martes, 21 de junio de 2022

Remy de Gourmont: El casamiento de Balzac

EL CASAMIENTO DE BALZAC

Casi todos los historiadores de Balzac han considerado su casamiento con Madame Hanska como el acontecimiento más feliz de su vida, así como el resultado natural y lógico de una carrera en la que el ansia de fortuna había ocupado siempre, junto al trabajo, un lugar muy importante. Desde hace más de cincuenta años se da por sentado que hay que bendecir a la tal Madame Hanska, que hay que darle las gracias por haber realizado uno de los dos sueños de Balzac, por haberle dado, a falta de poder político, su ambición más firme y también la más quimérica, la riqueza, objeto de sus largas e inútiles búsquedas. La leyenda está bien acreditada. Se dice que Madame Hanska —que había consagrado a Balzac una viva amistad y luego un profundo amor—, se apresuró, en cuanto enviudó, a ponerse, ella y su inmensa fortuna, a los pies del gran escritor. Se dice también que su admiración habría sido igual a su amor, y que su abnegación habría sido total para con un Balzac cansado, enfermo y moribundo. Tal es la opinión general.

Sin duda, Madame Hanska, que tenía una fortuna bastante considerable, enriqueció a Balzac casándose con él; pero, ¿por cuánto tiempo? Durante unos meses. Y fue al precio de crueles penas, de dolorosos sacrificios, como nos lo muestra Hugues Rebell en un interesantísimo estudio.

Se lo puede encontrar en un libro titulado: Las inspiradoras de Balzac, Stendhal, Mérimée. El autor, uno de nuestros novelistas más apasionados, audaces y originales, se ha complacido en investigar la influencia de las mujeres en estos tres grandes escritores a los que ama especialmente. Cree que para Balzac, en particular, esa influencia fue muy grande, mucho más decisiva de lo que se ha creído hasta ahora. Otra leyenda, en efecto, afirma que Balzac llevó una vida absolutamente ascética y que se preservó celosamente de las mujeres, esas enemigas, conscientes o inconscientes, del trabajo. Hay algo de verdad en esa tradición, a la que aquí he aludido. Pero, aunque deplorase que las mujeres le hicieran perder un tiempo precioso al escritor, Balzac se entregaba a ellas de buen grado. Amores que casi siempre fueron platónicos, es cierto; y, a menudo, más que platónicos, ¡amores por correspondencia!

Cuando no escribía novelas, Balzac seguía escribiendo. Escribía cartas. Éstas eran de dos tipos: en primer lugar, cartas de amor; en segundo lugar, cartas en las que hablaba de sus cartas de amor. Su hermana, Madame Surville, la duquesa de Abrantès, y Madame Zulma Carraud fueron sus tres grandes confidentes. No le ocurría la más mínima aventura sin que se la contara inmediatamente a alguna de esas amigas desinteresadas. No les ocultaba nada, tampoco tenía nada que ocultar, pues sus amores eran a menudo puramente imaginarios. No sólo confiaba en esas mujeres a las que conocía desde hacía tiempo y de cuya amistad estaba seguro, sino que no podía resistir el impulso de hacerle confidencias incluso a la primera persona que se le presentaba. A toda mujer que le escribía sobre uno de sus libros, le enviaba largas cartas llenas de confesiones, de proyectos, de relatos de sus desdichas y esperanzas. Era, en cuanto a los sentimientos, un niño grande confiado, siempre dispuesto a responder con una sonrisa a la más mínima caricia afectuosa.

“Para él era una necesidad la de abrirse a los demás”, dice Hugues Rebell, “y quizás esperaba provocar confidencias”. Esto es muy probable. Era, antes que nada, un novelista y no dejaba que se perdiera nada de lo que veía, de lo que oía, de lo que le escribían. A las mujeres que más amaba las ponía en sus novelas. Reconocemos en ellas a Madame de Berny, con el nombre de Madame de Mortsauf, y a la marquesa de Castries con el nombre de duquesa de Langeais. Los novelistas son confidentes temibles.

Madame de Berny fue la mejor y la más íntima amiga de Balzac; amiga en el sentido auténtico de la palabra, ya que no parece haber habido entre ellos otro tipo de relación que no fuera el de una profunda amistad. Hugues Rebell, sin embargo, opina de otro modo, y cita un pasaje de una carta de Balzac que podría darle la razón. Cuando ella murió, él sintió una grandísima pena. “Madame de Berny”, escribió entonces, “ha sido un dios para mí. Fue una madre, una amiga, una familia; hizo al escritor, consoló al muchacho...”. Es muy probable que colaborara realmente en la obra del novelista, al menos proporcionándole información sobre las aventuras políticas en las que se había visto mezclada, anécdotas, descripciones, escenas completas. Su muerte fue una inmensa pérdida para Balzac; nunca la sustituyó.

Las dos mujeres que después vemos sucesivamente involucradas en su vida, la marquesa de Castries y Madame Hanska, no tuvieron una influencia feliz en el destino de Balzac. Después de haberlo conquistado con la declaración de una admiración, tal vez fingida, Madame de Castries se cansó rápidamente de un hombre cuyo carácter, demasiado original y demasiado independiente, no se plegaba bien a sus caprichos. Se volvió mala, incluso cruel; llegó hasta a intentar ridiculizarlo públicamente. Los dos no estaban aún completamente distanciados cuando Balzac recibió una carta de un rincón de Rusia firmada con las enigmáticas palabras “La Extranjera”. Madame Hanska entraba en su vida.

Transcurría el año 1832. Su relación duró, pues, dieciocho años, antes de desembocar en la boda tardía a la que iba a seguir tan rápidamente la muerte de Balzac. Madame Hanska parece no haber entendido nunca nada ni del hombre que creía amar ni del novelista que creía admirar. Tenía tendencias místicas, ideas singulares, adquiridas sin duda bajo la influencia de Madame Swetchine, esa otra rusa que desempeñó un papel tan sorprendente a principios del siglo pasado También Balzac había sufrido una crisis de misticismo; pero se había curado de ella. A su vez, quiso curar a su amiga: “Veo con pena —le escribió— que lees a los místicos. Créeme, esa lectura es fatal para las almas constituidas como la tuya. Es un veneno, es un narcótico embriagador. Esos libros tienen una mala influencia, existen las locuras de la virtud, así como las locuras de la disipación... Te dirijo una humilde súplica con respecto a este tema. No leas nada de ese tipo. Pasé por ahí, tengo experiencia en ello”. A pesar de estas advertencias, Madame Hanska continuó con sus malas lecturas. Era, además, una persona de mente débil y sin voluntad. En su primer encuentro, que tuvo lugar en Neufchatel, Balzac la conquistó fácilmente con su elocuencia apasionada. A partir de ese momento, quedaron unidos el uno al otro. Pero había un obstáculo, y el más serio de los obstáculos: un marido. Esa relación amorosa, como casi todas las de Balzac, se desarrolló en gran parte por correspondencia, ya que Madame Hanska regresó a Rusia y Balzac tuvo que volver a París por sus negocios y su trabajo.

Durante trece años se vieron muy poco. Se escribían. Pero la correspondencia, al principio muy activa y muy regular, había acabado languideciendo cuando Madame Hanska quedó viuda, Balzac, al conocer esa noticia, ya vio cumplido su sueño. Por el contrario, lo que comenzó entonces fue el período más doloroso de su vida. Esa mujer, de mente débil, que hasta entonces estaba dispuesta a casarse con Balzac, cuando las circunstancias así lo permitieran, lo rechazó cuando quedó libre. Hugues Rebell dice que “ella lo volvía loco a Balzac, organizando encuentros que más tarde aplazaba; alteraba los planes del escritor, a quien le impedía trabajar con regularidad, cumplir con sus contratos y verse libre de sus acreedores. Fue por ella que Los campesinos, una de sus mejores obras, quedó inconclusa; fue por ella que, durante sus últimos cinco años, Balzac dejó de producir y sólo publicó libros escritos con anterioridad”. Esto es muy cierto. Madame Hanska esterilizó a Balzac y, muy probablemente, acortó sus días al aumentar sus problemas y sus dificultades económicas.

Casi sin fuerzas, demasiado turbado para escribir, Balzac, sin embargo, seguía cada vez más apegado a la idea de ese matrimonio. Para superar la indiferencia de su amiga, realizó su primer viaje a Rusia. Cosa que resultó inútil. Pero siguió sin desanimarse. Menos de un año después de su regreso, partió de nuevo en busca del vellocino de oro que nunca dejaba de fascinarlo. Durante esa nueva estancia en el castillo de Wierzschovnia, Balzac cayó enfermo. ¿Fue eso lo que conmovió a Madame Hanska? De repente, se decidió y dio su mano en matrimonio. Se casaron en marzo de 1850 y llegaron a París en mayo siguiente. Balzac moriría menos de tres meses después, sin haber disfrutado ni de un amor que el tiempo y la distancia habían desgastado lentamente, ni de una fortuna que su arruinada salud le había vuelto casi inútil.

Tal es la verdadera historia del matrimonio de Balzac. Queda por hablar de su muerte, que fue siniestra. Esa mujer, a la que tanto había deseado, a la que había ido a buscar tan lejos, lo dejó morir sin ni siquiera aparecer junto a su lecho. Finalmente, como si se le hubiera dado por despreciar al escritor y odiar al hombre, vendió sus papeles, sus obras inéditas, y dispersó todo lo que le había pertenecido. Se ha buscado la causa de esa animosidad final, pero no se la ha encontrado. Creo que la solución del enigma se encuentra en la vida absurda que llevó Madame de Balzac tras la muerte de su marido, dilapidando una fortuna cuantiosa, comprando al azar, a precios disparatados, cuadros, baratijas, telas. Nunca había estado del todo bien de la cabeza, y ese estado se agravó en los últimos años de su vida.

Y ésa es la mujer que había cautivado y hechizado a Balzac. La perdonaremos, en primer lugar porque no era muy responsable, sin duda, pero sobre todo, porque para el gran escritor fue una profunda fuente de ilusiones. Somos nosotros los que sufrimos con el relato de esa aventura. Balzac, totalmente entregado a su sueño, orgulloso de haberlo conseguido, murió solo, creyendo haber conquistado la vida. No era hombre de desanimarse, incluso cuando se enfrentó cara a cara a la muerte.

 

REMY DE GOURMONT

Promenades littéraires, vol. 1

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 


             LE MARIAGE DE BALZAC

 

Presque tous les historiens de Balzac ont considéré son mariage avec Mme Hanska comme l’événement le plus heureux de sa vie, en même temps que l’aboutissement naturel et logique d’une carrière où le désir de la fortune avait tenu toujours, à côté du travail, une très grande place. Il est convenu, depuis plus de cinquante ans, qu’il faut bénir cette Mme Hanska, qu’il faut la remercier d’avoir réalisé l’un des deux rêves de Balzac, de lui avoir donné, à défaut du pouvoir politique, sa plus ferme et aussi sa plus chimérique ambition, la richesse, objet de ses longues et vaines poursuites. La légende est bien accréditée. Mme Hanska, qui avait voué à Balzac une vive amitié, puis un amour profond, se serait hâtée, dès qu’elle fut veuve, de se mettre, elle-même et sa fortune immense, aux pieds du grand écrivain. Son admiration, dit-on encore, aurait égalé son amour, et son dévouement aurait été sans réserves envers Balzac fatigué, malade, mourant. Telle est l’opinion générale.

Sans doute, Mme Hanska, qui avait une assez belle fortune, enrichit Balzac en l’épousant ; mais, pour combien de temps ? Pour quelques mois. Et ce fut au prix de cruels chagrins, de pénibles sacrifices, comme M. Hugues Rebell nous le démontre dans une très intéressante étude.

On la trouvera dans un livre intitulé : Les Inspiratrices de Balzac, Stendhal, Mérimée. L’auteur, un de nos romanciers les plus passionnés, les plus hardis et les plus originaux, s’est plu à chercher quelle fut l’influence des femmes sur ces trois grands écrivains qu’il aime particulièrement. Il croit que pour Balzac, en particulier, cette influence fut très grande, bien plus décisive qu’on ne l’a cru jusqu’ici. Une autre légende, en effet, veut que Balzac ait mené une existence absolument ascétique et qu’il se soit jalousement gardé des femmes, ces ennemies, conscientes ou inconscientes, du travail. Il y a quelque vérité dans cette tradition, à laquelle j’ai fait allusion ici-même. Mais, tout en déplorant que les femmes lui fissent perdre un temps précieux pour l’écrivain, Balzac leur cédait encore assez volontiers. Amours presque toujours platoniques, il est vrai ; et plus que platoniques, souvent, amours par correspondance !

Quand il n’écrivait pas des romans, Balzac écrivait encore. Il écrivait des lettres. Elles étaient de deux sortes : d’abord des lettres d’amour ; ensuite des lettres où il racontait ses lettres d’amour. Sa sœur, Mme Surville, la duchesse d’Abrantès, Mme Zulma Carraud furent ses trois grandes confidentes. Il ne lui arrivait pas la moindre petite aventure qu’il ne la racontât immédiatement à l’une de ces amies désintéressées. Il ne leur cache rien, n’ayant rien à cacher d’ailleurs, car ses amours étaient souvent de pures imaginations. Non seulement il se confie tout entier à ces femmes qu’il connaissait depuis longtemps et dont l’amitié était sûre, mais il ne peut résister au besoin de faire des confidences même à la première venue. À toute femme qui lui écrit à propos d’un de ses livres, il adresse de longues lettres pleines d’aveux, de projets, de récits de ses malheurs et de ses espoirs. C’était, pour le sentiment, un grand enfant confiant, toujours prêt à répondre par un sourire à la moindre caresse affectueuse.

« C’était un besoin pour lui de s’épancher, dit M. Hugues Rebell ; peut-être aussi espérait-il provoquer des confidences. » C’est très vraisemblable. Il était romancier avant tout et rien n’était perdu de ce qu’il voyait, de ce qu’il entendait, de ce qu’on lui écrivait. Les femmes qu’il a le plus aimées, il les met dans ses romans. On y reconnaît Mme de Berny, sous le nom de Mme de Mortsauf, et la marquise de Castries sous le nom de la duchesse de Langeais. Les romanciers sont des confidents redoutables.

Mme de Berny fut la meilleure et la plus tendre amie de Balzac ; amie au sens véritable du mot, car il ne semble pas qu’il y ait jamais eu entre eux d’autres relations que celles de l’amitié profonde. Cependant M. Hugues Rebell est d’une opinion différente, et il cite un passage d’une lettre de Balzac qui pourrait lui donner raison. Quand elle mourut, il éprouva un très grand chagrin. « Mme de Berny, écrit-il à ce moment, a été un dieu pour moi. Elle a été une mère, une amie, une famille ; elle a fait l’écrivain, elle a consolé le jeune homme… » Il est très probable qu’elle a réellement collaboré à l’œuvre du romancier, au moins en lui fournissant des renseignements sur les aventures politiques auxquelles elle avait été mêlée, des anecdotes, des descriptions, des scènes entières. Sa mort fut une perte immense pour Balzac ; il ne la remplaça jamais.

Les deux femmes que l’on voit ensuite mêlées successivement à sa vie, la marquise de Castries et Mme Hanska, n’eurent pas une influence heureuse sur la destinée de Balzac. Après l’avoir conquis par l’aveu d’une admiration, peut-être feinte, de Castries se fatigua assez vite d’un homme dont le caractère trop original et trop indépendant se pliait mal à ses caprices. Elle se montra méchante, cruelle même ; elle alla jusqu’à chercher à le ridiculiser publiquement. Ils n’étaient pas encore tout à fait brouillés, quand Balzac reçut du fond de la Russie une lettre signée de ces mots énigmatiques : « L’Étrangère. » Mme Hanska entrait dans sa vie.

C’était en 1832. Leurs relations durèrent donc dix-huit ans, avant d’aboutir au tardif mariage que devait suivre de si près la mort de Balzac. Mme Hanska ne semble avoir jamais rien compris ni à l’homme qu’elle croyait aimer, ni au romancier qu’elle croyait admirer. Elle avait des tendances mystiques, des idées singulières, acquises sans doute sous l’influence de Mme Swetchine, cette autre Russe qui joua un rôle si étonnant au commencement du siècle dernier. Balzac, lui aussi, avait subi une crise de mysticisme ; mais il en était guéri. Il voulut à son tour guérir son amie : « Je vois avec peine, lui écrit-il, que vous lisez des mystiques. Croyez-moi, cette lecture est fatale aux âmes constituées comme la vôtre. C’est du poison, c’est un enivrant narcotique. Ces livres ont une mauvaise influence, il y a les folies de la vertu, comme les folies de la dissipation… Je vous adresse à ce sujet une humble prière. Ne lisez rien de ce genre. J’y ai passé, j’en ai l’expérience. » Malgré ces objurgations, Mme Hanska continua ses mauvaises lectures. C’était d’ailleurs une tête faible et sans volonté. À leur première entrevue, qui eut lieu à Neufchâtel, Balzac la conquit facilement par son éloquence passionnée. Dès ce moment, ils se lient l’un à l’autre. Mais il y a un obstacle, et le plus grave des obstacles : un mari. Ces amours, comme, décidément, presque tous les amours de Balzac, vont donc, en grande partie, se passer en correspondance, car Mme Hanska retourne en Russie et Balzac est rappelé à Paris par ses affaires et par ses travaux.

Pendant treize ans, ils se virent fort peu. Ils s’écrivaient. Mais la correspondance, d’abord fort active et très régulière, avait fini par languir, lorsque Mme Hanska devint veuve. Balzac, à cette nouvelle, voit déjà son rêve réalisé. C’est, au contraire, la plus pénible période de sa vie qui commence. Disposée jusqu’alors à épouser Balzac, si les circonstances le permettaient, cette femme au cerveau léger se refuse à lui, maintenant qu’elle est libre. « Elle affolait Balzac, dit M. Hugues Rebell, en arrangeant des rencontres qu’elle remettait à plus tard ; elle bouleversait les projets de l’écrivain qu’elle empêchait de travailler régulièrement, d’exécuter ses contrats et de se libérer de ses créanciers. C’est à cause d’elle que Les Paysans, l’une de ses plus belles œuvres, est restée inachevée ; c’est à cause d’elle que, durant ses cinq dernières années, Balzac cesse de produire et ne publie que des livres écrits antérieurement. » Cela est très exact. Mme Hanska a stérilisé Balzac et très probablement abrégé ses jours en augmentant ses ennuis et ses embarras d’argent.

Presque à bout de forces, trop troublé pour pouvoir écrire, Balzac, cependant, demeurait de plus en plus attaché à l’idée de ce mariage. Pour vaincre l’indifférence de son amie, il fit un premier voyage en Russie. Cela fut inutile. Il ne se découragea pas encore. Moins d’un an après son retour, il repartit en quête de cette toison d’or qui ne cessait de le fasciner. Pendant ce nouveau séjour au château de Wierzschovnia, Balzac tomba malade. Est-ce cela qui toucha Mme Hanska ? Brusquement elle se décida, accorda sa main. Ils se marièrent au mois de mars 1850 et vinrent à Paris au mois de mai suivant. Balzac devait mourir moins de trois mois plus tard, n’ayant joui ni d’un amour que le temps et l’éloignement avaient usé lentement, ni d’une fortune que sa santé ruinée lui rendait à peu près inutile.

Telle est l’histoire véridique du mariage de Balzac. Il resterait à parler de sa mort, qui fut sinistre. Cette femme, qu’il avait tant désirée, qu’il avait été chercher si loin, le laissa mourir sans même paraître à son chevet. Enfin, comme si elle s’était prise de mépris pour l’écrivain, en même temps que de haine pour l’homme, elle vendit ses papiers, ses œuvres inédites, dispersa tout ce qui lui avait appartenu. On a cherché la cause de cette animosité finale sans pouvoir la découvrir. Je crois qu’on trouverait la solution de l’énigme dans la vie absurde que mena Mme de Balzac, après la mort de son mari, gaspillant une fortune considérable, achetant au hasard, à des prix fous, des tableaux, des bibelots, des étoffes. Elle n’avait jamais eu l’esprit sain ; cet état s’aggrava dans les dernières années de son existence.

Et voilà la femme qui avait captivé, envoûté Balzac ! On lui pardonnera, d’abord parce qu’elle était fort peu responsable, sans doute, mais surtout, parce qu’elle fut pour le grand écrivain une profonde source d’illusions. C’est nous qui souffrons au récit de cette aventure. Balzac, tout entier à son rêve, fier de l’avoir réalisé, s’il mourut solitaire, mourut en croyant avoir vaincu la vie. Il était homme à ne pas se décourager, même face à face avec la mort.

1903.


 

 

jueves, 16 de junio de 2022

Robert Lowell y Alberto Girri: El pescador borracho

THE DRUNKEN FISHERMAN

 

Wallowing in this bloody sty,

I cast for fish that pleased my eye

(Truly Jehovah’s bow suspends

No pots of gold to weight its ends);

Only the blood-mouthed rainbow trout

Rose to my bait. They flopped about

My canvas creel until the moth

Corrupted its unstable cloth.

 

A calendar to tell the day;

A handkerchief to wave away

The gnats; a couch unstuffed with storm

Pouching a bottle in one arm;

A whiskey bottle full of worms;

And bedroom slacks: are these fit terms

To mete the worm whose molten rage

Boils in the belly of old age?

 

Once fishing was a rabbit's foot—

O wind blow cold, O wind blow hot,

Let suns stay in or suns step out:

Life danced a jig on the sperm-whale’s spout—

The fisher’s fluent and obscene

Catches kept his conscience clean.

Children, the raging memory drools

Over the glory of past pools.

 

Now the hot river, ebbing, hauls

Its bloody waters into holes;

A grain of sand inside my shoe

Mimics the moon that might undo

Man and Creation too; remorse,

Stinking, has puddled up its source;

Here tantrums thrash to a whale’s rage.

This is the pot-hole of old age.

 

Is there no way to cast my hook

Out of this dynamited brook?

The Fisher’s sons must cast about

When shallow waters peter out.

I will catch Christ with a greased worm,

And when the Prince of Darkness stalks

My bloodstream to its Stygian term...

On water the Man-Fisher walks.

ROBERT LOWELL

 

 

EL PESCADOR BORRACHO

 

Revolcándome en esta pocilga sangrienta,

arrojé el anzuelo para recoger peces que complacieran mi vista

(el arco de Jehová verdaderamente no sostiene

ollas llenas de oro que pesen en sus puntas);

sólo las truchas arco iris de boca sanguinolenta

se alzaron hasta mi carnada. Y se sacudieron dentro

de mi cesta de lona hasta que la polilla

corrompió su inestable tejido.

 

Un calendario para saber el día;

un pañuelo para espantar

los jejenes; un diván desventrado por la tormenta

embolsando una botella en uno de sus brazos;

una botella de whiskey llena de gusanos;

y los pantalones del piyama: ¿son éstas las condiciones adecuadas

para distribuir el gusano cuya furia derretida

hierve en el vientre de la vejez?

 

Una vez el pescar era una pata de conejo

—oh viento, sopla frío, oh viento, sopla cálido,

deja que los soles permanezcan dentro o que los soles salgan:

la vida bailaba una jiga sobre el surtidor del cachalote—,

las copiosas y obscenas presas del pescador

le mantenían limpia la conciencia.

Niños, la furiosa memoria se babea

sobre la gloria de pasados estanques.

 

Ahora el hirviente río, retirándose, arrastra

sus sangrientas aguas hacia agujeros;

un grano de arena dentro de mi zapato

imita la luna que podría deshacer

al hombre y también a la creación; el remordimiento,

hediondo, ha enlodado su fuente;

aquí las rabietas se debaten con la ira de una ballena.

Este es el pozo de la vejez.

¿No hay otra manera de arrojar mi anzuelo

fuera de este arroyo dinamitado?

Los hijos del Pescador deben tratar de encontrarlo

cuando las aguas bajas se retiran.

Atraparé a Cristo con un gusano grasoso;

y cuando el Príncipe de las Tinieblas taconea

por mi corriente sanguínea hasta su meta Estigia ...

sobre las aguas el Pescador de Hombres camina.

 

Traducción y notas de ALBERTO GIRRI

 

A diferencia de otras lamentaciones de Lowell, “The Drunken Eisherman” tiene un carácter mucho menos impersonal, y aunque pertenece a Lord Weary’s Castle (1946), parecería anticipar la modalidad más directa, conectada con la experiencia particular del poeta, que informa toda su obra a partir de Life Studies (1959). Salvo ese aspecto, el tono no ofrece grandes variantes: la “pocilga sangrienta” es el mundo, sin cesar sometido a las atrocidades morales justificadas con falsas creencias, o por la tergiversación de creencias tradicionales; el pescador borracho ha olvidado su misión (“Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”; Mateo 4:19), y apenas si le queda un resto de lucidez para preguntarse: ¿No hay otra manera de arrojar mi anzuelo / fuera de este arroyo dinamitado?


 

jueves, 2 de junio de 2022

Léon Bloy: Nuestra Señora de La Salette. La que llora

EL TORRENTE SUBLIME

 

Vuelvo al tema de mi viaje. Así que se acabó la diligencia cruel que rodaba un día entero. Sólo la mitad del viejo cansancio y la otra mitad similar a un sueño. ¡Ah, ese ferrocarril al borde del abismo, durante una hora! ¡Qué embriaguez ir así al encuentro de Napoleón yendo de Sisteron a Grenoble, pasando por Corps y La Mure! ¡Corps especialmente, el arciprestazgo de La Salette!

Ya que la casualidad no existe, podemos imaginar con estupor el “águila” de ese conquistador “volando hacia París de campanario en campanario”, pero descendiendo del campanario de Corps para gritar, treinta y un años antes que Nuestra Señora: “¡Hijos míos, no tengáis miedo, estoy aquí para anunciaros una gran noticia!” y luego: “La transmitiréis a todo mi pueblo”. ¿Cómo podríamos no pensar en ello?

El gran hombre y sus fieles compañeros parecieron ser toda Francia durante veinte días, todo lo posible de Francia, todas las posibilidades humanas y divinas de esa angélica patria, de esa Hija Mayor del Hijo de Dios y de su Iglesia, de esa habitante de la Llaga de su Corazón, que no podría caer más bajo sin convertirse en la Magdalena de las naciones.

El pobre César fugado, mendigo incorregible de la Dominación Universal, envolvía sin saberlo, a la manera de los Prototipos, el futuro sin develar de los campos o de los pueblos que no podían tener existencia histórica sino por la voluntad de semejante transeúnte. Yo lo he buscado por aquí y por allá, y confieso que su recuerdo era para mí más grande que las eternas montañas. ¿Llegó él acaso a verlas? ¿Vio el Drac, el formidable torrente, gloria del Delfinado? Lo dudo. A un torrente no le importa mirar a otros torrentes, y la propia montaña, para él, no es más que es un obstáculo que lo hace rugir en su profundidad.

Como peregrino de La Salette, y sólo eso, mientras esperaba el honor de arrodillarme ante el Santo Sepulcro, contemplé y vi de cerca ese furioso torrente, con una admiración que me sofocó. ¿Cuántos siglos habrá necesitado esa agua para cavarse un lecho tan vasto en esa soledad grandiosa? Durante innumerables años debe haber roído rocas y cavado abismos, haciendo espuma. Mientras las generaciones nacían y morían, a medida que la historia se desarrollaba, bajo los alóbroges y los romanos, bajo los burgundios, los francos o los sarracenos, bajo los señores de Albon y los primeros Valois, durante las atroces Guerras de Religión, durante la Revolución, durante el asombroso Imperio y hasta nuestros días, cuando la Deseada tenía que aparecer —incansablemente esa agua siempre joven desmoronaba los duros cimientos, acribillándolos con la artillería de sus guijarros, socavando en su base las colosales columnas, formando el abismo continuo que divide en dos esa alta provincia del Delfinado, prerrogativa antigua de los hijos mayores de Francia: el Grésivaudan, el Royannès, las Baronnies, el Gapençois, el Embrunois, el Briançonnais, desde el río Durance hasta el Isère, ¡una manada monstruosa de crestas verdes o de picos calvos cuyos nombres sólo Dios conoce!

El tren para La Mure que viene de Grenoble corre durante no sé cuántos kilómetros a lo largo de ese enorme hueco proporcionado por el Drac, encima del cual uno tiene la ilusión de estar suspendido. Clamor de abajo que nunca cesa y que puede volverse súbitamente inmenso en la época de las lluvias o del deshielo.

Un novelista taciturno y estéril, quiso vengarse, hace unos años, del vil miedo que le había dado ese grito del abismo. Estúpida y bajamente, se esforzó en desacreditarlo con sus adjetivos y malvadas metáforas, comparando esa agua sublime con “un río debilitado, embrujado, podrido...”. Ese pobre hombre, que debe haberles gustado mucho a los enemigos de La Salette, culpa naturalmente a las montañas y está muy lejos de aprobar las circunstancias o los detalles de la Aparición, que, si se hubiera consultado su gusto, habría tenido lugar en la llanura, en las proximidades de una estación de ferrocarril, y de forma mucho más sencilla. In die judicii, libera nos, Domine.

Espero que mi jadeante admiración por ese magnífico espectáculo me será tenida en cuenta. ¿Por qué no querer que Dios sea un artista como los demás, celoso de su obra y deseoso de que se la admire? ¿No habla en todo momento de sus “santas montañas” que ha “preparado con su fuerza” y cuyas “altitudes son suyas”? Ego sum Dominus faciens omnia et nullus mecum. No se trata de montañas ajenas, sino de las suyas propias, y exige que lo adoremos por haberlas hecho.

¿Existe una peregrinación tan maravillosamente encaminada por la admiración previa del viajero? No lo creo. En el pasado, no era así. El camino que seguían las diligencias no bordeaba el abismo. Fue necesario ese ferrocarril único, obra maestra del hombre, para que nos fuera revelada esa obra maestra de Dios, conocida únicamente, en otros tiempos, por algunos campesinos. Volví a verlo, en el camino de vuelta, iluminado esta vez por la luna llena, que acribillaba el paisaje inmenso con sus rayos de plata, y pensé que estaba en el Paraíso.

 LÉON BLOY

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 


          LE TORRENT SUBLIME

Je reviens à mon voyage. Donc plus de diligence cruelle roulant tout un jour. La moitié seulement de l’ancienne fatigue et l’autre moitié semblable à un rêve. Oh ! ce chemin de fer au bord du gouffre, durant une heure ! Quelle ivresse d’aller ainsi au-devant de Napoléon mar­chant de Sisteron sur Grenoble, par Corps et la Mure ! Corps surtout, l’archiprêtré de la Salette !

Le hasard n’existant pas, on peut imaginer avec stu­peur « l’aigle » de ce conquérant « volant vers Paris de clocher en clocher », mais descendant de celui de Corps pour crier, trente-et-un ans avant Notre Dame : « Mes enfants, n’ayez pas peur, je suis ici pour vous annoncer une grande nouvelle ! » puis : « Vous le ferez passer à tout mon peuple. » Comment faire pour n’y pas penser ?

Le grand homme et ses compagnons fidèles parurent être toute la France pendant vingt jours, tout le possible de la France, tout l’éventuel humain et divin de cette angélique patrie, de cette Fille aînée du Fils de Dieu et de son Église, de cette habitante de la Plaie de son Cœur, qui ne pourrait tomber plus bas qu’en devenant la Ma­deleine des nations !

Le pauvre César évadé, mendiant incorrigible de la Domination universelle, enveloppait sans le savoir, à la manière des Prototypes, le futur indévoilé des campagnes ou des villages qui ne pouvaient avoir d’existence histo­rique sinon par la volonté d’un tel passant. Je l’ai cher­ché çà et là, et j’avoue que son souvenir était plus pour moi que les éternelles montagnes. Les a-t-il vues seule­ment ? A-t-il vu le Drac, le formidable torrent, gloire du Dauphiné ? J’en doute. Un torrent n’a que faire de regar­der les autres torrents, et la montagne elle-même, pour lui, n’est qu’un obstacle dont il mugit dans sa profon­deur.

Pèlerin de la Salette et rien que cela, en attendant l’honneur de m’agenouiller sur le Saint Tombeau, je l’ai regardé et vu de près, ce furieux torrent, avec une admi­ration qui me suffoquait. Combien de siècles a-t-il fallu à cette eau pour se creuser un si vaste lit dans cette soli­tude grandiose ? Pendant d’innombrables ans, elle a dû ronger des rocs et creuser des gouffres en écumant. Tan­dis que les générations naissaient et mouraient, à mesure que se déroulait l’Histoire, sous les Allobroges et les Ro­mains, sous les Burgundes, les Francs ou les Sarrasins, sous les seigneurs d’Albon et les premiers Valois, pendant les atroces guerres de religion, pendant la Révolution, pendant l’étonnant Empire et jusqu’à nos jours où la Dé­sirée devait apparaître — infatigablement cette eau tou­jours jeune émiettait les dures assises, les criblant de l’artillerie de ses galets, sapant à leur base les colossales colonnes, formant l’abîme continu qui partage en deux cette haute province dauphinoise, apanage ancien des aînés de France : le Grésivaudan, le Royannès, les Baron­nies, le Gapençois, l’Embrunois, le Briançonnais, de la Durance à l’Isère, troupeau monstrueux de croupes vertes ou de pitons chauves dont Dieu seul connaît tous les noms !

Le train pour la Mure venant de Grenoble roule, du­rant je ne sais combien de kilomètres, le long de cette fente énorme procurée par le Drac au-dessus duquel on a l’illusion d’être suspendu. Clameur d’en bas qui ne s’interrompt jamais et qui peut devenir tout à coup im­mense au temps des pluies ou de la fonte des neiges.

Un romancier morose et stérilisé voulut, il y a quelques années, se venger de la basse peur que lui avait donnée ce cri de l’abîme. Bêtement et vilainement il s’efforça de le déconsidérer par ses adjectifs et ses mé­chantes métaphores, comparant cette eau sublime à « une rivière débile, maléficiée, pourrie… » Ce pauvre homme qui a dû plaire beaucoup aux ennemis de la Salette, blâme naturellement les montagnes et se montre fort éloigné d’approuver les circonstances ou les détails de l’Apparition, qui aurait eu lieu en plaine, dans le voisi­nage d’une gare et beaucoup plus simplement, si on avait consulté son goût. In die judicii, libera nos, Domine.

J’espère que ma pantelante admiration pour ce magni­fique spectacle me sera comptée. Pourquoi voudrait-on que Dieu ne fût pas un artiste comme les autres, jaloux de son œuvre et désirant qu’on l’admire ? Ne parle-t-il pas, à chaque instant, de ses « saintes montagnes » qu’il a « préparées dans sa force » et dont « les altitudes sont siennes » ? Ego sum Dominus faciens omnia et nullus me­cum. Il ne s’agit pas des montagnes des autres, mais des siennes et il exige qu’on l’adore pour les avoir faites.

Existe-t-il un pèlerinage aussi merveilleusement acheminé par l’admiration préalable du voyageur ? Je ne le pense pas. Autrefois, ce n’était pas ainsi. La route sui­vie par les diligences ne côtoyait pas l’abîme. Il a fallu cette voie de fer unique, chef-d’œuvre des hommes, pour que nous fût révélé ce chef-d’œuvre de Dieu connu seu­lement alors de quelques paysans. Je l’ai revu, au retour, éclairé, cette fois, par la pleine lune, criblant de ses rayons d’argent le paysage immense et je croyais être en Paradis.

LÉON BLOY

Celle qui pleure