El
ensayo de William Hazlitt (1778-1830) On
the Ignorance of the Learned, que traduzco a continuación, apareció en el Edinburgh Magazine, julio 1818, firmado
“T. T.”, siendo recogido más tarde en el libro Table-Talk, or Original Essays on Men and Manners, 2 vols.,
Londres, 1821-2; segunda edición, 1824; tercera, 1825, impresa en París, que es
una selección de Table-Talk y de la
recopilación The Plain Speaker
publicada en Londres al año siguiente. Estas ediciones presentan algunas
variantes del texto, entre sí lo mismo que con respecto a la publicación
original de algunos de los ensayos en la correspondiente revista.
Las
notas al pie identificando las citas, a que tan aficionado era el autor, son en
su mayoría de la primera edición de Complete
Works de Hazlitt (13 vols., Londres, 1902-1906), por A. R. Waller y Arnold
Glover, que sirvió de base a la más reciente, y aún más completa (la “Centenary Edition”, 21 vols., Londres,
1930-1933), llevada a cabo por P. P. Howe, el más autorizado de los
especialistas de Hazlitt, al que todos los fieles de éste deben gratitud
especial. Encontrándome entre esos fieles, y pienso que entre los más
fervorosos, no pierdo la esperanza de poder algún día hablar de él con palabras
que no lo desfiguren ni empequeñezcan demasiado. Ensayista y crítico
incomparable, su obra ha sido para mí en estos últimos años más esencial de
cuanto me sería posible decir: una fuente inagotable de pensamiento, de
estímulo, de confortación y de deleite, y me gustaría pagar, siquiera en parte,
o cuando menos reconocer públicamente, mi deuda. Espero asimismo ofrecer pronto
al público de habla castellana una
amplia selección de sus escritos, en tomos sucesivos, el primero de los cuales
está ya en prensa. Era mi propósito haber hecho un breve estudio preliminar al
ensayo que sigue, a manera de introducción o de ojeada a la obra y al hombre,
que me es también particularmente querido, pero apremios de tiempo me han
obligado a dejarlo para otro número de SUR.
DE LA IGNORANCIA DE LOS DOCTOS
For the more
languages a man can speak,
His talent has
bat sprung the greater leak:
And, for the
industry he has spent upon’t,
Must full as
much some other way discount.
The Hebrew,
Chaldee, and the Syriac,
Do, like their
letters, set men’s reason back,
And turn their
wits that strive to understand
(Like those that
write the characters) left-handed.
Yet he that is
but able to express
No sense at all
in several languages,
Will pass for
learneder than he tha’s known
To speak the
strongest reason in his own.[1]
BUTLER.
Difícilmente
se encontrará a nadie con menos ideas en la cabeza que los que no son otra cosa
que autores o lectores. Mejor no ser capaz de leer ni escribir que ser sólo
capaz de eso. Un ocioso al que se ve de ordinario con un libro en la mano,
podemos casi estar seguros de que no tiene ni la capacidad ni el deseo de enterarse
de lo que ocurre en torno suyo o en sus adentros. Podría decirse de él que
lleva su entendimiento en el bolsillo o lo dejó en casa, en los estantes de su
biblioteca. Teme aventurarse en un razonamiento cualquiera, sea del orden que
sea, o arriesgar una observación que no le fue sugerida mecánicamente al pasar
sus ojos por un texto impreso; rehúye el esfuerzo del pensamiento, que, por
falta de práctica, ha llegado a resultarle intolerable; y se da por muy
contento con una tediosa e interminable sucesión de palabras e imágenes a medio
formar, que llenan el vacío del espíritu, y se van borrando unas a otras. El
saber es, en muchos casos, sólo un amortiguador del sentido común: un
sustitutivo de la verdadera sabiduría. Los libros son a menudo, más que “anteojos”[2] para mirar la naturaleza, anteojeras
para preservar de su luz intensa y su paisaje cambiante los ojos débiles y el
temperamento indolente. El polilla de biblioteca se envuelve en su tela de
generalidades verbales, y ve sólo las sombras fluctuantes proyectadas por el
espíritu de los demás. La realidad le
desconcierta. La impresión de los objetos naturales, despojados del disfraz
de las palabras y de los circunloquios, son como golpes que le hacen
tambalearse, su variedad le aturde, su rapidez le deja exhausto; y apartándose
de la barahúnda, el estrépito, el resplandor y la emoción vertiginosa que le
rodea, cuyos cambios fantásticos no pueden seguir sus ojos, ni cuyos principios
fijos puede advertir su entendimiento, se refugia en la calma monotonía de las
lenguas muertas y las menos emocionantes y más inteligibles combinaciones de
las letras del alfabeto. Después de todo, es justo. “Dejadme descansar en paz” [3] es la
divisa de los durmientes y los muertos. Esperar que el lector docto arrojase su
libro y pensara por sí mismo sería como pedir al paralítico que saltara de su
silla y tirase las muletas o que, sin milagro alguno, “tomase su lecho a
cuestas y echase a andar”[4]. Al fin
y al cabo, se aferra a él como su único punto de apoyo intelectual; y su temor
a verse abandonado a sí mismo es simplemente el horror al vacío. Sólo puede
respirar en una atmósfera de erudición, que es para él lo que el aire para los
demás hombres. Vive de la razón que le prestan. Como no tiene ideas propias,
tiene que subsistir de las ajenas. El hábito de tomar nuestras ideas de fuentes
forasteras “debilita toda fuerza interior del pensamiento”[5] como el dedicarse al aguardiente acaba
por destruir el tono del estómago. Las facultades del espíritu, cuando no se
ejercitan, o cuando entumecidas por la costumbre y la autoridad, se tornan
indiferentes, tórpidas e inadecuadas para los fines del pensamiento o de la
acción. ¿Cómo sorprenderse de la languidez y laxitud así producidas por una
vida de docta pereza e ignorancia, escudriñando líneas y sílabas que apenas si
pueden despertar otro interés que el suscitado por los caracteres de una lengua
desconocida, hasta que los ojos se cierran sobre el vacío y el libro resbala de
las manos? ¡Antes ser un leñador o el más humilde jornalero, que se pasa el día
“sudando bajo los ojos de Febo, y de noche duerme en el Elíseo”[6] que malgastar así la vida en un vago
duermevela! El autor docto difiere del docto estudioso en que el uno transcribe
lo que el otro lee. Los doctos son simples peones literarios. Si los ponéis a
alguna labor original, la cabeza les da vueltas, no saben qué hacerse. Los
lectores infatigables de libros son como los eternos copistas de cuadros, que,
cuando tratan de pintar algo propio, se encuentran con que no tienen un golpe
de vista lo bastante rápido, una mano lo bastante firme, y colores
suficientemente expresivos para diseñar los contornos vivos de la naturaleza[7].
Todo
el que haya pasado por las etapas regulares de una educación clásica, y no haya
sido idiotizado por ella, puede considerar que la ha escapado buena. Es cosa
sabida de antiguo que los muchachos que más brillan en el colegio no son los
que más sobresalen de mayores. Y es que, en realidad, las cosas que hacen
aprender a los chicos en el colegio, y de las cuales depende su éxito ulterior,
son cosas que no requieren el ejercicio de las facultades más altas ni más
útiles del entendimiento. La memoria (la de orden más bajo, por supuesto) es la
facultad que principalmente se pone en juego, estudiando y repitiendo de coro
lecciones de gramática, de idiomas, de geografía, de aritmética, etc.; así que
el que más tenga esta memoria técnica, con la menor disposición para otras
cosas que, por ley natural, habrían de atraer más su atención infantil, será el
estudiante más distinguido del curso. La jerigonza que enumera las partes de la
oración, las reglas del cálculo, o las desinencias de los verbos griegos, no
puede tener mayor atractivo para el novicio de diez años, a menos que le sea
impuesta como una tarea o le tenga sin cuidado todo el resto. Un muchacho de
constitución enclenque y caletre un poco tardo, capaz sólo de retener lo que le
enseñan y sin sagacidad para percibir ni iniciativa para gozar por sí mismo,
generalmente se pondrá a la cabeza de su clase. El mal estudiante, en cambio,
es por lo general el sano y alegre, que sabe hacer uso de sus miembros, animoso
y decidido, que siente la circulación de su sangre y el latir de su corazón,
dispuesto tan pronto a reír como a llorar, y que prefiere correr detrás de una
pelota o una mariposa, sentir el viento en la cara, mirar los campos o el
cielo, trepar por un sendero escarpado, o precipitarse impetuosamente en todos
los menudos conflictos e intereses de sus amigos y compañeros, antes que
dormitar sobre un tabarroso libro de texto, repetir dísticos bárbaros a la zaga
del maestro, sentarse horas y horas ante el pupitre, como atornillado a él,
para recibir a fin de curso una medalla absurda en premio a tanto tiempo y
deleites perdidos. Desde luego, hay un cierto grado de estupidez que impide a
los chicos aprender las lecciones usuales y llegar a estos honores académicos.
Pero lo que suele pasar por estupidez es muchas veces simple falta de interés,
de un motivo suficiente para fijar la atención y obligarla a aplicarse, quieras
que no, al aprendizaje insípido y sin sentido de la escuela. Los mejores
entendimientos se hallan tan por encima de esta faena como por debajo de ella
los más obtusos. Nuestros hombres más geniales no se han distinguido mucho por
sus hazañas en el colegio o en la universidad.
Th’enthusiast
Fancy was a truant ever.[8]
Gray
y Collins figuran entre los ejemplos de esta condición díscola. Hombres como
ellos es difícil que tengan en mucho la estricta disciplina escolástica y
puedan supeditar servilmente la imaginación a sus trabas. Hay una cierta clase
y grado de inteligencia en que las palabras echan raíces, pero en la cual las
cosas no logran penetrar. Un talento mediocre, unido a una cierta endeblez
moral, es el terreno que produce los más lucidos ejemplares de candidatos a los
concursos académicos; y no debe olvidarse que el menos respetable moralmente de
los políticos modernos fue el alumno más brillante de Eton[9]. La erudición es el conocimiento de lo
que no es por lo general conocido de los demás, y que sólo de segunda mano
podemos adquirir en los libros u otras fuentes artificiales. El conocimiento de
lo que tenemos delante, o alrededor, de nosotros, que atañe a nuestra
experiencia, pasiones y propósitos, a los sentimientos e intereses de los
hombres, no es erudición. Erudición es el conocimiento de aquello que sólo los
eruditos conocen. El más erudito es el que más sabe de lo que menos tiene que ver
con la vida corriente y la realidad circundante, que menos utilidad práctica
supone y menos probabilidades encierra de ser traído al campo de la
experiencia, y que, transmitido a través del mayor número de etapas
intermedias, más lleno está de incertidumbre, dificultades y contradicciones.
Es ver con los ojos de los demás, oír con sus oídos y empeñar nuestra fe bajo
su palabra. El erudito se enorgullece del conocimiento de los nombres y las
fechas, no de los hombres o las cosas. No piensa en sus vecinos ni se le da un
ardite de ellos, pero se sabe al dedillo cuanto atañe a las tribus y castas de
los hindúes y los tártaros. A duras penas reconocerá la calle de al lado, pero
conoce exactamente las distancias y el plano de Constantinopla y de Pekín. No
sabe si su amigo más antiguo es un pícaro o un necio, pero podrá daros todo un
curso sobre las glandes figuras de la Historia. No podrá decir si un objeto es
blanco o negro, redondo o cuadrado, pero es todo un experto en las leyes de la
óptica y las reglas de la perspectiva. Sabe tanto de lo que habla como un ciego
de los colores. No podrá contestar a derechas la pregunta más llana, ni tendrá
la menor idea de ninguna cuestión efectiva que le pongan delante, pero ello no
le impedirá tenerse por un juez infalible con respecto a todas aquellas
materias en que sólo es factible la conjetura. Ducho en todas las lenguas
muertas y aun en la mayoría de las vivas, no es capaz de hablar con soltura en
la propia, y todavía menos de escribirla medianamente. Un individuo de este
género, el segundo helenista de su tiempo[10]
se dedicó a espulgar los solecismos del latín de Milton, con el resultado de
que apenas si hay en su alegato una frase en inglés potable. Tal fue el
Doctor... Tal es el Doctor…[11] Tal no
fue Porson, que fue una excepción confirmando la regla, un hombre, que, uniendo
el talento y la ciencia a la erudición, hizo más evidente y palpable la
diferencia.
Un
simple erudito, que sólo sabe de libros, ni aun de libros sabe. “Los libros no
enseñan el buen uso de los libros”[12]. ¿Cómo
podría saber nada de una obra quién nada sabe de la materia de que trata? El
pedante docto sólo entiende aquellos libros que están hechos de otros libros.
Repite como un papagayo lo que otros papagayos repitieron. Es capaz de traducir
la misma palabra en diez idiomas, pero ignora en absoluto lo que realmente
significa en cualquiera de ellos. Rellena su cabeza de autoridades basadas en
autoridades, de citas citadas de citas, pero echa llave a sus sentidos y
cerrojo al entendimiento y al corazón. No conoce personalmente las máximas ni
los modales del mundo; colocado frente a la naturaleza o el arte, no ve en
ellos la menor belleza. “El vasto mundo de los ojos y el oído”[13] le está oculto, y “el conocimiento”,
con excepción de una sola de sus puertas, “cerrado a piedra y lodo”[14]. Su orgullo corre parejas con su
ignorancia; y su engreimiento crece en proporción al número de cosas cuyo valor
ignora y que, por consiguiente, desprecia como indignas de ser tomadas en
cuenta. No sabe lo más mínimo de pintura —“del colorido de Tiziano, la gracia
de Rafael, la pureza del Domenichino, el corregismo de Corregio, la sabiduría
de Poussin, el artificio de Guido, el sabor de los Carracci, o la línea
grandiosa de Miguel Angel”[15]—, de
todos esos esplendores de la escuela italiana y esos milagros de la flamenca
que extasiaron los ojos de la humanidad y a cuyo estudio e imitación tantos
miles de hombres consagraron en vano su vida. Todo ello es para él como si
jamás hubiera existido: simple letra muerta, palabras sin sentido. Y no es extraño que así sea, puesto que él no percibe
ni entiende sus prototipos en la realidad. Un grabado del Balneario de Rubens, o del Castillo
encantado de Claudio de Lorena, podrá colgar en la pared de su aposento
durante meses sin que él lo advierta siquiera; y, si le llamáis la atención
sobre él, maldito el caso que le hará. El lenguaje de la naturaleza, o del arte
(que es otra naturaleza), es una lengua que no entiende. Repite, sí, alguna que
otra vez los nombres de Apeles y de Fidias, porque uno y otro se hallan en los
autores clásicos, y alaba sus prodigios, porque ya no existen; y si, por azar,
se encuentra frente a los más hermosos vestigios del arte helénico, como los
mármoles Elgin[16], lo único que
le interesará en ellos será la discusión erudita que pueda suscitar un detalle
cualquiera o la interpretación de una partícula griega[17]. La misma ignorancia muestra en música:
desde las armonías consumadas de Mozart a la flauta del pastor en la montaña,
todo para él es uno y lo mismo, “no sabe una jota de ello”[18]. Sus orejas están clavadas a sus
libros; y amortecidas por la fonética griega y latina y el estrépito de la
erudición académica. Otro tanto podría, más o menos, decirse de la poesía.
Sabrá el número de pies en un verso, y de actos en un drama; pero del espíritu
o el alma de uno y otro nada sabe. Podrá verter una oda griega al inglés, o un
epigrama latino al griego, pero si realmente valen la pena de hacerlo es cosa
que dejará a los críticos. ¿Y “el lado práctico y positivo de la vida”, lo entenderá
mejor que el “teórico”? [19] En modo alguno. No ejerce ni conoce la
menor arte liberal o mecánica, ni profesión u oficio alguno, ni juego de azar o
de habilidad. La erudición nada tiene que ver “con la cirugía” [20] ni con
la agricultura, ni la albañilería ni la talla de la madera o el forjado del
hierro; no sabe fabricar instrumento alguno de trabajo, ni utilizarlo una vez
fabricado; no sabe manejar el arado o el azadón, el cincel o el martillo; nada
sabe de montería ni cetrería, de caza ni de pesca, de perros ni caballos, de
esgrima ni danza, de jugar al tenis ni a los bolos, ni al chito, ni a los
naipes, ni a nada. El docto profesor de todas las artes y ciencias no es capaz
de poner ninguna en práctica, aunque desde luego lo sea de escribir un
artículo, o un tratado si se tercia, sobre cualquiera de ellas. No tiene, por así
decir, el uso de sus pies y de sus manos; no sabe correr, ni nadar, ni andar
casi; y hasta considera gente vulgar y automática a todos aquellos que
practican o ejercen cualquiera de estas artes del cuerpo o del espíritu —aunque
desde luego el conocer cualquiera de ellas a fondo requiera no poco tiempo y
práctica, aparte de una disposición particular y de facultades especiales. No
menos, en todo caso, que lo que requiere el candidato a docto para llegar, a
fuerza de penosos estudios, a conseguir un título de doctor y una cátedra, para
comer, beber y dormir tranquilamente el resto de su vida.
La
cosa es bien clara. Cuanto los hombres entienden realmente se reduce a un muy
breve compás: a su experiencia y trabajos cotidianos; a lo que tienen la
oportunidad de conocer, y motivos para estudiar o ejercitar. El resto es
jactancia e impostura. La gente común sabe usar sus miembros; pues de su
trabajo y destreza viven. Conocen su oficio, y el carácter de aquellos con
quienes tienen que habérselas; no tienen más remedio. Y poseen la elocuencia
necesaria para expresar sus pasiones, y el ingenio preciso para manifestar su
desdén y provocar la risa. El empleo natural del idioma no es para ellos obra
de romanos, ni un despliegue de purismo, ni un mosaico de términos obsoletos;
ni su sentido de lo cómico, o la facilidad para encontrar alusiones con que
expresarlo, se hallan sepultados en un anecdotario. Más agudezas oiréis en una
diligencia durante el trayecto de Londres a Oxford que oiríais en todo un año
entre los estudiantes o los profesores de la famosa universidad; y más cosas
discretas y provechosas en cualquier charla de una cervecería que en el debate
solemne de una sesión de la Cámara de los Comunes. Muchas viejas damas de
provincia que no salieron nunca de ella saben con frecuencia mucho más de la
naturaleza humana, y conocen más donosas historietas a su propósito, sacadas de
los dichos y hechos de la localidad en los últimos cincuenta años, que la más
renombrada literata de la época es capaz de espigar en el campo de las novelas
y los poemas satíricos dados a luz en el mismo lapso. A decir verdad, la gente
de la ciudad es bastante deficiente en la percepción del alma ajena, que ven
sólo de busto, y no de cuerpo entero.
La gente del campo, por el contrario, no sólo sabe todo lo que ha sucedido a
los hombres con quienes vive, sino que aun puede seguir el rastro de sus
virtudes y sus vicios, lo mismo que de su rasgos físicos, en su descendencia,
de generación en generación, y puede explicarse así ciertas contradicciones y
singularidades de conducta por el salto atrás y el cruzamiento. Los doctos no
saben un palote de ello, ni en la ciudad ni en el campo. Sin contar que el
vulgo tiene un sentido común de que en todo tiempo ha carecido el docto. De ahí
que acierte cuando juzga por sí mismo, y yerre cuando se confía a sus
lazarillos ciegos. El célebre teólogo disidente Baxter fue casi lapidado por
las buenas comadres de Kidderminster, por haber asegurado desde el pulpito que
“el infierno estaba empedrado con cráneos de infantillos”, aunque a fuerza de
argumentos incontrastables y de oportunas citas de los Padres de la Iglesia, el
reverendo predicador acabó por prevalecer sobre los escrúpulos de sus
feligreses, y sobre la razón y el sentido de humanidad.
Tal
es el uso que se ha hecho del saber humano. Los jornaleros de esta viña diríase
tienen por objeto confundir todo sentido común, y las distinciones de bien y
mal, con ayuda de máximas tradicionales y nociones preconcebidas, tomadas a
ciegas y aumentando en absurdidad a medida que aumentan en años. Hacinan
hipótesis sobre hipótesis, montañas de hipótesis, hasta que es imposible
advertir la verdad pura y simple en la cuestión más llana. Ven las cosas, no
como son, sino como las hallan en los libros, y “pasan por alto y acallan sus
propias opiniones”[21], a fin de
no descubrir nada que pueda contradecir sus prejuicios o convencerles de que
son absurdos. Podríase, observándolos, suponerse que el ápice de la sabiduría
humana es mantener las contradicciones y consagrar la insensatez. No hay dogma,
por violento o necio que sea, al que estos individuos no hayan puesto su sello
y tratado de imponer al entendimiento de sus secuaces como voluntad divina,
revestida de todos los terrores y sanciones de la religión[22]. ¡Qué poco dirigida ha sido realmente la razón
humana hacia la búsqueda del bien y la verdad! ¡Cuánto ingenio dilapidado en
defensa de los credos y sistemas! ¡Cuánto tiempo e inteligencia malgastados en
controversias teológicas y críticas verbales, en el estudio de las leyes, la
política, la astrología judiciaria y la consecución de la piedra filosofal!
¿Qué provecho podríamos cosechar hoy de los escritos de un Laud o un Whitgift,
o del obispo Bull o el obispo Waterland, o de las Conexiones de Prideaux, o de Beausobre, o Calmet, o San Agustín, o
Puffendorf, o Vattel, o de los más literales pero igualmente eruditos y baldíos
trabajos de Escalígero, Cardan o Scioppius?[23]
¿Cuántos adarmes de razón podrá haber en sus mil tomos en folio o en cuarto?
¿Qué perdería el mundo si fuesen arrojados al fuego mañana? ¿O no “bajaron ya
al panteón de todos los Capuletos”? [24] Todos ellos, sin embargo, fueron
oráculos en su tiempo, y se habrían mofado de vosotros y de mí, y del sentido
común y la naturaleza humana, si hubiésemos tenido la osadía de contradecirles.
¡A nuestra vez ahora el reírnos de ellos!
Para
concluir con el tema. La gente más sensata que se encuentra uno en sociedad son
los hombres de mundo y los hombres de negocios, que razonan con arreglo a lo
que ven y conocen, en vez de urdir telarañas de distingos sobre lo que deberían
ser las cosas[25]. Las mujeres tienen con frecuencia más de eso
que llaman buen sentido que los
hombres. Tienen menos pretensiones; juzgan las cosas más de acuerdo con la
impresión involuntaria e inmediata que causan en su espíritu y, por tanto, más
genuina y naturalmente. No pueden razonar a tuertas, porque no razonan en
absoluto. No piensan ni arguyen con arreglo a una pauta; y de ahí que suelan
tener más elocuencia e ingenio, al par que más cordura. Gracias a esta
elocuencia, ingenio y cordura consiguen por lo general gobernar a sus maridos.
Su estilo, cuando escriben a sus amigos (no para los editores), es mejor que el
de la mayoría de los literatos. La gente sin instrucción tiene más exuberancia
de inventiva, y se halla más libre de prejuicios. Shakespeare fue sin duda un espíritu
de formación espontánea, tanto por la frescura de su imaginación como por la
variedad de sus ideas; así como el de Milton fue escolástico, lo mismo en su
pensamiento que en su sentir. Shakespeare no debió escribir nunca en la escuela
ejercicios en defensa de la virtud o impugnación del vicio. A ello debemos
probablemente el acento saludable y sin afectación de su moral dramática. Si
queremos conocer la fuerza del genio humano, leamos a Shakespeare. Si queremos
conocer la insignificancia del saber humano, leamos a sus comentaristas.
Traducción
y notas de RICARDO BAEZA.
Revista Sur, abril de 1945, año XIV.
NOTAS
[1] “Pues
cuantas más lenguas puede hablar un hombre, — tanto mayor la hendidura abierta
en su entendimiento; — y el trabajo que ha gastado en ello, — fuerza será que 1o
gane de algún otro modo. — El hebreo, el caldeo, el asirio, — hacen que su
razón vaya, como sus letras, a la inversa, — y que su ingenio, al esforzarse en
comprenderlos, se vuelva — (como el que escribe los caracteres) zurdo. — No
obstante, el que es capaz de desbarrar en varios idiomas — pasará por más sabio
que el que sólo puede — razonar, por agudamente que lo haga, en el propio”. Samuel Butler (1612-1680): Satire upon the Abuse of Human Learning, vs. 57-68.
[2] Dryden dice
en su Essay of Dramatic Poetry que
Shakespeare “no precisaba los anteojos de los libros para leer la Naturaleza”.
[3] Leave me,
leave me to my repose. (Thomas Gray: Descent
of Odin, v. 50.)
[4] San Mateo, IX, 6.
[5] Enfeebles all
internal strength of thought. (Goldsmith: The Traveller, v. 270.)
[6] Sweats in
the eye of Phoebus, and at night sleeps in Elysium. (Shakespeare: Henry V, Act IV, Sc. I, v. 290.)
[7] Probablemente es innecesario
subrayar que Hazlitt no censura el afán de
conocimiento, ni siquiera el exceso de lectura, —que, como el comer, está en
proporción con el apetito y las necesidades orgánicas del individuo, siendo gula
tan sólo cuando excede la capacidad
natural de éste y perturba su fisiología—. Lo que Hazlitt critica, es el almacenaje
inerte de conocimientos fútiles, por simple prurito pedantesco o de vanidad, y
la inhibición de la vida en torno por absorción exclusiva en la obra escrita
—sobre todo en la “obra muerta"—, que, fatalmente, seca la vida interior y
deforma la personalidad moral. (Aunque, no sea fácil precisar, en este terreno
como en tantos otros, cuál es la causa y cuál el efecto. “La pedantería tiene
sus raíces en el corazón, no en la inteligencia, ha dicho Hebbel.) Pero hay una
clase de lectura apasionada, ardida y personal, una lectura “de presa”, que se
apodera de lo que lee y lo convierte en sustancia propia; una lectura que es un
acto de creación (en lo que atañe a la vida interior, al ser, aunque no se
traduzca en acción externa y transmisible); como hay una especie de admiración,
un modo de admirar (Suarès lo apunta en una de sus más hermosas Remarques) a tal extremo intenso,
perspicaz y radiante, que nos integra casi a la obra admirada y nos eleva,
siquiera sea momentáneamente, a su nivel. A esa especie de lectura creadora se
refería quizás Lamb (lector incoercible) al escribir; “Cuando no estoy
paseando, estoy leyendo. No puedo sentarme a pensar. Los libros piensan por mí”.
Claro que este linaje de lectura no depende de la voluntad, y sería
perfectamente inútil prescribirlo.
[8] “La Fantasía entusiasta siempre fue amiga de
vagabundear”, o de “faltar a la escuela”, —de “hacer novillos'' según el modismo español. (Alusión a la frase de Charles Lamb: The truant fancy was a wanderer ever, en
Fancy employed on Divine Subjects.)
[9] El estadista tory
Canning. En la version original dice: “el más despreciable"; y en otra
variante posterior: “el más equívoco”.
[10] Charles Burney (1757-1817), Doctor en Teología,
cuyas Remarks on the Greek Verses of
Milton aparecieron en 1790.
[11] Sin duda (según Mr. Howe) el ya aludido Burney y
Samuel Parr (1747-1825).
[12] Una de las pocas citas que no ha logrado identificar
Mr. Howe.
[13] The mighty world of eye and ear. (Wordsworth: Lines composed a
few miles above Tintern Abbey, vs. 105-106.)
[14] Knowledge quite shut out. (Paráfrasis sin duda de El Paraíso Perdido de Milton, III, v. 50, que dice: And wisdom, at one entrance quite shut out.)
[15] Sterne: Tristram
Shandy, III, 12.
[16] O sea las esculturas del Partenón
que llevó a Inglaterra Lord Elgin y que hoy se conservan en el Museo Británico.
[17] En la publicación original, una
nota al pie, omitida luego por el autor, decía: “Esta indiferencia usual en los
fanáticos literarios hacia las obras de arte reviste en ocasiones una forma más
ofensiva; y, unida al escaso conocimiento y al exceso de vanidad, estalla en
una impaciencia celosa ante lo que se les antoja una competencia en el terreno
de la creación artística. “¡Santo Dios! —parece que exclamó un famoso escritor
contemporáneo al visitar una colección de libros, grabados y antigüedades—,
¡qué cúmulo de cosas! Sin contar esos demonios del rincón”, añadió, señalando a
un grupo de Psiquis y Cupido que se veía en un extremo de la galería. Hubiera
podido pensarse que la dulce belleza de estas dos figuras era capaz de desarmar
hasta el monstruoso ostracismo de la vanidad del personaje en cuestión y de
reconciliarle con la idea intolerable de que ya antes de que él escribiera una
línea había en el mundo un cierto sentido de la belleza, que acaso no
desaparecería del todo aunque él siguiese escribiendo interminablemente. Pero
la verdad es que sólo existe una persona en estos tres reinos de la que puede
tenerse por verosímil una tal historieta”. (Parece desde luego que Hazlitt se
refiere a Wordsworth; pero no vaya a creerse por ello que dejaba de apreciar
como correspondía la grandeza del poeta. A menudo escribió de él con
admiración, y es difícil en menos líneas un resumen más justo de la obra
poética de Wordsworth que el que hace, cuatro o cinco años después de escribir
este enrayo, en la nota que le dedica en su antología de Select British Poets.
[18] En el original: He knows no touch of it. (Shakespeare: Hamlet, III, 2, v. 371, en que dice Gildenstern: I know no touch of it, my Lord.
[19] The art and practique part of life. (Shakespeare: Henry V, T, I,
v. 51.)
[20] Has no skill in surgery. (Shakespeare:
Henry IV, 1st Part, V, I, v. 135.)
[21] Who winks and shuts his apprehension up / From common sense of what men
were, and are. Marston: Antonio's Revenge, Prologue.
[22] En la publicación original, una nota al pie,
suprimida posteriormente, añadía la siguiente cita:
And all things
weighed in customs falsest scale;
Opinion and
omnipotence, whose veil
Mantles the earth
with darkness until right
And wrong are
accidents, and men grow pale,
Lest their own
judgment should become too bright
And their free
thoughts be crimes, and earth have too much light.
Byron: Childe
Harold, Canto IV, Stanza, 113.
Que, traducida, dice: “Y todas las cosas, pesadas en
la más falaz balanza de la costumbre; — la opinión pública y la omnipotencia,
cuyo velo — envuelve la tierra en tinieblas hasta que el bien — y el mal son simples
accidentes, y los hombres palidecen, — no sea que su propio juicio se tornara
demasiado claro — y sus pensamientos libres fueran crimen, y la tierra tuviera
demasiada luz”.
[23] En la publicación original decía “un Butler o un
Berkeley” en vez de “un Laud o un Whitgiff”. Willam Laud (1573-1645) y John
Whitgift (1530-1604) fueron ambos arzobispos de Canterbury. George Bull
(1634-1710), obispo de St. David, autor de Defensio
Fidei Nicenae (1685) y otras obras teológicas. Daniel Waterland
(1683-1740), de cuyas obras apareció una edición en 11 volúmenes en 1823-1828,
no fue obispo, a pesar de lo que dice Hazlitt. Humphrey Prideaux (1648-1724), autor de Old and New Testament connected... to the Time of Christ, publicado
por vez primera (2 vols. en folio) en 1716-1718. Isaac de Beausobre (1659-1738), escritor hugonote. Augustin Calmet
(1672-1757). Samuel von Puffendorf (1632-1694), jurista. Eméric de Vattel
(1714-1767), jurista, aparece sustituido en el artículo original por Grotius.
Joseph Justus Scaliger (1540-1609); Jerôme Cardan (1501-1576); Kaspar Schoppe
(1576-1649). En la publicación original dice también “más profanos” en lugar de
“más literales”.
[24] Gone to the
vault of all the Capulets: alusión a
una frase de Romeo y Julieta, que
dice exactamente:
Thou shall be borne
to that same ancient vault
Where all the
kindred of the Capulets lie.
Shakespeare: Romeo
and Juliet, IV, I, vs. 111-112.
[25] En el artículo de la revista este párrafo dice: “La
gente más sensata que se encuentra uno en sociedad son los artistas y los hombres
de negocios. Los primeros se ven obligados a formarse una noción bastante
exacta de las cosas antes de poder representarlas y darles vida; los segundos
tienen que hacer sus cálculos a derechas, si no quieren pagar las consecuencias
de su error”.
ON THE IGNORANCE
OF THE LEARNED
For the more
languages a man can speak,
His talent has
but sprung the greater leak:
And, for the
industry he has spent upon’t,
Must full as
much some other way discount.
The Hebrew,
Chaldee, and the Syriac
Do, like their
letters, set men’s reason back,
And turn their
wits that strive to understand It
(Like those that
write the characters) left-handed.
Yet he that is
but able to express
No sense at all
in several languages
Will pass for
learneder than he that’s known
To speak the
strongest reason in his own.
— BUTLER.
The description of persons who have the fewest ideas
of all others are mere authors and readers. It is better to be able neither to
read nor write than to be able to do nothing else. A lounger who is ordinarily
seen with a book in his hand is (we may be almost sure) equally without the
power or inclination to attend either to what passes around him or in his own
mind. Such a one may be said to carry his understanding about with him in his
pocket, or to leave it at home on his library shelves. He is afraid of
venturing on any train of reasoning, or of striking out any observation that is
not mechanically suggested to him by parsing his eyes over certain legible
characters; shrinks from the fatigue of thought, which, for want of practice,
becomes insupportable to him; and sits down contented with an endless,
wearisome succession of words and half-formed images, which fill the void of
the mind, and continually efface one another. Learning is, in too many cases,
but a foil to common sense; a substitute for true knowledge. Books are less
often made use of as ‘spectacles’ to look at nature with, than as blinds to
keep out its strong light and shifting scenery from weak eyes and indolent
dispositions. The book-worm wraps himself up in his web of verbal generalities,
and sees only the glimmering shadows of things reflected from the minds of
others. Nature puts him out. The impressions of real objects, stripped of the
disguises of words and voluminous roundabout descriptions, are blows that
stagger him; their variety distracts, their rapidity exhausts him; and he turns
from the bustle, the noise, and glare, and whirling motion of the world about
him (which he has not an eye to follow in its fantastic changes, nor an
understanding to reduce to fixed principles), to the quiet monotony of the dead
languages, and the less startling and more intelligible combinations of the
letters of the alphabet. It is well, it is perfectly well. ‘Leave me to my
repose,’ is the motto of the sleeping and the dead. You might as well ask the
paralytic to leap from his chair and throw away his crutch, or, without a
miracle, to ‘take up his bed and walk,’ as expect the learned reader to throw
down his book and think for himself. He clings to it for his intellectual
support; and his dread of being left to himself is like the horror of a vacuum.
He can only breathe a learned atmosphere, as other men breathe common air. He
is a borrower of sense. He has no ideas of his own, and must live on those of
other people. The habit of supplying our ideas from foreign sources ‘enfeebles
all internal strength of thought,’ as a course of dram-drinking destroys the
tone of the stomach. The faculties of the mind, when not exerted, or when
cramped by custom and authority, become listless, torpid, and unfit for the
purposes of thought or action. Can we wonder at the languor and lassitude which
is thus produced by a life of learned sloth and ignorance; by poring over lines
and syllables that excite little more idea or interest than if they were the
characters of an unknown tongue, till the eye closes on vacancy, and the book
drops from the feeble hand! I would rather be a wood-cutter, or the meanest
hind, that all day ‘sweats in the eye of Phoebus, and at night sleeps in
Elysium,’ than wear out my life so, ‘twixt dreaming and awake.’ The learned
author differs from the learned student in this, that the one transcribes what
the other reads. The learned are mere literary drudges. If you set them upon
original composition, their heads turn, they don’t know where they are. The
indefatigable readers of books are like the everlasting copiers of pictures,
who, when they attempt to do anything of their own, find they want an eye quick
enough, a hand steady enough, and colours bright enough, to trace the living
forms of nature.
Any one who has passed through the regular gradations
of a classical education, and is not made a fool by it, may consider himself as
having had a very narrow escape. It is an old remark, that boys who shine at
school do not make the greatest figure when they grow up and come out into the
world. The things, in fact, which a boy is set to learn at school, and on which
his success depends, are things which do not require the exercise either of the
highest or the most useful faculties of the mind. Memory (and that of the
lowest kind) is the chief faculty called into play in conning over and
repeating lessons by rote in grammar, in languages, in geography, arithmetic,
etc., so that he who has the most of this technical memory, with the least turn
for other things, which have a stronger and more natural claim upon his
childish attention, will make the most forward school-boy. The jargon
containing the definitions of the parts of speech, the rules for casting up an
account, or the inflections of a Greek verb, can have no attraction to the tyro
of ten years old, except as they are imposed as a task upon him by others, or
from his feeling the want of sufficient relish of amusement in other things. A
lad with a sickly constitution and no very active mind, who can just retain
what is pointed out to him, and has neither sagacity to distinguish nor spirit
to enjoy for himself, will generally be at the head of his form. An idler at
school, on the other hand, is one who has high health and spirits, who has the
free use of his limbs, with all his wits about him, who feels the circulation
of his blood and the motion of his heart, who is ready to laugh and cry in a
breath, and who had rather chase a ball or a butterfly, feel the open air in
his face, look at the fields or the sky, follow a winding path, or enter with
eagerness into all the little conflicts and interests of his acquaintances and
friends, than doze over a musty spelling-book, repeat barbarous distichs after his
master, sit so many hours pinioned to a writing-desk, and receive his reward
for the loss of time and pleasure in paltry prize-medals at Christmas and
Midsummer. There is indeed a degree of stupidity which prevents children from
learning the usual lessons, or ever arriving at these puny academic honours.
But what passes for stupidity is much oftener a want of interest, of a
sufficient motive to fix the attention and force a reluctant application to the
dry and unmeaning pursuits of school-learning. The best capacities are as much
above this drudgery as the dullest are beneath it. Our men of the greatest
genius have not been most distinguished for their acquirements at school or at
the university.
Th’ enthusiast Fancy was a truant ever.
Gray and Collins were among the instances of this
wayward disposition. Such persons do not think so highly of the advantages, nor
can they submit their imaginations so servilely to the trammels of strict
scholastic discipline. There is a certain kind and degree of intellect in which
words take root, but into which things have not power to penetrate. A
mediocrity of talent, with a certain slenderness of moral constitution, is the
soil that produces the most brilliant specimens of successful prize-essayists
and Greek epigrammatists. It should not be forgotten that the least respectable
character among modern politicians was the cleverest boy at Eton.
Learning is the knowledge of that which is not
generally known to others, and which we can only derive at second-hand from
books or other artificial sources. The knowledge of that which is before us, or
about us, which appeals to our experience, passions, and pursuits, to the
bosoms and businesses of men, is not learning. Learning is the knowledge of
that which none but the learned know. He is the most learned man who knows the
most of what is farthest removed from common life and actual observation, that
is of the least practical utility, and least liable to be brought to the test
of experience, and that, having been handed down through the greatest number of
intermediate stages, is the most full of uncertainty, difficulties, and
contradictions. It is seeing with the eyes of others, hearing with their ears,
and pinning our faith on their understandings. The learned man prides himself
in the knowledge of names and dates, not of men or things. He thinks and cares
nothing about his next-door neighbours, but he is deeply read in the tribes and
castes of the Hindoos and Calmue Tartars. He can hardly find his way into the
next street, though he is acquainted with the exact dimensions of
Constantinople and Pekin. He does not know whether his oldest acquaintance is a
knave or a fool, but he can pronounce a pompous lecture on all the principal
characters in history. He cannot tell whether an object is black or white,
round or square, and yet he is a professed master of the laws of optics and the
rules of perspective. He knows as much of what he talks about as a blind man
does of colours. He cannot give a satisfactory answer to the plainest question,
nor is he ever in the right in any one of his opinions upon any one matter of
fact that really comes before him, and yet he gives himself out for an
infallible judge on all these points, of which it is impossible that he or any
other person living should know anything but by conjecture. He is expert in all
the dead and in most of the living languages; but he can neither speak his own
fluently, nor write it correctly. A person of this class, the second Greek
scholar of his day, undertook to point out several solecisms in Milton’s Latin
style; and in his own performance there is hardly a sentence of common English.
Such was Dr. ——. Such is Dr. ——. Such was not Porson. He was an exception that
confirmed the general rule, a man that, by uniting talents and knowledge with
learning, made the distinction between them more striking and palpable.
A mere scholar, who knows nothing but books, must be
ignorant even of them. ‘Books do not teach the use of books.’ How should he
know anything of a work who knows nothing of the subject of it? The learned
pedant is conversant with books only as they are made of other books, and those
again of others, without end. He parrots those who have parroted others. He can
translate the same word into ten different languages, but he knows nothing of
the thing which it means in any one of them. He stuffs his head with
authorities built on authorities, with quotations quoted from quotations, while
he locks up his senses, his understanding, and his heart. He is unacquainted
with the maxims and manners of the world; he is to seek in the characters of
individuals. He sees no beauty in the face of nature or of art. To him ‘the
mighty world of eye and ear’ is hid; and ‘knowledge,’ except at one entrance,
‘quite shut out.’ His pride takes part with his ignorance; and his
self-importance rises with the number of things of which he does not know the
value, and which he therefore despises as unworthy of his notice. He knows
nothing of pictures — ‘Of the colouring of Titian, the grace of Raphael, the
purity of Domenichino, the corregioscity of Correggio, the learning of Poussin,
the airs of Guido, the taste of the Caracci, or the grand contour of Michael
Angelo,’— of all those glories of the Italian and miracles of the Flemish
school, which have filled the eyes of mankind with delight, and to the study
and imitation of which thousands have in vain devoted their lives. These are to
him as if they had never been, a mere dead letter, a by-word; and no wonder,
for he neither sees nor understands their prototypes in nature. A print of
Rubens’ Watering-place or Claude’s Enchanted Castle may be hanging on the walls
of his room for months without his once perceiving them; and if you point them
out to him he will turn away from them. The language of nature, or of art
(which is another nature), is one that he does not understand. He repeats
indeed the names of Apelles and Phidias, because they are to be found in
classic authors, and boasts of their works as prodigies, because they no longer
exist; or when he sees the finest remains of Grecian art actually before him in
the Elgin Marbles, takes no other interest in them than as they lead to a
learned dispute, and (which is the same thing) a quarrel about the meaning of a
Greek particle. He is equally ignorant of music; he ‘knows no touch of it,’
from the strains of the all-accomplished Mozart to the shepherd’s pipe upon the
mountain. His ears are nailed to his books; and deadened with the sound of the
Greek and Latin tongues, and the din and smithery of school-learning. Does he
know anything more of poetry? He knows the number of feet in a verse, and of
acts in a play; but of the soul or spirit he knows nothing. He can turn a Greek
ode into English, or a Latin epigram into Greek verse; but whether either is
worth the trouble he leaves to the critics. Does he understand ‘the act and
practique part of life’ better than ‘the theorique’? No. He knows no liberal or
mechanic art, no trade or occupation, no game of skill or chance. Learning ‘has
no skill in surgery,’ in agriculture, in building, in working in wood or in
iron; it cannot make any instrument of labour, or use it when made; it cannot
handle the plough or the spade, or the chisel or the hammer; it knows nothing
of hunting or hawking, fishing or shooting, of horses or dogs, of fencing or
dancing, or cudgel-playing, or bowls, or cards, or tennis, or anything else.
The learned professor of all arts and sciences cannot reduce any one of them to
practice, though he may contribute an account of them to an Encyclopedia. He
has not the use of his hands nor of his feet; he can neither run, nor walk, nor
swim; and he considers all those who actually understand and can exercise any
of these arts of body or mind as vulgar and mechanical men — though to know
almost any one of them in perfection requires long time and practice, with
powers originally fitted, and a turn of mind particularly devoted to them. It
does not require more than this to enable the learned candidate to arrive, by
painful study, at a doctor’s degree and a fellowship, and to eat, drink, and
sleep the rest of his life!
The thing is plain. All that men really understand is
confined to a very small compass; to their daily affairs and experience; to
what they have an opportunity to know, and motives to study or practise. The
rest is affectation and imposture. The common people have the use of their
limbs; for they live by their labour or skill. They understand their own
business and the characters of those they have to deal with; for it is
necessary that they should. They have eloquence to express their passions, and
wit at will to express their contempt and provoke laughter. Their natural use
of speech is not hung up in monumental mockery, in an obsolete language; nor is
their sense of what is ludicrous, or readiness at finding out allusions to
express it, buried in collections of Anas. You will hear more good things on
the outside of a stage-coach from London to Oxford than if you were to pass a
twelvemonth with the undergraduates, or heads of colleges, of that famous
university; and more home truths are to be learnt from listening to a noisy
debate in an alehouse than from attending a formal one in the House of Commons.
An elderly country gentlewoman will often know more of character, and be able
to illustrate it by more amusing anecdotes taken from the history of what has
been said, done, and gossiped in a country town for the last fifty years, than
the best bluestocking of the age will be able to glean from that sort of
learning which consists in an acquaintance with all the novels and satirical
poems published in the same period. People in towns, indeed, are woefully
deficient in a knowledge of character, which they see only in the bust, not as
a whole-length. People in the country not only know all that has happened to a
man, but trace his virtues or vices, as they do his features, in their descent
through several generations, and solve some contradiction in his behaviour by a
cross in the breed half a century ago. The learned know nothing of the matter,
either in town or country. Above all, the mass of society have common sense,
which the learned in all ages want. The vulgar are in the right when they judge
for themselves; they are wrong when they trust to their blind guides. The
celebrated nonconformist divine, Baxter, was almost stoned to death by the good
women of Kidderminster, for asserting from the pulpit that ‘hell was paved with
infants’ skulls’; but, by the force of argument, and of learned quotations from
the Fathers, the reverend preacher at length prevailed over the scruples of his
congregation, and over reason and humanity.
Such is the use which has been made of human learning.
The labourers in this vineyard seem as if it was their object to confound all
common sense, and the distinctions of good and evil, by means of traditional
maxims and preconceived notions taken upon trust, and increasing in absurdity
with increase of age. They pile hypothesis on hypothesis, mountain high, till
it is impossible to come at the plain truth on any question. They see things,
not as they are, but as they find them in books, and ‘wink and shut their
apprehensions up,’ in order that they may discover nothing to interfere with
their prejudices or convince them of their absurdity. It might be supposed that
the height of human wisdom consisted in maintaining contradictions and
rendering nonsense sacred. There is no dogma, however fierce or foolish, to
which these persons have not set their seals, and tried to impose on the
understandings of their followers as the will of Heaven, clothed with all the
terrors and sanctions of religion. How little has the human understanding been
directed to find out the true and useful! How much ingenuity has been thrown
away in the defence of creeds and systems! How much time and talents have been
wasted in theological controversy, in law, in politics, in verbal criticism, in
judicial astrology, and in finding out the art of making gold! What actual
benefit do we reap from the writings of a Laud or a Whitgift, or of Bishop Bull
or Bishop Waterland, or Prideaux’ Connections, or Beausobre, or Calmet, or St.
Augustine, or Puffendord, or Vattel, or from the more literal but equally
learned and unprofitable labours of Scaliger, Cardan, and Scioppius? How many
grains of sense are there in their thousand folio or quarto volumes? What would
the world lose if they were committed to the flames tomorrow? Or are they not
already ‘gone to the vault of all the Capulets’? Yet all these were oracles in
their time, and would have scoffed at you or me, at common sense and human
nature, for differing with them. It is our turn to laugh now.
To conclude this subject. The most sensible people to
be met with in society are men of business and of the world, who argue from
what they see and know, instead of spinning cobweb distinctions of what things
ought to be. Women have often more of what is called good sense than men. They
have fewer pretensions; are less implicated in theories; and judge of objects
more from their immediate and involuntary impression on the mind, and, therefore,
more truly and naturally. They cannot reason wrong; for they do not reason at
all. They do not think or speak by rule; and they have in general more
eloquence and wit, as well as sense, on that account. By their wit, sense, and
eloquence together, they generally contrive to govern their husbands. Their
style, when they write to their friends (not for the booksellers), is better
than that of most authors. — Uneducated people have most exuberance of
invention and the greatest freedom from prejudice. Shakespear’s was evidently
an uneducated mind, both in the freshness of his imagination and in the variety
of his views; as Milton’s was scholastic, in the texture both of his thoughts
and feelings. Shakespear had not been accustomed to write themes at school in
favour of virtue or against vice. To this we owe the unaffected but healthy
tone of his dramatic morality. If we wish to know the force of human genius we should read Shakespear. If we wish to see the insignificance of human learning
we may study his commentators.