jueves, 30 de diciembre de 2021

Remy de Gourmont: La vida de Barbey d'Aurevilly

LA VIDA DE BARBEY D'AUREVILLY

I

BARBEY d'Aurevilly es una de las figuras más originales de la literatura del siglo XIX. Es probable que durante mucho tiempo siga despertando la curiosidad, que durante mucho tiempo siga siendo uno de esos clásicos singulares y subterráneos que son la verdadera vida de la literatura francesa. Su altar está en el fondo de una cripta, pero a la que los fieles descienden de buen grado, mientras que el templo de los grandes santos abre al sol su vacío y su aburrimiento. Son en las letras, en cierta medida, lo que los mœchi de Sainte-Beuve son en la vida, adúlteros. Los mantenemos alejados de la familia, tememos acercarnos a ellos, pero los miramos y nos alegramos de haberlos visto. No son monstruos; al contrario, uno los encuentra muy hermosos y demasiado libres. Poco a poco, con perseverantes precauciones, los eclesiásticos y los maestros los alejan de las bibliotecas, los esconden en los armarios: bien puestos a la luz, cubiertos de polvo, brillan la moral y la razón.

Pero siempre hay un clan que se ríe de la moral y subestima la razón. Esos villanos, que nos preservaron a Marcial y a Petronio, ahora prefieren Baudelaire a Lamartine, D'Aurevilly a George Sand, Villiers a Daudet, Verlaine a Sully-Prudhomme. Esto significa que hay dos literaturas, una que da cabida a las tendencias conservadoras y otra a las tendencias destructivas de la humanidad. Y así, nada se conserva del todo, ni se destruye del todo; a cada uno le toca ganar una vez la lotería, y eso proporciona a los hombres cultos eternos temas de controversia.

Barbey d'Aurevilly no es uno de esos hombres que se imponen a la admiración banal. Es complejo y caprichoso. Algunos lo consideran un escritor cristiano, convirtiéndolo en una especie de Veuillot romántico; otros denuncian su inmoralidad y su diabólica audacia. Hay un poco de todo esto en él: de ahí sus contradicciones, que no sólo fueron sucesivas. Está claro que al principio era ateo e inmoralista; pero cuando una crisis lo empujó hacia la religión, siguió siendo inmoralista como en su primera fase, y esto parecía singular. Nunca quedó claro, quizás ni siquiera para él mismo, si su catolicismo baudeleriano coincidía con una fe muy profunda. "Cree que cree", se había dicho de Chateaubriand. Barbey d'Aurevilly estaba quizás, por el contrario, tan seguro de su creencia que se tomó todo tipo de libertades con ella, incluso la de serle infiel. Hay que tomar también en cuenta que había estudiado la historia con la suficiente profundidad como para haber aprendido que los mejores católicos, y los más útiles para su religión y su partido, fueron al mismo tiempo grandes paganos.

La raza de la que procede es una de las menos religiosas de Francia, aunque una de las más apegadas a las prácticas exteriores y tradicionales del culto. La influencia del suelo, del clima, es allí claramente visible; los daneses que permanecieron en su propio país se han inclinado, con el paso de los siglos, hacia una religiosidad sombría, replegada por entero en la oscuridad de su conciencia; llevan su fe en el corazón como el campesino lleva una serpiente en el regazo. Convertida en normanda, esa raza ingenua ha florecido en el escepticismo con una prudente lentitud. De una incredulidad íntima, manifiesta una fe pública, casi exclusivamente social. Tiene poco apego por la predicación del Evangelio, pero mucho por la misa, que es una fiesta; ama sus iglesias y se desinteresa por los párrocos. Después de haber construido algunas de las más bellas abadías y catedrales de Francia, se olvidó de dotarlas de monjes y canónigos, de rentas y de tierras. Mucho antes de la Revolución, las abadías estaban desiertas. Cuando se pusieron a la venta los bienes del clero, la nobleza, más aún que los campesinos despreocupados por la religión, compró sin vacilar, sin perturbarse: los jefes de la raza dieron ejemplo de escepticismo.

Muy poco religioso, el normando (nos referimos a la Baja Normandía, la región que formó a Barbey d'Aurevilly) sólo soporta la autoridad cuando se mantiene lejana, invisible; es profundamente individualista, con un patriotismo muy moderado. Amante de la tierra, se desprende sin embargo fácilmente de ella, porque tiene otro gusto que lo empuja a las aventuras. Antes se iba a la guerra, lejos; en nuestros días se va a ejercer el comercio. Con una gran curiosidad mental, disfruta de la educación y de todas las actividades intelectuales o que giran en torno al ejercicio de la inteligencia. La región entre Valognes y Granville, que proporcionó algunos de los más audaces impresores de los siglos XV y XVI, ha hecho un verdadero monopolio del comercio de libros; entre los escritores, la proporción de normandos es siempre enorme.

Esas características generales se encuentran claramente en Barbey d'Aurevilly. Como el normando medio, carece de una religiosidad profunda, pero está apegado a ciertas formas y tradiciones religiosas; es individualista hasta el escándalo, y de la autoridad sólo apoya la idea que se hace de ella; al principio lleno de ternura por su tierra natal, la abandona sin remordimientos, para volver más tarde a amarla de nuevo; nacido en un entorno en el que la cultura gira en torno a la tradición, siente la necesidad de nociones más nuevas y se lanza a conquistarlas, con la imprevisión de un caballero de aventuras. Como está dotado muy sumariamente y su carácter es de los menos flexibles, la lucha resulta ser larga. Tardará cincuenta años en tocar con mano temblorosa una gloria incierta.

Barbey d'Aurevilly nació en 1808 en Saint-Sauveur-le-Vicomte, no lejos de Valognes, en el seno de una de esas familias burguesas en las que el antiguo régimen reclutaba incansablemente a su aristocracia. El rey confería la nobleza como hoy la cruz de la Legión de Honor, pero con más sobriedad y mejor criterio; la familia era condecorada al mismo tiempo que el hombre, y así un grupo cuya importancia aumentaba con cada año que pasaba se interesaba por la grandeza del Estado. La nobleza se aseguraba con cargos comprados; también la nobleza podía comprarse, y esto es lo que más vincula la moral actual con la del pasado. La nobleza de Barbey d'Aurevilly data exactamente del año 1765; hay otras más recientes. Su abuela era una La Blaierie, su madre una Ango (los Angos ya se habían aliado con los Barbeys), ella misma nieta, muy probablemente, de Luis XV. Tenemos, entonces, una ascendencia felizmente variada: sólidos campesinos y aristócratas de la región del Cotentin, los armadores de Dieppe, los Borbones. ¿Se necesita tanto para hacer un Barbey d'Aurevilly? Quizás. Las razas puras dan productos más simples.

Ernestine Ango sólo amaba a su marido, sólo lo veía a él. Théophile Barbey, sombrío, mudo, vivía encerrado en su religión monárquica. El niño era mimado únicamente por su abuela La Blaierie; ella había conocido al caballero Des Touches y le contaba sus aventuras. La otra influencia que tuvo, fue la de su primo Édelestand du Méril, siete años mayor que él. De ese futuro maestro de la erudición medieval recibió su iniciación literaria: romántica, templada por Corneille y Racine, que su tutor, Monsieur Groult, le hizo amar. Con quince años, envió versos a Casimir Delavigne, quien le respondió. Luego fue enviado al Liceo Stanislas, donde "perdió la fe" y, como excelente compensación, se ganó la amistad de su compañero de estudios, Maurice de Guérin, que entonces estaba muy alejado del cristianismo, y que tal vez nunca volvió a él salvo en las ilusiones de su hermana.

De 1829 a 1833, Barbey d'Aurevilly estudia derecho en Caen, conoce a Trébutien, funda una "revista republicana", la Revue de Caen, mientras que su hermano le opone una revista monárquica, el Momus Normand, publica su primer cuento, Léa, y defiende una tesis "de una rara chatura de pensamiento y de estilo" sobre Las causas que suspenden el curso de la prescripción. Por esa época comenzó a interesarse por la política; era republicano y comunista: "¡Despleguemos la bandera municipal! ¡Que se alcen las comunas nuevas como se alzaron, en el siglo XII, las viejas comunas francesas!..." Defiende el sufragio universal y desea que el movimiento social, iniciado en 1789 y continuado en julio de 1830, llegue a su fin. Como querían casarlo, se escapó, provisto de una pequeña herencia personal, se instaló en París, viajó, volvió, soñó, rimó, blasfemó, escribió poemas en prosa y una singular novela, Germaine, que no vería la luz hasta 1884, con el título: Lo que no muere. La política, que iba a volver a apoderarse de él, lo aburría como casi todo lo demás; sus únicas alegrías eran sensuales: un "bello animal" lo consolaba por no creer ya en nada, por no interesarse por nada. Un regreso momentáneo a Saint-Sauveur le demostró que incluso había perdido el amor por su tierra natal: "La patria —escribió en sus Memorandason los hábitos, y los míos no están aquí, nunca han estado aquí". Sin embargo, sus ideas republicanas lo abandonan; él que, por principio, sólo quería llevar su antiguo y corto nombre, "Barbey", le añade ahora el "d'Aurevilly" al que tiene derecho; se acuerda de que su bisabuelo compró una vez un cargo y un título de escudero. ¿Era eso una prueba de sabiduría y razón? Es posible, pues hay que aprovechar todas las ventajas de la vida, rehuir la modestia como un vicio y, si se quiere triunfar, aparentar de antemano lo que se llegará a ser.

Maurice de Guérin va a casarse; esto le hace pensar: "¿Quién no necesita un hogar? Byron sólo fue tan crítico con suyo porque había sido destruido". El romántico sufre tal crisis de sabiduría que acepta escribir en el Diario Oficial de la Instrucción Pública, que dirige su amigo Amédée Renée. Se somete a la disciplina. En agosto de 1837, dice: "Creo que me estoy enfriando interiormente, tanto mejor; la poesía de las pasiones ya apenas me conmueve". En otoño, colaboró en L'Europe, apoyando la política de Thiers. Ahí lo tenemos metido en el periodismo; no lo dejará hasta su muerte, después de haber pasado en él más de cincuenta años.

(continuará)

REMY DE GOURMONT

Promenades littéraires, vol. 1

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

LA VIE DE BARBEY D'AUREVILLY

I

BARBEY d'Aurevilly est une des figures les plus originales de la littérature du dix-neuvième siècle. Il est probable qu’il excitera longtemps la curiosité, qu’il restera longtemps l’un de ces classiques singuliers et comme souterrains qui sont la véritable vie de la littérature française. Leur autel est au fond d’une crypte, mais où les fidèles descendent volontiers, cependant que le temple des grands saints ouvre au soleil son vide et son ennui. Ils sont un peu dans les lettres ce que sont dans la vie les mœchi de Sainte-Beuve, les adultères. On les tient à l’écart de la famille, on craint de les approcher, mais on les regarde et on est content de les avoir vus. Ce ne sont pas des monstres ; au contraire, on les trouve trop beaux et trop libres. Lentement, avec de persévérantes précautions, les ecclésiastiques et les professeurs les écartent des bibliothèques, les cachent dans les armoires : bien en lumière, en pleine poussière, brillent la morale et la raison.

Mais il y a toujours un clan qui se rit de la morale et qui mésestime la raison. Ces méchants, qui nous conservèrent Martial et Pétrone, préfèrent aujourd’hui Baudelaire à Lamartine, d’Aurevilly à George Sand, Villiers à Daudet, Verlaine à M. Sully-Prudhomme. Cela fait qu’il y a deux littératures, l’une qui s’accommode aux tendances conservatrices, l’autre aux tendances destructrices de l’humanité. Et ainsi rien n’est jamais tout à fait conservé, ni tout à fait détruit ; chacun gagne à son tour à la loterie et cela fournit aux hommes cultivés d’éternels sujets de controverse.

Barbey d’Aurevilly n’est pas un de ces hommes qui s’imposent à l’admiration banale. Il est complexe et capricieux. Les uns le tiennent pour un écrivain chrétien, en font une sorte de Veuillot romantique ; d’autres dénoncent son immoralité et sa diabolique audace. Il y a de tout cela en lui : de là des contradictions qui ne furent pas seulement successives. On voit bien qu’il fut d’abord athée et immoraliste ; mais quand une crise l’eut rejeté vers la religion, il demeura immoraliste ainsi qu’en sa première phase, et cela parut singulier. On ne sut jamais bien, ni peut-être lui-même, si son catholicisme baudelairien coïncidait avec une foi très profonde. « Il croit croire », avait-on dit de Chateaubriand. Barbey d’Aurevilly était peut-être au contraire tellement assuré de sa croyance, qu’il prenait avec elle toutes sortes de libertés, même celle de lui être infidèle. C’est aussi qu’il avait étudié assez profondément l’histoire pour avoir appris que les meilleurs catholiques et les plus utiles à leur religion et à leur parti furent en même temps de grands païens.

La race d’où il sortait est une des moins religieuses de la France, quoiqu’une des plus attachées aux pratiques extérieures et traditionnelles du culte. L’influence du sol, du climat, est ici nettement visible ; les Danois demeurés dans leur pays ont incliné, avec les siècles, vers une religiosité sombre, toute repliée dans l’obscurité de la conscience ; ils portent leur foi en leur cœur comme le paysan portait un serpent dans son giron. Devenue normande, cette race naïve s’est épanouie au scepticisme avec une prudente lenteur. D’une incrédulité intime, elle manifeste une foi publique, presque uniquement sociale. Elle tient peu au prône, mais beaucoup à la messe, qui est une fête ; elle aime ses églises et se désintéresse des curés. Ayant construit quelques-unes des plus belles abbayes et cathédrales de France, elle oublia de les pourvoir de moines et de chanoines, de rentes et de terres. Bien avant la Révolution, les abbayes étaient désertes. À la mise en vente des biens du clergé, encore plus que les paysans désintéressés dans la religion, la noblesse acheta, sans hésitation, sans trouble : les chefs de la race donnaient l’exemple du scepticisme.

Très peu religieux, le Normand (on entend la Basse-Normandie, la région qui forma Barbey d’Aurevilly) ne supporte l’autorité que lointaine, invisible ; il est profondément individualiste, d’un patriotisme fort modéré. Aimant la terre, il s’en détache pourtant facilement, car un autre goût le porte aux aventures. Il allait volontiers guerroyer au loin ; à cette heure il y va faire du commerce. D’une assez grande curiosité d’esprit, il goûte l’instruction et toutes les activités intellectuelles ou qui gravitent autour de l’exercice de l’intelligence. La région d’entre Valognes et Granville, qui fournit quelques-uns des plus hardis imprimeurs des XVe et XVIe siècles, s’est fait du commerce des livres un véritable monopole ; parmi les écrivains, la proportion des Normands est toujours énorme.

Ces caractères généraux se retrouvent assez précis en Barbey d’Aurevilly. Comme le Normand moyen, il est dénué de religiosité profonde, mais attaché à certaines formes et traditions religieuses ; il est individualiste jusqu’au scandale, ne supporte de l’autorité que l’idée qu’il s’en fait ; d’abord plein de tendresse pour sa terre natale, il la quitte sans regret, pour revenir plus tard l’aimer encore ; né dans un milieu où la culture est toute de tradition, il sent le besoin de notions plus nouvelles et part à leur conquête, avec l’imprévoyance d’un chevalier d’aventure. Comme il est armé très sommairement et que son caractère est des moins souples, la lutte sera longue. Il lui faudra cinquante ans pour toucher d’une main tremblante une gloire incertaine.

Barbey d’Aurevilly naquit en 1808 à Saint-Sauveur-le-Vicomte, non loin de Valognes, d’une de ces familles bourgeoises où l’ancien régime recrutait infatigablement son aristocratie. Le roi conférait la noblesse comme aujourd’hui la croix, mais avec plus de sobriété et à meilleur escient ; on décorait la famille en même temps que l’homme, on intéressait à la grandeur de l’État un groupe dont chaque année augmenterait l’importance. Des charges vénales assuraient la noblesse ; on pouvait aussi l’acheter, et c’est cela encore qui rattache le plus étroitement les mœurs d’aujourd’hui à celles d’avant-hier. La noblesse de Barbey d’Aurevilly date exactement de l’année 1765 ; il en est de plus récentes. Sa grand-mère fut une La Blaierie, sa mère une Ango (les Ango s’étaient déjà alliés avec les Barbey), elle-même petite-fille, très probablement, de Louis XV. Voilà donc une ascendance heureusement variée : de solides paysans et des aristocrates du Cotentin, les armateurs dieppois, les Bourbons. En faut-il tant pour faire un Barbey d’Aurevilly ? Peut-être. Les races pures donnent des produits plus unis.

Ernestine Ango n’aimait que son mari, ne voyait que lui. Théophile Barbey, sombre, muet, vit forclos dans sa religion royaliste. L’enfant n’est choyé que par sa grand-mère La Blaierie ; elle a connu le chevalier des Touches et lui en conte les aventures. L’autre influence qu’il subit est celle de son cousin Édelestand du Méril, qui a sept ans de plus que lui. C’est de ce futur maître de l’érudition médiévale qu’il reçoit l’initiation littéraire : elle est romantique, tempérée par Corneille et par Racine que lui fait aimer son précepteur, M. Groult. Il a quinze ans, il envoie des vers à Casimir Delavigne, qui lui répond[51]. Ensuite on le dépêche à Stanislas, où « il perd la foi » et, excellente compensation, gagne l’amitié de son condisciple, Maurice de Guérin, alors très loin du christianisme, et qui n’y retourna peut-être jamais que dans les illusions de sa sœur[52].

De 1829 à 1833, Barbey d’Aurevilly étudie le droit à Caen, fait la connaissance de Trébutien, fonde une « revue républicaine », la Revue de Caen, cependant que son frère lui oppose une revue royaliste, le Momus Normand, publie son premier conte, Léa, et soutient une thèse « d’une platitude rare de pensée et de style » sur Les Causes qui suspendent le cours de la prescription. À cette époque, il commence à s’intéresser à la politique ; il est républicain et communaliste : « Déployons donc la bannière municipale ! Que les communes nouvelles se lèvent, comme se levèrent, au XIIe siècle, les vieilles communes françaises !… » ; il préconise le suffrage universel, entend que l’on pousse à sa conclusion « le mouvement social commencé en 89 et continué en juillet 1830 ». Comme on veut le marier, il s’échappe, muni d’un petit héritage personnel, s’établit à Paris, voyage, revient, rêve, rime, blasphème, écrit des poèmes en prose et un roman singulier, Germaine, qui ne verra le jour qu’en 1884, sous ce titre : Ce qui ne meurt pas. La politique, qui va le reprendre, l’ennuie comme presque tout le reste ; ses seules joies sont de sensualité : un « bel animal » le console de ne plus croire à rien, de ne s’intéresser à rien. Un retour momentané à Saint-Sauveur lui prouve qu’il a même perdu l’amour de son sol natal : « La patrie, écrit-il dans son Mémorandum, ce sont les habitudes, et les miennes ne sont pas ici, n’y ont jamais été. » Cependant, ses idées républicaines l’abandonnent ; lui qui, par principe, n’a voulu porter que son vieux nom tout bref, « Barbey », y ajoute maintenant le « d’Aurevilly » auquel il a droit ; il se souvient que son arrière-grand-père acheta jadis une charge et un titre d’écuyer. Était-ce une preuve de sagesse et de raison ? C’est possible, car il faut user dans la vie de tous ses avantages, fuir la modestie comme un vice, et, si l’on veut arriver, paraître tout d’abord ce que l’on deviendra.

Maurice de Guérin va se marier ; cela le fait réfléchir : « Qui n’a pas besoin d’un foyer ? Byron n’en médisait tant que parce qu’on avait détruit le sien. » Le romantique traverse une telle crise de sagesse qu’il consent à écrire dans le Journal officiel de l’Instruction publique, que dirige son ami Amédée Renée. Il se discipline : « Je crois, dit-il en août 1837, que je me refroidis intérieurement, ce serait tant mieux ; la poésie des passions ne me touche guère plus. » Dès l’automne, il collabore à L’Europe, soutenant la politique de M. Thiers. Le voilà entré dans le journalisme ; il n’en sortira qu’à sa mort, après y avoir passé plus de cinquante ans.


 

 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Francis Jammes: Plegaria para ir al Paraíso con los asnos

PLEGARIA PARA IR AL PARAÍSO CON LOS ASNOS

 

Cuando el momento llegue de ir hacia Ti, Dios mío,

Haz que sea un día en que el campo esté de fiesta,

Bañado en luz. Deseo, como lo he hecho aquí abajo,

Elegir qué camino seguir, el que a mí más me guste, para

Llegar al Paraíso donde en su pleno día brillan las estrellas.

Tomaré mi bastón y por la ancha ruta me iré

Andando y le diré a los asnos, mis amigos:

Yo soy Francis Jammes y me voy al Paraíso

Porque no hay infierno en el país del Dios Bueno.

Y les diré: vengan, dulces amigos del cielo azul,

Pobres queridos animales que sacudiendo la oreja

Se sacuden las moscas, las abejas y los golpes.

Que me veas aparecer, Señor, rodeado de esos animales

Que quiero tanto porque agachan la cabeza

Dulcemente, y se detienen juntando los piecitos

De un modo tan dulce que a uno le da pena.

Llegaré seguido por miles de esas orejas,

Por los que llevan canastas colgando de sus flancos,

Por los que tiran de los carros de los acróbatas,

O de los coches cubiertos con penachos de pluma y hojalata,

Por los que llevan latas abolladas en los lomos,

Por las asnas redondas como vasijas, de pasito corto,

Por los que llevan pequeños pantalones

Debido a las llagas azules y supurantes que les han hecho

Las moscas obstinadas que se agrupan a su alrededor.

Dios mío, concédeme llegar a Ti junto con esos asnos.

Concédeme que en paz los ángeles nos guíen

Hacia los arroyos frondosos donde tiemblan las cerezas

Lisas como la risueña carne de las muchachas,

Y concédeme que en la morada de las almas,

Pueda inclinarme sobre tus aguas divinas, y que yo pueda ser

Como los asnos que verán su humilde y dulce pobreza

Reflejarse en la limpidez del amor eterno.

  

FRANCIS JAMMES

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

 

PRIERE POUR ALLER AU PARADIS AVEC LES ÂNES

 

Lorsqu'il faudra aller vers vous, ô mon Dieu, faites

que ce soit par un jour où la campagne en fête

poudroiera. Je désire, ainsi que je fis ici-bas,

choisir un chemin pour aller, comme il me plaira,

au Paradis, où sont en plein jour les étoiles.

Je prendrai mon bâton et sur la grande route

j'irai, et je dirai aux ânes, mes amis :

Je suis Francis Jammes et je vais au Paradis,

car il n'y a pas d'enfer au pays du Bon Dieu.

Je leur dirai : " Venez, doux amis du ciel bleu,

pauvres bêtes chéries qui, d'un brusque mouvement d'oreille,

chassez les mouches plates, les coups et les abeilles."

Que je Vous apparaisse au milieu de ces bêtes

que j'aime tant parce qu'elles baissent la tête

doucement, et s'arrêtent en joignant leurs petits pieds

d'une façon bien douce et qui vous fait pitié.

J'arriverai suivi de leurs milliers d'oreilles,

suivi de ceux qui portent au flanc des corbeilles,

de ceux traînant des voitures de saltimbanques

ou des voitures de plumeaux et de fer-blanc,

de ceux qui ont au dos des bidons bossués,

des ânesses pleines comme des outres, aux pas cassés,

de ceux à qui l'on met de petits pantalons

à cause des plaies bleues et suintantes que font

les mouches entêtées qui s'y groupent en ronds.

Mon Dieu, faites qu'avec ces ânes je Vous vienne.

Faites que, dans la paix, des anges nous conduisent

vers des ruisseaux touffus où tremblent des cerises

lisses comme la chair qui rit des jeunes filles,

et faites que, penché dans ce séjour des âmes,

sur vos divines eaux, je sois pareil aux ânes

qui mireront leur humble et douce pauvreté

à la limpidité de l'amour éternel.