EMILY DICKINSON
Aquel
18 de mayo de 1886, entre la pompa resplandeciente de hojas y flores con que la
primavera de Nueva Inglaterra cubre la desnudez aún no olvidada del invierno,
ningún amigo del pequeño grupo reunido para despedir de este mundo a Emily
Dickinson advirtió que estaba diciendo adiós al poeta lírico más memorable de
su país. El coronel Higginson, director de la revista The Atlantic Monthly, a quien ella había erigido en su maestro y
mentor literario (era, en cierta forma, como si una alondra hubiese pedido a un
ave de corral que le enseñara a volar), leyó junto al ataúd abierto el poema de
Emily Brontë que empieza No es alma
cobarde la mía, “versos predilectos —dijo— de nuestra amiga que ha entrado
ahora en esa inmortalidad que siempre tuvo en cuenta”. No podemos culparlos
demasiado por haber tratado a un ángel sin percatarse de ello. Excepción hecha
de tres poemas, la obra de Emily Dickinson es póstuma. Además, aquella época
era la edad de oro de la poesía norteamericana. Entre las voces de hombres como
Whitman, Emerson, Longfelow, Poe, Whittier, Lowell, Bryant, para nombrar sólo a
los más grandes, se hubiese necesitado un oído singularmente afinado para
captar la belleza de las wood notes wild
de Emily basándose en las escasas muestras de su obra contenidas en los breves
poemas que dedicó a los amigos íntimos, con ocasión de algún pequeño regalo o
aniversario, o de sus cartas, que son de la misma naturaleza que su poesía. El
mismo coronel Higginson había visto apenas cincuenta de los mil y tantos poemas
que conocemos hoy. Mas fue saliendo a luz el contenido de las gavetas que ella
había guardado tan celosamente, cedido poco a poco por Lavinia Dickinson,
indecisa entre el deseo de hacer conocer la obra de su hermana y su respeto por
el sigilo que ésta siempre guardó, y así el mundo pudo darse cuenta
gradualmente de la verdadera talla poética de Emily. Sin embargo, su visión
original y sorprendente de los aspectos más hondos de la experiencia humana, la
científica precisión de su idioma, el carácter funcional, casi matemático, de
su técnica literaria, tan de acuerdo con otras manifestaciones de su época y,
no obstante, tan avanzada con respecto a ella, han necesitado del transcurso de
casi dos generaciones para ser apreciados en su justo valor. La intuición que
de esto tenía Emily Dickinson influyó, sin duda, para que rechazara toda
invitación a publicar su obra. Era hipersensible y lúcida, como los grandes
artistas. Sabía que el mundo no estaba aún preparado para su poesía y, como
afirmó una vez, “no quería que su canguro saliera a pasear entre las beldades”.
No era esto falsa humildad de su parte. Emily pertenecía a esos “tremendos”
pobres de espíritu que, como dice acertadamente la Biblia, poseerán la tierra.
Goethe
dice que las dos pruebas del genio son “una infinita capacidad para interesarse
en las cosas” y “una visión nueva de lo cotidiano”. De acuerdo con ellas, pues,
podemos incluir a Emily en tan alta categoría. Su propia definición de lo que
es un poeta la retrata perfectamente:
This was a Poet
It is that
Distills amazing
sense
From ordinary
Meanings
And attars so
immense
From the
familiar species
That perished by
the door,
We wonder it was
not
Ourselves
Arrest it before.
Esto
era un poeta:
Lo
que destila
un
asombroso sentido
de
significados corrientes
y
esencias tan inmensas
de
las especies familiares
que
perecieron junto a la puerta,
que
nos preguntamos
si
no fuimos nosotros
que
lo detuvimos antes.
Como
en la poesía de Emily Dickinson está la quintaesencia del espíritu de Nueva
Inglaterra, antes de valorarla es necesario comprender el medio en que surgió.
Para muchos el término New England
lleva consigo una connotación de stern
and rock-bound coast, una farisaica arrogancia puritana, las tenebrosas
doctrinas calvinistas de la predestinación y condenación eterna, y la astucia
yanqui. De todo esto hay en New England,
sin duda; pero todo esto no es sino una parte de la verdad, y nada hay más
engañoso que la verdad a medias. Pese a que algún chusco ha dicho que las
descripciones líricas del nuevo país, enviadas por los primeros colonizadores a
sus amigos ingleses, “debieron haber sido escritas en la temporada de las
fresas”, nadie que conozca aquel Estado puede discutir la belleza de su campiña.
No es orgullo local —yo no soy oriunda de Nueva Inglaterra—, pero dudo que la
naturaleza ofrezca un panorama más deleitoso que el de esta región en
primavera, con la exuberancia de sus dogwood,
cerezos y manzanos florecidos, sus ondulantes colinas de verde aterciopelado,
salpicadas de limpios pueblecitos blancos entre los cuales se alza gravemente
la torre de la iglesia, o el espectáculo de belleza irreal que adquiere en
otoño cuando los arces, los nogales y los olmos muestran toda la gama del rojo
y del amarillo y, recortados contra el aire transparente de octubre, parecen
nimbados de luz. En cuanto a los puritanos, si bien formaban un grupo altanero
e intolerante, también es cierto que habían desarrollado el sentido de la
responsabilidad individual hasta un grado poco común; eran capaces de
subordinar sus intereses privados al bien público y de armonizar las
necesidades del grupo con la independencia del individuo. De ellos se ha dicho
que las normas que sostenían representan uno de los más altos ejemplos de
organización social que conoce la historia. Esta sociedad intensamente
democrática, aunque reconocía las diferencias de rango, no hizo nunca distingos
crueles entre pobres y ricos. Basta asistir hoy en cualquier pueblo de Nueva
Inglaterra a una reunión de vecinos, donde se discutan problemas locales de
interés común, para comprobar hasta qué punto ha sobrevivido el espíritu de
antaño. Ni debe olvidarse que, por diluidos que se hallen en la actualidad, los
valores de aquellos viejos patricios constituyen todavía el nódulo del carácter
nacional. Samuel Eliot Morison, descendiente él mismo de puritanos, ha
estudiado un aspecto del ethos
puritano que tiene gran significación en lo que respecta a la actitud de Emily
Dickinson hacia la vida y la poesía: “Independientemente de lo que el
puritanismo ha llegado a significar en años posteriores, hace trescientos años
significaba una elevada sinceridad de propósitos, una integridad de vida y una
anhelosa búsqueda de la voz de Dios. Ningún puritano habrá dicho, como decían
los hijos de Israel cuando oían bramar los truenos y las trompetas en el Monte
de Sinaí: Que no nos hable Dios, no sea
que vayamos a morir”. Las reverberaciones de aquella voz tremenda y
benigna, que el puritano escuchaba con el oído en acecho, colmaban su hogar, su
taller, su iglesia. Si rechazaba la intercesión de los santos, era porque
estaba seguro de verse un día cara a cara con su Dios. Aunque Emily Dickinson
no aceptó nunca la ortodoxia de su tiempo, el tema dominante de su poesía fue
esa relación intensamente personal con un Dios a quien no podía comprender del
todo, pero en quien confiaba a pesar de sus momentos de duda. Señalemos que
pertenecía a la secta congregacionalista, o sea a uno de los primeros grupos
disidentes con las doctrinas sombrías de Calvino. Se llamaron los Covenanters. El Dios de Calvino era un
Dios absoluto y arbitrario. Aunque el pecado de Adán había condenado a la humanidad a la perdición eterna, Dios, por
la intercesión y los méritos de Cristo, consintió en salvar a cierto número de
predestinados. Y sólo Él conocía las
razones de su elección. El Dios de Nueva Inglaterra era absoluto, pero no
arbitrario. En sus relaciones con los hombres se había sometido voluntariamente
a un convenio, el convenio de la gracia. Y la gracia redentora de Dios, según
los teólogos del siglo XVII, estaba al alcance de cualquiera que creyera en Él
sinceramente. El creyente, por mucho que hubiera pecado, podía valerse de la
gracia implícita en el convenio. Como dice el profesor Morison, cuando Samuel
Sewall, uno de los primeros y más estimados puritanos de Boston, escribe en su
diario: “Recé este mediodía para que Dios perdonara mis pecados bajo el Ancho
Sello del Cielo”, quiere decir: “Yo hice mi parte; ahora, Dios, haz la Tuya”.
Aunque
en los antípodas del fariseísmo, Emily no dice como el puritano: “Señor, ten
compasión de mí que soy pecador”. Rara vez alude en sus versos al pecado y a la
expiación. Supone que ella —y la humanidad entera— merece salvarse. A esa
compensación tiene derecho el hombre en su paso por la tierra. Además, sólo la
inmortalidad puede aclarar lo inescrutable, lo que Emily llama “el revés de la
Divinidad”. A veces parafrasea las palabras del Evangelio: “Creo, Señor, ayuda
mi incredulidad”, pero nunca rehúye la idea de la muerte, y en ocasiones ésta
se convierte en una jovial aventura:
Tie the strings
to my life, my Lord,
Then I am ready
to go!
Just a look at
the horses
Rapid! That will
do!
Put me in on the
firmest side,
So I shall never
fall;
For we must ride
to the Judgement,
And it’s partly
down hill.
But never I mind
the bridges,
And never I mind
the sea;
Held, fast in
everlasting race
By my own choice
and thee.
Good-by ti the
life l used to live,
And the world I
used to know;
And kiss the
hills for me, just once;
Now I am ready
to go!
¡Ata
las cuerdas de mi vida, Señor!
Entonces
estaré preparada para ir.
Apenas
una mirada a los caballos:
¡Rápido!
¡Eso basta!
Colócame
del lado más firme
de
modo que nunca caiga;
pues
debemos cabalgar rumbo al Juicio
y
haremos parte del camino cuesta abajo.
Pero
no me preocupan los puentes
ni
me preocupa el mar;
firme
en la carrera perdurable
por
mí propia elección y por la tuya.
Digo
adiós a la vida que solía vivir
y
al mundo que solía conocer.
Besa
las colinas por mí, una vez sola:
¡Ahora
estoy preparada para ir!
La
familiaridad, rayana en la impertinencia, que se permitía a menudo en sus
conversaciones con Dios, sólo puede explicarse por la certeza de Su gracia
final, como la del niño mimado que se toma libertades con el padre más adusto:
I hope the
father in the skies
Will lift his
little girl,
Old-fashioned,
naughty, everything
Over the stile
of pearl.
Espero
que el padre en los cielos
alzará
a su niñita
anticuada,
desobediente, de todo,
sobre
el portillo de nácar.
A
diferencia de Milton, Emily no se proponía justificar la conducta de Dios con
los hombres; pedíale a Él que la justificara; pocas veces la Divinidad habrá
sido increpada más irónicamente que en su poema sobre Moisés, uno de los
personajes bíblicos que Emily prefería, junto con Elías, el profeta que,
trascendiendo la disolución y la sepultura, ascendió al cielo en un carro de
fuego, medio de locomoción que mucho hubiese complacido a Emily:
It always felt
to me a wrong
To that old
Moses done,
To let him see
the Canaan
Without the
entering.
And though in
soberer moments
No Moses there
can be,
I’m satisfied
the romance
In point of
injury
Surpasses
sharper stated
Of Stephen or of
Paul;
For these were
only put to death,
While God’s
adroiter will
On Moses seemed
to fasten
In tantalizing
play
As a Boy should
deal
With a lesser
Boy
To show
supremacy.
The fault was
doubtless
Israel’s
Myself had
banned the Tribes,
And ushered
grand old Moses
In Pentateuchal
robes
Upon the broad
possession
But titled him
to see.
Old Man on Nebo!
Late as this
One justice
bleeds for thee.
Siempre
sentí la injusticia
hecha
a ese viejo Moisés:
dejarlo
ver la tierra de Canaán
y
no dejarlo entrar.
Y
aunque en momentos más sosegados
no
pueda haber ningún Moisés,
me
satisface que el romance
en
materia de daño
supere
otros más agudos ocurridos
a
Esteban o a Pablo;
porque
éstos fueron tan sólo muertos,
mientras
que la voluntad de Dios, más hábil,
pareció
aferrarse a Moisés en un juego tantálico,
como
obraría un Muchacho
con
un Muchacho más pequeño
para
demostrar supremacía.
Sin
duda la culpa
era
de Israel.
Yo había
proscripto a las Tribus
e
introduje al gran Moisés
en
vestimentas pentatéuquicas
a
la vasta posesión
y
le di títulos para mirar.
¡Viejo
del Nabor! Ahora tan tarde
una
justicia sangra por ti.
Tampoco
puede concebirse una negación más completa de la responsabilidad del hombre que
cuando dice:
“Heavenly
Father” take to thee
The supreme
iniquity
Fashioned by
they candid hand
In a moment
contraband.
Though to trust us
seem to us
More respectful—
“we are dust”.
We apolozige to
Thee
For Thine own
Duplicity.
“Padre
Celestial” toma para ti
la
suprema iniquidad
modelada
por tu sincera mano
en
un contrabando momentáneo.
Aunque
confiar en nosotros nos parece
más
respetuoso... “somos polvo”.
Pedímoste
disculpas
por
tu propia Duplicidad.
Además,
impone condiciones. Quiere saber si el cielo no se diferencia demasiado de
Amherst, su pueblo nativo. Ansia menos la presencia eterna de Dios, que hasta
puede llegar a ser fatigosa por momentos, que la compañía de los pájaros, las
abejas, las flores y los amigos que la precedieron en su partida hacia lo
desconocido.
Se
había identificado de modo asombroso con la campiña donde nació, vivió y murió.
Exceptuando algunos semestres en el colegio vecino de Northampton, un viaje a
Washington y Philadelphia y unas cuantas idas a Boston para consultar al médico
a causa de su vista delicada, no salió del pueblo universitario de Amherst.
Conoció y amó el perfil de sus montañas, sus estaciones variables, las maneras
y el habla de sus moradores: hombres, animales, insectos, flores. Sus
compañeros predilectos fueron las abejas, los pájaros, la brisa y las mariposas
del prado que rodeaba la ancha casa familiar, sombreada por antiguos olmos. Su
poesía ha encarnado para siempre la esencia de Nueva Inglaterra, el modo de
pensar y de sentir de sus habitantes. Más que en la voz de ningún otro poeta,
la comarca se articuló en su voz. Y Emily
lo sabía perfectamente.
The Robin’s my
criterion of tune
Because I grow
where robins do…
The Buttercup’s
my whim
For bloom
Because we’re
orchard-sprung…
Without the
snow’s tableau
Winter were lie
to me—
Because I see
New Englandly.
El
petirrojo es el modelo de mi canto
porque
crezco donde crecen los petirrojos...
El
ranúnculo es mi antojo
como
flor
porque
nacemos en los huertos…
Sin
el cuadro de la nieve
el
invierno sería falso para mí
porque
veo Nueva Inglaterramente.
La
historia exterior de su vida es casi una página en blanco. Sus experiencias
juveniles fueron las de cualquier señorita de su clase. Ella y el colegio de
Amherst crecieron juntos, con sólo una diferencia de nueve años de edad. Podría
decirse que el colegio era también un Dickinson, pues el abuelo de Emily fue
uno de sus fundadores, y su padre y su hermano se sucedieron por más de sesenta
años en el puesto de tesorero de la institución. El colegio no sólo dio al
pueblo un elevado tono intelectual, sino que también lo humanizó por el
contacto con la gente joven que acudía a educarse.
Emily
recibió una esmerada instrucción, primero en la Academia de Amherst, luego en
el Mary Lyon’s Female Seminary, en
Northampton, que más tarde se convirtió en Mt.
Holyoke College. Cuarenta años después, las compañeras de Emily todavía
recordaban su ingenio y vivacidad. Participó en las diversiones sencillas que
el pueblo podía ofrecerle: viajes a los alrededores, excursiones campestres,
reuniones en el club literario juvenil. Pero la influencia definitiva de sus
años adolescentes, cuando se echan los cimientos del carácter, fue su padre.
Los críticos freudianos han subrayado esta quieta dominación de Edward
Dickinson sobre su familia. Fue uno de los próceres de Amherst; Squire Dickinson, lo llamaban sus
vecinos. Era un hombre forjado en el molde puritano, recto, reservado, al
servicio del bien público, para quien el deber —tal como lo entendía— orientaba
su vida. Y acostumbrado a hacer su voluntad en todo. Emily, la hija predilecta,
se formó consciente e inconscientemente a su imagen y semejanza. Pero no sólo
heredó de su padre rasgos adustos. En cierta ocasión, los asustados vecinos de
Amherst salieron alborotados de sus casas al toque de incendio que sonó una
tarde de verano. Squire Dickinson los llamaba para ver una magnífica puesta de
sol. ¡Lo que gozaría Emily! Y Squire Dickinson conducía la yunta de caballos
más veloz y briosa del pueblo. La señora Dickinson era una mujer de poco
carácter, una pálida luna que giraba en torno del espléndido sol de su marido.
Lavinia, la Marta de la familia, parece haber tenido como función principal el
preservar a Emily de toda molestia, y Austin, el hermano, tan querido de todos,
era con su mujer e hijos el lazo de Emily con el mundo durante sus años de
reclusión.
El
jardín fue uno de los mayores placeres de su vida. Nada le dio tanta
satisfacción como cuidar de sus flores, y tenía condiciones innatas de
jardinera. Las plantas más delicadas y difíciles de lograr florecían bajo sus
manos. Alguien escribió: “El jardín de Miss Emily tenía un toque especial que
faltaba a todos los otros”. Durante esas largas horas pasadas en el jardín
adquirió ese conocimiento casi científico de las costumbres de los pájaros, de
las plantas, de la naturaleza toda, que constituye la trama de sus versos y del
cual provienen muchas de las metáforas e imágenes que trasmiten al lector su
famosa definición de la poesía: “Cuando siento físicamente como si se me
hubiera levantado el cuero cabelludo, entonces sé que aquello es poesía”. Con
la sensación de completa aquiescencia que nace de su justeza esencial, lee uno
su descripción de la primavera:
An altered look
about the hills;
A Tyrian light
the village fills;
A wider sunrise
in the dawn;
A deeper
twilight, on the lawn;
The print of a
vermilion foot;
A purple finger
on the slope;
A flippant fly
upon the pane;
A spider at his
trade again…
Un aspecto alterado en las colinas;
una luz tiria colma la aldea;
el sol nace con más amplitud en
la aurora;
el atardecer es más profundo sobre el césped;
la huella de un pie bermellón;
un dedo de púrpura en la ladera;
una mosca impertinente sobre el
vidrio;
de nuevo la araña entregada a su
tarea...
Se
nos acongoja el alma ante la intensidad del dolor sublimado por los cambios del
mundo exterior:
I dreaded that
first robin so,
But he is
mastered now,
And I’m
accustomed to him grown,—
He hurts a
little, though.
The bee is not
afraid of me,
I know the
butterfly;
The pretty
people in the woods
Receive me
cordially.
The brooks laugh
louder when I come,
The breezes
madder play.
Wherefore, mine
eyes, thy silver mists?
Wherefore, O summer’s day?
Me
dio tanto miedo aquel petirrojo,
pero
ahora está domesticado,
y
yo estoy habituada a verlo crecido...
Sin
embargo, da un poco de pena.
La
abeja no se asusta de mí,
conozco
la mariposa;
los
lindos moradores de los bosques
me
reciben cordialmente.
Los
arroyuelos ríen con más fuerza cuando llego,
las
brisas juegan más alocadas.
¿Por
qué, ojos míos, tus brumas de plata?
¿Por
qué, oh día de verano?
A
uno de los temas más manoseados de la poesía logra dar una gracia y una ternura
peculiarmente suyas:
I’ll tell you
how the sun rose,
A ribbon at a
time.
The steeples
swam in amethyst,
The news like
squirrels ran.
The hills untied
their bonnets,
The bobolinks
begun.
Then I said
softly to myself,
“That must have
been the sun!”
But how he set,
I know not.
There seemed a
purple stile
Which little
yellow boys and girls
Were climbing
all the while
Till when they
reached the other side.
A dominie in
gray
But gently up
the evening bars,
And led the
flock away.
Te contaré cómo ascendió el sol,
una cinta por vez.
Los campanarios nadaron en amatista,
las nuevas corrieron como ardillas.
Las colinas desataron sus cofias,
los pájaros arroceros empezaron.
Entonces me dije por lo bajo:
¡debe de haber sido el sol!
Pero cómo se puso, no lo sé.
Parecía un portillo de púrpura
al que niños y niñitas rubios
trepaban sin cesar.
Y cuando llegaron al otro lado
un dómine vestido de gris
bajó las barreras del anochecer
y se llevó a su grey.
Aun
después de haberse encerrado en su casa como en un convento, se la podía
vislumbrar, a la hora del crepúsculo, aleteando como una mariposa blanca sobre
sus plantas tan queridas.
El
comadreo pueblerino, en vida de Emily, sus críticos y biógrafos después, han explicado
de muchas maneras su retiro del mundo. Estas hipótesis me parecen ociosas. En
rigor, no explican nada. Saber quién era la "dama morena” de Shakespeare
¿añadiría algo al placer que nos procuran sus sonetos? Y Helena y Paris, que
duermen a orillas del Escamandro ¿qué otra cosa son sino nombres animados por
la vida que le dieron los poetas? Emily calló las heridas que recibió del
mundo, pero nos dio su esencia transmutada en poesía. Aceptemos lo que ella nos
dijo; no indaguemos más:
Essential oils are wrung:
The attar from
the rose
Is mot expressed
by suns alone,
It is the gift
of screws.
Los aceites esenciales son exprimidos:
el extracto de rosas
no está expresado sólo por los soles;
es el regalo de los alambiques.
Señalaremos, de paso, que no había nada insólito en su
voluntaria reclusión. Lavinia Dickinson, de un sentido práctico y de una
impertinencia que no daban pábulo, por cierto, a que en torno a su figura se
tejieran leyendas románticas junto a las cuales resulta anodina y prosaica la
huida de Elisabeth Barret de Wimpole Street, vivió más o menos la misma vida
claustral. La madre de Hawthorne, después que murió su marido en un naufragio,
pasó treinta años en un cuarto oscuro, sin ver apenas a sus hijos. Tampoco es
éste un rasgo distintivo de las mujeres. Thoreau prefirió la soledad de Walden
Pond, entre las nutrias y las ratas de agua, a la compañía de sus semejantes. Y
el famoso ensayo de Brook Farm fue esencialmente un retiro en común.
Emily Dickinson ha escrito algunos de los poemas de
amor más hermosos de la lengua inglesa, estremecidos por el éxtasis de haber
encontrado un alma gemela, por el dolor de la separación, por la esperanza de
reunirse con ella después de la muerte. Los biógrafos han discutido la identidad
de este ser que inspiró sus poemas. Me parece, asimismo, una tarea inútil.
¿Desde cuándo ha sido la obra de un gran poeta el reflejo de la realidad? Así
como en otros aspectos de su arte, Emily supo tejer la intrincada urdimbre de
su poesía amorosa con el hilo más tenue de la experiencia. A semejanza de
Arquímedes, no necesitaba más que un punto de apoyo para mover el mundo.
Paseando por los prados, alrededor de su casa, obtuvo un vasto conocimiento de
la naturaleza; apenas vislumbró el mar en sus viajes a Boston, y sin embargo el
mar es un tema constante de su poesía. Todo hace suponer que “la vida amorosa
de Emily Dickinson”, como dirían en Hollywood, es de naturaleza igualmente
sutil.
Hay una explicación que está más de acuerdo con todo
lo que de ella sabemos: Emily tenía que realizar un trabajo de primordial
importancia y no podía dispersar su tiempo en las pequeñeces de la vida
mundana. No pocas horas perdía en cumplir deberes ineludibles. A su padre no le
gustaba otro pan que el cocido por ella y, como Emily misma escribió al coronel
Higginson, “además, tengo que hacer pasteles”. Despachaba por carta pésames y
felicitaciones, y por las noches, en la soledad de su cuarto, escribía casi
todos sus poemas.
I was the
slightest in the house
I took the smallest
room,
At night, my
little lamp and book
And one geranium.
Yo era la más menuda de la casa
ocupaba el cuarto más pequeño,
de noche, con mi lamparita, mi
libro
y un geranio.
Durante
un período de más de veinte años llevó cuenta de lo que casi llegan a ser
observaciones clínicas de los fenómenos de su mente y de su alma en relación
con el mundo exterior y en relación con Dios. Claramente señala esta ocupación constante:
The only news I
know
Is bulletins all
day
From Eternity.
The only One I
meet
Is God, —the
only street
Existence…
Las únicas noticias que recibo
son boletines diarios
de la Eternidad.
El único con quien me encuentro
es Dios; la única calle que conozco
la Existencia...
¡Cómo extrañar que no tuviera tiempo para las minucias
de la vida!
“El verdadero poeta —dice Santayana— se adueña del
encanto de una cosa, de cualquier cosa, desechando la cosa en si.” Esto explica
por qué los poetas formados en la tradición de Nueva Inglaterra estaban
preparados para tratar poéticamente los hechos materiales. El puritano
auténtico no llegó nunca a identificarse con los hechos externos al punto de no
advertir en segundo plano otra serie de hechos, los datos de la conciencia, que
a menudo correspondían con los hechos materiales, pero que a veces divergían de
ellos. Estas percepciones interiores eran más reales que las cosas palpables y
exigían un análisis y un recuento más minucioso. El puritano había aprendido a
escrutar diariamente su corazón en busca de pruebas de la gracia de Dios; por
ese medio alcanzaría la salvación eterna. La literatura primitiva de Nueva
Inglaterra revela hasta dónde habían llevado esta técnica de la introspección.
Se ha dicho de Jonathan Edwards, el gran teólogo y místico puritano, que “reconstruía
la historia natural del libre albedrío y de las emociones religiosas con la
misma escrupulosa exactitud que había demostrado en sus estudios juveniles
sobre las costumbres de la araña voladora”. Para el puritano la inteligencia
existía por sí misma y, aliada con el poder infinito, podía vencer cualquier
obstáculo tangible. El puritano no buscaba perderse en Dios. En su religión
persistía la misma obstinada independencia que ponía de manifiesto en sus demás
actividades. Quería conocer a Dios y continuar siendo él mismo. Necesitaba
llegar a una ecuación entre la fe y la razón.
Faith is a fine
invention
For gentlemen
who see;
But microscopes
are prudent
In an emergency.
La fe es una bella invención
para caballeros que ven;
¡pero es prudente usar microscopios
en situaciones de emergencia!
Esta exploración de todos y cada uno de los recovecos
de su alma era una lucha sin tregua que no terminaba sino con la muerte:
Me from Myself to banish
Had I art,
Impregnable my fortress
Unto foreing heart.
But since Myself assault Me
Haw have I peace,
Except by subjugating
Consciousness?
And since We’re mutual
Monarch,
How this be
Except by abdication
Me... or Me?
Para desterrarme de mí misma
tuve destreza,
inexpugnable es mi fortaleza
para corazones extraños.
Pero desde que yo misma me sitio
cómo tendré paz,
de no ser
subyugando
mi conciencia?
Y desde que reinamos por igual
cómo será posible
a no ser abdicando
¿Yo... o Yo?
Me parece que una de las mayores influencias en la
poesía de Emily Dickinson, no señalada debidamente por los críticos, es la
guerra civil o, como la llaman algunos, la guerra de secesión. La obra de Emily
llegó a su plenitud en 1861, o sea cuando estalló la guerra. Emily tenía
entonces treinta y un años. Es inconcebible que esta catástrofe dejara de
repercutir en ella, como en todos los grandes poetas del momento. Con la
dualidad a que antes aludimos, Emily, al mismo tiempo que recibía sus “boletines
de la eternidad”, mantenía estrecho contacto con lo que pasaba a su alrededor.
No habría podido evitarlo aunque lo hubiese querido. Su padre, miembro
destacado del partido de los Whigs, que luchaba por la unión de los Estados y
la abolición de la esclavitud, se ocupó activamente en reclutar voluntarios en
Amherst para el ejército del Norte. Muchos de los jóvenes que Emily había
conocido fueron a la guerra; no pocos murieron en ella. Entre las cartas de
Emily abundan las de condolencia a familias que habían perdido a un hijo, a un
hermano, a un pariente. Su tutor, el coronel Higginson, se alistó y fue herido.
Aunque Emily no se ocupa directamente del hecho en ninguno de sus poemas, me
parece que sólo la guerra puede explicar las reiteradas metáforas e imágenes
tomadas del campo de batalla. Emily sabe resumir en pocas líneas la tragedia de
los caídos durante el combate —otra variación del tema de la muerte que tanto
la preocupaba— con más emoción que ninguno de los poetas contemporáneos —y eran
grandes poetas— en poemas que tratan explícitamente de la guerra:
Are
we that wait sufficient
Worth
That
such enormous pearl
As Life should be
dissolved
For
us
In
battle’s horrid bowl?
¿Somos
bastante dignos los que esperamos
de
que perla tan enorme como la Vida
sea
disuelta
para
nosotros
en
la copa horrenda de la batalla?
Es difícil dar la sensación de la tremenda finalidad de la muerte de
manera más escueta:
And men
too straight to bend again,
And
piles of solid moan,
And
chips of blank in boyish eyes...
Y hombres demasiado erguidos para encorvarse de nuevo
Y pilas de sólidos lamentos,
y briznas de vacío en ojos de muchacho...
Si consideramos las influencias
literarias que han gravitado en su poesía, huelga señalar la influencia de la
Biblia. Su obra está impregnada de ella. Cuando el coronel Higginson la
interroga sobre sus lecturas, Emily contesta: “En verso leo a Keats y a Robert y Elizabeth Browning; en prosa, a Ruskin, a Sir Thomas Browne y el Apocalipsis”. Había muchos otros. Tenía una admiración sin límites por las hermanas Brontë, por George Eliot, y en la biblioteca de su casa
abundaban los clásicos. Con toda probabilidad no seguía el consejo de su padre “que me compra muchos libros, pero me pide
que no los lea porque teme que perturben mi espíritu”. Aunque a veces, de
acuerdo con la mejor tradición puritana, se pregunta si hacen falta más libros
que Shakespeare y la Biblia. Podemos distinguir ecos de Emerson en su obra,
como en la de otros escritores de la época; pero el parecido que existe entre
la mejor poesía de Emerson y la de Emily Dickinson no es nunca imitación; se debe tan sólo a que
ambos han brotado del mismo suelo y nunca perdieron contacto con el medio que
los produjo. En Emily
Dickinson las influencias fueron tan
completamente asimiladas y transmutadas en poesía como la tierra de la cual una
flor extrae su sustento. Servíase de ellas cuando se habían vuelto carne de su
carne. Cuando elegía su vocabulario empleaba la cautela del tendero yanqui más
desconfiado; utilizó el equivalente poético de hacer sonar las monedas sobre el
mostrador o morderlas, probando las palabras de mil maneras hasta asegurarse de
que no eran falsas. El coronel Higginson fracasó por completo cuando quiso que Emily se disciplinara en su trabajo y
que ajustara la rima y el metro de sus versos a las modas poéticas del día. Con
un respeto sólo comparable a su firmeza, Emily se negó a introducir ningún cambio en ellos.
Hoy es para nosotros el poeta
más vivido de su época por la asombrosa modernidad de su técnica poética. Con
la brevedad y aparente sencillez de su forma —empleaba preferentemente la
cuarteta que le recordaba los himnos que oyó en la iglesia durante su niñez—
logró el máximo de efecto poético. Mucho antes de que fuera un procedimiento
corriente en la poesía, empleaba la metáfora pura, eliminando los medios y
dejando sólo el fin. Como a Wordsworth, le gustaba jugar con imágenes. Conocía muy bien el valor de los
contrastes incisivos; era tan audaz como recatada, y prestaba a los temas de
carácter trascendental, que abundan en su poesía, un humorismo típicamente
norteamericano. En sus poemas hace gala de la misma incontenible vivacidad que
recordaban tan bien sus condiscípulas. En uno de estos poemas —uno de los más
conmovedores— pasa rozando como un pájaro la superficie de una irreverencia
casi escandalosa:
I
taste a liquor never brewed
From
tankards scooped in pearl;
Not
all the vats upon the Rhine
Yield
such an alcohol.
Inebriate
of air am I,
And
debauchee of dew,
Reeling
through endless summer days,
From
inns of molten blue.
When
landlords turn the drunken bee
Out
of the foxglove’s door,
When
butterflies renounce their drams,
1 shall
but drink the more!
Till
seraphs swing their snowy hats,
And
saints to windows run,
To
see the little tippler
Leaning
against the sun!
Gusto
un licor nunca destilado
sacado
de los cuencos con cucharas de nácar;
ni
todas las bodegas del Rin
han
producido licor semejante.
Estoy
ebria de aire
y
corrompida de rocío,
tambaleo
a través de interminables días estivales
al
salir de tabernas de azul fundido.
Cuando
los dueños echen a la abeja borracha
de
la puerta del digital,
cuando
las mariposas renuncien a sus sueños,
¡habré
de beber más aún!
Hasta
que los serafines saluden con sus sombreros de nieve
y los
santos corran a la ventana
para
ver a la pequeña borracha,
¡recostándose
al sol!
Si esto es pecado, me
tendré que condenar con Emily, “y como al fin de la cuenta, tanto da ocho como
ochenta”, agregaré que si Dios no se sonreía al oírla, es porque no tiene
humorismo. Los motivos por los cuales la criticaron sus contemporáneos
—irregularidades métricas, casi siempre justificadas por la prosodia inglesa
antigua; aparentes transgresiones a la gramática convencional; preferencia por
los giros familiares— no hacen sino aumentar su valor a nuestros ojos. Como
todo gran poeta, creó su propio idioma. Sus temas abarcan toda la gama poética: Dios, la
Eternidad, el dolor, el amor y la naturaleza en sus múltiples aspectos. Rindió
a Dios el mayor homenaje que estaba en su mano hacerle: miró el mundo creado
por Él, lo vio en su totalidad y, a semejanza de Él en el sexto día de la
creación, lo halló bueno. Es difícil encontrar una afirmación de fe más
convincente que la de estos versos:
My
faith is larger than the hills
So when
the hills decay,
My faith
must take the purple wheel
To
show the Sun the way.
’Tis
first he steps upon the vane
And
then upon the hill;
And
then abroad the world he goes
To
do his golden will.
And
if his yellow feet should miss
The
birds would not arise,
The
flowers would slumber on their stems,
No
bells have Paradise.
How
dare I therefore stint a faith
On
which so vast demands,
Lest
Firmament should fail for me:
The
rivet in the bands.
Mi fe es más grande que las montañas
de modo que, cuando declinen las colinas,
mi fe empuñará la rueda de púrpura
para mostrar al sol el camino.
Pisa primero la veleta
y luego la colina,
y luego va por el ancho mundo
haciendo su dorada voluntad.
Y si sus amarillos pies faltaran
los pájaros no se abrazarían,
las flores dormitarían sobre sus tallos,
en el Paraíso no habría campanas.
Cómo atreverme entonces a escatimar una fe
que afinca tantas demandas,
a menos que el Firmamento me faltara:
El remache en los flejes.
Da miedo pensar qué cerca estuvimos de perder su
obra y no conocer su “carta al mundo, que a mí nunca me escribió”.
Hubiera sido tan natural que Lavinia Dickinson, después de la muerte de Emily y
respetando sus escrúpulos, destruyera los pequeños fascículos en los que había
encuadernado parte de su obra y las cajas llenas de poesías escritas en sobres
viejos, retazos de papel para envolver y márgenes recortados de los periódicos.
Felizmente, prevaleció en ella el deseo de que su hermana alcanzara la fama que
merecía y, felizmente también, vivía en Amherst una señora que presintió, si no
entendió del todo, el valor de Emily. Mrs. Mabel Loomis Todd, una de las pocas
amigas que aquélla siguió tratando, cuenta las tardes que pasaba en la sala de
los Dickinson tocando música de Bach, Beethoven y Scarlatti, mientras la
poetisa, que tanto amaba la música, acechaba como un menudo duende desde el
pasillo. Fue una verdadera tarea de amor por parte de Mrs. Todd la de ordenar
como mejor pudo las poesías y descifrar la letra tenue y minúscula como patas
de mosca. En 1890 ella y el coronel Higginson dieron a la imprenta el primer
tomo de la obra de Emily Dickinson titulado Poesías completas; título
equivocado: la familia no había entregado todos los poemas, y después han
aparecido tres tomos más, el último en 1937, así como un volumen de cartas,
algunas de las cuales podrían ser incluidas con toda propiedad entre las
poesías.
“Santo” como “genio” son palabras que deben usarse
con mucha parsimonia para que no pierdan su valor. Ambas pueden aplicarse sin
vacilar a esta flor del florecimiento de Nueva Inglaterra. Su poesía es única y
rara como el espíritu que la produjo. Tan ajena estaba Emily Dickinson de los
siete pecados capitales que parece ignorar su existencia. Si a veces, en sus
relaciones con Dios, parece también carecer de la humildad a que nos tienen
acostumbrados otros santos, es porque necesitaba conocerlo, y la inteligencia
que Él le había dado era el único instrumento de que disponía para ese fin. Con
aquel otro santo, Don Quijote, ella podría decir: “[los santos] pelearon
a lo divino... y yo peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de
brazos, y yo, hasta ahora, no sé lo que conquisto con mis trabajos”. Pero el
lema de Emily fue la valentía en la oscuridad.
Para los educados en la fe puritana existía la
arraigada convicción de que el sello inconfundible de la gracia de Dios se
revelaba en la conformidad ante la muerte. Emily escribió al pastor de un joven
cuya amistad había apreciado mucho: “...dígame usted si estaba conforme en
morir y si cree usted que ha llegado ya a su hogar. Me gustaría tanto pensar
que está hoy en el cielo...” Cuando Emily murió, los amigos comentaron la
belleza y serenidad de su semblante. Los años parecían haberse desvanecido de
su rostro; de nuevo era una niña —nunca había perdido, ni en su persona, ni en
su obra, cierta gracia infantil— y de los niños es el reino de los cielos.
Tenía la frente tersa; el pelo, de color castaño bruñido, no mostraba ni un
hilo plateado. Lavinia le había puesto en las manos un ramo de heliotropo.
Then,
Midnight, 1 have passed from thee
Unto
the East and Victory.
Midnight,
“Good Night”
1 hear
them call.
The
angels hustle in the hall,
Softly
my Future climbs the stair,
I
fumble at my childhood's prayer—
So soon
to be a child no more!
Eternity,
I'm coming, Sir,
Master,
I've seen that face before.
Así
pues, Medianoche, he pasado de ti
hacia
el Este y la Victoria.
Medianoche,
’’Nochebuena”
oigo
que la llaman.
Los
ángeles bullen en el salón,
mi
Futuro sube delicadamente las escaleras,
busco
a tientas las plegarias de mi niñez,
¡tan
pronto haber dejado de ser una niña!
Eternidad,
voy, Señor,
Dueño
mío, he visto antes esta cara.
Todos los que la vieron pensarían, como nosotros
tantos años después: Emily estaba en su casa.
Revista Sur, octubre de 1949, año XVII