viernes, 4 de diciembre de 2020

Luc-Olivier d'Algange: Volvamos a leer a Donoso Cortés

 

VOLVAMOS A LEER A DONOSO CORTÉS

 

Lo estupendo y monstruoso de todos estos errores sociales  proviene de lo estupendo de los errores religiosos en que tienen su  explicación y su origen”.

Donoso Cortés - Carta al cardenal Fornari.

 

Para Donoso Cortés, no hay error político que no sea primero un error religioso y metafísico. Lo que nos lleva a la errancia, lo que nos aleja de nosotros mismos, lo que nos invita a la negación, al desastre, a la calumnia, a la mentira, a la derrota y a la estupidez, es siempre lo que nos aleja de Dios, es decir, del silencio.

Ese silencio es un poco misterioso. Es aquello de lo que procede la palabra, esa delgada punta donde la palabra se libera del parloteo; espacio infinito donde la palabra vuelve al olvido. Es tan vano rebelarse contra el lenguaje humano como creer en su omnipotencia. “La primera forma de salir de la mentira, escribe Philippe Barthelet, —y  la más ofensiva, porque es en realidad una guerra interna, una guerra santa que debemos librar, es permanecer en silencio. El orden gramatical es aquí el reflejo invertido del orden ontológico, ya que es verdaderamente el silencio el que nos hace; y es el silencio el que nos hace hablar, verdaderamente, según la verdad, y toda palabra verdadera es literalmente superflua, fluye desde el exterior, se desborda, sólo está allí para confirmar”.

La Carta al Cardenal Fornari refuta ese primer y fatal error moderno que consiste en pensar que la Religión, la Política y la Filosofía son dominios separados, autónomos, que andarían vagando por mundos imponderables con sus ocupaciones respectivas tan impermeables entre sí como las especialidades universitarias, con su jerga, sus fines particulares e insólitos. Para Donoso Cortés, no sólo la Religión no está ausente de la política o de la filosofía, sino que éstas son siempre religiosas, ordenándose el orden gramatical al orden ontológico, incluso y sobre todo cuando se esfuerzan por negar o derrotar la Religión.

 

UN AUTOR SIEMPRE ACTUAL

 

Las ideas de conjunto de Donoso Cortés se cuentan entre ésas, muy escasas, que se vuelven más relevantes a medida que el tiempo nos aleja de su formulación. Mejor que en 1848, por ejemplo, cuando pronunció su Discurso sobre la Dictadura, podemos verificar y profundizar su pensamiento, y tomar la medida del titánico error religioso que es el materialismo, esa adoración de la fisis, de la que surgieron la democracia, como dictadura del número, y las diversas formas de totalitarismo, como cumplimiento de la “promesa” democrática en la utopía de una socialización extrema, fusional, de las relaciones humanas, donde ni la razón ni los principios tienen ya cabida. “Se podría constatar —escribió René Guénon—, de un modo muy general, que la aparición de doctrinas naturalistas o anti metafísicas se produce cuando el elemento que representa el poder temporal llega a predominar, en una civilización, sobre el que representa la autoridad espiritual”.

“A partir de ahora, ningún alemán estará solo”, esta frase, pronunciada por Hitler cuando tomó el poder gracias a las urnas, le pareció a Henry de Montherlant la más aterradora de todas bajo la apariencia de un buen sentimiento anodino. Terrible frase, de hecho, que revela la voluntad de establecer un mundo del que la soledad, la contemplación, la distancia y el silencio, y las profundas razones del silencio, serían desterradas en nombre de la “voluntad común”, de una adoración panteísta de la naturaleza. Ahora bien, ¿qué nos dice Donoso Cortés en su Carta al cardenal Fornari?  “La razón es aristocrática mientras que la voluntad es democrática”.

El totalitarismo es el cumplimiento, la realización de ese error religioso que constituye la democracia, en tanto que socialización extrema, exasperada, de las relaciones humanas. El culto a la materia y el odio a la forma, la adoración de la fusión inmanente y el odio de la distinción, la coronación de la voluntad y la excomunión de la razón como instrumento de conocimiento metafísico: éstas son las consecuencias de ese error religioso que querría hacerse pasar por una verdad anticlerical —pero a esa desastrosa e inhumana corriente río abajo corresponde una corriente río arriba que no es inútil intentar analizar sirviéndonos del método mismo de Donoso Cortés.

 

LA MATERIA NO EXISTE

 

En efecto, la “materia”, tal como la conciben los materialistas, no existe. Es esa abstracción “urubórica” total, con la que el comunismo hará su mística. Para el materialista, sea ingenuo o no, “todo es materia”. Es decir que para él la materia es el otro nombre del “todo”. Nada existe fuera de ella y todo lo que procede de ella, el lenguaje, la forma, sigue estando englobado en ella, o devorado por ella, como la filiación de Cronos.

Ese “todo” que no está en ninguna parte no es un invento nuevo: es el panteísmo: “Por lo que hace al comunismo —escribe Donoso Cortés—, me parece evidente su procedencia de las herejías panteístas, y de todas las otras con ellas emparentadas. Cuando todo es Dios y Dios es todo, Dios es, sobre todo, democracia y muchedumbre: los individuos, átomos divinos y nada más, salen del todo que perpetuamente los engendra, para volver al todo que perpetuamente los absorbe. En este sistema, lo que no es el todo, no es Dios , aunque participe de la divinidad; y lo que no es Dios, no es nada, porque nada hay fuera de Dios, que es todo”.

Los hombres, antes de la instauración de lo políticamente correcto, tenían un nombre para ese relativismo: lo llamaban barbarie. Apelación adecuada que trae a la mente que la barbarie es farfulleo, atentado contra el vocablo y la gramática, deficiencia agresiva del lenguaje, acusación permanente, estrépito y confusión.

El análisis de Donoso Cortés, lejos de ser válido sólo para las sociedades estatales de inspiración marxista, es igualmente válido para todas las sociedades de carácter predominantemente materialista, por muy liberales o “libertarias” que pretendan ser. La palabra “materialismo” en sí misma —porque las palabras, si no lo es el uso que se hace de ellas, son inocentes y no mienten— revela su naturaleza religiosa; se trata, en efecto, del culto de la Magna Mater, la inmanencia deificada convertida en abstracción. Ya que la “materia” del materialista, y ahí es donde el error religioso se manifiesta río abajo, nunca está presente.

En el momento en que escribo estas líneas, la “materia”, tal como la concibe el materialista, está ausente. Por cierto, veo la mesa sobre la que está puesta la hoja de papel, veo por la ventana el árbol despojado de su follaje en el paisaje invernal, veo y percibo una infinidad de cosas que nombro y reconozco por su forma y su uso, pero a “la materia” no la veo ni la percibo, por la sencilla razón de que la materia es algo abstracto en ese “todo” que está en “ningún lugar”, mientras que la forma es algo concreto.

La materia del materialista es ese “todo” ante el cual los hombres deben callar y obedecer, creyendo que se glorifican a sí mismos, mientras que las formas son lo que nos habla por los nombres que les damos, por el uso que hacemos de ellas, por esa conversación infinita entre lo que está dentro de nosotros y lo que está fuera de nosotros de la cual ellas son el principio. La “materia” que quiere ser “todo”, la “materia” que no es una voz en un concierto de voces del alma y del Espíritu, no es nada; y esa “nada” es tanto más despótica cuanto que su única razón de ser es la negación de la razón y del ser. No es de extrañar entonces, y los temores de Donoso Cortés se justifican más allá de todas las pesadillas, que el materialismo haya ampliado, hasta el vértigo, los defectos menores de los errores religiosos que lo precedieron, hasta el punto de dejar a los hombres solos ante la nada de una idolatría celosa.

 

¿EL “PROGRESO ES TAN SÓLO EL PROGRESO DE UN ERROR?

 

Recordamos las primeras frases del admirable ensayo de Miguel de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida: Homo sum; nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple, ni el adjetivo sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo muere—, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.

De la misma manera, la característica de la “materia” del materialista, esa “nada” arrogante que pretende ser “todo”, esa abstracción vengativa, como todas las abstracciones, consistirá en sacarnos de la naturaleza eterna de las formas, para precipitarnos en un mundo sin jerarquía, sin distinciones, sin fervor y sin perdón, un mundo irreal, sostenido únicamente por el frágil patrón de la “moral autónoma”, en un oleaje caótico y desesperante, anterior al Verbo.

Definir el materialismo como un “progreso” en relación con la Teología Medieval, le confiere a la palabra “progreso” un significado particular, que Jean Cocteau intuyó cuando escribió que “el progreso es, quizás, tan sólo el progreso de un error”. Los Modernos repiten de buena gana la fórmula “el error es humano”, olvidando su contrapartida: “pero perseverar en el error es diabólico”. Ahora bien, si el “progreso” es en realidad el progreso de un error, no se puede negar su perseverancia. El progreso sería, entonces, un perseverante error.

Es reavivando la razón contra el racionalismo, es decir, trabajando para recuperar la lógica contra la opinión, que se nos dará una oportunidad para vivir nuestro destino no ya como “el perro muerto arrastrado por la corriente” del que habla León Bloy, sino como hombres libres que suscitan formas precisas cuyo orden define el espacio del pensamiento —y de esa forma superior del pensamiento que es la contemplación.

Puede ser difícil remontar la corriente, pero no imposible, si nos apegamos a la enseñanza de algunos buenos maestros (como Joseph de Maistre, Donoso Cortés o René Guénon); una enseñanza que comienza con el ejercicio aristocrático y metafísico de la razón y la resistencia a la voluntad. “Con el Catolicismo —escribió Donoso Cortés en una carta al editor de El Heraldo, fechada el 15 de abril de 1852— no hay fenómeno que no entre en el orden  jerárquico de los fenómenos , ni cosa que no entre en el orden jerárquico de las cosas. La razón deja de ser el racionalismo (es decir, un fanal que no siendo increado, alumbra sin ser encendido por nadie) para ser la razón, es decir, un maravilloso luminar, que concentra en sí y dilata fuera de sí la luz espléndida del dogma, purísimo reflejo de Dios, que es luz eterna e increada”.

Donoso Cortés nos hace comprender así que no es tarea de la política reformar la metafísica (tentación prometeica que no carece de brillo pero que ignora la relación entre el efecto y la causa, y la flecha del tiempo —ya que la consecuencia no puede actuar sobre la causa) sino que la metafísica tiene que lograr una “refundación” y, por así decir, una justificación de lo político. Así como no hay una moral autónoma, puesto que la heteronomía es la condición de toda moral que no es únicamente la constatación de un estado de hecho, no puede haber política digna de ese nombre que no esté legitimada por una exigencia superior tanto a la del bien común como a la del “bien individual”. Ni lo “común” ni lo “individual”, ni su compromiso son suficientes: son sólo retiradas, incluso un toque de retreta, como se diría de un ejército derrotado, ante una verdad más exigente de lo que la “naturaleza” o la “materia” pueden admitir.

 

EL ÚNICO DERECHO POSIBLE ES EL DERECHO DIVINO

 

Ernst Jünger distingue acertadamente entre “Einzelne” y “individuum”, es decir, el individuo como único y el individuo como unidad intercambiable. “Einzelne” se refiere al individuo caracterizado, que se diferencia de los demás por el conjunto de tradiciones, afiliaciones, recuerdos, audacias y por su libertad conquistada, mientras que “individuum” se refiere a lo que es equivalente, igual, desprovisto de toda realidad tradicional. “Einzelne” es el Único, pero ese único lleva dentro de sí una multiplicidad de posibilidades, mientras que el “individuum” está solo, pero dentro de una multiplicidad de “similares” extraños los unos a los otros. El “Einzelne” pertenece al reino de la forma, lo que presupone una relación con otras formas, mientras que el “individuum” pertenece al reino de la materia, tan abstracta y ausente de la realidad humana como la materia es abstracta y está ausente del mundo. El “Einzelne” cree en sus deberes tanto como el “individuum” cree en derechos.

Donoso Cortés, asimismo, como lo harán Jünger o Bernanos después de él, no les da la razón ni a un liberalismo que se basaría sólo en individuos desarraigados, indiferenciados, iguales en derechos pero rivales en negocios, ni al comunismo; apareciéndole ambos como una renuncia a la soberanía, un sometimiento a ese error religioso panteísta, a esa manía de socialización extrema de las relaciones humanas que prohíbe cualquier progreso interior, o incluso, a más o menos largo plazo, cualquier uso de la razón y del discurso (basta, desgraciadamente, para convencerse de ello  con escuchar a nuestros jóvenes, a nuestros periodistas, incluso a nuestros “intelectuales”): “Por lo que hace al parlamentarismo , al liberalismo y al racionalismo, escribe Donoso Cortés, creo, del primero, que es la negación del gobierno; del segundo, que es la negación de la libertad; y del tercero, que es la afirmación de la locura”.

La ley para Donoso Cortés sólo puede ser divina. El hecho de que la ley sea divina es una idea que, en principio, le parecerá escandalosa al mundo moderno, aunque consienta en todas las usurpaciones, en todos los retoques legales, en todas las instrumentalizaciones del derecho, siempre y cuando los derechos sean “humanos”. Los más lúcidos o los más cínicos reconocen en la ley la consagración de un equilibrio de fuerzas, la legitimación de una voluntad, sin ver que esa supuesta “liberación del derecho divino” no es otra cosa que una sumisión religiosa a la fuerza, una sacralización de la voluntad común, cuya característica es padecerlo todo y no poder influir en nada.

Lo que distingue a la ley divina de la ley humana no es otra cosa que la perennidad y la universalidad. Para que los hombres no queden librados a los caprichos de sus gustos y rechazos, de sus estados de ánimo, de sus obsesiones cambiantes, deben reconocer una Ley y un Derecho basados en la razón, y no en el racionalismo, en la bondad y la misericordia y no en los “buenos sentimientos”. Nada, en definitiva, se opone verdaderamente a la ley divina, a esa exigencia que tiende a lo universal sin pretender nunca poseerlo en la inmanencia, sino es el relativismo que autoriza todo y cualquier cosa.

Antes del establecimiento de lo políticamente correcto, los hombres tenían un nombre para ese relativismo: lo llamaban barbarie. Palabra adecuada que nos recuerda que la barbarie es farfulleo, atentado contra el vocablo y la gramática, deficiencia agresiva del lenguaje, acusación permanente, estrépito y confusión. Por el contrario, el derecho divino es ese puro silencio donde se refugian la Clemencia y el Perdón.

 

LUC-OLIVIER D’ALGANGE

Relisons Donoso Cortès !

Traducción, con la autorización del autor, de Miguel Ángel Frontán

 

RELISONS DONOSO CORTÈS !

 

    « Ce qu’ont d’extraordinaire et de monstrueux toutes les erreurs sociales, dérive de ce qu’ont d’extraordinaire les erreurs religieuses qui les expliquent et desquelles elles procèdent. » Donoso Cortès

 

Pour Donoso Cortès, il n’est point d’erreur politique qui ne soit d’abord une erreur religieuse et métaphysique. Ce qui nous livre à l’errance, ce qui nous éloigne de nous-mêmes, ce qui nous invite au reniement, au désastre, à la calomnie, au mensonge, à la déroute et à la bêtise, est toujours ce qui nous éloigne de Dieu, c’est à dire du silence.

Ce silence est quelque peu mystérieux. Il est ce dont procède la parole, cette fine pointe où la parole se délivre du bavardage ; espace infini où la parole retourne à l’oubli. Il est aussi vain de s’insurger contre le langage humain que de croire en son omnipotence. «  La première façon de sortir du mensonge, écrit Philippe Barthelet, et la plus offensive – car il s’agit bien d’une guerre intérieure, d’une guerre sainte qu’il nous faut livrer –, est de faire silence. L’ordre grammatical est ici le reflet inversé de l’ordre ontologique, car c’est véritablement le silence qui nous fait ; et c’est le silence qui nous fait parler, véritablement, selon la vérité, et toute parole vraie est à la lettre superflue, elle coule du dehors, déborde, elle n’est là que pour confirmer ».

La Lettre au Cardinal Fornari réfute cette première et fatale erreur moderne qui consiste à penser que la Religion, la politique et la philosophie sont des domaines séparés, autonomes, qui vagueraient en d’impondérables mondes à leurs occupations respectives aussi étanches les unes aux autres que des spécialités universitaires, avec leurs jargons, leurs fins particulières et insolites. Pour Donoso Cortès, non seulement la Religion n’est pas absente de la politique ou de la philosophie mais celles-ci sont toujours religieuses, l’ordre grammatical s’ordonnant à l’ordre ontologique, même et surtout lorsqu’elles s’évertuent à nier ou à défaire la Religion.

 

UN AUTEUR TOUJOURS PLUS ACTUEL

 

Les aperçus de Donoso Cortès sont de ceux, fort rares, qui gagnent en pertinence à mesure que le temps nous éloigne de leur formulation. Mieux qu’en 1848, par exemple, date de son Discours sur la dictature, nous pouvons vérifier et approfondir sa pensée et prendre la mesure de la titanesque erreur religieuse qu’est le matérialisme, cette adoration de la physis, dont sont issus la démocratie, en tant que dictature du nombre, et les diverses formes de totalitarisme, en tant qu’accomplissements de la « promesse » démocratique dans l’utopie d’une socialisation extrême, fusionnelle, des rapports humains, où la raison ni les principes ne tiennent plus aucune place. «  On pourrait constater, d’une façon très générale, écrivait René Guénon, que l’apparition de doctrines naturalistes ou anti-métaphysiques se produit lorsque l’élément qui représente le pouvoir temporel prend, dans une civilisation, la prédominance sur celui qui représente l’autorité spirituelle ».

 « Désormais, plus aucun Allemand ne sera seul », cette phrase prononcée par Hitler à sa prise de pouvoir par les urnes semblait à Henry de Montherlant la plus effrayante qui soit sous l’apparence d’un bon-sentiment anodin. Phrase terrible, en effet, laissant transparaître la volonté d’établir un monde d’où la solitude, la contemplation, la distance, et le silence, et les profondes raisons d’être du silence, seraient bannis au nom de la « volonté commune », d’une adoration panthéiste de la nature. Or, que nous dit Donoso Cortès dans sa Lettre au Cardinal Fornari ? «  La raison est aristocratique alors que la volonté est démocratique ».

Le totalitarisme est l’accomplissement, la réalisation de cette erreur religieuse que constitue la démocratie, en tant que socialisation extrême, outrancière, des rapports humains. Le culte de la matière et la haine de la forme, l’adoration de la fusion immanente et la détestation de la distinction, le sacre de la volonté et l’excommunication de la raison, en tant qu’instrument de connaissance métaphysique : telles sont les conséquences de cette erreur religieuse qui voudrait se faire passer pour une vérité anticléricale, – mais à cet aval désastreux et inhumain correspond un amont dont il n’est pas inutile de tenter l’analyse en usant de la méthode même de Donoso Cortès.

 

LA MATIÈRE N’EXISTE PAS

 

En effet, la « matière » telle que la conçoivent les matérialistes, n’existe pas. Elle est cette abstraction « ourouborique », totale, dont le communisme fera sa mystique. Pour le matérialiste, qu’il soit controuvé ou naïf, « tout est matière ». C’est dire que pour lui la matière est l’autre nom du « tout ». Il n’est rien en dehors d’elle et tout ce qui procède d’elle, le langage, la forme, est encore englobé par elle, ou dévoré, comme la filiation de Chronos.

Ce « partout » qui n’est nulle part n’est donc pas une invention nouvelle : c’est le panthéisme : «  Pour ce qui est du communisme, écrit Donoso Cortès, il me semble évident qu’il procède des hérésies panthéistes et de l’ensemble de celles qui leur sont apparentées. Quand tout est Dieu et que Dieu est tout, Dieu est, d’abord, démocratie et multitude ; les individus, atomes divins et rien de plus, sortent du tout, qui perpétuellement les engendre, pour retourner au tout, qui perpétuellement les absorbe. Dans ce système, ce qui n’est pas le tout n’est pas Dieu, même s’il participe de la divinité ; et ce qui n’est pas Dieu n’est rien, car il n’y a rien en dehors de Dieu, qui est tout. »

    Les hommes, avant que ne s’instaure le politiquement correct, avaient un nom pour ce relativisme, ils le nommaient barbarie. Appellation pertinente rappelant que la barbarie est bredouillement, atteinte portée au vocable et à la grammaire, déficience agressive du langage, accusation permanente, vacarme et confusion.

 L’analyse de Donoso Cortès, loin de valoir seulement pour les sociétés étatiques, d’inspiration marxiste, vaut également pour toutes les sociétés à dominante matérialiste, aussi libérales ou « libertariennes » qu’elles se veuillent. Le mot « matérialisme » lui-même, car les mots, sinon l’usage que l’on en fait, sont innocents et ne mentent pas, divulgue sa nature religieuse ; c’est bien le culte de la « Magna Mater », l’immanence déifiée et devenue abstraction. Car la « matière » du matérialiste, et c’est là où se précise, en amont, l’erreur religieuse, n’est jamais présente.

De ce moment où j’écris ces lignes, la « matière », telle que la conçoit le matérialiste, est absente. Certes, je vois la table sur laquelle est posée la feuille de papier, j’aperçois par la fenêtre l’arbre dépouillé de ses feuillages dans la paysage hivernal, je vois et je perçois un nombre infini de choses que je nomme et que je reconnais par leur forme et leur usage, mais la « matière » je ne la vois ni ne la perçois pour la simple raison que la matière est abstraite dans ce « partout » qui n’est « nulle part », alors que la forme est concrète.

La matière du matérialiste est ce « tout » devant quoi les hommes doivent se taire et obéir, en croyant se glorifier, alors que les formes sont ce qui nous parle par les noms que nous lui donnons, par l’usage que nous en faisons, par cet entretien infini entre ce qui est en nous et en dehors de nous dont elles sont le principe. La « matière » qui veut être « tout », la « matière » qui n’est point une voix dans un concert de voix de l’âme et de l’Esprit, n’est rien ; et ce « rien » est d’autant plus despotique qu’il n’a pour raison d’être que la négation de la raison et de l’être. Rien de bien surprenant alors, et les craintes de Donoso Cortès se trouvent justifiées par-delà tous les cauchemars, à ce que le matérialisme eût agrandi, jusqu’au vertige, les minimes failles des erreurs religieuses antérieures, au point de laisser les hommes seuls face au néant d’une idolâtrie jalouse.

 

LE « PROGRÈS » N’EST-IL QUE LE PROGRÈS D’UNE ERREUR ?

 

On se souvient des premières phrases de l’admirable essai de Miguel de Unamuno, Le Sentiment tragique de la vie : « Homo sum ; nihil humanum a me alienum puto », dit le comique latin. Et moi je dirai mieux : nullum hominem a me alienum puto. (Nul homme ne m’est étranger) Car l’adjectif humanus m’est aussi suspect que le substantif abstrait humanitas, l’humanité. Ni l’humain, ni l’humanité ; ni l’adjectif simple ni le substantif abstrait, mais le substantif concret : l’homme. L’homme en chair et en os, celui qui naît, souffre et meurt – surtout meurt – celui qui mange, boit, joue, dort, pense, aime ; l’homme qu’on voit et qu’on entend, le frère, le vrai frère ».

De même, le propre de la « matière » du matérialiste, ce « rien » arrogant qui prétend à être « tout », cette abstraction vengeresse, comme toutes les abstractions, sera de nous ôter à la nature éternelle des formes, de nous précipiter dans un monde sans hiérarchie, sans distinctions, sans ferveur et sans pardon, un monde irréel, porté seulement par le frêle esquif de la « morale autonome », sur une houle chaotique et désespérante, antérieure au Verbe.

Définir le matérialisme comme un  « progrès » par rapport à la Théologie médiévale, donne au mot « progrès » un sens particulier, dont Jean Cocteau eut l’intuition lorsqu’il écrivit que «  le progrès n’est peut-être que le progrès d’une erreur ». Les Modernes répètent volontiers la formule « l’erreur est humaine » en oubliant son pendant «  mais la persévérance dans l’erreur est diabolique ». Or, si le « progrès » est bien le progrès d’une erreur, on ne saurait nier sa persévérance. Le progrès serait ainsi une persévérante erreur.

    C’est en ravivant la raison contre le rationalisme, c’est-à-dire en œuvrant à la recouvrance de la logique contre l’opinion, qu’une chance nous sera offerte de vivre notre destin non plus comme « le chien mort au fil de l’eau » dont parle Léon Bloy mais comme des hommes libres qui suscitent des formes précises dont l’ordonnance définit l’espace de la pensée,- et de cette forme supérieure de pensée qu’est la contemplation.

Il peut être difficile d’en remonter le cours, mais point impossible, en s’en tenant à l’enseignement de quelques bons maîtres (tels Joseph de Maistre, Donoso Cortès ou René Guénon) ; enseignement qui débute par l’exercice aristocratique et métaphysique de la raison et la résistance à la volonté. : « Avec le catholicisme, écrit Donoso Cortès dans une lettre au directeur de l’Heraldo, datée du 15 Avril 1852, il n’est pas de phénomène qui n’entre dans l’ordre hiérarchique des phénomènes, ni de chose. La raison cesse d’être le rationalisme, soit un fanal qui bien que n’étant pas incréé éclaire sans que personne l’ait allumé, pour être la raison, c’est-à-dire un merveilleux luminaire concentrant en lui et projetant au-dehors la lumière éclatante du dogme, pur reflet de Dieu, qui est lumière éternelle et incréée. »

Donoso Cortès nous donne ainsi à comprendre que ce n’est point à la politique de réformer la métaphysique (tentation prométhéenne qui n’est point dépourvue de panache mais qui méconnaît la relation d’effet et de cause, et la flèche du temps, – la conséquence ne pouvant agir sur la cause) mais à la métaphysique d’opérer à une « refondation » et, pour ainsi dire, à une justification du politique. De même qu’il n’y a pas de morale autonome, l’hétéronomie étant la condition de toute morale qui n’est pas seulement le constat d’un état de fait, il ne saurait y avoir de politique digne de ce nom qui ne soit légitimée par une exigence supérieure à la fois à celle du bien commun et à celle du « bien individuel ». Le « commun » ni l’ « individuel », ni leur compromis, ne suffisent : ce ne sont que des retraits, voire des retraites, comme on le dirait d’une armée vaincue, devant la vérité plus exigeante que ne le veulent la « nature » ou la « matière ».

 

LE SEUL DROIT POSSIBLE EST LE DROIT DIVIN

 

Ernst Jünger distingue, à juste titre, « Einzelne » et « individuum », autrement dit, l’individu en tant qu’unique et l’individu en tant qu’unité interchangeable. « Einzelne » renvoie à l’individu caractérisé, qui se différencie des autres par le faisceau de ses traditions, de ses appartenances, de ses souvenirs, de ses audaces et de sa liberté conquise, alors qu’individuum se rapporte à ce qui est équivalent, égal, dépourvu de toute réalité traditionnelle. « Einzelne » est l’Unique, mais cet unique porte en lui une multiplicité de possibles alors que l’individuum est seul mais à l’intérieur d’une multiplicité de « semblables » étrangers les uns aux autres. Le « Einzelne » appartient au règne de la forme, qui suppose une relation avec d’autres formes, alors que l’individuum appartient au règne de la matière, aussi abstrait et absent de la réalité humaine que la matière est abstraite et absente du monde. Le « Einzelne » croit à ses devoirs autant que l’individuum à des droits.

Donoso Cortès, de même , renvoie dos à dos, comme le feront après lui Jünger ou Bernanos, un libéralisme qui ne se fonderait que sur les individus déracinés, indifférenciés, égaux en droits mais rivaux en affaires, et le communisme ; l’un et l’autre lui apparaissant comme un renoncement à la souveraineté, une subjugation à cette erreur religieuse panthéiste, à cette manie de la socialisation extrême des rapports humains qui interdit tout cheminement intérieur, voire, à plus ou moins long terme, tout usage de la raison et de la parole ( il suffit hélas, pour s’en convaincre, d’écouter parler nos jeunes gens, nos journalistes, voire nos « intellectuels ») : « Pour ce qui est du parlementarisme, du libéralisme et du rationalisme, écrit Donoso Cortès, je crois du premier qu’il est la négation du gouvernement, du deuxième qu’il est la négation de la liberté, et du troisième qu’il est l’affirmation de la folie. »

Le droit  pour Donoso Cortès ne saurait être que divin. Que le droit soit divin, c’est là une idée qui semblera d’emblée révoltante au Moderne alors même qu’il consent à toutes les usurpations, à tous les bricolages juridiques, à toutes les instrumentalisations du droit sous condition qu’ils fussent « humains ». Les plus lucides ou les plus cyniques, reconnaissent dans le droit la consécration d’un rapport de force, la légitimation d’une volonté, sans voir que cette prétendue « délivrance du droit divin » n’est autre qu’une soumission religieuse à la force, une sacralisation de la volonté commune dont le propre est de tout subir et de ne pouvoir agir sur rien.

Ce qui distingue le droit divin du droit humain, n’est autre que la pérennité et l’universalité. Pour que les hommes ne soient pas livrés aux aléas de leurs goûts et de leurs dégoûts, de leurs humeurs, de leurs obsessions changeantes, il leur faut reconnaître une Loi et un Droit fondé sur la raison, et non sur le rationalisme, sur la bonté et la miséricorde et non sur les « bons sentiments ». Rien, en dernière analyse ne s’oppose véritablement au droit divin, à cette exigence qui tend vers l’universel sans pourtant jamais prétendre le détenir dans l’immanence, que le relativisme qui autorise tout et n’importe quoi.

Les hommes, avant que ne s’instaure le politiquement correct, avaient un nom pour ce relativisme, ils le nommaient barbarie. Appellation pertinente rappelant que la barbarie est bredouillement, atteinte portée au vocable et à la grammaire, déficience agressive du langage, accusation permanente, vacarme et confusion. À l’inverse, le droit divin est ce pur silence où se recueillent la Clémence et le Pardon.