INTRODUCCIÓN
A LOS ESCOLIOS DE NICOLÁS GÓMEZ
DÁVILA
«Las dos alas de la
inteligencia son la erudición y el amor».
Nicolás Gómez Dávila es uno de esos raros autores
que tienen a sus lectores en tan alta estima que sólo le ofrecen lo mejor de sí
mismos. El verdadero título de estas formas breves, que no son ni aforismos ni
sentencias, reunidas bajo el título de Los
horrores de la democracia (elección de editor no exenta de un toque de sana
provocación) es Escolios a un texto
implícito. Esos «escolios» tienen por regla no dejar adivinar del
pensamiento sino la afinada punta, y, por virtud, la generosidad de suponer en
el lector la inteligencia y el arte de desplegar, a partir de esas afinadas
puntas, un texto que está al mismo tiempo ausente y presente, implícito, es
decir, que se brinda, sin por esto revelarse.
Toda obra digna de nuestra atención se asemeja a la
parte emergente del iceberg: lo que dice es sólo una señal de lo que no dice.
Lo implícito es, por lo general, el sello de la alta literatura, lo que la
distingue de la información, las humanidades y la palabrería, donde lo que no
se dice vale aún menos que lo que se dice. Cuando la palabra escrita se eleva
al rango de la palabra hablada, cuando las páginas son como la reverberación
del Logos-Rey, el más pequeño destello da testimonio del abismo luminoso del
Cielo. Lo que se dice está, en cierto modo, exaltado por el poder de lo que no
se dice, tal como el balanceo de la ola está en armonía con el magnetismo de
las mareas. Ahora bien, en lo que atañe a ese poder, la eminente generosidad de
Nicolás Gómez Dávila lo pone desde el principio en armonía con su lector, sin
preocuparse por ninguna otra cualificación externa. Este supuesto «antidemócrata»
plantea como un a priori teórico a su obra, a su «método» (en el sentido en que
Valéry habla del «método» de Leonardo da Vinci), la posibilidad de que
cualquier hombre preocupado por tener vida interior lo comprenda. «Los hombres son menos iguales de
lo que dicen y más de lo que piensan». Aquí la
lógica es exactamente la opuesta a la del «demócrata» fundamentalista que
afirma teóricamente la igualdad de todos, no sin arrogarse el magisterio de la
definición de la igualdad y, en consecuencia, una superioridad absoluta que, en
política, sólo podría traducirse por la generalización de los métodos
policiales. «El Estado moderno realizará
su esencia cuando la policía, como Dios, presencie todos los actos del hombre».
Los Escolios
de Gómez Dávila son una obra de combate. Lo que está en juego es nada menos que
la dignidad y la libertad humanas, pero, a diferencia de tantos otros que machacan
con las palabras «dignidad» y «libertad», Gómez Dávila no pacta con las
fuerzas que las desnaturalizan y las arruinan. No perdamos el tiempo con los cuzcos
del periodismo mediocre que se les echó a los faldones de ese libro magnífico:
sólo existen para ilustrar su pertinencia: «El
demócrata no considera que sus críticos desaciertan, sino que blasfeman». Esta figura del Moderno, a quien
Gómez Dávila llama el «demócrata» (no
como partidario, aclara, de un sistema político sino como defensor de una «perversión
metafísica») puede, en efecto, definirse aquí como fundamentalista en la medida
en que solamente alaba el «debate»,
la «discusión», el «pólemos» con la condición imperativa de
que aquellos con los que está permitito debatir, discutir y polemizar sean ya,
desde mucho tiempo atrás y de manera notoria, de la misma opinión que él; y que
lo sean, además, con el mismo vocabulario, las mismas retóricas y, si es
posible, las mismas entonaciones, el mismo estilo o, más probablemente aún, la
misma falta de estilo. El demócrata fundamentalista sólo «razona», así, dentro de los límites de su locura procusteana; su
amor por la humanidad «en general»
sólo se realiza mediante el desprecio por el individuo; sólo estima la libertad
de expresión cuando está estrictamente reservada a los que no tienen nada que
decir; para él, la «dignidad» humana sólo
merece que se la defienda cuando se lo hace en favor de quienes se burlan de
ella y se envilecen por puro capricho.
«A los ojos
del demócrata, el que no se envilece resulta sospechoso*». No hay ningún escritor un poco libre que no experimente a
diario esa sospecha. Incluso si se mantuviera alejado de las ideas ofensivas, el
simple giro de una frase, una palabra en un sentido un poco anticuado, una vaga
nostalgia o el rechazo a considerar el mundo contemporáneo como el parangón de
todas las virtudes y la fuente de todos los bienes bastan para designarlo como
sospechoso. La crítica literaria, que debería situarse entre la metafísica y el
hedonismo, entre la sabiduría y el placer, entre la verdad y la belleza, se
reduce tristemente a meras fanfarronerías moralizantes o a una fastidiosa
retórica de fiscal o abogado, como si ya no se pudiera leer una novela o un
ensayo sin ponerlos en el banquillo de los acusados, como si todo sentimiento
de gratitud se hubiera desvanecido de los corazones humanos para dar lugar únicamente
a las manías de un Fouquier-Tinville sin relevancia ni coraje. «Los individuos, en la sociedad moderna, son
cada día más parecidos los unos a los otros y cada día más ajenos entre sí. Mónadas
idénticas que se enfrentan con individualismo feroz».
El crítico moderno es un hombre que, para ejercer su
función, no debe conocer ni el remordimiento ni la misericordia, sino enamorarse
locamente de la cantinela leguleya a la que se reducen ahora todas las formas
de Eris. Traspuesta en mezquindad, la agresividad moderna toma el rostro
zalamero del pensamiento políticamente
correcto, es decir, del «pensamiento»
colectivo, gregario, tan hosco, obtuso y oscurantista en la «aldea global» como lo fue en los «pueblos»
imaginados por burgueses liberales, poblados, naturalmente, por un campesinado torvo
y cruel, y por horribles chuanes enemigos de la libertad. El Moderno, cuando
describe a su enemigo, se describe a sí mismo. Ese «arcaico», ese «supersticioso»,
ese «adversario de la razón» es él
mismo. Cuanto más se llama a sí mismo «demócrata», más desprecia a ese «pueblo», al que no concede más poder que
el de la situación de hecho, que él llama «voluntad
general», por pura hipocresía. «Voluntad
general es la ficción que le permite al
demócrata pretender que para inclinarse ante una mayoría hay otra razón que el
simple miedo».
La composición puntillista de los Escolios, que mezcla ideas éticas,
estéticas y políticas, impidió tratar cada área como una región separada. Lo
bueno, lo bello y lo verdadero son indisociables. El esteta es siempre
moralista y político. «El mundo moderno
es un levantamiento contra Platón». Por lo tanto, le corresponde al «reaccionario», tal como lo define Gómez
Dávila (cuya vocación es ser «el asilo de
todas las ideas desterradas por la ignominia moderna»), trabajar para la
recuperación del platonismo, no como sistema filosófico (suponiendo que
existiera un «sistema» platónico
fuera de los apuntes de algunos pedagogos, demasiado ansiosos por enseñar lo
que no saben, para leer los Diálogos)
sino como una experiencia metafísica fundamental de la lectura (lectura del
mundo tanto como lectura de libros). «Detrás
de todo apelativo se levanta el mismo apelativo con mayúscula: detrás del amor
el Amor, detrás del encuentro el Encuentro. El universo se evade de su
cautiverio, cuando en la instancia individual percibimos la esencia».
Lo político, para Gómez Dávila, no es el fin del
pensamiento, ni siquiera su comienzo. El pensamiento se sitúa en una zona
intermedia, más o menos frecuentable según las épocas, entre lo metafísico y lo
perceptible, entre la teoría y el gusto. «Todo
es trivial si el universo no está comprometido en una aventura metafísica».
Esa trivialidad, sin embargo, no es en absoluto trivial, en el sentido de que
sería insignificante: es horrible. Nos libra a la esclavitud y a la fealdad,
peor aún: a una esclavitud y a una fealdad siempre idénticas a sí mismas, como
en una catástrofe o una pesadilla, con el pretexto del «cambio» y la «novedad». «El mundo moderno ha llegado a institucionalizar
el cambio, la revolución, el anticonformismo con una astucia tal que cualquier
intento de liberación es una rutina inscrita en el reglamento de la prisión*».
Ese «cambio»,
es decir, ese odio a la Tradición, que es lo propio del Moderno, ese culto a la
amnesia, ese olvido del olvido, es tal que olvida su propia identidad consigo
mismo. El olvido del olvido es esa pura nada inmóvil que se imagina como un
cambio perpetuo, en otras palabras, como un presente sin presencia. Así es como
«las democracias describen un pasado que
nunca existió y predicen un futuro que nunca se realiza.»
Cuando la política se destruye a sí misma mediante
la cobardía, cuando el Logos se profana mediante la propaganda y la publicidad,
cuando la alquimia inversa transforma el oro del amor puro en el plomo de la «convivialidad» obligatoria, caemos bajo
el yugo de esa casta que pretende no ser tal y cuyo amor por la humanidad en
general es el pretexto para no tener que amar a nadie en particular, cuya «tolerancia» abstracta es la astucia para
no tener que perdonar nunca una ofensa y la «apertura a los demás» es la primera condición para eximirse de cualquier
magnanimidad. La ideología «ciudadana»
hace las veces de indulgencia, sin que los Pobres se beneficien en lo más
mínimo.
Si bien para Gómez Dávila la política es imposible,
esto es una razón suplementaria para interesarse en ella, pero en forma
individual. «La lucha contra el mundo
moderno tiene que ser solitaria. Donde haya dos hay traición». Aquí
pensamos en la frase de Montherlant: «En
cuanto los hombres se juntan, trabajan para fomentar algún error». Sea como
sea, hubo momentos en los que el orden político parecía destinado a evitarnos
lo peor, en la medida de lo posible. Lo peor, es decir, el nihilismo, el
totalitarismo, el terror. «La democracia
tiene el terror por medio y el totalitarismo por fin». Sin embargo, el «totalitarismo» y el «terror» no lo dicen todo sobre lo que
constituye lo peor. El demócrata nunca deja de hablar de lo peor, de afirmar
que él es un baluarte contra este último, cuando resulta ser su condición, su
premisa. Lo peor es aquello en lo que el hombre se convierte, en lo que todos
los hombres se convierten, cuando la contemplación desaparece del mundo, cuando
el trato entre los hombres no tiene otro objeto que la economía. «La ausencia de vida contemplativa convierte
la vida activa de una sociedad en tumulto de ratas pestilentes». De aquello
mediante lo cual el lenguaje brinda testimonio de la contemplación, y de esa alegría
profunda, ambarina y luminosa del Logos-Rey, poco es decir que el Moderno ya no
quiere ni oír hablar. Desea que su mundo carezca de fallas, que sea compacto y
masivo, es decir, lo desea reducido a sí mismo, a su pura inmanencia, en otras
palabras, reducido a la opinión que los más tontos e irreflexivos tienen de él.
«El Moderno se niega a escuchar al
reaccionario, no porque sus objeciones le parezcan inadmisibles, sino porque no
le resultan inteligibles*».
A medida que ese espacio de lo ininteligible se
expande, se expande la desdicha. La sabiduría y la alegría, el fervor y la
sutileza, los matices y las gradaciones, relegados a márgenes cada vez más
distantes, o sumidos en un secreto cada vez más profundo, sólo les hacen señas
a los pocos afortunados que se consagran a una regla de arte o religión. «Quien se respeta a sí mismo sólo puede
vivir hoy en los intersticios de la sociedad*». Más que un pensamiento «reaccionario», en el sentido restringido
del término (el que sin embargo hay que atreverse, de vez en cuando, a alzar
como estandarte, pero el correcto), los Escolios
de Gómez Dávila restablecen los derechos inmemoriales de un gran pensamiento
libertario y aristocrático, que combina, en la exigencia de su estilo, «la dureza de la piedra y el temblor de la
rama». ¿Qué dice esa dureza, que no es dureza de corazón? Nos dice que,
para ser, debemos resistir a lo informe, amar el brillo, la precisión
lapidaria, y quizás incluso la piedra que vence a ese Goliat que es el mundo
moderno.
Gómez Dávila, sin embargo, no prevé una victoria
temporal. «El reaccionario no argumenta
contra el mundo moderno esperando vencerlo, sino para que los derechos del alma
no prescriban». Al igual que el texto, la victoria es implícita, secreta.
Porque si los derechos del alma siguen siendo imprescriptibles, el Moderno resulta
efectivamente derrotado y sus triunfos no son más que nubes. A la
imprescriptibilidad de los derechos del alma, el Moderno quiso oponer los «derechos humanos», otra engañifa, porque
el derecho a algo general y abstracto resulta irrisorio ante la fuerza, cosa
que Demóstenes ya sabía. Ahora bien, el derecho del alma es, a cada momento, lo
que experimentamos. Para empezar, en la remembranza, que es más amplia que
nosotros: «Alma culta es aquella donde el
estruendo de los vivos no ahoga la música de los muertos». Contrariamente a
los «derechos humanos», los derechos
del alma, de esa alma que exalta y aligera, no ofrecen ninguna solución. «Los problemas metafísicos no acosan al
hombre para que los resuelva, sino para que los viva».
Quizás en esta manía moderna de querer encontrar «soluciones», de dejar atrás los «problemas», en tiempos pasados, de
creerse más listo por no interesarse en nada, hay un inmenso cansancio de
vivir. Ese Moderno, que nunca deja de alabar la «vida» y el «cuerpo», los
reduce a muy poca cosa. ¿Qué significa para él esa «vida» si no la ve como el resplandor de una gradación hacia la
eternidad, qué significa ese «cuerpo»
del que tiene una conciencia tan fuerte, si no es un cuerpo enfermo, y enfermo
de haber olvidado que no es el alma la que está en el cuerpo sino el cuerpo el
que está en el alma? Con el pretexto de que algunos creyeron mediocremente en
Dios, llamando «Dios» a su propia
mediocridad, el Moderno no quiere creer más que en el «hombre», pero «si el hombre
es el único fin del hombre, una reciprocidad inane nace de ese principio como
el mutuo reflejarse de dos espejos vacíos». Es del todo vano que Modernos y
antimodernos busquen río arriba, en la historia de la filosofía, precursores dignos
del mundo moderno. Dejemos a Spinoza, Hegel, e incluso a Voltaire donde están.
El verdadero precursor del mundo moderno es, por supuesto, el señor Perogrullo.
El Moderno no es en absoluto panteísta, dialéctico o ironista, es «perogrullista». Su filosofía es de las
más claras: el hombre no es más que el
hombre, la vida no es más que la vida, el cuerpo no es más que el cuerpo. Éste
es, realmente, el pensamiento moderno en todo su esplendor, que nos exige que
quememos, como obsoletas y nefastas, todas las filosofías, todas las
religiones, todas las artes que durante algunos milenios, en todo el mundo, le hicieron
a la humanidad la abominable afrenta de enseñarle la complejidad, los matices, las
relaciones y las proporciones, cosas todas ellas vanas, en efecto, para los que
sólo quieren destruir.
Estos Escolios
a un texto implícito deben ser leídos así, no sólo como una serie de
lúcidas ideas en forma de ejercicios de desengaño, en la línea de nuestros mejores
moralistas, como Vauvenargues o Rivarol, sino también como un Arte de la
Guerra, un tratado de combate contra los «perogrullistas». «Es demócrata el que
espera que lo exterior le fije metas.» Contra la
pasividad de las tautologías y contra el reinado de la cantidad que ella
instaura, es tan sólo a la vida interior, al alma imprescriptible del lector, a
quien corresponde, en esa soledad esencial que es la verdadera comunión,
matizar con un imprevisible rayo de sol, es decir, con una esperanza implícita
pero dispuesta a entrar de un salto en el mundo, estos Escolios que una mirada distraída adjudicaría únicamente al
pesimismo.
Tanto más perturbadores, fortificantes y saludables
son estos Escolios, cuanto que lo que
no dicen se abre camino en nosotros sin que lo sepan los censores. «Sólo conspiran eficazmente contra el mundo
actual quienes propagan en secreto la admiración por la belleza*».
Ya sabemos qué será de esa belleza y de esa
admiración. «Nunca es demasiado tarde
para nada verdaderamente importante.» De este modo, Gómez Dávila opera una
especie de inversión del pesimismo, que ya no es sólo la aguda punta de la
lucidez, sino la de una audacia reconquistada contra la insistencia
interminable en la vanidad de todas las cosas. Por cierto nos hemos adentrado
mucho en la noche del mundo, en la trampa moderna («La humanidad cayó en la historia moderna como un animal en una trampa»),
pero si nunca es demasiado tarde para algo realmente importante, ¿no quiere
decir esto que toda la esperanza del mundo puede concentrarse en un punto? «Un gesto, un gesto solo, basta a veces para
justificar la existencia del mundo.» Este pensamiento batallador y culto,
polémico y erudito, es, sobre todo, un pensamiento amoroso. El combate contra
la uniformidad, el estudio erudito que distingue y honra la prodigiosa diversidad
son todas salvaguardas del amor. «El amor
es el órgano con que percibimos la inconfundible individualidad de los seres».
Ahora bien, esa «individualidad
irremplazable» no es sino la belleza. «La
belleza del objeto es su verdadera sustancia.» Ésta no pertenece a la
duración, así como la tradición no pertenece a la perpetuidad, sino al
instante. «La eternidad de la verdad,
como la eternidad de la obra de arte, son ambas hijas del instante.» El
instante se ofrece solamente a quien lo atrapa al vuelo, cazador sutil que
discierne en el mundo ruidos que se transforman en música, por debajo o más
allá del estrépito obligatorio (el mundo moderno es ruidoso como lo son las
prisiones). «Las cosas no son mudas.
Meramente seleccionan a sus oyentes.» La utopía del «todo para todos», invertida en la realidad del «nada para nadie», llega entonces al
punto de calumniar a las cosas mismas, tanto las mudas como las que hablan. La
verdadera bondad nunca es general, así como «Dios no está en el mundo como una roca en un paisaje tangible, sino
como la nostalgia en un paisaje pintado.» La verdadera bondad ocurre en lo
impredictible: «Para despertar una
sonrisa en una faz adolorida me siento capaz de cualquier bajeza.»
Así como los Escolios
son las cimas del discurso, su «allende»
salvador, la verdadera magnanimidad es el más allá de la moralidad general, el
surgimiento del conocimiento del Uno en el instante mismo, la pura fulgor donde
la libertad absoluta se encuentra con la sumisión al Reino de Dios. «El que habla de las regiones extremas del
alma necesita pronto un vocabulario teológico.» El pensamiento de Gómez
Dávila, de naturaleza teológica, no deja de guardar la distancia con lo que
Gustave Thibon llamaba «narcisismo
religioso», esa inclinación fatal a ver en la Iglesia ante todo una
comunidad humana, con sus administraciones, su sociología y su oportunismo. «La obediencia del católico se ha trocado en
una infinita docilidad a todos los vientos del mundo.» Poco importa, por
otra parte: «Un solo concilio no es más
que una sola voz en el verdadero concilio ecuménico de la Iglesia, que es su historia
total.» Ahora bien, para Gómez Dávila esa historia total incluye a los
dioses anteriores. La Ilíada y
Pitágoras están más cerca de él que esa Iglesia que «no estrecha a la democracia en sus brazos porque la perdona, sino para
que la democracia la perdone.»
Lo sagrado tiene que «brotar como un manantial en el bosque y no como una fuente pública en
una plaza*». Frente al mundo moderno, «ese
espantoso acostumbramiento al mal y a la fealdad*», la discordia entre
paganismo y cristianismo aparece como secundaria y artificial. «El cristianismo es una insolencia que no
debemos disfrazar de amabilidad.» No estará prohibido volver esa insolencia
contra los «representantes» del
propio cristianismo: «No habiendo logrado
que los hombres practiquen lo que enseña, la Iglesia actual ha resuelto enseñar
lo que practican.» El mundo griego se presenta entonces como «el otro Antiguo Testamento», al que no
es inoportuno recurrir porque «entre el
mundo profano y el mundo divino, hay un mundo sagrado.» Todo, entonces, no
es más que cuestión de matiz y entonación. La precisión del brillo de la espuma
está en el movimiento previo de la ola. «La
cultura del escritor no debe volcarse en su prosa, sino ennoblecer el timbre de
su frase*». De igual modo, por tanto, hay que entender el mundo, como la
obra de un escritor que «nos invita a
entender su idioma, no a traducirlo en el idioma de nuestras equivalencias.»
Esta lección de humildad y de orgullo, humildad ante el mundo y orgullo visible
ante la arrogancia moderna, nos invita a la única aventura esencial, que es la
de ser en el mundo, como la escritura misma del mundo, Escolios, nosotros mismos, del texto implícito del mundo que nos
corresponde descifrar.
El mundo, dicen los teólogos medievales, es «la gramática de Dios». Así es como
perdemos o ganamos, al mismo tiempo, a Dios y al mundo, tal como perdemos (o
ganamos), al mismo tiempo, la comprensión de Homero y los Evangelios. «Cuando el buen gusto y la inteligencia
conciertan, la prosa no parece escrita por un autor, sino por ella misma». ¿Qué nos dice el texto implícito sino
nuestro propio secreto, que es el secreto del mundo? Todo se juega entonces en
la voz, la voz única, irremplazable, la del amor divino («Tan sólo para Dios somos irreemplazables»); siendo la más
irrefutable prueba del Uno que todo, mientras se mantengan los derechos
imprescriptibles del alma, es único. No existe una hoja cuyas nervaduras puedan
ser exactamente iguales a las de la hoja que tiene lado. El gran mito moderno,
en el sentido de mentira, reside en esa cobardía, esa pereza frente a la
interpretación, que jerarquiza sin cesar los seres y las cosas, de lo más basto
a lo más sutil. El Moderno quiere creer a toda costa que el mundo es ininteligible
para poder saquearlo a su antojo. La suerte y la desgracia consisten en que no
es así de ningún modo. Todo está escrito, y nosotros sólo añadimos la
puntuación. «Mis frases concisas son las
pinceladas de una composición puntillista*». Lo implícito sólo sería
entonces lo aún no puntuado. «El universo
no resulta de lectura difícil porque sea texto hermético, sino porque es texto
sin puntuación. Sin la entonación adecuada, ascendente o descendente, su
sintaxis ontológica es ininteligible.»
No hay problema de sentido que no sea un problema de
estilo, de entonación. Pero los problemas de sentido no tienen solución,
mientras que los problemas de estilo se prueban a cada momento. «La coherencia y la evidencia se excluyen
mutuamente*». Toda precisión sólo puede aparecer engalanada con la paradoja
o el escándalo. Cuando el pensamiento está puntuado con precisión, choca de
frente con la inclinación unanimista del demócrata, para el que sólo lo amorfo
y lo indistinto resultan deseables. «Mucho
“filósofo” cree pensar porque no sabe escribir». La búsqueda de la
puntuación precisa, de la entonación adecuada, va más allá de la opinión común
e incluso de la opinión minoritaria; va más allá, con el mismo ímpetu, de las
ideas, las teorías y los sistemas. «La
desventura del que no es inteligente es que no haya ideas inteligentes. Ideas
que bastara adoptar para emparejar con el inteligente». El objetivo de
Gómez Dávila no es compartir sus ideas, ponerlas en circulación, como una
moneda acuñada con su efigie, sino hacer posible una meditación sobre la «coherencia» que escapa a lo evidencia,
sobre lo «implícito» que sus Escolios indican y disimulan. «Para que la idea más sutil se vuelva tonta,
no es necesario que un tonto la exponga, basta que la escuche». El silencio en torno al libro de Gómez
Dávila sería por lo tanto algo excelente, si no previera, sin embargo, en
exceso la escucha de los imbéciles y la sordera de los inteligentes.
«No soy un
intelectual moderno inconforme, sino un campesino medieval indignado». Si la palabra rebelde aún significase
algo, el exégeta de los Escolios
podría usarla; pero no es así. Detrás de lo que se dice subsiste la posibilidad
brindada de no estar sometido al tiempo, de imaginar o de recordar una
coherencia del mundo, misteriosa y sensible a «la entonación ascendente o descendente». Lo implícito de los Escolios es una intimación a recuperar
la historia sagrada, es decir, una historia que no se reduce a la «incertidumbre de la anécdota» ni a la «futilidad de los números». En ese
sentido, «los enemigos del mito no son amigos de la realidad sino de la
trivialidad», ya que el mito, entonces, no es la
mentira, sino la reverberación de lo verdadero, la belleza suspendida entre la
inmanencia ingenua de nuestra raza y la trascendencia universal. Todo escritor
digno de ese nombre recita una mitología tanto más real, en el sentido
platónico, es decir, tanto más verdadera, cuanto que le resulta más personal,
que se le brinda, casi sin darse cuenta, como una afortunadda fatalidad. «Los pensadores contemporáneos difieren entre
sí como los hoteles internacionales, cuya estructura uniforme se adorna
superficialmente con motivos indígenas. Cuando, en verdad, sólo es interesante
el localismo mental que se expresa en léxico cosmopolita».
La mejor manera de fomentar el odio fanático de los
hombres entre ellos es fomentar su semejanza, confrontarlos en el otro con la
imagen detestada de sí mismos. El universalismo, ese pecado que, en palabras de
Gustave Thibon, consiste en «querer realizar
el Uno demasiado rápido», se convierte entonces, a falta de un adversario
leal, en el principio de una inmensa catástrofe, así como «la liberación total es el proceso que construye la prisión perfecta*».
Entre el principio universal del
cristianismo y la herencia cultural, donde murmuran aún el follaje órfico, las
armas de la Ilíada y la espuma de mar
de la Odisea, las pensativas
sabidurías pitagóricas o la soberanía interior de Marco Aurelio, la libertad de
Gómez Dávila consistirá en no elegir. «La
estructura de la relación entre el cristianismo y la cultura debe ser
paradójica. Una tensión dinámica de los opuestos. Ni fusión donde se disuelven
el uno al otro, ni capitulación de ninguno*». Ya se habrá comprendido que
este «reaccionario», cuyos «santos patrones» son Montaigne y
Burckhardt, este declarado adversario de la democracia como «perversión metafísica», es, por eso
mismo, lo contrario de un fanático. «Al
pueblo no lo elogia sino el que se propone venderle algo o robarle algo». Frente
a la demagogia («Demagogia es el vocablo
que emplean los demócratas cuando la democracia los asusta»), casi no hay
más que la aristocracia, definida ésta, sin embargo, no en términos
sociológicos, sino rigurosamente metafísicos, como una posibilidad universal: «Verdadero aristócrata es el que tiene vida
interior. Cualquiera que sea su origen, su rango, o su fortuna». «El
supremo aristócrata no es el señor feudal en su castillo, sino el monje
contemplativo en su celda». Y, además, esto: «En el lóbrego y sofocante edificio del mundo, el claustro es el espacio
abierto al sol y al aire». Los Escolios
se presentarán así, a quien quiera dar fe de ellos, como los signos de la
presencia de esos claustros destruidos, de esos templos saqueados, pero cuyas
criptas subsisten; textos implícitos de nuestras imprescriptibles vidas
interiores.
Traducción, autorizada por el autor, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
NOTA de los traductores:
Hemos señalado con un asterisco las citas de Gómez Dávila que nos hemos resignado a traducir del francés, puesto que no hemos podido hallar el original en español.
SCOLIES POUR UN TEXTE IMPLICITE
«
Les deux ailes de l’intelligence sont l’érudition et l’amour. »
Nicolás Gómez Dávila est de
ces rares auteurs qui tiennent leur lecteur en assez haute estime pour ne lui
offrir que le meilleur d’eux-mêmes. Le véritable titre de ces formes brèves,
qui ne sont ni des aphorismes, ni des sentences, rassemblées sous le titre Les Horreurs de la Démocratie (choix
d’éditeur non dépourvu de roborative provocation) est « Escolios a un texto implícito »,
Scolies pour un texte implicite. Ces « scolies » ont pour règle de ne
laisser apercevoir de la pensée que la fine pointe et pour vertu, la générosité
de supposer au lecteur l’intelligence et l’art de déployer, à partir de ces
fines pointes, un texte qui est à la fois absent et présent, implicite, c’est à
dire donné, sans être pour autant révélé.
Toute œuvre digne que l’on
s’y attarde ressemble à la part émergée de l’Iceberg : ce qu’elle dit n’est que
le signe de ce qu’elle ne dit point. L’implicite est, plus généralement, le
propre de la haute littérature ; ce qui la distingue de l’information, des
sciences humaines et du bavardage où ce qui n’est pas dit vaut encore moins que
ce qui est dit. Lorsque l’écrit s’élève au rang de parole, lorsque les pages
sont comme la réverbération du Logos-Roi, le moindre scintillement témoigne du
gouffre lumineux du Ciel. Ce qui est dit est comme soulevé par la puissance de
ce qui n’est pas dit, comme le roulement de la vague accordée au magnétisme des
marées. Or, cette puissance-là, l’éminente générosité de Nicolás Gómez Dávila
est de l’accorder d’emblée à son lecteur, sans se soucier d’aucune autre
qualification extérieure. Ce réputé « anti-démocrate » pose en a priori
théorique à son œuvre, à sa « méthode » (au sens où Valéry parle de la « méthode
» de Léonard de Vinci) la possibilité pour tout homme soucieux d’une vie
intérieure de le comprendre. « Les hommes
sont moins égaux qu’ils ne le disent mais plus qu’ils ne le croient. » La
logique est ici exactement inverse à celle du « démocrate » fondamentaliste qui
affirme théoriquement l’égalité de tous non sans s’accorder le magistère de la
définition de l’égalité et, par voie de conséquence, une supériorité absolue
qui ne saurait se traduire, en Politique, que par la généralisation des
méthodes policières. « L’État moderne
réalisera son essence lorsque la police, comme Dieu, sera témoin de tous les
actes de l’homme. »
Les Scolies de Gómez Dávila sont une œuvre de combat. Ce qui est en jeu
n’est rien moins que la dignité et la liberté humaines, mais à la différence de
tant d’autres qui mâchonnent les mots de « dignité » et de « liberté », Gómez
Dávila ne pactise point avec les forces qui les galvaudent et les ruinent. Ne
nous attardons pas sur les roquets-folliculaires qui furent lancés aux basques
de ce livre magnifique : ils n’existent que pour en illustrer la pertinence : «
Le démocrate ne considère pas que les
gens qui le critiquent se trompent, mais qu’ils blasphèment. » Cette figure
du Moderne, que Gómez Dávila nomme le « démocrate
» (non, précise-t-il, en tant que partisan d’un système politique mais comme
défenseur d’une « perversion métaphysique ») peut, en effet, être définie ici
comme fondamentaliste dans la mesure où elle ne louange le « débat », la « discussion », le « polémos
» que sous l’impérative condition que ceux avec qui il est permis de débattre,
discuter et polémiquer fussent déjà, de longtemps et notoirement, du même avis
qu’elle ; et qu’ils le soient, par surcroît, avec le même vocabulaire, les
mêmes rhétoriques, et si possible, avec les mêmes intonations, le même style
ou, plus probablement, la même absence de style. Le démocrate fondamentaliste
ne « raisonne » ainsi que dans les
limites de sa folie procustéenne ; son amour de l’humanité « en général » ne s’accomplit qu’au mépris
du particulier ; la liberté d’expression ne lui vaut que strictement réservée à
ceux qui n’ont rien à dire ; la « dignité
» humaine ne mérite à ses yeux d’être défendue qu’en faveur de ceux qui s’en
moquent et s’avilissent à plaisir.
« Aux yeux d’un démocrate, qui ne s’avilit pas est suspect ». Il
n’est point d’écrivain un peu libre qui ne fasse chaque jour l’expérience de
cette suspicion. Quand bien même se tiendrait-il à l’écart des idées qui
fâchent, une simple tournure, un mot pris dans une acception un peu ancienne,
une vague nostalgie, ou le refus de considérer le monde contemporain comme le
parangon de toutes les vertus et la source de tous les bienfaits suffisent à le
désigner comme suspect. La critique littéraire qui devrait se situer entre la
métaphysique et l’hédonisme, entre la sagesse et le plaisir, le vrai et le
beau, se réduit tristement à des rodomontades moralisatrices ou de fastidieuses
rhétoriques de procureur ou d’avocat, comme si l’on ne pouvait plus lire un
roman ou un essai sans en instruire le procès, comme si tout sentiment de
gratitude s’était évanoui des cœurs humains pour ne plus laisser place qu’à des
maniaqueries de Fouquier-Tinville sans
envergure ni courage. « Les individus, dans la société moderne, sont chaque
jour plus semblables les uns aux autres et chaque jour plus étrangers les uns
aux autres. Des monades identiques qui s’affrontent dans un individualisme
féroce. »
Le critique moderne est un
homme qui, pour exercer son office, ne doit connaître ni remord, ni merci, mais
s’enticher éperdument de la scie procédurière à quoi se réduit désormais toute
forme d’Eris. Transposée dans la mesquinerie, l’agressivité moderne prend le
visage patelin de la bien-pensance, c’est-à-dire de la « pensance » collective, grégaire, aussi revêche, obtuse et
obscurantiste dans le « village
planétaire » qu’elle le fut dans les « villages
» imaginés par des bourgeois libéraux, peuplés, comme de bien entendu, d’une
paysannerie torve et cruelle et d’affreux chouans ennemis de la liberté. Le
Moderne lorsqu’il décrie son ennemi se décrit lui-même. Cet « archaïque », ce « superstitieux », cet « adversaire
de la raison », c’est lui-même. Plus il se nomme « démocrate », et plus il méprise ce « peuple » auquel il n’accorde d’autre pouvoir que celui de l’état de
fait, qu’il nomme « volonté générale »,
par pure tartufferie. « La volonté
générale, c’est la fiction qui permet au démocrate de prétendre que pour
s’incliner devant une majorité, il y a d’autres raisons que la pure et simple
couardise. »
La composition pointilliste
des Scolies, qui mêlent les aperçus
éthiques, esthétiques et politiques, interdit que l’on traitât de chaque
domaine comme d’une région séparée. Le bien, le beau et le vrai sont
indissociables. L’esthète est toujours moraliste et politique. « Le monde moderne est un soulèvement contre
Platon. » Il appartient donc au « réactionnaire
» tel que le définit Gómez Dávila (dont la vocation est d’être « l’asile de toutes les idées frappées
d’ostracisme par l’ignominie moderne ») d’œuvrer à la recouvrance du
platonisme, non en tant que système philosophique (à supposer qu’il existât un «
système » platonicien hors des aide-mémoires
de quelques pédagogues trop pressés d’enseigner ce qu’ils ne savent pas pour
lire les Dialogues) mais en tant qu’expérience
métaphysique fondamentale de la lecture (lecture du monde non moins que lecture
des livres). « Derrière chaque vocable se
lève le même vocable avec une majuscule : derrière l’amour, l’Amour, derrière
la rencontre la Rencontre. L’univers s’évade de sa prison lorsque dans
l’instance individuelle, nous percevons l’essence. »
Le Politique, pour Gómez Dávila,
n’est pas la fin de la pensée, ni même son commencement. Elle se tient dans une
zone médiane, plus où moins fréquentable selon les époques, entre le
métaphysique et le perceptible, entre la théorie et le goût. « Tout est banal si l’homme n’est pas engagé
dans une aventure métaphysique. » Cette banalité toutefois n’est point
banale, au sens où elle serait négligeable : elle est horrible. Elle nous livre
à la servitude et à la laideur, pire à une servitude et une laideur toujours
identiques à elles-mêmes, comme dans une catastrophe ou un cauchemar, sous
couvert de « changement » et de « nouveauté ». « Le monde moderne est arrivé à institutionnaliser avec une telle astuce
le changement, la révolution, l’anticonformisme que toute entreprise de
libération est une routine inscrite dans le règlement de la prison. »
Ce « changement », c’est-à-dire cette haine de la Tradition, qui est le
propre du Moderne, ce culte de l’amnésie, cet oubli de l’oubli est tel qu’il en
oublie sa propre identité avec lui-même. L’oubli de l’oubli est ce pur néant
immobile qui se rêve comme un changement perpétuel, autrement dit comme un
présent sans présence. Ainsi, « les
démocrates décrivent un passé qui n’a jamais existé et prédisent un avenir qui
ne se réalise jamais. »
La politique se détruisant
elle-même dans la lâcheté, le Logos se profanant en propagande et publicité,
l’alchimie à rebours transformant l’or du pur amour en plomb de « convivialité » obligatoire, nous tombons
sous le joug de cette caste qui prétend n’en point être une et dont l’amour de
l’humanité en général est le prétexte pour n’avoir personne à aimer en
particulier, dont la « tolérance » abstraite
est la ruse pour n’avoir jamais à pardonner une offense, et « l’ouverture aux autres » la condition
première à se dispenser de toute magnanimité. L’idéologie « citoyenne » fait office d’indulgences,
sans que les Pauvres n’en profitent le moins du monde.
Si pour Gómez Dávila la
politique est impossible, c’est une raison supplémentaire pour s’y intéresser,
mais seul. « La lutte contre le monde
moderne doit être conduite dans la solitude. Lorsqu’on est deux, il y a déjà
trahison. » On songe ici à la phrase de Montherlant : « Dès que les hommes se rassemblent, ils
travaillent pour quelque erreur. » Il n’en demeure pas moins qu’il y eut
des temps où l’ordre politique semblait destiné à nous éviter le pire, autant
que possible. Le pire, c’est à-dire, le nihilisme, le totalitarisme, la
terreur. « La démocratie a la terreur
pour moyen et le totalitarisme pour fin. » Toutefois, le « totalitarisme » et la « terreur » ne disent point l’entièreté du
pire. Le démocrate ne cesse d’en parler, de s’en prétendre le rempart lorsqu’il
s’en trouve être la condition, la prémisse. Le pire est ce que l’homme devient,
ce que tous les hommes deviennent, lorsque la contemplation disparaît du monde,
lorsque le commerce entre les hommes ne s’ordonne plus qu’à l’économie. « L’absence de vie contemplative fait de la
vie active d’une société un grouillement de rats pestilentiels. » Ce par
quoi le langage témoigne de la contemplation, et de cette joie profonde, ambrée
et lumineuse du Logos-Roi, c’est peu dire que le Moderne ne veut plus en
entendre parler. Son monde, il le veut sans faille, compact et massif,
c’est-à-dire réduit à lui-même, à sa pure immanence, autrement dit à l’opinion
que les plus sots et les plus irréfléchis se font de lui. « Le moderne se refuse à entendre le
réactionnaire, non que ses objections lui paraissent irrecevables, mais parce
qu’elles ne lui sont pas intelligibles. »
A mesure que s’étend cet
espace de l’inintelligible, s’étend le malheur. La sagesse et la joie, la
ferveur et la subtilité, les nuances et les gradations, reléguées aux marges de
plus en plus lointaines, ou dans un secret de plus en plus profond, ne font
plus signe qu’aux rares heureux dévoués à une règle d’art ou de religion. « Celui qui se respecte ne peut vivre
aujourd’hui que dans les interstices de la société. » Mieux qu’une pensée «
réactionnaire » au sens restreint du
terme (dont on doit cependant oser, de temps à autre, se faire un étendard, mais
le bon), les Scolies de Gómez Dávila
rétablissent les droits immémoriaux d’une grande pensée libertaire et
aristocratique, alliant, dans l’exigence de son style « la dureté de la pierre et le frémissement de la feuille. » Que dit
cette dureté, qui n’est point dureté du cœur ? Elle nous dit que pour être, il
nous faut résister à l’informe, aimer l’éclat, la justesse lapidaire, et
peut-être encore la pierre qui triomphe de ce Goliath qu’est le monde moderne.
Gómez Dávila, cependant,
n’envisage point une victoire temporelle. « Le
réactionnaire n’argumente pas contre le monde moderne dans l’espoir de le
vaincre, mais pour que les droits de l’âme ne se prescrivent jamais. »
Comme le texte, la victoire est implicite, secrète. Car si les droits de l’âme
demeurent imprescriptibles, le Moderne est bel et bien vaincu et ses triomphes
ne sont que nuées. À l’imprescriptibilité des droits de l’âme, le Moderne
voulut opposer les « droits de l’homme
», autre marché de dupe, car le droit de quelque chose de général et d’abstrait
fait piètre figure face à la force, ce que savait déjà Démosthène. Or, le droit
de l’âme est, en chaque instant, ce qui s’éprouve. A commencer dans le
ressouvenir plus vaste que nous-mêmes : «
L’âme cultivée, c’est celle où le vacarme des vivants n’étouffe pas la musique
des morts. » Au contraire des « droits
de l’homme », les droits de l’âme, de cette âme qui emporte et allège,
n’apportent aucune solution. « Les
problèmes métaphysiques ne tourmentent pas l’homme afin qu’il les résolve, mais
qu’il les vive. »
Sans doute y a t-il dans
cette manie moderne à vouloir trouver des « solutions
», à laisser les « problèmes » derrière
soi, dans des époques révolues, à se croire plus avisé de ne s’intéresser à
rien, une immense lassitude à vivre. Ce Moderne qui ne cesse de louanger la « vie » et le « corps » les réduit à bien peu de chose. Que lui est-elle cette « vie » s’il ne la voit comme le
miroitement d’une gradation vers l’éternité, qu’est-ce que ce « corps » dont il a une si forte
conscience, sinon un corps malade, et malade d’avoir oublié que ce n’est point
l’âme qui est dans le corps mais bien le corps qui est dans l’âme ? Sous
prétexte que certains crurent médiocrement en Dieu, nommant « Dieu » leur propre médiocrité, le
Moderne ne veut plus croire qu’en « l’homme
», mais « si le seul but de l’homme est
l’homme, de ce principe dérive une vaine réciprocité, comme le double reflètement
de deux miroirs vides. » C’est bien en vain que les Modernes et les antimodernes
cherchent en amont, dans l’histoire de la philosophie, de dignes précurseurs au
monde moderne. Laissons Spinoza, Hegel, et même Voltaire où ils sont. Le
véritable précurseur du monde moderne est, bien sûr, Monsieur de La Palice. Le
Moderne n’est point panthéiste, dialecticien ou ironiste, il est « lapaliciste. » Sa philosophie est des
plus claires : l’homme n’est que l’homme, la vie n’est que la vie, le corps
n’est que le corps. Voilà bien cette pensée moderne dans toute sa splendeur qui
exige de nous que nous brûlions, comme obsolètes et néfastes, toutes les
philosophies, toutes les religions, tous les arts qui durant quelques
millénaires, de par le monde, firent à l’humanité l’affront abominable de lui
enseigner la complexité, les nuances, les relations, les rapports et les proportions,
toutes choses vaines, en effet, pour qui ne veut que détruire.
Ces Scolies à un texte implicite, se donnent à lire ainsi, non
seulement comme une suite d’aperçus lucides en forme d’exercices de
désabusement, dans la lignée des meilleurs d’entre nos Moralistes, tels que
Vauvenargues ou Rivarol, mais aussi, comme un Art de la guerre, un traité de
combat contre les « lapalicistes. » «
Est démocrate, celui qui attend du monde
extérieur la définition de ses objectifs. » Contre la passivité des
tautologies et contre le règne de la quantité qu’elle instaure, c’est à la
seule vie intérieure, à la seule âme imprescriptible du lecteur qu’il
appartient, dans cette solitude essentielle qui est la véritable communion, de
nuancer d’un imprévisible ensoleillement, autrement dit, d’une espérance
implicite mais prête à bondir dans le monde, ces Scolies qu’un inattentif regard ordonnerait au seul pessimisme.
D’autant plus inquiétantes,
roboratives et salubres, ces Scolies,
que ce qu’elles ne disent pas chemine en nous à l’insu des censeurs ! « Seuls conspirent efficacement contre le
monde actuel ceux qui propagent en secret l’admiration de la beauté. »
Ce qu’il en sera de cette
beauté et de cette admiration, nous le savons déjà. « Il n’est jamais trop tard pour rien de vraiment important. » Gómez
Dávila opère ainsi à une sorte de renversement du pessimisme, celui-ci n’étant
plus seulement la fine pointe de la lucidité, mais celle d’une audace
reconquise sur le ressassement sans fin de la vanité de toute chose. Certes,
nous sommes bien tard dans la nuit du monde, dans la trappe moderne (« tombés dans l’histoire moderne comme dans
une trappe »), mais s’il n’est jamais trop tard pour rien de vraiment
important, n’est-ce point à dire que toute l’espérance du monde peut se
concentrer en un point ? « Un geste, un
seul geste suffit parfois à justifier l’existence du monde. » Cette pensée
guerroyante et savante, polémique et érudite, est avant tout une pensée
amoureuse. Le combat contre l’uniformité, l’étude savante qui distingue et
honore la diversité prodigieuse sont autant de sauvegardes de l’amour. « L’amour est l’organe avec lequel nous
percevons l’irremplaçable individualité des êtres. » Or cette « irremplaçable individualité » n’est
autre que la beauté. « La beauté de l’objet
est sa véritable substance. » Celle-ci n’appartient pas à la durée, de même
que la tradition n’appartient pas à la perpétuité, mais à l’instant. « L’éternité de la vérité, comme l’éternité de
l’œuvre d’art sont toutes deux filles de l’instant. » L’instant ne s’offre
qu’à celui qui le saisit au vol, chasseur subtil, qui discerne dans le monde
des rumeurs qui se font musique, en-deçà ou par-delà le vacarme obligatoire (le
monde moderne étant bruyant comme le sont les prisons). « Les choses ne sont pas muettes, seulement elles sélectionnent leurs
auditeurs. » L’utopie du « tout pour
tous » renversée en réalité du « rien
pour personne » en vient alors à médire des choses elles-mêmes, muettes ou
parlantes. La véritable bonté n’est jamais générale de même que « Dieu n’est pas dans le monde comme un rocher
dans un paysage tangible mais comme la nostalgie dans le paysage d’un tableau.
» La véritable bonté advient dans l’imprévisible : « Pour éveiller un sourire sur un visage douloureux, je me sens capable
de toutes les bassesses. »
De même que les Scolies sont les cimes du discours, leur
« par-delà » salvateur, la véritable
magnanimité est l’au-delà de la morale générale, le surgissement de la
connaissance de l’Un dans l’instant lui-même, la fulgurance pure où la liberté
absolue rejoint la soumission au Règne de Dieu. « Celui qui parle des régions extrêmes de l’âme doit vite avoir recours à
un vocabulaire théologique. » Théologique, la pensée de Gómez Dávila n’en
garde pas moins ses distances avec ce que Gustave Thibon nommait le « narcissisme
religieux », cette inclination fatale à voir l’Église d’abord comme une
communauté humaine, avec ses administrations, sa sociologie, et son
opportunisme. « L’obéissance du
catholique s’est muée en une docilité infinie à tous les vents du monde. »
Peu importe au demeurant : « Un seul concile n’est rien de plus qu’une
seule voix dans le véritable concile œcuménique de l’Église, lequel est son
histoire totale. » Or, pour Gómez Dávila cette histoire totale inclut les
dieux antérieurs. L’Iliade et Pythagore lui sont plus proches que cette Église «
qui serre dans ses bras la démocratie non
parce qu’elle lui pardonne mais pour que la démocratie lui pardonne. »
Le sacré doit « jaillir comme une source dans la forêt et
non pas comme une fontaine publique sur une place. » Face au monde moderne «
cette effrayante accoutumance au mal et à
laideur », le discord entre paganisme et christianisme apparaît secondaire
et artificieux. « Le christianisme est
une insolence que nous ne devons pas déguiser en amabilité. » Cette
insolence, il ne sera pas interdit de la retourner contre les « représentants » du christianisme
lui-même : « N’ayant pas obtenu que les
hommes pratiquent ce qu’elle enseigne, l’Église actuelle a décidé d’enseigner
ce qu’ils pratiquent. » Le monde grec apparaît alors comme « l’autre ancien Testament » auquel il
n’est pas malvenu de recourir car « entre
le monde divin et le monde profane, il y a le monde sacré. » Tout, alors,
est bien une question de timbre et d’intonation. La justesse du scintillement
d’écume est dans le mouvement antérieur de la vague. « La culture de l’écrivain ne doit pas se répandre dans sa prose mais ennoblir
le timbre de sa phrase. » Ainsi faut-il également entendre le monde, comme
l’œuvre d’un écrivain « qui nous invite à
comprendre son langage, et non à le traduire dans le langage de nos
équivalences. » Cette leçon d’humilité et d’orgueil, humilité face au monde
et orgueil apparent face à l’arrogance moderne, nous invite à la seule aventure
essentielle qui est d’être au monde, comme l’écriture même du monde, nous mêmes
Scolies du texte implicite du monde qu’il nous appartient de déchiffrer.
Le monde, disent les
Théologiens médiévaux, est « la grammaire
de Dieu. » C’est ainsi que nous perdons ou gagnons en même temps Dieu et le
monde, de même que nous perdons en même temps (ou gagnons) la compréhension
d’Homère et des Évangiles. « Lorsque le
bon goût et l’intelligence vont de pair, la prose ne semble pas écrite par
l’auteur, mais par elle-même. » Que nous dit le texte implicite sinon notre
propre secret qui est le secret du monde ? Tout se joue alors dans la voix, la
voix unique, irremplaçable, celle de l’amour divin (« Nous ne sommes irremplaçables que pour Dieu ») ; la plus
irrécusable preuve de l’Un étant que toute chose, tant que demeurent les droits
imprescriptibles de l’âme, est unique. Point de feuille dont les nervures
fussent exactement semblables à sa voisine. Le grand mythe moderne, au sens de
mensonge, tient dans cette lâcheté, cette paresse face à l’interprétation qui
sans fin hiérarchise les êtres et les choses du plus épais jusqu’au plus
subtil. Le Moderne veut croire à tout prix que le monde est inintelligible pour
pouvoir le saccager à sa guise. Le bonheur et le malheur est qu’il en est rien.
Tout est écrit, et nous ne faisons qu’ajouter la ponctuation. « Mes phrases concises sont les touches d’une
composition pointilliste. » L’implicite ne serait alors que le non-encore
ponctué. « Si l’univers est d’une lecture
malaisée, ce n’est pas qu’il soit un texte hermétique, mais parce que c’est un
texte sans ponctuation. Sans l’intonation adéquate, montante ou descendante, sa
syntaxe ontologique est inintelligible. »
Il n’est point de question
de sens qui ne soit une question de style, d’intonation. Or, les questions de
sens sont sans solution, alors que les questions de style se prouvent à chaque
instant. « Cohérence et évidence
s’excluent. » Toute justesse ne saurait apparaître que sous les atours du
paradoxe ou du scandale. Lorsque la pensée est justement ponctuée, elle heurte
de front cette inclination unanimiste du démocrate pour qui seuls l’informe et
l’indistinct sont aimables. « Maint
philosophe croit penser parce qu’il ne sait pas écrire. » La quête de la
juste ponctuation, de l’intonation adéquate dépasse non seulement l’opinion
commune, et même l’opinion minoritaire, elle dépasse du même élan les idées,
les théories, les systèmes. « Le malheur
de celui qui n’est pas intelligent, c’est qu’il n’y a pas d’idées
intelligentes. Des idées qu’il suffirait d’adopter pour se mettre à la hauteur
de l’homme intelligent. » Le dessein de Gómez Dávila n’est pas de faire
partager ses idées, de les mettre en circulation, comme une monnaie frappée à son
effigie, mais de rendre possible une méditation sur la « cohérence » qui
échappe à l’évidence, sur « implicite » que ses Scolies désignent et dissimulent. « Si l’on veut que l’idée la plus subtile devienne stupide, il n’est pas
nécessaire qu’un imbécile l’expose, il suffit qu’il l’écoute. » Le silence
autour du livre de Gómez Dávila serait donc d’excellent aloi s’il ne préjugeait
toutefois à l’excès de l’écoute des imbéciles et de la surdité des
intelligents.
« Je ne suis pas un intellectuel moderne contestataire mais un paysan
médiéval indigné. » Si le mot rebelle voulait encore dire quelque chose,
l’exégète des Scolies pourrait en
faire usage ; tel n’est pas le cas. Demeure à travers ce qui est dit la
possibilité offerte de n’être pas soumis au temps, d’imaginer ou de se souvenir
d’une cohérence du monde, mystérieuse et sensible à « l’intonation montante ou descendante. » L’implicite des Scolies est une mise-en-demeure à la
recouvrance de l’histoire sacrée, c’est-à-dire d’une histoire qui ne se réduit
pas à « l’incertitude de l’anecdote »
ni à la « futilité des chiffres. » En
ce sens, « les ennemis du mythe ne sont
pas les amis de la réalité mais de la banalité », le mythe n’étant pas
alors le mensonge, mais bien la réverbération du vrai, la beauté suspendue
entre l’immanence ingénue de notre race et la transcendance universelle. Tout
écrivain digne de ce nom récite une mythologie d’autant plus réelle, au sens
platonicien, c’est-à-dire d’autant plus vraie, qu’elle lui est plus
personnelle, se proposant à lui presque par inadvertance, comme une fatalité
heureuse. « Les penseurs contemporains
sont aussi différents les uns des autres que les hôtels internationaux dont la
structure uniforme se pare superficiellement de motifs indigènes. Alors qu’en
vérité seul est intéressant le particularisme qui s’exprime dans un langage
cosmopolite. »
La meilleure façon de
favoriser la haine fanatique des hommes entre eux est de favoriser leur
ressemblance, de les confronter en autrui à l’image détestée d’eux-mêmes. L’universalisme,
ce péché qui, selon le mot de Gustave Thibon, consiste « à vouloir faire l’Un trop vite » devient alors, faute d’adversaire
loyal, le principe d’une catastrophe immense, de même que « la libération totale est le processus qui
construit la prison parfaite. »
Entre le principe universel
du christianisme et l’héritage culturel, où bruissent encore les feuillages
orphiques, les armes de l’Iliade et
les écumes de l’Odyssée, les pensives
sagesses pythagoriciennes ou la souveraineté intérieure de Marc-Aurèle, la
liberté de Gómez Dávila sera de ne pas choisir. « La structure des relations entre christianisme et culture doit être
paradoxale. Tension dynamique des contraires. Non pas fusion où ils se
dissolvent mutuellement, ni capitulation d’aucun des deux. » On aura
compris que ce « réactionnaire »,
dont les « saints patrons » sont
Montaigne et Burckhardt, cet adversaire déclaré de la démocratie, en tant que «
perversion métaphysique » est, par
cela même, le contraire d’un fanatique. « Ne
flattent le Peuple que ceux qui mijotent de lui vendre ou de lui voler quelque
chose. » Face à la démagogie (« Démagogie
est le mot qu’emploie les démocrates quand la démocratie leur fait peur »),
il n’y a guère que l’aristocratie, celle-ci toutefois, étant définie, non en
termes sociologiques, mais rigoureusement métaphysiques comme une possibilité
universelle : « Le véritable aristocrate
est celui qui a une vie intérieure. Quels que soient son origine, son rang ou
sa fortune. L’aristocrate par excellence n’est pas le seigneur féodal dans son
château, c’est le moine contemplatif dans se cellule. » Et ceci encore : « Au milieu de l’oppressante et ténébreuse
bâtisse du monde, le cloître est le seul espace ouvert à l’air et au soleil.
» Les Scolies apparaîtrons ainsi, à
qui voudra bien en répondre, comme les signes de la présence de ces cloîtres
détruits, de ces temples saccagés, mais dont les cryptes demeurent, textes
implicites, de nos vies intérieures imprescriptibles.
Nicolás Gómez Dávila, Les Horreurs de la démocratie.
Éditions du Rocher, collection Anatolia.