jueves, 11 de marzo de 2021

Winston Churchill: T.E. Lawrence

 

T. E. LAWRENCE

 

No conocí a Lawrence sino después de la guerra. Fue durante la primavera de 1919, cuando los gestores de la paz, o en todo caso los gestores de tratados, estaban reunidos en París, e Inglaterra estaba pendiente de sus decisiones. Tan grande había sido la presión durante la guerra, tan vasta su escala, tan absorbentes las batallas en Francia, que apenas había podido hacerme una noción confusa del papel representado en las campañas de Allenby por la rebelión árabe del desierto. Pero entonces alguien me dijo: "Tiene usted que conocer a ese muchacho maravilloso. Sus hazañas son épicas". Y así fue como invité a almorzar a Lawrence.

Por aquella época, tanto en Londres como en París, Lawrence solía llevar su traje árabe para identificarse con los intereses del emir Feisal y con las demandas árabes, sujetas entonces a un áspero debate. En aquella ocasión, sin embargo, vestía ropas corrientes y a primera vista parecía uno de los tantos oficiales jóvenes y bien perfilados que habían ganado alto rango y distinción durante la contienda.

Éramos sólo hombres y la conversación era general; pero de pronto alguien, no sin malicia, contó la actitud de Lawrence durante la ceremonia de la Investidura, pocos días antes. Lawrence iba a ser condecorado como Comandante de la Orden del Baño. La larga fila de distinguidos con honores pasaba ante el rey. Cuando llegó el turno del coronel Lawrence, el rey tomó la condecoración del almohadón de terciopelo y se dispuso a colgarla del gancho que en tales circunstancias los oficiales llevan en sus chaquetas. Pero Lawrence lo detuvo y en voz baja, con el más profundo respeto, declaró que le era imposible recibir ningún honor de Su Majestad cuando Gran Bretaña estaba a punto de violar los pactos que, en su nombre, él había establecido con los árabes, soldados tan aguerridos. La escena y el incidente no tenían precedentes. Desde luego, el rey se manifestó muy sorprendido y disgustado; Lawrence se inclinó, pasó y la ceremonia continuó [En realidad fue durante una precedente audiencia privada con el rey cuando Lawrence se negó a recibir condecoraciones; pero he admitido la versión inexacta del incidente porque, según palabras de Churchill, "entonces creí de veras que la cosa había ocurrido de ese modo y su propio hermano discutió conmigo dando por sentado que así había sucedido". Nota de Arnold W. Lawrence.]

Alcé las cejas al oír la historia; no la conocía. En mi carácter de Ministro de Guerra dije en seguida que la conducta de Lawrence era muy equivocada: injusta ante el rey como caballero y tremendamente irrespetuosa ante él como soberano. Cualquier hombre puede rechazar un título o una condecoración; cualquier hombre puede declarar las razones de principio que lo mueven a tal rechazo. Pero era monstruoso aprovechar para hacer una demostración política el momento en que Su Majestad, cumpliendo con su deber constitucional, estaba en vías de hacer el gracioso acto de investirlo personalmente. Como Lawrence era mi huésped no podía decir más, pero en mi posición oficial no podía decir menos.

Lawrence aceptó tranquilamente mi reproche. Ése, explicó, era el único medio a su alcance para hacer que las más altas autoridades del gobierno comprendieran que el honor de Gran Bretaña estaba comprometido por su actitud con los árabes y que traicionarlos con respecto a las demandas sirias de Francia sería una mancha imborrable en nuestra historia. El propio rey debía enterarse de lo que se hacía en su nombre y él no veía otro medio. Dije que eso no excusaba de ningún modo el método empleado; después llevé la conversación a temas más agradables.

Pero debo admitir que ese episodio me inspiró el ansia de conocer más de cerca lo que en realidad había ocurrido durante la guerra del desierto y me abrió los ojos sobre las pasiones latentes bajo las túnicas árabes. Pedí informes y los estudié. Hablé del asunto con el Primer Ministro. Me dijo que los franceses se proponían conseguir Siria y gobernarla desde Damasco y que nada los disuadiría. El acuerdo Sykes-Picot, hecho por Inglaterra durante la guerra, había causado gran confusión y sólo la Conferencia de la Paz podía resolver las demandas antagónicas. Eso era incontestable.

No volví a ver a Lawrence sino varias semanas después. Si la memoria no me traiciona, creo que fue en París. Llevaba sus ropas árabes y toda la magnificencia de su personalidad quedaba así revelada. La gravedad de su porte, la precisión de sus opiniones, la altura y calidad de su conversación parecían realzados hasta un punto impresionante por las vestiduras y el tocado árabes. Relucían, entre los pliegues flotantes, sus rasgos nobles, sus labios nítidamente dibujados y sus ojos centelleantes, cargados de fuego y comprensión. Parecía lo que era: uno de los más grandes príncipes de la naturaleza.

Esa vez nos entendimos mucho mejor y yo empecé a formarme de su fuerza y majestad una impresión que en lo futuro nunca habría de cambiar. Vestido con las prosaicas ropas cotidianas de Inglaterra o, después, con el uniforme de mecánico de la Air Force, siempre lo vi tal como aparece en el brillante esbozo de Augustus John. Empecé a oír hablar mucho de él a amigos que habían combatido bajo sus órdenes. Y la verdad es que de él se hablaba constantemente en todos los círculos, militares, diplomáticos y académicos.

Pronto fue evidente que su causa no marchaba bien en París. Lawrence acompañaba a todas partes a Feisal como amigo e intérprete. Y por cierto que lo interpretaba bien. Lo que consideraba su deber con respecto a los árabes le hacía desdeñar sus relaciones inglesas y hasta los pormenores de su propia carrera. Luchó con los franceses. Enfrentó a Clemenceau en largos y repetidos debates. Era éste un enemigo digno de su temple. El viejo "Tigre" tenía un rostro tan feroz como podía llegar a ser el de Lawrence y, como en éste, su mirada intrépida era fiel indicio de su fuerza de voluntad. Clemenceau tenía gran estima por Oriente; honraba a los paladines, admiraba las hazañas de Lawrence y reconocía su genio. Pero los sentimientos franceses con respecto a Siria tenían ya cien años. La idea de que Francia, desangrada en las trincheras de Flandes, pudiera salir de la Guerra Mundial sin su botín de territorios conquistados era insoportable para Clemenceau y de ningún modo habría sido tolerada por sus compatriotas.

Todos sabemos cómo acabaron las cosas. Después de largas y ásperas discusiones que tuvieron lugar tanto en París como en Oriente, la Conferencia de la Paz concedió el mando de Siria a Francia. Cuando los árabes se resistieron por la fuerza, las tropas francesas expulsaron de Damasco al emir Feisal, después de una refriega en que fueron muertos algunos de los jefes árabes más valientes. Los franceses consumaron la ocupación de esa espléndida provincia, reprimieron las revueltas subsiguientes con el más duro rigor y gobernaron desde entonces hasta el día de hoy con ayuda de un ejército muy numeroso.

Durante todo este período no vi a Lawrence. Y la verdad es que tantas cosas se desmoronaban en el mundo de la posguerra que el asunto de los árabes no parecía excepcional. Pero de cuando en cuando pensaba en ese tema y comprendía cuán intensas debían ser las emociones de Lawrence, que no sabía sencillamente qué hacer. Iba de un lado a otro, desesperado y como asqueado de la vida. En sus escritos públicos ha declarado que toda ambición personal había muerto en él antes de la entrada triunfal en Damasco, durante el período final de la guerra. Pero estoy persuadido de que la prueba de asistir al desamparo de sus amigos árabes —con quienes había empeñado su palabra y, en su concepto, la palabra de Inglaterra que quedaba tan mal parada— debió ser el principal motivo que decidió su renuncia definitiva a toda actuación en los asuntos importantes. Su naturaleza, maravillosamente forjada, había estado sometida a las tensiones más violentas durante la guerra; pero entonces lo sostenía su espíritu. Y ahora era su espíritu el que estaba herido.

Durante la primavera de 1921 fui enviado al Colonial Office para hacerme cargo de nuestros asuntos en el Medio Oriente y para imponer allí algún orden. Por entonces acabábamos de sofocar en Irak una revuelta altamente peligrosa y cruenta, y para mantener el orden se necesitaban alrededor de 40.000 soldados, con un costo de 30.000.000 de libras anuales. Las cosas no podían seguir así. En Palestina, el conflicto entre árabes y judíos amenazaba con transformarse en cualquier momento en violencia declarada. Los jefes árabes, expulsados de Siria con la mayor parte de su séquito —todos ellos habían sido aliados nuestros—, acechaban furiosos en los desiertos, más allá del Jordán. En Egipto crecía la agitación. De modo que todo el Medio Oriente presentaba un cuadro de lo más melancólico y alarmante.

Para solucionar estas nuevas responsabilidades creé un nuevo departamento del Colonial Office. Media docena de hombres de probada capacidad, algunos del India Office y otros que habían servido en Irak y Palestina durante la guerra, formaban su núcleo. Resolví incluir a Lawrence entre ellos, si lograba persuadirlo. Todos los demás lo conocían bien y varios de ellos habían luchado a su lado o bajo sus órdenes. Cuando les comuniqué mi proyecto todos se mostraron estupefactos. "¡Demonios! ¿Quiere usted ponerle un freno a ese potro salvaje del desierto?" Tal fue la reacción, sugerida no por una envidia mezquina o por una subestimación de la capacidad de Lawrence, sino por la sincera convicción de que en su estado de ánimo y con su temperamento nunca sería capaz de sujetarse a la rutina de una oficina pública. Sin embargo, persistí. Se ofreció un puesto importante a Lawrence y ante la sorpresa de muchos —aunque no completamente ante la mía— aceptó de inmediato.

No es éste el lugar para detallar los intrincados y abstrusos problemas que debíamos encarar. El esbozo más rápido bastará.

Los asuntos debían manejarse en su propio escenario. Por consiguiente concerté una conferencia en El Cairo a la que prácticamente estaban convocados todos los expertos y autoridades del Medio Oriente. Acompañado por Lawrence, Young y Trenchard, del Ministerio del Aire, partí hacia El Cairo. Allí y en Palestina permanecimos casi un mes. Sometimos al Gabinete las propuestas de mayor importancia. En primer término, repararíamos el daño hecho a los árabes y a la Casa de los Jefes de la Meca elevando a Feisal como rey en el trono de Irak y confiando al emir Abdulla el gobierno de Transjordania. En segundo término, retiraríamos prácticamente todas las tropas de Irak y confiaríamos su defensa a la Royal Air Force.

En tercer término, llegamos a un acuerdo en las dificultades más inmediatas entre judíos y árabes en Palestina, como base para el futuro. Las dos primeras propuestas suscitaron una tremenda oposición. El gobierno francés reaccionó violentamente ante el favor concedido al emir Feisal, considerado como un rebelde vencido; el Departamento de Guerra británico se mostró disgustado por el retiro de las tropas y predijo matanzas y desastres. Pero yo había comprobado para entonces que cuando Trenchard tenía el propósito de hacer algo solía llevarlo a cabo.

Fue preciso un año de la administración más difícil y azarosa para poner en práctica lo que habíamos resuelto tan de prisa. Ésta fue la etapa de la vida de Lawrence en que trabajó como empleado civil. Todos estaban asombrados por su serenidad y su comportamiento lleno de tacto. Su paciencia y su buena disposición para trabajar junto a otras personas sorprendían a quienes lo conocían más de cerca. Tremendas confabulaciones debieron suscitarse entre esos expertos, y en ocasiones la tensión ha de haber sido extrema. Pero en lo que a mí respecta, siempre recibí una opinión unánime de los dos o tres hombres más irreprochables con que mi fortuna me permitió trabajar.

Sería injusto atribuir únicamente a Lawrence el gran éxito logrado por la nueva política. Lo asombroso es que fuera capaz de domeñar su personalidad, de inclinar su imperiosa voluntad y compartir su experiencia en el esfuerzo común. Ésta es una prueba de la grandeza de su carácter y la versatilidad de su genio. Entrevió la esperanza de cumplir en gran parte las promesas que había hecho a los jefes árabes y de restablecer en cierta medida la paz en esas vastas regiones. Ese afán lo hizo capaz de convertirse en un chato funcionario, si me atrevo a emplear el término. Su esfuerzo no fue inútil. Sus propósitos se impusieron.

A fines de ese año las cosas empezaron a mejorar. Todas nuestras medidas se cumplieron, una tras otra. El ejército fue retirado de Irak; la Air Force se instaló en un recodo del Éufrates; Bagdad aclamó a Feisal como rey; Abdulla se estableció lealmente y cómodamente en Transjordania.

Un día dije a Lawrence: "¿Qué le gustaría hacer cuando todo esto quede solucionado? Los empleos más altos lo aguardan si tiene usted la intención de seguir con su nueva carrera en el Colonial Service". Sonrió con su dulce, radiante, enigmática sonrisa y contestó:

''Dentro de muy pocos meses habrá terminado mi trabajo aquí. La tarea está hecha, y habrá de perdurar".

—Pero ¿qué será de usted?

—Todo lo que verá usted de mí es una nubecilla de polvo en el horizonte.

Cumplió su palabra. Por esa época debía de estar sin recursos. Su sueldo era de mil doscientas libras anuales; los cargos de gobernador y las altas jefaturas estaban por entonces en mi mano. Nada lo atrajo. Como último recurso lo envié a Transjordania, donde habían surgido dificultades imprevistas. Tenía plenos poderes. Los empleó con su proverbial energía. Despidió a oficiales. Usó la fuerza. Restableció la tranquilidad total. Todos quedaron complacidos por el éxito de su misión; pero nada lo persuadió para que continuara. Con tristeza vi "la nubecilla de polvo" desvaneciéndose en el horizonte. Varios años pasaron antes de que volviéramos a encontrarnos.

Me he detenido en esta parte de sus actividades porque en una carta recientemente publicada el propio Lawrence le asigna una importancia mayor a la de sus hazañas durante la guerra. Pero ése no es un juicio exacto.

El episodio siguiente de su vida fue la redacción, la impresión, la encuadernación y la publicación de su libro Los Siete Pilares. Supimos que estaba entregado a esa labor y que algunas personas a quienes consideraba dignas de tal honor estaban invitadas a suscribirse por la suma de treinta libras el ejemplar. Acepté con gusto. En el ejemplar que por fin recibí escribió una dedicatoria que aprecio mucho. Se negó a permitirme que pagara el libro. Yo me lo merecía, según dijo.

Como relato de guerra y aventuras, como presentación de todo lo que significan los árabes para el mundo, Los Siete Pilares es insuperable. Figura entre los libros más grandes que se han escrito en lengua inglesa.

En principio, la estructura del relato es simple. Los ejércitos turcos dependían del ferrocarril del desierto. Esas delgadas vías de acero corrían a través de centenares de millas de quemante desierto. Si esas vías eran constantemente destruidas, perecerían los ejércitos turcos, con la subsiguiente derrota turca y la caída del tremendo poder teutónico, que aullaba su odio a través de los diez mil cañones apostados en las llanuras de Flandes. Ése era el talón de Aquiles y contra él dirigió ese hombre de menos de treinta años sus audaces, desesperados, románticos asaltos. Supimos de ellos en numerosa sucesión: largas, penosas incursiones en camello a través de tierras agostadas por el sol. La infinita desolación de la naturaleza espanta al viajero. En camión o en aeroplano podemos inspeccionar esas temibles soledades, sus arenas sin límites, sus rocas calcinadas y azotadas por los vientos, las gargantas montañosas de una luna roja y ardiente. Esos fueron los yermos que, con privaciones infinitas, atravesaron hombres cabalgando camellos y acarreando dinamita para destruir puentes ferroviarios y para ganar la guerra y, como entonces lo esperábamos, liberar el mundo.

No hay en el libro efectos de masas. Todo es intenso, individual, consciente. Y eso en condiciones que parecerían acabar con la existencia humana. Y por encima de todo, un propósito, un espíritu, una fuerza de voluntad. Una gesta, un prodigio, un relato de tormentos, y en su corazón... un Hombre.

Es interesante preguntarse qué habría sido de Lawrence si la Guerra Mundial hubiese continuado un año más. En Oriente las noticias, cuando son escasas, se difunden con rapidez. La fama de este hombre se extendía a través de Asia. Nada era imposible. Habría llegado a Constantinopla en 1919, con la mayoría de las razas y tribus de Asia Menor y Arabia tras de sí. Ya estaba en estrechas negociaciones con Mustafá Kemal. El sueño del joven Napoleón de conquistar Oriente, frustrado por el poder marítimo de Inglaterra y por Abercrombie en Acre —el "grano de arena"—, pudo cumplirse por obra de un hombre en que son notorias las cualidades de que están hechos los conquistadores del mundo. Pero el enemigo se desplomó. Sonaron las campanas del armisticio. Las grandes decisiones se interrumpieron. El horrible diluvio se apaciguó. Lawrence fue como un monstruo prehistórico arrastrado por la marea tierra adentro, donde quedó extrañamente varado al retirarse las aguas.

El resto de su vida puede abreviarse. Su orgullo y muchas de sus virtudes eran sobrehumanos. Era uno de esos seres cuya marcha por la vida es más rápida e intensa que lo normal. Así como un avión sólo puede volar merced a su velocidad y a su presión contra el aire, él sólo podía volar en un huracán. No guardaba armonía con lo normal y cuando se detenía el viento del temporal le era difícil encontrar una razón para existir. De haber sido un hombre religioso, el monasterio habría sido su refugio en una época religiosa. Pero una tarea más ardua le estaba reservada. La encontró en la Royal Air Force.

Cuando Clemenceau, anciano ya, regresó de la India, los periodistas le preguntaron: "¿Qué hará usted ahora?" Clemenceau respondió: "Viviré hasta morir". Ése fue el caso de Lawrence. Durante doce años trabajó como mecánico aviador. Su oscuro y valeroso trabajo, los buenos muchachos, camaradas ingleses de corazón abierto, el funcionamiento de los motores de avión, el diseño de los hidroaviones... ésa fue su vida. En una de las raras ocasiones en que lo vi le reproché que escondiera su talento cuando más lo necesitaba el Imperio. Me respondió que estaba dando un ejemplo y que nada en la vida es más importante que ser un buen mecánico aviador. Ciertamente lo era. Pero ¡cuántas otras cosas era al propio tiempo!

Su ascendiente sobre la imaginación del mundo actual se debió a su indiferencia por todos los halagos que la naturaleza ofrece a la multitud de sus criaturas. Él podía sentir más intensamente las angustias de la naturaleza. Sus galardones no lo seducían. Hogar, dinero, comodidad, fama, el poder mismo, poco o nada significaban para él. El mundo moderno no tenía medios para gravitar sobre él con el más leve influjo. Solitario, austero, inexorable, se movía en un plano distinto del nuestro, superior a nuestra condición común. La existencia no era para él más que un deber, pero un deber que debía cumplirse con absoluta lealtad.

Con Lawrence sólo pude hablar entre largos intervalos. Pero me sentía bajo su fascinación y me consideraba su amigo. A veces paraba su motocicleta frente a mi casa y entonces yo tenía que darme mucha prisa para matar el ternero cebado. Otras veces se detenía, pero en seguida salía disparando por miedo de importuna... donde siempre era bienvenido.

La última vez que pasó por mi casa fue pocas semanas antes de morir. ¡Andaba en bicicleta! Me dijo que estaba a punto de privarse de su motocicleta. No podía permitirse tales lujos. Le recordé que había tenido a su alcance la bolsa de Fortunato. Sólo hubiese debido extender la mano. Pero sacudió la cabeza desdeñosamente. Cosas como una motocicleta estaban más allá de sus medios... ¡Ay, no persistió en su decisión!

Considero a Lawrence uno de los seres más grandes que hayan vivido en nuestro tiempo. No conozco a nadie que pueda comparársele.

Y me temo que por más que lo necesitemos nunca encontraremos quien se le compare. El rey Jorge V escribió al hermano de Lawrence: "Su nombre vivirá en la historia". Es cierto. Vivirá en las letras inglesas; vivirá en los anales de la guerra; vivirá en las tradiciones de la Royal Air Force y en las leyendas de Arabia.

SIR WINSTON CHURCHILL 

Traducción de ENRIQUE PEZZONI

Revista Sur nº 235, Buenos Aires julio-agosto de 1955 

 


T.E. LAWRENCE

 

I did not meet Lawrence till after the First World War was over. It was in the spring of 1919, when the Peace-makers, or at any rate the Treaty-makers, were gathered in Paris and all England was in the ferment of the aftermath. So great had been the pressure in the War, so vast its scale, so dominating the great battles in France, that I had only been dimly conscious of the part played in Allenby’s campaigns by the Arab revolt in the desert. But now someone said to me: “You ought to meet this wonderful young man. His exploits are an epic.” So Lawrence came to luncheon.

Usually at this time in London or Paris he wore his Arab dress in order to identify himself with the interests of the Emir Feisal and with the Arabian claims then under harsh debate. On this occasion, however, he wore plain clothes, and looked at first sight like one of the many clean-cut young officers who had gained high rank and distinction in the struggle. We were men only and the conversation was general, but presently someone rather mischievously told the story of his behavior at an Investiture some weeks before.

The impression I received was that he had refused to accept the decorations which the King was about to confer on him at an official ceremony. I was Secretary of State for War, so I said at once that his conduct was most wrong, not fair to the King as a gentleman and grossly disrespectful to him as a sovereign. Any man might refuse a title or a decoration, any man might in refusing state the reasons of principle which led to his action, but to choose the occasion when His Majesty in pursuance of his constitutional duty was actually about to perform the gracious act of personally investing him, as the occasion for making a political demonstration, was monstrous. As he was my guest I could not say more, but in my official position I could not say less.

It is only recently that I have learned the true facts. The refusal did in fact take place, but not at the public ceremonial. The King received Lawrence in order to have a talk with him. At the same time His Majesty thought it would be convenient to give him the Commandership of the Bath and the Distinguished Service Order to which he had already been gazetted. When the King was about to bestow the Insignia, Lawrence begged that he might be allowed to refuse them. The King and Lawrence were alone at the time.

Whether or not Lawrence saw I had misunderstood the incident, he made no effort to minimize it or to excuse himself. He accepted the rebuke with good humour. This was the only way in his power, he said, of rousing the highest authorities in the State to a realization of the fact that the honour of Great Britain was at stake in the faithful treatment of the Arabs and that their betrayal to the Syrian demands of France would be an indelible blot on our history. The King himself should be made aware of what was being done in his name, and he knew no other way. I said that this was no defence at all for the method adopted, and then turned the conversation into other and more agreeable channels.

But I must admit that this episode made me anxious to learn more about what had actually happened in the desert war, and opened my eyes to the passions which were seething in Arab bosoms. I called for reports and pondered them. I talked to the Prime Minister about it. He said that the French meant to have Syria and rule it from Damascus, and that nothing would turn them from it. The Sykes-Picot Agreement, which we had made during the War, had greatly confused the issue of principle, and only the Peace Conference could decide conflicting claims and pledges. This was unanswerable.

I did not see Lawrence again for some weeks. It was, if my memory serves me right, in Paris. He wore his Arab robes, and the full magnificence of his countenance revealed itself. The gravity of his demeanor; the precision of his opinions; the range and quality of his conversation; all seemed enhanced to a remarkable degree by the splendid Arab head-dress and garb. From amid the flowing draperies his noble features, his perfectly-chiseled lips and flashing eyes loaded with fire and comprehension shone forth. He looked what he was, one of Nature’s greatest princes. We got on much better this time, and I began to form that impression of his strength and quality which since has never left me. Whether he wore the prosaic clothes of English daily life or afterwards in the uniform of an Air Force mechanic, I always saw him henceforward as he appears in Augustus John’s brilliant pencil sketch.

I began to hear much more about him from friends who had fought under his command, and indeed there was endless talk about him in every circle, military, diplomatic and academic. It appeared that he was a savant as well as a soldier: an archaeologist as well as a man of action: a brilliant scholar as well as an Arab partisan.

It soon became evident that his cause was not going well in Paris. He accompanied Feisal everywhere as friend and interpreter. Well did he interpret him. He scorned his English connections and all question of his own career compared to what he regarded as his duty to the Arabs. He clashed with the French. He faced Clemenceau in long and repeated controversies. Here was a foeman worthy of his steel. The old Tiger had a face as fierce as Lawrence’s, an eye as unfailing and a will-power well matched. Clemenceau had a deep feeling for the East; he loved a paladin, admired Lawrence’s exploits and recognized his genius. But the French sentiment about Syria was a hundred years old. The idea that France, bled white in the trenches of Flanders, should emerge from the Great War without her share of conquered territories was insupportable to him, and would never have been tolerated by his countrymen.

Everyone knows what followed. After long and bitter controversies both in Paris and in the East, the Peace Conference assigned the mandate for Syria to France. When the Arabs resisted this by force, the French troops threw the Emir Feisal out of Damascus after a fight in which some of the bravest of the Arab chiefs were killed. They settled down in the occupation of this splendid province, repressed the subsequent revolts with the utmost sternness, and rule there to this day by the aid of a very large army. [Written in 1935.]

I did not see Lawrence while all this was going on, and indeed when so many things were crashing in the postwar world the treatment of the Arabs did not seem exceptional. But when from time to time my mind turned to the subject I realized how intense his emotions must be. He simply did not know what to do. He turned this way and that in desperation, and in disgust of life. In his published writings he has declared that all personal ambition had died within him before he entered Damascus in triumph in the closing phase of the War. But I am sure that the ordeal of watching the helplessness of his Arab friends to whom he had pledged his word, and as he conceived it the word of Britain, maltreated in this manner, must have been the main cause which decided his eventual renunciation of all power in great affairs. His highlywrought nature had been subjected to the most extraordinary strains during the War, but then his spirit had sustained it. Now it was the spirit that was injured.

In the spring of 1921 I was sent to the Colonial Office to take over our business in the Middle East and bring matters into some kind of order. At that time we had recently suppressed a most dangerous and bloody rebellion in Iraq, and upwards of forty thousand troops at a cost of thirty million pounds a year were required to preserve order. This could not go on. In Palestine the strife between the Arabs and the Jews threatened at any moment to take the form of actual violence. The Arab chieftains, driven out of Syria with many of their followers— all of them our late allies—lurked furious in the deserts beyond the Jordan. Egypt was in ferment. Thus the whole of the Middle East presented a most melancholy and alarming picture. I formed a new department of the Colonial Office to discharge these new responsibilities.

Half a dozen very able men from the India Office and from those who had served in Iraq and Palestine during the war formed the nucleus. I resolved to add Lawrence to their number, if he could be persuaded. They all knew him well, and several had served with or under him in the field. When I broached this project to them, they were frankly aghast—”What! wilt thou bridle the wild ass of the desert?” Such was the attitude, dictated by no small jealousy or undervaluing of Lawrence’s qualities, but from a sincere conviction that in his mood and with his temperament he could never work at the routine of a public office.

However, I persisted. An important post was offered to Lawrence, and to the surprise of most people, though not altogether to mine, he accepted at once. This is not the place to enter upon the details of the tangled and thorny problems we had to settle. The barest outline will suffice. It was necessary to handle the matter on the spot. I therefore convened a conference at Cairo to which practically all the experts and authorities of the Middle East were summoned. Accompanied by Lawrence, Hubert Young, and Trenchard from the Air Ministry, I set out for Cairo. We stayed there and in Palestine for about a month. We submitted the following main proposals to the Cabinet: First, we would repair the injury done to the Arabs and to the House of the Sherifs of Mecca by placing the Emir Feisal upon the throne of Iraq as King, and by entrusting the Emir Abdullah with the government of Trans-Jordania. Secondly, we would remove practically all the troops from Iraq and entrust its defense to the Royal Air Force. Thirdly, we suggested an adjustment of the immediate difficulties between the Jews and Arabs in Palestine which would serve as a foundation for the future.

Tremendous opposition was aroused against the first two proposals. The French Government deeply resented the favour shown to the Emir Feisal, whom they regarded as a defeated rebel. The British War Office was shocked at the removal of the troops, and predicted carnage and ruin. I had, however, already noticed that when Trenchard undertook to do anything particular, he usually carried it through. Our proposals were accepted, but it required a year of most difficult and anxious administration to give effect to what had been so speedily decided.

Lawrence’s term as a Civil Servant was a unique phase in his life. Everyone was astonished by his calm and tactful demeanor. His patience and readiness to work with others amazed those who knew him best. Tremendous confabulations must have taken place among these experts, and tension at times must have been extreme. But so far as I was concerned, I received always united advice from two or three of the very best men it has ever been my fortune to work with. It would not be just to assign the whole credit for the great success which the new policy secured to Lawrence alone. The wonder was that he was able to sink his personality, to bend his imperious will and pool his knowledge in the common stock. Here is one of the proofs of the greatness of his character and the versatility of his genius. He saw the hope of redeeming in a large measure the promises he had made to the Arab chiefs and of re-establishing a tolerable measure of peace in those wide regions. In that cause he was capable of becoming—I hazard the word—a humdrum official. The effort was not in vain. His purposes prevailed.

Towards the end of the year things began to go better. All our measures were implemented one by one. The Army left Iraq, the Air Force was installed in a loop of the Euphrates, Baghdad acclaimed Feisal as King, Abdullah settled down loyally and comfortably in Trans-Jordania. One day I said to Lawrence: “What would you like to do when all this is smoothed out? The greatest employments are open to you if you care to pursue your new career in the Colonial Service.” He smiled his bland, beaming, cryptic smile, and said: “In a very few months my work here will be finished. The job is done, and it will last.”—”But what about you?”—”All you will see of me is a small cloud of dust on the horizon.”

He kept his word. At that time he was, I believe, almost without resources. His salary was £1,200 a year, and governorships and great commands were then at my disposal. Nothing availed. As a last resort I sent him out to Trans-Jordania where sudden difficulties had arisen. He had plenary powers. He wielded them with his old vigour. He removed officers. He used force. He restored complete tranquillity. Everyone was delighted with the success of his mission, but nothing would persuade him to continue. It was with sadness that I saw “the small cloud of dust” vanishing on the horizon. It was several years before we met again. I dwell upon this part of his activities because in a letter recently published he assigns to it an importance greater than his deeds in war. But this is not true judgment.

The next episode was the writing, the printing, the binding and the publication of his book, Seven Pillars of Wisdom. This is perhaps the point at which to deal with this treasure of English literature. As a narrative of war and adventure, as a portrayal of all that the Arabs mean to the world, it is unsurpassed. It ranks with the greatest books ever written in the English language. If Lawrence had never done anything except write this book as a mere work of the imagination his fame would last —to quote Macaulay’s hackneyed phrase— "as long as the English language is spoken in any quarter of the globe.” The Pilgrim’s Progress, Robinson Crusoe, Gulliver’s Travels are dear to British homes. Here is a tale originally their equal in interest and charm. But it is fact, not fiction. The author was also the commander. Caesar’s Commentaries deal with larger numbers, but in Lawrence’s story nothing that has ever happened in the sphere of war and empire is lacking. When most of the vast literature of the Great War has been sifted and superseded by the epitomes, commentaries and histories of future generations, when the complicated and infinitely costly operations of its ponderous armies are the concern only of the military student, when our struggles are viewed in a fading perspective and a truer proportion, Lawrence’s tale of the revolt in the desert will gleam with immortal fire.

We heard that he was engaged upon this work and that a certain number of those whom he regarded as worthy of the honor were invited to subscribe £30 for a copy. I gladly did so. In the copy which eventually reached me he wrote at an interval of eleven years two inscriptions which I greatly value, though much has changed since then, and they went far beyond the truth at the time. He refused to allow me to pay for the book. I had deserved it he said.

In principle the structure of the story is simple. The Turkish armies operating against Egypt depended upon the desert railway. This slender steel track ran through hundreds of miles of blistering desert. If it were permanently cut the Turkish armies must perish: the ruin of Turkey must follow, and with it the downfall of the mighty Teutonic power which hurled its hate from ten thousand cannons on the plains of Flanders. Here was the Achilles heel, and it was upon this that this man in his twenties directed his audacious, desperate, romantic assaults. We read of them in numerous succession. Grim camel-rides through sun-scorched, blasted lands, where the extreme desolation of nature appalls the traveler. With a motor-car or airplane we may now inspect these forbidding solitudes, their endless sands, the hot savage wind-whipped rocks, the mountain gorges of a red-hot moon. Through these with infinite privation men on camels with shattering toil carried dynamite to destroy railway bridges and win the war, and, as we then hoped, free the world.

Here we see Lawrence the soldier. Not only the soldier but the statesman: rousing the fierce peoples of the desert, penetrating the mysteries of their thought, leading them to the selected points of action and as often as not firing the mine himself. Detailed accounts are given of ferocious battles with thousands of men and little quarter fought under his command on these lava landscapes of hell. There are no mass-effects. All is intense, individual, sentient—and yet cast in conditions which seemed to forbid human existence. Through all, one mind, one soul, one will-power. An epic, a prodigy, a tale of torment, and in the heart of it —a Man.

The impression of the personality of Lawrence remains living and vivid upon the minds of his friends, and the sense of his loss is in no way dimmed among his countrymen. All feel the poorer that he has gone from us. In these days dangers and difficulties gather upon Britain and her Empire, and we are also conscious of a lack of outstanding figures with which to overcome them. Here was a man in whom there existed not only an immense capacity for service, but that touch of genius which everyone recognizes and no one can define. Alike in his great period of adventure and command or in these later years of self-suppression and self-imposed eclipse, he always reigned over those with whom he came in contact. They felt themselves in the presence of an extraordinary being. They felt that his latent reserves of force and will-power were beyond measurement. If he roused himself to action, who should say what crisis he could not surmount or quell? If things were going very badly, how glad one would be to see him come round the corner.

Part of the secret of this stimulating ascendancy lay of course in his disdain for most of the prizes, the pleasures and comforts of life. The world naturally looks with some awe upon a man who appears unconcernedly indifferent to home, money, comfort, rank, or even power and fame. The world feels, not without a certain apprehension, that here is someone outside its jurisdiction; someone before whom its allurements may be spread in vain; someone strangely enfranchised, untamed, untrammeled by convention, moving independently of the ordinary currents of human action; a being readily capable of violent revolt or supreme sacrifice, a man, solitary, austere, to whom existence is no more than a duty, yet a duty to be faithfully discharged. He was indeed a dweller upon the mountain tops where the air is cold, crisp and rarefied, and where the view on clear days commands all the Kingdoms of the world and the glory of them.

Lawrence was one of those beings whose pace of life was faster and more intense than the ordinary. Just as an airplane only flies by its speed and pressure against the air, so he flew best and easiest in the hurricane. He was not in complete harmony with the normal. The fury of the Great War raised the pitch of life to the Lawrence standard. The multitudes were swept forward till their pace was the same as his. In this heroic period he found himself in perfect relation both to men and events.

I have often wondered what would have happened to Lawrence if the Great War had continued for several more years. His fame was spreading fast and with the momentum of the fabulous throughout Asia. The earth trembled with the wrath of the warring nations. All the metals were molten. Everything was in motion. No one could say what was impossible. Lawrence might have realized Napoleon’s young dream of conquering the East; he might have arrived at Constantinople in 1919 or 1920 with many of the tribes and races of Asia Minor and Arabia at his back. But the storm wind ceased as suddenly as it had arisen. The skies became clear; the bells of Armistice rang out. Mankind returned with indescribable relief to its long-interrupted, fondly-cherished ordinary life, and Lawrence was left once more moving alone on a different plane and at a different speed.

When his literary masterpiece was written, lost and written again; when every illustration had been profoundly considered and every incident of typography and paragraphing settled with meticulous care; when Lawrence on his bicycle had carried the precious volumes to the few —the very few he deemed worthy to read them— happily he found another task to his hands which cheered and comforted his soul. He saw as clearly as anyone the vision of air power and all that it would mean in traffic and war.

He found in the life of an aircraftsman that balm of peace and equipoise which no great station or command could have bestowed upon him. He felt that in living the life of a private in the Royal Air Force he would dignify that honorable calling and help to attract all that is keenest in our youthful manhood to the sphere where it is most urgently needed. For this service and example, to which he devoted the last twelve years of his life, we owe him a separate debt. It was in itself a princely gift.

Lawrence had a full measure of the versatility of genius. He held one of those master keys which unlock the doors of many kinds of treasure-houses. He was a savant as well as a soldier. He was an archaeologist as well as a man of action. He was an accomplished scholar as well as an Arab partisan. He was a mechanic as well as a philosopher. His background of sombre experience and reflection only seemed to set forth more brightly the charm and gaiety of his companionship, and the generous majesty of his nature.

Those who knew him best miss him most; but our country misses him most of all; and misses him most of all now. For this is a time when the great problems upon which his thought and work had so long centred, problems of aerial defence, problems of our relations with the Arab peoples, fill an ever larger space in our affairs. For all his reiterated renunciations I always felt that he was a man who held himself ready for a new call. While Lawrence lived, one always felt—I certainly felt it strongly—that some overpowering need would draw him from the modest path he chose to tread and set him once again in full action at the center of memorable events.

It was not to be. The summons which reached him, and for which he was equally prepared, was of a different order. It came as he would have wished it, swift and sudden on the wings of Speed. He had reached the last leap in his gallant course through life.

All is over! Fleet career,
Dash of greyhound slipping thongs,
Flight of falcon, bound of deer,
Mad hoof-thunder in our rear,
Cold air rushing up our lungs,
Din of many tongues.

King George the Fifth wrote to Lawrence’s brother, “His name will live in history.” That is true. It will live in English letters; it will live in the traditions of the Royal Air Force; it will live in the annals of war and in the legends of Arabia.