GÉNESIS
DEL HÉROE
En
los primeros capítulos de la presente obra[1], huyendo de la vaguedad y del
equívoco, que son los peores enemigos de las ciencias históricas, me esforcé
por separar netamente al hombre de genio, propiamente dicho, de esas colosales personificaciones
populares, —fundadores, profetas, conquistadores—, a quienes el epíteto
flotante de “grandes hombres” se adhiere comúnmente. Si pudiera despojarse de
todo viso pretencioso una aproximación que, en este caso, no implica sino
deferencia respetuosa y admiración, me atrevería a confesar que he procurado
aplicar a esta vasta cuestión de psicología histórica el método científico, de
que el ilustre Lyell ha dado el ejemplo y el modelo más acabado en sus Principios de geología[2]: la hipótesis
fecunda de las causas actuales, cuyas conclusiones podrán ser discutidas,
tachadas de excesivas, como todas las del transformismo, sin que se amengüe el
valor duradero de una doctrina general, cuya potencia eficaz se revela
precisamente con adaptarse a materias distintas de las que apuntaran sus
autores.
Se
ha llegado así, por el estudio sólido y relativamente fácil del hombre de genio
contemporáneo y de sus obras maestras, a un concepto no ya retórico y
arbitrario, sino analógico y estrictamente inductivo de sus grandes
antecesores.
El
análisis exacto de la naturaleza y modo de acción de esas individualidades
sobresalientes, a la luz de la biografía casi actual y en sus manifestaciones
menos discutibles, —como acontece, por ejemplo, con Hugo, Wagner, Darwin, a
quienes se ha podido estudiar casi de visa y desnudos de la engañosa refracción
de la distancia—, no suministra únicamente un marco positivo, una medida
precisa de lo que fueron sus congéneres pasados —Shakespeare o Dante, Beethoven
o Bach, Cuvier o Aristóteles—; permite determinar en general la naturaleza y
acción del genio en la ciencia y en el arte. De suerte que, con ser
representativas de estos grupos selectos, las monografías razonadas ascienden del
rango de documentos históricos a la categoría de hechos filosóficos.
Merced
a ese criterio prudente y que reputo exacto —si se maneja con las precauciones
requeridas—, ha podido comprobarse que el genio no es necesariamente un indicio
absoluto de superioridad intelectual, sino una “facultad”, un poder aislado y
exclusivo; localizado no pocas veces y dotado de extraordinaria energía:
verdadera llamada o vocación, cuyas
manifestaciones e impulsos casi instintivos e irresistibles se apartan
singularmente de los del talento habitual. El talento es la resultante normal y
armónica de todas las influencias convergentes de la raza, de la familia y de
la educación, en el sentido lato de la palabra, o sea del medio ambiente. Puede
admitirse la hipótesis de un estado de civilización, tan adecuado a la “especie”
humana, que produjera el talento en la mayoría, como produce en las otras
especies la robustez y la salud. Hasta podría decirse que ello se ha realizado
parcial y pasajeramente en la historia: todos los pintores italianos del siglo XVI
revelan habilidad de dibujo y colorido; todos los escritores españoles del
siglo XVII tenían estilo; todos los artistas franceses del siglo pasado
poseyeron el gusto y la gracia ligera. Pero, ningún estado de civilización
bastará para elaborar un hombre de genio. Sería tan ilusorio esperarlo como
creer que los progresos de la metalurgia realicen la creación de un gramo de
oro. Cuando más, podrá lograrse que un mayor número de genios virtuales sean
electivos, y salgan a la luz algunos que yacen en la obscuridad.
El
proceso contrario es el más probable. La democracia[3] conquistará la alta
civilización, como los Hunos el mundo latino: teste David cum Sibylla. Posee el sufragio universal que es su
fórmula, la instrucción gratuita y obligatoria que es su molde, la prensa que
es su órgano. Su triunfo es inevitable. Será el más completo y pesado de los
despotismos: el despotismo de la mediocridad. La forma de su instrumento
omnipotente tiene toda la belleza de un símbolo: es un laminador, la máquina
que aplasta para mejor uniformar, y realiza el ideal de la igualdad por el
perfecto achatamiento. —De esos cilindros de acero se escapa en hojas sueltas,
toma su vuelo gris a las aceras polvorientas o fangosas, la biblia de los
tiempos nuevos que nadie se ocupará en encuadernar: es la curiosidad
instantánea, superficial, inconsistente, que alumbra con humo y llena con
oquedad; la actividad en el vacío; la información pasiva sin el esfuerzo de la
investigación; el sucedáneo moderno de la anticuada sabiduría; la moneda falsa
de la verdad esterlina; el asignado que dice: valgo, y no tiene valor; el derecho a no meditar; la coartada de
este delito: ¡pensar por cuenta propia! —Santa Teresa, no Malebranche, llamaba
a la imaginación: la loca de la casa.
Esa loca ya no está en casa: está en la calle, en el paseo, en la bolsa, en el
tranvía, engullendo su escudilla de rancho “igualitario”, su ración de sopa
boba intelectual. ¡Salud al gran educador de la democracia! Su Majestad el
Diario, — en latín, Ephemeris. Nace,
circula y muere en un mismo día; lo recogen a la tarde las barrenderas
mecánicas, en una nube de polvo que simboliza la mentira, la ignorancia, la
fatuidad. Pero renacerá de sus barreduras, a manera del fénix aquél. Es
infatigable, inacabable, innumerable, como el microbio. No dudéis que la
democracia agradecida le levante un grandioso monumento, allá por 1940, izando
encima el birrete de ese pobre Gutenberg, —tan inocente del “periodismo” como
este Colón del “Colombismo”. Después del centenario internacional de la
simpleza, nuestros hijos alcanzarán el jubileo universal de la vulgaridad. —¡Está,
pues, muy evidente que la civilización actual viene incubando hombres de genio!...
La
conclusión necesaria de ser el genio una propiedad, distinta y una verdadera “forma”
intelectual —en el sentido escolástico—, ha permitido clasificar por familias
esos grupos privilegiados, de manera que cada una — matemáticos, filósofos,
inventores, pintores, poetas, músicos, etc.—, no tuviera con las vecinas más
elemento común e irreducible que ese quid
divinum primitivo e impulsor. El genio entraña quizá la ley secreta de la
vida —la voluntad de Schopenhauer—: pues es él quien crea sin descanso y
encuentra en la obra maestra realizada su sanción inmortal. —Todas las otras
cualidades pueden ser diferentes o semejantes: no influyen en la clasificación,
son accesorias.
Por
fin, hemos podido convencernos de que semejante clasificación no es arbitraria
ni superficial, pues se apoya, como las clasificaciones naturales, en un hecho
permanente y profundo, en un modo de ser que la raza o la educación puede
alterar sin destruirlo; en una aptitud constitucional bien definida y
circunscrita que debe arrancar, en último análisis, de cierta conformación
especial de los órganos de los sentidos, de cierto desarrollo insólito de una
región o circunvolución cerebral.
Pero,
si es legítimo tener el genio por un accidente sublime en el desarrollo normal
de la especie, hemos hecho justicia de la tesis psiquiátrica que se limita a renovar
con pretensiones científicas la añeja teoría burguesa del gran artista “desorbitado”
y extravagante. La asimilación de la “inspiración” a un delirio real es un
concepto romántico, más que determinista, de Moreau de Tours, en el que se ha
ingerido gratuitamente la “degeneración hereditaria” de Morel.
Los
sucesores, como era de temerse, han acentuado la conclusión: la degeneración
hereditaria se ha convertido para ellos en una entidad mórbida, entre cuyas
evoluciones propias y necesarias figuran las varias neurosis, ¡“desde el genio
hasta el idiotismo”! Hemos visto que, respecto de la psicosis, el genio no
constituye ni una susceptibilidad ni una inmunidad; que las inferencias
antropológicas carecen de base para asentar sólidas inducciones; y que, por
fin, no siendo en general exactos ni probantes los ejemplos históricos
coleccionados por los alienistas, la ruidosa tesis psicopatológica se reduce a la
publicación de tres o cuatro volúmenes ligeros de doctrina y pesados de estilo,
sobre cuya ligereza y pesadez L’Uomo di
genio, del profesor Lombroso, ocupa el primer puesto.
Tal
es, en resumen, el procedimiento que se ha ensayado en una materia que, al
parecer, lo rechazaba. Creo que el procedimiento contrario, el que partiera del
pasado para llegar al presente, no podía conducir a resultados generales ni
suministrar una conclusión sólida. Por lo menos, nunca la ha dado, a pesar del
inmenso talento personal que alguna vez se desplegara en la empresa. Explicar
una realidad siempre idéntica y siempre presente, apoyándonos en la sola
conjetura histórica, equivalía, bajo pretexto de lógica deductiva, a hacer
preceder el estudio de los organismos vivientes por el de los fragmentarios y
dudosos organismos primitivos, y comenzar la historia natural por la
paleontología.
II
Pero,
al lado del hombre de genio, cuya obra inmutable e imperecedera, con su valor
propio y personal, queda siempre accesible, extendiendo a nuestro examen ese
diploma de identidad y superioridad: se alza esa otra grandiosa y vaga personificación
histórica, humana o nacional, que suele llamarse “el grande hombre”. Algunos
están flotando por entero en la leyenda, como Eneas o Moisés; otros emergen de
la nube con su aureola tan deslumbrante, que impide distinguir lo real de lo
ficticio en su cambiante personalidad: así Mahoma o Carlomagno. Por fin, los
más circunscritos o recientes, como Gutenberg o Cristóbal Colón, se nos
presentan tallados en el firme granito de la historia: pero el océano ilimitado
baña sus plantas invisibles y cubre su pedestal, dificultando su acceso y
apreciación exacta… Son aquellos los “héroes” del idealista Carlyle, cuya
existencia grandiosa condensa la de la humanidad[4]. —En todo caso, son los
nombres inmensos y fulgurantes de la historia y de la poesía; y, al pronunciarlos,
las metáforas enormes y cósmicas acuden inevitables a la imaginación. Los unos
nos aparecen desmedidos y lejanos, imposibles de precisar y resolver aun con la
más amplia conjetura, semejantes a esos cometas que no poseen consistencia
distinta de su propia atmósfera inflamada. Los otros, más cercanos a la
humanidad, conservan sin duda un núcleo de realidad sólida y resistente; pero
sospechamos que todo su brillo es reflejado, como el de los planetas, tanto más
resplandecientes cuanto más próximos al sol en cuya luz se envuelven, —a igual
de esa Venus ínfima que deslumbra nuestra ignorancia más que las estrellas de
primera magnitud…
Se
comprende, desde luego, que nuestro camino abierto y recto se acabe aquí, y no
pueda prolongarse más que como senda ondulante y estrecha. En lugar del suelo
firme, sentimos bajo nuestras plantas el pantano engañoso o la costra grietada
y frágil de los geisers de Islandia.
Nos falta ya el testimonio concreto e irrecusable de la obra maestra, que
podría reemplazar la biografía personal y la historia contemporánea del hombre
de genio. —El retrato de una deliciosa andaluza radiante de júbilo vital como
una flor abierta, con este comentario, Murillo
pinxit[5]: ¿qué más explícito documento para el estudio del arte hispalense?
El hombre de genio está en lo absoluto y definitivo: no hay evolución humana —en
los límites actuales de nuestro entendimiento— que pueda reducir a un Galileo o
Newton a la estatura común. En el mundo fugaz de los sonidos, cuya íntima
vibración con el alma humana parece un obscuro y eterno recuerdo de la vida
elemental, no es admisible, sin atrofia del órgano preciso, que pierda su
virtud sublime la Sinfonía patoral o
el preludio de Lohengrin. Mientras
exista la poesía escrita, la intensa visión del mundo externo y el don
prodigioso de la expresión verbal formarán parte esencial de la belleza
literaria: ¿cómo prever, entonces, que nazca jamás algún poeta, al lado de
cuyas producciones la Leyenda de los
Siglos sea pequeña?
Por
el contrario, la grandeza representativa de los “héroes” es del todo extrínseca
y convencional. Su gloria es obra entera nuestra, es decir de la opinión
colectiva de las generaciones, prolongada y desbordante. Es de aquella fama
secular, que pudiera decirse propiamente: ¡vires
acquirit eundo! La proposición de Carlyle es cierta, en el sentido recíproco:
es decir, que la historia o la leyenda del gran hombre es la de la humanidad en
un momento de su evolución. —Por otra causa tiene también que fallar aquí el
método empleado. No podemos ya remontarnos directamente de lo presente a lo
pasado. El factor principal es siempre el tiempo, pero, esta vez, sería el
tiempo futuro. Los grandes hombres contemporáneos, no los conocemos, puesto que
no son tales por su obra personal y tangible, sino por lo que ella venga a ser
más tarde, merced a la colaboración anónima y al culto incesante de la
posteridad:
Qui de nous va devenir un Dieu ? [6]
Estamos
clavados en el momento actual, que no es sino un punto de la curva infinita;
seguimos la rama ascendente de la parábola que sube hasta perderse en la nube,
y conjeturamos que le es idéntica la rama inferior que se hunde en el mar.
Entre dos abismos de ignorancia casi completa, de tinieblas casi igualmente
espesas, pasado un estrecho límite, no nos es dado sino alzar los ojos hacia
ayer. Pero, en el pasado más reciente, la frondosa vegetación de la leyenda,
las mil lianas trepadoras de la imaginación popular han envuelto y ocultado de
tal modo el tronco primitivo, que, si existe, para el espectador es como si no
existiera —y que la evolución de un mito puro como Eneas y Jasón, no es mucho
más conjetural y aventurado que la tradición histórica de Alejandro o Jesús,
cuyo existencia real no puede ponerse en duda.
Con
todo, la diferencia es esencial. Ser o no
ser: la palabra de Hamlet es el santo y seña de la historia. Lo que la
humanidad creara de la nada, por simple emisión imaginativa, puede llenar por
siglos los inania regna de la poesía
y la superstición: no llegará jamás al ser completo. Desde el origen, no hay un
átomo perdido o agregado en el conjunto de la creación: es siempre la Isis
inmensa, que contiene cuanto fue y será. Y tal es, en suma, la señal indeleble
que diferencia a los héroes materiales, de aquellos otros entes simbólicos y
vacíos de substancia, con que satisface la humanidad sus irresistibles
tendencias al antropomorfismo. Los segundos se parecen a los primeros hasta
confundirse con ellos: pero son vanas apariencias, sombra o imagen de la
realidad. En todo lo demás la analogía subsiste; y la exageración legendaria se
adhiere a los unos y los otros con igual tenacidad, como que en ambos casos
entra en actividad normal la misma facultad imaginativa. Imaginar es elaborar
imágenes; ahora bien, estas imágenes internas se forman idénticamente en
nuestro espejo cerebral, siempre aberrante y cromático, ya se trate de reflejar
un fragmento del universo, ya de fijar un vago concepto mental, el “sueño de
una sombra” según la m-lancólica expresión de Píndaro[7].
Constituyendo
ese poder y esa necesidad de la imaginación su funcionamiento incesante y
normal, compréndese cómo, desde el principio hasta hoy, cuanto ha dominado y sigue
dominando la vida humana —religión, arte, pasiones— fluctúe en el mundo elíseo
de la ficción. —La pobre humanidad, efímera cadena de generaciones que se
renuevan y suceden sin que ninguna llegue a la madurez, no puede soportar la
verdad desnuda: procura inventar alegorías que mezan y engañen sus tristezas[8].
Sobre lodo, necesita adorar, tributar culto religioso a las fuerzas ambientes,
benignas o nefastas, que supone conscientes y vigilantes de su ínfimo destino.
Y como toda idea es imagen, y la imaginación no procede sino por analogía, las
fuerzas naturales e influencias colectivas se condensan en personificaciones
antropomórficas, en entes gigantescos que la humanidad atavía —cual hace el
niño con su juguete—, con la figura, los
móviles y las pasiones de la humanidad. Del propio modo, pues, que
personificara la aurora y la tempestad, el mar y la montaña, el volcán terrible
y el sol fecundador: inmortaliza en algunos tipos sobrehumanos de
conquistadores o profetas, sus propias luchas seculares con la tierra
madrastra, su largo esfuerzo civilizador, su doloroso deletreo del enigma
universal, la expansión de su propio heroísmo y de su genio colectivo. Y es así
cómo, en los tiempos modernos, ha creado con su propia substancia a Rolando y
Guillermo Tell, o transformado gloriosamente al Cid y Carlomagno, usando el
mismo procedimiento simbolizador con que en los siglos mitológicos “humanizara”
a Júpiter y Neptuno, o prestara atributos divinos a Teseo y Hércules.
De
esa doble e imperiosa tendencia humana al antropomorfismo y a la adoración, han
brotado en vegetación magnífica y exuberante las teogonías, los cultos, los
ciclos poéticos, las aureas legendas,
—tan íntimamente vinculados los unos a los otros, como el sabor del fruto
maduro a su fragancia y color. —No puede, por ejemplo, existir culto de latría
sin prácticas supersticiosas e intervención de lo sobrenatural. La superstición
es el humo de la religión, —fuego por siempre inextinguible en el corazón del
hombre. —Y ello acaso daría la clave de la dolorosa expectativa en que se
agitan algunos de los más nobles espíritus modernos[9]. Se busca un culto nuevo
y no se lo puede encontrar. —El catolicismo no es ya sino la corteza del
cristianismo; la savia no circula por el tronco ahuecado; no se renueva:
Janssen será su último defensor de gran talento. Y un árbol que no resucita
incesantemente por el retoño y la floración, está maduro para la suprema cosecha
que el Evangelio señaló: excidetur, et in
ignem mittetur[10]. El protestantismo nunca tuvo de verdadera religión más
que su parte común con el catolicismo. Como lo dice su nombre, ha sido una
protesta contra el romanismo descreído y pagano. Realizada en la Iglesia la
reforma interna, la reforma externa perdía su razón de ser. Por eso es que,
pasada la lucha, esa vasta asociación de entristecimiento mutuo —sin culto ni
ritos, sin misterios ni ceremonias simbólicas— ha quedado estacionaria. Se
ramifica en sectas sucesivas como el enfermo incurable que ensaya todas las
terapéuticas: —El liberalismo masónico, con sus mandiles, y el espiritismo con
sus mesitas, son igualmente grotescos. —La filosofía, por fin, es una ciencia,
lo contrario de una creencia...
La
inmensa dificultad para fundar una religión verdadera y viable —que no sea una
fría sociedad de beneficencia o una mera elegancia social— arranca de la misma
distinción intelectual de sus fundadores. La lucha está empeñada entre el
corazón que necesita el misterio, y la cabeza que no lo puede admitir[11]. La
religión futura sólo podrá surgir de la violencia, después de algún cataclismo
anárquico —cuando un puñado de apóstoles ignorantes y fanáticos se arrojen a batallar
por una gran ilusión ingerida en todas las fibras del alma humana, rodeada de
misterio y exigente de sacrificio, cuyas flores de martirio esparzan por el
mundo una inmensa redención— semejante a la que fue la vía, la verdad y la vida
de la humanidad por cerca de diez y nueve siglos. ¡Que venga pronto, puesto que
las otras han perdido su virtud! ¡Que venga pronto y sea bendecida, si ha de
devolvernos el ideal, y barrer al olvido esa vulgar y repleta democracia que
creyó perpetuar su imperio de medio siglo, haciendo dirimir por el vientre el
angustioso conflicto de la cabeza y del corazón!
III
Las
dificultades, empero, con que se tropieza, al pretender determinar el esfumado
contorno de los héroes que han existido,
se acrecientan en razón misma de esa pasada existencia terrenal. El mito puro y
el hombre de genio son entidades filosóficamente simples. El primero es una
creación total de la nación o de la raza: conocidos los elementos fundamentales
del grupo étnico a que pertenece, se induce el tipo heroico, como de los rasgos
característicos de una especie vegetal se induce la flor. El segundo nos
pertenece sin intermediarios por su obra subsistente que podemos abarcar. Pero
el héroe histórico es generalmente mixto; podría definírsele: un fragmento de
historia combinado con la leyenda. ¿Cómo prescindir de su existencia material?
Y, por otra parte, ¿cómo reducirle a las estrechas proporciones de su
existencia material?
Nadie,
que yo sepa, ha hecho esta observación que arroja viva luz sobre el proceso
germinativo de las entidades simbólicas: y es que los organismos colectivos
obedecen espontáneamente a las mismas leyes que los individuales, en los dos
casos distintos que tengo señalados. En términos más claros: un pueblo, durante
un siglo, elabora un mito puro o transforma a un ser real, obedeciendo a las
mismas leyes que presiden, en el cerebro excitado durante una hora, al
desarrollo anómalo de la alucinación y de la ilusión. Estúdiese en los tratados
especiales[12] la formación cerebral de esa imagen prolongada y persistente,
sin causa externa que la provoque. como es la alucinación, y se verá empleado
un procedimiento análogo al de todo un pueblo que crea ex nihilo a un héroe nacional, con todas las circunstancias y
rasgos de la realidad —cual ha sucedido, por ejemplo, al pueblo suizo con
Guillermo Tell, personificación ideal de su independencia[13]. Lo propio
sucede, con la ilusión —esa modificación profunda de una sensación real debida
a un funcionamiento mórbido del organismo; la imaginación individual que
elabora ilusiones y ofrece este espectáculo interno a la conciencia, sigue un
proceso idéntico al de la imaginación colectiva que adopta a un bandido
desalmado y feroz, a un “perro de Galicia llamado Rodrigo”, como se expresan
las crónicas contemporáneas; a un aventurero sin fe ni ley que pasó la mitad de
su vida sirviendo a los moros contra los cristianos —y la otra mitad viceversa—
e hizo quemar vivo a centenares de valencianos prisioneros (¿sería por eso que
su espada se llamó Tizona?): y entonces, de esa misteriosa incubación de la
leyenda sale el héroe cristiano y español, el ideal caballeresco de la
Reconquista, tipo del honor y de la lealtad feudal, el vengador de su padre y
el amante de Jimena —¡el glorioso Cid Campeador![14]
La
dificultad, lo repito, para el historiador, no está en analizar científicamente
el proceso alucinatorio que crea un símbolo puro, como el rey Arturo, Rolando,
Lohengrin o el mito suizo que he citado; ni tampoco en estudiar, con o sin
documentos personales, a hombres de genio como Dante o Shakespeare, de quienes
tan poco se sabe exactamente, pero cuyas obras contienen la mejor biografía
filosófica: sino en extraer de una leyenda heroica la parte de realidad que
contenga, y depurar el núcleo de historia de la ganga de ficción en que se
envuelve. Tal sucede con los grandes héroes de la acción, —cuya obra colosal se
ha confundido con la de su siglo—, con los conquistadores como Alejandro o
Carlomagno, con los fundadores como Mahoma o Lutero, con los inventores como
Gutenberg o Colón[15].
Carlomago
ha existido, ha reinado; pero ¿qué quedaba de su existencia real, cien años ha,
después de diez siglos de poemas y libros de caballerías? Hasta su efigie
profundamente germana se había borrado, de suerte que su mismo nombre es una
falsificación[16]. De tal modo habían el arte y la tradición envuelto su
personalidad en sus mantillas multicolores y bordadas, que han sido necesarios
todos los recursos de la ciencia moderna para desarrollar las bandeletas de la
momia y encontrar al esqueleto bajo el fetiche. Y eso mismo ha sucedido y sigue
sucediendo con todas las grandes figuras históricas, hasta las más recientes y
que han evolucionado bajo los mil objetivos fotográficos de los contemporáneos,
que consignaban en el papel sus impresiones. Napoleón es un hombre de genio,
sin duda alguna; pero, a despecho de las historias y memorias, asistimos a su
transformación gradual, a su apoteosis secular y definitiva. Nunca ha sido
vencido; él solo ganaba las batallas, hasta las que no podía prever ni dirigir.
Ha discutido y dictado el Código Civil; ha reconstruido la Francia y la Europa
con su mano potente y sus ideas propagadoras; —no descendamos a las creencias
populares y a las anécdotas de los grognards
para no tropezar con el altar de las divinidades.
¿Queréis presenciar
otra invencible apoteosis de un héroe, en un ejemplo más reciente aún —y de
núcleo real mucho menos resistente, por cierto: — recordad lo que, hace algunos
años, se decía y creía de Garibaldi, en Nápoles y toda la Sicilia (cierto es
que se trata del pueblo más impresionable que existiera jamás). El soldado de
Marsala era invulnerable; las balas se amontonaban en los pliegues de su
camiseta roja, y, después de la batalla, él las sacudía como granos de maíz;
tomaba las escuadras, solo, a nado y por abordaje; en Velletri le bastó
aparecer en su caballo blanco para poner en fuga al rey Fernando y a los
suizos; con su goleta, se había apoderado de toda la flota real en pleno puerto
de Nápoles... “¿Por qué no?” exclamaba un libre pensador (hoy diputado al Parlamento)
delante de Marc-Monnier[17], “¡es capaz de desembarcar en la cumbre del Vesuvio!”
—Dentro de cincuenta años, todo ello será tan auténtico como los milagros de
San Genaro.
Aún
hoy, todos los grandes hombres soportan los agregados y colgajos de la leyenda.
Los mismos hombres de genio casi contemporáneos no están preservados por sus
obras compactas y sus múltiples biografías. —Para satisfacer las aspiraciones
del ingenuo idealismo popular, es necesario que Byron sea el Lucifer de la
poesía y que, grande en el bien como en el mal, haya “caído como héroe en
Missolonghi”[18]. El fin burgués de Goethe es más difícil de transfigurar; con
todo, no podrá en sus últimas horas, delante de diez testigos, decir a su
criada que acerque la vela —Das licht näher!—
sin que ello se traduzca por un grito de lirismo sublime: ¡Luz! más luz! —Sabido, es por fin, que no han bastado tres
volúmenes para rectificar la leyenda de Hugo, durante su vida. Rectificarla,
muchos lo intentarán; destruirla, nadie lo logrará[19].
Ha
podido creerse que el advenimiento del libro y de la prensa, la circulación
creciente del relato cristalizado detendría el vuelo de la ficción. Lejos de
detenerlo, le presta fuerzas nuevas, como el torrente acrecienta su ímpetu con
todos los cuerpos sólidos que caen en su corriente. El reinado de la prensa es
la eternización del engaño y del error. Ayer el artículo del diario mataba el
capítulo del libro; he aquí ahora al despacho y la interview telegráfica que matan al artículo, el cual siquiera
algunas veces tenía firma, es decir una apariencia de responsabilidad. En
lugar, lo repito, de obstar al pululamiento del error, la letra impresa le
prestará su formidable contingente. Toda la historia contemporánea —ese vasto y
contradictorio reportage— está
nadando en pleno sueño engañador. Y, para tomar un ejemplo muy reciente, podría
demostrarse con cifras que, de dos años a esta parte, la prensa de ambos mundos
tiene agregadas al pedestal mitológico de Cristóbal Colón más hileras de
errores ditirámbicos y de fantásticos pormenores, que los cuatro siglos de
historias y crónicas, transcurridos desde que la carabela de Pinzón señaló la
isla de Guanahaní.
La Biblioteca, Año II, Tomo III, Buenos Aires, 1897.
NOTAS:
[1] El Problema del genio en la ciencia y en la
historia. (En preparación).
[2] Lyell, Principes de géologie. I, capítulo V.
[3] Claro está
que aquí se trata de una estructura social, no de una forma política.
[4] Carlyle, Heroes
and Hero-Worship, Lectura I. “Universal history is at bottom the history of
the great men who have worked here”.
[5] La Concepción del Louvre.
[6] Alfred de
Musset, Rolla, I.
[7] Píndaro, Pyth. VIII. —Es el final de la oda, en morendo, de una tristeza profunda y
velada que recuerda lo últimos compases del Adagio
de Beethoven.
[8] En la
muchedumbre, como en el individuo, el espíritu de credulidad pasiva está unido
al de la fabulación activa en dosis iguales. La mentira es tan inherente al
espíritu humano, que la misma palabra mentiri
sólo significa “ejercitar la mente”. —También en quichua, yuyani significa “pensar” y “mentir”.
[9] De Vogüè,
Desjardins, Brunetière, el grupo inglés de Rossetti, ele. Son displicentes las
ironías de Lemaître y France contra este movimiento de inquietud sincera. —Homais
las aplaudiría.
[10] Matth., VII, 19.
[11] Il faudrait d'abord vous abêtir,
decía Pascal. El
mismo, que solía contradecirse porque era sincero, quería “desprender la piedad
de la superstición” (Pensées, II, VI).
¡Sería tan lógico como purificar la sal marina, desprendiendo el cloro!
[12] James Sully, Les illusions des
sens et de l’esprit, III; Brière de Boismont, Des hallucinations, III, XII, XIII ; sobre todo: Taine, De l'Intelligence, Première partie, II.
[13] Sobre el
mito de Guillermo Tell y su propagación por el “Libro Blanco” y el Tellenlied, basta su cristalización en
el drama de Schiller: véase Albert Rilliet, Les
origines de la Confédération suisse.
[14] Crónica general de Alonso el Sabio. Véase Lozy, Recherches sur l’histoire politique et littéraire de l’Espagne durant
le Moyen-Âge. Allí se encuentra la despiadada “ejecución” del
famoso José Conde, el “arabizante” clásico que deletreaba escasamente el árabe.
[15] Del propio
modo, pues, que se ha definido la realidad, diciendo que es “una alucinación
cierta” (Taine, De l’Intelligence),
podría decirse del hombre de genio que es un grande hombre real —cuya obra es “adecuada”
al nombre de su autor.
[16] “Carlomagno”
no es la traducción de Carolus Magnus,
sino la corrupción de “Karl Mann” el “hombre fuerte”. V. Michelet, Histoire de France, I, II.
[17] Marc-Monnier,
profesor en la Universidad do Ginebra, había nacido en Florencia.
[18] Byron murió
de un catarro mal cuidado, y sobre todo de quince años de mal régimen.
[19] Ed. Biré, Victor Hugo, avant
1830, et après 1852. Tres volúmenes de una exactitud
encarnizada y enervante.