sábado, 26 de noviembre de 2022

Elizabeth Bishop y Octavio Paz: Visitas a St. Elizabeth

VISITS TO ST. ELIZABETH'S

1950

 

This is the house of Bedlam.

 

This is the man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is the time

of the tragic man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a wristwatch

telling the time

of the talkative man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a sailor

wearing the watch

that tells the time

of the honored man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is the roadstead all of board

reached by the sailor

wearing the watch

that tells the time

of the old, brave man

that lies in the house of Bedlam.

 

These are the years and the walls of the ward,

the winds and clouds of the sea of board

sailed by the sailor

wearing the watch

that tells the time

of the cranky man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a Jew in a newspaper hat

that dances weeping down the ward

over the creaking sea of board

beyond the sailor

winding his watch

that tells the time

of the cruel man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a world of books gone flat.

This is a Jew in a newspaper hat

that dances weeping down the ward

over the creaking sea of board

of the batty sailor

that winds his watch

that tells the time

of the busy man

that lies in the house of Bedlam.

 

This is a boy that pats the floor

to see if the world is there, is flat,

for the widowed Jew in the newspaper hat

that dances weeping down the ward

waltzing the length of a weaving board

by the silent sailor

that hears his watch

that ticks the time

of the tedious man

that lies in the house of Bedlam.

 

These are the years and the walls and the door

that shut on a boy that pats the floor

to feel if the world is there and flat.

This is a Jew in a newspaper hat

that dances joyfully down the ward

into the parting seas of board

past the staring sailor

that shakes his watch

that tells the time

of the poet, the man

that lies in the house  of Bedlam.

 

This is the soldier home from the war.

These are the years and the walls and the door

that shut on a boy that pats the floor

to see if the world is round or flat.

This is a Jew in a newspaper hat

that dances carefully down the ward,

walking the plank of a coffin board

with the crazy sailor

that shows his watch

that tells the time

of the wretched man

that lies in the house of Bedlam.

 

1957

ELIZABETH BISHOP

 

 

VISITAS A ST. ELIZABETH

1950

Esta es la casa de los locos.

 

Éste es el hombre

que está en la casa de los locos.

 

Éste es el tiempo

del hombre trágico

que está en la casa de los locos.

 

Este es el reloj-pulsera

que da la hora

del hombre locuaz

que está en la casa de los locos.

 

Éste es el marinero

que usa el reloj

que da la hora

del hombre tan celebrado

que está en la casa de los locos.

 

Ésta es la rada hecha de tablas

adonde llega el marinero

que usa el reloj

que da la hora

del viejo valeroso

que está en la casa de los locos.

 

Éstos son los años y los muros del dormitorio,

el viento y las nubes del mar de tablas

navegado por el marinero

que usa el reloj

que da la hora

del maníaco

que está en la casa de los locos.

 

Este es un judío con un gorro de papel periódico

que baila llorando por el dormitorio

sobre el mar de tablas rechinantes

más allá del marinero

que da cuerda al reloj

que da la hora

del hombre cruel

que está en la casa de los locos.

 

Éste es un universo de libros desinflados.

Éste es un judío con un gorro de papel periódico

que baila llorando por el dormitorio

sobre el rechinante mar de tablas

del marinero ido

que da cuerda al reloj

que da la hora

del hombre atareado

que está en la casa de los locos.

 

Este es un muchacho que golpetea el piso

por ver si el mundo está allí y si es plano

para el viudo judío con un gorro de papel periódico

que baila llorando por el dormitorio

valsando sobre una tabla ondulada

cerca del marinero mudo

que oye el reloj

que puntúa las horas

del hombre fastidioso

que está en la casa de los locos.

 

Éstos son los años y los muros y la puerta

que se cierra sobre un muchacho que golpetea el piso

para saber si el mundo está allí y si es plano.

Éste es un judío con un gorro de papel periódico

que baila alegremente por el dormitorio

en los mares de tablas que se van

más allá del marinero de los ojos en blanco

que sacude el reloj

que da la hora

del poeta, el hombre

que está en la casa de los locos.

 

Éste es el soldado que vuelve de la guerra.

Éstos son los años y los muros y la puerta

que se cierra sobre un muchacho que golpetea el piso

para saber si el mundo es plano o redondo.

Éste es un judío con un gorro de papel periódico

que baila con cuidado por el dormitorio

caminando sobre la tabla de un ataúd

con el marinero chiflado

que muestra el reloj

que da la hora

del desdichado

que está en la casa de los locos.

Versión de OCTAVIO PAZ

Versiones y diversiones, México, 1973.




viernes, 25 de noviembre de 2022

Johannes Nider y Mosén Oja Timorato: De los maleficios y los demonios. Velada quinta

Presentación

Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy apreciada en su tiempo.

También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.

Carlista, católico ultramontano, o integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.

La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.

Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los  Machado.

VELADA QUINTA

CAPÍTULO IV

Las hormigas que carecen de alas, o que salen demasiado al público, son muertas fácilmente por otros animales; pero las aladas se elevan para no ser presa de sus enemigos[1].

Entiéndense por alas las virtudes, porque por ellas se obtiene mucho bien; por lo cual dice Ezequiel: «y arrebatóme el espíritu, y oí detrás de mí una voz muy estrepitosa que decía: Bendita sea la gloria del Señor que se va de su lugar. Y oí el ruido de las alas de los animales, de las cuales la una batía con la otra, y el ruido de las ruedas que seguían a los animales, y el ruido de su grande estruendo.»

Así expone esto San Gregorio en el libro XXIV de sus Morales: «¿Qué  debemos entender por alas de animales, sino las virtudes de los santos, que cuando desprecian las cosas terrenas, vuelan a las celestiales? Y por eso se dice rectamente por Isaías: ‘Los que confíen en el Señor mudarán la fortaleza, tomando alas como águilas’. Los animales que vuelan, a veces se hieren con sus alas; y las mentes de los santos, consideradas en cuanto apetecen las cosas superiores, se excitan mutuamente con diferentes virtudes. Aquel me hiere con su ala que me incita a lo mejor con el ejemplo de su propia santidad, y hiero con mi ala al vecino, cuando manifiesto alguna buena obra para que se incite.»

Pero aquellas hormigas monjas, que no están aladas con las plumas de las virtudes, o que salen con frecuencia incautamente de su casa, esto es de la Iglesia católica, cayendo en la perfidia, son devoradas por los osos fácilmente, pudiéndose entender por osos los maléficos y nigrománticos, como sucedió a aquellos simples muchachos, que saliendo de casa de sus padres y burlándose de Eliseo, fueron devorados por los osos, según se refiere en el libro IV de los Reyes.

Perezoso. — Ya que has mencionado a los nigrománticos, dime si se diferencian de los maléficos, y si así es, cuáles son sus obras.

Teólogo. —Llámanse propiamente nigrománticos los que ostentan con ritos y supersticiones que pueden levantar de sus sepulcros a los muertos, para que digan las cosas ocultas; cual lo fue en otro tiempo aquella Pitonisa, a quien rogó Saúl que hiciese aparecer a Samuel, para que le dijese el éxito que tendría la guerra, cual lo fue también el malvado Simón Mago, que, atribuyéndose más poder que el que tenía el príncipe de los Apóstoles, fingió que había resucitado a un difunto.

Pero comúnmente aquellos se dicen nigrománticos, que por pacto con los demonios predicen las cosas futuras, o que por revelación del demonio manifiestan algunas ocultas, o que dañan a sus prójimos con maleficios, y muchas veces son dañados por los demonios.

Hubo, y hoy vive en Viena, en el Monasterio dicho ad Scotos, el hermano, de quien en el capítulo anterior dije que era de la Orden de San Benito, el cual, cuando estaba en el siglo, era famosísimo nigromántico, porque tuvo de los demonios libros de nigromancia y vivió mucho tiempo, conforme a ellos, bastante miserable y disolutamente. Tuvo una hermana, virgen muy devota de la Orden de los Penitentes, por cuyas oraciones creo que fue él sacado de las fauces del demonio. Fue compungido, a los monasterios reformados de varios puntos, pidiendo se le concediese el hábito de la santa conversión; mas, como era de gigantesca estatura y de terrible aspecto, y conocido como el primero, respecto a maleficios y cosas de joglar, apenas había quien le diese crédito. Admitido, por fin, en el monasterio antes dicho, al ingresar mudó de nombre y de vida, llamándose Benedicto; y de tal manera aprovechó en la regla del Santo Padre Benito, que a los pocos años, hecho espejo de la religión, fue elegido prior, y habiendo partido a Ambona para asuntos seculares, se captó las voluntades del pueblo con sus sermones. Éste, pues, siendo aún novicio, según él mismo me contó, sostuvo muchas vejaciones de los demonios, a quienes había dejado. Se confesó un día sacramentalmente, vomitando el virus de su perversa vida con la esperanza del perdón; y llevando la noche siguiente una lucerna en la mano, sintió la presencia del demonio, que con violento ímpetu, hizo que se cayese la lucerna al suelo, y la emprendió con él a golpes. Pero el soldado de Cristo venció la tiranía de aquel oso, porque ya había tomado las alas de las virtudes por las que, con sagradas oraciones, se libró de la boca de la bestia.

Además, según oí, a dicho juez Pedro, en el territorio de Berna y en los lugares a él cercanos, hace sesenta años, fueron practicados por muchos los referidos maleficios, de los cuales fue el principal autor un tal llamado Escalio, el cual se atrevió a gloriarse públicamente de que cuando quisiera podía convertirse en ratón a los ojos de todos sus émulos y deslizarse de las manos de sus enemigos, como en efecto se dice que se escapó así muchas veces. Mas cuando la justicia divina quiso poner término a su malicia, hallándose sentado cerca de una ventana, los que le acechaban entraron por ella inopinadamente, y cuando él menos lo temía, y murió miserablemente a los golpes de las lanzas y de las espadas. Dejó, sin embargo, sus malas artes a un su discípulo llamado Hoppo, e  hizo maestro en maleficios al referido Staedelin.

Supieron estos dos, siempre que quisieron llevarse del campo ajeno al suyo, granos, heno y otras cosas, sin que nadie los viese, promover grandes granizadas y nocivos vientos, arrojar a los niños, en presencia de sus padres, al agua, cerca de la cual andaban, hacer estériles a los hombres y a los animales, dañar a los demás en sus bienes y en sus cuerpos, emitir de sí pestilentísimos olores cuando iban a ser cogidos, hacer frenéticos a los caballos, cuando tenían el pie a los que los montaban, los cuales creían que eran trasportados por los aires de un lugar a otro, hacer temblar las manos y los ánimos de los que los cogían; manifestar a otros cosas ocultas, predecir las futuras, ver las ausentes, como si estuvieran presentes, matar a veces con un rayo; y supieron, en fin, hacer otras cosas pestíferas donde y cuando la justicia de Dios permitió que se hiciesen.

Perezoso. —Dos cosas quisiera saber aquí. Primera, si los demonios y sus discípulos pueden hacer los maleficios que has dicho en rayos, tormentas y otras cosas semejantes, de lo cual dudan algunos; y segundo, si confesaban aquellos miserables cuáles eran las obras divinas con que se impedían aquellas maquinaciones.

Teólogo. — A la primera te respondo, que sin duda pueden; pero permitiéndolo Dios. Así vemos, que, recibida de Dios la potestad, al instante el demonio hizo que los Sabeos quitasen a Job los bueyes y los jumentos, que el fuego consumiese las ovejas del mismo y aun a los pastores, que los Caldeos se llevasen los camellos, pasando a cuchillo a los que los guardaban, que los hijos pereciesen bajo los escombros de una casa, y que el mismo Job fuese ulcerado desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza. Por lo cual el Santo Doctor dice: «Preciso es confesar que, permitiéndolo Dios, pueden los demonios perturbar los aires, concitar los vientos y hacer que caiga fuego del cielo. Aun cuando la naturaleza corpórea no obedece a la voluntad de los ángeles buenos ni malos, para recibir forma, sino sólo a Dios criador, sin embargo, en cuanto al movimiento local, la naturaleza corporal es nacida para obedecer a la espiritual, como lo vemos en el hombre, pues al sólo imperio de la voluntad se mueven los miembros para ejecutar lo que ella dispone. Cualesquiera cosas por consiguiente, que pueden hacerse con sólo el movimiento local, las pueden hacer por natural virtud tanto los ángeles buenos, como los malos, a no ser que divinamente se prohíba; es así que los vientos, las lluvias y otras semejantes perturbaciones del aire pueden hacerse por el sólo movimiento de los vapores exhalados de la tierra y el agua; luego para procurar tales cosas basta la natural virtud del demonio». Hasta aquí Santo Tomás.

Suele Dios castigar con los males correspondientes a nuestros pecados, valiéndose para ello de los demonios, como de sus atormentadores o ministros de tormentos; y por eso dice la glosa sobre aquellas palabras del salmo 104: Hizo venir el hombre sobre la tierra y destruyó todo sustento. «Dios permite estos males por medio de los ángeles malos, que son los destinados a tales cosas. Llama, pues, al hambre, esto es, al ángel destinado a causar mal por el hambre

Finalmente, en cuanto a la segunda duda, conocerás que se puede contrarrestar a los maléficos de muchas maneras; pues así lo confiesan muchos en los tormentos, algunos con dificultad, y otros espontáneamente. Y en cuanto en suma pude colegir de las palabras del mencionado Pedro, cinco medios hay para impedir las obras maléficas, a veces en todo, a veces en parte, a veces el que se hagan en la persona de uno, o en sus amigos; y esos cinco medios son: guardar íntegra la fe o los preceptos de Dios en caridad, armarse con la señal de la cruz y con la oración, reverenciar los ritos y ceremonias de la Iglesia, administrar bien la justicia pública, y repasar verbal o mentalmente la pasión de Cristo.

Del primero y segundo me refirió Pedro los siguientes ejemplos, que había él oído de los maléficos.

«Conocí, dijo uno, a cierto simple, que vino a pedirme que privase de la vida a su enemigo o le dañase en su cuerpo con un rayo, o de otra manera. Llamé  al Maestrillo, esto es, al demonio, el cual me respondió, que ni una ni otra cosa podía hacer. Tiene, dijo, buena fe, y se defiende diligentemente con la señal de la cruz; por lo tanto, no en el cuerpo, sino en la undécima parte de sus frutos del campo, si se quiere, le podré  dañar

Conocí a cierta virgen veterana, que se llamaba Seriosa, en los confines de la diócesis de Constancia, madre y espejo de todas las vírgenes del pueblo, la cual tenía gran confianza en el signo de la cruz y en la pasión de Cristo, vivía en un miserable tugurio de una aldea pobre y pobre ella misma voluntariamente, en una tierra donde se sabe que algunas veces tenían lugar bastantes maleficios. Un amigo suyo fue dañado en un pie con grave maleficio, de que por arte ninguno podía sanar. Después de aplicados muchos remedios, visitó dicha virgen al enfermo, quien le pidió que aplicase al pie alguna bendición, a lo que ella accedió, y silenciosamente aplicó la oración dominical y el símbolo de los apóstoles, con repetidos signos de la vivificadora Cruz. Sintiéndose el paciente curado en aquel instante, quiso saber, para lo sucesivo, qué  clase de versos había aplicado la virgen, y ésta le dijo: «vos, por debilidad o por mala fe, no os adherís a los ejercicios aprobados por la Iglesia, y aplicáis frecuentemente a vuestras enfermedades versos y remedios prohibidos, que, sin obrar en el cuerpo sino rara vez, perjudican a vuestra alma; pero, si confiaseis en la eficacia de las oraciones y de los signos lícitos, muchas veces sanaríais. Nada os he aplicado más que la oración dominical y el símbolo de los Apóstoles, y ya estáis curado».

Consta además, por confesión de los maléficos, que son vencidos sus maleficios con los ritos de la Iglesia, guardados y venerados, como por la aspersión del agua bendita, la toma de la sal consagrada, el uso lícito de las luces y palmas consagradas en los días de la Purificación y de Ramos, y por otros semejantes; porque la Iglesia exorciza estas cosas, para que disminuyan las fuerzas del demonio.

De la justicia pública dicen todos los maléficos, y lo dice la experiencia también, que en el mismo instante en que aquellos son cogidos por los oficiales de justicia de la república, queda enervada toda su potestad. Por lo cual; como muchas veces el dicho juez Pedro quisiese coger, por medio de sus criados, al citado Staedelin, tanto hedor percibieron, que no se determinaron a acometerle; y diciéndoles el juez que le echasen mano, pues, tocado por la justicia, al instante perdería todas sus fuerzas, hiciéronlo así, y quedo probado el dicho del juez.

Éste mismo refirió lo siguiente: «Habiendo cogido a Staedelin, que había dañado gravemente con granizos, causado hambre, y ocasionado con rayos muchas devastaciones, le pregunté  cuál era la verdad en esto, y me contestó: ‘Procuro con facilidad los granizos; pero no puedo dañar a mi arbitrio sino a aquellos que están destituidos del auxilio divino: los que se defienden con la señal de la cruz, no morirán con mi rayo’. Y preguntándole luego que cómo procedía para concitar las tempestades y granizos, dijo: ‘En primer lugar invocamos en el campo al príncipe de todos los demonios, para que nos envíe a uno de los suyos; después, viniendo cierto demonio, inmolamos un pollo negro, tirándolo a lo alto, y tomado por el demonio obedece éste al instante y concita el viento, arrojando rayos y granizos, no siempre a los lugares por nosotros designados, sino donde el Dios vivo lo permite’. Preguntéle, por tercera vez, si podían remediarse de alguna manera tales tempestades concitadas por los maléficos y por los demonios, y respondió: ‘Pueden remediarse, pronunciando estas palabras: Os conjuro, granizos y vientos, por los tres divinos clavos, que taladraron las manos y los pies de Cristo, y por los cuatro santos Evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, para que descendáis resueltos en agua’ ».

Ya aparece de lo dicho que la sabiduría y clemencia de Dios, dispone suavemente los maleficios de los hombres pésimos y de los demonios, de tal manera que cuando busquen con su perfidia el disminuir y enfermar el reino y la fe de Cristo, se afirmen uno y otra y echen mayores raíces en el corazón de muchos. Pueden venir a los fieles muchas utilidades de los males referidos, porque así se robustece la fe, se ve la malicia del demonio, se manifiestan la misericordia y potestad divinas, miran los hombres por guardarse y se acercan a la reverenda pasión de Cristo y a las ceremonias de la Iglesia.

M. —No pasa de aquí el capítulo cuarto; y ya que en él se habla de las tempestades concitadas por los demonios a ruego de los maléficos, voy a referirles a ustedes un caso que he leído en el Martillo, que no deja de ser gracioso.

Cuentan los autores de aquel prodigioso libro, que en una ciudad próxima a las orillas del Rin había una maléfica que era sumamente odiosa a sus convecinos; y como no hubiese sido convidada a ciertas bodas, a que lo habían sido casi todos los del pueblo, quiso, indignada, vengarse de tamaño desaire. Al efecto, llamó al diablo, le contó su cuita y le pidió hiciese caer una granizada sobre los que en las bodas se encontraban. Accedió el demonio a la petición de su devota, a quien elevó y llevó por los aires hasta un monte inmediato a la ciudad, en cuya cumbre la depositó. Luego que ella se vio en el suelo hizo un hoyo, donde vertió agua, y con el dedo empezó a revolver el líquido a presencia del mismo demonio, el cual, elevando el vapor que de tal laboratorio salía y convirtiéndolo en grueso granizo, lo arrojó sobre los que, muy alegres y contentos, cantaban y bailaban en las bodas. Estos, al grito de «sálvese el que pueda,» se dispersaron en completa derrota llevando a su casa la cabeza llena de los golpes con que el granizo los había atormentado.

Discurriendo sobre tan extraño suceso, todos sospechaban de la maléfica, hasta que por la declaración de unos pastores que casualmente se hallaron en el monte cuando se confeccionó la tormenta, y tuvieron ocasión de ver sin ser vistos el diabólico artificio, las sospechas se convirtieron en evidencia; por lo cual, y por otras habilidades por el estilo que se averiguaron, a aquella infernal mujer, la llevaron al quemadero, donde pagó todo lo que debía a la justicia humana, partiendo al tribunal donde la divina se administra.

R. —Siento que no se haya detenido Fray Juan Nyder en decir algo sobre los llamados propiamente nigrománticos , y en especial sobre el suceso de la Pitonisa de Endor, que, aun cuando nunca me lo he podido explicar satisfactoriamente, siempre he creído que no debe entenderse tal como suena.

M. —Pues procuraré  suplir en esta parte el silencio del autor con algo de lo que en otros he leído.

Uno dice: «El evocar las almas de los muertos, para que digan las cosas ocultas y futuras llamábase nigromancia, y es muy antigua. Este arte tuvo origen del error de aquellos que creían que las almas existían desde la eternidad y eran partícipes de la sustancia divina, y libres del cuerpo, como que conseguían la divinidad; por lo cual los romanos y los hebreos creían que, no con lamentos, sino con himnos y cánticos se habían de celebrar las defunciones. Mas como dicho fundamento sea falso, ni está en potestad de las almas el aparecer cuando quieran, de aquí es que no son las almas de los muertos las que aparecen, sino los demonios».

Prohíbe el canon XIV del concilio iliberitano el que se enciendan cirios en los cementerios porque no deben inquietarse los espíritus de los santos, y con ocasión de esto, dice un escritor: «Obsérvese que no se prohíben los cirios dentro de las iglesias, en las cuales, ni en tiempo del concilio iliberitano, ni en los siguientes se permitía enterrar los cuerpos de los fieles, sino sólo en los cementerios. Porque este canon no prohíbe las ceremonias del culto divino, sino los prestigios de la nigromántica impiedad y de la adivinación demoníaca de que usaban muchos, género de víboras nacidas de la escuela de Simón Mago y de sus discípulos Basílides, Menandro y Saturnino, de la que surgió en España la diabólica propagación de los priscilianistas, dados a las encantaciones y adivinaciones. En los mismos sacrilegios consistía la curiosa evocación de los muertos por medio de los demonios, de quienes, como de oráculos, decían que se podían saber los más ocultos misterios y los sucesos futuros. Las sagradas historias de los Reyes refieren que el infelicísimo rey Saúl, el día antes de su muerte y de aquel funesto conflicto con los filisteos, sintiéndose abandonado de Dios y que a él y a los suyos amenazaban grandes peligros, salió de los reales en una noche tempestuosa y fue a Endor a pedir a una pitonisa que evocase el alma de Samuel, para saber por sus respuestas la suerte que le esperaba. De Apión escribe Plinio que evocó los manes de Homero, para que le dijesen cuál era su patria y otras cosas vanas y de ninguna importancia, sin atreverse después a manifestar lo que le hubiesen respondido. De Apolonio de Tiana, escribe Filostrato, que fue al sepulcro de Aquiles y evocó sus manes, para que se le presentase a la vista la imagen de aquel héroe tal cual había sido en vida. Cuenta Tertuliano que los nosamonas, según las historias de Heraclido, Nynfodoro y Herodoto, acostumbraban consultar a los oráculos, pernoctando junto al sepulcro de sus padres. Lo mismo dice de los celtas, citando a Nicandro. Enseña que las imágenes de los muertos, aparecidos a estos evocadores, en manera alguna son las almas de los difuntos, sino vanos espectros, con que el demonio fascina su vista. Añade el mismo Tertuliano que no fue el alma de Samuel la que apareció a Saúl, sino su mentida efigie, y que no fueron en realidad convertidas en serpientes las varas de los magos de Faraón, sino que los demonios las hicieron aparecer tales, fascinando al efecto los ojos de los que estaban presentes. Finalmente, los santos, que este canon dice, que no se han de inquietar, deben entenderse los mismos fieles, a quienes las sagradas escrituras suelen muchas veces significar con el nombre de santos, como hace también frecuentísimamente el apóstol San Pablo en sus epístolas».

M. —Es interesantísimo un diálogo de San Cirilo sobre esta materia; y aunque no todo, porque es bastante largo y ya se va acercando la hora de nuestra retirada, creo que no ha de pesar a ustedes el oír alguna parte de él. Es como sigue.

«Pal. —¿Quién vendría a tal grado de demencia que creyese que los ventrílocuos y encantadores que vaticinan de los muertos, hacen semejantes portentos por medio de Dios, que por su ley condenó al último suplicio a los que a estas cosas se aplican? Entonces sucedería que iba contra sus propias leyes.

»Cir. —Piensas perfectamente. Pero ¿juzgaremos, por ventura, que las almas de los santos son tan abyectas y de ningún precio, o más bien que han venido a tal miseria, que estén sujetas a los malos e  inmundos espíritus, a cuyo arbitrio sean llevados de aquí para allí? El libro del Apocalipsis, que San Juan nos escribió y los santos Padres aprobaron, manifiestamente afirma que las almas de los santos se miran ante el mismo altar divino. Si, pues, las arrebatan de las mansiones celestes y de los sacratísimos lugares, e  impunemente, sin que ninguno se oponga, las llevan a otra parte, se sigue que el cielo está franco a todos los demonios y verosímilmente les esta abierta a éstos la puerta del paraíso, cediendo ante ellos la espada de fuego, y que no sólo les esta libre la entrada y la salida, sino que también pueden sacar a su arbitrio a los que están dentro. Pero ¿no es esto arrancar la esperanza en Cristo y constituir a los santos en cierta vida miserable?

»Pal. —Así parece.

»Cir. —Ninguna duda cabe. Mas si después que nos hemos separado de los vivos y nos hemos asociado a Cristo, hemos de venir a estar bajo la potestad de espíritus enemigos, irrita nuestra fe, según la escritura, y nadie después dejaría de juzgar que valía incomparablemente más el que nuestra alma estuviese siempre en el cuerpo y no se asociase a Cristo; y, lo que es más grave e  intolerable: cuando aún gozamos de esta vida mortal, ningún derecho tiene sobre nosotros el diablo, antes bien pisamos sobre serpientes y escorpiones, y sobre toda potestad del enemigo, según la voz del Salvador; pero después, cuando merecemos reunidos con Cristo, ¿cómo hemos de estar en peor lugar? El cómo Él mismo lo dice con estas palabras: ‘Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán en el siglo, ni nadie las arrebatará de mis manos. Mi padre que me las dio es superior a todos, y nadie arrebatará cosa alguna de la mano de mi padre’. ¿Y engañaría acaso a los que pelean por su fe en Cristo el sapientísimo Pedro, que escribe así?: ‘Por tanto, aquellos mismos que padecen por la voluntad de Dios, encomienden por medio de las buenas obras sus almas al Criador, el cual es fiel’. Si, pues, Satanás hace fuerza al alma encomendada a Dios, llevándola donde quiere, ¿cómo se ha de creer preferida el alma del santo, al ser puesta como en depósito ante Dios? Es, pues, necio delirio el creer que el alma del profeta fue verdaderamente sacada de los lugares, a la misma designados, por las profanas encantaciones de una impurísima mujer.

»Pal. —¿Cuál es entonces la manera de resolver esta cuestión?; pues creo estas cosas tan torpes, que ninguna razón de ellas puede concebir el ánimo.

»Cir. —Puesto en primer lugar el texto de la Sagrada Escritura, saquemos el sentido, y tendremos fijamente la verdad. Dice así: ‘Había ya muerto Samuel y llorádole todo Israel amargamente, habiéndole sepultado en Famatha, su patria. Saúl, por consejo suyo, había limpiado el reino de magos y adivinos. Reunidos, pues, los filisteos, fueron y plantaron sus reales en Sunam. Asimismo Saúl, juntando todas las tropas de Israel, fue a Gelboé. Y visto el grande ejército de los filisteos, temió y desmayó su corazón sobremanera. Consultó, pues, al Señor; mas no le respondió, ni por sueños, ni por los sacerdotes, ni por los profetas. Dijo entonces Saúl a sus criados: Buscadme una mujer que tenga espíritu de Pitón  iré  a encontrarla y a consultar al espíritu por medio de ella. Respondieron sus criados: En Endor hay una mujer que tiene espíritu pitónico. Disfrazóse luego, y mudado el traje, se puso en camisa, acompañado de dos hombres. Fue de noche a casa de la mujer y díjola: Adivíname por el espíritu de Pitón[2], y hazme aparecer quien yo te dijese. Respondióle la mujer: Sabes bien cuanto ha hecho Saúl por extirpar de todo el país los magos y adivinos; ¿por qué, pues, vienes a armarme un lazo, para hacerme perder la vida? Mas Saúl le juró por el Señor, diciendo: vive Dios que no te vendrá por esto mal ninguno. Díjole entonces la mujer: ¿Quién es el que debo hacer aparecer? Respondióle: Haz que se me aparezca Samuel. Mas luego que la mujer vio a Samuel, exclamó a grandes gritos: ¿Por qué  me has engañado? Tú eres Saúl. Y díjola el Rey: No temas. ¿Qué  es lo que has visto? He visto, respondió la mujer, como un dios que salía de dentro de la tierra. Respondió Saúl: ¿Qué  figura tiene? La de un varón anciano, dijo ella, cubierto con un manto. Reconoció, pues, Saúl que era Samuel, y le hizo una profunda reverencia, postrándose en tierra sobre su rostro. Pero Samuel dijo a Saúl: ¿Por qué  has turbado mi reposo haciéndome levantar? Respondió Saúl. Me veo en un estrechísimo apuro: los filisteos me han movido guerra, y Dios se ha retirado de mí, y no ha querido responderme, ni por medio de los profetas, ni por sueños: por esta razón te he llamado, a fin de que me declares lo que debo hacer. Respondióle Samuel: ¿A qué  viene el consultar conmigo, cuando el Señor te ha desamparado y pasádose a tu rival? Porque el Señor te tratará como te predije yo de su parte. Arrancará de tus manos el reino, y le dará a tu prójimo, a David, tu yerno. Por cuanto no obedeciste a la voz del Señor, ni quisiste hacer lo que la indignación de su ira exigía contra los amalecitas: por esto el Señor ha hecho contigo lo que estás padeciendo. Y además, el Señor te entregará a ti y a Israel en manos de los filisteos. Mañana, tú y tus hijos estaréis conmigo, y también el campamento de Israel le abandonará el Señor en poder de los filisteos. Cayó Saúl al instante, tendido en tierra, despavorido al oír las palabras de Samuel, y estaba además falto de fuerzas, a causa de no haber comido en todo el día’.

»¿Puede todavía caberte duda de que Saúl pagó las penas, condenado por su propio juicio? Cuando temió a los enemigos que contra él se habían congregado, cierto de su debilidad para la batalla, procuraba saber de Dios lo que había de suceder, y como Dios callase, sin revelarle cosa alguna, para vejar a aquel que se había propuesto el silencio, fue a la mujer que vaticinaba por los muertos, por aquéllos dice, que se creen peritos en las cosas futuras. Después dijo: ‘Tráeme a Samuel’, no porque el arte encantadora o mágica pudiese sacar el alma del santo, sino porque muchos de los que vaticinan usan de semejante voz. Oí, sin embargo, que aquellos a quienes los demonios fascinan y encantan con el agua, ven en ésta como en un espejo, ciertas figuras y sombras, que no son otra cosa que los demonios que procuran parecerse a aquellos de quienes se dice ser las figuras. Dijo primero la mujer: ‘veo que salen dioses de la tierra’; después dijo: ‘Y vio la mujer a Samuel’. No es difícil que se hubiese visto una sombra que representase una figura igual al beato Samuel y un simulacro hecho por arte diabólica.

»Sí, pues, si alguno cree que el alma del profeta fue realmente evocada, y da fe a las palabras de la mujer, cuando dice que ve ascender dioses de la tierra, no atribuirá mentira a los ritos del vaticinio; pero creerá que hay ciertos dioses con el cargo de levantarse de la tierra, aunque, según la naturaleza, existe Dios único y sólo.

»Pal. —Dices rectamente; pero dirá alguno: Todo lo que se le dijo a Saúl que había de sucederle, salió cierto, y, sin embargo, se enseña que nada de verdad hay en los espíritus impuros.

»Cir. — Y así es en efecto. No hay conveniencia ni sociedad alguna entre la luz y las tinieblas, o Cristo o Belial; pero a veces los encantadores predicen por permisión de Dios cosas verdaderas.»

M. —Por lo dicho hasta aquí por San Cirilo, comprenderán ustedes que las respuestas que los espiritistas dicen que les dan los espíritus que evocan, son respuestas dadas por los demonios.

R. —¿Luego deben ser contados los espiritistas entre los nigrománticos, encantadores y adivinos?

M. —Sin duda, como que lo que ellos hacen no es otra cosa que lo que siempre se ha conocido con el nombre de magia. Esto lo oirían ustedes perfectamente expuesto en pocas palabras, si les leyese lo que sobre el particular publicó un autor anónimo en el Boletín eclesiástico de Zaragoza con el título de El magnetismo, sonambulismo y espiritismo. Pero, aun cuando he traído ese escrito con ánimo de leérselo a ustedes, no  lo consiente el tiempo trascurrido, y habré  de dejarlo para mejor ocasión.

C. —Ninguna mejor que mañana mismo; y así, ruego a usted que dé  principio a la próxima velada con esa lectura, pues me perezco de curiosidad por saber algo del tal espiritismo.

M. —Así lo haré  sin falta.

Conforme a lo prometido, leyó M. en la noche siguiente el escrito del autor anónimo, concebido en estos términos.




[1] No esta esto muy en consonancia con el adagio, refrán o proverbio que se habla entre los que recopiló el Comendador Hernán Núñez, que después incluyó en su Filosofía Vulgar Juan de Malhara y que dice:

«Dánse alas a la hormiga,

para que se pierda más aína».

Pero no hay contradicción alguna atendiendo a que la palabra alas se dice en diversos sentidos o acepciones, y así como a veces se entiende por alas lo mismo que por virtudes, otras sucede que se entiende por soberbia y atrevimiento; como el mismo Malhara escribe con estas palabras: «Alas en muchas maneras de hablar quieren decir soberbia y atrevimiento, pues tomar una cosa tan pequeña como la hormiga alas, viene a perderse muy presto. Consejo es para que los bajos se tengan en aquel adagio: Nosce te ipsum ( Conócete) y que consideren los subidos en alto qué  caídas dan tan grandes».

[2] El espíritu de Pitón, quiere decir el espíritu de Apolo, divinidad famosa entre los gentiles, por razón de sus oráculos. Véase Act. XVI. v. 10. (Torres Amat.)




jueves, 24 de noviembre de 2022

San Juan de la Cruz y Roy Campbell: Entreme donde no supe...

COPLAS DEL MISMO HECHAS SOBRE UN ÉXTASIS DE ALTA CONTEMPLACIÓN

 

Entreme donde no supe,

Y quedéme no sabiendo,

Toda sciencia trascendiendo.

 

Yo no supe dónde entraba,

Pero, cuando allí me vi,

Sin saber dónde me estaba,

Grandes cosas entendí;

No diré lo que sentí,

Que me quedé no sabiendo,

Toda sciencia trascendiendo.

 

De paz y de piedad

Era la sciencia perfecta,

En profunda soledad,

Entendida vía recta;

Era cosa tan secreta,

Que me quedé balbuciendo,

Toda sciencia trascendiendo.

 

Estaba tan embebido,

Tan absorto y ajenado,

Que se quedó mi sentido

De todo sentir privado;

Y el espíritu dotado

De un entender no entendiendo,

Toda sciencia trascendiendo.

 

El que allí llega de vero,

De sí mismo desfallesce;

Cuanto sabía primero

Mucho bajo le paresce;

Y su sciencia tanto cresce,

Que se queda no sabiendo,

Toda sciencia trascendiendo.

 

Cuanto más alto se sube,

Tanto menos entendía

Qué es la tenebrosa nube

Que a la noche esclarecía;

Por eso quien la sabía

Queda siempre no sabiendo

Toda sciencia trascendiendo.

 

Este saber no sabiendo

Es de tan alto poder,

Que los sabios arguyendo

Jamás le pueden vencer;

Que no llega su saber

A no entender entendiendo,

Toda sciencia trascendiendo.

 

Y es de tan alta excelencia

Aqueste sumo saber,

Que no hay facultad ni sciencia

Que le puedan emprender;

Quien se supiere vencer

Con un no saber sabiendo,

Irá siempre trascendiendo.

 

Y si lo queréis oír,

Consiste esta suma sciencia

En un subido sentir

De la divinal Esencia;

Es obra de su clemencia

Hacer quedar no entendiendo

Toda sciencia trascendiendo.

SAN JUAN DE LA CRUZ

 

VERSES WRITTEN AFTER AN ECSTASY OF HIGH EXALTATION

 

I entered in, I know not where.

And I remained, though knowing naught,

Transcending knowledge with my thought.

 

Of when I entered I know naught,

But when I saw that I was there

(Though where it was I did not care)

Strange things I learned, with greatness fraught.

Yet what I heard I’ll not declare.

But there I stayed, though knowing naught,

Transcending knowledge with my thought.

 

Of peace and piety interwound

This perfect science had been wrought,

Within the solitude profound

A straight and narrow path it taught,

Such secret wisdom there I found

That there I stammered, saying naught,

But topped all knowledge with my thought.

 

So borne aloft, so drunken-reeling,

So rapt was I, so swept away,

Within the scope of sense or feeling

My sense or feeling could not stay.

And in my soul I felt, revealing,

A sense that, though its sense was naught,

Transcended knowledge with my thought.

 

The man who truly there has come

Of his own self must shed the guise;

Of all he knew before the sum

Seems far beneath that wondrous prize:

And in this lore he grows so wise

That he remains, though knowing naught,

Transcending knowledge with his thought.

 

The farther that I climbed the height

The less I seemed to understand

The cloud so tenebrous and grand

That there illuminates the night.

For he who understands that sight

Remains for aye, though knowing naught,

Transcending knowledge with his thought.

 

This wisdom without understanding

Is of so absolute a force

No wise man of whatever standing

Can ever stand against its course,

Unless they tap its wondrous source,

To know so much, though knowing naught,

They pass all knowledge with their thought.

 

This summit all so steeply towers

And is of excellence so high

No human faculties or powers

Can ever to the top come nigh.

Whoever with its steep could vie,

Though knowing nothing, would transcend

All thought, forever, without end.

 

If you would ask, what is its essence—

This summit of all sense and knowing:

It comes from the Divinest Presence—

The sudden sense of Him outflowing,

In His great clemency bestowing

The gift that leaves men knowing naught,

Yet passing knowledge with their thought.

ROY CAMPBELL