EL PUENTE SOBRE EL RÍO DEL BÚHO
I
Desde un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba correr rápidamente el agua veinte pies más abajo. El hombre tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda, anudada al cuello y amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes que soportaban los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus ejecutores —dos soldados rasos del ejército federal bajo órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido subcomisario. No lejos de ellos, en la misma plataforma improvisada, estaba un oficial del ejército llevando las insignias de su grado. Era un capitán. En cada extremo había un centinela presentando armas, o sea con el caño del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, posición poco natural que obliga al cuerpo a mantenerse erguido. A estos dos hombres no parecía concernirles lo que ocurría en medio del puente. Se limitaban a bloquear los extremos de la plataforma de madera.
Delante de uno de los centinelas no había nada a la vista; la vía férrea se internaba en un bosque a un centenar de yardas; después, trazando una curva, desaparecía. Un poco más lejos, sin duda, estaba un puesto de avanzada. En la orilla, un campo abierto subía en suave pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con troneras para los fusiles y una sola abertura por la cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A media distancia de la colina entre el puente y el fortín estaban los espectadores: una compañía de soldados de infantería, en posición de descanso, es decir con la culata de los fusiles en el suelo, el caño ligeramente inclinado hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la línea de soldados estaba un teniente, con la punta del sable tocando tierra, la mano derecha encima de la izquierda. Excepto los tres ejecutores y el condenado en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, frente al puente, miraba fijamente, hierática. Los centinelas, frente a las márgenes del río, podían haber sido estatuas que adornaban el puente. El capitán, con los brazos cruzados, silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin hacer el menor gesto. Cuando la muerte anuncia su llegada, debe ser recibida con ceremoniosas muestras de respeto, hasta por los más familiarizados con ella. Para este dignatario, según el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son formas de la cortesía.
El hombre que se preparaban a ahorcar podría tener treinta y cinco años. Era un civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos: nariz recta, boca firme, frente amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás, cayéndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba bigote y barba en punta, pero no patillas; sus grandes ojos de color gris oscuro tenían una expresión bondadosa que no hubiéramos esperado encontrar en un hombre con la soga al cuello. Evidentemente, no era un vulgar asesino. El liberal código del ejército prevé la pena de la horca para toda clase de personas, sin excluir a las personas decentes.
Terminados sus preparativos, los dos soldados dieron un paso hacia los lados, y cada uno retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, saludó, y se colocó inmediatamente detrás del oficial. El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se hallaba el civil alcanzaba casi, pero no del todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su jefe, el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado habría de caer entre dos durmientes. Consideró que la combinación se recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Examinó por un momento su vacilante punto de apoyo y dejó vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos. Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!
Cerró los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua dorada por el sol naciente, la niebla que pesaba sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, el pedazo de madera que flotaba, todo eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de una nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento de los seres queridos, escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender, un golpe seco, metálico, que sonaba claramente como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser aquel ruido, si venía de muy cerca o de una distancia incalculable —ambas hipótesis eran posibles—. Se reproducía a intervalos regulares pero tan lentamente como las campanas que doblan a muerte. Aguardaba cada llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los silencios se hacían progresivamente más largos; los retardos, enloquecedores. Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su fuerza y nitidez, hiriendo sus oídos como si le asestaran cuchilladas. Tuvo miedo de gritar… Lo que oía era el tic-tac de su reloj.
Abrió los ojos y de nuevo oyó correr el agua bajo sus pies. «Si lograra libertar mis manos —pensó— llegaría a desprenderme del nudo corredizo y saltar al río; zambulléndome, podría eludir las balas; nadando vigorosamente, alcanzar la orilla; después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios gracias, todavía está fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos todavía están fuera del alcance del puesto más avanzado de los invasores».
Mientras se sucedían estos pensamientos, aquí anotados en frases, que más que provenir del condenado parecían proyectarse como relámpagos en su cerebro, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El sargento dio un paso al costado.
II
Peyton Farquhar, plantador de fortuna, pertenecía a una vieja y respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, se ocupaba de política, como todos los de su casta; fue, desde luego, uno de los primeros secesionistas y se consagró con ardor a la causa de los Estados del Sud. Imperiosas circunstancias, que no es el caso relatar aquí, impidieron que se uniera al valiente ejército cuyas desastrosas campañas terminaron por la caída de Corinth, y se irritaba de esta sujeción sin gloria, anhelando dar rienda libre a sus energías, conocer la vida más intensa del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba seguro de que esa ocasión llegaría para él, como llega para todo el mundo en tiempos de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía demasiado humilde para la causa del Sud, ninguna aventura demasiado peligrosa si era compatible con el carácter de un civil que tiene alma de soldado y que con toda buena fe y sin demasiados escrúpulos admite en buena parte este refrán francamente innoble: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada de su parque, un soldado de uniforme gris detuvo su caballo en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar no deseaba otra cosa que servirlo con sus blancas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su marido se acercó al jinete cubierto de polvo y le pidió con avidez noticias del frente.
—Los yanquis están reparando las vías férreas —dijo el hombre— porque se preparan para una nueva avanzada. Han alcanzado el puente del Búho, lo han arreglado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden que se ha fijado en carteles en todas partes, el comandante ha dispuesto que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, los túneles o los trenes, deberá ser ahorcado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
—¿A qué distancia queda de aquí el puente del Búho? —preguntó Farquhar.
—A unas treinta millas.
—¿No hay ninguna tropa de este lado del río?
—Un solo piquete de avanzada a media milla, sobre la vía férrea, y un solo centinela de este lado del puente.
—Suponiendo que un hombre —un civil, aficionado a la horca— esquive el piquete de avanzada y logre engañar al centinela —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué podría hacer?
El soldado reflexionó.
—Estuve allí hace un mes. La creciente del último invierno ha acumulado gran cantidad de troncos contra el muelle, de este lado del puente. Ahora esos troncos están secos y arderían como estopa.
En ese momento la dueña de casa trajo el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias ceremoniosamente, saludó al marido, y se alejó con su caballo. Una hora después, caída la noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al Norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Cuando cayó al agua desde el puente, Peyton Farquhar perdió conciencia como si estuviera muerto. De aquel estado le pareció salir siglos después por el sufrimiento de una presión violenta en la garganta, seguido de una sensación de ahogo. Dolores atroces, fulgurantes, atravesaban todas las fibras de su cuerpo de la cabeza a los pies. Se hubiera dicho que recorrían las líneas bien determinadas de su sistema nervioso y latían a un ritmo increíblemente rápido. Tenía la impresión de que un torrente de fuego atravesaba su cuerpo. Su cabeza congestionada estaba a punto de estallar. Estas sensaciones excluían todo pensamiento, borraban lo que había de intelectual en él: sólo le quedaba la facultad de sentir, y sentir era una tortura. Pero se daba cuenta de que se movía; rodeado de un halo luminoso del cual no era más que el corazón ardiente, se balanceaba como un vasto péndulo según arcos de oscilaciones inimaginables. Después, de un solo golpe, terriblemente brusco, la luz que lo rodeaba subió hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido atroz en sus oídos, y todo fue tinieblas y frío. Habiendo recuperado la facultad de pensar, supo que la cuerda se había roto y que acababa de caer al río. Ya no aumentaba la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su cuello, a la par que lo sofocaba, impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le pareció absurda. Abrió los ojos en las tinieblas y vio una luz encima de él, ¡pero de tal modo lejana, de tal modo inaccesible! Se hundía siempre, porque la luz disminuía cada vez más hasta convertirse en un pálido resplandor. Después aumentó de intensidad y comprendió de mala gana que remontaba a la superficie, porque ahora estaba muy cómodo. «Ser ahorcado y ahogado —pensó—, ya no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo».
Aunque inconsciente del esfuerzo, un agudo dolor en las muñecas le indicó que trataba de zafarse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como un espectador ocioso podría mirar la hazaña de un malabarista sin interesarse en el resultado. Qué magnifico esfuerzo. Qué espléndida, sobrehumana energía. Ah, era una tentativa admirable. ¡Bravo! Cayó la cuerda: sus brazos se apartaron y flotaron hasta la superficie. Pudo distinguir vagamente sus manos de cada lado, en la luz creciente. Con nuevo interés las vio aferrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la arrojaron lejos, con furor, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponedla de nuevo, ponedla de nuevo!». Le pareció gritar estas palabras a sus manos porque después de haber deshecho el nudo tuvo el dolor más atroz que había sentido hasta entonces. El cuello lo hacía sufrir terriblemente; su cerebro ardía; su corazón, que palpitaba apenas, estalló de pronto como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia intolerable torturó y retorció su cuerpo entero. Pero sus manos desobedientes no hicieron caso de la orden. Golpeaban el agua con vigor, en rápidas brazadas, de arriba abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. La claridad del sol lo encegueció; su pecho se dilató convulsivamente. Después, dolor supremo y culminante, sus pulmones tragaron una gran bocanada de aire que inmediatamente exhalaron en un grito.
Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos; eran, en verdad, sobrenaturalmente vivos y sutiles. La perturbación atroz de su organismo los había de tal modo exaltado y refinado que registraban cosas nunca percibidas hasta entonces. Sentía los cabrilleos del agua sobre su rostro, escuchaba el ruido que hacía cada olita al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y distinguía cada árbol, cada hoja con todas sus nervaduras, y hasta los insectos que alojaba: langostas, moscas de cuerpo luminoso, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Observó los colores del prisma en todas las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El bordoneo de los moscardones que bailaban sobre los remolinos, el batir de alas de las libélulas, las zancadas de las arañas acuáticas como remos que levantan un bote, todo eso era para él una música perfectamente audible. Un pez resbaló bajo sus ojos y escuchó el deslizamiento de su propio cuerpo que hendía la corriente.
Había emergido boca abajo en el agua. En un instante, el mundo pareció girar con lentitud a su alrededor. Vio el puente, el fortín, vio a los centinelas, al capitán, a los dos soldados rasos, sus ejecutores, cuyas siluetas se destacaban contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial blandía su revólver pero no disparaba; los otros estaban sin armas. Sus movimientos parecían grotescos; sus formas, gigantescas.
De pronto oyó una detonación breve y un objeto golpeó vivamente el agua a pocas pulgadas de su cabeza, salpicándole el rostro. Oyó una segunda detonación y vio que uno de los centinelas aún tenía el fusil al hombro: de la boca del caño subía una ligera nube de humo azul. El hombre en el río vio los ojos del hombre en el puente que se detenían en los suyos a través de la mira del fusil. Al observar que los ojos del centinela eran grises, recordó haber leído que los ojos grises eran muy penetrantes, que todos los tiradores famosos tenían ojos de ese color. Sin embargo, aquél no había dado en el blanco.
Un remolino lo hizo girar en sentido contrario; de nuevo tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Una voz clara resonó tras él, en una cadencia monótona, y llegó a través del agua con tanta nitidez que dominó y apagó todo otro ruido, hasta el chapoteo de las olitas en sus orejas. Sin ser soldado, había frecuentado bastante los campamentos para conocer la terrible significación de aquella lenta, arrastrada, aspirada salmodia: en la orilla, el oficial cumplía su labor matinal. Con qué frialdad implacable, con qué tranquila entonación, que presagiaba la calma de los soldados y les imponía la suya, con qué precisión en la medida de los intervalos, cayeron estas palabras crueles:
—¡Atención, compañía!… ¡Armas al hombro!… ¡Listos!… ¡Apuntar!… ¡Fuego!
Farquhar se hundió, se hundió tan profundamente como pudo. El agua gruñó en sus oídos como la voz del Niágara. Escuchó sin embargo el trueno ensordecido de la salva y, mientras subía a la superficie, encontró pedacitos de metal brillante, extrañamente chatos, oscilando hacia abajo con lentitud. Algunos le tocaron el rostro y las manos, después continuaron descendiendo. Uno de ellos se alojó entre su pescuezo y el cuello de la camisa: era de un calor desagradable, y Farquhar lo arrancó vivamente.
Cuando llegó a la superficie, sin aliento, comprobó que había permanecido mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos —cerca de la salvación. Los soldados casi habían terminado de cargar nuevamente sus armas; las baquetas de metal centellearon al sol, mientras los hombres las sacaban del caño de sus fusiles y las hacían girar en el aire antes de ponerlas en su lugar. Otra vez tiraron los centinelas, y otra vez erraron el blanco.
El perseguido vio todo esto por arriba del hombro. Ahora nadaba con energía a favor de la corriente. Su cerebro no era menos activo que sus brazos y sus piernas; pensaba con la rapidez del relámpago.
«El teniente —razonaba— no cometerá este error por segunda vez. Es el error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es tan fácil esquivar una salva como un solo tiro? Ahora, sin duda, ha dado orden de tirar como quieran. ¡Dios me proteja, no puedo escaparles a todos!».
A dos yardas hubo el atroz estruendo de una caída de agua seguido de un ruido sonoro, impetuoso, que se alejó diminuendo y pareció propagarse en el aire en dirección al fortín donde murió en una explosión que sacudió las profundidades mismas del río. Se alzó una muralla líquida, se curvó por encima de él, se abatió sobre él, lo encegueció, lo estranguló. ¡El cañón se había unido a las demás armas! Como sacudiera la cabeza para desprenderla del tumulto del agua herida por el obús, oyó que el proyectil desviado de su trayectoria roncaba en el aire delante de él y segundos después hacía pedazos las ramas de los árboles, allí cerca, en el bosque.
«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán con metralla. Debo mantener los ojos fijos en la pieza: el humo me indicará. La detonación llega demasiado tarde; se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón».
De pronto se sintió dar vueltas y vueltas en el mismo punto: giraba como un trompo. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora lejanos, todo se mezclaba y se esfumaba. Los objetos ya no estaban representados sino por sus colores; bandas horizontales de color era todo lo que veía. Atrapado por un remolino, avanzaba con un movimiento circulatorio tan rápido que se sentía enfermo de vértigo y náuseas. Momentos después se encontró arrojado contra la orilla izquierda del río —la orilla austral—, detrás de un montículo que lo ocultaba de sus enemigos. Su inmovilidad súbita, el roce de una de sus manos contra el pedregullo, le devolvieron el uso de sus sentidos y lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena y se la echó a puñados sobre el cuerpo bendiciéndola en alta voz. Para él era diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada hermoso que no se le pareciera. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardín; advirtió un orden determinado en su disposición, respiró el perfume de sus flores. Una luz extraña, rosada, brillaba entre los troncos, y el viento producía en su follaje la música armoniosa de un arpa eolia. No deseaba terminar de evadirse; le bastaba quedarse en ese lugar encantador hasta que lo capturaran.
El silbido y el estruendo de la metralla en las ramas por encima de su cabeza lo arrancó de su ensueño. El artillero decepcionado le había enviado al azar una descarga de adiós. Se levantó de un salto, remontó precipitadamente la pendiente de la orilla, se internó en el bosque.
Caminó todo aquel día, guiándose por la marcha del sol. El bosque parecía interminable; por ninguna parte un claro, ni siquiera el sendero de un leñador. Había ignorado que viviera en una región tan salvaje, y había en esta revelación algo sobrenatural.
Continuaba avanzando al caer la noche, con los pies heridos, fatigado, hambriento. Lo sostenía el pensamiento de su mujer y de sus hijos. Terminó por encontrar un camino que lo conducía en la buena dirección. Era tan ancho y recto como una calle urbana, y sin embargo daba la impresión de que nadie hubiese pasado por él. Ningún campo lo bordeaba; por ninguna parte una vivienda. Nada, ni siquiera el aullido de un perro, sugería una habitación humana. Los cuerpos negros de los grandes árboles formaban dos murallas rectilíneas que se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Por encima de él, como alzara los ojos a través de aquella brecha en el bosque, vio brillar grandes estrellas de oro que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Tuvo la certeza de que estaban dispuestas de acuerdo con un orden que ocultaba un maligno significado. De cada lado del bosque le llegaban ruidos singulares entre los cuales, una vez, dos veces, otra vez aún, percibió nítidamente susurros en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo, lo encontró terriblemente hinchado. Sabía que la cuerda lo había marcado con un círculo negro. Tenía los ojos congestionados; no lograba cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; sacándola entre los dientes y exponiéndola al aire fresco, apaciguó su fiebre. Qué suave tapiz había extendido el césped a lo largo de aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo bajo los pies.
A despecho de sus sufrimientos, sin duda, se ha dormido mientras camina, porque ahora contempla otra escena —tal vez acaba de salir de una crisis delirante—. Se encuentra ante la verja de su casa. Todo está como lo ha dejado, todo resplandece de belleza bajo el sol matinal. Ha debido de caminar la noche entera. Mientras abre las puertas de la verja y asciende por la gran avenida blanca, ve flotar ligeras vestiduras: su mujer, con el rostro fresco y dulce, baja a la galería y le sale al encuentro, deteniéndose al pie de la escalinata con una sonrisa de inefable júbilo, en una actitud de gracia y dignidad inigualables. ¡Ah, cómo es de hermosa! Él se lanza en su dirección, los brazos abiertos. En el instante mismo que va a estrecharla contra su pecho, siente en la nuca un golpe que lo aturde. Una luz blanca y enceguecedora flamea a su alrededor con un ruido semejante al estampido del cañón —y después todo es tinieblas y silencio.
Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba suavemente de uno a otro extremo de las maderas del puente del Búho.
Traducción de JOSÉ BIANCO
Cuentos de soldados, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971.
AN OCURRENCE AT OWL CREEK BRIDGE
I
A MAN STOOD UPON a railroad bridge in northern Alabama, looking down into the swift water twenty feet below. The man’s hands were behind his back, the wrists bound with a cord. A rope closely encircled his neck. It was attached to a stout cross-timber above his head and the slack fell to the level of his knees. Some loose boards laid upon the sleepers supporting the metals of the railway supplied a footing for him and his executioners — two private soldiers of the Federal army, directed by a sergeant who in civil life may have been a deputy sheriff. At a short remove upon the same temporary platform was an officer in the uniform of his rank, armed. He was a captain. A sentinel at each end of the bridge stood with his rifle in the position known as “support,” that is to say, vertical in front of the left shoulder, the hammer resting on the forearm thrown straight across the chest — a formal and unnatural position, enforcing an erect carriage of the body. It did not appear to be the duty of these two men to know what was occurring at the centre of the bridge; they merely blockaded the two ends of the foot planking that traversed it.
Beyond one of the sentinels nobody was in sight; the railroad ran straight away into a forest for a hundred yards, then, curving, was lost to view. Doubtless there was an outpost farther along. The other bank of the stream was open ground — a gentle acclivity topped with a stockade of vertical tree trunks, loopholed for rifles, with a single embrasure through which protruded the muzzle of a brass cannon commanding the bridge. Midway of the slope between bridge and fort were the spectators — a single company of infantry in line, at “parade rest,” the butts of the rifles on the ground, the barrels inclining slightly backward against the right shoulder, the hands crossed upon the stock. A lieutenant stood at the right of the line, the point of his sword upon the ground, his left hand resting upon his right. Excepting the group of four at the centre of the bridge, not a man moved. The company faced the bridge, staring stonily, motionless. The sentinels, facing the banks of the stream, might have been statues to adorn the bridge. The captain stood with folded arms, silent, observing the work of his subordinates, but making no sign. Death is a dignitary who when he comes announced is to be received with formal manifestations of respect, even by those most familiar with him. In the code of military etiquette silence and fixity are forms of deference.
The man who was engaged in being hanged was apparently about thirty-five years of age. He was a civilian, if one might judge from his habit, which was that of a planter. His features were good — a straight nose, firm mouth, broad forehead, from which his long, dark hair was combed straight back, falling behind his ears to the collar of his well-fitting frock-coat. He wore a mustache and pointed beard, but no whiskers; his eyes were large and dark gray, and had a kindly expression which one would hardly have expected in one whose neck was in the hemp. Evidently this was no vulgar assassin. The liberal military code makes provision for hanging many kinds of persons, and gentlemen are not excluded.
The preparations being complete, the two private soldiers stepped aside and each drew away the plank upon which he had been standing. The sergeant turned to the captain, saluted and placed himself immediately behind that officer, who in turn moved apart one pace. These movements left the condemned man and the sergeant standing on the two ends of the same plank, which spanned three of the cross-ties of the bridge. The end upon which the civilian stood almost, but not quite, reached a fourth. This plank had been held in place by the weight of the captain; it was now held by that of the sergeant. At a signal from the former the latter would step aside, the plank would tilt and the condemned man go down between two ties. The arrangement commended itself to his judgment as simple and effective. His face had not been covered nor his eyes bandaged. he looked a moment at his “unsteadfast footing,” then let his gaze wander to the swirling water of the stream racing madly beneath his feet. A piece of dancing driftwood caught his attention and his eyes followed it down the current. How slowly it appeared to move! What a sluggish stream!
He closed his eyes in order to fix his last thoughts upon his wife and children. The water, touched to gold by the early sun, the brooding mists under the banks at some distance down the stream, the fort, the soldiers, the piece of drift — all had distracted him. And now he became conscious of a new disturbance. Striking through the thought of his dear ones was a sound which he could neither ignore nor understand, a sharp, distinct, metallic percussion like the stroke of a blacksmith’s hammer upon the anvil; it had the same ringing quality. He wondered what it was, and whether immeasurably distant or near by — it seemed both. Its recurrence was regular, but as slow as the tolling of a death knell. He awaited each stroke with impatience and — he knew not why — apprehension. The intervals of silence grew progressively longer; the delays became maddening. With their greater infrequency the sounds increased in strength and sharpness. They hurt his ear like the thrust of a knife; he feared he would shriek. What he heard was the ticking of his watch.
He unclosed his eyes and saw again the water below him. “If I could free my hands,” he thought, “I might throw off the noose and spring into the stream. By diving I could evade the bullets and, swimming vigorously, reach the bank, take to the woods and get away home. My home, thank God, is as yet outside their lines; my wife and little ones are still beyond the invader’s farthest advance.”
As these thoughts, which have here to be set down in words, were flashed into the doomed man’s brain rather than evolved from it the captain nodded to the sergeant. The sergeant stepped aside.
II
Peyton Farquhar was a well-to-do planter, of an old and highly respected Alabama family. Being a slave owner and like other slave owners a politician he was naturally an original secessionist and ardently devoted to the Southern cause. Circumstances of an imperious nature, which it is unnecessary to relate here, had prevented him from taking service with the gallant army that had fought the disastrous campaigns ending with the fall of Corinth, and he chafed under the inglorious restraint, longing for the release of his energies, the larger life of the soldier, the opportunity for distinction. That opportunity, he felt, would come, as it comes to all in war time. Meanwhile he did what he could. No service was too humble for him to perform in aid of the South, no adventure too perilous for him to undertake if consistent with the character of a civilian who was at heart a soldier, and who in good faith and without too much qualification assented to at least a part of the frankly villainous dictum that all is fair in love and war.
One evening while Farquhar and his wife were sitting on a rustic bench near the entrance to his grounds, a gray-clad soldier rode up to the gate and asked for a drink of water. Mrs. Farquhar was only too happy to serve him with her own white hands. While she was fetching the water her husband approached the dusty horseman and inquired eagerly for news from the front.
“The Yanks are repairing the railroads,” said the man, “and are getting ready for another advance. They have reached the Owl Creek bridge, put it in order and built a stockade on the north bank. The commandant has issued an order, which is posted everywhere, declaring that any civilian caught interfering with the railroad, its bridges, tunnels or trains will be summarily hanged. I saw the order.”
“How far is it to the Owl Creek bridge?” Farquhar asked.
“About thirty miles.”
“Is there no force on this side the creek?”
“Only a picket post half a mile out, on the railroad, and a single sentinel at this end of the bridge.”
“Suppose a man — a civilian and student of hanging — should elude the picket post and perhaps get the better of the sentinel,” said Farquhar, smiling, “what could he accomplish?”
The soldier reflected. “I was there a month ago,” he replied. “I observed that the flood of last winter had lodged a great quantity of driftwood against the wooden pier at this end of the bridge. It is now dry and would burn like tow.”
The lady had now brought the water, which the soldier drank. He thanked her ceremoniously, bowed to her husband and rode away. An hour later, after nightfall, he repassed the plantation, going northward in the direction from which he had come. He was a Federal scout.
III
As Peyton Farquhar fell straight downward through the bridge he lost consciousness and was as one already dead. From this state he was awakened — ages later, it seemed to him — by the pain of a sharp pressure upon his throat, followed by a sense of suffocation. Keen, poignant agonies seemed to shoot from his neck downward through every fibre of his body and limbs. These pains appeared to flash along well-defined lines of ramification and to beat with an inconceivably rapid periodicity. They seemed like streams of pulsating fire heating him to an intolerable temperature. As to his head, he was conscious of nothing but a feeling of fulness — of congestion. These sensations were unaccompanied by thought. The intellectual part of his nature was already effaced; he had power only to feel, and feeling was torment. He was conscious of motion. Encompassed in a luminous cloud, of which he was now merely the fiery heart, without material substance, he swung through unthinkable arcs of oscillation, like a vast pendulum. Then all at once, with terrible suddenness, the light about him shot upward with the noise of a loud plash; a frightful roaring was in his ears, and all was cold and dark. The power of thought was restored; he knew that the rope had broken and he had fallen into the stream. There was no additional strangulation; the noose about his neck was already suffocating him and kept the water from his lungs. To die of hanging at the bottom of a river! — the idea seemed to him ludicrous. He opened his eyes in the darkness and saw above him a gleam of light, but how distant, how inaccessible! He was still sinking, for the light became fainter and fainter until it was a mere glimmer. Then it began to grow and brighten, and he knew that he was rising toward the surface — knew it with reluctance, for he was now very comfortable. “To be hanged and drowned,” he thought, “that is not so bad; but I do not wish to be shot. No; I will not be shot; that is not fair.”
He was not conscious of an effort, but a sharp pain in his wrist apprised him that he was trying to free his hands. He gave the struggle his attention, as an idler might observe the feat of a juggler, without interest in the outcome. What splendid effort! — what magnificent, what superhuman strength! Ah, that was a fine endeavor! Bravo! The cord fell away; his arms parted and floated upward, the hands dimly seen on each side in the growing light. He watched them with a new interest as first one and then the other pounced upon the noose at his neck. They tore it away and thrust it fiercely aside, its undulations resembling those of a water-snake. “Put it back, put it back!” He thought he shouted these words to his hands, for the undoing of the noose had been succeeded by the direst pang that he had yet experienced. His neck ached horribly; his brain was on fire; his heart, which had been fluttering faintly, gave a great leap, trying to force itself out at his mouth. His whole body was racked and wrenched with an insupportable anguish! But his disobedient hands gave no heed to the command. They beat the water vigorously with quick, downward strokes, forcing him to the surface. He felt his head emerge; his eyes were blinded by the sunlight; his chest expanded convulsively, and with a supreme and crowning agony his lungs engulfed a great draught of air, which instantly he expelled in a shriek!
He was now in full possession of his physical senses. They were, indeed, preternaturally keen and alert. Something in the awful disturbance of his organic system had so exalted and refined them that they made record of things never before perceived. He felt the ripples upon his face and heard their separate sounds as they struck. He looked at the forest on the bank of the stream, saw the individual trees, the leaves and the veining of each leaf — saw the very insects upon them: the locusts, the brilliant-bodied flies, the gray spiders stretching their webs from twig to twig. He noted the prismatic colors in all the dewdrops upon a million blades of grass. The humming of the gnats that danced above the eddies of the stream, the beating of the dragon-flies’ wings, the strokes of the water-spiders’ legs, like oars which had lifted their boat — all these made audible music. A fish slid along beneath his eyes and he heard the rush of its body parting the water.
He had come to the surface facing down the stream; in a moment the visible world seemed to wheel slowly round, himself the pivotal point, and he saw the bridge, the fort, the soldiers upon the bridge, the captain, the sergeant, the two privates, his executioners. They were in silhouette against the blue sky. They shouted and gesticulated, pointing at him. The captain had drawn his pistol, but did not fire; the others were unarmed. Their movements were grotesque and horrible, their forms gigantic.
Suddenly he heard a sharp report and something struck the water smartly within a few inches of his head, spattering his face with spray. He heard a second report, and saw one of the sentinels with his rifle at his shoulder, a light cloud of blue smoke rising from the muzzle. The man in the water saw the eye of the man on the bridge gazing into his own through the sights of the rifle. He observed that it was a gray eye and remembered having read that gray eyes were keenest, and that all famous marksmen had them. Nevertheless, this one had missed.
A counter-swirl had caught Farquhar and turned him half round; he was again looking into the forest on the bank opposite the fort. The sound of a clear, high voice in a monotonous singsong now rang out behind him and came across the water with a distinctness that pierced and subdued all other sounds, even the beating of the ripples in his ears. Although no soldier, he had frequented camps enough to know the dread significance of that deliberate, drawling, aspirated chant; the lieutenant on shore was taking a part in the morning’s work. How coldly and pitilessly — with what an even, calm intonation, presaging, and enforcing tranquillity in the men — with what accurately measured intervals fell those cruel words:
“Attention, company! ... Shoulder arms! ... Ready! ... Aim! ... Fire!”
Farquhar dived — dived as deeply as he could. The water roared in his ears like the voice of Niagara, yet he heard the dulled thunder of the volley and, rising again toward the surface, met shining bits of metal, singularly flattened, oscillating slowly downward. Some of them touched him on the face and hands, then fell away, continuing their descent. One lodged between his collar and neck; it was uncomfortably warm and he snatched it out.
As he rose to the surface, gasping for breath, he saw that he had been a long time under water; he was perceptibly farther down stream — nearer to safety. The soldiers had almost finished reloading; the metal ramrods flashed all at once in the sunshine as they were drawn from the barrels, turned in the air, and thrust into their sockets. The two sentinels fired again, independently and ineffectually.
The hunted man saw all this over his shoulder; he was now swimming vigorously with the current. His brain was as energetic as his arms and legs; he thought with the rapidity of lightning.
“The officer,” he reasoned, “will not make that martinet’s error a second time. It is as easy to dodge a volley as a single shot. He has probably already given the command to fire at will. God help me, I cannot dodge them all!”
An appalling plash within two yards of him was followed by a loud, rushing sound, diminuendo, which seemed to travel back through the air to the fort and died in an explosion which stirred the very river to its deeps! A rising sheet of water curved over him, fell down upon him, blinded him, strangled him! The cannon had taken a hand in the game. As he shook his head free from the commotion of the smitten water he heard the deflected shot humming through the air ahead, and in an instant it was cracking and smashing the branches in the forest beyond.
“They will not do that again,” he thought; “the next time they will use a charge of grape. I must keep my eye upon the gun; the smoke will apprise me — the report arrives too late; it lags behind the missile. That is a good gun.”
Suddenly he felt himself whirled round and round — spinning like a top. The water, the banks, the forests, the now distant bridge, fort and men — all were commingled and blurred. Objects were represented by their colors only; circular horizontal streaks of color — that was all he saw. He had been caught in a vortex and was being whirled on with a velocity of advance and gyration that made him giddy and sick. In a few moments he was flung upon the gravel at the foot of the left bank of the stream — the southern bank — and behind a projecting point which concealed him from his enemies. The sudden arrest of his motion, the abrasion of one of his hands on the gravel, restored him, and he wept with delight. He dug his fingers into the sand, threw it over himself in handfuls and audibly blessed it. It looked like diamonds, rubies, emeralds; he could think of nothing beautiful which it did not resemble. The trees upon the bank were giant garden plants; he noted a definite order in their arrangement, inhaled the fragrance of their blooms. A strange, roseate light shone through the spaces among their trunks and the wind made in their branches the music of æohan harps. He had no wish to perfect his escape — was content to remain in that enchanting spot until retaken.
A whiz and rattle of grapeshot among the branches high above his head roused him from his dream. The baffled cannoneer had fired him a random farewell. He sprang to his feet, rushed up the sloping bank, and plunged into the forest.
All that day he traveled, laying his course by the rounding sun. The forest seemed interminable; nowhere did he discover a break in it, not even a woodman’s road. He had not known that he lived in so wild a region. There was something uncanny in the revelation.
By nightfall he was fatigued, footsore, famishing. The thought of his wife and children urged him on. At last he found a road which led him in what he knew to be the right direction. It was as wide and straight as a city street, yet it seemed untraveled. No fields bordered it, no dwelling anywhere. Not so much as the barking of a dog suggested human habitation. The black bodies of the trees formed a straight wall on both sides, terminating on the horizon in a point, like a diagram in a lesson in perspective. Overhead, as he looked up through this rift in the wood, shone great golden stars looking unfamiliar and grouped in strange constellations. He was sure they were arranged in some order which had a secret and malign significance. The wood on either side was full of singular noises, among which — once, twice, and again — he distinctly heard whispers in an unknown tongue.
His neck was in pain and lifting his hand to it he found it horribly swollen. He knew that it had a circle of black where the rope had bruised it. His eyes felt congested; he could no longer close them. His tongue was swollen with thirst; he relieved its fever by thrusting it forward from between his teeth into the cold air. How softly the turf had carpeted the untraveled avenue — he could no longer feel the roadway beneath his feet!
Doubtless, despite his suffering, he had fallen asleep while walking, for now he sees another scene — perhaps he was merely recovered from a delirium. He stands at the gate of his own home. All is as he left it, and all bright and beautiful in the morning sunshine. He must have traveled the entire night. As he pushes open the gate and passes up the wide white walk, he sees a flutter of female garments; his wife, looking fresh and cool and sweet, steps down from the veranda to meet him. At the bottom of the steps she stands waiting, with a smile of ineffable joy, an attitude of matchless grace and dignity. Ah, how beautiful she is! He springs forward with extended arms. As he is about to clasp her he feels a stunning blow upon the back of the neck; a blinding white light blazes all about him with a sound like the shock of a cannon — then all is darkness and silence!
Peyton Farquhar was dead; his body, with a broken neck, swung gently from side to side beneath the timbers of the Owl Creek bridge.