ESPECTRO
DE MACEDONIO FERNÁNDEZ
El
Buenos Aires de Macedonio Fernández está perdido más allá del nombre que me pusieron
en la pila de la Merced, y es mucho más poderoso que los años de mi memoria.
Pero ese furtivo raudal de formas y voces antepasadas, esa corriente de música
y geometría que corroe muros, acentos y caras familiares al penúltimo Buenos
Aires asoma de vez en vez a la imaginación, para mostrarle (con algún eco de
rostros y alguna vislumbre de cosas) el genio y la figura de aquel mundo extraviado.
La lectura de revistas amarillas (amarillas de tanto progresar) y la
contemplación de fotografías emparentadas conmigo facilitan el hallazgo,
siempre que la ciudad y mi cuerpo convengan en la quietud y se determinen a
confundir sus respectivas edades. Esto suele suceder en mi casa, cuando el
trabajo de mis hojas y la travesura del pensamiento quieren descansar en una
ley argentina. Para recobrar, entonces, el acento de mi país y para corresponderme
con su corazón, entorno despacito la pluma, dejo volar el papel, acudo al álbum
de retratos y lo recorro sin despertar a nadie. Página por página, fisonomía
por fisonomía, nombre por nombre, desando todo el camino que mi gente vivió
desde 1880. Voy entre vidas útiles a la tierra; veo criaturas hábiles en el uso
del mundo; repaso varones que sabían traducir el sudor en un pan inocente;
cruzo personas ejercidas por el ocio, la inteligencia y el amor; oigo cabezas
armónicas, eludo seres en desorden, aprovecho el mejor tiempo de todos y,
cuando llego al número que más arriba escribí, cierro el álbum, atizo los ojos
y descubro la proa que me trajo apellido español. Allí nace mi patria y allí
mismo, para verla crecer, un buque suspende su canto.
Como
sé que no puedo trasponer ese límite sin renunciar a mi pronunciación argentina
(ya que mi sangre vuelve a ser historia de España más allá de mil ochocientos
ochenta), procuro desentenderme de clarines y banderas anteriores a la venida
de mi padre y averiguar el aire de mi nación en sólo medio siglo de
fotografías. Así, de tumbo en tumbo (de tumba en tumba) por entre tanta gente
marchita, me acerco al municipio de Macedonio Fernández y reconozco a su exclusivo
contribuyente. Macedonio Fernández, a la sazón, es un chiquilín de seis años.
Está solo. Desde su ventana se ve la ciudad. La ciudad es horrible. Pero el
muchacho no se intimida. Fiel a su propia belleza, resuelve luchar hasta el
fin. Empuja los postigos, atranca las puertas, y como la realidad ha quedado
fuera de su vista, la considera vencida para siempre. (Si yo no puedo
atestiguarla —presume—, la realidad no existe). Después amontona su fuerza,
pone cerco a los libros y aguarda. Los capítulos, uno por uno, comienzan a
capitular. Y cuando el último renglón es prisionero suyo, Macedonio comprende
que su ventana ya no soporta la carga del mundo. Por un resquicio de la madera
descubre la vivísima realidad. Y se desilusiona. Para justificar este súbito
revés imagina que todo es un sueño. ¿Cuánto duró? No lo sabe. ¿Duran, acaso,
los sueños? El tamaño de la biblioteca lo confunde. Tanto y tanto han
descendido los anaqueles en el curso de la batalla que ya muchos están al
alcance de la mano juvenil. El tiempo logró contraer una estantería, sin duda,
pero ¿pudo alterar, entre tanto, la talla y el contorno de su persona? (Si no
puede obrar sobre mí —concluye—, tampoco existe el tiempo). Decidido a
verificar estas imágenes, el héroe cierra los libros, abre las puertas y
afronta la ciudad.
En
el vocerío que sube de las calles y baja de los balcones hay una promesa de
muchedumbre feliz. El adolescente, casi acompañado ya, recuerda el silencio de
su cárcel de papel y, al compararlo con esta música, desconfía de su gloria de
lector y se pregunta si será tan fácil exponer el espíritu al fuego directo de
los hombres y de la naturaleza toda como fácil ha sido sobreponerlo a los
azares, alternativas y rigores de la lectura. ¡Qué lejos están ahora los
libros! El primer amago de la vida natural ha desvanecido el escaso valor que
tenían. Es menester olvidar cuanto antes este fracaso y apercibirse de nuevo para
la defensa, pues en cualquier momento debe de sobrevenir, a juzgar por el
creciente clamor, otra materia más hostil y más ardua que la de los libros
aquellos. Humilde como nunca, Macedonio registra la ciudad en procura de los
hombres y de su contraste. Los hombres, los hombres. ¿A qué temer su lección?
Es mejor empezar a corregir el sueño propio, para que, cuando los hombres
irrumpan, sea mucho menos difícil el despertar. Aquí mismo y ahora. ¡Pronto! Los
hombres están cerca. Los hombres, los hombres, los hombres. ¿Y? Macedonio
recorre la ciudad entera, la repasa, la revisa, la vuelve a recorrer; examina
barrio por barrio, calle tras calle, techo a techo; va y viene de llamador en
llamador, de zaguán en zaguán, de cancel en cancel; escudriña parques, andenes,
esquinas, habitaciones y cúpulas; anda, desanda, sube, baja, despacio, de
prisa, por acá, por aquí, por allá, por todas partes, otra vez, otra más, otra,
mil... ¿Y? Los hombres no se manifiestan. Es inútil insistir, amigo lector. Un
tumulto de carne, sí; muchas esperanzas; un presagio de semillas ocultas aún;
alguna voz; otra señal; este son; aquél; algo; la sombra de una remota luz; una
ráfaga de figuras; un presentimiento de sentimientos; una frescura todavía sin
árboles; un perfume con su flor a lo lejos; y carne, sí, carne de carne casi
viva; pero ninguna palabra, ninguna forma, ningún hombre. Nadie. La
representación es perfecta, sin embargo. Fiel en el timbre, cabal en el dibujo,
puntual en el movimiento. Parece la vida. Pero los hombres están ausentes. Un
tranvía circula; ceden un poco los andamios; el alboroto redobla; las
herramientas andan a una; los almacenes abren sus escaparates; hasta versos hay
en alguna ventana; pero tan vacíos están los establecimientos, el tranvía, los
útiles de trabajo, los obradores, el rumor y la poesía como los demás enseres
del estar y del ser. El adolescente desiste ahora de su timidez y recae (por
culpa de la ciudad) en aquella incertidumbre de antaño. La realidad, el tiempo,
los hombres. Este desierto le da toda la razón. (El hombre —dice— también es un
sueño.) Después incurre para siempre en sus antiguas imágenes.
Revista Sur, enero de 1939, año IX.