martes, 28 de agosto de 2018

San Agustín y José Cayetano Díaz de Beyral: La Ciudad de Dios

LA CIUDAD DE DIOS
Prólogo
Motivo y argumentación de la presente obra


La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la presente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa personal mía, me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea ésta! Pero Dios es nuestra ayuda.

Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de la humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hinchazón del orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las eminencias pasajeras y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad, de la que me he propuesto hablar, declaró en las Escrituras de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que dice: Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes. Pero esto mismo, que es privilegio exclusivo de Dios, pretende apropiárselo para sí el espíritu hinchado de soberbia, y le gusta que le digan para alabarle: «Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio».

Tampoco hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser dueña del mundo, y aun cuando los pueblos se le rinden, ella misma se ve esclava de su propia ambición de dominio. De ello hablaré según lo pide el plan de la presente obra y mis posibilidades lo permitan.

CAPÍTULO PRIMERO


De los enemigos del nombre cristiano; y de cómo éstos fueron perdonados por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos, en el saqueo y, destrucción de la ciudad.



Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando huían el cuello de la segur vengadora de su contrario no hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes, por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron dentro, de sí, a los que precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo numero se compren dieron no sólo los gentiles, sino también los cristianos: Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando su furor el enemigo, pero allí mismos amortiguaba o apagaba el furor de encarnizado asesino, y, al fin, a esto sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que, hallados fuera de los santos asilos, habían perdonado las vidas, para que no cayese en las manos de los que no usaba ejercitar semejante piedad, por lo que es muy digno de notar que una nación tan feroz, que en todas parte se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas, donde la estaba prohibida su profanación, así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada, desprendiéndose, igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y abastecida. De esta manera libertaron sus vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y no atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno, respectivamente, hacía depender, este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o, de su buena suerte cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir las molestias y penalidades que sufrieron por la mano, vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar, con los funestos efectos, que presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a veces, ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la ‘aureola’ de su mérito, y, cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajosa otro lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro, respeto que por indicar su, sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos, dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad. De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del friego eterno, así como de su presente destrucción; porque, muchos de estos que veis que con, tanta libertad y desacato hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia, con dañado corazón se opone a aquel santo nombre; que, en el tiempo de sus infortunios le sirvió de antemural, irritando de este modo la divina justicia y dando motivo a que su ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores, que están preparados perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de esta vida.

SAN AGUSTÍN DE HIPONA.
Traducción de JOSÉ CAYETANO DÍAZ DE BEYRAL
(Madrid, 1793-1797).

DE CIVITATE DEI
Praefatio
De suscepti operis consilio et argumento.

Gloriosissimam ciuitatem dei siue in hoc temporum cursu, cum inter inpios peregrinatur ex fide uiuens, siue in illa stabilitate sedis aeternae, quam nunc expectat per patientiam, quoadusque iustitia conuertatur in iudicium, deinceps adeptura per excellentiam uictoria ultima et pace perfecta, hoc opere ad te instituto et mea ad te promissione debito defendere aduersus eos, qui conditori eius deos suos praeferunt, fili carissime Marcelline, suscepi,magnum opus et arduum, sed deus adiutor noster est. nam scio quibus uiribus opus sit, ut persuadeatur superbis quanta sit uirtus humilitatis, qua fit ut omnia terrena cacumina temporali mobilitate nutantia non humano usurpata fastu, sed diuina gratia donata celsitudo transcendat. rex enim et conditor ciuitatis huius, de qua loqui instituimus, in scriptura populi sui sententiam diuinae legis aperuit, qua dictum est: deus superbis resistit, humilibus autem dat gratiam. hoc uero, quod dei est, superbae quoque animae spiritus inflatus adfectat amatque sibi in laudibus dici: parcere subiectis et debellare superbos. unde etiam de terrena ciuitate, quae cum dominari adpetit, etsi populi seruiant, ipsa ei dominandi libido dominatur, non est praetereundum silentio quidquid dicere suscepti huius operis ratio postulat et facultas datur.


Caput  I
De aduersariis nominis Christi, quibus in uastatione urbis propter Christum barbari pepercerunt.

Ex hac namque existunt inimici, aduersus quos defendenda est dei ciuitas, quorum tamen multi correcto inpietatis errore ciues in ea fiunt satis idonei; multi uero in eam tantis exardescunt ignibus odiorum tamque manifestis beneficiis redemptoris eius ingrati sunt, ut hodie contra eam linguas non mouerent, nisi ferrum hostile fugientes in sacratis eius locis uitam, de qua superbiunt, inuenirent. an non etiam illi Romani Christi nomini infesti sunt, quibus propter Christum barbari pepercerunt? testantur hoc martyrum loca et basilicae apostolorum, quae in illa uastatione urbis ad se confugientes suos alienosque receperunt. hucusque cruentus saeuiebat inimicus, ibi accipiebat limitem trucidatoris furor, illo ducebantur a miserantibus hostibus, quibus etiam extra ipsa loca pepercerant, ne in eos incurrerent, qui similem misericordiam non habebant. qui tamen etiam ipsi alibi truces atque hostili more saeuientes posteaquam ad loca illa ueniebant, ubi fuerat interdictum quod alibi belli iure licuisset, tota feriendi refrenabatur inmanitas et captiuandi cupiditas frangebatur. sic euaserunt multi, qui nunc Christianis temporibus detrahunt et mala, quae illa ciuitas pertulit, Christo inputant; bona uero, quae in eos ut uiuerent propter Christi honorem facta sunt, non inputant Christo nostro sed fato suo, cum potius deberent, si quid recti saperent, illa, quae ab hostibus aspera et dura perpessi sunt, illi prouidentiae diuinae tribuere, quae solet corruptos hominum mores bellis emendare atque conterere itemque uitam mortalium iustam atque laudabilem talibus adflictionibus exercere probatamque uel in meliora transferre uel in his adhuc terris propter usus alios detinere; illud uero, quod eis uel ubicumque propter Christi nomen uel in locis Christi nomini dicatissimis et amplissimis ac pro largiore misericordia ad capacitatem multitudinis electis praeter bellorum morem truculenti barbari pepercerunt, hoc tribuere temporibus Christianis, hinc deo agere gratias, hinc ad eius nomen ueraciter currere, ut effugiant poenas ignis aeterni, quod nomen multi eorum mendaciter usurparunt, ut effugerent poenas praesentis exitii. nam quos uides petulanter et procaciter insultare seruis Christi, sunt in eis plurimi, qui illum interitum clademque non euasissent, nisi seruos Christi se esse finxissent. et nunc ingrata superbia atque inpiissima insania eius nomini resistunt corde peruerso, ut sempiternis tenebris puniantur, ad quod nomen ore uel subdolo confugerunt, ut temporali luce fruerentur.


lunes, 27 de agosto de 2018

Homero y Luis Segalá y Estalella: Ilíada, Canto I

 CANTO PRIMERO
PESTE.—CÓLERA

  1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves—cumplíase la voluntad de Júpiter—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
  8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Júpiter y de Latona. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
17 «¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Júpiter, al flechador Apolo.»
  22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
  26 «Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. a aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.»
  33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuése por la orilla del estruendoso mar; y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Latona, la de hermosa cabellera:
  37 «¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!»
  43 Tal fue su plegaria. Oyola Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentose lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
  53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo a junta: se lo puso en el corazón Juno, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
  59 «¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños—también el sueño procede de Júpiter,—para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.»
  68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantose Calcas Testórida, el mejor de los augures—conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo,—y benévolo les arengó diciendo:
  74 «¡Oh Aquiles, caro a Júpiter! Mándasme explicar la cólera del dios, del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tú si me salvarás.»
  84 Respondiole Aquiles, el de los pies ligeros: «Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues, ¡por Apolo, caro a Júpiter, a quien tú, oh Calcas, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.»
  92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate: «No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.»
  101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantose al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando a Calcas la torva vista, exclamó:
  106 «¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.»
  121 Replicole el divino Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Júpiter nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya.»
  130 Díjole en respuesta el rey Agamenón: «Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Áyax, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquel a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Áyax, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pelida, el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con sacrificios.»
  148 Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables—no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan,—sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.»
  172 Contestó el rey de hombres Agamenón: «Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Júpiter. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Jove, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dió. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.»
  188 Tal dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: ó, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Minerva del cielo: enviola Juno, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volviose y al instante conoció a Palas Minerva, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
  202 «¿Por qué, hija de Júpiter, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.»
206 Díjole Minerva, la diosa de los brillantes ojos: «Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Juno, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se preocupa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.»
  215 Contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos muy atendido.»
  219 Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Minerva. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Júpiter, que lleva la égida, entre las demás deidades.
  223 El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces: «¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Júpiter (grande será para ti este juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.»
  245 Así se expresó el Pelida; y tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantose Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel—había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera,—y benévolo les arengó diciendo:
254 «¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante pastor de pueblos, Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces Centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía—habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron—y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Júpiter diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.»
  285 Respondiole el rey Agamenón: «Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?»
  292 Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles: «Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo cabe a la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; presto tu negruzca sangre correría en torno de mi lanza.»
  304 Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo fuese hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe para el dios, y conduciendo a Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán el ingenioso Ulises.
  312 Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por la líquida llanura. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.
  318 En tales cosas ocupábase el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza que en la contienda hiciera a Aquiles, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores: «Id a la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas, traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le será más duro.»
  326 Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:
  334 «¡Salud, heraldos, mensajeros de Júpiter y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves.»
  345 De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos: «¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Júpiter altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa que él mismo me arrebató.»
357 Así dijo llorando. Oyole la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, sentose al lado de aquél, que lloraba, acariciole con la mano y le habló de esta manera:
  362 «¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.»
  364 Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Lo sabes. ¿Á qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Tebas, la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la de hermosas mejillas. Luego Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un sabio adivino nos explicó el vaticinio del Flechador, y yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendiose en ira; y levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. a aquélla, los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios; y a la hija de Brises, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Júpiter, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces, hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Saturnio, que amontona las sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos, Juno, Neptuno y Palas Minerva. Tú, oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briáreo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de Júpiter, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto a él y abraza sus rodillas: quizás decida favorecer a los teucros y acorralar a los aqueos que serán muertos entre las popas, cerca del mar; para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamenón Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.»
  413 Respondiole Tetis, derramando lágrimas: «¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te dí a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Júpiter, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente por completo de combatir. Ayer fuese Júpiter al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un banquete, y todos los dioses le siguieron. De aquí a doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Júpiter, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré persuadirle.»
  428 Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles con el corazón irritado a causa de la mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían arrebatado.
  430 En tanto, Ulises llegaba a Crisa con las víctimas para la sacra hecatombe. Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra nave; abatieron por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía; y llevaron el buque, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron las víctimas de la hecatombe para el flechador Apolo, y Criseida salió de la nave que atraviesa el ponto. El ingenioso Ulises llevó la moza al altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:
  442 «¡Oh Crises! Envíame el rey de hombres Agamenón a traerte la hija y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe a Apolo, para que aplaquemos a este dios que tan deplorables males ha causado a los aqueos.»
  446 Dijo, y puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con alegría. Acto continuo, ordenaron la sacra hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse las manos y tomaron harina con sal. Y Crises oró en alta voz y con las manos levantadas:
  451 «¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila e imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!»
  457 Tal fue su plegaria, y Febo Apolo le oyó. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y después de cubrirlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, el anciano los puso sobre leña encendida y los roció de negro vino. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, los mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino a todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al flechador Apolo, que les oía con el corazón complacido.
  475 Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cabe a las amarras del buque. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, hiciéronse a la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y el flechador Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas ondas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados al vasto campamento de los aquivos, sacaron la negra nave a tierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y los bajeles.
  488 El hijo de Peleo y descendiente de Jove, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba las juntas donde los varones cobran fama, ni cooperaba a la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en los bajeles, y echaba de menos la gritería y el combate.
  493 Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Júpiter a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Saturnio sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodose junto a él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocole la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Jove Saturnio:
503 «¡Padre Júpiter! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras u obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres Agamenón le ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngale tú, próvido Júpiter Olímpico, concediendo la victoria a los teucros hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y le colmen de honores.»
  511 De tal suerte habló. Júpiter, que amontona las nubes, nada contestó, guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo:
  514 «Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo—pues en ti no cabe el temor—para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.»
  517 Júpiter, que amontona las nubes, respondió afligidísimo: «¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Juno cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea que Juno advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Éste es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza.»
  528 Dijo el Saturnio, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremeciose el dilatado Olimpo.
  531 Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente Olimpo, y Jove volvió a su palacio. Los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno aguardó que llegase, sino que todos salieron a su encuentro. Sentose Júpiter en el trono; y Juno, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de argentados pies, hija del anciano del mar, con él departiera, dirigió en seguida injuriosas palabras a Jove Saturnio:
  540 «¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo clandestinamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.»
  544 Respondió el padre de los hombres y de los dioses: «¡Juno! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures averiguarlo.»
551 Replicó Juno veneranda, la de los grandes ojos: «¡Terribilísimo Saturnio, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los argentados pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día sentose cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas.»
  560 Contestó Júpiter, que amontona las nubes: «¡Ah, desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así debe de serme grato. Pero, siéntate en silencio; obedece mis palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, si acercándome te pongo encima las invictas manos.»
  568 Tal dijo. Juno veneranda, la de los grandes ojos, temió; y refrenando el coraje, sentose en silencio. Indignáronse en el palacio de Jove los dioses celestiales. Y Vulcano, el ilustre artífice, comenzó a arengarles para consolar a su madre Juno, la de los níveos brazos:
  573 «Funesto e insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido, para que éste no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues si el Olímpico fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja mucho en poder. Pero halágale con palabras cariñosas y pronto el Olímpico nos será propicio.»
  584 De este modo habló, y tomando una copa doble, ofreciola a su madre, diciendo: «Sufre, madre mía, y sopórtalo todo aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no te vean mis ojos apaleada, sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que te quise defender, me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube caído.»
  595 Así dijo. Sonriose Juno, la diosa de los níveos brazos; y sonriente aún, tomó la copa doble que su hijo le presentaba. Vulcano se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la cratera; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses al ver con qué afán les servía en el palacio.
  601 Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas que con linda voz cantaban alternando.
  605 Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había construido Vulcano, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia inteligencia. Júpiter olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostose; y a su lado descansó Juno, la de áureo trono.




viernes, 17 de agosto de 2018

Nicolas Boileau-Despréaux y José María Salazar: Arte poética Canto I

ARTE POÉTICA
CANTO I

PIENSA en vano subir un mal Poeta
A la elevada cima del Parnaso,
Cuando se empeña temerariamente
En el arte de Apolo soberano:
Si no siente del Cielo la influencia,
Si su estrella al nacer no lo ha formado,
En aquella impotencia retenido,
O de su propio genio siempre esclavo,
Sordo le viene a ser el mismo Febo,
Y de tardías alas el Pegaso.
Vosotros que seguís del bello ingenio,
El camino espinoso y arriesgado,
De un ardor y de un fuego peligroso
Vuestro débil espíritu inflamado;
Y confundiendo al Numen con la rima
Os consumís sin fruto en el trabajo.
Algún autor muy lleno de su objeto
No lo sabe dejar hasta agotarlo:
Lo veréis describir menudamente
Las más pequeñas partes de un palacio,
La fachada pintar desde el principio,
De terrado llevarnos en terrado,
Y de una grada a un corredor vistoso;
Detallarnos después el aparato
De sus balcones, balaustres de oro,
Cielos, departamentos ovalados,
Y para usar del técnico lenguaje
Los diversos festones y astragalos.
Gran parte de su libro he recorrido
Antes de hallar el término deseado,
Hasta que el edificio se limita
En un pensil de flores matizado.
Huid siempre la estéril abundancia:
No os empeñéis en un detalle vano
Fácilmente al espíritu repugna
Todo lo que se dice demasiado;
Nadie sabe escribir sin limitarse;
Mas el miedo de un vicio, de ordinario
En otro no menor nos precipita;
Teme aquél ser humilde, y es hinchado.
Se nos pierde en las nubes; aquel otro
No da a sus versos un carácter blando
Por no mostrarse débil, o es obscuro
Las largas difusiones evitando,
O deja su lenguaje muy vacío
Para no parecemos recargado.
Variad, pues, sin cesar vuestro discurso
Si apetecéis del público el aplauso;
Un tono muy igual nos adormece
Aunque sea brillante y elevado:
Para enfadar, parece que ha nacido
El que uniformes rimas recitando
Jamás diversifica su lenguaje
Y es de nuestros oídos el tirano.
¡Feliz el que, en su verso numeroso,
Con voz ligera, con estilo vario,
De lo severo pasa a lo risueño,
Muda en dulce lo grave y sublimado!
A su libro querido de los Cielos
Estarán mil lectores anhelando,
Y en casa de Barbin, nuestro librero,
No cesarán las gentes de comprarlo.
Conserve cada estilo su nobleza,
Y en ninguna materia sea bajo.
La falta de razón, y buen sentido,
Introdujo el burlesco descarado;
Nos agradó al principio por lo nuevo,
Sólo gracias triviales escuchamos,
La licencia en rimar no tuvo freno,
El tono de la feria habló el Parnaso,
Y muy frecuentemente se veía
En tabernero Apolo disfrazado.
El ejemplo del mal es peligroso,
Infectó las provincias, el contagio
Pasó luego del Pueblo hasta la Corte,
Y se internó después en los Palacios;
El mismo Asoucy hallaba sus lectores,
El decidor más necio tuvo aplauso:
Mas la facilidad y extravagancia
Le llegó a disgustar al cortesano,
Aprendió a conocer la grosería,
Distinguió lo sencillo de lo bajo,
Y dejó al morador de la provincia
Con Tifón todavía embelesado.
No manche tal estilo vuestra obra,
Y a Marot en sus chistes, imitando
Solamente dejad al Puente-Nuevo
Estos juegos ridículos y bajos;
Ni le sigáis los pasos a Brebeuf
Que en su heroica Farsalia ha presentado
A los montes llorando con el peso
De los muchos guerreros inmolados.
Sed sencillo con arte en vuestro tono,
Sublime sin orgullo ni aparato,
Agradable y ligero, sin afeite,
Si apetecéis del público el aplauso.
Ofreced al lector aquello solo
Que pueda complacerlo, y halagarlo.
Tened por la cadencia y armonía.
Un oído severo, delicado:
Que corte las palabras el sentido,
Notando el hemistiquio, y el descanso;
Que una vocal no impida la corriente
De otras vocales cuyo giro es blando.
Las palabras se eligen felizmente
Para que ofrezcan musical agrado;
Evitad el concurso aborrecible
De los sonidos ásperos y bajos:
Aun siendo el verso numeroso y lleno,
El pensamiento noble y elevado,
Si al oído le ofende su aspereza,
El espíritu llega a rechazarlo.
Solo en Francia el capricho daba leyes
Al principio infeliz de su Parnaso;
La rima a que en extremo se atendía,
El número y cesura descuidados,
Era el único objeto del poeta,
Y de todos sus versos el ornato.
Mas de nuestros antiguos romanceros
El arte confusísimo aclarando,
Apareció Villon sobre la Francia
Y este género obscuro ha mejorado.
En los diversos juegos de la rima
Siguió después Marot sobre sus pasos
Fijando regla cierta a los rondoes,
Ballatas y trioletos inventando.
Después Ronsard con método distinto
Dictó contrarias leyes al Parnaso,
Formó un arte confuso de su idea,
Y llegó a arrebatarse los sufragios.
Mas en la edad siguiente aquella Musa
Que en griego y en latín se había explicado
Cuando hablaba en francés, cayó por tierra
Como en desquite del primer aplauso.
Ella vio decaer todo su orgullo,
De su lenguaje el frívolo aparato,
Y a Bertaut y Desportes su caída
Volvió más retenidos y más cautos.
Malherbe fue el primero que en la Francia
Hizo reconocer el dulce agrado
De una justa cadencia, el poderío
De un vocablo a su tiempo colocado,
El deber de las Musas, la armonía,
La verdadera regla del Parnaso,
Por quien al fin descansa nuestro oído,
Y por quien fue el idioma reparado;
Desde entonces un verso inoportuno,
No les sirve a los otros de embarazo,
Y caen las estancias dulcemente
Con la posible gracia y sin trabajo
Todo el mundo sus leyes reconoce,
Nuestro siglo por él se ha modelado;
¡Feliz a quien le sirva de modelo,
La claridad, el tino y la pureza,
De sus felices giros imitando!
Si el sentido del verso no concibo
Mi espíritu se cansa de buscarlo,
Yo no sigo a un autor que se extravía,
A quien se halla con pena y con trabajo.
Hay algunos espíritus obscuros
Que de una espesa nube embarazados,
La luz de la razón no los penetra
Ni saben concebir de un modo claro.
Aprended a pensar antes que todo,
Bien escribimos cuando bien pensamos;
La expresión sigue siempre nuestra idea,
Y lo que se concibe sin trabajo,
Con claridad y método se enuncia,
Y sin dificultad nos explicamos.
Que sea sobre todo en vuestras obras
El idioma nativo respetado,
En cualquier extravío del ingenio
Lo debemos mirar como sagrado;
En vano de un sonido melodioso
Me ofreceréis vosotros el halago
Si de la frase el término es impropio,
O bien sus giros al idioma extraños.
De todo solecismo y barbarismo
Huid siempre la pompa y aparato;
El autor más divino se degrada
Si no respeta nuestro idioma patrio.
No os preciéis de ser prontos en la rima,
Mas trabajad con tiempo y con descanso,
Aunque os urja la orden más severa;
Es el más necio orgullo lo contrario.
Un estilo que corre con presteza
Y en que la gravedad no se ha cuidado,
Menos fuerza de espíritu señala,
Que falta de razón, de juicio sano.
A mí me agrada más un arroyuelo
Que va con lento y sosegado paso,
Y se desliza por la blanda arena
En un campo de flores matizado;
Que un torrente impetuoso, cuyo curso
No admite ya ribera ni embarazo,
Cuando se precipita con estruendo,
Y cubierto de lodo sobre el fango:
Corred sin tanta prisa en vuestra obra,
Y sin perder aliento en el trabajo,
Pulidla muchas veces, retocadla,
Algo añadiendo, mucho más borrando.
No basta en un escrito defectuoso,
De muy diversos vicios recargado,
Que los rasgos ligeros del ingenio
Lleguen a relucir de cuando en cuando;
Es menester también que cada cosa
Ocupe su lugar proporcionado,
Y que el fin y el principio correspondan
Al medio de la obra que formamos;
Que con sutil y delicado arte,
De las partes un todo acomodando,
Jamás nos separemos del objeto
Por ir en busca de un lenguaje raro.
¿Teméis por vuestros versos la censura?
Pues a vosotros mismos criticaos,
La ignorancia se admira de sí misma,
Éste es un mal frecuente y ordinario.
Sin orgullo de autor buscad amigos
Que sepan censurar vuestro trabajo,
Y vuestras faltas combatir con celo;
Mas no es amigo un lisonjero falso
Que os mofa y se divierte cuando alaba:
Buscad más el consejo que el aplauso.
Un vil adulador exclama siempre,
Lleno de admiración y de entusiasmo,
¡Vuestra obra es divina, encantadora!
Un éxtasis lo ocupa a cada paso,
No hay alguna palabra que le ofenda;
Ya se entrega a un placer extraordinario,
O llora de emoción y de ternura,
El más fastuoso elogio tributando;
No tiene la verdad este lenguaje,
Ni este aire impetuoso y exaltado.
El verdadero amigo es inflexible,
Exacto siempre, riguroso y franco;
No os deja en vuestras faltas satisfecho,
Ni un descuido por él es perdonado:
Coloca en su jugar lo mal dispuesto,
Corta un estilo de énfasis plagado;
Ya el sentido o la frase le repugna,
O ya un idioma de sintaxis falto;
Si el término es equívoco y obscuro
Os aconseja entonces aclararlo.
Así se explica el verdadero amigo;
Mas un autor indócil y obstinado
Se interesa en la gloria de su rima
Sintiéndose en la crítica injuriado.
“Este verso, le dices, es humilde”—
Perdón, responderá, que es elevado”;
“Esta palabra me parece fría”—
Pues yo aquí veo el más hermoso rasgo”;
Y ¿cómo el universo la ha admirado?”
Así constante siempre en su capricho,
De todo cuanto escribe apasionado,
El que un solo pasaje os desagrade
Es la misma razón de no borrarlo.
Si os dice que la crítica apetece,
Y os confiere un poder ilimitado,
Es una red que os tiende con astucia
Logrando impunemente recitaros.
Os deja satisfecho de su Musa,
Y va a cansar la turba de los fatuos.
Como necios autores nuestro siglo,
Necios admiradores siempre ha dado:
En la provincia abundan, en la corte,
En la casa de un grande, en los palacios;
En París el escrito más humilde
Siempre ha hallado celosos partidarios
Y un zote (con la sátira acabemos)
De otro zote mayor, es admirado.


CHANT I

C’est en vain qu’au Parnasse un téméraire auteur
Pense de l’art des vers atteindre la hauteur :
S’il ne sent point du ciel l’influence secrète,
Si son astre en naissant ne l’a formé poëte,
Dans son génie étroit il est toujours captif ;
Pour lui Phébus est sourd, et Pégase est rétif.
O vous donc qui, brûlant d’une ardeur périlleuse,
Courez du bel esprit la carrière épineuse,
N’allez pas sur des vers sans fruit vous consumer,
Ni prendre pour génie un amour de rimer :
Craignez d’un vain plaisir les trompeuses amorces,
Et consultez longtemps votre esprit et vos forces.
La nature, fertile en esprits excellens,
Sait entre les auteurs partager les talens :
L’un peut tracer en vers une amoureuse flamme ;
L’autre d’un trait plaisant aiguiser l’épigramme :
Malherbe d’un héros peut vanter les exploits ;
Racan chanter Philis, les bergers et les bois :
Mais souvent un esprit qui se flatte et qui s’aime
Méconnoit son génie, et s’ignore soi-même :
Ainsi tel, autrefois qu’on vit avec Faret
Charbonner de ses vers les murs d’un cabaret,
S’en va, mal à propos, d’une voix insolente,
Chanter du peuple hébreu la fuite triomphante,
Et, poursuivant Moïse au travers des déserts,
Court avec Pharaon se noyer dans les mers.
Quelque sujet qu’on traite, ou plaisant, ou sublime,
Que toujours le bon sens s’accorde avec la rime :
L’un l’autre vainement ils semblent se haïr ;
La rime est une esclave, et ne doit qu’obéir.
Lorsqu’à la bien chercher d’abord on s’évertue,
L’esprit à la trouver aisément s’habitue ;
Au joug de la raison sans peine elle fléchit.
Et, loin de la gêner, la sert et l’enrichit.
Mais lorsqu’on la néglige, elle devient rebelle ;
Et pour la rattraper le sens court après elle.
Aimez, donc la raison : que toujours vos écrits
Empruntent d’elle seule et leur lustre et leur prix.
La plupart, emportés d’une fougue insensée,
Toujours loin du droit sens vont chercher leur pensée :
Ils croiroient s’abaisser, dans leurs vers monstrueux.
S’ils pensoient ce qu’un autre a pu penser comme eux.
Evitons ces excès : laissons à l’Italie
De tous ces faux brûlans l’éclatante folie.
Tout doit tendre au bon sens : mais pour y parvenir
Le chemin est glissant et pénible à tenir ;
Pour peu qu’on s’en écarte, aussitôt on se noie :
La raison pour marcher n’a souvent qu’une voie.
Un auteur quelquefois trop plein de son objet
Jamais sans l’épuiser n’abandonne un sujet.
S’il rencontre un palais, il m’en dépeint la face ;
Il me promène après de terrasse en terrasse ;
Ici s’offre un perron ; là règne un corridor ;
Là ce balcon s’enferme en un balustre d’or.
Il compte des plafonds les ronds et les ovales ;
« Ce ne sont que festons, ce ne sont qu’astragales. » ,
Je saute vingt feuillets pour en trouver la fin,
Et je me sauve à peine au travers du jardin.
Fuyez de ces auteurs l’abondance stérile,
Et ne vous chargez point d’un détail inutile.
Tout ce qu'on dit de trop est fade et rebutant ;
L’esprit rassasié le rejette à l’instant :
Qui ne sait se borner ne sut jamais écrire.
Souvent la peur d’un mal nous conduit dans un pire :
Un vers étoit trop foible, et vous le rendez dur ;
J’évite d’être long, et je deviens obscur ;
L’un n’est point trop fardé, mais sa muse est trop nue ;
L’autre a peur de ramper, il se perd dans la nue.
Voulez-vous du public mériter les amours ?
Sans cesse en écrivant variez vos discours.
Un style trop égal et toujours uniforme
En vain brille à nos yeux, il faut qu’il nous endorme.
On lit peu ces auteurs, nés pour nous ennuyer,
Qui toujours sur un ton semblent psalmodier. ,
Heureux qui, dans ses vers, sait d’une voix légère
Passer du grave au doux, du plaisant au sévère !
Son livre, aimé du ciel, et chéri des lecteurs,
Est souvent chez Barbin entouré d’acheteurs.
Quoi que vous écriviez, évitez la bassesse :
Le style le moins noble a pourtant sa noblesse.
Au mépris du bon sens, le burlesque effronté
Trompa les yeux d’abord, plut par sa nouveauté.
On ne vit plus en vers que pointes triviales ;
Le Parnasse parla le langage des halles ;
La licence à rimer alors n’eut plus de frein ;
Apollon travesti devint un Tabarin.
Cette contagion infecta les provinces,
Du clerc et du bourgeois passa jusques aux princes.
Le plus mauvais plaisant eut ses approbateurs ;
Et, jusqu’à d’Assouci, tout trouva des lecteurs.
Mais de ce style enfin la cour désabusée
Dédaigna de ces vers l’extravagance aisée,
Distingua le naïf du plat et du bouffon,
Et laissa la province admirer le Typhon.
Que ce style jamais ne souille votre ouvrage.
Imitons de Marot l’élégant badinage,
Et laissons le burlesque aux plaisans du Pont-Neuf.
Mais n’allez point aussi, sur les pas de Brébeuf,
Même en une Pharsale, entasser sur les rives
« De morts et de mourans cent montagnes plaintives. »
Prenez mieux votre ton. Soyez simple avec art,
Sublime sans orgueil, agréable sans fard.
N’offrez rien au lecteur que ce qui peut lui plaire.
Ayez pour la cadence une oreille sévère :
Que toujours dans vos vers le sens coupant les mots,
Suspende l’hémistiche, en marque le repos.
Gardez qu’une voyelle à courir trop hâtée
Ne soit d’une voyelle en son chemin heurtée.
Il est un heureux choix de mots harmonieux,
Fuyez des mauvais sons le concours odieux :
Le vers le mieux rempli, la plus noble pensée
Ne peut plaire à l’esprit, quand l’oreille est blessée.
Durant les premiers ans du Parnasse françois,
Le caprice tout seul faisoit toutes les lois.
La rime, au bout des mots assemblés sans mesure,
Tenoit lieu d’ornemens, de nombre et de césure.
Villon sut le premier, dans ces siècles grossiers,
Débrouiller l’art confus de nos vieux romanciers.
Marot bientôt après fit fleurir les ballades;
Tourna des triolets, rima des mascarades,
A des refrains réglés asservit les rondeaux,
Et montra pour rimer des chemins tout nouveaux.
Ronsard, qui le suivit, par une autre méthode,
Réglant tout, brouilla tout, fit un art à sa mode,
Et toutefois longtemps eut un heureux destin.
Mais sa muse, en françois parlant grec et latin,
Vit dans l’âge suivant, par un retour grotesque,
Tomber de ses grands mots le faste pédantesque.
Ce poëte orgueilleux, trébuché de si haut,
Rendit plus retenus Desportes et Bertaut.
Enfin Malherbe vint, et, le premier en France,
Fit sentir dans les vers une juste cadence,
D’un mot mis en sa place enseigna le pouvoir,
Et réduisit la muse aux règles du devoir.
Par ce sage écrivain la langue réparée
N’offrit plus rien de rude à l’oreille épurée.
Les stances avec grâce apprirent a tomber,
Et le vers sur le vers n’osa plus enjamber.
Tout reconnut ses lois ; et ce guide fidèle
Aux auteurs de ce temps sert encor de modèle.
Marchez donc sur ses pas ; aimez sa pureté,
Et de son tour heureux imitez la clarté.
Si le sens de vos vers tarde à se faire entendre,
Mon esprit aussitôt commence à se détendre ;
Et, de vos vains discours prompt à se détacher,
Ne suit point un auteur qu’il faut toujours chercher.
Il est certains esprits dont les sombres pensées
Sont d’un nuage épais toujours embarrassées ;
Le jour de la raison ne le sauroit percer.
Avant donc que d’écrire apprenez à penser.
Selon que notre idée est plus ou moins obscure,
L’expression la suit, ou moins nette, ou plus pure.
Ce que l'on conçoit bien s’énonce clairement,
Et les mots pour le dire arrivent aisément.
Surtout qu’en vos écrits la langue révérée
Dans vos plus grands excès vous soit toujours sacrée.
En vain vous me frappez d’un son mélodieux,
Si le terme est impropre, ou le tour vicieux :
Mon esprit n’admet point un pompeux barbarisme,
Ni d’un vers ampoulé l’orgueilleux solécisme.
Sans la langue, en un mot, l’auteur le plus divin,
Est toujours, quoi qu’il fasse, un méchant écrivain.
Travaillez à loisir, quelque ordre qui vous presse.
Et ne vous piquez point d’une folle vitesse :
Un style si rapide, et qui court en rimant,
Marque moins trop d’esprit, que peu de jugement,
J’aime mieux un ruisseau qui, sur la molle arène,
Dans un pré plein de fleurs lentement se promène,
Qu’un torrent débordé qui, d’un cours orageux,
Roule, plein de gravier, sur un terrain fangeux.
Hâtez-vous lentement ; et, sans perdre courage,
Vingt fois sur le métier remettez votre ouvrage :
Polissez-le sans cesse et le repolissez ;
Ajoutez quelquefois, et souvent effacez.
C’est peu qu’en un ouvrage où les fautes fourmillent,
Des traits d’esprit semés de temps en temps pétillent.
Il faut que chaque chose y soit mise en son lieu ;
Que le début, la fin répondent au milieu ;
Que d’un art délicat les pièces assorties
N’y forment qu’un seul tout de diverses parties,
Que jamais du sujet le discours s’écartant
N’aille chercher trop loin quelque mot éclatant.
Craignez- vous pour vos vers la censure publique ?
Soyez-vous à vous-même un sévère critique.
L’ignorance toujours est prête à s’admirer.
Faites-vous des amis prompts à vous censurer ;
Qu’ils soient de vos écrits les confidens sincères,
Et de tous vos défauts les zélés adversaires.
Dépouillez devant eux l’arrogance d’auteur ;
Mais sachez de l’ami discerner le flatteur.
Tel vous semble applaudir, qui vous raille et vous joue.
Aimez qu’on vous conseille, et non pas qu’on vous loue.
Un flatteur aussitôt cherche à se récrier :
Chaque vers qu’il entend le fait extasier.
Tout est charmant, divin : aucun mot ne le blesse ;
Il trépigne de joie, il pleure de tendresse ;
Il vous comble partout d’éloges fastueux.
La vérité n’a point cet air impétueux.
Un sage ami, toujours rigoureux, inflexible,
Sur vos fautes jamais ne vous laisse paisible :
Il ne pardonne point les endroits négligés,
Il renvoie en leur lieu les vers mal arrangés,
Il réprime des mots l’ambitieuse emphase ;
Ici le sens le choque, et plus loin c’est la phrase.
Votre construction semble un peu s’obscurcir :
Ce terme est équivoque : il le faut éclaircir.
C’est ainsi que vous parle un ami véritable.
Mais souvent sur ses vers un auteur intraitable
A les protéger tous se croit intéressé,
Et d’abord prend en main le droit de l’offensé.
« De ce vers, direz-vous, l’expression est basse.
— Ah ! monsieur, pour ce vers je vous demande grâce,
Répondra-t-il d’abord. — Ce mot me semble froid,
Je le retrancherois. — C’est le plus bel endroit !
— Ce tour ne me plaît pas. — Tout le monde l’admire.
Ainsi toujours constant à ne se point dédire,
Qu’un mot dans son ouvrage ait paru vous blesser.
C'est un titre chez lui pour ne point l’effacer :
Cependant, à l’entendre, il chérit la critique :
Vous avez sur ses vers un pouvoir despotique
Mais tout ce beau discours dont il vient vous flatter
N’est rien qu’un piège adroit pour vous les réciter.
Aussitôt il vous quitte ; et, content de sa muse.
S’en va chercher ailleurs quelque fat qu’il abuse ;
Car souvent il en trouve : ainsi qu’en sots auteurs,
Notre siècle est fertile en sots admirateurs ;
Et, sans ceux que fournit la ville et la province.
Il en est chez le duc. il en est chez le prince.
L’ouvrage le plus plat a, chez les courtisans,
De tout temps rencontré de zélés partisans ;
Et, pour finir enfin par un trait de satire.
Un sot trouve toujours un plus sot qui l’admire.