HISTORIA DE ESTE LIBRO COMENZADO EN 1879
Hice la peregrinación a La Salette en otros tiempos, hace casi treinta años, cuando no existía el ferrocarril de Grenoble a La Mure. Una diligencia homicida tirada por doce caballos, en ciertas subidas les rompía la espalda a los viajeros, desde la aurora hasta el crepúsculo, en los días más largos. Uno refunfuñaba diez horas antes de quedar abandonado en manos de los muleros.
Por lo demás, así estaba muy bien. Era algo que espantaba a muchos turistas y el paisaje era afectuoso y consolador para con el peregrino. En algunos lugares había que bajar para dejar descansar a los animales, y era una dulzura exquisita andar lentamente bajo los grandes árboles, al son de las corrientes aguas que huían hacia los abismos. Recuerdo para siempre esos pocos cientos de pasos, en compañía de un misionero que, según creo, era genial, y que me contaba, con palabras extraordinarias, la majestuosidad de los Textos Sagrados. Murió tres semanas más tarde, habiéndole pedido a la Madre de Dios durante mucho tiempo terminar sus días en La Salette, donde fue enterrado. Ya estaba harto del horror de este mundo y de la farisaica piedad contemporánea que le parecía una apostasía.
No voy a nombrar a ese sacerdote. Su familia es muy poco digna de él, pero yo sé lo que me dio, dum loqueretur in via et aperiret mihi Scripturas*. ¡Querido difunto!, volví a ver su tumba el año siguiente: una humilde cruz sobre un humilde montículo de hierba; luego, otra vez el año pasado, veintiséis años después, pero abandonada, ya que sus restos habían sido trasladados a un panteón recién construido, a dos pasos de allí, donde se puede leer su nombre, bien conocido por los ángeles y por algunos amigos de Dios.
Ese misionero, más orador que escritor, recorría el mundo proclamando la gloria de la Madre de Jesucristo, y siempre regresaba a La Salette para abrevar, a los pies de La que Llora, las inspiraciones de su celo apostólico.
El discurso infinitamente extraordinario que los niños escucharon en esa Montaña se había vuelto el centro de sus pensamientos, y la comprensión que tenía de él era como uno de esos dones inefables que el Venerable Grignion de Montfort les atribuía proféticamente a los Apóstoles de los Últimos Tiempos.
Uno podría hacerse un nombre como exégeta con sólo las migajas del festín diario que les ofrecía a sus oyentes ese hombre tan humilde cuando hablaba de la Reina de los Patriarcas y de los Mártires. La especie de disfavor misterioso que pesa sobre La Salette en la mente de un gran número de cristianos le hacía desbordar el corazón. El presente libro, emprendido y comenzado ante sus ojos, en la misma Salette, fue interrumpido durante un cuarto de siglo, Dios sabe cómo y por qué. Esta obra de justicia era su deseo supremo, su esperanza.
Murió desde las primeras páginas, como si la Consoladora a la que servía no hubiera querido que esa alma, verdaderamente sacerdotal y crucificada, perdiera, en cierto modo, la aureola dolorosa que ella pone en la frente de esas víctimas del Amor de las que se habla en la Tercera Bienaventuranza y que no pueden ser consoladas en la tierra.
Esta obra, que hoy retomo, me parece aún más difícil y temible que antes. La muerte de aquél que me inspiró para escribirla me abrumó con un dolor que creí irreparable, y, después, la vida más desdichada que pueda imaginarse me apartó de ella indefinidamente.
El momento no había llegado. ¿Qué podría haber hecho yo entonces sino una paráfrasis exegética y literaria del Discurso, a lo sumo? Demasiadas cosas me eran desconocidas. Desconocía incluso el Secreto de Melania, publicado recién en noviembre de 1879, y tan impenetrablemente obnubilado por el espanto sacerdotal que, todavía hoy, casi todos los católicos lo ignoran o creen conocerlo.
Además, ¿no era necesario que se desplegaran las vilezas y las congénitas ignominias de la República Francesa, que ahora han llegado a un punto tal que uno se pregunta de qué se ocupa la muerte? ¿Todos los demonios no se habían levantado ya como un solo demonio para exigir el pleno florecimiento de la hedionda flor democrática, tan trabajosamente aclimatada por ellos en el Reino que fue la cuna de la Autoridad Cristiana? Por último, y sobre todo, ¿la Justicia del Brazo Pesado no tenía que esperar a que la Embajadora bañada en llanto, sesenta veces ultrajada, le dijera a su Hijo: —Ya no conozco a este pueblo, se ha vuelto demasiado horrendo?
Después de tan largo tiempo, habiendo llegado mi nombre a ser casi famoso, algunos enamorados pensaron que bien pudiera ser yo el designado para escribir sobre La Salette el libro que algunas almas necesitan, un libro piadoso que no sea hostil a la magnificencia divina, un libro que diga, al cabo de sesenta años, algunas plausibles palabras sobre ese Acontecimiento inaudito, absolutamente incomprendido e incluso ignorado por los llamados misioneros o sacerdotes seculares que se han sucedido en la Montaña.
"Transmitídselo a todo mi pueblo", dijo dos veces la Inefabilísima. Eso es lo que angustiaba a mi iniciador. —"¿Quién piensa en eso?", me decía, "¿y qué podría transmitírsele a todo el pueblo, es decir, a todos los hombres? ¿Sabe siquiera la gente de aquí lo que ha ocurrido en este lugar, y el más fuerte sería capaz de entender una palabra, sólo una palabra de ese Discurso que parece ser el Verbum novissimum del Espíritu Santo?
Por desgracia, la explicación, irremediablemente perdida, que ese hombre podría haber dado, será en lo sucesivo lo que pueda ser: una angustiosa visión de los tiempos actuales con respecto a las promesas y amenazas, igualmente desdeñadas, de la Madre del Hijo de Dios —una visión de terror enormemente agravada por la certeza adquirida y totalmente incontestable de ciertos acontecimientos preliminares. ¿Qué importa que mi obra quede mutilada de esta manera, si contiene todavía, después de todo, lo suficiente de esa palabra sumergida como para atraer a La Salette a algunas de esas magníficas almas capaces de percibir su belleza, incluso a través de las oscuridades o las faltas de una insuficiente predicación?
Me hubiera gustado poder decirles, como Bossuet hablando delante de la peluca del rey de Francia: "Escuchad, creed, sacad provecho, os estoy partiendo el pan de la vida"; pero una forma tan elevada de hablar, ¿no enajenaría, por el contrario, del modo más eficaz, a un gran número de corazones ya subyugados, aunque lo ignoren, por el Príncipe suntuoso de Cabeza Aplastada que no cesa de prometer a sus esclavos el imperio soberano del que él mismo está desposeído?... ¡Qué triunfo sería llegar a darles un vislumbre del Esplendor a los contemporáneos de los automóviles!
El sacerdote de Jerusalén, el misionero del que acabo de hablar, se llamaba Louis-Marie-René, y esto ya es mucho más de lo que yo hubiera querido decir. Que tal sea, pues, el patrocinio de este libro que será, sobre todo, un libro de dolor. La Salette es, por excelencia, el Lugar de las Lágrimas dolorosísimas.
Todos recordamos que cuando la Aparecida dejó de hablarles a los niños, se produjo un drama extraordinario. La resplandeciente Señora, cuyos pies, según el testimonio de sus pueriles oyentes, no tocaban el suelo, sino que sólo rozaban el "borde superior de la hierba", se aleja lentamente de ellos, con una especie de deslizamiento, y, después de cruzar el arroyito que la separa del valle, continúa haciendo ese asombroso Itinerario serpenteante, marcado hoy por esas Catorce Cruces del Camino Penoso que, en la translúcida meditación de los cruentos Misterios, parecen superponerse...
Ese Via Crucis único había sido decretado, como todas las cosas, antes de la creación de los espacios. Formaba parte de la integridad del Plan Divino que la genuflexión de los últimos habitantes cristianos de la tierra fuera determinada, con tanta precisión, en ese lugar salvaje, por el surco de los Pies de Luz. No es indiferente que nos prosternemos allí o en otro lugar. Las almas religiosas que van a llorar a La Salette hacen algo que resuena armoniosamente en toda la serie de Decretos Divinos relativos a la Redención de la humanidad. Sus lágrimas caen en ese suelo privilegiado, como la simiente de muchas otras lágrimas que acabarán, si Dios quiere, fluyendo allí, un día, como olas. "El abismo de las lágrimas de María invoca el abismo de nuestras lágrimas con la Voz de sus cataratas". Ella nos incita a esa efusión como su Hijo, desde lo alto de la Cruz, la incitó amorosamente a ella misma a la efusión total de su incomparable Corazón quebrantado.
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
* Bloy, con su dominio del latín hace una paráfrasis, en primera persona, del siguiente versículo que la Vulgata pone en boca de los discípulos de Emáus: Nonne cor nostrum ardens erat in nobis dum loqueretur in via, et aperiret nobis Scripturas ? (Lucas 24:32) "No es verdad que nuestro corazón estaba ardiendo dentro de nosotros, mientras nos hablaba en el camino, mientras nos abría las Escrituras?" (Straubinger).
HISTOIRE DE CE LIVRE COMMENCÉ EN 1879
J’AI fait le pèlerinage de la Salette autrefois, il n’y a pas loin de trente ans, lorsque le chemin de fer de Grenoble à la Mure n’existait pas. Une diligence homicide attelée de douze chevaux, dans certaines montées, cassait les reins des voyageurs, de l’aurore au crépuscule, dans les plus longs jours. On râlait dix heures avant d’être abandonné aux muletiers.
C’était fort bien ainsi, d’ailleurs. Cela dégoûtait plusieurs touristes et le paysage était affectueux et consolant pour le pèlerin. En certains endroits on descendait pour soulager les bêtes, et c’était une douceur exquise d’aller lentement sous les grands arbres, au bruit des courantes eaux qui fuyaient vers les abîmes. Je me souviens pour toujours de ces quelques centaines de pas, en compagnie d’un missionnaire qui avait, je crois, du génie et qui me disait, en mots extraordinaires, la majesté des Textes Saints. Il mourut, trois semaines plus tard, ayant demandé longtemps à la Mère de Dieu de finir à la Salette où on l’enterra. Il avait assez de la hideur de ce monde et de la pharisaïque piété contemporaine qui lui semblait une apostasie.
Je ne nommerai pas ce prêtre. Sa famille est trop peu digne de lui, mais je sais ce qu’il me donna, dum loqueretur in via et aperiret mihi Scripturas. Cher défunt ! je revis sa tombe, l’année suivante, une humble croix sur un humble tumulus de gazon ; puis, l’an dernier, vingt-six ans plus tard, mais abandonnée, sa dépouille ayant été transférée dans un caveau récemment construit à deux pas de là, où peut être lu son nom bien connu des Anges et de quelques amis de Dieu.
Ce missionnaire, plus orateur qu’écrivain, parcourait le monde, annonçant la Gloire de la Mère de Jésus-Christ, et c’est toujours à la Salette qu’il revenait puiser, au pieds de Celle qui pleure, les inspirations de son zèle apostolique.
Le Discours, infiniment extraordinaire, qu’entendirent les enfants sur cette Montagne, était devenu le centre de ses pensées, et l’intelligence qu’il en avait était comme un de ces dons inexprimables que le Vénérable Grignion de Montfort attribuait prophétiquement aux Apôtres des Derniers Temps.
On se ferait un renom d’exégète rien qu’avec les miettes du festin de chaque jour offert à ses auditeurs par ce très humble, quand il parlait de la Reine des Patriarches et des Martyrs. L’espèce de défaveur mystérieuse qui pèse sur la Salette dans la pensée d’un grand nombre de chrétiens faisait déborder son cœur. Le présent livre, entrepris et commencé sous ses yeux, à la Salette même, a été interrompu un quart de siècle, Dieu sait comment et pourquoi. Cette œuvre de justice était son désir suprême, son espérance.
Il mourut dès les premières pages, comme si la Consolatrice qu’il servait n’avait pas voulu que cette âme, vraiment sacerdotale et crucifiée, perdît, en une manière, l’auréole douloureuse qu’elle met au front de ces victimes de l’Amour dont il est parlé dans la Troisième Béatitude et qui ne doivent pas être consolées sur terre.
Cette œuvre, que je reprends aujourd’hui, me paraît encore plus difficile et redoutable qu’autrefois. La mort de celui qui me l’inspirait m’accabla d’un deuil que je croyais irréparable, et la vie la plus malheureuse qui puisse être imaginée m’en détourna ensuite indéfiniment.
Le moment n’était pas venu. Qu’aurais-je pu faire alors, sinon une paraphrase exégétique et littéraire du Discours, tout au plus ? Trop de choses m’étaient inconnues. J’ignorais même le Secret de Mélanie, publié seulement en novembre 1879, et si impénétrablement obnubilé par l’épouvante sacerdotale qu’aujourd’hui encore presque tous les catholiques l’ignorent ou le préjugent.
Puis ne fallait-il pas que se déroulassent les turpitudes et congénitales ignominies de la République française, qui sont maintenant à un tel point qu’on se demande ce que fait la mort ? Tous les démons ne s’étaient-ils pas levés déjà comme un seul démon pour réclamer l’épanouissement complet de la puante fleur démocratique, si laborieusement acclimatée par eux dans le Royaume qui fut le lieu de naissance de l’Autorité chrétienne ? Enfin et surtout la Justice du Bras pesant ne devait-elle pas attendre que l’Ambassadrice en pleurs, soixante fois outragée, dit à son Fils : — Je ne connais plus ce peuple, il est devenu trop épouvantable ?
Après si long temps, mon nom étant devenu quasi célèbre, quelques amoureux ont cru que je pourrais bien être désigné pour écrire sur la Salette le livre dont certaines âmes ont besoin, un livre pieux qui ne serait pas hostile à la magnificence divine, un livre qui dirait, à l’expiration de soixante années, quelques plausibles mots sur cet Événement inouï, absolument incompris et même ignoré des prétendus missionnaires ou prêtres séculiers qui se sont succédés sur la Montagne.
« Faites-le passer à tout mon peuple », a dit, par deux fois, la Toute-Ineffable. Voilà ce qui désolait mon initiateur. — Qui donc y pense ? me disait-il, et que pourrait-on faire passer à tout le peuple, c’est-à-dire à tous les hommes ? Les gens d’ici savent-ils seulement ce qui s’est accompli en ce lieu, et le plus fort est-il capable de comprendre un mot, rien qu’un mot de ce Discours qui paraît être le Verbum novissimum de l’Esprit-Saint ?
Hélas ! l’explication, irrémédiablement perdue, qu’aurait pu donner cet homme, sera, désormais, ce qu’elle pourra : une angoissante vision des temps actuels à propos des promesses et des menaces également dédaignées de la Mère du Fils de Dieu — vision de terreur énormément aggravée par la certitude acquise et tout à fait incontestable de certains événements préliminaires. Qu’importe, après tout, si mon œuvre ainsi mutilée, contient encore assez de cette parole engloutie pour attirer à la Salette quelques-unes de ces magnifiques âmes capables d’en pressentir la beauté, même à travers les obscurités ou les défaillances d’une insuffisante prédication ?
J’aurais voulu pouvoir leur dire, comme Bossuet parlant devant la perruque du roi de France : « Écoutez, croyez, profitez, je vous romps le pain de vie » ; mais une manière de parler si haute n’éloignerait-elle pas, au contraire, de la façon la plus sûre, un grand nombre de cœurs déjà subjugués, à leur insu, par le Prince fastueux à la Tête écrasée qui ne cesse de promettre à ses esclaves l’empire souverain dont il est lui-même dépossédé ?… Quel triomphe d’arriver seulement à faire entrevoir la Splendeur aux contemporains des automobiles !
Le prêtre de Jérusalem, le missionnaire dont je viens de parler, se nommait Louis-Marie-René, et c’est déjà beaucoup plus que je n’aurais voulu dire. Que tel soit donc le patronage de ce livre qui sera surtout un livre de douleur. La Salette est, par excellence, le Lieu des larmes très douloureuses.
On se rappelle que lorsque l’Apparue cessa de parler aux enfants, il y eut un drame extraordinaire. La resplendissante Dame dont les Pieds, au témoignage de ses puérils auditeurs, ne touchaient pas le sol, effleurant seulement « la cime de l’herbe », s’éloigne d’eux avec lenteur par une sorte de glissement et, après avoir franchi le ruisselet qui la sépare de l’escarpement du plateau, Elle commence à décrire cet étonnant Itinéraire serpentin, marqué aujourd’hui par ces Quatorze Croix de la Voie peineuse qui, dans la translucide méditation des sanglants Mystères, semblent se superposer…
Ce chemin de croix unique, avait été décrété comme toutes choses, antérieurement à la création des espaces. Il entrait dans l’intégrité du Plan divin que les agenouillements des derniers habitants chrétiens de la terre fussent déterminés, avec cette précision, dans ce lieu sauvage, par le sillon des Pieds de lumière. Il n’est pas indifférent de se prosterner là ou ailleurs. Les âmes religieuses qui viennent pleurer à la Salette, font une chose qui retentit harmonieusement dans toute la série des Décrets divins touchant la Rédemption de l’humanité. Leurs larmes tombent sur ce sol privilégié, comme une semence de beaucoup d’autres larmes qui finiront, si Dieu veut, par y couler, un jour, comme des ondes. « L’abîme des Larmes de Marie invoque l’abîme de nos larmes par la Voix de ses cataractes. » Elle nous provoque à cette effusion comme son Fils, du haut de la Croix, la provoquait amoureusement Elle-même à l’effusion totale de son incomparable Cœur brisé.