el diabólico artificio, las sospechas se convirtieron en evidencia; por lo cual, y por otras habilidades por el estilo que se averiguaron, a aquella infernal mujer, la llevaron al quemadero, donde pagó todo lo que debía a la justicia humana, partiendo al tribunal donde la divina se administra.

R. —Siento que no se haya detenido Fray Juan Nyder en decir algo sobre los llamados propiamente nigrománticos , y en especial sobre el suceso de la Pitonisa de Endor, que, aun cuando nunca me lo he podido explicar satisfactoriamente, siempre he creído que no debe entenderse tal como suena.

M. —Pues procuraré  suplir en esta parte el silencio del autor con algo de lo que en otros he leído.

Uno dice: «El evocar las almas de los muertos, para que digan las cosas ocultas y futuras llamábase nigromancia, y es muy antigua. Este arte tuvo origen del error de aquellos que creían que las almas existían desde la eternidad y eran partícipes de la sustancia divina, y libres del cuerpo, como que conseguían la divinidad; por lo cual los romanos y los hebreos creían que, no con lamentos, sino con himnos y cánticos se habían de celebrar las defunciones. Mas como dicho fundamento sea falso, ni está en potestad de las almas el aparecer cuando quieran, de aquí es que no son las almas de los muertos las que aparecen, sino los demonios».

Prohíbe el canon XIV del concilio iliberitano el que se enciendan cirios en los cementerios porque no deben inquietarse los espíritus de los santos, y con ocasión de esto, dice un escritor: «Obsérvese que no se prohíben los cirios dentro de las iglesias, en las cuales, ni en tiempo del concilio iliberitano, ni en los siguientes se permitía enterrar los cuerpos de los fieles, sino sólo en los cementerios. Porque este canon no prohíbe las ceremonias del culto divino, sino los prestigios de la nigromántica impiedad y de la adivinación demoníaca de que usaban muchos, género de víboras nacidas de la escuela de Simón Mago y de sus discípulos Basílides, Menandro y Saturnino, de la que surgió en España la diabólica propagación de los priscilianistas, dados a las encantaciones y adivinaciones. En los mismos sacrilegios consistía la curiosa evocación de los muertos por medio de los demonios, de quienes, como de oráculos, decían que se podían saber los más ocultos misterios y los sucesos futuros. Las sagradas historias de los Reyes refieren que el infelicísimo rey Saúl, el día antes de su muerte y de aquel funesto conflicto con los filisteos, sintiéndose abandonado de Dios y que a él y a los suyos amenazaban grandes peligros, salió de los reales en una noche tempestuosa y fue a Endor a pedir a una pitonisa que evocase el alma de Samuel, para saber por sus respuestas la suerte que le esperaba. De Apión escribe Plinio que evocó los manes de Homero, para que le dijesen cuál era su patria y otras cosas vanas y de ninguna importancia, sin atreverse después a manifestar lo que le hubiesen respondido. De Apolonio de Tiana, escribe Filostrato, que fue al sepulcro de Aquiles y evocó sus manes, para que se le presentase a la vista la imagen de aquel héroe tal cual había sido en vida. Cuenta Tertuliano que los nosamonas, según las historias de Heraclido, Nynfodoro y Herodoto, acostumbraban consultar a los oráculos, pernoctando junto al sepulcro de sus padres. Lo mismo dice de los celtas, citando a Nicandro. Enseña que las imágenes de los muertos, aparecidos a estos evocadores, en manera alguna son las almas de los difuntos, sino vanos espectros, con que el demonio fascina su vista. Añade el mismo Tertuliano que no fue el alma de Samuel la que apareció a Saúl, sino su mentida efigie, y que no fueron en realidad convertidas en serpientes las varas de los magos de Faraón, sino que los demonios las hicieron aparecer tales, fascinando al efecto los ojos de los que estaban presentes. Finalmente, los santos, que este canon dice, que no se han de inquietar, deben entenderse los mismos fieles, a quienes las sagradas escrituras suelen muchas veces significar con el nombre de santos, como hace también frecuentísimamente el apóstol San Pablo en sus epístolas».

M. —Es interesantísimo un diálogo de San Cirilo sobre esta materia; y aunque no todo, porque es bastante largo y ya se va acercando la hora de nuestra retirada, creo que no ha de pesar a ustedes el oír alguna parte de él. Es como sigue.

«Pal. —¿Quién vendría a tal grado de demencia que creyese que los ventrílocuos y encantadores que vaticinan de los muertos, hacen semejantes portentos por medio de Dios, que por su ley condenó al último suplicio a los que a estas cosas se aplican? Entonces sucedería que iba contra sus propias leyes.

»Cir. —Piensas perfectamente. Pero ¿juzgaremos, por ventura, que las almas de los santos son tan abyectas y de ningún precio, o más bien que han venido a tal miseria, que estén sujetas a los malos e  inmundos espíritus, a cuyo arbitrio sean llevados de aquí para allí? El libro del Apocalipsis, que San Juan nos escribió y los santos Padres aprobaron, manifiestamente afirma que las almas de los santos se miran ante el mismo altar divino. Si, pues, las arrebatan de las mansiones celestes y de los sacratísimos lugares, e  impunemente, sin que ninguno se oponga, las llevan a otra parte, se sigue que el cielo está franco a todos los demonios y verosímilmente les esta abierta a éstos la puerta del paraíso, cediendo ante ellos la espada de fuego, y que no sólo les esta libre la entrada y la salida, sino que también pueden sacar a su arbitrio a los que están dentro. Pero ¿no es esto arrancar la esperanza en Cristo y constituir a los santos en cierta vida miserable?

»Pal. —Así parece.

»Cir. —Ninguna duda cabe. Mas si después que nos hemos separado de los vivos y nos hemos asociado a Cristo, hemos de venir a estar bajo la potestad de espíritus enemigos, irrita nuestra fe, según la escritura, y nadie después dejaría de juzgar que valía incomparablemente más el que nuestra alma estuviese siempre en el cuerpo y no se asociase a Cristo; y, lo que es más grave e  intolerable: cuando aún gozamos de esta vida mortal, ningún derecho tiene sobre nosotros el diablo, antes bien pisamos sobre serpientes y escorpiones, y sobre toda potestad del enemigo, según la voz del Salvador; pero después, cuando merecemos reunidos con Cristo, ¿cómo hemos de estar en peor lugar? El cómo Él mismo lo dice con estas palabras: ‘Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán en el siglo, ni nadie las arrebatará de mis manos. Mi padre que me las dio es superior a todos, y nadie arrebatará cosa alguna de la mano de mi padre’. ¿Y engañaría acaso a los que pelean por su fe en Cristo el sapientísimo Pedro, que escribe así?: ‘Por tanto, aquellos mismos que padecen por la voluntad de Dios, encomienden por medio de las buenas obras sus almas al Criador, el cual es fiel’. Si, pues, Satanás hace fuerza al alma encomendada a Dios, llevándola donde quiere, ¿cómo se ha de creer preferida el alma del santo, al ser puesta como en depósito ante Dios? Es, pues, necio delirio el creer que el alma del profeta fue verdaderamente sacada de los lugares, a la misma designados, por las profanas encantaciones de una impurísima mujer.

»Pal. —¿Cuál es entonces la manera de resolver esta cuestión?; pues creo estas cosas tan torpes, que ninguna razón de ellas puede concebir el ánimo.

»Cir. —Puesto en primer lugar el texto de la Sagrada Escritura, saquemos el sentido, y tendremos fijamente la verdad. Dice así: ‘Había ya muerto Samuel y llorádole todo Israel amargamente, habiéndole sepultado en Famatha, su patria. Saúl, por consejo suyo, había limpiado el reino de magos y adivinos. Reunidos, pues, los filisteos, fueron y plantaron sus reales en Sunam. Asimismo Saúl, juntando todas las tropas de Israel, fue a Gelboé. Y visto el grande ejército de los filisteos, temió y desmayó su corazón sobremanera. Consultó, pues, al Señor; mas no le respondió, ni por sueños, ni por los sacerdotes, ni por los profetas. Dijo entonces Saúl a sus criados: Buscadme una mujer que tenga espíritu de Pitón  iré  a encontrarla y a consultar al espíritu por medio de ella. Respondieron sus criados: En Endor hay una mujer que tiene espíritu pitónico. Disfrazóse luego, y mudado el traje, se puso en camisa, acompañado de dos hombres. Fue de noche a casa de la mujer y díjola: Adivíname por el espíritu de Pitón[2], y hazme aparecer quien yo te dijese. Respondióle la mujer: Sabes bien cuanto ha hecho Saúl por extirpar de todo el país los magos y adivinos; ¿por qué, pues, vienes a armarme un lazo, para hacerme perder la vida? Mas Saúl le juró por el Señor, diciendo: vive Dios que no te vendrá por esto mal ninguno. Díjole entonces la mujer: ¿Quién es el que debo hacer aparecer? Respondióle: Haz que se me aparezca Samuel. Mas luego que la mujer vio a Samuel, exclamó a grandes gritos: ¿Por qué  me has engañado? Tú eres Saúl. Y díjola el Rey: No temas. ¿Qué  es lo que has visto? He visto, respondió la mujer, como un dios que salía de dentro de la tierra. Respondió Saúl: ¿Qué  figura tiene? La de un varón anciano, dijo ella, cubierto con un manto. Reconoció, pues, Saúl que era Samuel, y le hizo una profunda reverencia, postrándose en tierra sobre su rostro. Pero Samuel dijo a Saúl: ¿Por qué  has turbado mi reposo haciéndome levantar? Respondió Saúl. Me veo en un estrechísimo apuro: los filisteos me han movido guerra, y Dios se ha retirado de mí, y no ha querido responderme, ni por medio de los profetas, ni por sueños: por esta razón te he llamado, a fin de que me declares lo que debo hacer. Respondióle Samuel: ¿A qué  viene el consultar conmigo, cuando el Señor te ha desamparado y pasádose a tu rival? Porque el Señor te tratará como te predije yo de su parte. Arrancará de tus manos el reino, y le dará a tu prójimo, a David, tu yerno. Por cuanto no obedeciste a la voz del Señor, ni quisiste hacer lo que la indignación de su ira exigía contra los amalecitas: por esto el Señor ha hecho contigo lo que estás padeciendo. Y además, el Señor te entregará a ti y a Israel en manos de los filisteos. Mañana, tú y tus hijos estaréis conmigo, y también el campamento de Israel le abandonará el Señor en poder de los filisteos. Cayó Saúl al instante, tendido en tierra, despavorido al oír las palabras de Samuel, y estaba además falto de fuerzas, a causa de no haber comido en todo el día’.

»¿Puede todavía caberte duda de que Saúl pagó las penas, condenado por su propio juicio? Cuando temió a los enemigos que contra él se habían congregado, cierto de su debilidad para la batalla, procuraba saber de Dios lo que había de suceder, y como Dios callase, sin revelarle cosa alguna, para vejar a aquel que se había propuesto el silencio, fue a la mujer que vaticinaba por los muertos, por aquéllos dice, que se creen peritos en las cosas futuras. Después dijo: ‘Tráeme a Samuel’, no porque el arte encantadora o mágica pudiese sacar el alma del santo, sino porque muchos de los que vaticinan usan de semejante voz. Oí, sin embargo, que aquellos a quienes los demonios fascinan y encantan con el agua, ven en ésta como en un espejo, ciertas figuras y sombras, que no son otra cosa que los demonios que procuran parecerse a aquellos de quienes se dice ser las figuras. Dijo primero la mujer: ‘veo que salen dioses de la tierra’; después dijo: ‘Y vio la mujer a Samuel’. No es difícil que se hubiese visto una sombra que representase una figura igual al beato Samuel y un simulacro hecho por arte diabólica.

»Sí, pues, si alguno cree que el alma del profeta fue realmente evocada, y da fe a las palabras de la mujer, cuando dice que ve ascender dioses de la tierra, no atribuirá mentira a los ritos del vaticinio; pero creerá que hay ciertos dioses con el cargo de levantarse de la tierra, aunque, según la naturaleza, existe Dios único y sólo.

»Pal. —Dices rectamente; pero dirá alguno: Todo lo que se le dijo a Saúl que había de sucederle, salió cierto, y, sin embargo, se enseña que nada de verdad hay en los espíritus impuros.

»Cir. — Y así es en efecto. No hay conveniencia ni sociedad alguna entre la luz y las tinieblas, o Cristo o Belial; pero a veces los encantadores predicen por permisión de Dios cosas verdaderas.»

M. —Por lo dicho hasta aquí por San Cirilo, comprenderán ustedes que las respuestas que los espiritistas dicen que les dan los espíritus que evocan, son respuestas dadas por los demonios.

R. —¿Luego deben ser contados los espiritistas entre los nigrománticos, encantadores y adivinos?

M. —Sin duda, como que lo que ellos hacen no es otra cosa que lo que siempre se ha conocido con el nombre de magia. Esto lo oirían ustedes perfectamente expuesto en pocas palabras, si les leyese lo que sobre el particular publicó un autor anónimo en el Boletín eclesiástico de Zaragoza con el título de El magnetismo, sonambulismo y espiritismo. Pero, aun cuando he traído ese escrito con ánimo de leérselo a ustedes, no  lo consiente el tiempo trascurrido, y habré  de dejarlo para mejor ocasión.

C. —Ninguna mejor que mañana mismo; y así, ruego a usted que dé  principio a la próxima velada con esa lectura, pues me perezco de curiosidad por saber algo del tal espiritismo.

M. —Así lo haré  sin falta.

Conforme a lo prometido, leyó M. en la noche siguiente el escrito del autor anónimo, concebido en estos términos.




[1] No esta esto muy en consonancia con el adagio, refrán o proverbio que se habla entre los que recopiló el Comendador Hernán Núñez, que después incluyó en su Filosofía Vulgar Juan de Malhara y que dice:

«Dánse alas a la hormiga,

para que se pierda más aína».

Pero no hay contradicción alguna atendiendo a que la palabra alas se dice en diversos sentidos o acepciones, y así como a veces se entiende por alas lo mismo que por virtudes, otras sucede que se entiende por soberbia y atrevimiento; como el mismo Malhara escribe con estas palabras: «Alas en muchas maneras de hablar quieren decir soberbia y atrevimiento, pues tomar una cosa tan pequeña como la hormiga alas, viene a perderse muy presto. Consejo es para que los bajos se tengan en aquel adagio: Nosce te ipsum ( Conócete) y que consideren los subidos en alto qué  caídas dan tan grandes».

[2] El espíritu de Pitón, quiere decir el espíritu de Apolo, divinidad famosa entre los gentiles, por razón de sus oráculos. Véase Act. XVI. v. 10. (Torres Amat.)