OCTAVE MIRBEAU
A los hombres o las obras se los juzga raramente de acuerdo con su valor propio, ése que es independiente del medio, del momento; se los juzga, y es algo que le conviene a nuestra pereza, de acuerdo con el recibimiento que les da el público. Pocos críticos son lo suficientemente razonables, o lo suficientemente fuertes, como para atreverse, en el momento en que leen un libro, a ignorar a su autor. La portada, la mayoría de las veces, dicta el prólogo de su opinión; piensan menos en sentir libremente que en disertar según el gusto del día, y más en lo que se dirá de ellos que en lo que se dirá de su lectura. Tienen miedo de que no se los siga y de que la autoridad que sólo tienen del pueblo, el pueblo se las quite. Entonces, ¡cuántos cuidados y cuántas artimañas para no llegar primero! ¡Cuántos desvíos para beber del manantial sólo después de que haya pasado la caravana!
Desde hace diez años, y más aún, casi ningún crítico profesional ha sido el primero en emitir un juicio decisivo sobre un escritor nuevo: esas felices e incluso gloriosas aventuras sólo les han estado reservadas a los novelistas, a los poetas, a los "contempladores", a Mirbeau, a Coppée, a de Vogüé. Ocurre que el crítico profesional, con todo el talento que pueda tener, está dominado por dos virtudes —o dos defectos, si se quiere—: la prudencia y el escepticismo. Si una obra nueva es original, le parece extravagante; saca la cuenta de las reglas que se incumplen, las costumbres que se hieren, y a medida que las infracciones se acumulan su placer disminuye. Termina persuadiéndose de que las obras verdaderamente superiores respetaron siempre la tradición de las ideas y la tradición de la forma, y coloca entre las producciones extrañas el libro que le había encantado al principio. El escepticismo profesional tiene los mismos efectos, pero más acentuados. El crítico escéptico, siempre desconfiando, incluso de su propia sensibilidad, se deja llevar por el miedo a ser engañado; adopta fácilmente el tono de la ironía o incluso de la broma. Le teme al entusiasmo como a una enfermedad y sale airoso de todas las dificultades mediante una sonrisa y, a veces, una mueca.
Esa actitud, más o menos acentuada, es tan inherente al oficio de la crítica, que la encontramos incluso en Sainte-Beuve, ese maestro y modelo de todos los jueces literarios. A veces era de una prudencia excesiva y, cosa extraordinaria en una mente tan sólida, de un escepticismo de mal gusto. Nos quedan los artículos sobre Balzac y Flaubert para demostrar que es bueno que, junto al crítico profesional, demasiado respetuoso de la tradición, aparezca de vez en cuando el crítico ocasional que dice francamente lo que siente y lo que piensa, sin más preocupación que la de complacerse a sí mismo y descargar su sensibilidad, como se descarga una batería eléctrica.
Pero lo que otros hicieron sólo por casualidad, Mirbeau lo hizo por vocación.
Hay misioneros o exploradores que parten atraídos por la miseria de las almas lejanas, por el doloroso rumor de los pueblos ocultos. Sus deseos son oscuros, pero obedecen a dos sentimientos, muy a menudo fecundos, cuando se mantienen dentro de ciertos límites: el amor por lo nuevo y el amor por la justicia. Parten. ¿Adónde parten? Hacia los árboles desconocidos. ¿Adónde? Hacia los sufrimientos desconocidos. Les desagrada que se celebren siempre los mismos paisajes, los mismos bustos, las mismas miradas, las mismas lágrimas. Quieren renovar las formas de la piedad y las formas de la belleza.
Estos son precisamente los motivos que han dirigido a Octave Mirbeau en su carrera de crítico y periodista, ya que persiguió la injusticia social y la injusticia estética, por igual y con la misma profunda generosidad. Se entregó a esa doble guerra con un ardor maravilloso, pero a menudo excesivo; hirió a sus enemigos y también a algunos de sus amigos. Se había adentrado tanto en lo desconocido que se llegó a creer que se había perdido: pero regresó.
El gran dolor de los que viajan a tierras lejanas es que, después de haber recogido flores milagrosas y sonrisas increíbles, de haber luchado contra monstruos estúpidos y dioses malvados, de haber conocido cuerpos con escalofríos inhumanos y ojos con lágrimas sangrientas, después de haber visto lo indecible, sienten un día, el día del regreso, en sus corazones asustados y confusos, la inanidad de los viajes, de la entrega, de los peligros; y el leñador que nunca ha salido de su bosque los deja asombrados con preguntas simples. Pues hay que contar su paseo cuando llega la noche, y uno se da cuenta de repente que no ha entendido bien el sentido del mundo; uno se siente turbado, temeroso, y se acusa de pereza, de negligencia o de orgullo: miraba dentro de mí, mientras pasaba el vuelo salvaje de los cisnes. ¡Qué importa que no hayas visto los cisnes, viajero! Dinos lo que has visto. No lo sé, ¡he visto…!
Mirbeau experimentó ese cansancio y ese desánimo. Llegó un momento en su vida que parecía estar cansado de sí mismo más que de los demás. Durante años su propiedad, un bosque de hermosos árboles, permaneció abandonada, cubierta de zarzas, hiedra, aulaga y acebo. Luego volvió a su actividad normal, publicó varios libros curiosos, su extraordinario y paradójico Jardín de los suplicios y esa dura sátira, Los negocios son los negocios.
Contemporáneo de los primeros juegos del naturalismo, el despertar literario de Mirbeau fue violento. Mientras los pequeños maestros de las "Veladas de Médan", los cinco discípulos, dos de los cuales se convertirían a su vez en maestros, desarrollaban provisoriamente un genio mediano, según una estética absurda y limitada, Mirbeau preparaba novelas duras, violentas, de una ironía a veces un poco caricaturesca, pero en las que las páginas de emoción confesaban, como a regañadientes, la nobleza y los altos deseos de un alma amurallada en el pudor de su juventud.
Aunque Mirbeau no participó en aquel célebre manifiesto naturalista, su nombre debe quedar unido resueltamente con él. Era miembro del grupo, había prometido su adhesión, y si no leemos en él ninguna página suya, es por un vulgar malentendido. Si alguna vez lamentó su ausencia, se equivocó; eso le dio mayor libertad para navegar por la vida literaria. Las escuelas literarias, favorables a los jóvenes, son perjudiciales para los maduros.
La época naturalista fue un poco dura para la inteligencia. La moda era parecer tan estúpido como la vida misma. No se la juzgaba, se la padecía. Auténticos escritores, embrutecidos momentáneamente, contaban la existencia excluyendo del relato todo lo que le otorga interés, encanto, belleza o gracia. Mirbeau, que no estaba destinado realmente a ninguna esclavitud, se apartó de esa literatura de manual: escribió El calvario, tantas veces imitado, y algunos relatos en el mismo tono apasionado, adquiriendo en pocos años una reputación que, durante mucho tiempo, no se iba a preocupar en acrecentar.
¿Desprecio, aburrimiento o duda? Duda. Hacia 1890, Octave Mirbeau tenía dudas. Los paisajes que veía, las ideas que adivinaba, perturbaban su primitiva visión de la vida y el curso tumultuoso pero hasta entonces seguro y límpido de su pensamiento. Dudar de uno mismo: accidente terrible, pero que sólo les ocurre a las almas superiores, a las que se mueven con ansiedad y dolor, a las que buscan, con cándida obstinación, la triste e inhallable verdad. Ocupación absurda, tal vez, pero noble al fin y al cabo, y una de las que nos permiten no avergonzarnos de vivir.
Dudar de sí mismo interrumpe las carreras humanas; eso no disminuye a los hombres. Esa crisis, que a menudo determina una nueva carrera, es casi siempre saludable para los temperamentos demasiado activos, demasiado directos; interrumpe el camino principal y obliga a tomar por felices caminos laterales. Eso es lo que le ocurrió a Mirbeau. Abandonando las promesas de sus jóvenes y hermosos árboles, viajó como ya lo hemos expuesto: explorador, misionero e incluso apóstol.
Sin duda, uno no descubre un país habitado; en principio sus habitantes lo descubrieron primero. Sin embargo, es una gran bendición para los isleños estar por fin conectados con el resto de la humanidad, adquirir la posibilidad de lejanas y nuevas fraternidades. Mirbeau tuvo la generosidad de abrir un camino entre el público y una literatura nueva, entonces aislada por las arenas en un oasis: su artículo sobre Maurice Maeterlinck, en Le Figaro, abrió un camino entre las dunas, hasta entonces intransitables. ¡Cuántos jinetes, cuántos convoyes han pasado por allí desde entonces! No fue menos afortunado cuando quiso iniciar a las curiosidades rebeldes en nuevas fórmulas de arte o en ideas de justicia política y libertad extrema. En estos tres campos, su influencia reveladora ha sido verdaderamente afortunada y, a pesar de tantas victorias, a pesar de la creciente desconfianza del público engañado por las trompetas asalariadas, la voz fuerte y generosa de Mirbeau ha conservado su poder y su autoridad.
Tras esas afortunadas peregrinaciones y el acopio de un hermoso ramillete de amistades, el viajero comenzó a pensar en su bosque abandonado. Todavía hay princesas custodiadas por gigantes en torres mágicas, pero entre dos cabalgatas, entre dos amantes, Don Quijote ha encontrado por fin el momento propicio para completar las obras esperadas en las que acaba de contarnos su experiencia de los hombres, las ilusiones persistentes y los inevitables reveses de su madurez.
Una excelente biografía acaba de situar la figura de Octave Mirbeau en su verdadero lugar en las letras contemporáneas, mostrando en él no sólo al escritor apasionado, sino también al explorador literario y social, al filósofo que contempla el futuro mirando el presente y que no teme ni denunciar una iniquidad ni admirar el genio naciente de un joven, aunque sea el único que sienta así, que hable así. A menudo está solo, sobre todo cuando se trata de admirar, porque ya no se admira; se mira y se pasa de largo. Mirbeau fue quizás el último admirador, el último corazón capaz de entusiasmo espiritual. Leamos, por ejemplo, esta carta que le escribió a Maupassant; veremos cómo llega a depreciarse a sí mismo para exaltar a su amigo:
"...Vivo en una doble angustia y en una doble lucha. Lucho a brazo partido contra el adjetivo rebelde y el tono que huye; y cuando llega la noche, cansado de mis obras, asqueado de mi pluma, dejo siempre para mañana la redacción de mis cartas. Y el mañana no llega nunca.
"Eso, sin embargo, no me impidió leer tu libro… Realmente admiro la forma en que has llegado a dominar tu oficio. Hay en todo lo que haces una flexibilidad, una variedad, una soltura fuerte y libre que excluye el rastro de cualquier esfuerzo. Para usar una expresión de pintor, nunca hay en ti un error de valor, un quiebre en el matiz; y siempre le das importancia a la línea característica. Has llegado, mi querido amigo, a la perfección, y a una hermosa serenidad de arte que envidio, que me asombra y que me desespera..."
Octave Mirbeau, tanto en privado como en público, practicó más que ningún otro esa magnífica caridad intelectual que un filósofo singular, Ernest Hello, glorificaba, con la amargura de no haberla sentido en torno a su cabeza. A esa virtud, que podría ocupar casi el lugar del talento, le añadió las dotes puramente literarias que le habían sido generosamente concedidas. Eso aumenta su originalidad; le otorga a su fuerza el encanto rarísimo de la ternura; completa una figura donde la sonrisa es a veces triste.
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
OCTAVE MIRBEAU
LES hommes ou les œuvres, on les juge rarement d’après leur valeur propre, celle qui est indépendante du milieu, du moment ; on les juge, et cela convient bien à nos paresses, d’après l’accueil qu’ils reçoivent du public. Peu de critiques sont assez raisonnables, ou assez forts, pour oser, au moment où ils lisent un livre, en ignorer l’auteur. La couverture, la plupart du temps, dicte le prologue de leur opinion ; ils pensent moins à sentir librement qu’à disserter selon le goût du jour, et plutôt à ce qu’on dira d’eux qu’à ce qu’ils diront de leurs lectures. Ils ont peur de ne pas être suivis, et que l’autorité qu’ils ne tiennent que du peuple, le peuple la leur retire. Aussi que de soins et que de ruses pour ne pas arriver le premier ! Que de détours pour ne boire à la source qu’après le passage de la caravane !
Depuis dix ans, et plus, presque pas un critique de profession n’a porté le premier sur un écrivain nouveau un jugement décisif : de si heureuses et même glorieuses aventures ne sont échues qu’à des romanciers, à des poètes, à des «contemplateurs », à M. Mirbeau, à M. Coppée, à M. de Vogüé. C’est que le critique de métier, malgré tout le talent qu’il peut avoir, est dominé par deux vertus — ou deux défauts, si l’on veut : — la prudence et le scepticisme. Si une œuvre nouvelle est originale, elle lui paraît extravagante ; il fait le compte des règles qui sont méconnues, des usages qui sont blessés, et à mesure que les infractions s’accumulent son plaisir diminue. Il finit par se persuader que les œuvres vraiment supérieures ont toujours respecté la tradition des idées et la tradition de la forme, et il rejette parmi les productions bizarres le livre qui l’avait charmé tout d’abord. Le scepticisme professionnel a les mêmes effets, mais plus accentués. Le critique sceptique, toujours en défiance même contre sa propre sensibilité, est mené par la peur d’être dupe ; il adopte volontiers le ton de l’ironie ou même celui du badinage. Il craint l’enthousiasme comme une maladie et se tire de toutes les difficultés au moyen d’un sourire et parfois d’une grimace.
Cette attitude, plus ou moins accentuée, est tellement inhérente à la profession de critique, qu’on la rencontre jusque chez Sainte-Beuve, ce maître et ce modèle de tous les juges littéraires. Il fut parfois d’une prudence excessive et, chose extraordinaire dans un esprit aussi sûr, d’un scepticisme de mauvais goût. Les articles sur Balzac et sur Flaubert sont là pour prouver qu’il est bon qu’à côté du critique de profession, trop respectueux de la tradition, surgisse de temps en temps le critique occasionnel qui dit franchement ce qu’il sent et ce qu’il pense, sans autre souci que de se plaire à lui-même et de décharger sa sensibilité, comme on décharge une pile électrique.
Mais ce que d’autres ne firent que par occasion, M. Mirbeau le fit par vocation.
Des missionnaires ou des explorateurs s’en vont, attirés par la misère des âmes lointaines, par la rumeur douloureuse des peuples cachés. Leurs désirs sont obscurs, mais ils obéissent à deux sentiments, qui sont très souvent féconds, quand ils demeurent en de certaines limites, l’amour du nouveau et l’amour de la justice. Ils vont. Où ? Vers des arbres inconnus. Où ? Vers des souffrances ignorées. Il leur déplaît qu’on célèbre toujours les mêmes paysages, les mêmes bustes et les mêmes regards, les mêmes larmes. Ils veulent renouveler les formes de la pitié et les formes de la beauté.
Tels sont exactement les mobiles qui ont dirigé Octave Mirbeau dans sa carrière de critique et de journaliste, car il poursuivit également et avec la même générosité foncière, l’injustice sociale et l’injustice esthétique. Il s’adonna à cette double guerre avec une fougue merveilleuse à voir, mais souvent excessive ; il blessa ses ennemis et aussi quelques-uns de ses amis. Il était allé si loin dans l’inconnu qu’on le croyait perdu : il revint.
La grande douleur des voyageurs lointains, c’est qu’ayant cueilli des fleurs miraculeuses et des sourires incroyables, ayant combattu des monstres stupides et des dieux mauvais, ayant connu des chairs aux frissons inhumains et des yeux aux pleurs sanglants, ayant vu l’innommable, ils sentent un jour, le jour du retour, en leur cœur effaré et confus, l’inanité des voyages, des dévouements, des périls ; et le bûcheron qui n’a jamais quitté sa forêt les étonne par des questions simples. Car il faut raconter sa promenade, le soir venu, et on s’aperçoit soudain qu’on n’a pas bien compris la signification du monde ; on se trouble, on a peur, on s’accuse de paresse, de négligence ou d’orgueil : je regardais en moi, pendant que passait le vol sauvage des cygnes. Qu’importe que tu n’aies pas vu les cygnes, voyageur ! Dis-nous ce que tu as vu. Je ne sais plus, j’ai vu !…
M. Mirbeau a connu cette lassitude et ce découragement. À une heure de sa vie, c’est de lui-même plus que des autres qu’il sembla être fatigué. Pendant des années, son domaine, un bois de beaux arbres, demeura abandonné, envahi par les ronces, le lierre, l’ajonc et le houx. Puis il retrouva son activité normale, donna plusieurs livres curieux, son extraordinaire et paradoxal Jardin des supplices et cette rude satire, Les Affaires sont les affaires.
Contemporain des premiers jeux du naturalisme, l’éveil littéraire de M. Mirbeau fut violent. Pendant que les petits maîtres des « Soirées de Médan », les cinq disciples, dont deux devaient devenir des maîtres à leur tour, développaient provisoirement un génie moyen, selon une esthétique absurde et bornée, Mirbeau préparait des romans durs, violents, d’une ironie parfois un peu caricaturale, mais où des pages d’émotion avouaient, comme à regret, la noblesse et les hauts désirs d’une âme murée dans la pudeur de sa jeunesse.
Quoique M. Mirbeau n’ait pas pris part à ce célèbre manifeste naturaliste, il faut absolument y joindre son nom. Il faisait partie du groupe, il avait promis son adhésion, et si on n’y lit aucune page de lui, c’est par suite d’un vulgaire malentendu. S’il a jamais regretté son absence, il a eu tort ; cela lui a valu de naviguer dans la vie littéraire en une plus grande liberté. Les écoles littéraires, favorables aux jeunes gens, sont nuisibles aux maturités.
Époque un peu sévère pour l’intelligence que l’époque naturaliste. La mode était de paraître bête comme la vie. On ne la jugeait pas, on la subissait. Des écrivains véritables, momentanément abrutis, racontaient l’existence en excluant du conte tout ce qui en fait l’intérêt, le charme, la beauté ou la grâce. M. Mirbeau, qui n’était décidément voué à aucun esclavage, s’écarta de cette littérature de manuel : il écrivit Le Calvaire, tant de fois imité, quelques récits dans le même ton de passion, acquérant en peu d’années une réputation qu’il devait, pendant longtemps, dédaigner d’accroître.
Dédain, ennui ou doute ? Doute. Vers l’an 1890, Octave Mirbeau douta. Des paysages aperçus, des idées devinées troublèrent sa primitive vision de la vie et le cours tumultueux mais jusque-là sûr et limpide, de sa pensée. Douter de soi : accident terrible, mais qui n’arrive qu’aux âmes supérieures, à celles qui se meuvent inquiètes et douloureuses, à celles qui cherchent, avec une obstination candide, la triste et introuvable vérité. Occupation absurde, peut-être, mais tout de même noble, et l’une de celles qui permettent de ne pas rougir de vivre.
Douter de soi, cela interrompt les carrières humaines ; cela ne diminue pas les hommes. Cette crise, qui détermine souvent une carrière nouvelle, est presque toujours salutaire aux tempéraments trop actifs, trop directs ; elle coupe la grande route et force à prendre d’heureux chemins de traverse. C’est ce qui advint à M. Mirbeau. Abandonnant les promesses de ses jeunes beaux arbres, il voyagea comme nous l’avons déjà expliqué : explorateur, missionnaire et même apôtre.
Sans doute on ne découvre pas un pays habité ; il y a apparence que les habitants l’ont découvert d’abord. Cependant c’est un grand bienfait pour les insulaires d’être enfin reliés au reste de l’humanité, d’acquérir la possibilité de lointaines et nouvelles fraternités. M. Mirbeau eut cette générosité de frayer un chemin entre le public et une littérature nouvelle, alors isolée par les sables en une oasis : son article sur M. Maurice Maeterlinck, dans Le Figaro, troua les dunes, jusqu’alors infranchissables. Que de cavaliers, que de convois y ont passé depuis ! Il ne fut pas moins heureux quand il voulut initier les curiosités rebelles à de nouvelles formules d’art ou aux idées de justice politique et de liberté extrême. En ces trois domaines, son influence révélatrice a été vraiment heureuse et, malgré tant de victoires, malgré la méfiance croissante du public leurré par des trompettes salariées, la voix forte et généreuse de M. Mirbeau a gardé sa puissance et son autorité.
Après ces pérégrinations fortunées et la cueillaison d’une belle gerbe d’amitiés, le voyageur se mit donc à songer à son bois délaissé. Il y a encore des princesses gardées par des géants en des tours magiques, mais entre deux chevauchées, entre deux amants, Don Quichotte a trouvé enfin l’heure propice pour achever les œuvres attendues où il vient de nous dire son expérience des hommes, les illusions persistantes et les inévitables déboires de sa maturité.
Une excellente biographie vient de mettre à sa véritable place dans les lettres contemporaines la figure d’Octave Mirbeau, montrant en lui, non seulement l’écrivain passionné, mais aussi l’explorateur littéraire et social, le philosophe qui contemple l’avenir en regardant le présent et qui ne craint, ni de dénoncer une iniquité, ni d’admirer le génie naissant d’un jeune homme, fût-il seul à sentir ainsi, à parler ainsi. Il est souvent seul, surtout quand il s’agit d’admirer, car on n’admire plus ; on regarde et on passe. Mirbeau aura peut-être été le dernier admirateur, le dernier cœur capable d’enthousiasme spirituel. Qu’on lise par exemple cette lettre qu’il écrivait à Maupassant ; on verra comment il va jusqu’à se déprécier lui-même pour exalter son ami :
« …Je vis dans une double angoisse et une double lutte. Je m’escrime contre l’adjectif rebelle et le ton qui fuit ; et lorsque le soir vient, fatigué de mes œuvres, écœuré de ma plume, je remets toujours au lendemain le soin d’écrire mes lettres. Et le lendemain ne vient jamais.
« Cela ne m’a pas empêché, toutefois, de lire ton volume… J’admire vraiment comme tu t’es rendu maître de ton métier. Il y a dans tout ce que tu fais une souplesse, une variété, une aisance forte et libre qui exclut la trace de tout effort. Pour employer des expressions de peintre, jamais chez toi une faute de valeur, un enjambement de ton ; et toujours l’importance donnée à la ligne caractéristique. Tu es, mon cher ami, arrivé à la perfection, et à une belle sérénité d’art que j’envie, qui m’étonne et qui me désespère… »
Octave Mirbeau, dans l’intimité comme en public, a, plus que nul autre, pratiqué cette magnifique charité intellectuelle qu’un philosophe singulier, Hello, glorifiait, avec l’amertume de ne pas l’avoir sentie autour de sa tête. Cette vertu, qui tiendrait presque lieu de talent, il l’a jointe par surcroît aux dons purement littéraires qui lui furent libéralement dévolus. Cela augmente son originalité ; cela donne à sa force le charme très rare de la tendresse ; cela achève une figure où le sourire est parfois triste.
1898 et 1903.