EL CÍTISO DE LOS UNICORNIOS
EN LITERATURA
BARBEY D’AUREVILLY Y SUS MEMORANDA
I
“Para el que ama la belleza en las obras del
espíritu — escribió cierta vez el autor de Las
Diabólicas —, para el que no la teme, como aquel desdichado Pascal que creía
que era una tentación de voluptuosidad, es sobre todo el yo lo que se amará en un gran escritor. Es su yo el que será siempre el interés más apasionado de sus obras. Al
decir que el yo era odioso, Pascal
sólo dijo una frase de jansenista envidioso y feroz — frase que él destruía, por
lo demás, casi al mismo tiempo que la decía, ya que lo que deseaba era, según
añadía, encontrar al hombre en el autor. Ahora bien, si buscaba al hombre en el
autor, buscaba en él el yo, ya que el
autor nunca es más que algo superpuesto al hombre, y Pascal, por muy Pascal que
fuera, atascaba su cuello de Hércules en una contradicción y se estrangulaba”.
Los Pascales de la información literaria, que no son
ni Hércules ni feroces jansenistas y que generalmente no le tienen ningún miedo
a ninguna tentación, de buena gana dejan que les digan que el yo no es tan odioso como lo pretendía su
antepasado, el gran denunciante de la perversidad
jesuítica. Sólo apartan de su benevolencia el yo de los demás, y así es como se refrena sabiamente la cofradía del
periodismo. Barbey d’Aurevilly, que sólo tiene en mente a los grandes escritores en la cita anterior,
sabe mejor que nadie qué manía de invasión amenaza constantemente a cualquier
hombre de una individualidad literaria lo bastante excitante como para mantener
despierta la curiosidad del público durante mucho tiempo. Personalmente, ha
tenido que soportarlo todo de la insaciable sed de artículos de los subastadores de la fama. Por el solo hecho de que
era un hombre diferente de los demás, cualquier pluma idiota se dedicó a atacar
su persona física, su ropa, costumbres, etc. — ¡Dios sabe con qué innoble
maldad! Pero en cuanto a su yo de
escritor, no percibo que se lo haya servido mucho en el gran comedero del
periodismo.
Esto redunda en una pregunta bastante considerable
que podría, creo, formularse de la siguiente manera. ¿Es bueno o malo que
cualquier hombre superior sea necesariamente, hoy en día, ciudadano de esta
fatídica Jericó cuyos muros se desmoronan al sonido de las trompetas de la
fama? En términos menos sagrados, ¿debe deplorarse esa especie de ley no
escrita, pero por lo mismo tanto más imperiosa, que dictamina que todo escritor
de algún brillo debe ser expropiado de su vida privada? Esa ley es de este
siglo, y es el periodismo quien la hizo.
Sería infantil responder que una servidumbre tan
mortificante no tiene derecho a existir. Existe, desgraciadamente, ¡y cómo!, por
la fuerza del derecho superior de esa celosa Providencia que no admite que seamos
Dioses y que entrega a la voracidad del imbécil Minotauro a los que ha
privilegiado y se alimentan de ordinario con el “cítiso de los unicornios”.
Antiguamente existía la Gloria, que vivía sin ruido ni
magnificencia, y aunque era la gran soberana, nunca revestía otra púrpura que
no fuera la de su propia sangre, cuando la derramaba para volverse inmortal.
Ahora que la inmortal ha fallecido, la infame mujerzuela que la destronó, la
Opinión Pública, se refocila en los esplendores, ya que su concubino favorito es
el más incontinente de los ricos ciegos, y se llama Éxito.
En una sociedad igualitaria, toda superioridad es,
por lo tanto, un crimen, y el mayor de los crímenes, ya que cae sobre todas las
cabezas a la vez y atenta contra la sórdida majestad del Número. ¡De modo que
la noble gloria ya no es posible en esta rebelde ergástula!
Pues bien, ¡así sea! Barbey d'Aurevilly le da las buenas
noches a la gloria y se burla del éxito, y de este modo resuelve la cuestión en
lo que a él atañe. Si su entera vida de artista desinteresado de todo, excepto de
la belleza, no es suficiente y tiene que bajar de su torre para cruzar la
recalcitrante manada de turiferarios en la llanura, no hay nada que agregar y él
decide alegremente que no bajará. “Escribo para treinta y seis amigos
desconocidos”, decía a menudo. Paul Bourget, un joven poeta de espíritu más encantador
que profundo, lo expresa muy bien en el prefacio
que tuvo el honor de escribir para encabezar los Memoranda.
“Cuando este hombre le cuenta a
usted el detalle de las pasiones excesivas de Ryno de Marigny (Una vieja amante), o evoca ante sus ojos
la cara cicatrizada del gigantesco abate de La Croix-Jugan (La hechizada),
puede creer que no se propone asombrarlo con lo inesperado de su fantasía.
Usted, el lector futuro de la novela, está totalmente ausente de su
pensamiento, a esa hora de la noche en que, con las ventanas cerradas y las
velas encendidas, este alquimista elabora su propia gran obra, que a usted le
interesará o no —a él poco le importa. Es muy probable que durante el día haya
discutido algún asunto, lo que irritó su nobleza innata; que haya leído
artículos que lo hartaron, oído palabras que le repugnaron, adivinado
sentimientos que lo indignaron. Esas bajas miserias de la experiencia cotidiana
se desvanecen y, en cuanto la imaginación pronuncia su Ábrete Sésamo, la caverna mágica revela sus encantamientos”.
Después, si el Sr. de Montépin o
el Sr. Richebourg son los Alejandros de una publicidad popular en la que este altivo
artista no posee los seis pies cuadrados
de una más que modesta sepultura; si una apariencia de éxito le llega después
de un cuarto de siglo de oscuridad y obras maestras y si, finalmente, una fama analfabeta y famélica se pone a pregonar
a todos los pueblos el nombre de su sastre o la dirección de su sombrerero,
¿qué le importa? Las pompas prostituidas de una apoteosis tan tonta y tardía
son como el barro en los ojos de este hombre magnánimo que ciertamente daría
todo el clamor con que se lo cree honrar hoy en día por la más imperceptible
palpitación de auténtico entusiasmo de un corazón franco y directo.
(continuará)
LÉON BLOY
LÉON BLOY
Palabras de un empresario de demoliciones
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
LE CYTISE DES
LICORNES
EN LITTÉRATURE
M. BARBEY D'AUREVILLY ET SES MEMORANDA
I
«
Pour qui s'éprend de la beauté dans les œuvres de l'esprit, — écrivait un jour
l'auteur des Diaboliques, — pour qui ne la craint pas, comme ce
malheureux Pascal qui la prenait pour une tentation de volupté, c'est surtout
le moi qu'on aimera dans un grand écrivain. C'est son moi qui
sera toujours l'intérêt le plus passionné de ses œuvres. En disant que le moi
était haïssable, Pascal ne disait qu'un mot de janséniste envieux et farouche,
— qu'il détruisait, du reste, presque en même temps qu'il le disait, car ce
qu'il voulait, c'était, dans l'auteur, de trouver l'homme, ajoutait-il. Or, s'il
cherchait l'homme dans l'auteur, il y cherchait le moi, l'auteur n'étant jamais qu’une superposition à l'homme et
Pascal, tout Pascal qu'il fût, prenait son cou d'Hercule dans une contradiction
et s'étranglait. »
Les
Pascals de l'information littéraire qui ne sont ni des Hercules ni des
jansénistes farouches et qui n'ont généralement aucune crainte d'aucune tentation,
se laissent dire volontiers que le moi
n'est pas aussi haïssable que le prétendait leur ancêtre, le grand dénonciateur
de la scélératesse jésuitique. Ils n'écartent
de leur bienveillance que le moi des
autres et c'est ainsi que se trouve sagement refrénée la chevalerie du
reportage. M. Barbey d'Aurevilly qui n'a en vue que les grands écrivains dans la précédente citation, sait mieux que personne
de quelle manie d'invasion est sans cesse menacé tout homme d'une individualité
littéraire assez excitante pour tenir en appétit, depuis longtemps, la
curiosité du public. Personnellement, il lui a fallu tout endurer de l'inextinguible
soif de copie des commissaires priseurs de la célébrité. Par cela seul qu'il
s'agissait d'un homme non semblable aux autres, toute sotte plume s'est exercée
sur sa personne physique, sur ses vêtements, ses habitudes, etc. — Dieu sait
avec quelle ignoble malveillance ! Mais son moi
d écrivain, je ne remarque pas qu'il ait été beaucoup servi dans la grande
mangeoire du journalisme.
Cela
fait une assez grosse question qui pourrait, je crois, se poser ainsi. Est-ce
un bien ou un mal que n'importe quel homme supérieur soit nécessairement aujourd'hui
citoyen de cette funeste Jéricho dont les murailles croulent au bruit des trompettes
de la célébrité ? En termes moins sacrés, faut-il déplorer cette espèce de loi
non écrite, mais d'autant plus impérieuse, qui veut que tout écrivain de
quelque éclat soit exproprié de sa vie privée ? Cette loi est de ce siècle et
c'est le journalisme qui l'a faite.
Il
serait puéril de répondre qu'une aussi mortifiante servitude n'a pas le droit d'exister.
Elle n'existe que trop, hélas ! en force du droit supérieur de cette jalouse
Providence qui n'entend pas que nous soyons des Dieux et qui donne en pâture à
l'imbécile Minotaure ceux qu'elle a privilégiés et qui font leur nourriture
ordinaire du « cytise des licornes. »
Autrefois,
il y avait la Gloire qui vivait sans bruit comme sans magnificence et,
quoiqu'elle fût la grande souveraine, elle ne revêtait jamais d autre pourpre
que celle de son propre sang quand elle le répandait pour devenir immortelle. Aujourd'hui que l'immortelle est décédée,
l'infâme drôlesse qui l'a détrônée,
l'Opinion publique, nage dans les splendeurs, car son concubin préféré est le plus incontinent des aveugles
riches et il s'appelle le
Succès.
Dans une société égalitaire toute
supériorité est donc un crime et le plus grand des crimes, puisqu'il tombe sur
toutes les têtes à la fois et qu'il lèse la sordide majesté du Nombre. Aussi la
noble gloire n'est-elle plus possible dans cet ergastule révolté !
Eh bien soit ! M. Barbey
d'Aurevilly dit bonsoir à la gloire et nargue le succès et c'est comme cela
qu'il résout la question pour son propre compte. Si sa vie entière d'artiste
désintéressé de tout, excepté du beau, ne suffit pas et qu'il lui faille descendre
de sa tour pour crosser dans la plaine le troupeau récalcitrant des
thuriféraires, tout est dit et il décide gaiement qu'il n'en descendra pas. «
J'écris pour trente-six amis inconnus, » a-t-il dit souvent. M. Paul Bourget,
un jeune poète d'un esprit plus gracieux que profond, l'exprime fort bien dans
la préface qu'il a eu l'honneur d'écrire en tête des Memoranda.
« Quand cet homme vous
raconte le détail des excessives passions de Ryno de Marigny (Une Vieille Maîtresse), ou qu'il évoque
devant vos yeux la face cicatrisée du gigantesque abbé de la Croix Jugan (L'Ensorcelée), croyez qu'il ne se propose
pas de vous étonner par l'inattendu de sa fantaisie. Vous êtes parfaitement
absent de sa pensée, vous, le lecteur futur du roman, à l'heure de nuit où,
fenêtres closes, bougies allumées, cet alchimiste élabore son grand œuvre à
lui, qui vous intéressera ou non, — peu lui soucie. Vraisemblablement, il a débattu
quelque affaire dans sa journée, où sa noblesse native s'est irritée ; il a lu
des articles qui l'ont excédé, entendu des paroles qui l'ont dégoûté, deviné
des sentiments qui l'ont indigné. Ces basses misères de la quotidienne expérience
s'évanouissent, et le Sésame, ouvre-toi,
de l'imagination à peine prononcé, voici que la caverne magique dévoile ses
enchantements. »
Après cela, que M. de Montépin
ou M. Richebourg soient les Alexandres d'une publicité populaire où cet artiste
fier ne possède pas les six pieds carrés d'une sépulture plus que modeste ;
qu'un semblant de succès lui vienne après un quart de siècle d'obscurité et de chefs-d’œuvres
et, qu'enfin, une renommée illettrée
et famélique s'en aille clabauder chez tous les peuples le nom de son tailleur
ou l'adresse de son chapelier, que lui importe ? Les pavois prostitués d'une
apothéose si bête et si tard venue sont comme de la boue dans les yeux de ce
magnanime qui donnerait certainement tout le bruit dont on croit l'honorer aujourd'hui
pour la plus imperceptible palpitation d’enthousiasme vrai d'un cœur sans
détours.