jueves, 25 de junio de 2020

Paul Valéry: Cuestiones de poesía

 

CUESTIONES DE POESÍA

 

Desde hace unos cuarenta y cinco años he visto a la Poesía pasar por muchas tentativas, someterse a experiencias sumamente diversas, ensayar vías desconocidas, volver en ocasiones a ciertas tradiciones; participar, en suma, en las bruscas fluctuaciones y en el régimen de frecuente novedad que parecen característicos del mundo actual. La riqueza y la fragilidad de las combinaciones, la inestabilidad de los gustos y las transmutaciones rápidas de valores, en fin, la creencia en los extremos y la desaparición de lo duradero son los rasgos de esta época, que serían todavía más sensibles si no respondieran muy exactamente a nuestra propia sensibilidad, que se hace cada vez más obtusa.

Durante este último medio siglo se han pronunciado una sucesión de fórmulas o de modas poéticas, desde el tipo estricto y fácilmente definible del Parnaso, hasta las producciones más disolutas y las tentativas más auténticamente libres. Es conveniente, y es importante, añadir a este conjunto de invenciones, ciertas recuperaciones, a menudo muy afortunadas: imitaciones, en los siglos XVI, XVII y XVIII, de formas puras o cultas, cuya elegancia es quizás imprescriptible.

Todas esas investigaciones se han instituido en Francia, lo que es bastante notable, al tener fama este país de poco poético, a pesar de haber dado más de un poeta de renombre. Es cierto que, desde hace aproximadamente trescientos años, se ha enseñado a los franceses a desconocer la verdadera naturaleza de la poesía y a tomar por caminos que conducen en dirección contraria a su morada. Enseguida lo demostraré fácilmente. Lo cual explica porqué los accesos de poesía que, de vez en cuando, se han dado entre nosotros, han debido producirse en forma de revuelta o de rebelión, o bien, por el contrario, se han concentrado en un pequeño número de cabezas fervientes, celosas de sus secretas certidumbres.

Pero, en esta misma nación poco melodiosa, se ha manifestado, durante el último cuarto de siglo pasado, una sorprendente riqueza de invenciones líricas. Hacia 1875, vivo todavía Victor Hugo, accediendo a la gloria Leconte de Lisie y los suyos, hemos visto nacer los nombres de Verlaine, de Stéphane Mallarmé, de Arthur Rimbaud, esos tres Reyes Magos de la poética moderna, portadores de presentes tan preciosos y de aromas tan raros que el tiempo transcurrido desde entonces no ha alterado ni el brillo ni la potencia de esos dones extraordinarios.

La extrema diversidad de sus obras añadida a la variedad de los modelos ofrecidos por los poetas de la generación precedente ha permitido y permite concebir, sentir y practicar la poesía en una formidable cantidad de maneras muy diferentes. Hoy los hay que siguen sin duda a Lamartine, otros prolongan a Rimbaud. La misma persona puede cambiar de gusto y estilo, quemar a los veinte años lo que adoraba a los diez y seis, no sé qué íntima trasmutación permite deslizar de un maestro a otro el poder de encantar. El aficionado a Musset se afina y lo abandona por Verlaine. Alguien, precozmente alimentado de Hugo, se dedica por entero a Mallarmé.

Tales pasajes intelectuales se hacen, en general, en un cierto sentido antes que en el otro, que es mucho menos probable: debe ser rarísimo que el Bateau ivre transporte a la larga a Le Lac. En revancha, no puede perderse por amor a la pura y dura Hérodiade el gusto por la Priére d’Esther.

Esos desafectos, esos flechazos del amor o de la gracia, esas conversiones y sustituciones, esa posibilidad de estar sucesivamente sensibilizados por la acción de los poetas incompatibles son fenómenos literarios de primera importancia. Nunca se habla de ello. Pero, ¿de qué hablamos al hablar de «Poética»?

Admiro que no exista aspecto de nuestra curiosidad en el cual la observación de las cosas mismas esté más descuidada.

Sé que es así en toda disciplina en la que se puede temer que la mirada completamente pura distraiga o desencante su objeto. He visto, no sin interés, el excitado descontento por lo que no hace mucho he escrito sobre la Historia, que se reducía a simples constataciones que todo el mundo puede hacer. Esa pequeña ebullición era muy natural y fácil de prever, ya que es más fácil reaccionar que reflexionar, y que ese mínimum debe necesariamente triunfar en la mayor parte de los espíritus. En cuanto a mí, me cuido siempre de seguir ese arrebato de las ideas que huye al objeto observable, y, de signo en signo, vuela a enardecer el sentimiento particular... Considero que hay que desaprender a sólo considerar lo que la costumbre y, sobre todo, la más poderosa de todas, el lenguaje, nos hacen considerar. Hay que intentar detenerse en otros puntos que los indicados por las palabras, es decir, por los otros.

Así pues voy a intentar mostrar cómo la costumbre trata a la Poesía, y cómo hace de ella lo que no es, a expensas de lo que es.

 

No podemos decir casi nada sobre la «Poesía» que no sea directamente inútil para todas las personas en cuya vida íntima esta singular potencia que la hace desear o darse a conocer se pronuncia como una pregunta inexplicable de su ser, o bien como su respuesta más pura.

Esas personas sienten la necesidad de lo que comúnmente no sirve para nada, y perciben una especie de rigor en ciertas combinaciones de palabras completamente arbitrarias para otros ojos.

Las mismas no se dejan con facilidad enseñar a amar lo que no aman, ni a no amar lo que aman: algo que fue, antes y ahora, el esfuerzo principal de la crítica.

 

En cuanto a aquellos que de la Poesía no sienten fuertemente ni la presencia ni la ausencia, no es, sin duda, para ellos más que algo abstracto y misteriosamente admitido: algo tan vano como se quiera —aunque una tradición que es conveniente respetar atribuye a esta entidad uno de esos valores indeterminados, como algunos que fluctúan en el espíritu público—. La consideración que se le otorga a un título de nobleza en una nación democrática puede servir aquí dé ejemplo.

Valoro de la esencia de la Poesía que sea, según las diversas naturalezas de los espíritus, o de valor nulo o de importancia infinita: lo que la asimila al mismo Dios.

 

Entre esos hombres sin gran apetito de Poesía, que no sienten la necesidad y que no la habrían inventado, la desgracia quiere que figuren un buen número de aquellos cuyo cargo o destino es juzgar, discurrir, excitar y cultivar el gusto; y, en suma, dispensar lo que no tienen. Con frecuencia le dedican toda su inteligencia y todo su celo: cuyas consecuencias hay que temer.

Se ven inevitablemente o conducidos u obligados a considerar bajo el nombre magnífico y discreto de «Poesía» objetos muy diferentes de aquel del que piensan que se ocupan. Todo les es válido, sin ellos saberlo, para esquivar o eludir inocentemente lo esencial. Les es válido todo lo que no lo es.

Se enumeran, por ejemplo, los medios aparentes de los que se sirven los poetas; se marcan las frecuencias y las ausencias en su vocabulario; se denuncian sus imágenes favoritas; se señalan las semejanzas de una y otra, y las imitaciones. Algunos intentan restituir sus secretos designios, y leer, en una engañosa transparencia, las intenciones o las alusiones en sus obras. Escrutan gustosamente, con una complacencia que deja ver cómo se extravían, lo que se sabe (o que se cree saber) de la vida de los autores, como si de ésta se pudiera conocer la verdadera deducción íntima y por otra parte como si las bellezas de la expresión, el acorde delicioso, siempre... providencial, de los términos y de los sonidos, fueran los efectos bastante naturales de las vicisitudes encantadoras o patéticas de una existencia. Pero todo el mundo ha sido feliz o desgraciado; y los extremos de la alegría lo mismo que aquellos del dolor no les han sido negados a las más toscas y menos melodiosas de las almas. Sentir no supone hacer sensible —y todavía menos: bellamente sensible...

 

¿No es admirable que se busquen y se encuentren tantas maneras de tratar un tema sin tan siquiera rozar el principio, y demostrando por los métodos que se emplean, por los modos de la atención que se aplican, e incluso por el trabajo que se infligen, un desconocimiento pleno y perfecto de la verdadera cuestión?

Más aún: en la cantidad de eruditos trabajos que, desde hace siglos, se han consagrado a la Poesía, vemos maravillosamente pocos (y digo «pocos» para no ser absoluto) que no impliquen una negación de su existencia. Los caracteres más sensibles, los problemas más reales de este arte tan compuesto están así exactamente ofuscados por la clase de miradas que se fijan en él.

 

¿Qué se hace? Se trata al poema como si fuera divisible (y debiera serlo) en un discurso de prosa que se basta a sí mismo y consiste por sí mismo, o bien en un fragmento de una música particular, más o menos próxima a la música propiamente dicha, como la que puede producir la voz humana. Pero la nuestra no se eleva hasta el canto, el cual, por lo demás, no conserva las palabras, no se dedica más que a las sílabas.

En cuanto al discurso de prosa —es decir: discurso que puesto en otros términos desempeñaría la misma función—, a su vez es dividido. Se considera que se descompone, por una parte, en un pequeño texto (que puede reducirse en ocasiones a una sola palabra o al título de la obra) y, por otra parte, en una cantidad cualquiera de palabra accesoria: ornamentos, imágenes, figuras, epítetos, «detalles bellos», cuya característica común es poder ser introducidos, multiplicados, suprimidos ad libitum...

Y en cuanto a la música de poesía, esa música particular de la que hablaba, para unos es imperceptible, para la mayoría, desdeñable, para algunos, objeto de investigaciones abstractas, en ocasiones sabias, generalmente estériles. Sé que se han dedicado honorables esfuerzos contra las dificultades de esta materia; pero me temo que las fuerzas hayan sido mal aplicadas. Nada más engañoso que los métodos llamados «científicos» (y las medidas o en particular los registros) que permiten siempre responder con un «hecho» a una pregunta incluso absurda o mal planteada. Su valor (como el de la lógica) depende de la manera de utilizarlos. Las estadísticas, los trazados sobre la cera, las observaciones cronométricas que se invocan para resolver preguntas de origen o de tendencia completamente «subjetivos», expresan algo —pero en este caso sus oráculos, lejos de sacarnos del apuro y de cerrar toda discusión, no hacen sino introducir, bajo las apariencias y el aparato del material de la física, toda una metafísica ingenuamente encubierta.

Por más que contemos los pasos de la diosa, anotemos la frecuencia y la longitud media, no extraemos el secreto de su gracia instantánea. No hemos visto, hasta ahora, que la loable curiosidad que se ha prodigado para escrutar los misterios de la música propia del lenguaje «articulado» nos haya aportado producciones de nueva y capital importancia. Pero ahí reside todo. La única prueba del saber real es el poder: poder de hacer o poder de predecir. Todo el resto es Literatura...

Sin embargo he de reconocer que esas investigaciones que encuentro poco fructuosas al menos tienen el mérito de perseguir la precisión. La intención es excelente... El aproximadamente contenta con facilidad a nuestra época, siempre que la materia no está en juego. Nuestra época se siente a la vez más precisa y más superficial que ninguna otra: más precisa a su pesar, más superficial por sí sola. El accidente le resulta más precioso que la sustancia. Las personas le divierten y el hombre le aburre; y teme por encima de todo ese bienaventurado tedio, que en tiempos más tranquilos, y más vacíos, nos engendraba profundos, difíciles y deseables lectores. ¿Quién, y para quién, sopesaría hoy sus menores palabras? Qué Racine interrogaría a su Boileau familiar para obtener la licencia de sustituir por la palabra miserable la palabra infortunado, en un verso, lo cual no le fue concedido.

 

Puesto que me propongo separar un poco la Poesía de tanta prosa y espíritu de prosa que la abruma y la vela de conocimientos inútiles para el conocimiento y posesión de su naturaleza, bien puedo observar el efecto que esos trabajos producen sobre más de un espíritu de nuestra época. Sucede que el hábito de la exactitud extrema alcanzada en ciertos campos (convertida en familiar para la mayoría debido a la mucha aplicación en la vida práctica), tiende a convertir en vanas, si no insoportables, muchas especulaciones tradicionales, muchas tesis y teorías, que, sin duda, pueden todavía entretenernos, irritarnos un poco el intelecto, hacer escribir, e incluso hojear, más de un libro excelente, pero de los que sentimos, por otra parte, que nos bastaría una mirada un poco más activa, o algunas preguntas imprevistas, para ver cómo se resuelven en simples posibilidades verbales las ilusiones abstractas, los sistemas arbitrarios y las vagas perspectivas. En lo sucesivo todas las ciencias que cuentan únicamente con lo que dicen se encuentran «virtualmente» depreciadas por el desarrollo de aquellas en las que se comprueban y utilizan a cada instante los resultados.

Imaginemos pues los juicios que pueden surgir en una inteligencia acostumbrada a cierto rigor cuando se le proponen ciertas «definiciones» y ciertos «desarrollos» que pretenden introducirla en la comprensión de las letras y en particular de la Poesía. ¿Qué valor conceder a los razonamientos que se hacen sobre el «Clasicismo», el «Romanticismo», el «Simbolismo», etc., cuando tanto nos costaría unir los caracteres singulares y las cualidades de ejecución, que son el premio y asegurarían la conservación de determinada obra en estado vivo, a las pretendidas ideas generales y a las tendencias «estéticas» que se presume designan esos bellos nombres? Son términos abstractos y aceptados: pero convenciones que no son otra cosa que «cómodas», ya que el desacuerdo de los autores sobre sus significados es, de alguna manera, un requisito indispensable, y parecen hechos para provocarlo y dar pretexto a infinitas disensiones.

 

Es demasiado evidente que todas esas clasificaciones y esas opiniones ligeras nada añaden al goce de un lector capaz de amor, ni acrecientan en un hombre enterado la inteligencia de los medios que los maestros han empleado: no enseñan ni a leer ni a escribir. Además, apartan y eximen al espíritu de los problemas reales del arte; y sin embargo permiten a muchos ciegos discurrir admirablemente sobre el color. ¡Cuántas facilidades se escribieron por la gracia de la palabra «Humanismo», y qué de necedades para hacer creer a la gente en la invención de la «Naturaleza» por Rousseau!... Claro es que una vez adoptadas y absorbidas por el público, entre mil fantasmas que le ocupan vanamente, esas apariencias de pensamientos adquieren un modo de existencia y dan pretexto y materia a una multitud de combinaciones de cierta originalidad escolar. Se descubre ingeniosamente un Boileau en Victor Hugo, un romántico en Corneille, un «psicólogo» o un realista en Racine... Todas ellas cosas que no son ni verdaderas ni falsas —y que por lo demás no pueden serlo.

 

Admito que no se haga ningún caso de la literatura en general, y de la poesía en particular. La belleza es una cuestión privada; la impresión de reconocerla y sentirla en un instante determinado es un accidente más o menos frecuente en una existencia, como sucede con el dolor y la voluptuosidad, pero más casual aún. Nunca es seguro que un objeto concreto nos seduzca, ni que habiendo agradado (o desagradado) en tal ocasión, nos guste (o disguste) en otra. Esta incertidumbre que desbarata todos los cálculos y todos los cuidados y que permite todas las combinaciones de las obras con los individuos, todos los desalientos y todas las idolatrías, hace que la suerte de los escritos participe de los caprichos, de las pasiones y variaciones de cualquier persona. Si alguien realmente aprecia determinado poema, se le admite que hable de ello como de un afecto personal —si es que habla—. He conocido a hombres tan celosos de aquello que admiraban tan perdidamente que soportaban mal el que otros estuvieran prendados e incluso que lo conocieran, considerando que el reparto deterioraba su amor. Preferían ocultar que difundir sus libros preferidos, tratándolos (en detrimento de la gloria general de los autores, y en provecho de su culto), como los sabios maridos de Oriente a sus esposas, a las que rodean de secreto.

Pero si se quiere, como requiere la costumbre, hacer de las Letras una especie de institución de utilidad pública, asociar al renombre de una nación —que es, en resumen, un valor de Estado— los títulos de «obras maestras», que deben inscribirse al lado de los nombres de sus victorias, y si, convirtiendo en medios de educación los instrumentos de placer espiritual, se asigna a esas creaciones una función de importancia en la formación y clase de los jóvenes, además hay que tener cuidado de no corromper con ello el exacto y verdadero sentido del arte. Esa corrupción consiste en sustituir por precisiones vanas y exteriores o por opiniones convencionales la precisión absoluta del placer o del interés directo que provoca una obra, para hacer de esta obra un reactivo al servicio del control pedagógico, una materia de desarrollos parásitos, un pretexto para problemas absurdos...

Todas esas intenciones concurren al mismo efecto: esquivar las cuestiones reales, organizar un error...

Cuando contemplo lo que se hace con la Poesía, lo que se le pide, lo que se contesta a su respecto, la idea que de ella se da en los estudios (y un poco en general), mi espíritu, que se considera (sin duda como consecuencia de la naturaleza íntima de los espíritus) el más simple de los espíritus posibles, se asombra «hasta el límite del asombro».

Se dice: no veo nada en todo esto que me permita leer mejor este poema, aplicarlo mejor para mi goce; ni concebir más distintamente la estructura. Se me incita a algo muy distinto, y se busca todo para apartarme de lo divino. Se me enseñan fechas, biografía, se me entretiene con querellas, con doctrinas que poco me importan, cuando del canto y del arte sutil de la voz portadora de ideas se trata... ¿Dónde se encuentra lo esencial en esas palabras y en esas tesis? ¿Qué se hace con lo que se observa inmediatamente en un texto, con las sensaciones que se las ha arreglado para producir? Llegará el momento de tratar de la vida, de los amores y de las opiniones del poeta, de sus amigos y de sus enemigos, de su nacimiento y de su muerte, cuando hayamos avanzado lo bastante en el conocimiento poético de su poema, es decir, cuando nos hayamos hecho instrumento de la cosa escrita, de manera que nuestra voz, nuestra inteligencia y todos los resortes de nuestra sensibilidad se hayan adaptado para dar vida y poderosa presencia al acto de creación del autor.

A la menor pregunta concreta surge el carácter superficial y vano de los estudios y de las enseñanzas sobre los que acabo de asombrarme. Mientras escucho esas disertaciones en las que no faltan ni los «documentos» ni las sutilezas, no puedo menos de pensar que ni siquiera sé qué es una Frase... Varío en lo que entiendo por un Verso. He leído o forjado veinte «definiciones» del Ritmo, de las que no apruebo ninguna... ¡Qué digo!... Si solamente me detengo a pensar qué es una Consonante, me pregunto, consulto, y no recojo sino apariencias de conocimiento nítido, distribuido en veinte pareceres contradictorios...

Si se me ocurre ahora informarme de esas funciones, o mejor de esos abusos del lenguaje, que se agrupan bajo el nombre vago y general de «figuras», sólo encuentro los vestigios abandonados del muy imperfecto análisis que intentaron los Antiguos de esos fenómenos «retóricos». Ahora bien, esas figuras, tan descuidadas por la crítica de los modernos, desempeñan un papel de primera importancia, no solamente en la poesía declarada y organizada, sino también en ésa poesía perpetuamente activa y organizada que atormenta el vocabulario fijo, dilata o restringe el sentido de las palabras, opera sobre ellas por simetrías o por conversiones, altera a cada instante los valores de esa moneda fiduciaria; y unas veces por las bocas del pueblo, otras veces por las necesidades imprevistas de la expresión técnica, o bien bajo la pluma vacilante del escritor, engendra esa variación de la lengua que la convierte insensiblemente en otra. Nadie parece haberse ni siquiera propuesto reanudar ese análisis. Nadie busca en el examen en profundidad de esas sustituciones, de esas contraídas notaciones, de esos pensados menosprecios y de esos expedientes, hasta ahora tan vagamente definidos por los gramáticos, las propiedades que suponen y que no pueden ser muy diferentes de aquellas que en ocasiones evidencia el genio geométrico y su arte para crearse instrumentos de pensamiento cada vez más ágiles y penetrantes. El Poeta, sin saberlo, se mueve en un orden de relaciones y de transformaciones posibles, de las que no percibe o no persigue más que los efectos momentáneos y particulares que tienen importancia en determinado estado de su operación interior.

Admito que las investigaciones de esta clase son terriblemente difíciles y que su utilidad sólo puede manifestarse a pocos espíritus; y concedo que es menos abstracto, más fácil, más «humano», más «vivo», desarrollar consideraciones sobre las «fuentes», las «influencias», la «psicología», los «medios» y las «inspiraciones» poéticas que consagrarse a los problemas orgánicos de la expresión y de sus efectos. No niego el valor ni pongo en duda el interés de una literatura que tiene a la Literatura misma como decorado y a los autores mismos como sus personajes, pero he de constatar que no he encontrado gran cosa que pueda servirme positivamente. Eso está bien para conversaciones, discusiones, conferencias, exámenes o tesis, y todos los temas exteriores de ese género —cuyas exigencias son bien distintas de las del mano a mano despiadado entre el querer y el poder de alguien—. La Poesía se forma o se comunica en el abandono más puro o en la espera más profunda: si se toma por objeto de estudio es ahí donde hay que mirar: en el ser, y muy poco en sus alrededores.

 

¡Qué sorprendente es —me dice todavía mi espíritu de simplicidad— que una época que impulsa hasta un punto increíble, en la fábrica, en la construcción, en la palestra, en el laboratorio o en las oficinas, la disección del trabajo, la economía y eficacia de los actos, la pureza y limpieza de las operaciones, rechace en las artes las ventajas de la experiencia adquirida, rehúse invocar otra cosa que la improvisación, el fuego del cielo, el recurso al azar bajo diversos nombres halagüeños!... En ninguna época se ha marcado, expresado, afirmado e incluso proclamado con más fuerza, el desprecio de lo que garantiza la perfección propia de las obras, les da mediante las relaciones de sus partes la unidad y la consistencia de la forma, y todas las cualidades que los golpes más acertados no pueden conferirles. Pero somos instantáneos. Demasiadas metamorfosis, y revoluciones de todas clases, demasiadas transmutaciones rápidas de gustos en disgustos y de cosas en mofa en cosas que no tienen precio, demasiados valores demasiado diversos simultáneamente dados nos acostumbran a contentarnos con los primeros términos de nuestras impresiones. ¿Y cómo soñar en nuestros días con la duración, especular sobre el porvenir, querer legar? Nos parece bastante vano tratar de resistir al «tiempo» y ofrecer a desconocidos que vivirán dentro de doscientos años modelos que puedan conmoverlos. Encontramos casi inexplicable que tantos grandes hombres hayan pensado en nosotros y que quizás se hayan convertido en grandes hombres por haberlo hecho. En fin, todo nos parece tan precario y tan inestable en todas las cosas, tan necesariamente accidental, que hemos llegado a hacer de los accidentes de la sensación y de la consciencia menos consistente, la sustancia de muchas obras.

En resumen, la superstición de la posteridad, abolida; la preocupación del mañana, disipada; la composición, la economía de medios, la elegancia y la perfección, imperceptibles para un público menos sensible y más ingenuo que en otro tiempo. Es bastante natural que el arte de la poesía y la inteligencia de ese arte se vean (como tantas otras cosas) afectados hasta el punto de impedir toda previsión, e incluso toda imaginación, de su destino incluso próximo. La suerte de un arte está vinculada, por una parte, a la de sus medios naturales, por otra, a la de los espíritus que se pueden interesar, y que encuentran en él la satisfacción de una verdadera necesidad. Hasta ahora, y desde la más lejana antigüedad, la lectura y la escritura eran las únicas formas de intercambio así como los únicos procedimientos de trabajo y de conservación de la expresión mediante el lenguaje. Ya no podemos responder de su futuro. En cuanto a los espíritus, vemos que están solicitados y seducidos por tantos prestigios inmediatos, tantos excitantes directos que les aportan sin esfuerzo las sensaciones más intensas, y les representan la vida misma y la naturaleza en todo, que podemos poner en duda si nuestros nietos encontrarán el menor sabor a las gracias caducas de nuestros más extraordinarios poetas, y a toda la poesía en general.

 

Siendo mi intención demostrar por la manera en que la Poesía está generalmente considerada hasta qué punto es generalmente desconocida —víctima lamentable en ocasiones de las más poderosas inteligencias, aunque carecen de discernimiento en cuanto a ella—, debo proseguir y dejarme llevar a algunas precisiones.

Citaré en primer lugar al gran d’Alembert: «Esta es, me parece, escribe, la ley rigurosa, pero justa, que nuestro siglo impone a los poetas: ya sólo reconoce como bueno en verso lo que encontraría excelente en prosa.»

Esta sentencia es de aquellas en las que lo contrario es exactamente aquello que pensamos que hay que pensar. A un lector de 1760 le habría bastado formular lo contrario para encontrar lo que debía buscarse y disfrutarse en el curso bastante cercano de los tiempos. No digo que d’Alembert se equivocó, ni su siglo. Digo que él creía hablar de Poesía, mientras que bajo ese nombre pensaba en una cosa muy distinta.

¡Bien sabe Dios si desde el enunciado de ese «Teorema de d’Alembert», los poetas se han desvivido para contradecirlo!...

Unos, impulsados por el instinto, han huido, en sus obras, muy lejos de la prosa. Se han deshecho, acertadamente incluso, de la elocuencia, de la moral, de la historia, de la filosofía y de todo aquello que no se desarrolla en el intelecto sino a expensas de las especies de la palabra.

Otros, un poco más exigentes, han intentado, mediante un análisis cada vez más fino y preciso del deseo y del goce poéticos y de sus resortes, construir una poesía que nunca pudiera reducirse a la expresión de un pensamiento, ni traducirse, sin perecer, a otros términos. Supieron que la transmisión de un estado poético que compromete a todo el ser sintiente es una cosa distinta que la de una idea. Comprendieron que el sentido literal de un poema no es, y no cumple, todo su fin; que no es por lo tanto necesariamente único.

 

Sin embargo, pese a investigaciones y creaciones admirables, el hábito adquirido de juzgar los versos según la prosa y su función, de evaluarlos, en cierto sentido, según la cantidad de prosa que contienen; el temperamento nacional más y más prosaico a partir del siglo XVI; los sorprendentes errores de la enseñanza literaria; la influencia del teatro y de la poesía dramática (es decir, de la acción, que es esencialmente prosa) perpetúan muchos absurdos y muchas prácticas que testimonian la ignorancia más manifiesta de las condiciones de la poesía.

Sería fácil redactar una tabla de los «criterios» del espíritu antipoético. Sería la lista de las maneras de tratar un poema, de juzgarlo y de hablar de él, maniobras directamente opuestas a los esfuerzos del poeta. Transladadas a la enseñanza, en la que son imperativas, esas vanas y bárbaras operaciones tienden a arruinar desde la infancia el sentido poético, y hasta la noción del placer que podría dar.

Distinguir en el verso el fondo y la forma, un tema y un desarrollo, el sonido y el sentido; considerar la rítmica, la métrica y la prosodia como naturalmente y fácilmente separables de la expresión verbal misma, de las palabras mismas y de la sintaxis, he ahí otros tantos síntomas de no comprensión o de insensibilidad en materia poética. Poner o hacer poner en prosa un poema; hacer de un poema un material de instrucción o de exámenes, no son menores actos de herejía. Es una verdadera perversión ingeniárselas así para tomar en sentido contrario los principios de un arte, cuando se trataría, por el contrario, de introducir a los espíritus en un universo de lenguaje que no es el sistema común de los intercambios de signos por actos o ideas. El poeta dispone de las palabras muy diferentemente de lo que lo hacen la costumbre y la necesidad. Son sin duda las mismas palabras, pero en absoluto los mismos valores. Es el no-uso, el no decir «que llueve» es su quehacer, y todo lo que afirma, todo lo que demuestra que no habla en prosa es bueno para él. Las rimas, la inversión, las figuras desarrolladas, las simetrías y las imágenes, todo ello, hallazgos o convenciones, son otros tantos medios de oponerse a la vertiente prosaica del lector (lo mismo que las famosas «reglas» del arte poético producen el efecto de recordar incesantemente al poeta el universo complejo de este arte). La imposibilidad de reducir a prosa su obra, de decirla, o de comprenderla en tanto que prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las cuales esta obra no tiene poéticamente ningún sentido.

 

Después de tantas proposiciones negativas, debería ahora entrar en lo positivo del tema, pero me parecería poco apropiado hacer preceder una recopilación de poemas, en donde aparecen las tendencias y las formas de ejecución más diferentes, de una exposición de ideas muy personales, pese a mis esfuerzos por mantener y componer observaciones y razonamientos que todo el mundo puede rehacer. Nada más difícil que no ser uno mismo o que no serlo más que hasta donde se quiere.

 

PAUL VALÉRY

Traducción de Carmen Santos.

Teoría, poética y estética. Madrid, Visor, 1990.

 

 

QUESTIONS DE POÉSIE

 

Depuis quelque quarante-cinq ans, j’ai vu la Poésie subir bien des entreprises, être soumise à des expériences d’une extrême diversité, essayer des voies tout inconnues, revenir parfois à certaines traditions ; participer, en somme, aux brusques fluctuations et au régime de fréquente nouveauté qui semblent caractéristiques du monde actuel. La richesse et la fragilité des combinaisons, l’instabilité des goûts et les transmutations rapides de valeurs ; enfin, la croyance aux extrêmes et la disparition du durable sont les traits de ce temps, qui seraient encore bien plus sensibles s’ils ne répondaient très exactement à notre sensibilité même, qui se fait toujours plus obtuse.

Pendant ce dernier demi-siècle, une succession de formules ou de modes poétiques se sont prononcés, depuis le type strict et facilement définissable du Parnasse, jusqu’aux productions les plus dissolues et aux tentatives les plus véritablement libres. Il convient, et il importe, d’ajouter à cet ensemble d’inventions, certaines reprises, souvent très heureuses : emprunts, auXVIe, au XVIIe et au XVIIIe siècle, de formes pures ou savantes, dont l’élégance est peut-être imprescriptible.

 

Toutes ces recherches ont été instituées en France ; ce qui est assez remarquable, ce pays étant réputé peu poétique, quoique ayant produit plus d’un poète de renom. Il est exact que depuis trois cents ans environ, les Français ont été instruits à méconnaître la vraie nature de la poésie et à prendre le change sur des voies qui conduisent tout à l’opposé de son gîte. Je le montrerai facilement tout à l’heure. Ceci explique pourquoi les accès de poésie qui, de temps à autre, se sont produits chez nous, ont dû se produire en forme de révolte ou de rébellion ; ou bien se sont, au contraire, concentrés dans un petit nombre de têtes ferventes, jalouses de leurs secrètes certitudes.

Mais, dans cette même nation peu chantante, une surprenante richesse d’inventions lyriques s’est manifestée, pendant le dernier quart du siècle passé. Vers 1875, Victor Hugo vivant encore, Leconte de Lisle et les siens accédant à la gloire, on a vu naître les noms de Verlaine, de Stéphane Mallarmé, d’Arthur Rimbaud, ces trois Rois Mages de la poétique moderne, porteurs de présents si précieux et de si rares aromates que le temps qui s’est écoulé depuis lors n’a altéré l’éclat ni la puissance de ces dons extraordinaires.

L’extrême diversité de leurs ouvrages s’ajoutant à la variété des modèles offerts par les poètes de la génération précédente a permis et permet de concevoir, de sentir et de pratiquer la poésie d’une quantité admirable de manières fort différentes. Il en est aujourd’hui qui, sans doute, suivent encore Lamartine ; d’autres prolongent Rimbaud. Le même peut changer de goût et de style, brûle à vingt ans ce qu’il adorait à seize ; je ne sais quelle intime transmutation fait glisser d’un maître à l’autre le pouvoir de ravir. L’amateur de Musset s’affine et l’abandonne pour Verlaine. Tel, nourri précocement de Hugo, se dédie tout entier à Mallarmé.

Ces passages spirituels se font, en général, dans un certain sens plutôt que dans l’autre, qui est beaucoup moins probable : il doit être rarissime que le « Bateau Ivre » transporte à la longue vers « Le Lac ». En revanche, on peut ne pas perdre, pour l’amour de la pure et dure « Hérodiade », le goût de la « Prière d’Esther ».

Ces désaffections, ces coups de la foudre ou de la grâce, ces conversions et substitutions, cette possibilité d’être successivement sensibilisés à l’action de poètes incompatibles sont des phénomènes littéraires de première importance. On n’en parle donc jamais.

Mais, – de quoi parle-t-on quand on parle de « Poésie » ?

J’admire qu’il ne soit point de domaine de notre curiosité dans lequel l’observation des choses mêmes soit plus négligée.

Je sais bien qu’il en est ainsi en toute matière où l’on peut craindre que le regard tout pur ne dissipe ou ne désenchante son objet. J’ai vu, non sans intérêt, le mécontentement excité par ce que j’ai naguère écrit sur l’Histoire, et qui se réduisait à de simples constatations que tout le monde peut faire. Cette petite ébullition était toute naturelle et facile à prévoir, puisqu’il est plus facile de réagir que de réfléchir, et que ce minimum doit nécessairement l’emporter dans le plus grand nombre des esprits. Quant à moi, je me reprends toujours de suivre cet emportement des idées qui fuit l’objet observable, et, de signe en signe, vole irriter le sentiment particulier... J’estime qu’il faut désapprendre à ne considérer que ce que la coutume et, surtout, la plus puissante de toutes, le langage, nous donnent à considérer. Il faut tenter de s’arrêter en d’autres points que ceux indiqués par les mots, – c’est-à-dire – par les autres.

Je vais donc essayer de montrer comme l’usage traite la Poésie, et comme il en fait ce qu’elle n’est pas, aux dépens de ce qu’elle est.

 

On ne peut presque rien dire sur la « Poésie » qui ne soit directement inutile à toutes les personnes dans la vie intime desquelles cette singulière puissance qui la fait désirer ou se produire se prononce comme une demande inexplicable de leur être, ou bien comme sa réponse la plus pure.

Ces personnes éprouvent la nécessité de ce qui ne sert communément à rien, et elles perçoivent quelquefois je ne sais quelle rigueur dans certains arrangements de mots tout arbitraires à d’autres yeux.

Les mêmes ne se laissent pas aisément instruire à aimer ce qu’elles n’aiment pas, ni à ne pas aimer ce qu’elles aiment, – ce qui fut, jadis et naguère, le principal effort de la critique.

 

Quant à ceux qui de la Poésie ne sentent bien fortement ni la présence ni l’absence, elle n’est, sans doute, pour eux que chose abstraite et mystérieusement admise : chose aussi vaine que l’on veut, – quoiqu’une tradition qu’il est convenable de respecter attache à cette entité une de ces valeurs indéterminées, comme il en flotte quelques-unes dans l’esprit public. La considération que l’on accorde à un titre de noblesse dans une nation démocratique peut ici servir d’exemple.

J’estime de l’essence de la Poésie qu’elle soit, selon les diverses natures des esprits, ou de valeur nulle ou d’importance infinie : ce qui l’assimile à Dieu même.

 

Parmi ces hommes sans grand appétit de Poésie, qui n’en connaissent pas le besoin et qui ne l’eussent pas inventée, le malheur veut que figurent bon nombre de ceux dont la charge ou la destinée est d’en juger, d’en discourir, d’en exciter et cultiver le goût ; et, en somme, de dispenser ce qu’ils n’ont pas. Ils y mettent souvent toute leur intelligence et tout leur zèle : de quoi les conséquences sont à craindre.

Sous le nom magnifique et discret de « Poésie », ils sont inévitablement ou conduits ou contraints à considérer de tous autres objets que celui dont ils pensent qu’ils s’occupent. Tout leur est bon, sans qu’ils s’en doutent, à fuir ou à éluder innocemment l’essentiel. Tout leur est bon qui n’est pas lui.

On énumère, par exemple, les moyens apparents dont usent les poètes ; on relève des fréquences ou des absences dans leur vocabulaire ; on dénonce leurs images favorites ; on signale des ressemblances de l’un à l’autre, et des emprunts. Certains essaient de restituer leurs secrets desseins, et de lire, dans une trompeuse transparence, des intentions ou des allusions dans leurs ouvrages. Ils scrutent volontiers, avec une complaisance qui fait bien voir comme ils s’égarent, ce que l’on sait (ou que l’on croit savoir) de la vie des auteurs, comme si l’on pouvait jamais connaître de celle-ci la véritable déduction intime et d’ailleurs comme si les beautés de l’expression, l’accord délicieux, toujours... providentiel, de termes et de sons, étaient des effets assez naturels des vicissitudes charmantes ou pathétiques d’une existence. Mais tout le monde a été heureux et malheureux ; et les extrêmes de la joie comme ceux de la douleur n’ont pas été refusés aux plus grossières et aux moins chantantes des âmes. Sentir n’emporte pas rendre sensible, – et encore moins : bellement sensible...

 

N’est-il pas admirable que l’on cherche et que l’on trouve tant de manières de traiter d’un sujet sans même en effleurer le principe, et en démontrant par les méthodes que l’on emploie, par les modes de l’attention qu’on y applique, et jusque par le labeur que l’on s’inflige, une méconnaissance pleine et parfaite de la véritable question ?

Davantage : dans la quantité de savants travaux qui, depuis des siècles, ont été consacrés à la Poésie, on en voit merveilleusement peu, (et je dis « peu » pour ne pas être absolu), qui n’impliquent pas une négation de son existence. Les caractères les plus sensibles, les problèmes les plus réels de cet art si composé sont comme exactement offusqués par le genre des regards qui se fixent sur lui.

 

Que fait-on ? On traite du poème comme s’il fût divisible (et qu’il dût l’être) en un discours de prose qui se suffise et consiste par soi ; et d’autre part, en un morceau d’une musique particulière,plus ou moins proche de la musique proprement dite, telle que la voix humaine peut la produire ; mais la nôtre ne s’élève pas jusqu’au chant, lequel, du reste, ne conserve guère les mots, ne s’attachant qu’aux syllabes.

Quant au discours de prose, – c’est-à-dire : discours qui mis en d’autres termes remplirait le même office, – on le divise à son tour. On considère qu’il se décompose, d’une part, en un petit texte (qui peut se réduire parfois à un seul mot ou au titre de l’ouvrage) et, d’autre part, à une quantité quelconque de parole accessoire : ornements, images, figures, épithètes, « beaux détails », dont le caractère commun est de pouvoir être introduits, multipliés, supprimés ad libitum...

Et quant à la musique de poésie, à cette musique particulière dont je parlais, elle est pour les uns imperceptible ; pour la plupart, négligeable ; pour certains, l’objet de recherches abstraites, parfois savantes, généralement stériles. D’honorables efforts, je sais, ont été exercés contre les difficultés de cette matière ; mais je crains bien que les forces n’aient été mal appliquées. Rien de plus trompeur que les méthodes dites « scientifiques » (et les mesures ou les enregistrements, en particulier) qui permettent toujours de faire répondre par « un fait » à une question même absurde ou mal posée. Leur valeur (comme celle de la logique) dépend de la manière de s’en servir. Les statistiques, les tracements sur la cire, les observations chronométriques que l’on invoque pour résoudre des questions d’origine ou de tendance toutes « subjectives », énoncent bienquelque chose ; – mais ici leurs oracles, loin de nous tirer d’embarras et de clore toute discussion, ne font qu’introduire, sous les espèces et l’appareil du matériel de la physique, toute une métaphysique naïvement déguisée.

Nous avons beau compter les pas de la déesse, en noter la fréquence et la longueur moyenne, nous n’en tirons pas le secret de sa grâce instantanée. Nous n’avons pas vu, jusqu’à ce jour, que la louable curiosité qui s’est dépensée à scruter les mystères de la musique propre au langage « articulé » nous ait valu des productions d’importance nouvelle et capitale. Or, tout est là. Le seul gage du savoir réel est le pouvoir : pouvoir de faire ou pouvoir de prédire. Tout le reste est Littérature...

Je dois cependant reconnaître que ces recherches que je trouve peu fructueuses ont du moins le mérite de poursuivre la précision. L’intention en est excellente... L’à-peu-près contente aisément notre époque, en toutes occasions où la matière n’est pas en jeu. Notre époque se trouve donc à la fois plus précise et plus superficielle qu’aucune autre : plus précise malgré soi, plus superficielle par soi seule. L’accident lui est plus précieux que la substance. Les personnes l’amusent et l’homme l’ennuie ; et elle redoute sur toute chose ce bienheureux ennui, qui dans des temps plus paisibles, et comme plus vides, nous engendrait de profonds, de difficiles et de désirables lecteurs. Qui, et pour qui, pèserait aujourd’hui ses moindres mots ? Et quel Racine interrogerait son Boileau familier pour en obtenir licence de substituer le mot misérable au mot infortuné, dans tel vers, – ce qui ne fut pas accordé.

 

Puisque j’entreprends de dégager un peu la Poésie de tant de prose et d’esprit de prose qui l’accable et la voile de connaissances tout inutiles à la connaissance et à la possession de sa nature, je puis bien observer l’effet que ces travaux produisent sur plus d’un esprit de notre époque. Il arrive que l’habitude de l’extrême exactitude atteinte dans certains domaines, (devenue familière à la plupart, à cause de mainte application dans la vie pratique), tend à nous rendre vaines, sinon insupportables, bien des spéculations traditionnelles, bien des thèses ou des théories, qui, sans doute, peuvent nous occuper encore, nous irriter un peu l’intellect, faire écrire, et même feuilleter, plus d’un livre excellent ; mais dont nous sentons, d’autre part, qu’il nous suffirait d’un regard un peu plus actif, ou de quelques questions imprévues, pour voir se résoudre en simples possibilités verbales les mirages abstraits, les systèmes arbitraires et les vagues perspectives. Désormais toutes les sciences qui n’ont pour elles que ce qu’elles disent se trouvent « virtuellement » dépréciées par le développement de celles dont on éprouve et utilise à chaque instant les résultats.

Qu’on imagine donc les jugements qui peuvent naître dans une intelligence accoutumée à quelque rigueur, quand on lui propose certaines « définitions » et certains « développements » qui prétendent l’introduire à la compréhension des Lettres et particulièrement de la Poésie. Quelle valeur accorder aux raisonnements qui se font sur le « Classicisme », le « Romantisme », le « Symbolisme », etc., quand nous serions bien en peine de rattacher les caractères singuliers et les qualités d’exécution qui font le prix et assurèrent la conservation de tel ouvrage à l’état vivant, aux prétendues idées générales et aux tendances « esthétiques » que ces beaux noms sont présumés désigner ? Ils sont des termes abstraits et convenus : mais conventions qui ne sont rien moins que « commodes », puisque le désaccord des auteurs sur leurs significations est, en quelque sorte, de règle ; et qu’ils semblent faits pour le provoquer et donner prétexte à des dissentiments infinis.

 

Il est trop clair que toutes ces classifications et ces vues cavalières n’ajoutent rien à la jouissance d’un lecteur capable d’amour, ni n’accroissent chez un homme de métier l’intelligence des moyens que les maîtres ont mis en œuvre : elles n’enseignent ni à lire, ni à écrire. Davantage, elles détournent et dispensent l’esprit des problèmes réels de l’art ; cependant qu’elles permettent à bien des aveugles de discourir admirablement de la couleur. Que de facilités furent écrites par la grâce du mot « Humanisme », et que de niaiseries pour faire croire les gens à l’invention de la « Nature » par Rousseau !... Il est vrai qu’une fois adoptées et absorbées par le public, parmi mille phantasmes qui l’occupent vainement, ces apparences de pensées prennent une manière d’existence et donnent prétexte et matière à une foule de combinaisons d’une certaine originalité scolaire. On découvre ingénieusement un Boileau dans Victor Hugo, un romantique dans Corneille, un « psychologue » ou un réaliste dans Racine...Toutes choses qui ne sont ni vraies ni fausses ; – et qui d’ailleurs ne peuvent l’être.

 

Je consens que l’on ne fasse aucun cas de la littérature en général, et de la poésie, en particulier. C’est une affaire privée que la beauté ; l’impression de la reconnaître et ressentir à tel instant est un accident plus ou moins fréquent dans une existence, comme il en est de la douleur et de la volupté ; mais plus casuel encore. Il n’est jamais sûr qu’un certain objet nous séduise ; ni qu’ayant plu (ou déplu) telle fois, il nous plaise (ou déplaise) une autre fois. Cette incertitude qui déjoue tous les calculs et tous les soins, et qui permet toutes les combinaisons des ouvrages avec les individus, tous les rebuts et toutes les idolâtries, fait participer les destins des écrits aux caprices, aux passions et variations de toute personne. Si quelqu’un goûte véritablement tel poème, on le connaît à ceci qu’il en parle comme d’une affection personnelle, – si toutefois il en parle. J’ai connu des hommes si jaloux de ce qu’ils admiraient éperdument qu’ils souffraient mal que d’autres en fussent épris et même en eussent connaissance, estimant leur amour gâtée par le partage. Ils aimaient mieux cacher que répandre leurs livres préférés, et les traitaient, (au détriment de la gloire générale des auteurs, et à l’avantage de leur culte), comme les sages maris d’Orient leurs épouses, qu’ils environnent de secret.

 

Mais si l’on veut, comme le veut l’usage, faire des Lettres une sorte d’institution d’utilité publique, associer à la renommée d’une nation – qui est, en somme, une valeur d’État – des titres de « chefs-d’œuvre », qui se doivent inscrire auprès des noms de ses victoires ; et si, tournant en moyens d’éducation des instruments de plaisir spirituel, l’on assigne à ces créations un emploi d’importance dans la formation et le classement des jeunes gens, – encore faut-il prendre garde de ne pas corrompre par là le propre et véritable sens de l’art. Cette corruption consiste à substituer des précisions vaines et extérieures ou des opinions convenues à la précision absolue du plaisir ou de l’intérêt direct excité par une œuvre, à faire de cette œuvre un réactif servant au contrôle pédagogique, une matière à développements parasites, un prétexte à problèmes absurdes...

Toutes ces intentions concourent au même effet : esquiver les questions réelles, organiser une méprise...

Quand je regarde ce que l’on fait de la Poésie, ce que l’on demande, ce que l’on répond à son sujet, l’idée que l’on en donne dans les études, (et un peu partout), mon esprit, qui se croit, (par conséquence sans doute, de la nature intime des esprits), le plus simple des esprits possibles, s’étonne « à la limite de l’étonnement ».

Il se dit : je ne vois rien dans tout ceci ni qui me permette de mieux lire ce poème, de l’exécuter mieux pour mon plaisir ; ni d’en concevoir plus distinctement la structure. On m’incite à tout autre chose, et il n’est rien qu’on n’aille chercher pour me détourner du divin. On m’enseigne des dates, de la biographie ; on m’entretient de querelles, de doctrines dont je n’ai cure, quand il s’agit de chant et de l’art subtil de la voix porteuse d’idées... Où donc est l’essentiel dans ces propos et dans ces thèses ? Que fait-on de ce qui s’observe immédiatement dans un texte, des sensations qu’il est composé pour produire ? Il sera bien temps de traiter de la vie, des amours et des opinions du poète, de ses amis et ennemis, de sa naissance et de sa mort, quand nous aurons assez avancé dans la connaissance poétique de son poème, c’est-à-dire quand nous nous serons faits l’instrument de la chose écrite, de manière que notre voix, notre intelligence et tous les ressorts de notre sensibilité se soient composés pour donner vie et présence puissante à l’acte de création de l’auteur.

Le caractère superficiel et vain des études et des enseignements dont je viens de m’étonner apparaît à la moindre question précise. Cependant que j’écoute de ces dissertations auxquelles ni les « documents », ni les subtilités ne manquent, je ne puis m’empêcher de penser que je ne sais même pas ce que c’est qu’une Phrase... Je varie sur ce que j’entends par un Vers. J’ai lu ou j’ai forgé vingt « définitions » du Rythme, dont je n’adopte aucune... Que dis-je !... Si je m’attarde seulement à me demander ce que c’est qu’une Consonne, je m’interroge ; je consulte ; et je ne recueille que des semblants de connaissance nette, distribuée en vingt avis contradictoires...

Que si je m’avise à présent de m’informer de ces emplois, ou plutôt de ces abus du langage, que l’on groupe sous le nom vague et général de « figures », je ne trouve rien de plus que les vestiges très délaissés de l’analyse fort imparfaite qu’avaient tentée les anciens de ces phénomènes « rhétoriques ». Or ces figures, si négligées par la critique des modernes, jouent un rôle de première importance, non seulement dans la poésie déclarée et organisée, mais encore dans cette poésie perpétuellement agissante qui tourmente le vocabulaire fixé, dilate ou restreint le sens des mots, opère sur eux par symétries ou par conversions, altère à chaque instant les valeurs de cette monnaie fiduciaire ; et tantôt par les bouches du peuple, tantôt pour les besoins imprévus de l’expression technique, tantôt sous la plume hésitante de l’écrivain, engendre cette variation de la langue qui la rend insensiblement tout autre. Personne ne semble avoir même entrepris de reprendre cette analyse. Personne ne recherche dans l’examen approfondi de ces substitutions, de ces notations contractées, de ces méprises réfléchies et de ces expédients, si vaguement définis jusqu’ici par les grammairiens, les propriétés qu’ils supposent et qui ne peuvent pas être très différentes de celles que met parfois en évidence le génie géométrique et son art de se créer des instruments de pensée de plus en plus souples et pénétrants. Le Poète, sans le savoir, se meut dans un ordre de relations et de transformations possibles, dont il ne perçoit ou ne poursuit que les effets momentanés et particuliers qui lui importent dans tel état de son opération intérieure.

Je consens que les recherches de cet ordre sont terriblement difficiles et que leur utilité ne peut se manifester qu’à des esprits assez peu nombreux ; et j’accorde qu’il est moins abstrait, plus aisé, plus « humain », plus « vivant », de développer des considérations sur les « sources », les « influences », la « psychologie », les « milieux » et les « inspirations » poétiques, que de s’attacher aux problèmes organiques de l’expression et de ses effets. Je ne nie la valeur ni ne conteste l’intérêt d’une littérature qui a la Littérature même pour décor et les auteurs pour ses personnages ; mais je dois constater que je n’y ai pas trouvé grand-chose qui me pût servir positivement. Cela est bon pour conversations, discussions, conférences, examens ou thèses, et toutes affaires extérieures de ce genre, – dont les exigences sont bien différentes de celles du tête-à-tête impitoyable entre le vouloir et le pouvoir de quelqu’un. La Poésie se forme ou se communique dans l’abandon le plus pur ou dans l’attente la plus profonde : si on la prend pour objet d’étude, c’est par là qu’il faut regarder : c’est dans l’être, et fort peu dans ses environs.

 

Combien il est surprenant, – me dit encore mon esprit de simplicité, – qu’une époque qui pousse à un point incroyable, à l’usine, sur le chantier, dans l’arène, au laboratoire ou dans les bureaux, la dissection du travail, l’économie et l’efficace des actes, la pureté et la propreté des opérations, rejette dans les arts les avantages de l’expérience acquise, refuse d’invoquer autre chose que l’improvisation, le feu du ciel, le recours au hasard sous divers noms flatteurs !... Dans aucun temps ne s’est marqué, exprimé, affirmé, et même proclamé plus fortement, le mépris de ce qui assure la perfection propre des œuvres, leur donne par les liaisons de leurs parties l’unité et la consistance de la forme, et toutes les qualités que les coups les plus heureux ne peuvent leur conférer. Mais nous sommes instantanés. Trop de métamorphoses, et de révolutions de tous ordres, trop de transmutations rapides de goûts en dégoûts et de choses raillées en choses sans prix, trop de valeurs trop diverses simultanément données nous accoutument à nous contenter des premiers termes de nos impressions. Et comment de nos jours songer à la durée, spéculer sur l’avenir, vouloir léguer ? Il nous semble bien vain de chercher à résister au « temps » et à offrir à des inconnus qui vivront dans deux cents ans des modèles qui les puissent émouvoir. Nous trouvons presque inexplicable que tant de grands hommes aient pensé à nous et soient peut-être devenus grands hommes pour y avoir pensé. Enfin, tout nous paraît si précaire et si instable en toutes choses, si nécessairement accidentel, que nous en sommes venus à faire des accidents de la sensation et de la conscience la moins soutenue la substance de bien des ouvrages.

En somme, la superstition de la postérité étant abolie ; le souci du surlendemain dissipé ; la composition, l’économie des moyens, l’élégance et la perfection devenus imperceptibles à un public moins sensible et plus naïf qu’autrefois, il est assez naturel que l’art de la poésie et que l’intelligence de cet art en soient (comme tant d’autres choses) affectés au point d’interdire toute prévision, et même toute imagination, de leur destin même prochain. Le sort d’un art est lié, d’une part, à celui de ses moyens matériels ; d’autre part, à celui des esprits qui s’y peuvent intéresser, et qui trouvent en lui la satisfaction d’un besoin véritable. Jusqu’ici, et depuis la plus haute antiquité, la lecture et l’écriture étaient les seuls modes d’échange comme les seuls procédés de travail et de conservation de l’expression par le langage. On ne peut plus répondre de leur avenir. Quant aux esprits, on voit déjà qu’ils sont sollicités et séduits par tant de prestiges immédiats, tant d’excitants directs qui leur donnent sans effort les sensations les plus intenses, et leur représentent la vie même et la nature toute présente, que l’on peut douter si nos petits-fils trouveront la moindre saveur aux grâces surannées de nos poètes les plus extraordinaires, et de toute poésie en général.

 

Mon dessein étant de montrer par la manière dont la Poésie est généralement considérée combien elle est généralement méconnue, – victime lamentable d’intelligences parfois des plus puissantes, mais qui n’ont point de sens pour elle, – je dois le poursuivre et me porter à quelques précisions.

Je citerai d’abord le grand d’Alembert : « Voici, ce me semble, écrit-il, la loi rigoureuse, mais juste, que notre siècle impose aux poètes : il ne reconnaît plus pour bon en vers que ce qu’il trouverait excellent en prose. »

Cette sentence est de celles dont l’inverse est exactement ce que nous pensons qu’il faut penser. Il eût suffi à un lecteur de 1760 de former le contraire pour trouver ce qui devait être recherché et goûté dans la suite assez prochaine des temps. Je ne dis point que d’Alembert se trompât, ni son siècle. Je dis qu’il croyait parler de Poésie, cependant qu’il pensait sous ce nom tout autre chose.

Dieu sait si depuis l’énoncé de ce « Théorème de d’Alembert », les poètes se sont dépensés à y contredire !...

Les uns, par l’instinct mus, ont fui, dans leurs ouvrages, au plus loin de la prose. Ils se sont même heureusement défaits de l’éloquence, de la morale, de l’histoire, de la philosophie, et de tout ce qui ne se développe dans l’intellect qu’aux dépens des espèces de la parole.

Les autres, un peu plus exigeants, ont essayé, par une analyse de plus en plus fine et précise du désir et de la jouissance poétiques et de leurs ressorts, de construire une poésie qui jamais ne pût se réduire à l’expression d’une pensée, ni donc se traduire, sans périr, en d’autres termes. Ils connurent que la transmission d’un état poétique qui engage tout l’être sentant est autre chose que celle d’une idée. Ils comprirent que le sens littéral d’un poème n’est pas, et n’accomplit pas, toute sa fin ; qu’il n’est donc point nécessairement unique.

 

Toutefois, en dépit de recherches et de créations admirables, l’habitude prise de juger les vers selon la prose et sa fonction, de les évaluer, en quelque sorte, d’après la quantité de prose qu’ils contiennent ; le tempérament national devenu de plus en plus prosaïque depuis le XVIesiècle ; les erreurs étonnantes de l’enseignement littéraire ; l’influence du théâtre et de la poésie dramatique (c’est-à-dire de l’action, qui est essentiellement prose) perpétuent mainte absurdité et mainte pratique qui témoignent de l’ignorance la plus éclatante des conditions de la poésie.

Il serait facile de dresser une table des « critères » de l’esprit antipoétique. Elle serait la liste des manières de traiter un poème, de le juger et d’en parler, qui constituent des manœuvres directement opposées aux efforts du poète. Transportées dans l’enseignement où elles sont de règle, ces opérations vaines et barbares tendent à ruiner dès l’enfance le sens poétique, et jusqu’à la notion du plaisir qu’il pourrait donner.

Distinguer dans les vers le fond et la forme ; un sujet et un développement ; le son et le sens ; considérer la rythmique, la métrique et la prosodie comme naturellement et facilement séparables de l’expression verbale même, des mots eux-mêmes et de la syntaxe ; voilà autant de symptômes de non-compréhension ou d’insensibilité en matière poétique. Mettre ou faire mettre en prose un poème ; faire d’un poème un matériel d’instruction ou d’examens, ne sont pas de moindres actes d’hérésie. C’est une véritable perversion que de s’ingénier ainsi à prendre à contre-sens les principes d’un art, quand il s’agirait, au contraire, d’introduire les esprits dans un univers de langage qui n’est point le système commun des échanges de signes contre actes ou idées. Le poète dispose des mots tout autrement que ne fait l’usage et le besoin. Ce sont les mêmes mots sans doute, mais point du tout les mêmes valeurs. C’est bien le non-usage, le non-dire « qu’il pleut » qui est son affaire ; et tout ce qui affirme, tout ce qui démontre qu’il ne parle pas en prose est bon chez lui. Les rimes, l’inversion, les figures développées, les symétries et les images, tout ceci, trouvailles ou conventions, sont autant de moyens de s’opposer au penchant prosaïque du lecteur (comme les « règles » fameuses de l’art poétique ont pour effet de rappeler sans cesse au poète l’univers complexe de cet art). L’impossibilité de réduire à la prose son ouvrage, celle de le dire, ou de le comprendre en tant que prose sont des conditions impérieuses d’existence, hors desquelles cet ouvrage n’a poétiquement aucun sens.

 

Après tant de propositions négatives, je devrais à présent entrer dans le positif du sujet ; mais je trouverais peu décent de faire précéder un recueil de poèmes où paraissent les tendances et les modes d’exécution les plus différents par un exposé d’idées toutes personnelles en dépit de mes efforts pour ne retenir et ne composer que des observations et des raisonnements que tout le monde peut refaire. Rien de plus difficile que de n’être pas soi-même ou que de ne l’être que jusqu’où l’on veut.

1937, Variétés III.