EL OFICIO DE TRADUCIR
En literatura no conozco traducciones literales.
Cuando Gérard de Nerval dice que ha traducido “literalmente” algunos fragmentos
del segundo Fausto, aclara en el
prólogo que ha hecho lo contrario de traducir: ha contado a su manera la acción
del drama, nos ha dado su “examen analítico”. A estos fragmentos Octavio Paz
los llama “imitaciones” y agrega, entre paréntesis, “admirables”. En cambio, al
Fausto de Nerval no lo llama
imitación, por admirable que sea, sino traducción. Hacia el final de su vida, a
Goethe no le gustaba leer Fausto en
alemán, “pero en esta traducción francesa todo actúa de nuevo sobre mí con
frescura y vivacidad” (Eckermann, Conversaciones
con Goethe).
Octavio Paz dice y repite (‘'Literatura y
literalidad”, El signo y el garabato)
que la traducción literal no es una traducción, que siempre, en prosa o en
verso, la traducción implica una transformación del original y que esa
transformación no es y no puede ser sino literaria porque utiliza los dos modos
de expresión a que se reducen tocios los procedimientos literarios: la
metonimia y la metáfora (Roman Jakobson). ¿En qué se basan los que condenan,
por ejemplo, la traducción poética? Admiten que es posible traducir los
significados denotativos de un texto, pero no los connotativos (Georges Mounin,
Problèmes théoriques de la traduction).
Así, “hecha de ecos, reflejos y correspondencias entre el sonido y el sentido,
la poesía es un tejido de connotaciones y, por lo tanto, sería intraducibie”.
Octavio Paz, al oponerse a esta concepción casi unánime de la poesía, señala
que la preservación de la pluralidad de sentidos es una propiedad general del
lenguaje; “la poesía la acentúa pero, atenuada, se manifiesta también en el
habla corriente y aun en la prosa. (Esta circunstancia confirma que la prosa,
en la acepción rigurosa del término, no tiene existencia real: es una exigencia
ideal del pensamiento)”. Más adelante Paz hace notar que el poeta, cuando
escribe, no sabe cómo será su poema; el traductor, cuando traduce, sabe que su
poema deberá reproducir el poema que tiene bajo los ojos. “Es una operación
paralela, aunque en sentido inverso, a la creación poética. Su resultado es una
reproducción original en otro poema que no es tanto su copia como su
transmutación. El ideal de la traducción poética, según alguna vez la definió
Valéry de manera insuperable, consiste en reproducir con medios diferentes
efectos análogos”.
En estos momentos da un poco de vergüenza mencionar
a Borges, pero no mencionarlo da un poco de vergüenza también; parece que uno
quisiera diferenciarse de todos. Diré pues que, en 1932, apareció en Buenos
Aires una edición de Le Cimetière Marin,
traducido al español por Néstor Ibarra y con un prólogo de Borges. Allí Borges,
bajo la advocación de Valéry, esboza algunas de las ideas que Octavio Paz
desarrollaría con tanta sutileza. Borges llega a declarar que la traducción le
parece una operación del espíritu más interesante que la escritura inmediata, porque
el traductor sigue un modelo visible, “no un laberinto inapreciable de
proyectos difuntos o la acatada tentación momentánea de una facilidad”. Se burla
de la creencia normal en la inferioridad de las traducciones. “No hay un buen
texto que no se afirme incondicional y seguro si lo practicamos un número
suficiente de veces... Yo no sé si el informe: En un lugar de la Mancha, etcétera, es bueno para una divinidad
imparcial; sé únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo
concebir otra iniciación del Quijote.
Cervantes, creo, prescindió de esa leve superstición, y tal vez no hubiera
identificado el párrafo. Nosotros, en cambio, no podemos sino repudiar
cualquier divergencia. Sin embargo, invito al mero lector sudamericano —mon semblable, mon frère— a saturarse de
la estrofa quinta en el texto español, hasta sentir que el verso original de
Néstor Ibarra:
La pérdida en rumor de la
ribera
es inaccesible, y que su imitación por Valéry:
Le
changement des rives en rumeur
no acierta a devolver íntegramente todo el sabor latino. Sostener
con demasiada fe lo contrario, es renegar de la ideología de Valéry por el
hombre temporal que la formuló”.
Néstor Ibarra tradujo al francés estas páginas
liminares de Borges, sustituyó Cervantes y el Quijote por Virgilio y la Eneida,
y suprimió o mitigó en ellas algunas afirmaciones demasiado rotundas. Yo las he
leído muchas veces en francés, hasta que por fin, este año, las he leído en Prólogos, libro en el cual aparecen por
primera vez en español. ¿Necesito decirlo? El original español se me antoja
menos terso, menos discreto y persuasivo, me recuerda menos a un determinado
Borges, al Borges que prefiero, que la traducción francesa. Borges, como de
costumbre, tiene razón.
La Opinión Cultural, Buenos Aires, 21 de septiembre de 1975