lunes, 25 de noviembre de 2019

Jorge Luis Borges y Edgar Lee Masters: Tres poemas

ANA RUTLEDGE

Oscura, indigna, pero salen de mí
Las vibraciones de una música eterna:
“Sin rencor para nadie, con caridad para todos”.
En mí él perdón de millones de hombres para millones
Y la faz bienhechora de una nación
Resplandeciente de justicia y verdad.
Soy Ana Rutledge que reposa bajo esta yerba,
Adorada en vida por Abrahán Lincoln,
Desposada con él, no por la unión
Sino por la separación.
Florece para siempre, oh república,
Del polvo de mi pecho.

ANNE RUTLEGE

Out of me unworthy and unknown 
The vibrations of deathless music; 
“With malice toward none, with charity for all.” 
Out of me the forgiveness of millions toward millions, 
And the beneficent face of a nation 
Shining with justice and truth. 
I am Anne Rutledge who sleep beneath these weeds, 
Beloved in life of Abraham Lincoln, 
Wedded to him, not through union, 
But through separation. 
Bloom forever, O Republic, 
From the dust of my bosom! 



PETIT, EL POETA

Simientes en una vaina seca, tic, tic, tic,
Tic, tic, tic, como una discusión entre insectos —
Y ambos desfallecidos que la fuerte brisa despierta —
Pero el pino hace una sinfonía con ellos.
Triolets, rondeles, villanelas, sextinas,
Baladas a docenas con el mismo viejo argumento:
Las nieves y las rosas de ayer se han desvanecido,
¿Y qué es el amor sino una rosa que se marchita?
La vida a mi alrededor en el pueblo:
Tragedia, comedia, valentía, verdad,
Coraje, fidelidad, heroísmo, fracaso —
¡Todo eso en el telar y con qué dibujos!
Monte, pastizales, ríos y arroyos —
Ciego toda mi vida a todo eso.
Triolets, sextinas, villanelas, rondeles,
Simientes en una vaina seca, tic, tic, tic,
Tic, tic, tic, ¡qué minúsculos yambos,
Mientras Homero y Whitman rugían en los pinos!

PETIT, THE POET

Seeds in a dry pod, tick, tick, tick, 
Tick, tick, tick, like mites in a quarrel— 
Faint iambics that the full breeze wakens— 
But the pine tree makes a symphony thereof. 
Triolets, villanelles, rondels, rondeaus, 
Ballades by the score with the same old thought: 
The snows and the roses of yesterday are vanished; 
And what is love but a rose that fades? 
Life all around me here in the village: 
Tragedy, comedy, valor and truth, 
Courage, constancy, heroism, failure— 
All in the loom, and oh what patterns! 
Woodlands, meadows, streams and rivers— 
Blind to all of it all my life long. 
Triolets, villanelles, rondels, rondeaus, 
Seeds in a dry pod, tick, tick, tick, 
Tick, tick, tick, what little iambics, 
While Homer and Whitman roared in the pines?


CHANDLER NICHOLAS

Bañándome cada mañana, afeitándome,
Vistiéndome después,
Pero nadie en la vida para alegrarse
Con mi trabajada apariencia.
Caminando cada día, respirando hondo
En pro de mi salud,
Pero la vitalidad ¿de qué me sirvió?
Adelantando cada día la mente
Con meditación y lectura,
Pero nadie con quien canjear sabidurías.
No era un ágora, no era un banco de liquidación
Para lo intelectual, Spoon River.
Buscando, pero no buscado de nadie:
Maduro, afable, utilizable, pero no utilizado.
Encarcelado aquí en Spoon River,
Menospreciado por los buitres mi hígado,
Devorándose solo.

CHANDLER NICHOLAS

Every morning bathing myself and shaving myself,                      
And dressing myself.            
But no one in my life to take delight                       
In my fastidious appearance.           
Every day walking, and deep breathing                  
For the sake of my health.                
But to what use vitality?                  
Every day improving my mind                    
With meditation and reading,                      
But no one with whom to exchange wisdoms.                    
No agora, no clearing house             
For ideas, Spoon River.                    
Seeking, but never sought;               
Ripe, companionable, useful, but useless.              
Chained here in Spoon River,                      
My liver scorned by the vultures,                
And self-devoured!

Revista Sur, invierno de 1931, año I.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Teixeira de Pascoaes y Fernando Maristany: Mis horas

MIS HORAS

Horas en que medito y quedo enternecido
En la alba soledad de la hora misteriosa,
A la luna, que emana etéreo mármol fluido,
Que es sepulcro exhalado en sombra luminosa.
Momentos en que anima mi pobre poesía
Ese claror de luna que de ansias me recubre;
Cuando rezo al ocaso a solas, y descubre
Casi a Dios mi mirada, allá en la lejanía.
Momentos en que vivo y sueño, oculto y triste,
Pensando en cada cosa humilde que se esconde;
En que veo crecer en frente a cuanto existe
Esa Interrogación, a quien nadie responde.
Momentos en que soy, desconocido o electo,
En que, caer sintiéndome en la honda obscuridad,
Toco la imperfección a fin de ser perfecto,
Porque entender la sombra es ser la claridad...
En que puedo el Abismo mirar cuánto es profundo;
Y trémulo de miedo, ebrio de horror y encanto,
Ofrezco a Dios, los astros y aun al dolor, mi canto,
Que recorre la noche, a solas, de este mundo...
Cuando canto la luna, la tierra pequeñina,
Donde a la luz del sol mi pena fue sacada,
¡Y oigo aquella canción, angélica y divina,
Que vuela en notas de oro a flor de madrugada!
Y cuando la esperanza el árbol seco inflora,
Y conjura el fantasma en llanto, del invierno,
Y hace que el aire vibre de luz encantadora,
Y en vez del dolor que huye enciende el goce eterno.
Horas en que soy nube de sueño, que se espacia,
Y divina Pureza, y Luz original,
Y esencia de Alegría, y espíritu de Gracia,
Y del dolor sombrío presencia, ya carnal.
Horas en que me exalto y elevo íntimamente,
En que un astro en mí nace para por mí brillar,
Y es lágrima de amor, que veo, de repente
De mi faz a la luna la palidez mojar...
Horas en que medito oyendo cantar fuentes,
En que el dolor del agua en flores mil fulgura.
En que hay albas de abril en montes eminentes,
Que esbozan el divino perfil de la ternura...
Horas que alzan mi ser allende nuestra vida,
Que muestra su figura lejana, esplendorosa,
—Que si es en este mundo, obscura y dolorosa,
Allá es cristal en llamas y perla enardecida.
Horas en las que al alma la vida se revela;
Horas de vida eterna y gracia repentina,
En que oigo murmurar la más lejana estrella
Y el silencio en que al mundo baja la luz divina.
Horas en que el secreto sutil del Universo
Comenzó a hablarme bajo dentro del corazón...
¡Oh sílabas de luz de mi primero verso
Diseñando al Señor, allá en la indecisión!
Horas en que una fuente humilde que lloraba
Dio formas de armonía a mi primero canto;
Indeciso al nacer de mí, en mí sonaba
Caótico de sombra y de nocturno espanto.
Horas de ensueño y éxtasis en que me alegro y lloro,
Y de mí se desprende éste mi ser contrito,
Y ángeles al sol danzan de la lira de oro
Que vemos como brilla, de noche, en lo Infinito...
Horas vivas de luz, de gracia y de esperanza,
Que, al pasar, ponen flores en todos los senderos...
En que como de niño escucho la loanza
Que, gozosos de sol, levantan les jilgueros.
Horas de oro en que soy iglesia iluminada...
Una íntima alegría etérea me deslumbra...
Mi alma despierta oyendo cantar la madrugada
Y afuera su perfil albea en la penumbra!
Horas que son hermanas de la hora postrimera,
En que ábrenos la tierra su seno todo en flor,
Y en que al fin alcanzamos presencia verdadera,
En que somos nosotros, delante del Señor...



MIAS HORAS

Horas era que eu medito, absorto e comovido,
Na branca solidão da noite misteriosa,
Sob a Lua a emanar etéreo mármor’ fluido,
Que é um sepulcro evolado em sombra luminosa.
Momentos em que anima os pobres versos meus
A luz espiritual, que, em névoas, resplandece,
Quando, de joelhos, rezo e a tarde me entristece
E o meu ansioso olhar quase descobre Deus.
Momentos em que vivo o sonho, oculto e mudo,
Sonhado em cada cousa humilde, que se esconde;
Quando vejo crescer, crescer, diante de tudo,
Essa interrogação a que ninguém responde!
Momentos em que sou o incompreendido, o eleito,
Sentindo-me afogar na torva escuridade...
E toco a Imperfeição, a fim de ser perfeito,
Porque entender a treva é ser a claridade.
E posso contemplar o Abismo; ver-lhe o fundo!
E trémulo de medo, ébrio de horror e encanto,
Oferto a Deus, à Dor e aos astros o meu canto,
Ao percorrer sozinho a noite deste mundo.
E vou cantando o amor e a terra abençoada,
Quando a Esperança inflora os arvoredos nus,
E o sorriso dum Anjo, além, é madrugada,
E todo o espaço vibra em comoções de luz!
E sou nuvem de sonho, ao vento que perpassa.
A divina Pureza, a Infância original,
A essência da Alegria, o espírito da Graça
E a presença da Dor, sombria, já carnal...
Horas em que me exalto e elevo ìntimamente.
Nos meus olhos, um astro acorda: uma oração,
Uma lágrima pura, à luz do sol, tremente,
Uma gota de orvalho, em brasa, na amplidão...
Horas em que me enleva o marulhar das fontes.
A dor da água aflora, em mimos de verdura.
Manhãs de Abril, doirando os pobrezinhos montes,
Esboçam o perfil sagrado da Ternura.
Horas em que meu ser, subindo além da Vida,
Mostra a sua figura, ao longe, esplendorosa;
Aqui, na terra obscura, é feia e dolorosa,
E lá, cristal aceso e pérola incendida!
Horas em que a Verdade às almas se revela...
Horas de Eternidade e graça repentina,
Quando ouço murmurar a mais longínqua estrela
E o silêncio em que desce, ao mundo, a voz divina.
Horas em que uma fonte, humilde, que chorava,
Deu formas de harmonia ao meu primeiro canto...
Dos meus lábios nascido, em pleno céu, pairava,
Caótico de sombra e de nocturno espanto!
Horas em que, sofrendo, a Divindade imploro;
E sinto, no meu peito, o coração aflito!
E há Serafins bailando, ao som da Lira de ouro
Que a gente vê brilhar, à noite, no Infinito...
Horas vivas de luz, de amor e de esperança
Que infloram, ao passar, as bordas dos caminhos...
E fico extasiado a ouvir, como em criança,
A alegria do sol cantar nos passarinhos!
Horas de oiro em que sou igreja alumiada.
Íntima aleluia etérea me deslumbra...
Surge, d’além da serra, a Deusa da alvorada,
E o seu perfil, lá fora, alveja na penumbra.
Horas que são irmãs da Hora derradeira,
Em que a terra nos abre o seio todo em flor.
E alcançamos, enfim, presença verdadeira
E somos nós, enfim, diante do Senhor.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Federico de Onís: Fray Luis de León

FRAY LUIS DE LEÓN

 “...Duris ut ilex tonsa bipennibus
Nigrae feraci frondis in Algido,
Per damna, per caedes ab ipso
Ducit opes animumque ferro.”
(Horat., Carm.. lib. IV, IV.)

La figura de Fray Luis de León, no sólo como escritor, sino como hombre, ha logrado una fama resonante y duradera. Pero, si consideramos su vida, olvidándonos de los tópicos sobre ella acumulados, la encontraremos, en la apariencia, sencilla y casi vulgar[1]; vida de quietud y retiro, toda ella interior, turbada tan sólo por los menudos incidentes del medio conventual y universitario ; sin que sea bastante a darle relieve excepcional la persecución que le arrastró a grave tropiezo con el Santo Oficio. Era el pan de cada día la acre lucha en el seno de los claustros universitarios, movida por la competencia entre personas e institutos religiosos; no menos que la intervención inquisitorial en la vida intelectual de los hombres de letras, donde, más que en ninguna otra parte, estaba llamada dicha institución a ejercitar su misión histórica. ¿Qué ha visto, pues, la posteridad, en la vida sencilla de este escritor ilustre, que elevándola al rango de valor histórico, la salve del torbellino de lo perecedero?
Fray Luis de León ha llegado a nosotros como un símbolo de la inocencia perseguida y de la ciencia aherrojada. En su carácter se resumen aquellas virtudes que, en esta lucha eterna por el mejoramiento humano, son patrimonio de aquellos hombres que escogieron la mejor parte; el ideal humano con el cual tuvieron un contacto pasajero prestó para siempre a sus vidas individuales aquella calidad ideal, que las hace eternamente valederas. Así, Fray Luis de León ha quedado como ejemplo de un noble espíritu en que se fundían e integraban 1a sed de justicia hebraica, la serenidad pagana ante los embates exteriores, la caridad cristiana que no resiste al mal sino con el perdón, el generoso anhelo de incorporarse a las corrientes nuevas de la cultura propias del siglo tormentoso en que vivió. Y nos representamos todo este espíritu, recogido en un solo gesto, sobrio y elegante, al reanudar sus lecciones con la célebre frase: Decíamos ayer...
La crítica positivista ha ejercido sobre la biografía de Fray Luis de León, que nos ha sido transmitida, la misma función demoledora que es consecuencia general de su método de investigación histórica. Resulta del examen de las fuentes documentales, que no corresponden muchos de los actos de su vida a la elevación moral de su figura; que su temperamento era habitualmente muy distinto del que estamos acostumbrados a imaginarnos; que su vida universitaria está plagada de inexactitudes; que no pudo pronunciar la célebre frase evocadora consagrada[2]; que algunos de sus supuestos enemigos no merecen la sombra que ha caído sobre su nombre; que el Santo Tribunal no extremó en este caso el celo ni el rigor. En fin, por este camino se ha llegado a la impresión de que nos encontrábamos ante una leyenda más que se desvanecía.
Aceptemos como ciertos los resultados de la crítica positivista, que, en general, están bien fundados documentalmente; pero la crítica contemporánea no puede aceptarlos sino como lo que son: datos sueltos —último residuo del desmenuzamiento y disolución de una personalidad— que es preciso incorporar a una nueva síntesis más comprensiva en que la figura histórica de Fray Luis de León vuelva a adquirir unidad y sentido.
El carácter de Fray Luis, tal como ha sido fijado por la tradición, responde bien a la expresión del mismo en su poesía —documento el más fehaciente, sin duda, para conocer la íntima sensibilidad de un hombre, cuando éste es un verdadero poeta original. No importaría nada que se demostrase, como se ha demostrado, que Fray Luis de León era de ordinario inferior a sí mismo; de él, como de cualquier hombre, importan a la historia sólo aquellos momentos de máxima intensidad en que, superándose a sí mismo, afirma su radical originalidad en un acto de creación. Luego, cada día trae su afán, que pasa con el día; pero sobre este pasar de los días y de los afanes quedarán perennes aquellas horas originalmente vividas, en las que ha alcanzado expresión, íntegra y plena, una personalidad.
Pero si no nos importa ver comprobado lo que ya sabíamos de antemano, es decir, que Fray Luis de León era de ordinario inferior a sí mismo, sí nos importaría saber cómo era Fray Luis de León de ordinario: su temperamento, sus hábitos, sus relaciones con el medio, es decir, las condiciones que rodearon y sustentaron aquellas afirmaciones supremas de su personalidad —no con la intención poco piadosa y poco científica de conocer al héroe como pudiera conocerlo su ayuda de cámara, sino de buscar apoyos para mirar y comprender más clara y profundamente la génesis y el sentido de aquel su valor histórico.
Hay una aparente contradicción entre los datos conocidos acerca del temperamento psicológico de Fray Luis de León. Aunque nadie le ha atribuido virtudes propias de un santo, ni se ha pensado nunca en beatificarle —seguramente no por motivos de fe—, se ha concedido a su carácter un alto valor moral. Y se ha considerado siempre como nota peculiar de su manera de ser una dulce serenidad y sosiego y armonía interiores, que trascienden de toda su poesía y constituyen el prestigio de su estilo.
La atribución psicológica de esta emoción estética que en nosotros su estilo produce, podrá ser disculpable, pero no deja de ser una interpretación simplista y pueril; siéndolo mucho más todavía la de aquellos que, al encontrarse con sentimientos contrarios en la psicología del escritor, interpretan su estilo y su poesía como una artificiosa falsificación. Huyamos de este género de interpretaciones que se quedan entre las manos con pedazos incoherentes del alma del escritor, dejándose escapar la unidad de su espíritu, la fuente y raíz común de esas manifestaciones al parecer contradictorias. No se ha pensado en que las más altas manifestaciones artísticas no son ni pueden ser producto de la espontaneidad de una psicología, sino de una lenta, esforzada y difícil labor de depuración de los elementos caóticos de la conciencia individual hasta hacer patente la forma más pura y exaltada de expresión de la originalidad interna, Nada más torturado y trabajoso, nada menos espontáneo en nuestra literatura que el estilo de Fray Luis de León, tan límpido y tan sereno; y nada que nos dé, al mismo tiempo, la impresión tan segura de hallarnos en todo momento en posesión de una plenitud psicológica, ante la expresión de un modo personal de sentir el mundo. Fray Luis de León posee en alto grado la dignidad y sinceridad literarias, que consisten precisamente en rehuir la expresión fácil de los falsos movimientos espontáneos del ánimo, producto de reacciones superficiales y pasajeras, pretendiendo en cambio dar siempre la verdad de sí mismo mediante la expresión más intensa y cabal de su íntima sensibilidad.
Pensando todo esto, ni necesitaríamos hacer investigaciones fuera de su obra literaria para cerciorarnos de que su espontaneidad era muy otra, ni sentiríamos por ello el menor asombro o desengaño; sentiríamos simplemente la impresión, algo desconcertante, de encontrar confusos, disgregados, caóticos, los elementos todos que en la admirable síntesis estética habíamos encontrado limpios, armónicos y plenamente significativos: la cantera bruta de toda esta arquitectura, la raigambre oscura de toda esta floración.
Sería importante establecer, con precisión y detalle, la relación entre todos estos elementos biográficos que conocemos y los elementos estéticos de su obra literaria; pero no es posible, en este momento de vulgarización, otra cosa que dejar indicados los rasgos dominantes del temperamento de nuestro autor tal como se manifiesta en los actos conocidos de su vida, y presentarlos de modo que quede resuelta toda aparente contradicción.
El hombre cuya poesía logra dar la impresión tan intensa de equilibrio y de serenidad, no era un espíritu naturalmente equilibrado y sereno. No sólo su espíritu, sino también su cuerpo, se nos ofrecen como teatro de una constante v dolorosa lucha: ni los humores del uno ni las pasiones del otro llegaron nunca a convivir en paz, como ocurre normalmente en los temperamentos sanos, y, por lo tanto, fuertes, serenos, alegres y constantes. La armonía y la unidad en el espíritu de Fray Luis se lograban sólo mediante un esfuerzo supremo, que no podía ser muy duradero; su alma atormentada volvía pronto a sufrir el embate de sentimientos y pasiones contradictorias, y, sobre todo, el dolor de no sentirse dueño de sí mismo. Así, que lo substantivo de su espíritu, el rasgo permanente y definitivo, no es otro que la lucha misma, la crisis constante, y en medio de ella una sola y suprema aspiración: la paz interior. Diríamos con menos palabras que la vida de Fray Luis de León significa algo tan humano como la lucha por la paz.
Era, pues, nuestro poeta hombre delicado y enfermizo, aquejado de melancolía y pasiones de corazón, como se decía entonces, enfermedad en que “son increíbles las tristezas y los recelos y las imágenes de temor que se ofrecen a los ojos del que padece” y aunque “sea de muchas diferencias, pero en todas es común y general el hacer tristeza y temor; que todos los melancólicos se demuestran ceñudos y tristes y no pueden muchas veces dar de su tristeza razón y casi todos los mismos temen y se recelan de lo que no merece ser recelado”[3].
Con esta sensibilidad enferma marchó Fray Luis a lo largo del camino de su vida, viviéndola en los centros adonde le llevó su vocación: el convento y la universidad; donde, si pudo satisfacer muchas de las necesidades de su espíritu, encontró también un ambiente muy inadecuado a su temperamento impresionable y ardoroso; porque son aquéllos pequeños mundos en que las grandes luchas humanas se empequeñecen, convirtiéndose en roce deprimente de personalismos, perdiendo cuanto la lucha puede tener y tiene de grande y sano y purificador: precisamente porque en ellos no es la lucha lo substantivo, sino la paz, la comunión en un ideal. Este ambiente fue el que contribuyó a desarrollar el aspecto de su vida, que nos le presenta como agrio y violento; el aire que respiraba ponía cada día veneno en su alma sensitiva; la lucha sorda y mezquina, a que no podía sentirse ajeno, hubo de levantar en él frecuentemente ciegas oleadas de pasión. Las oposiciones a cátedras, las disputas escolásticas, la competencia entre las órdenes religiosas, las reuniones de claustro, la emulación intelectual, las diferencias doctrinales, las antipatías personales; todo esto eran motivos y ocasiones de rozamientos y de choques entre los miembros de la Universidad, en los que Fray Luis de León tenía que tomar la parte principal que a hombre de tal capacidad correspondía[4].
La Universidad en su tiempo manifestaba ya claros los síntomas de debilidad y flaqueza que muy pronto habían de convertirla en sombra de lo que fue; y uno de ellos era este hecho de que los grandes hombres que aún había en su seno, empequeñecidos en aquel ambiente, se nos ofrezcan entregados a ruines luchas estériles, incapaces de levantarlas al nivel en que extrauniversitariamente se movían. Pero aun después de la muerte de Victoria y de Cano y de Soto, no estaba aún tan muerta la Universidad, para que en esta generación de sus discípulos no estuviesen vivas doctrinas y cuestiones, que los dividían, y que aún respondían a problemas reales de la cultura contemporánea. Se ha hablado algo de la existencia de dos escuelas en que estaba dividida la Universidad de Salamanca en esta época: de una parte los escriturarios, de otra los escolásticos, que defendían puntos de vista diferentes acerca de los métodos de interpretación bíblica. Si se usa de esta distinción en un sentido vago y no bien definido, es cierto, en primer lugar, que, formando núcleo o no, había un número de profesores de una orientación más moderna y otros de una más tradicional. Los primeros estaban en minoría frente a los segundos. A los primeros pertenecía el Brocense, enemigo además de los escolásticos, y que, sin embargo, no apareció sumado al grupo de los escriturarios cuando cayeron juntos en el mismo ataque. Es cierto, más concretamente, que los profesores Martínez Cantalapiedra, Gaspar de Grajal y Fray Luis de León sostuvieron en cátedra, en disputas y en juntas criterio análogo en cuestiones referentes a la Vulgata y a las interpretaciones rabínicas de la Escritura, siendo combatidos por la mayoría de sus compañeros teólogos, a los que se sumó con más fanatismo que ninguno el profesor de griego León de Castro. Y es cierto, en fin, que estas discrepancias tuvieron como consecuencia el proceso inquisitorial que aquellos tres profesores sufrieron.
El contenido doctrinal de esta lucha no nos importa ahora; no se trata de saber quién tenía razón, sino simplemente de conocer el medio en que se desenvolvió la vida de Fray Luis de León. Los episodios de su vida universitaria son tantos y tan nimios, que es difícil extractarlos aquí; no valdría la pena tampoco, porque nos basta con conocer lo que ya he indicado suficientemente: el carácter y tono general de la vida universitaria de entonces y la participación constante de Fray Luis en ella como uno de los elementos más batalladores.
Dentro de la Universidad la lucha no hubiera tenido fin; hubiera seguido, como siguió, con resultados fluctuantes, sin que lograse ninguna de las partes un triunfo definitivo. Pero tratándose como se trataba de cuestiones teológicas, la lucha estaba llamada a dirimirse en otro campo más peligroso: la Inquisición. Y a él fue llevada, no con toda la prisa que muchos hubieran deseado; porque la Inquisición, más prudente de lo que suele pensarse, no se dejaba llevar tan fácilmente por las excitaciones ajenas. Fueron acumulándose poco a poco los cargos y acusaciones; el ambiente universitario acentuaba su hostilidad; había estudiantes que pedían se les armase para sumarse al bando de Jesucristo y dar cuenta de aquellos maestrillos; la intemperancia de palabra en los disputantes cada vez se hizo mayor, y por fin fueron procesados y puestos en prisión Grajal y Martínez, no tardando en serlo también nuestro Fray Luis de León[5]. Se encontraba éste desde luego complicado en el proceso de sus dos compañeros, sin que faltasen acusaciones que sólo a él se referían, y que más tarde, en el curso del proceso, menudearon y tomaron cuerpo considerablemente, haciéndose pronto independiente del de aquéllos.
Importa, para ver claro en este proceso, distinguir en él dos aspectos: uno que se refiere a la conducta de la Inquisición misma; otro a la de los profesores, estudiantes y demás personas que en él intervinieron de cerca o de lejos, y que podríamos en conjunto considerarlo como expresión del ambiente difuso que a estos hombres rodeaba. Se ha solido dar más importancia al primero, o se han mezclado los dos indistintamente. Y sin embargo, para encontrar a través de estas figuras el sentido histórico que los modernos han buscado en ellas, es decir, la valoración del influjo de la Inquisición sobre la época, es necesario mantener claramente aquella distinción. Porque sería radicalmente distinto el sentido de dicha valoración, según que pensemos el Santo Oficio como un poder externo, que ejercía un influjo opresor sobre un ambiente hostil, o simplemente como un órgano que recogía y regularizaba aspiraciones y actividades que surgían espontáneas del ambiente. Y no sólo se deduce de nuestro proceso que era este último el caso, sino que se deduce más: que la Inquisición venía a ser muy a menudo quien liberaba a los pensadores de las coacciones del ambiente, convirtiéndose en una garantía de libertad, al menos dentro de la ortodoxia.
Este era el caso de Fray Luis de León, cuya ortodoxia, cuya inquebrantable fe católica, no se puede poner en duda; y si la presión del ambiente le llevó a las cárceles de la Inquisición, fue para salir de ellas rehabilitado mediante una sentencia que equivalía a una absolución. Si fuese posible aquí analizar los folios del proceso, poniendo a un lado la serie de acusaciones que los testigos —teólogos ilustres, profesores, estudiantes, frailes de su Orden— acumularon sobre él, y a otro lado lo que de ellas aceptó el alto Tribunal como base de su acusación y su sentencia, veríamos palmariamente la desproporción entre la hostilidad de la Inquisición y la del ambiente. En fin de cuentas, resultó Fray Luis culpable de lo único que realmente podía reputarse como culpa, conforme al criterio de la Iglesia española en aquella época: la imprudencia de tratar en público cuestiones como las de la autenticidad de la Vulgata y de traducir en lengua vulgar libros bíblicos; extremos peligrosos, por ser puntos de contacto posible con el luteranismo.
Fray Luis de León entró en la cárcel haciendo profesión de fe católica y de sumisión al Santo Tribunal que iba a juzgar de su inocencia, y con la misma fe y la misma sumisión salió de allí casi cinco años después. En esta larga prisión sufrió amarguras increíbles, enfermo muchas veces, atormentado interiormente siempre; y sin embargo, no discute en ningún momento la legitimidad del Tribunal que iba a juzgar de su fe; no por miedo, seguramente —que a través de todo el proceso se muestra Fray Luis más que nunca valeroso—. Era el mismo Tribunal a quien él había recurrido alguna vez para escrúpulos de ortodoxia, aun tratándose de su gran amigo Arias Montano; con él había amenazado a León de Castro. No se queja de la Inquisición, que velaba por algo que le importaba más que todo: la pureza de la fe y de las costumbres; se queja sólo de la injusticia de su caso, del falso celo religioso de sus acusadores, de la envidia y la mentira enemigas; no se queja de la Inquisición, sino del ambiente.
Pudo salir de aquélla, pero no podía salir de éste; y volvió a encontrar en la Universidad los pleitos, las oposiciones, las disputas, y al fin, un segundo proceso de mucha menos importancia que el primero y que apenas tuvo influjo sobre su vida[6].
Los últimos años de ella son algo más apacibles y tranquilos; rehúye las luchas universitarias; encuentra en la amistad de los discípulos de Santa Teresa el consuelo de la comunicación de su ardor religioso con el de la Santa Madre, a quien no conoció ni vio en la tierra, pero frecuentaba ahora en sus hijas y en sus libros; comenta serena y melancólicamente las amarguras de Job.

En toda esta parte exterior de la biografía de Fray Luis de León, que he expuesto someramente, es donde se muestra a menudo aquel aspecto luchador y pasional de su temperamento, que parece contradecir las notas de dulzura, serenidad y sosiego que le atribuía la tradición. ¿Cómo este hombre, cuya vida es una lucha perenne interior y exterior, puede ser un símbolo de la paz y de la ecuanimidad?
No hay duda en que estas dos modalidades espirituales se justifican y sustentan mutuamente, y que sólo en su integración poseeremos el verdadero sentido de la vida de nuestro poeta. Su sensibilidad exquisita le hacía reaccionar ante las impresiones externas en rápidos impulsos de amor o de odio, de admiración o de desdén, de ira o de apacibilidad; y al mismo tiempo y por lo mismo era capaz de establecer contactos intensos con la muchedumbre de las cosas. Así fue como aquella sensibilidad, tan rica y trabajada, pudo producir los delicados frutos de su poesía. Sólo de este substratum de luchas y contradicciones, de dudas y congojas, pudo surgir con nuevo aliento humano aquel sentimiento que circula por la poesía de León, buscando siempre el sentido de la armonía del universo, “el pío universal de todas las cosas”.
Porque en la exposición precedente hemos podido ver tan sólo aquellas horas de la vida exterior de Fray Luis, que pudieron recoger, fríamente, los documentos oficiales; pero hay otras horas —¡tantas horas!— de vida interior, que sólo pudo recoger en sus alas la alada poesía.
Aquel mismo hombre, que durante el día había disputado acremente en un claustro sobre una cuestión nimia o en unas conclusiones sobre una sutileza teológica, al llegar la noche se quedaba solo consigo mismo: en aquella hora en que “como las tinieblas encubren el suelo a los ojos, ansí las cosas de él embarazan menos el corazón, y el silencio de todo pone sosiego y paz en el pensamiento; y como no hay quien llame a la puerta de los sentidos, sosiega el alma retirada en sí misma, y desembarazada de las cosas de fuera, éntrase dentro de sí, y puesta allí, conversa solamente consigo y reconócese..., y subiendo sobre sí misma, desprecia lo que estimaba de día...; y en medio de la oscuridad de la noche le amanece la luz”[7]. Entonces el alma se reconocía, hablaba consigo misma, se superaba. ¡Cuántas veces, asomado a la ventana de su celda, en el convento de San Agustín, de Salamanca, que se elevaba sobre una cima, alejándose del suelo, sentiría Fray Luis, contemplando los resplandores eternales en las noches serenas, aquel dulcísimo sosiego interior, que en él hemos aprendido nosotros a sentir! Entonces “los deseos y las afecciones turbadas que confusamente movían ruido en nuestros pechos de día, se van quietando poco a poco, y, como adormeciéndose, se reposan, tomando cada una su asiento; y reduciéndose a su lugar propio, se ponen sin sentir en su sujeción y concierto. Y ansí como ellas se humillan y callan, ansí lo principal y lo que es señor en el alma, que es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como alentada con esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos de sí, y como en una cierta manera se recuerda de su primer origen y al fin pone todo lo que es vil y bajo en su parte y huella sobre ello. Y ansí, puesta ella en su trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las demás, queda todo el hombre ordenado y pacífico”[8]. ¿No se comprende ahora, acordándonos de lo que sabemos de su vida, todo el sentido íntimo de cada una de estas frases serenas? Ahora sabemos mejor que no son sólo palabras aquellas en que le pesa haber vivido entregado al sueño, entre sombras y engaños, siguiendo bienes fingidos, falsa vida de vanos temores y esperanzas vanas.
Otras veces era en casa del ciego Salinas —su gran amigo, con quien departía de cosas de arte— donde la armonía musical, como antes la armonía celeste, despertaba su alma del olvido en que estaba sumida, y conociéndose, tornaba a cobrar el tino y la memoria de su primer origen. Otras veces era en La Flecha, remanso de quietud y de hermosura, donde va, roto casi el navío, huyendo del mar tempestuoso de las ambiciones de poder y de fama, tras de las que había corrido desalentado, con ansias vivas y mortal cuidado; va a buscar reposo, un sueño no rompido, un día puro, libre y alegre; va a vivir consigo mismo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo. Allí se acuerda de su luengo error, de su grave mal pasado; bajo el techo pajizo donde el cuidado enemigo no hizo nunca morada, ni se esconde envidia en rostro amigo ni voz perjura en testigo mortal: en la alta sierra, cuyo sosiego apura el pecho mancillado del veneno que bebió mal seguro, borra de la memoria cuanto dejó en ella impreso el vivir loco; y ansía poder levantar al puro sol las manos puras sin que se las aplomen odio y saña.
Sería inútil seguir... La vida interior de Fray Luis de León, que vemos a plena luz en el espejo de su obra literaria, no es algo contradictorio, ajeno, a la vida exterior que conocemos; no podía serlo. Su vida interior es su verdadera vida: la integración de los dos aspectos que se han aparecido a muchos como irreconciliables; en ella la propensión a la lucha y el anhelo de paz se dan la mano, se engendran mutuamente, y el uno sin el otro carecerían de sentido. Y como ésta es una realidad profundamente humana, una vida individual, como la de Fray Luis de León, en que se ha manifestado con caracteres extremados, atraerá siempre el interés de los hombres. Y la poesía que ha manado de esta fuente psicológica, logrando la expresión hermosa de este confuso sentimiento humano, tendrá siempre virtud para despertar en cada corazón un latido de emoción hermana.
La empresa literaria que figura al frente de las obras de Fray Luis, contiene aquellas palabras de Horacio: ab ipso ferro, que él tradujo diciendo: “del mismo hierro que es cortada cobra vigor y fuerzas renovada”. Él también, como la encina desmochada, del mal que le asaltó en la vida sacó su bien: el dolor purificó su alma elevándola a Dios, la persecución le valió la fama y la simpatía de la posteridad, el ocio obligado de la prisión fue tiempo propicio para su producción literaria, y ya hemos visto cómo su flaqueza y su debilidad son los cimientos sobre los que se asienta su grandeza.

Madrid, 1914.
NOTAS:
[1] Nació en Belmonte (Cuenca), casi seguramente en 1528. A los catorce años (1542) fue enviado a estudiar a Salamanca, donde a los pocos meses (enero 1543) tomó el hábito de San Agustín. Estudió Filosofía en el Convento con el P. Juan de Guevara; desde 1546 a 1551 estudió Teología en la Universidad, siendo discípulo de Domingo de Soto. Hasta 1561 enseñó Teología en su Orden en Salamanca, Soria, Alcalá (donde estudió durante diez y ocho meses), en Valladolid y quizá en Toledo, donde se graduó de bachiller, incorporando el grado en la Universidad de Salamanca el 31 de Octubre de 1558. Tomó los grados de licenciado y maestro en 1560, y en Diciembre de 1561 se posesionó de su primera cátedra, de Santo Tomás, en dicha Universidad, donde fue catedrático hasta su muerte, acaecida el 23 de Agosto de 1591.
[2] Fray Luis de León no volvió a ocupar su cátedra después del proceso, pues era cátedra de las que se proveían por cuadrienios; y provista de nuevo durante su prisión, al salir de ella renunció a toda pretensión en favor del actual poseedor. La Universidad, de acuerdo con Fray Luis, concedió a éste otra cátedra distinta, Este cambio y el tiempo transcurrido hacen imposible la pronunciación del Decíamos ayer en la forma que quería la tradición, y aun inverosímil en ninguna otra. Esto es lo cierto; pero no por ello pierde la frase su valor simbólico. Si N. Crusenio la inventó en 1623, fue una feliz invención; pero es probable que la recogiera de alguna tradición de origen desconocido.
[3] Exposición del Libro de Job, cap. VI.
[4] Hizo varias oposiciones con diverso resultado e intervino en otras poniendo su influencia a favor de sus amigos y hermanos de religión, encontrándose a menudo con los dominicos. Véase la historia detallada de estas oposiciones y pleitos en la obra citada del P. Getino. Las cátedras que desempeñó Fray Luis fueron las catedrillas de Santo Tomás y Durando, antes del proceso, y después un partido de Teología y las cátedras de propiedad de Filosofía moral y de Sagrada Escritura.
[5] Grajal y Martínez fueron presos respectivamente el 1 y el 6 de marzo de 1572; Fray Luis de León, el 27 del mismo mes, siendo absuelto y puesto en libertad el 7 de diciembre de 1576. El proceso fue publicado en la Colección de documentos inéditos para la historia de España, por D. M. Salvá y D. P. Sáinz de Baranda, tomos X y XI, Madrid, 1847-48. Para la interpretación que de él se ha hecho, véanse, además de las obras ya citadas, las de C. A. Wilkens, Fray Luis de León. Eine Biographie aus der Geschichte der Spanischen Inquisition und Kirche im 16. Jahrhundert. Halle, 1866; y Reusch, Luis de León und die Spanische Inquisition, Bonn, 1873.
[6] Fue publicado íntegro, con prólogo y notas, por el P. Fr. F. Blanco García, en La Ciudad de Dios, vol. XLI, 1896.
[7] Exposición del Libro de Job, cap. IV.
[8] Nombres de Cristo, PRÍNCIPE DE PAZ.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Casiodoro de Reina: Biblia del Oso, Eclesiastés VII y VIII


La Biblia del Oso de Casiodoro de Reina publicada en Basilea en 1569, es, muy probablemente, uno de los monumentos más desconocidos de la literatura española del Siglo de Oro. Ampliamente corregida por Cipriano de Valera en 1602 (con criterio más teológico y pastoral que literario), es esta última versión (Reina-Valera) la que pasó a la posteridad, como la Biblia protestante por antonomasia de la lengua española. Para estas entradas, recuperamos el texto del ejemplar facsimilar  de la edición original que posee la Biblioteca de Princeton, disponible en el imprescindible Internet Archive.

ECLESIASTÉS
VII

Doctrinas de verdadera sabiduría, que a la razón humana parecerán locura. El pago que el mundo a sus medicinadores y los límites de modestia que ellos guardarán en medicinarlo, para evitar el peligro en cuanto la fidelidad de la vocación lo permitiere. Resolución de lo disputado. El hombre no puede ser sabio sino por temor de Dios.

Mejor es la buena fama que el buen ungüento; y el día de la muerte que el día del nacer mismo.

Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del convite; porque es el fin de todos los hombres, y el que vive no advertirá.

Mejor es el enojo que la risa; porque con la tristeza del rostro se enmendará el corazón.

El corazón de los sabios, en la casa del luto; mas el corazón de los locos, en la casa del placer.

Mejor es oír la reprensión del sabio que la canción de los locos.

Porque la risa del loco es como el estrépito de las espinas debajo de la olla. Y también esto, la risa o la prosperidad de los locos es vanidad.

Ciertamente el agravio hace enloquecer al sabio; y el presente corrompe el corazón.

Mejor es el fin del negocio que su principio; mejor es el sufrido de espíritu que el altivo de espíritu.

No te apresures en tu espíritu a enojarte; porque la ira en el seno de los locos reposa.

Nunca digas: ¿Qué es la causa de que los tiempos pasados fueran mejores que estos? Porque nunca de esto preguntarás con sabiduría.

Buena es la ciencia con herencia; y es la excelencia de los que ven el sol.

Porque en la sombra de la ciencia, y en la sombra del dinero reposa el hombre; mas la sabiduría excede en que da vida a sus poseedores.

Mira la obra de Dios; porque ¿quién podrá enderezar lo que él torció?

En el día del bien goza del bien; y en el día del mal abre los ojos y toma enseñamiento. Dios también hizo esto, el mal delante del bien, delante de lo otro, para que el hombre no halle nada tras de él.

Todo lo vide en los días de mi vanidad. Justo hay que perece por su justicia, y impío hay que por su maldad alarga sus días.

No seas justo mucho ni seas demasiadamente sabio, ¿por qué te destruirás?

No hagas mal mucho, ni seas loco; ¿por qué morirás, en medio del hilo de tus empresas, antes de tu tiempo?

Bueno es que tomes esto, y también de estotro no apartes tu mano; porque el que a Dios teme, saldrá con todo.

La sabiduría esfuerza al sabio más que diez poderosos príncipes que sean en la ciudad.

Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga bien y nunca peque.

Tampoco apliques tu corazón a todas las palabras que se hablaren, porque alguna vez no oigas a tu siervo que dice mal de ti.

Porque tu corazón sabe que tú también dijiste mal de otros muchas veces.

Todas estas cosas probé con sabiduría, diciendo: Hacerme he sabio; mas ella se alejó de mí.

Lejos está lo que fue; y lo profundo profundo ¿quién lo hallará?

Yo he rodeado, y mi corazón por saber y examinar, e inquirir la sabiduría, y la razón; y por saber la maldad de la locura, y el desvarío del error.

Y yo he hallado más amarga que la muerte la mujer, la cual es redes y lazos su corazón; sus manos ligaduras. El bueno delante de Dios escapará de ella; mas el pecador será preso en ella.

Mira, esto he hallado, dice el Predicador, mirando las cosas una a una para hallar la razón;

Lo cual más allende mucho buscó mi ánima, y no lo hallé: un hombre entre mil, un sabio virtuoso, he hallado; mas mujer de todas éstas nunca hallé.

Solamente, he aquí, esto hallé: que Dios hizo al hombre recto, mas ellos buscaron muchas cuentas.


VIII

Alabanzas de la sabiduría y sus efectos. Persuade a la obediencia de los magistrados como un antídoto de lo que ha mostrado arriba de su corrupción, locura, tiranía y perversión del derecho. Persuade a la obediencia de la ley de Dios, y al conocimiento de su Providencia contra el epicureísmo. Vuelve a la tiranía y perversos juicios de los hombres y describe el abuso que tienen de la tolerancia de Dios con que los espera. Concluyendo de todo la verdadera felicidad en este mundo por la que ha dicho, y no otra.

¿Quién como el sabio? ¿Y quién como el que sabe la declaración de la palabra? La sabiduría del hombre hará ilustre su rostro, y la fuerza de su cara se mudará.

Yo te aviso que guardes el mandamiento del rey y la palabra del juramento, del pacto que heciste con Dios.

No apresures a irte de delante de él, ni estés en cosa mala; porque él hará todo lo que quisiere.

Porque la palabra del rey es su potestad, ¿y quién le dirá, qué haces?

El que guarda el mandamiento no experimentará mal; y el tiempo y el juicio conoce el corazón del sabio.

Porque para toda voluntad que quisierdes hay tiempo y juicio; porque el mal del trabajo hombre es grande sobre él.

Porque no sabe lo que ha de ser; y cuándo haya de ser, ¿quién se lo enseñará?

No hay hombre que tenga potestad sobre el viento, para detener el viento, ni hay potestad sobre el día de la muerte; ni hay armas en tal guerra; ni la impiedad escapará al que la posee.

Todo esto he visto, y he puesto mi corazón en todo lo que se hace debajo del sol; el tiempo en que el hombre se enseñorea del hombre para mal suyo.

Entonces vi también que los impíos que después de sepultados volvieron y vinieron; y los que de lugar santo caminaron fueron puestos en olvido en la ciudad donde obraron verdad. Esto también vanidad es.

Porque luego no se ejecuta sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está lleno en ellos para hacer mal.

Porque el que peca haga mal cien veces, y sea esperado de Dios, aun yo también sé que los que a Dios temen habrán bien, los que temieren delante de su presencia;

Y que al impío nunca habrá bien, ni le serán prolongados los días, mas serán sus días como sombra; porque no temió delante de la presencia de Dios.

Hay otra vanidad que se hace sobre la tierra: que hay justos los cuales son pagados como si hicieran obras de impíos; y hay impíos, que son pagados como si hicieran obras de justos. Digo que esto también es vanidad.

Por tanto yo alabé el alegría que no tiene el hombre bien debajo del sol, sino que coma y beba, y se alegre; y que esto le pegue de su trabajo los días de su vida que Dios le dio debajo del sol.

Por lo cual yo di mi corazón a conocer sabiduría, y a ver la ocupación que se hace sobre la tierra, que ni de noche ni de día ve el hombre sueño en sus ojos.

Y vide acerca de todas las obras de Dios, que el hombre no puede alcanzar obra que se haga debajo del sol; por la cual trabaja el hombre buscándola, y no la hallará; aunque diga el sabio que sabe, no la podrá alcanzar. 

Biblia del oso. Basilea, 1569.