MALONE
MUERE
El
hombre se llama Saposcat. Como su padre. ¿Nombre de pila? No lo sé. No habrá de
necesitarlo. Sus parientes lo llaman Sapo. ¿Quiénes? No lo sé. Algunas palabras
sobre su juventud. Es necesario.
Era
un muchacho precoz. Poco dotado para los estudios, no veía la utilidad de los
que le hacían seguir. Asistía a las clases con la cabeza en otra parte, o
vacía.
Asistía
a las clases con la cabeza en otra parte. Pero le gustaba la aritmética. Pero
no le gustaba el modo que tenían de enseñársela. Le gustaba el manejo de
números concretos. Todo cálculo le parecía ocioso cuando no se precisaba la
naturaleza de la unidad. Se aplicaba, en público y en privado, al cálculo
mental. Y las cifras que entonces maniobraba en su cabeza la poblaban de
colores y de formas.
Qué
tedio.
Era
el mayor. Sus padres eran pobres y enfermizos. A menudo les oía hablar de lo
que habría que hacer para sentirse mejor y tener más dinero. Siempre le llamaba
la atención la vaguedad de aquellas palabras y no lo sorprendía que a nada
condujeran. Su padre era vendedor en una tienda. Le decía a su mujer: “Será
necesario que encuentre trabajo por la noche y el sábado por la tarde”.
Agregaba con voz moribunda: “Y el domingo”. Su mujer respondía: “Pero si
trabajas más caerás enfermo”. Y el señor Saposcat convenía en que haría mal, en
efecto, no descansando el domingo. Pero no era débil hasta el punto de no poder
trabajar por la noche los días de semana y el sábado por la tarde. “¿Trabajar
en qué?”, preguntaba su mujer. “En llevar libros, quizá”, respondía él. “¿Y
quién se ocupará del jardín?”, decía su mujer. La vida de los Saposcat estaba
llena de axiomas, uno de los cuales establecía el criminal absurdo que es un
jardín sin rosas, con el césped y los caminos descuidados. “Si cultivara
legumbres”, decía él. “Cuesta menos comprarlas”, decía ella. Sapo escuchaba
maravillado estas conversaciones. “Piensa en el precio del abono”, decía su
madre. Durante el silencio que seguía a estas palabras el señor Saposcat
reflexionaba, con esa aplicación que ponía en todos sus actos, en el costo del
abono que le impedía dar a los suyos una vida más holgada, esperando que su
mujer se acusara, a su vez, de no rendir el máximo de que era capaz. Pero ella
se dejaba persuadir fácilmente de que no podría trabajar más aún sin poner su
vida en peligro. “Piensa en los gastos de médico que nos ahorramos”, decía el
señor Saposcat. “Y de farmacia”, decía su mujer. Sólo les quedaba la posibilidad
de mudarse a una casa más modesta. “Pero ya estamos bastante estrechos”, decía
la señora Saposcat. Daban por cierto que lo estarían cada año más y más, hasta
que el día de la partida de los mayores, compensando la llegada de los recién
nacidos, estableciera una especie de equilibrio. Después la casa se vaciaría
poco a poco. Y por fin quedarían ellos dos solos, con sus recuerdos. Entonces
sería tiempo de mudarse. El estaría jubilado. Ella, exánime. Alquilarían una
casita de campo. Allí, como no necesitarían abono, podrían comprar una carreta.
Sus hijos, sensibles a los sacrificios que hicieron por ellos, los ayudarían a
subsistir. Así, en pleno ensueño, terminaban casi siempre esos conciliábulos.
Diríase que los Saposcat extraían la fuerza de vivir de la perspectiva de su
impotencia. Pero a veces, antes de llegar a ese término, examinaban el caso de
su hijo mayor. “¿Qué edad tiene?”, preguntaba el señor Saposcat. Su mujer se lo
decía. Estaba convenido en que esos informes eran de su resorte. Pero ella se
equivocaba siempre. El señor Saposcat tomaba por su cuenta la cifra equivocada,
la repetía varias veces en voz baja, pasmado, como
si se tratara del alza de un artículo de primera necesidad, el precio de la
carne, por ejemplo. Y al mismo tiempo buscaba en el aspecto de su hijo un
alivio a lo que acababa de enterarse. ¿Era, a lo menos, un buen trozo de carne?
Sapo miraba el rostro de su padre, triste, asombrado, afectuoso, decepcionado
y, no obstante ello, esperanzado. ¿Pensaba en la fuga implacable de los años, o
en el tiempo que pondría a su hijo en condiciones de llegar a ser un hombre
asalariado? A veces expresaba con cansancio su pesar por no ver a su hijo más
empeñado en volverse útil. “Es preferible que prepare sus exámenes”, decía su
mujer. A partir de un motivo dado, sus cerebros pensaban al unísono. No tenían
conversación propiamente dicha. Usaban de la palabra un poco como el maquinista
de sus banderas, o de su linterna. O bien se decían: Bajemos aquí. Una vez
señalado su hijo, se preguntaban con tristeza si no era propio de los espíritus
superiores fracasar en el escrito y cubrirse de ridículo en el oral. Y no
siempre les bastaba contemplar en silencio el mismo paisaje. “A lo menos, su
salud es buena”, decía el señor Saposcat. “No tanto”, decía su mujer. “Pero no
tiene nada serio”, decía él. “A su edad, sería el colmo”, decía ella. Ignoraban
por qué estaba destinado a una profesión liberal. Eso también iba de suyo. Era
por lo tanto inconcebible que fuera inapto para ella. Preferentemente, lo veían
médico. “Nos cuidará cuando seamos viejos”, decía la señora Saposcat. Y su
marido respondía: “Lo veo más bien cirujano”, como si a partir de cierta edad
las personas fueran inoperables.
Qué
tedio. Y a esto llamo jugar. Me pregunto si, a pesar de mis precauciones, no
continúa tratándose de mí. ¿Seré incapaz, hasta el fin, de mentir sobre otra
cosa? Siento acumularse ese negro, distribuirse esa soledad en los cuales me
reconozco, y me siento llamado por esa ignorancia que podría ser hermosa y que
sólo es cobardía. No sé muy bien lo que digo. No es así como se juega. Bien
pronto no sabré ya de dónde sale mi pequeño Sapo, ni qué le espera. Tal vez
haría mejor en abandonar este cuento y pasar al segundo, o, inclusive, al
tercero, el de la piedra. No, sería lo mismo. Sólo tengo que prestar más
atención. Antes de ir más lejos voy a reflexionar en lo que digo. A cada
amenaza de ruina me detendré para inspeccionarme tal cual soy. Eso quería
evitar, precisamente. Pero es el único medio, sin duda. Después de este baño de
cieno sabré admitir mejor un mundo donde no llame la atención. Qué manera de
razonar. Abriré los ojos, me miraré temblar, tragaré mi sopa, miraré el hatillo
de mis posesiones, daré a mi cuerpo las viejas órdenes que lo sé
incapaz de obedecer, consultaré mi conciencia caduca, arruinaré mi agonía para
vivirla mejor, ya lejos del mundo que por fin se dilata y me deja pasar.
He
tratado de reflexionar en el principio de mi cuento. Hay en él cosas que no
comprendo. Pero son insignificancias. No tengo más que continuar.
Sapo
no tenía amigos. No, eso no anda.
Sapo
estaba en buenos términos con sus pequeños camaradas, sin ser exactamente
querido por ellos. Rara vez el holgazán es un solitario. Boxeaba y luchaba
bien, corría con agilidad, hablaba mal, con humorismo, de sus profesores y en
ocasiones hasta llegaba a responderles con insolencia. ¿Corría con agilidad?
Bueno, al diablo. Un día, acosado por preguntas, exclamó: “¡Puesto que le digo
a usted que no sé!" Pasaba en el colegio la mayor parte del tiempo a causa
de los deberes y penitencias que debía hacer y cumplir fuera de hora, y por lo
común no volvía a su casa hasta las ocho de la tarde. Se sometía
filosóficamente a estas vejaciones. Pero no se dejaba pegar. La primera vez que
un maestro, harto ya de dulzura y razonamientos, avanzó férula en mano hasta
Sapo, éste se la arrancó y la tiró por la ventana, que estaba cerrada a causa
del invierno. Había motivos para expulsarlo. Pero Sapo no fue expulsado, ni
entonces ni después. Buscaré con la cabeza fresca las razones por las cuales
Sapo no fue expulsado, si bien lo merecía ampliamente. Porque quiero que en su
historia haya la menor sombra posible. Una sombra pequeña, en sí misma, en el
momento, no es nada. No se piensa más en ella y se continúa en la claridad.
Pero conozco la sombra. Se acumula, se hace más densa, de pronto estalla y lo
sumerge todo.
No
he podido saber por qué no fue expulsado. Me veo en la obligación de dejar este
problema sin resolver. Trato de no regocijarme por ello. Pronto alejaré a mi
Sapo de esta incomprensible indulgencia, lo haré vivir como si hubiera sido
castigado de acuerdo con sus méritos. Volveremos la espalda a esa nubecita,
pero no la olvidaremos. No cubrirá el cielo cuando estemos desprevenidos, no
levantaremos de pronto los ojos, en pleno campo raso, lejos de todo refugio, a
un cielo de tinta. Está decidido ya. No veo otra solución. Trato de
arreglármelas lo mejor posible.
A
los catorce años era un muchacho robusto, sonrosado. Tenía las muñecas y los
tobillos gruesos, lo que hacía decir a su madre que algún día sería más alto
que su padre. Curiosa deducción. Pero lo que tenía de más llamativo era su
cabezota redonda, con los cabellos rubios, duros y erizados como los pelos de
un cepillo. Hasta sus maestros no podían menos de encontrarle una cabeza
inteligente y les era tanto más penoso no poder inculcar nada en ella. “Nos
asombrará a todos un día”, decía su padre cuando estaba de buen humor. El
cráneo de Sapo era la causa de que se hubiera formado esta buena opinión y de
que pudiera mantenerla contra viento y marea. Pero soportaba mal la mirada de
su hijo, evitaba encontrarla. “Tiene tus ojos”, le decía su mujer. Entonces el
tiempo se le hacía largo al señor Saposcat para quedarse a solas y escrutar sus
ojos en el espejo. Eran apenas azules. “En más claro”, decía la señora Saposcat.
Sapo
amaba la naturaleza, se interesaba.
Qué
idioteces.
Sapo
amaba la naturaleza, se interesaba en los animales y las plantas y levantaba de
buena gana los ojos al cielo, día y noche. Pero no sabía mirar esas cosas, nada
le enseñaban acerca de ellas las miradas que les prodigaba. Confundía los
pájaros entre sí, y los árboles, y no lograba distinguir unos cereales de
otros. No asociaba los azafranes con la primavera, ni los crisantemos con el
otoño. El sol, la luna, los planetas y las estrellas no le planteaban
problemas. Aceptaba con una suerte de alegría no comprender todas esas cosas
extrañas y a veces hermosas que habrían de rodearlo durante su vida entera y
cuyo conocimiento lo tentaba por instantes, como todo aquello que venía a
inflar el murmullo: Tú eres un simple. Pero le gustaba el vuelo del gavilán y
sabía reconocerlo entre todos. Inmóvil, seguía con los ojos los largos vuelos
planeados, la espera temblorosa, las alas que se alzan para caer a plomo, la
nueva, rabiosa ascensión, fascinado por tanta necesidad, altivez, paciencia,
soledad.
No
abandonaré todavía. He terminado mi sopa y he vuelto a mandar la mesita a su
sitio, junto a la puerta. Acaba de iluminarse una de las dos ventanas de la
casa de enfrente. Por las dos ventanas quiero decir la que puedo ver siempre,
sin levantar la cabeza de la almohada. A decir verdad, no son dos ventanas
enteras, sino una entera y parte de la otra. Esta última acaba de iluminarse.
Durante un segundo he podido ver a la mujer que iba y venía. Después ha corrido
las cortinas. Hasta mañana no habré de verla, quizá su sombra de tiempo en
tiempo. No siempre corre las cortinas. El hombre no ha vuelto aún. He pedido
cierto movimientos a mis piernas, a mis pies. Tan bien los conozco que he
podido sentir el esfuerzo que hacían para obedecerme. He vivido con ellos ese
pequeño espacio de tiempo en que cabe todo un drama, entre el mensaje recibido
y la respuesta desolada. A los viejos perros les llega la hora en que, silbados
por el dueño que se va con el bastón en la mano, al alba, no pueden ya
precipitarse hacia él. Entonces permanecen en su nicho, o en la canasta, aunque
no estén atados, y escuchan alejarse los pasos. También el hombre está triste,
pero el aire y el sol lo consuelan pronto y hasta la noche no piensa en su
viejo compañero. Las luces de su casa le desean la bienvenida y un débil
ladrido le hace decir: “Ya es tiempo de que lo haga matar”. Lindo fragmento. Y
en seguida saldrá todavía mejor. Voy a hurgar un poco en mis cosas. Después
meteré la cabeza debajo de las mantas. Después saldrá mejor, para Sapo y para
aquel que lo sigue, que sólo quiere seguirlo y dejarse guiar por él, y por
caminos claros y sufridos.
La
tranquilidad y los silencios de Sapo no estaban hechos para agradar. En medio
de los tumultos, en la escuela y en su familia, continuaba inmóvil en su sitio,
a menudo de pie, mirando de frente con sus ojos claros y fijos como los de una
gaviota. Era de preguntarse en qué podía estar soñando así, durante largas
horas. Su padre lo suponía turbado por el despertar del sexo. “A los dieciséis
años yo era igual”, decía. “A los dieciséis años, ya te ganabas la vida”, decía
su mujer. “Es verdad”, decía el señor Saposcat. Pero en aquellos ensueños los
maestros de Sapo veían más bien un puro y simple embrutecimiento. Sapo dejaba
caer la mandíbula y respiraba por la boca. No veo en qué puede ser incompatible
esta expresión con los pensamientos eróticos. Pero, efectivamente, más que en
las muchachas pensaba en sí mismo, en su propia vida, en su futuro. Hay en ello
motivo suficiente para hacer caer la mandíbula de un muchacho clarividente y
sensible y taparle temporariamente las narices. Pero voy a concederme un
pequeño alto, para mayor seguridad.
Esos
ojos de gaviota me sobresaltan. Me recuerdan un antiguo naufragio, no sé bien
cuál. Es un detalle, evidentemente. Pero me he vuelto temeroso. Conozco esas
frasecitas que parecen inofensivas y que, una vez emitidas, pueden infestar
toda una lengua. Nada es más real que nada. Salen del abismo y no se dan paz
hasta precipitarnos en él. Pero esta vez sabré defenderme de ellas.
Entonces
lamentaba no haber aprendido el arte de pensar, comenzando por replegar el dedo
mayor y el anular a fin de posar mejor el índice sobre el sujeto y el meñique
sobre el verbo, como quería su profesor, y nada oír, o muy poco, de la
algarabía de dudas, deseos, imaginaciones y temores que reventaban en su
cabeza. Y provisto de un poco menos de fuerza y valor, él también habría
abandonado, renunciando a saber de qué modo estaba hecho e iba a poder vivir, y
viviendo vencido, ciegamente, en un mundo insensato, en medio de extraños.
De
tales ensueños salía fatigado y pálido, lo que confirmaba a su padre en la
impresión de que era presa de especulaciones lascivas. “Debe hacer más
deporte’’, decía. “Eso hace bien, eso hace bien. Me habían dicho que sería un
buen atleta, y ahora no forma parte de ningún equipo”. “Sus estudios le toman
todo el tiempo”, decía la señora Saposcat. “Es siempre el último de la clase”,
decía el señor Saposcat. “Le gusta caminar”, decía la señora Saposcat. “Las
caminatas largas le hacen bien”. Entonces el señor Saposcat se permitía
bromear, pensando en el bien que hacían a su hijo esas largas caminatas
solitarias. Y a veces llevaba el aturdimiento hasta decir: “Habríamos hecho
mejor en enseñarle un oficio”. Y en estos casos era usual, si no forzoso, que
Sapo se alejara, mientras exclamaba su madre: “¡Oh, Adrián, lo has herido!”
Esto
anda. Nadie se me parece menos que ese muchacho razonable y paciente,
encarnizándose solo durante años en ver un poco claro en sí mismo. Es éste el
aire leve y flaco que yo necesitaba, lejos de la sombra. Es éste el aire leve y
flaco que yo necesitaba, lejos de la niebla alimenticia que acaba conmigo. Ya
nunca volveré a entrar en esta osamenta sino para saber la hora. Quiero estar
allí un poco antes de la zambullida, descender por última vez a la querida y
vieja escotilla, despedirme de las bodegas donde he vivido, naufragar con mi
refugio. Sentimental, bueno. Pero de aquí a entonces tengo tiempo de retozar en
tierra firme, en esta buena compañía que siempre he deseado, que siempre he
buscado y que nunca quiso saber nada conmigo. Sí, ahora estoy tranquilo, sé que
la partida está ganada. He perdido todas las otras, pero sólo la última cuenta.
Diría que he hecho un buen trabajo si no tuviera miedo de contradecirme. ¡Miedo
de contradecirme! Si esto continúa, voy a perderme a mí mismo, y perderé los
mil caminos que hacia mí conducen. Llegaré a parecerme a esos desgraciados de
la fábula, aplastados bajo el peso de sus votos escuchados favorablemente. Y
hasta siento que se apodera de mí un extraño deseo, el deseo de saber lo qué he
hecho, y por qué, y el deseo de decirlo.
Así
llego a la meta que me había propuesto en mi juventud y que me ha impedido
vivir. Y en la víspera de no ser ya, llego a ser otro. Lo que no deja de tener
gracia.
Las
vacaciones. Por las mañanas tomaba lecciones particulares. “Va a arruinarnos”,
decía la señora Saposcat. “Es una buena inversión”, respondía su marido.
Después de almorzar se iba, con los libros bajo el brazo, so pretexto de que
trabajaba mejor al aire libre. No, sin explicaciones. Al salir de la ciudad,
escondía los libros bajo una piedra y corría por el campo. Era la estación en
que los trabajos de los campesinos llegaban al paroxismo y cuya lenta y
generosa claridad no basta para todo lo que tienen que hacer. Y a menudo
aprovechan del claro de luna para hacer un último viaje entre dos campos, a
menudo lejanos, o entre la granja y la parva, o para revisar las máquinas y
prepararlas para el amanecer próximo. El amanecer próximo.
Me
he dormido. Y me importa mucho no dormirme. No hay espacio para el sueño en mi
empleo del tiempo. Me importa mucho... pero no tengo que dar explicaciones. El
coma es bueno para los vivos. Todos me han agobiado siempre, aunque no es ésa
la palabra justa. Yo los seguía con los ojos, gimiendo de tedio, después los
mataba, o me ponía en su lugar, o huía. Siento en mí el calor de este viejo
frenesí, pero sé que no habrá de consumirme ya. Detengo todo y espero. Sapo se
inmoviliza en una pierna, con sus extraños ojos cerrados. La agitación que lo
ilumina se fija en mil posturas absurdas. La nubecita que pasa ante el glorioso
sol oscurecerá la tierra por tanto tiempo como se me dé la gana.
Vivir
e inventar. Lo he intentado. He debido intentarlo. Inventar. No es la palabra
justa. Tampoco vivir. No importa. Lo he intentado. Mientras que por mí iba y
venía la gran fiera de lo serio, rabiando, rugiendo, lacerándome. Hice todo
eso. Completamente solo, bien escondido, hice el fatuo, completamente solo,
inmóvil, a menudo de pie, en una actitud de hechizado, gimiendo. Eso es,
gimiendo. No he sabido jugar. Daba vueltas, golpeaba las manos, corría,
gritaba, me veía perder, me veía ganar, exultante, sufriente. De pronto me
lanzaba sobre los instrumentos del juego, si el juego los tenía, para
destruirlos, o sobre un niño, para cambiar su felicidad en aullidos, o huía,
corría rápidamente a esconderme. Me perseguían los mayores, los justos, me
atrapaban, me golpeaban, me obligaban a entrar de nuevo en el círculo, en el
partido, en la alegría. Es que ya por entonces era yo presa de lo serio. Esa ha
sido mi gran enfermedad. Nací grave como otros nacen sifilíticos. Y ha sido
gravemente como intenté no serlo más, como intenté vivir, inventar, yo me
entiendo. Pero a cada nueva tentativa perdía la cabeza, me precipitaba en las
tinieblas como en mi salvación, me prosternaba ante aquel que no puede vivir,
ni soportar ese espectáculo en los demás. Vivir. Hablo de ello sin saber lo qué
significa. Lo he intentado sin saber lo qué intentaba. Quizá he vivido a pesar
de todo, sin saberlo. Me pregunto por qué hablo de todo esto. Ah, sí, es para
no aburrirme. Vivir y hacer vivir. No vale la pena hacer cuestión de palabras.
No son más vacías que lo que arrastran. Después del fracaso, el consuelo, el
reposo, vuelta a comenzar, a querer vivir, a hacer vivir, a ser otro, en mí, en
otro. Qué falso es todo esto. Nunca he encontrado nada parecido. Ahora parto
con la mayor rapidez. Recomienzo. Pero, insensiblemente, en otra dirección. No
la del triunfo, sino la del fracaso. Hay entre ellas un matiz. A esto quería
llegar. Izándome, al principio, fuera de mi agujero, después, en una luz
fustigadora, hacia inaccesibles alimentos, quería llegar a los éxtasis del
vértigo, del abandono, de la caída, del hundimiento, de la vuelta a lo negro, a
la nada, a lo serio, a la casa, a quien me esperaba siempre, a quien tenía
necesidad de mí y que yo necesitaba, a quien me tomaba en sus brazos y me decía
que no partiera más, que me cedía su lugar y que velaba por mí, que sufría cada
vez que yo lo abandonaba, a quien mucho hice sufrir y poco he contentado, a
quien nunca he visto. De nuevo comienzo a exaltarme. No es de mí de quien hablo
sino de otro que vale menos que yo y que trato de envidiar, de quien estoy en
trance de contar las aventuras más chatas, no sé cómo. Pero tampoco he sabido
nunca contar las mías, así como vivir o contar las ajenas. ¿Y cómo habría de
saberlo puesto que nunca lo he intentado? Mostrarme ahora, en vísperas de
desaparecer, yo y el otro al mismo tiempo, gracias a la misma gracia, no
dejaría de ser chistoso. Después vivir, el tiempo de sentir, detrás de mis ojos
cerrados, cerrarse otros ojos. Qué fin.
El
mercado. La imperfección de las relaciones entre los labrantíos y la ciudad no
había escapado al excelente muchacho. .Sobre ese tema hizo las siguientes
consideraciones, unas cerca, quizá, de la verdad, otra lejos, sin duda.
En
su comarca, en el plan alimenticio, los... No, no puedo.
Los
campesinos. Sus visitas a los campesinos. No puedo. Reunidos en el patio, lo
veían alejarse a pasos inciertos, babosos, como si sus pies sintieran mal el
suelo. A menudo se detenía. Después de un alto de duración vacilante, volvía a
partir en las direcciones más inesperadas. Había en su andar algo flotante,
inerte, la tierra parecía zarandearlo. Y cuando tomaba de nuevo impulso,
después de un alto, hacía pensar en un gran pulmón que el viento arranca del
lugar donde está posado.
Traducción
de JOSÉ BIANCO
RevistaSur nº 255, noviembre y diciembre de 1958
L’homme s’appelle Saposcat. Comme son père. Petit
nom ? Je ne sais pas. Il n’en aura pas besoin. Ses
familiers l’appellent Sapo. Lesquels ? Je ne sais pas. Quelques mots
sur sa jeunesse. Il le faut.
C’était un garçon
précoce. Il était peu doué pour les études et ne voyait pas l’utilité de celles
qu’on lui faisait faire. Il assistait aux cours l’esprit ailleurs,
ou vide.
Il assistait aux
cours l’esprit ailleurs. Mais il aimait le calcul. Mais il n’aimait pas la
façon dont on l’enseignait. C’était le maniement des nombres concrets qui lui
plaisait. Tout calcul lui semblait oiseux où la nature de l’unité ne fût pas
précisée. Il s’adonnait, en public et dans le privé, au calcul mental. Et les
chiffres qui alors manœuvraient dans sa tête la peuplaient de couleurs et de
formes.
Quel
ennui.
Il était l’aîné.
Ses parents étaient pauvres et maladifs. Il les entendait souvent parler de ce
qu’il faudrait faire pour mieux se porter et pour avoir plus d’argent. Il était
frappé chaque fois par le vague de ces propos et ne s’étonnait pas qu’ils
n’eussent jamais de suite. Son père était vendeur dans un magasin. Il disait à
sa femme, Il va falloir que je trouve à travailler le soir et le samedi
après-midi. Il ajoutait, d’une voix mourante, Et le dimanche. Sa femme
répondait, Mais si tu travailles davantage tu tomberas malade. Et
M. Saposcat de convenir qu’en effet il aurait tort de ne pas se reposer le
dimanche. Voilà au moins des gens faits. Mais il n’était pas souffrant au point
de ne pouvoir travailler les soirs de la semaine et le samedi après-midi.
Travailler à quoi ? disait sa femme. À des écritures peut-être,
répondait-il. Et qui s’occupera du jardin ? disait sa femme. La vie
des Saposcat était pleine d’axiomes, dont un établissait la criminelle
absurdité d’un jardin sans roses, aux pelouses et aux allées mal soignées.
Si je faisais des légumes, disait-il. Ils coûtent moins
cher à acheter, disait-elle. Sapo écoutait ces conversations avec
émerveillement. Pense au prix du fumier, disait sa mère. Dans le silence qui
s’ensuivait M. Saposcat réfléchissait, avec cette application qu’il
apportait à tout ce qu’il faisait, à la cherté du fumier qui l’empêchait de
faire aux siens une vie un peu plus large, en attendant que sa femme s’accusât,
à son tour, de ne pas donner le maximum de ce dont elle était capable. Mais
elle se laissait convaincre facilement qu’elle ne saurait faire davantage sans
mettre ses jours en danger. Pense aux frais de médecin que nous économisons,
disait M. Saposcat. Et de pharmacie, disait sa femme. Il ne leur restait
plus qu’à envisager une maison plus modeste. Mais nous sommes déjà à l’étroit,
disait Mme Saposcat. Et il était sous-entendu qu’ils le seraient
chaque année davantage, jusqu’au jour où, le départ des aînés compensant
l’arrivée des nouveau-nés, il s’établirait une sorte d’équilibre.
Ensuite la maison
se viderait peu à peu. Et finalement ils seraient seuls, avec leurs souvenirs.
Il serait alors temps de déménager. Lui serait à la retraite, elle à bout de
forces. Ils prendraient un cottage à la campagne où, n’ayant plus besoin de
fumier, ils pourraient s’en payer des tombereaux. Leurs enfants, sensibles aux
sacrifices consentis pour eux, leur viendraient en aide. C’est ainsi en plein rêve
que s’achevaient ces conciliabules le plus souvent. On aurait dit que les
Saposcat puisaient la force de vivre dans la perspective de leur impotence.
Mais quelquefois, avant d’en arriver là, ils se penchaient sur le cas de leur
fils aîné. Quel âge a-t-il ? demandait M. Saposcat. Sa femme
fournissait le renseignement, il était convenu que cela était de son ressort.
Elle se trompait toujours. Le faux chiffre, M. Saposcat le reprenait à son
compte, le répétait plusieurs fois, à voix basse et avec ébahissement, comme
s’il eût été question de la hausse d’une denrée de première nécessité, telle la
viande de boucherie. Et en même temps il cherchait dans l’aspect de son fils
des adoucissements à ce qu’il venait d’apprendre. S’agissait-il au moins d’un
beau morceau ? Sapo regardait le visage de son père, triste, étonné,
affectueux, déçu, confiant quand même. Songeait-il à la fuite impitoyable des
années ou au temps que mettait son fils à devenir un homme salarié ?
Quelquefois il exprimait avec lassitude son regret de ne pas voir son fils plus
empressé à se rendre utile. Il vaut mieux qu’il prépare ses examens, disait sa
femme. À partir d’un motif donné leurs cerveaux peinaient à l’unisson. Ils
n’avaient donc pas de conversation proprement dite. Ils usaient de la parole un
peu comme le chef de train de ses drapeaux, ou de sa lanterne. Ou bien ils se
disaient, Descendons ici. Leur fils une fois signalé, ils se demandaient avec
tristesse si ce n’était pas le propre des esprits supérieurs d’échouer à
l’écrit et de se couvrir de ridicule à l’oral. Ils ne se contentaient pas
toujours de contempler en silence le même paysage. Sa santé au moins est bonne,
disait M. Saposcat. Pas tant que ça, disait sa femme. Mais rien de
déclaré, disait-il. À son âge ce serait le comble, disait-elle. Ils ne savaient
pas pourquoi il était voué à une profession libérale. C’était là encore une
chose qui allait de soi. Il était par conséquent inconcevable qu’il y fût
inapte. Ils le voyaient médecin de préférence. Il nous soignera quand nous serons
vieux, disait Mme Saposcat. Et son mari répondait, Je le vois plutôt
chirurgien, comme si à partir d’un certain âge les gens étaient inopérables.
Quel ennui. Et
j’appelle ça jouer. Je me demande si ce n’est pas encore de moi qu’il s’agit,
malgré mes précautions. Vais-je être incapable, jusqu’à la fin, de mentir sur
autre chose ? Je sens s’amonceler ce noir, s’aménager cette solitude,
auxquels je me reconnais, et m’appeler cette ignorance qui pourrait être belle
et n’est que lâcheté. Je ne sais plus très bien ce que j’ai dit. Ce n’est pas
ainsi qu’on joue. Je ne saurai bientôt plus d’où il sort, mon petit Sapo, ni ce
qu’il espère. Je ferais peut-être mieux de laisser cette histoire et de
passer à la deuxième, ou même à la troisième, celle de la pierre. Non, ce
serait la même chose. Je n’ai qu’à faire plus attention. Je vais bien réfléchir
à ce que j’ai dit avant d’aller plus loin. À chaque menace de ruine je
m’arrêterai pour m’inspecter tel quel. C’est justement ce que je voulais
éviter. Mais c’est sans doute le seul moyen. Après ce bain de boue je saurais
mieux admettre un monde où je ne fasse pas tache. Quelle façon de raisonner.
J’ouvrirai les yeux, je me regarderai trembler, j’avalerai ma soupe, je
regarderai le petit tas de mes possessions, je donnerai à mon corps les vieux
ordres que je le sais incapable d’exécuter, je consulterai ma conscience
périmée, je gâcherai mon agonie pour mieux la vivre, loin déjà du monde qui se
dilate enfin et me laisse passer.
J’ai essayé de
réfléchir au début de mon histoire. Il y a des choses que je ne comprends pas.
Mais c’est insignifiant. Je n’ai qu’à continuer.
Sapo n’avait pas d’amis. Non, ça ne va pas.
Sapo était bien
avec ses petits camarades, sans en être exactement aimé. Il est rare que
le cancre soit un solitaire. Il boxait et il luttait bien, était léger à la
course, disait avec humour du mal des professeurs et même à l’occasion leur
répondait avec insolence. Léger à la course ? Ça alors. Harcelé de
questions il s’écria un jour, Mais puisque je vous dis que je ne sais
pas ! Il passait la plus grande partie de son temps à l’école à cause de
ses pensums et retenues, ne rentrant souvent à la maison que vers huit heures
du soir. Il se soumettait avec philosophie à ces vexations. Mais il ne se
laissait pas frapper. La première fois qu’un maître, à bout de douceur et de
raisons, avança sur Sapo la férule à la main, il la lui arracha des mains et la
jeta à travers la fenêtre, qui était fermée, à cause de l’hiver. Il y avait là
matière à renvoi. Mais Sapo ne fut pas renvoyé ni alors ni plus tard. Je vais
chercher à tête reposée les raisons pour lesquelles Sapo ne fut pas renvoyé,
alors qu’il méritait amplement de l’être. Car je veux le moins
possible d’ombre, dans son histoire. Une petite ombre, en elle-même, sur
le moment, ce n’est rien. On n’y pense plus, on continue, dans la clarté. Mais
je connais l’ombre, elle s’accumule, se fait plus dense, puis soudain éclate et
noie tout.
Je n’ai pas pu
savoir pourquoi il ne fut pas renvoyé. Je vais être obligé de laisser cette
question en suspens. J’essaie de ne pas m’en réjouir. Vite je l’éloignerai, mon
Sapo, de cette indulgence incompréhensible, je le ferai vivre comme s’il avait
été puni selon ses mérites. Nous tournerons le dos à ce petit nuage, mais
nous l’aurons à l’œil. Il ne couvrira pas le ciel à notre insu, nous ne
lèverons pas soudain les yeux, en rase campagne, loin de tout abri, vers un
ciel d’encre. Voilà ce que j’ai décidé. Je ne vois pas d’autre solution.
J’essaie de faire pour le mieux.
À quatorze ans c’était un garçon bien en chair, au teint
rose. Il avait les attaches épaisses, ce qui faisait dire à sa mère qu’il
serait un jour encore plus grand que son père. Curieuse déduction. Mais ce
qu’il avait de plus frappant, c’était sa grosse tête ronde aux cheveux
blonds, durs et hérissés comme les poils d’une brosse. Même ses maîtres ne
pouvaient s’empêcher de lui trouver une tête intelligente et il leur en était
d’autant plus pénible de ne pouvoir rien y insérer. Il nous étonnera tous un
jour, disait son père, quand il était de bonne humeur. C’était au crâne de Sapo
qu’il devait d’avoir pu former cette opinion et de pouvoir s’y maintenir,
contre vents et marées. Mais il supportait mal le regard de son fils et
évitait de le rencontrer. Il a tes yeux, disait sa femme. Alors il tardait à
M. Saposcat d’être seul, pour pouvoir inspecter ses yeux dans la glace.
Ils étaient bleus à peine. En plus clair, disait Mme Saposcat.
Sapo aimait la
nature, s’intéressait.
Quelle misère.
Sapo aimait la
nature, s’intéressait aux animaux et aux plantes et levait volontiers les yeux
au ciel, de jour et de nuit. Mais il ne savait pas regarder ces choses, les
regards qu’il leur prodiguait ne lui apprenaient rien sur elles.
Il confondait les oiseaux entre eux, et les arbres, et n’arrivait pas à
distinguer les une des autres les céréales. Il n’associait pas les safrans avec
le printemps ni les chrysanthèmes avec l’arrière-saison. Le soleil, la lune,
les planètes et les étoiles, ne lui posaient pas de problème. Ces choses
étranges et parfois belles, qu’il aurait toute sa vie autour de lui et dont la
connaissance le tentait par moments, il acceptait avec une sorte de joie de ne
rien y comprendre, comme tout ce qui venait enfler le murmure, Tu es un simple.
Mais il aimait le vol de l’épervier et savait le reconnaître entre tous.
Immobile il suivait des yeux les longs vols planés, l’attente tremblante, les
ailes se relevant pour la chute à plomb, la remontée rageuse, fasciné par tant
de besoin, de fierté, de patience, de solitude.
Je n’abandonnerai
pas encore. J’ai fini ma soupe et renvoyé la petite table à sa place près de la
porte.
L’une des deux
fenêtres de la maison d’en face vient de s’éclairer. Par les deux fenêtres
j’entends celles que je peux voir toujours, sans lever ma tête de
l’oreiller. À vrai dire ce ne sont pas deux fenêtres entières, mais une entière
et seulement une partie de l’autre. C’est cette dernière qui vient de
s’éclairer. Pendant un moment j’ai pu voir la femme qui allait et venait. Puis
elle a tiré les rideaux. Jusqu’à demain je ne la verrai plus, son ombre
peut-être de temps en temps. Elle ne tire pas toujours les rideaux. L’homme
n’est pas encore rentré. J’ai demandé certains mouvements à mes jambes, à mes
pieds. Je les connais si bien que j’ai pu sentir l’effort qu’ils faisaient pour
m’obéir. J’ai vécu avec eux ce petit espace de temps où tout un drame tient,
entre le message reçu et la réponse désolée. Aux vieux chiens l’heure vient où,
sifflés par le maître s’en allant à l’aube son bâton à la main, ils ne peuvent
plus s’élancer. Alors ils restent dans la niche, ou dans le panier, quoiqu’ils
ne soient pas attachés, et écoutent les pas s’éloigner. L’homme aussi est
triste. Mais le grand air et le soleil ont vite fait de le consoler, il ne
pense plus à son vieux compagnon, jusqu’au soir. Les lumières de sa maison lui
souhaitent la bienvenue et un faible aboiement lui fait dire, Il est temps que
je le fasse piquer. Voilà un joli morceau. Ça ira encore mieux tout à
l’heure. Je vais fouiller un peu dans mes affaires. Puis je mettrai la tête
sous les couvertures. Ensuite ça ira mieux, pour Sapo et pour celui qui le
suit, qui veut seulement le suivre et se laisser guider par lui, par des
chemins clairs et endurables.
Le calme et les
silences de Sapo n’étaient pas faits pour plaire. Au milieu des tumultes, à
l’école et dans sa famille, il restait immobile à sa place, souvent debout, et
regardait droit devant lui de ses yeux clairs et fixes comme ceux d’une
mouette. On se demandait à quoi il pouvait rêver ainsi, pendant de longues
heures. Son père supposait qu’il était troublé par l’éveil du sexe. À seize ans
j’étais pareil, disait-il. À seize ans tu gagnais déjà ta vie, disait sa femme.
C’est vrai, disait M. Saposcat. Ses maîtres, eux, y voyaient plutôt de
l’abrutissement pur et simple. Sapo laissait tomber sa mâchoire et respirait
par la bouche. On ne voit pas très bien en quoi cette expression est
incompatible avec les pensées érotiques. Mais effectivement il rêvait moins aux
filles qu’à lui, à sa vie à lui, à sa vie à venir. Il y a là largement de quoi
faire tomber la mâchoire, à un garçon clairvoyant et sensible, et lui boucher
temporairement le nez. Mais je vais m’octroyer une petite halte, pour plus de
sécurité.
Ces yeux de
mouette me font tiquer. Ils me rappellent un vieux naufrage, je ne me rappelle
plus lequel. C’est un détail évidemment. Mais je suis devenu craintif. Je
connais ces petites phrases qui n’ont l’air de rien et qui, une fois admises,
peuvent vous empester toute une langue. Rien n’est plus réel que
rien. Elles sortent de l’abîme et n’ont de cesse qu’elles n’y entraînent.
Mais cette fois je saurai m’en défendre.
Alors il
regrettait de ne pas avoir voulu apprendre l’art de penser, en commençant par
replier les deuxième et troisième doigts afin de mieux poser l’index sur le
sujet et sur le verbe l’auriculaire, comme le voulait son professeur de latin,
et de ne rien entendre, ou si peu, au charabia de doutes, désirs, imaginations
et craintes qui déferlaient dans sa tête. Et pourvu d’un peu moins de
force et de courage lui aussi aurait abandonné, renonçant à savoir de quelle
façon il était fait et allait pouvoir vivre, et vivant vaincu, aveuglément,
dans un monde insensé, parmi des étrangers.
De ces
rêveries il sortait fatigué et pâli, ce qui confirmait son père dans
l’impression qu’il était la proie de spéculations lascives. Il devrait faire
plus de sport, disait-il. Ça avance, ça avance. On m’avait dit qu’il serait bon
athlète, disait M. Saposcat, et maintenant il ne fait plus partie d’aucune
équipe. Ses études lui prennent tout son temps, disait Mme Saposcat. Et il
est toujours dernier, disait M. Saposcat. Il aime la marche, disait
Mme Saposcat, les longues marches lui font du bien. M. Saposcat
ricanait alors, en pensant au bien que faisaient à son fils les longues marches
solitaires. Et il poussait quelquefois l’étourderie jusqu’à dire, On aurait
sans doute mieux fait de lui donner un métier manuel. Sur quoi il était
d’usage, sinon de rigueur, que Sapo s’éloignât, pendant que sa mère s’écriait,
Oh Adrien, tu lui as fait de la peine !
Ça avance. Rien
ne me ressemble moins que ce gamin raisonnable et patient, s’acharnant tout
seul pendant des années à voir un peu clair en lui, avide de la moindre lueur,
fermé à l’attrait de l’ombre. Voilà bien l’air léger et maigre qu’il me
fallait, loin du brouillard nourricier qui m’achève. Je ne rentrerai plus dans
cette carcasse qu’afin d’en savoir l’heure. Je veux être là un peu avant le
plongeon, rabattre sur moi une dernière fois la chère vieille écoutille, dire
adieu aux soutes où j’ai vécu, sombrer avec mon refuge. Sentimental, va. Mais
d’ici là j’ai le temps de folâtrer, à terre, dans cette brave compagnie que
j’ai toujours désirée, toujours recherchée, et qui n’a jamais voulu de moi.
Oui, je suis tranquille maintenant, je sais que la partie est gagnée, j’ai
perdu toutes les autres, mais c’est la dernière qui compte. Je dirais que c’est
du bon travail si je n’avais pas peur de me contredire. Peur de me
contredire ! Si ça continue c’est moi que je vais perdre et les mille
chemins qui y mènent. Et je ressemblerai à ces infortunés de fable, écrasés
sous le poids de leur vœu exaucé. Et je sens même une étrange envie me gagner,
celle de savoir ce que je fais, et pourquoi, et de le dire. Ainsi je touche au
but que je m’étais proposé dans mon jeune âge et qui m’a empêché de vivre. Et à
la veille de ne plus être j’arrive à être un autre. Ce qui ne manque pas de
sel.
Les grandes
vacances. Le matin il prenait des leçons particulières. Tu vas nous ruiner,
disait Mme Saposcat. C’est un bon placement, répondait son mari.
L’après-midi il s’en allait, ses livres sous le bras, sous prétexte qu’il
travaillait mieux en plein air, non, sans explication. Sorti de la ville il
cachait ses livres sous une pierre et courait la campagne. C’était la
saison où les travaux des paysans atteignent leur paroxysme et dont la lente et
généreuse clarté ne suffit pas à tout ce qu’il y a à faire. Et souvent on
profitait du clair de lune pour faire un dernier voyage entre les champs,
souvent lointains, et la grange ou l’aire, ou pour réviser les machines et les
apprêter pour l’aube proche. L’aube proche.
Je me suis
endormi. Or je ne tiens pas à dormir. Il n’y a plus de place pour le sommeil
dans mon emploi du temps. Je ne tiens pas – mais je n’ai pas d’explications à
donner. Le coma est bon pour les vivants. Tous m’ont toujours accablé, ce n’est
pas le mot, je les suivais des yeux en geignant d’ennui, puis je les tuais, ou
me mettais à leur place, ou m’enfuyais. Je sens en moi la chaleur de cette
vieille frénésie, mais je sais qu’elle ne m’embrasera plus. J’arrête tout et
j’attends. Sapo s’immobilise sur une jambe, ses étranges yeux fermés.
L’agitation qui l’éclaire se fige en mille postures absurdes. Le petit nuage
qui passe devant leur glorieux soleil obscurcira la terre aussi longtemps qu’il
me plaira.
Vivre et
inventer. J’ai essayé. J’ai dû essayer. Inventer. Ce n’est pas le mot. Vivre
non plus. Ça ne fait rien. J’ai essayé. Pendant qu’en moi allait et venait le
grand fauve du sérieux, rageant, rugissant, me lacérant. J’ai fait ça. Tout
seul aussi, bien caché, j’ai fait le fat, tout seul, pendant des heures,
immobile, souvent debout, dans une attitude d’ensorcelé, en gémissant. C’est
ça, gémis. Je n’ai pas su jouer. Je tournais, battais des mains, courais,
criais, me voyais perdre, me voyais gagner, exultant, souffrant. Puis soudain
je me jetais sur les instruments du jeu, s’il y en avait, pour les détruire, ou
sur un enfant, pour changer son bonheur en hurlement, ou je fuyais, je courais
vite me cacher. Ils me poursuivaient les grands, les justes, me rattrapaient,
me battaient, me faisaient rentrer dans la ronde, dans la partie, dans la joie.
C’est que j’étais déjà en proie au sérieux. Ça a été ma grande maladie. Je
suis né grave comme d’autres syphilitiques. Et c’est gravement que j’ai essayé
de ne plus l’être, de vivre, d’inventer, je me comprends. Mais à chaque
nouvelle tentative je perdais la tête, me précipitais comme vers le salut dans
mes ténèbres, me jetais aux genoux de celui qui ne peut ni vivre ni supporter
ce spectacle chez les autres. Vivre. J’en parle sans savoir ce que ça veut
dire. Je m’y suis essayé sans savoir à quoi je m’essayais. J’ai peut-être vécu
après tout, sans le savoir. Je me demande pourquoi je parle de tout ça. Ah oui,
c’est pour me désennuyer. Vivre et faire vivre. Plus la peine de faire le
procès aux mots. Ils ne sont pas plus creux que ce qu’ils charrient. Après
l’échec, la consolation, le repos, je recommençais, à vouloir vivre, faire
vivre, être autrui, en moi, en autrui. Que tout ça est faux. Je n’ai jamais
rencontré de semblable. Je pare maintenant au plus pressé. Je recommençais.
Mais peu à peu dans une autre intention. Non plus celle de réussir, mais celle
d’échouer. Il y a une nuance. Ce à quoi je voulais arriver, en me hissant hors
de mon trou d’abord, puis dans la lumière cinglante vers d’inaccessibles
nourritures, c’était aux extases du vertige, du lâchage, de la chute, de
l’engouffrement, du retour au noir, au rien, au sérieux, à la maison, à celui
qui m’attendait toujours, qui avait besoin de moi et dont moi j’avais besoin,
qui me prenait dans ses bras et me disait de ne plus partir, qui me cédait la
place et veillait sur moi, qui souffrait chaque fois que je le quittais,
que j’ai beaucoup fait souffrir et peu contenté, que je n’ai jamais vu.
Voilà que je commence à m’exalter. Ce n’est pas de moi qu’il s’agit, mais d’un
autre, qui ne me vaut pas et que j’essaie d’envier, dont je suis enfin à même
de raconter les plates aventures, je ne sais comment. Moi non plus je n’ai
jamais su me raconter, pas plus que vivre ou raconter les autres. Comment
l’aurais-je fait, n’ayant jamais essayé ? Me montrer maintenant, à la
veille de disparaître, en même temps que l’étranger, grâce à la même grâce,
voilà qui ne serait pas dépourvu de piquant. Puis vivre, le temps de sentir,
derrière mes yeux fermés, se fermer d’autres yeux. Quelle fin.
Le marché.
L’imperfection des rapports entre les campagnes et la ville n’avait pas échappé
à l’excellent garçon. Il avait réuni, à ce sujet, les considérations suivantes,
les unes près peut-être, les autres sans doute loin, de la vérité.
Dans son pays,
sur le plan alimentaire, les – non, je ne peux pas.
Les paysans. Ses visites chez les paysans. Je ne peux
pas. Assemblés dans la cour ils le regardaient s’éloigner d’un pas
incertain, baveux, comme si ses pieds sentaient mal le sol. Souvent il
s’arrêtait, pour repartir, après un temps de station chancelante, dans les
directions les plus inattendues. Il y avait dans sa démarche quelque chose de
flottant, d’inerte, la terre semblait le ballotter. Et quand il se remettait en
branle, après une halte, il faisait penser à un gros duvet que le souffle
arrache de l’endroit où il s’était posé.