lunes, 23 de octubre de 2017

William Hazlitt y Ricardo Baeza: De la ignorancia de los doctos


El ensayo de William Hazlitt (1778-1830) On the Ignorance of the Learned, que traduzco a continuación, apareció en el Edinburgh Magazine, julio 1818, firmado “T. T.”, siendo recogido más tarde en el libro Table-Talk, or Original Essays on Men and Manners, 2 vols., Londres, 1821-2; segunda edición, 1824; tercera, 1825, impresa en París, que es una selección de Table-Talk y de la recopilación The Plain Speaker publicada en Londres al año siguiente. Estas ediciones presentan algunas variantes del texto, entre sí lo mismo que con respecto a la publicación original de algunos de los ensayos en la correspondiente revista.
Las notas al pie identificando las citas, a que tan aficionado era el autor, son en su mayoría de la primera edición de Complete Works de Hazlitt (13 vols., Londres, 1902-1906), por A. R. Waller y Arnold Glover, que sirvió de base a la más reciente, y aún más completa (la “Centenary Edition”, 21 vols., Londres, 1930-1933), llevada a cabo por P. P. Howe, el más autorizado de los especialistas de Hazlitt, al que todos los fieles de éste deben gratitud especial. Encontrándome entre esos fieles, y pienso que entre los más fervorosos, no pierdo la esperanza de poder algún día hablar de él con palabras que no lo desfiguren ni empequeñezcan demasiado. Ensayista y crítico incomparable, su obra ha sido para mí en estos últimos años más esencial de cuanto me sería posible decir: una fuente inagotable de pensamiento, de estímulo, de confortación y de deleite, y me gustaría pagar, siquiera en parte, o cuando menos reconocer públicamente, mi deuda. Espero asimismo ofrecer pronto al público de habla  castellana una amplia selección de sus escritos, en tomos sucesivos, el primero de los cuales está ya en prensa. Era mi propósito haber hecho un breve estudio preliminar al ensayo que sigue, a manera de introducción o de ojeada a la obra y al hombre, que me es también particularmente querido, pero apremios de tiempo me han obligado a dejarlo para otro número de SUR.


DE LA IGNORANCIA DE LOS DOCTOS

For the more languages a man can speak,
His talent has bat sprung the greater leak:
And, for the industry he has spent upon’t,
Must full as much some other way discount.
The Hebrew, Chaldee, and the Syriac,
Do, like their letters, set men’s reason back,
And turn their wits that strive to understand
(Like those that write the characters) left-handed.
Yet he that is but able to express
No sense at all in several languages,
Will pass for learneder than he tha’s known
To speak the strongest reason in his own.[1]
BUTLER.

Difícilmente se encontrará a nadie con menos ideas en la cabeza que los que no son otra cosa que autores o lectores. Mejor no ser capaz de leer ni escribir que ser sólo capaz de eso. Un ocioso al que se ve de ordinario con un libro en la mano, podemos casi estar seguros de que no tiene ni la capacidad ni el deseo de enterarse de lo que ocurre en torno suyo o en sus adentros. Podría decirse de él que lleva su entendimiento en el bolsillo o lo dejó en casa, en los estantes de su biblioteca. Teme aventurarse en un razonamiento cualquiera, sea del orden que sea, o arriesgar una observación que no le fue sugerida mecánicamente al pasar sus ojos por un texto impreso; rehúye el esfuerzo del pensamiento, que, por falta de práctica, ha llegado a resultarle intolerable; y se da por muy contento con una tediosa e interminable sucesión de palabras e imágenes a medio formar, que llenan el vacío del espíritu, y se van borrando unas a otras. El saber es, en muchos casos, sólo un amortiguador del sentido común: un sustitutivo de la verdadera sabiduría. Los libros son a menudo, más que “anteojos”[2] para mirar la naturaleza, anteojeras para preservar de su luz intensa y su paisaje cambiante los ojos débiles y el temperamento indolente. El polilla de biblioteca se envuelve en su tela de generalidades verbales, y ve sólo las sombras fluctuantes proyectadas por el espíritu de los demás. La realidad le desconcierta. La impresión de los objetos naturales, despojados del disfraz de las palabras y de los circunloquios, son como golpes que le hacen tambalearse, su variedad le aturde, su rapidez le deja exhausto; y apartándose de la barahúnda, el estrépito, el resplandor y la emoción vertiginosa que le rodea, cuyos cambios fantásticos no pueden seguir sus ojos, ni cuyos principios fijos puede advertir su entendimiento, se refugia en la calma monotonía de las lenguas muertas y las menos emocionantes y más inteligibles combinaciones de las letras del alfabeto. Después de todo, es justo. “Dejadme descansar en paz” [3] es la divisa de los durmientes y los muertos. Esperar que el lector docto arrojase su libro y pensara por sí mismo sería como pedir al paralítico que saltara de su silla y tirase las muletas o que, sin milagro alguno, “tomase su lecho a cuestas y echase a andar”[4]. Al fin y al cabo, se aferra a él como su único punto de apoyo intelectual; y su temor a verse abandonado a sí mismo es simplemente el horror al vacío. Sólo puede respirar en una atmósfera de erudición, que es para él lo que el aire para los demás hombres. Vive de la razón que le prestan. Como no tiene ideas propias, tiene que subsistir de las ajenas. El hábito de tomar nuestras ideas de fuentes forasteras “debilita toda fuerza interior del pensamiento”[5] como el dedicarse al aguardiente acaba por destruir el tono del estómago. Las facultades del espíritu, cuando no se ejercitan, o cuando entumecidas por la costumbre y la autoridad, se tornan indiferentes, tórpidas e inadecuadas para los fines del pensamiento o de la acción. ¿Cómo sorprenderse de la languidez y laxitud así producidas por una vida de docta pereza e ignorancia, escudriñando líneas y sílabas que apenas si pueden despertar otro interés que el suscitado por los caracteres de una lengua desconocida, hasta que los ojos se cierran sobre el vacío y el libro resbala de las manos? ¡Antes ser un leñador o el más humilde jornalero, que se pasa el día “sudando bajo los ojos de Febo, y de noche duerme en el Elíseo”[6]  que malgastar así la vida en un vago duermevela! El autor docto difiere del docto estudioso en que el uno transcribe lo que el otro lee. Los doctos son simples peones literarios. Si los ponéis a alguna labor original, la cabeza les da vueltas, no saben qué hacerse. Los lectores infatigables de libros son como los eternos copistas de cuadros, que, cuando tratan de pintar algo propio, se encuentran con que no tienen un golpe de vista lo bastante rápido, una mano lo bastante firme, y colores suficientemente expresivos para diseñar los contornos vivos de la naturaleza[7].

Todo el que haya pasado por las etapas regulares de una educación clásica, y no haya sido idiotizado por ella, puede considerar que la ha escapado buena. Es cosa sabida de antiguo que los muchachos que más brillan en el colegio no son los que más sobresalen de mayores. Y es que, en realidad, las cosas que hacen aprender a los chicos en el colegio, y de las cuales depende su éxito ulterior, son cosas que no requieren el ejercicio de las facultades más altas ni más útiles del entendimiento. La memoria (la de orden más bajo, por supuesto) es la facultad que principalmente se pone en juego, estudiando y repitiendo de coro lecciones de gramática, de idiomas, de geografía, de aritmética, etc.; así que el que más tenga esta memoria técnica, con la menor disposición para otras cosas que, por ley natural, habrían de atraer más su atención infantil, será el estudiante más distinguido del curso. La jerigonza que enumera las partes de la oración, las reglas del cálculo, o las desinencias de los verbos griegos, no puede tener mayor atractivo para el novicio de diez años, a menos que le sea impuesta como una tarea o le tenga sin cuidado todo el resto. Un muchacho de constitución enclenque y caletre un poco tardo, capaz sólo de retener lo que le enseñan y sin sagacidad para percibir ni iniciativa para gozar por sí mismo, generalmente se pondrá a la cabeza de su clase. El mal estudiante, en cambio, es por lo general el sano y alegre, que sabe hacer uso de sus miembros, animoso y decidido, que siente la circulación de su sangre y el latir de su corazón, dispuesto tan pronto a reír como a llorar, y que prefiere correr detrás de una pelota o una mariposa, sentir el viento en la cara, mirar los campos o el cielo, trepar por un sendero escarpado, o precipitarse impetuosamente en todos los menudos conflictos e intereses de sus amigos y compañeros, antes que dormitar sobre un tabarroso libro de texto, repetir dísticos bárbaros a la zaga del maestro, sentarse horas y horas ante el pupitre, como atornillado a él, para recibir a fin de curso una medalla absurda en premio a tanto tiempo y deleites perdidos. Desde luego, hay un cierto grado de estupidez que impide a los chicos aprender las lecciones usuales y llegar a estos honores académicos. Pero lo que suele pasar por estupidez es muchas veces simple falta de interés, de un motivo suficiente para fijar la atención y obligarla a aplicarse, quieras que no, al aprendizaje insípido y sin sentido de la escuela. Los mejores entendimientos se hallan tan por encima de esta faena como por debajo de ella los más obtusos. Nuestros hombres más geniales no se han distinguido mucho por sus hazañas en el colegio o en la universidad.
Th’enthusiast Fancy was a truant ever.[8]

Gray y Collins figuran entre los ejemplos de esta condición díscola. Hombres como ellos es difícil que tengan en mucho la estricta disciplina escolástica y puedan supeditar servilmente la imaginación a sus trabas. Hay una cierta clase y grado de inteligencia en que las palabras echan raíces, pero en la cual las cosas no logran penetrar. Un talento mediocre, unido a una cierta endeblez moral, es el terreno que produce los más lucidos ejemplares de candidatos a los concursos académicos; y no debe olvidarse que el menos respetable moralmente de los políticos modernos fue el alumno más brillante de Eton[9]. La erudición es el conocimiento de lo que no es por lo general conocido de los demás, y que sólo de segunda mano podemos adquirir en los libros u otras fuentes artificiales. El conocimiento de lo que tenemos delante, o alrededor, de nosotros, que atañe a nuestra experiencia, pasiones y propósitos, a los sentimientos e intereses de los hombres, no es erudición. Erudición es el conocimiento de aquello que sólo los eruditos conocen. El más erudito es el que más sabe de lo que menos tiene que ver con la vida corriente y la realidad circundante, que menos utilidad práctica supone y menos probabilidades encierra de ser traído al campo de la experiencia, y que, transmitido a través del mayor número de etapas intermedias, más lleno está de incertidumbre, dificultades y contradicciones. Es ver con los ojos de los demás, oír con sus oídos y empeñar nuestra fe bajo su palabra. El erudito se enorgullece del conocimiento de los nombres y las fechas, no de los hombres o las cosas. No piensa en sus vecinos ni se le da un ardite de ellos, pero se sabe al dedillo cuanto atañe a las tribus y castas de los hindúes y los tártaros. A duras penas reconocerá la calle de al lado, pero conoce exactamente las distancias y el plano de Constantinopla y de Pekín. No sabe si su amigo más antiguo es un pícaro o un necio, pero podrá daros todo un curso sobre las glandes figuras de la Historia. No podrá decir si un objeto es blanco o negro, redondo o cuadrado, pero es todo un experto en las leyes de la óptica y las reglas de la perspectiva. Sabe tanto de lo que habla como un ciego de los colores. No podrá contestar a derechas la pregunta más llana, ni tendrá la menor idea de ninguna cuestión efectiva que le pongan delante, pero ello no le impedirá tenerse por un juez infalible con respecto a todas aquellas materias en que sólo es factible la conjetura. Ducho en todas las lenguas muertas y aun en la mayoría de las vivas, no es capaz de hablar con soltura en la propia, y todavía menos de escribirla medianamente. Un individuo de este género, el segundo helenista de su tiempo[10] se dedicó a espulgar los solecismos del latín de Milton, con el resultado de que apenas si hay en su alegato una frase en inglés potable. Tal fue el Doctor... Tal es el Doctor…[11] Tal no fue Porson, que fue una excepción confirmando la regla, un hombre, que, uniendo el talento y la ciencia a la erudición, hizo más evidente y palpable la diferencia.

Un simple erudito, que sólo sabe de libros, ni aun de libros sabe. “Los libros no enseñan el buen uso de los libros”[12]. ¿Cómo podría saber nada de una obra quién nada sabe de la materia de que trata? El pedante docto sólo entiende aquellos libros que están hechos de otros libros. Repite como un papagayo lo que otros papagayos repitieron. Es capaz de traducir la misma palabra en diez idiomas, pero ignora en absoluto lo que realmente significa en cualquiera de ellos. Rellena su cabeza de autoridades basadas en autoridades, de citas citadas de citas, pero echa llave a sus sentidos y cerrojo al entendimiento y al corazón. No conoce personalmente las máximas ni los modales del mundo; colocado frente a la naturaleza o el arte, no ve en ellos la menor belleza. “El vasto mundo de los ojos y el oído”[13] le está oculto, y “el conocimiento”, con excepción de una sola de sus puertas, “cerrado a piedra y lodo”[14]. Su orgullo corre parejas con su ignorancia; y su engreimiento crece en proporción al número de cosas cuyo valor ignora y que, por consiguiente, desprecia como indignas de ser tomadas en cuenta. No sabe lo más mínimo de pintura —“del colorido de Tiziano, la gracia de Rafael, la pureza del Domenichino, el corregismo de Corregio, la sabiduría de Poussin, el artificio de Guido, el sabor de los Carracci, o la línea grandiosa de Miguel Angel”[15]—, de todos esos esplendores de la escuela italiana y esos milagros de la flamenca que extasiaron los ojos de la humanidad y a cuyo estudio e imitación tantos miles de hombres consagraron en vano su vida. Todo ello es para él como si jamás hubiera existido: simple letra muerta, palabras sin sentido. Y no es  extraño que así sea, puesto que él no percibe ni entiende sus prototipos en la realidad. Un grabado del Balneario de Rubens, o del Castillo encantado de Claudio de Lorena, podrá colgar en la pared de su aposento durante meses sin que él lo advierta siquiera; y, si le llamáis la atención sobre él, maldito el caso que le hará. El lenguaje de la naturaleza, o del arte (que es otra naturaleza), es una lengua que no entiende. Repite, sí, alguna que otra vez los nombres de Apeles y de Fidias, porque uno y otro se hallan en los autores clásicos, y alaba sus prodigios, porque ya no existen; y si, por azar, se encuentra frente a los más hermosos vestigios del arte helénico, como los mármoles Elgin[16], lo único que le interesará en ellos será la discusión erudita que pueda suscitar un detalle cualquiera o la interpretación de una partícula griega[17]. La misma ignorancia muestra en música: desde las armonías consumadas de Mozart a la flauta del pastor en la montaña, todo para él es uno y lo mismo, “no sabe una jota de ello”[18]. Sus orejas están clavadas a sus libros; y amortecidas por la fonética griega y latina y el estrépito de la erudición académica. Otro tanto podría, más o menos, decirse de la poesía. Sabrá el número de pies en un verso, y de actos en un drama; pero del espíritu o el alma de uno y otro nada sabe. Podrá verter una oda griega al inglés, o un epigrama latino al griego, pero si realmente valen la pena de hacerlo es cosa que dejará a los críticos. ¿Y “el lado práctico y positivo de la vida”, lo entenderá mejor que el “teórico”? [19] En modo alguno. No ejerce ni conoce la menor arte liberal o mecánica, ni profesión u oficio alguno, ni juego de azar o de habilidad. La erudición nada tiene que ver “con la cirugía” [20] ni con la agricultura, ni la albañilería ni la talla de la madera o el forjado del hierro; no sabe fabricar instrumento alguno de trabajo, ni utilizarlo una vez fabricado; no sabe manejar el arado o el azadón, el cincel o el martillo; nada sabe de montería ni cetrería, de caza ni de pesca, de perros ni caballos, de esgrima ni danza, de jugar al tenis ni a los bolos, ni al chito, ni a los naipes, ni a nada. El docto profesor de todas las artes y ciencias no es capaz de poner ninguna en práctica, aunque desde luego lo sea de escribir un artículo, o un tratado si se tercia, sobre cualquiera de ellas. No tiene, por así decir, el uso de sus pies y de sus manos; no sabe correr, ni nadar, ni andar casi; y hasta considera gente vulgar y automática a todos aquellos que practican o ejercen cualquiera de estas artes del cuerpo o del espíritu —aunque desde luego el conocer cualquiera de ellas a fondo requiera no poco tiempo y práctica, aparte de una disposición particular y de facultades especiales. No menos, en todo caso, que lo que requiere el candidato a docto para llegar, a fuerza de penosos estudios, a conseguir un título de doctor y una cátedra, para comer, beber y dormir tranquilamente el resto de su vida.

La cosa es bien clara. Cuanto los hombres entienden realmente se reduce a un muy breve compás: a su experiencia y trabajos cotidianos; a lo que tienen la oportunidad de conocer, y motivos para estudiar o ejercitar. El resto es jactancia e impostura. La gente común sabe usar sus miembros; pues de su trabajo y destreza viven. Conocen su oficio, y el carácter de aquellos con quienes tienen que habérselas; no tienen más remedio. Y poseen la elocuencia necesaria para expresar sus pasiones, y el ingenio preciso para manifestar su desdén y provocar la risa. El empleo natural del idioma no es para ellos obra de romanos, ni un despliegue de purismo, ni un mosaico de términos obsoletos; ni su sentido de lo cómico, o la facilidad para encontrar alusiones con que expresarlo, se hallan sepultados en un anecdotario. Más agudezas oiréis en una diligencia durante el trayecto de Londres a Oxford que oiríais en todo un año entre los estudiantes o los profesores de la famosa universidad; y más cosas discretas y provechosas en cualquier charla de una cervecería que en el debate solemne de una sesión de la Cámara de los Comunes. Muchas viejas damas de provincia que no salieron nunca de ella saben con frecuencia mucho más de la naturaleza humana, y conocen más donosas historietas a su propósito, sacadas de los dichos y hechos de la localidad en los últimos cincuenta años, que la más renombrada literata de la época es capaz de espigar en el campo de las novelas y los poemas satíricos dados a luz en el mismo lapso. A decir verdad, la gente de la ciudad es bastante deficiente en la percepción del alma ajena, que ven sólo de busto, y no de cuerpo entero. La gente del campo, por el contrario, no sólo sabe todo lo que ha sucedido a los hombres con quienes vive, sino que aun puede seguir el rastro de sus virtudes y sus vicios, lo mismo que de su rasgos físicos, en su descendencia, de generación en generación, y puede explicarse así ciertas contradicciones y singularidades de conducta por el salto atrás y el cruzamiento. Los doctos no saben un palote de ello, ni en la ciudad ni en el campo. Sin contar que el vulgo tiene un sentido común de que en todo tiempo ha carecido el docto. De ahí que acierte cuando juzga por sí mismo, y yerre cuando se confía a sus lazarillos ciegos. El célebre teólogo disidente Baxter fue casi lapidado por las buenas comadres de Kidderminster, por haber asegurado desde el pulpito que “el infierno estaba empedrado con cráneos de infantillos”, aunque a fuerza de argumentos incontrastables y de oportunas citas de los Padres de la Iglesia, el reverendo predicador acabó por prevalecer sobre los escrúpulos de sus feligreses, y sobre la razón y el sentido de humanidad.

Tal es el uso que se ha hecho del saber humano. Los jornaleros de esta viña diríase tienen por objeto confundir todo sentido común, y las distinciones de bien y mal, con ayuda de máximas tradicionales y nociones preconcebidas, tomadas a ciegas y aumentando en absurdidad a medida que aumentan en años. Hacinan hipótesis sobre hipótesis, montañas de hipótesis, hasta que es imposible advertir la verdad pura y simple en la cuestión más llana. Ven las cosas, no como son, sino como las hallan en los libros, y “pasan por alto y acallan sus propias opiniones”[21], a fin de no descubrir nada que pueda contradecir sus prejuicios o convencerles de que son absurdos. Podríase, observándolos, suponerse que el ápice de la sabiduría humana es mantener las contradicciones y consagrar la insensatez. No hay dogma, por violento o necio que sea, al que estos individuos no hayan puesto su sello y tratado de imponer al entendimiento de sus secuaces como voluntad divina, revestida de todos los terrores y sanciones de la religión[22].  ¡Qué poco dirigida ha sido realmente la razón humana hacia la búsqueda del bien y la verdad! ¡Cuánto ingenio dilapidado en defensa de los credos y sistemas! ¡Cuánto tiempo e inteligencia malgastados en controversias teológicas y críticas verbales, en el estudio de las leyes, la política, la astrología judiciaria y la consecución de la piedra filosofal! ¿Qué provecho podríamos cosechar hoy de los escritos de un Laud o un Whitgift, o del obispo Bull o el obispo Waterland, o de las Conexiones de Prideaux, o de Beausobre, o Calmet, o San Agustín, o Puffendorf, o Vattel, o de los más literales pero igualmente eruditos y baldíos trabajos de Escalígero, Cardan o Scioppius?[23] ¿Cuántos adarmes de razón podrá haber en sus mil tomos en folio o en cuarto? ¿Qué perdería el mundo si fuesen arrojados al fuego mañana? ¿O no “bajaron ya al panteón de todos los Capuletos”? [24] Todos ellos, sin embargo, fueron oráculos en su tiempo, y se habrían mofado de vosotros y de mí, y del sentido común y la naturaleza humana, si hubiésemos tenido la osadía de contradecirles. ¡A nuestra vez ahora el reírnos de ellos!

Para concluir con el tema. La gente más sensata que se encuentra uno en sociedad son los hombres de mundo y los hombres de negocios, que razonan con arreglo a lo que ven y conocen, en vez de urdir telarañas de distingos sobre lo que deberían ser las cosas[25].  Las mujeres tienen con frecuencia más de eso que llaman buen sentido que los hombres. Tienen menos pretensiones; juzgan las cosas más de acuerdo con la impresión involuntaria e inmediata que causan en su espíritu y, por tanto, más genuina y naturalmente. No pueden razonar a tuertas, porque no razonan en absoluto. No piensan ni arguyen con arreglo a una pauta; y de ahí que suelan tener más elocuencia e ingenio, al par que más cordura. Gracias a esta elocuencia, ingenio y cordura consiguen por lo general gobernar a sus maridos. Su estilo, cuando escriben a sus amigos (no para los editores), es mejor que el de la mayoría de los literatos. La gente sin instrucción tiene más exuberancia de inventiva, y se halla más libre de prejuicios. Shakespeare fue sin duda un espíritu de formación espontánea, tanto por la frescura de su imaginación como por la variedad de sus ideas; así como el de Milton fue escolástico, lo mismo en su pensamiento que en su sentir. Shakespeare no debió escribir nunca en la escuela ejercicios en defensa de la virtud o impugnación del vicio. A ello debemos probablemente el acento saludable y sin afectación de su moral dramática. Si queremos conocer la fuerza del genio humano, leamos a Shakespeare. Si queremos conocer la insignificancia del saber humano, leamos a sus comentaristas.

Traducción y notas de RICARDO BAEZA.
Revista Sur, abril de 1945, año XIV.

NOTAS

[1] “Pues cuantas más lenguas puede hablar un hombre, — tanto mayor la hendidura abierta en su entendimiento; — y el trabajo que ha gastado en ello, — fuerza será que 1o gane de algún otro modo. — El hebreo, el caldeo, el asirio, — hacen que su razón vaya, como sus letras, a la inversa, — y que su ingenio, al esforzarse en comprenderlos, se vuelva — (como el que escribe los caracteres) zurdo. — No obstante, el que es capaz de desbarrar en varios idiomas — pasará por más sabio que el que sólo puede — razonar, por agudamente que lo haga, en el propio”. Samuel Butler (1612-1680): Satire upon the Abuse of Human Learning, vs. 57-68.
[2] Dryden dice en su Essay of Dramatic Poetry que Shakespeare “no precisaba los anteojos de los libros para leer la Naturaleza”.
[3] Leave me, leave me to my repose. (Thomas Gray: Descent of Odin, v. 50.)
[4] San Mateo, IX, 6.
[5] Enfeebles all internal strength of thought. (Goldsmith: The Traveller, v. 270.)
[6] Sweats in the eye of Phoebus, and at night sleeps in Elysium. (Shakespeare: Henry V, Act IV, Sc. I, v. 290.)
[7] Probablemente es innecesario subrayar que Hazlitt no censura el afán  de conocimiento, ni siquiera el exceso de lectura, —que, como el comer, está en proporción con el apetito y las necesidades orgánicas del individuo,       siendo            gula tan sólo cuando  excede la capacidad natural de éste y perturba su fisiología—. Lo que Hazlitt critica, es el almacenaje inerte de conocimientos fútiles, por simple prurito pedantesco o de vanidad, y la inhibición de la vida en torno por absorción exclusiva en la obra escrita —sobre todo en la “obra muerta"—, que, fatalmente, seca la vida interior y deforma la personalidad moral. (Aunque, no sea fácil precisar, en este terreno como en tantos otros, cuál es la causa y cuál el efecto. “La pedantería tiene sus raíces en el corazón, no en la inteligencia, ha dicho Hebbel.) Pero hay una clase de lectura apasionada, ardida y personal, una lectura “de presa”, que se apodera de lo que lee y lo convierte en sustancia propia; una lectura que es un acto de creación (en lo que atañe a la vida interior, al ser, aunque no se traduzca en acción externa y transmisible); como hay una especie de admiración, un modo de admirar (Suarès lo apunta en una de sus más hermosas Remarques) a tal extremo intenso, perspicaz y radiante, que nos integra casi a la obra admirada y nos eleva, siquiera sea momentáneamente, a su nivel. A esa especie de lectura creadora se refería quizás Lamb (lector incoercible) al escribir; “Cuando no estoy paseando, estoy leyendo. No puedo sentarme a pensar. Los libros piensan por mí”. Claro que este linaje de lectura no depende de la voluntad, y sería perfectamente inútil prescribirlo.
[8] “La Fantasía entusiasta siempre fue amiga de vagabundear”, o de “faltar a la escuela”, de “hacer novillos'' según el modismo español. (Alusión a la frase de Charles Lamb: The truant fancy was a wanderer ever, en Fancy employed on Divine Subjects.)
[9] El estadista tory Canning. En la version original dice: “el más despreciable"; y en otra variante posterior: “el más equívoco”.
[10] Charles Burney (1757-1817), Doctor en Teología, cuyas Remarks on the Greek Verses of Milton aparecieron en 1790.
[11] Sin duda (según Mr. Howe) el ya aludido Burney y Samuel Parr (1747-1825).
[12] Una de las pocas citas que no ha logrado identificar Mr. Howe.
[13] The mighty world of eye and ear. (Wordsworth: Lines composed a few miles above Tintern Abbey, vs. 105-106.)
[14] Knowledge quite shut out. (Paráfrasis sin duda de El Paraíso Perdido de Milton, III, v. 50, que dice: And wisdom, at one entrance quite shut out.)
[15] Sterne: Tristram Shandy, III, 12.
[16] O sea las esculturas del Partenón que llevó a Inglaterra Lord Elgin y que hoy se conservan en el Museo Británico.
[17] En la publicación original, una nota al pie, omitida luego por el autor, decía: “Esta indiferencia usual en los fanáticos literarios hacia las obras de arte reviste en ocasiones una forma más ofensiva; y, unida al escaso conocimiento y al exceso de vanidad, estalla en una impaciencia celosa ante lo que se les antoja una competencia en el terreno de la creación artística. “¡Santo Dios! —parece que exclamó un famoso escritor contemporáneo al visitar una colección de libros, grabados y antigüedades—, ¡qué cúmulo de cosas! Sin contar esos demonios del rincón”, añadió, señalando a un grupo de Psiquis y Cupido que se veía en un extremo de la galería. Hubiera podido pensarse que la dulce belleza de estas dos figuras era capaz de desarmar hasta el monstruoso ostracismo de la vanidad del personaje en cuestión y de reconciliarle con la idea intolerable de que ya antes de que él escribiera una línea había en el mundo un cierto sentido de la belleza, que acaso no desaparecería del todo aunque él siguiese escribiendo interminablemente. Pero la verdad es que sólo existe una persona en estos tres reinos de la que puede tenerse por verosímil una tal historieta”. (Parece desde luego que Hazlitt se refiere a Wordsworth; pero no vaya a creerse por ello que dejaba de apreciar como correspondía la grandeza del poeta. A menudo escribió de él con admiración, y es difícil en menos líneas un resumen más justo de la obra poética de Wordsworth que el que hace, cuatro o cinco años después de escribir este enrayo, en la nota que le dedica en su antología de Select British Poets.
[18] En el original: He knows no touch of it. (Shakespeare: Hamlet, III, 2, v. 371, en que dice Gildenstern: I know no touch of it, my Lord.
[19] The art and practique part of life. (Shakespeare: Henry V, T, I, v. 51.)
[20] Has no skill in surgery. (Shakespeare: Henry IV, 1st Part, V, I, v. 135.)
[21] Who winks and shuts his apprehension up / From common sense of what men were, and are. Marston: Antonio's Revenge, Prologue.
[22] En la publicación original, una nota al pie, suprimida posteriormente, añadía la siguiente cita:
And all things weighed in customs falsest scale;
Opinion and omnipotence, whose veil
Mantles the earth with darkness until right
And wrong are accidents, and men grow pale,
Lest their own judgment should become too bright
And their free thoughts be crimes, and earth have too much light.
Byron: Childe Harold, Canto IV, Stanza, 113.
Que, traducida, dice: “Y todas las cosas, pesadas en la más falaz balanza de la costumbre; — la opinión pública y la omnipotencia, cuyo velo — envuelve la tierra en tinieblas hasta que el bien — y el mal son simples accidentes, y los hombres palidecen, — no sea que su propio juicio se tornara demasiado claro — y sus pensamientos libres fueran crimen, y la tierra tuviera demasiada luz”.
[23] En la publicación original decía “un Butler o un Berkeley” en vez de “un Laud o un Whitgiff”. Willam Laud (1573-1645) y John Whitgift (1530-1604) fueron ambos arzobispos de Canterbury. George Bull (1634-1710), obispo de St. David, autor de Defensio Fidei Nicenae (1685) y otras obras teológicas. Daniel Waterland (1683-1740), de cuyas obras apareció una edición en 11 volúmenes en 1823-1828, no fue obispo, a pesar de lo que dice Hazlitt. Humphrey Prideaux (1648-1724), autor de Old and New Testament connected... to the Time of Christ, publicado por vez primera (2 vols. en folio) en 1716-1718. Isaac de Beausobre (1659-1738), escritor hugonote. Augustin Calmet (1672-1757). Samuel von Puffendorf (1632-1694), jurista. Eméric de Vattel (1714-1767), jurista, aparece sustituido en el artículo original por Grotius. Joseph Justus Scaliger (1540-1609); Jerôme Cardan (1501-1576); Kaspar Schoppe (1576-1649). En la publicación original dice también “más profanos” en lugar de “más literales”.
[24] Gone to the vault of all the Capulets: alusión a una frase de Romeo y Julieta, que dice exactamente:
Thou shall be borne to that same ancient vault
Where all the kindred of the Capulets lie.
Shakespeare: Romeo and Juliet, IV, I, vs. 111-112.
[25] En el artículo de la revista este párrafo dice: “La gente más sensata que se encuentra uno en sociedad son los artistas y los hombres de negocios. Los primeros se ven obligados a formarse una noción bastante exacta de las cosas antes de poder representarlas y darles vida; los segundos tienen que hacer sus cálculos a derechas, si no quieren pagar las consecuencias de su error”.

ON THE IGNORANCE OF THE LEARNED

For the more languages a man can speak,
His talent has but sprung the greater leak:
And, for the industry he has spent upon’t,
Must full as much some other way discount.
The Hebrew, Chaldee, and the Syriac
Do, like their letters, set men’s reason back,
And turn their wits that strive to understand It
(Like those that write the characters) left-handed.
Yet he that is but able to express
No sense at all in several languages
Will pass for learneder than he that’s known
To speak the strongest reason in his own.
BUTLER.

The description of persons who have the fewest ideas of all others are mere authors and readers. It is better to be able neither to read nor write than to be able to do nothing else. A lounger who is ordinarily seen with a book in his hand is (we may be almost sure) equally without the power or inclination to attend either to what passes around him or in his own mind. Such a one may be said to carry his understanding about with him in his pocket, or to leave it at home on his library shelves. He is afraid of venturing on any train of reasoning, or of striking out any observation that is not mechanically suggested to him by parsing his eyes over certain legible characters; shrinks from the fatigue of thought, which, for want of practice, becomes insupportable to him; and sits down contented with an endless, wearisome succession of words and half-formed images, which fill the void of the mind, and continually efface one another. Learning is, in too many cases, but a foil to common sense; a substitute for true knowledge. Books are less often made use of as ‘spectacles’ to look at nature with, than as blinds to keep out its strong light and shifting scenery from weak eyes and indolent dispositions. The book-worm wraps himself up in his web of verbal generalities, and sees only the glimmering shadows of things reflected from the minds of others. Nature puts him out. The impressions of real objects, stripped of the disguises of words and voluminous roundabout descriptions, are blows that stagger him; their variety distracts, their rapidity exhausts him; and he turns from the bustle, the noise, and glare, and whirling motion of the world about him (which he has not an eye to follow in its fantastic changes, nor an understanding to reduce to fixed principles), to the quiet monotony of the dead languages, and the less startling and more intelligible combinations of the letters of the alphabet. It is well, it is perfectly well. ‘Leave me to my repose,’ is the motto of the sleeping and the dead. You might as well ask the paralytic to leap from his chair and throw away his crutch, or, without a miracle, to ‘take up his bed and walk,’ as expect the learned reader to throw down his book and think for himself. He clings to it for his intellectual support; and his dread of being left to himself is like the horror of a vacuum. He can only breathe a learned atmosphere, as other men breathe common air. He is a borrower of sense. He has no ideas of his own, and must live on those of other people. The habit of supplying our ideas from foreign sources ‘enfeebles all internal strength of thought,’ as a course of dram-drinking destroys the tone of the stomach. The faculties of the mind, when not exerted, or when cramped by custom and authority, become listless, torpid, and unfit for the purposes of thought or action. Can we wonder at the languor and lassitude which is thus produced by a life of learned sloth and ignorance; by poring over lines and syllables that excite little more idea or interest than if they were the characters of an unknown tongue, till the eye closes on vacancy, and the book drops from the feeble hand! I would rather be a wood-cutter, or the meanest hind, that all day ‘sweats in the eye of Phoebus, and at night sleeps in Elysium,’ than wear out my life so, ‘twixt dreaming and awake.’ The learned author differs from the learned student in this, that the one transcribes what the other reads. The learned are mere literary drudges. If you set them upon original composition, their heads turn, they don’t know where they are. The indefatigable readers of books are like the everlasting copiers of pictures, who, when they attempt to do anything of their own, find they want an eye quick enough, a hand steady enough, and colours bright enough, to trace the living forms of nature.

Any one who has passed through the regular gradations of a classical education, and is not made a fool by it, may consider himself as having had a very narrow escape. It is an old remark, that boys who shine at school do not make the greatest figure when they grow up and come out into the world. The things, in fact, which a boy is set to learn at school, and on which his success depends, are things which do not require the exercise either of the highest or the most useful faculties of the mind. Memory (and that of the lowest kind) is the chief faculty called into play in conning over and repeating lessons by rote in grammar, in languages, in geography, arithmetic, etc., so that he who has the most of this technical memory, with the least turn for other things, which have a stronger and more natural claim upon his childish attention, will make the most forward school-boy. The jargon containing the definitions of the parts of speech, the rules for casting up an account, or the inflections of a Greek verb, can have no attraction to the tyro of ten years old, except as they are imposed as a task upon him by others, or from his feeling the want of sufficient relish of amusement in other things. A lad with a sickly constitution and no very active mind, who can just retain what is pointed out to him, and has neither sagacity to distinguish nor spirit to enjoy for himself, will generally be at the head of his form. An idler at school, on the other hand, is one who has high health and spirits, who has the free use of his limbs, with all his wits about him, who feels the circulation of his blood and the motion of his heart, who is ready to laugh and cry in a breath, and who had rather chase a ball or a butterfly, feel the open air in his face, look at the fields or the sky, follow a winding path, or enter with eagerness into all the little conflicts and interests of his acquaintances and friends, than doze over a musty spelling-book, repeat barbarous distichs after his master, sit so many hours pinioned to a writing-desk, and receive his reward for the loss of time and pleasure in paltry prize-medals at Christmas and Midsummer. There is indeed a degree of stupidity which prevents children from learning the usual lessons, or ever arriving at these puny academic honours. But what passes for stupidity is much oftener a want of interest, of a sufficient motive to fix the attention and force a reluctant application to the dry and unmeaning pursuits of school-learning. The best capacities are as much above this drudgery as the dullest are beneath it. Our men of the greatest genius have not been most distinguished for their acquirements at school or at the university.

Th’ enthusiast Fancy was a truant ever.

Gray and Collins were among the instances of this wayward disposition. Such persons do not think so highly of the advantages, nor can they submit their imaginations so servilely to the trammels of strict scholastic discipline. There is a certain kind and degree of intellect in which words take root, but into which things have not power to penetrate. A mediocrity of talent, with a certain slenderness of moral constitution, is the soil that produces the most brilliant specimens of successful prize-essayists and Greek epigrammatists. It should not be forgotten that the least respectable character among modern politicians was the cleverest boy at Eton.

Learning is the knowledge of that which is not generally known to others, and which we can only derive at second-hand from books or other artificial sources. The knowledge of that which is before us, or about us, which appeals to our experience, passions, and pursuits, to the bosoms and businesses of men, is not learning. Learning is the knowledge of that which none but the learned know. He is the most learned man who knows the most of what is farthest removed from common life and actual observation, that is of the least practical utility, and least liable to be brought to the test of experience, and that, having been handed down through the greatest number of intermediate stages, is the most full of uncertainty, difficulties, and contradictions. It is seeing with the eyes of others, hearing with their ears, and pinning our faith on their understandings. The learned man prides himself in the knowledge of names and dates, not of men or things. He thinks and cares nothing about his next-door neighbours, but he is deeply read in the tribes and castes of the Hindoos and Calmue Tartars. He can hardly find his way into the next street, though he is acquainted with the exact dimensions of Constantinople and Pekin. He does not know whether his oldest acquaintance is a knave or a fool, but he can pronounce a pompous lecture on all the principal characters in history. He cannot tell whether an object is black or white, round or square, and yet he is a professed master of the laws of optics and the rules of perspective. He knows as much of what he talks about as a blind man does of colours. He cannot give a satisfactory answer to the plainest question, nor is he ever in the right in any one of his opinions upon any one matter of fact that really comes before him, and yet he gives himself out for an infallible judge on all these points, of which it is impossible that he or any other person living should know anything but by conjecture. He is expert in all the dead and in most of the living languages; but he can neither speak his own fluently, nor write it correctly. A person of this class, the second Greek scholar of his day, undertook to point out several solecisms in Milton’s Latin style; and in his own performance there is hardly a sentence of common English. Such was Dr. ——. Such is Dr. ——. Such was not Porson. He was an exception that confirmed the general rule, a man that, by uniting talents and knowledge with learning, made the distinction between them more striking and palpable.

A mere scholar, who knows nothing but books, must be ignorant even of them. ‘Books do not teach the use of books.’ How should he know anything of a work who knows nothing of the subject of it? The learned pedant is conversant with books only as they are made of other books, and those again of others, without end. He parrots those who have parroted others. He can translate the same word into ten different languages, but he knows nothing of the thing which it means in any one of them. He stuffs his head with authorities built on authorities, with quotations quoted from quotations, while he locks up his senses, his understanding, and his heart. He is unacquainted with the maxims and manners of the world; he is to seek in the characters of individuals. He sees no beauty in the face of nature or of art. To him ‘the mighty world of eye and ear’ is hid; and ‘knowledge,’ except at one entrance, ‘quite shut out.’ His pride takes part with his ignorance; and his self-importance rises with the number of things of which he does not know the value, and which he therefore despises as unworthy of his notice. He knows nothing of pictures — ‘Of the colouring of Titian, the grace of Raphael, the purity of Domenichino, the corregioscity of Correggio, the learning of Poussin, the airs of Guido, the taste of the Caracci, or the grand contour of Michael Angelo,’— of all those glories of the Italian and miracles of the Flemish school, which have filled the eyes of mankind with delight, and to the study and imitation of which thousands have in vain devoted their lives. These are to him as if they had never been, a mere dead letter, a by-word; and no wonder, for he neither sees nor understands their prototypes in nature. A print of Rubens’ Watering-place or Claude’s Enchanted Castle may be hanging on the walls of his room for months without his once perceiving them; and if you point them out to him he will turn away from them. The language of nature, or of art (which is another nature), is one that he does not understand. He repeats indeed the names of Apelles and Phidias, because they are to be found in classic authors, and boasts of their works as prodigies, because they no longer exist; or when he sees the finest remains of Grecian art actually before him in the Elgin Marbles, takes no other interest in them than as they lead to a learned dispute, and (which is the same thing) a quarrel about the meaning of a Greek particle. He is equally ignorant of music; he ‘knows no touch of it,’ from the strains of the all-accomplished Mozart to the shepherd’s pipe upon the mountain. His ears are nailed to his books; and deadened with the sound of the Greek and Latin tongues, and the din and smithery of school-learning. Does he know anything more of poetry? He knows the number of feet in a verse, and of acts in a play; but of the soul or spirit he knows nothing. He can turn a Greek ode into English, or a Latin epigram into Greek verse; but whether either is worth the trouble he leaves to the critics. Does he understand ‘the act and practique part of life’ better than ‘the theorique’? No. He knows no liberal or mechanic art, no trade or occupation, no game of skill or chance. Learning ‘has no skill in surgery,’ in agriculture, in building, in working in wood or in iron; it cannot make any instrument of labour, or use it when made; it cannot handle the plough or the spade, or the chisel or the hammer; it knows nothing of hunting or hawking, fishing or shooting, of horses or dogs, of fencing or dancing, or cudgel-playing, or bowls, or cards, or tennis, or anything else. The learned professor of all arts and sciences cannot reduce any one of them to practice, though he may contribute an account of them to an Encyclopedia. He has not the use of his hands nor of his feet; he can neither run, nor walk, nor swim; and he considers all those who actually understand and can exercise any of these arts of body or mind as vulgar and mechanical men — though to know almost any one of them in perfection requires long time and practice, with powers originally fitted, and a turn of mind particularly devoted to them. It does not require more than this to enable the learned candidate to arrive, by painful study, at a doctor’s degree and a fellowship, and to eat, drink, and sleep the rest of his life!

The thing is plain. All that men really understand is confined to a very small compass; to their daily affairs and experience; to what they have an opportunity to know, and motives to study or practise. The rest is affectation and imposture. The common people have the use of their limbs; for they live by their labour or skill. They understand their own business and the characters of those they have to deal with; for it is necessary that they should. They have eloquence to express their passions, and wit at will to express their contempt and provoke laughter. Their natural use of speech is not hung up in monumental mockery, in an obsolete language; nor is their sense of what is ludicrous, or readiness at finding out allusions to express it, buried in collections of Anas. You will hear more good things on the outside of a stage-coach from London to Oxford than if you were to pass a twelvemonth with the undergraduates, or heads of colleges, of that famous university; and more home truths are to be learnt from listening to a noisy debate in an alehouse than from attending a formal one in the House of Commons. An elderly country gentlewoman will often know more of character, and be able to illustrate it by more amusing anecdotes taken from the history of what has been said, done, and gossiped in a country town for the last fifty years, than the best bluestocking of the age will be able to glean from that sort of learning which consists in an acquaintance with all the novels and satirical poems published in the same period. People in towns, indeed, are woefully deficient in a knowledge of character, which they see only in the bust, not as a whole-length. People in the country not only know all that has happened to a man, but trace his virtues or vices, as they do his features, in their descent through several generations, and solve some contradiction in his behaviour by a cross in the breed half a century ago. The learned know nothing of the matter, either in town or country. Above all, the mass of society have common sense, which the learned in all ages want. The vulgar are in the right when they judge for themselves; they are wrong when they trust to their blind guides. The celebrated nonconformist divine, Baxter, was almost stoned to death by the good women of Kidderminster, for asserting from the pulpit that ‘hell was paved with infants’ skulls’; but, by the force of argument, and of learned quotations from the Fathers, the reverend preacher at length prevailed over the scruples of his congregation, and over reason and humanity.

Such is the use which has been made of human learning. The labourers in this vineyard seem as if it was their object to confound all common sense, and the distinctions of good and evil, by means of traditional maxims and preconceived notions taken upon trust, and increasing in absurdity with increase of age. They pile hypothesis on hypothesis, mountain high, till it is impossible to come at the plain truth on any question. They see things, not as they are, but as they find them in books, and ‘wink and shut their apprehensions up,’ in order that they may discover nothing to interfere with their prejudices or convince them of their absurdity. It might be supposed that the height of human wisdom consisted in maintaining contradictions and rendering nonsense sacred. There is no dogma, however fierce or foolish, to which these persons have not set their seals, and tried to impose on the understandings of their followers as the will of Heaven, clothed with all the terrors and sanctions of religion. How little has the human understanding been directed to find out the true and useful! How much ingenuity has been thrown away in the defence of creeds and systems! How much time and talents have been wasted in theological controversy, in law, in politics, in verbal criticism, in judicial astrology, and in finding out the art of making gold! What actual benefit do we reap from the writings of a Laud or a Whitgift, or of Bishop Bull or Bishop Waterland, or Prideaux’ Connections, or Beausobre, or Calmet, or St. Augustine, or Puffendord, or Vattel, or from the more literal but equally learned and unprofitable labours of Scaliger, Cardan, and Scioppius? How many grains of sense are there in their thousand folio or quarto volumes? What would the world lose if they were committed to the flames tomorrow? Or are they not already ‘gone to the vault of all the Capulets’? Yet all these were oracles in their time, and would have scoffed at you or me, at common sense and human nature, for differing with them. It is our turn to laugh now.

To conclude this subject. The most sensible people to be met with in society are men of business and of the world, who argue from what they see and know, instead of spinning cobweb distinctions of what things ought to be. Women have often more of what is called good sense than men. They have fewer pretensions; are less implicated in theories; and judge of objects more from their immediate and involuntary impression on the mind, and, therefore, more truly and naturally. They cannot reason wrong; for they do not reason at all. They do not think or speak by rule; and they have in general more eloquence and wit, as well as sense, on that account. By their wit, sense, and eloquence together, they generally contrive to govern their husbands. Their style, when they write to their friends (not for the booksellers), is better than that of most authors. — Uneducated people have most exuberance of invention and the greatest freedom from prejudice. Shakespear’s was evidently an uneducated mind, both in the freshness of his imagination and in the variety of his views; as Milton’s was scholastic, in the texture both of his thoughts and feelings. Shakespear had not been accustomed to write themes at school in favour of virtue or against vice. To this we owe the unaffected but healthy tone of his dramatic morality. If we wish to know the force of human genius we should read Shakespear. If we wish to see the insignificance of human learning we may study his commentators.