Publicamos la siguiente carta abierta de Valery
Larbaud, aparecida en la revista Commerce,
como una honra para Proa y también
como un valioso documento sobre el valor mundial de las letras. Si bien son
algunos párrafos directamente alusivos a los directores de Proa, las consideraciones generales sobre política literaria deben
a nuestro entender participarse a tantos escritores e intelectuales como sea
posible. ¿Una política de las letras? Quisiéramos que se leyere con atención y
que se pensare en el nuevo aspecto del problema que encara Larbaud. Hay algo en
él de tan vastamente humano que nos sentimos movidos a señalarlo con respeto.
Además el camino que se nos indica amistosamente en la carta concuerda con
nuestros anhelos y con los propósitos expuestos y practicados por la revista.
Lo consideramos pues propiedad.
Por otra parte le gratitud nos obliga. La opinión de
un escritor de la reputación de Larbaud, cuyo prestigio aumenta en las páginas
de Commerce, revista pura en
significación literaria, bajo la dirección del mismo Larbaud, de Paul Valéry,
de León Paul Fargue, nos obliga en momentos de silencio para con nuestro
esfuerzo en el país, a manifestar públicamente nuestra satisfacción por vernos
así comprendidos y alentados desde tan lejos y desde tan alto.
Revista Proa nº 8. Buenos Aires, marzo de 1925.
CARTA A DOS
AMIGOS
Me gusta imaginar, mis buenos amigos, que esta carta
los encontrará instalados en la estación termal vecina de los Andes, donde
estabais el invierno pasado —o ¿debo decir el verano pasado?— y de donde me
habéis mandado las fotografías más recientes que tengo de vosotros. Están ahí,
sobre mi mesa, mientras les escribo. Os veo, sonrientes, apoyados el uno en el
otro, en una ruta nueva que siguen las vías de un tranvía, — rostros familiares
de París en un paisaje que no imagino. Leo la fecha: Enero de 1924, escrita por
su mano, A…[Adelina del Carril], y la veo de falda blanca, al lado de R…[Ricardo
Güiraldes], de pantalón blanco y zapatos blancos. Veo el sol de las tierras
antípodas sobre ustedes y pienso en una frase del último libro de R..., “... su
brazo que refleja el sol del viaje...” ¡Qué bien ha expresado él, en tres
palabras, el sol movedizo de las travesías, de la vida a bordo: esa luz que no
descansa jamás, que sin cesar quita y vuelve a tomar los ojos de buey, las
puertas, nos roza, nos evita, nos salpica, baja sobre nosotros y vuelve a
subir, abandonándonos después de habernos bendecido y alcanzado su más alto
grado de movilidad en las llegadas a los puertos, en que se enloquece como una lámpara
sacudida en la punta de un hilo! Esta luz, con la cual es imposible
familiarizarse y cuyos hábitos nos son desconocidos, se la vuelve a encontrar
también por asociación de recuerdos en todos los lugares en que se está de paso
y donde uno sabe que no se acostumbrará, como por ejemplo las estaciones termales;
y esto me hace pensar que soy nacido en esta luz movediza, inconstante,
agitada, que borra las sombras a medida que las dibuja, en ese sol que devuelve
el brazo desnudo de la heroína de R...
(Me apercibo aquí que mi traducción apurada ha sido
injusta para el texto de R..., he puesto refleja
y es devuelve lo que había de decir,
puesto que él ha escrito: “…la piel de su brazo que devuelve el sol del viaje”.)
Me divierte, mis queridos compatriotas argentinos de
la Orilla Izquierda, hacerles la sorpresa de escribirles en las páginas de esta
revista. Puede que vaya yo a encontrar alguna noticia que he olvidado darles en
mi última carta. Pero no, yo les he dicho todo, y del tiempo que hacía, y de
nuestros amigos, y de las cosas todas que nos interesan, y no hay nada de
cambiado en todo esto. No hay novedad.
Pero he encontrado al fin el tiempo de leer
detenidamente los dos primeros números de vuestra revista Proa; y primero vuestro manifiesto, que es una declaración de
independencia, firme, razonable, sin declamación... De aquí en adelante, el
escritor hispano-americano no será un europeo desterrado en un país hostil
cuyos habitantes lo miran con desconfianza y desdén, —hablo del verdadero
escritor, como Rubén, por ejemplo, y Rodó, y Florencio Sánchez, y Herrera y
Reissig, y usted ahora y vuestros amigos, y no de esas generaciones
innumerables de buenos discípulos de los jesuitas del siglo XVIII, que
continúan rehaciendo indefinidamente sus pequeños ejercicios de prosodia y de
retórica. Yo los imagino a ustedes los jóvenes de Buenos Aires, encontrándoos
hacia 1915-1918: ¿Qué hacemos entre estos provincianos? Pronto, tomemos
billetes para París, para Madrid... Nos encontraremos allá. Pero no, Europa
está en guerra; no obtendremos nuestros pasaportes; hay que quedarse aquí,
esperar. Pero estamos apurados y luego...; ¡si fuéramos bastante numerosos para
formar un ambiente, un medio!... ¿Si hubiera, en la aristocracia de nacimiento
y de dinero de este continente, gente dispuesta a leernos, a ayudarnos moral y
materialmente, gente bastante cultivada para saber que hay algo por encima de
la vanidad social y las políticas locales y que somos nosotros los que
representamos ese algo? ¡Sí, lo hay! Pero estamos dispersos en los cuatro
rincones de un territorio tan grande como la mitad de Asia. Y bien, en vez de ir
a Europa, iremos a Santiago, a Lima, a Bogotá, a Caracas, a Méjico. ¡Qué
novedad para un americano: viajar por América!
Me imagino a vuestro embajador, Oliverio Girondo,
ese poeta encantador, cazador de imágenes como Humbolt era cazador de mariposas
tropicales, partiendo de Buenos Aires para visitar los queridos compañeros, que
hubiera otrora encontrado en Montparnasse, ahora inmovilizados en sus
pintorescas capitales locales, sus capitales que estaban en vías de descubrir,
como Jorge Luis Borges estaba en tren de descubrir “El fervor de Buenos
Aires’’. Muy grandes ciudades asoleadas, llenas de contrastes sorprendentes,
ciudades ultra-modernas, ciudades “ultra” no más, ciudades futuristas y dadaístas,
especies de Barcelonas y de Madrides con barrios recordando Sevilla, Bilbao
y... Rotterdam, y a las cuales sólo les faltaba, para ser capitales semejantes
a las del viejo mundo, una élite intelectual fuertemente instalada, respetada,
en contacto con otras élites y aplicando en todo su rigor el principio, que
parece muy simple y banal, pero que es la fórmula mágica de todo arte: imitar
lo que se tiene ante los ojos y estilizar la lengua que se habla todos los
días.
Todo esto se ha cumplido, y de aquí en adelante, los
libros que vendrán de la América latina, nos hablarán de cosas que deseamos
conocer a fondo, es decir poéticamente: la Pampa, su gran dominio,
R…; los Andes, vuestras grandes ciudades, vuestros pueblos, esa mezcla de
razas, esos rincones en que se atarda el pasado colonial, vuestra asombrosa
historia, y lo que es vuestro exotismo bien vuestro: los vigorosos restos de
civilizaciones indias. Concluidas, las descripciones de Versalles, y de
Venecia, sin interés para nosotros.
He leído en “Proa” con un placer particular, las
contribuciones de los cuatro directores. Ya les he dicho lo que pensaba de sus Poemas Solitarios, y me repito algunos
de sus versículos con verdadera nostalgia:
El campo entraba hasta los aposentos y algo grande se acostaba en
todas las sombras.
Cualquier brisa tenía leguas de Pampa y los sonidos llegaban sin
rotura del llano, puro como un cielo.
Yo quisiera, querido amigo, darle algo en cambio del
placer que me han traído esos poemas, pero tengo bien poca cosa para darle. Me
ha sucedido adjuntarle a mis cartas, en los grandes sobres de espeso papel que
empleo especialmente para esos viajes postales transatlánticos, algún pasaje
suprimido de uno de mis artículos destinados a vuestro diario de Buenos Aires:
Una digresión que no ha hallado sitio, un pasaje que he juzgado demasiado
técnico, demasiado “confidencial”, o por lo contrario demasiado general, pero
que creo les puede interesar. Esta vez le enviaré el capítulo II del libro
cuyas pruebas estoy corrigiendo (Ce vice
impuni, la lecture...), conjunto de estudios y de notas sobre algunos
escritores de lengua inglesa. Me gustaría saber lo que usted piensa de ello.
Pero no es la versión definitiva de este capítulo la que le mando hoy. La
versión definitiva, tal como aparecerá en el libro, será más corta. Allí también,
me había dejado llevar a digresiones que he suprimido por razones de
composición. Tenía dos temas que tratar. Por una parte el papel de Francia, y
en particular de Voltaire, en el descubrimiento y la expansión de la literatura
inglesa que, como usted lo sabe, sin Francia y sin Voltaire, hubiera podido
quedar siendo por largo tiempo “artículo para el consumo en plaza” y no salir
del dominio lingüístico que lo ha producido; y por otra parte: el esquema de un
mapa intelectual del mundo y de una política interlingüística si me atrevo a
decirlo. Era, pues, en suma un balance que tenía ante mí, o si usted prefiere
un problema de equilibrio. Mis digresiones sobre Voltaire, hacían inclinar la
balanza “papel de Francia” mientras que el platillo “política intelectual”
quedaba en el aire. Pues para hacer “buen peso” he quitado algunos párrafos a
Voltaire pero en las páginas que les envío, las dejo subsistir, por el placer
de mostrar a un amigo un primer estado de mi trabajo.
DOMINIO INGLÉS
La rose est la première heureuse sans seconde...
A. D’Aubigné.
Este verso de las Tragiques, este bello verso que no
puede dejar de ir derecho al corazón de todo buen inglés, podría servir de
epígrafe a un capítulo en que veríamos desarrollarse la historia de las
agradables aventuras de un lector continental entre las literaturas de lengua
inglesa, aventuras cuyas páginas reunidas en este libro recuerdan algunos
episodios. Seríamos testigos de sus primeros “descubrimientos”: Shakespeare y
los dramaturgos isabelinos, hacia los cuales el Romanticismo y el Simbolismo lo
han dirigido y de sus correrías a través del gran reino lírico que se extiende
de Milton a Swinburne. Mismo antes de que su vocabulario sea bastante rico y
esté bastante familiarizado con la sintaxis, aborda temerariamente a Chaucer,
—pero “sólo los bravos merecen conquistar a las bellas”...— La acción se pasa
hacia 1898-1902, uno de sus descubrimientos sensacionales (para él) es el de
Walt Whitman, y helo aquí que parte para una exploración de la región americana
del dominio inglés. Pero, por joven que lo supusiéramos, no puede satisfacerlo
largo tiempo un alimento exclusivamente poético y helo aquí en lucha con los
grandes prosistas, —una larga historia...— Más tarde le sucederá de
especializarse por un tiempo, y hacer ciertas investigaciones de erudito
diletante. Lo veríamos instalado en ese país tan bien hecho para el estudio, en
que sus nervios fatigados de continental se aflojan, en que sus hábitos y sus inclinaciones,
y hasta sus manías de hombre de placer y de trabajo voluptuoso se insertan
naturalmente, pueden ostentarse sin trabas, son respetados y adulados, y donde
pueden gozar, en medio de los placeres de la más grande capital del viejo
mundo, de una paz y de una soledad rurales. Es aquí que encontrará sitio este
elogio de las grandes bibliotecas inglesas que no hubo modo de hacer entrar en
el capítulo precedente... Pero para esto el espacio nos falta, y todo lo que
podemos dar aquí como introducción a estos estudios y a estas notas, son
algunas reflexiones generales sobre los estudios ingleses.
***
Los traductores de todos los países tienen en San
Jerónimo un patrono que los más favorecidos de otras corporaciones pueden
envidiar. ¿Pero los anglicistas? y en particular los anglicistas franceses, los
más meritorios quizás y ciertamente los primeros en fecha de todos los
anglicistas? Tienen que contentarse con un patrón laico. Se adivina cuál, pues
en el siglo XIII, Samuel Sorbière y ese Jean Baudoin que fue uno de los
primeros cuarenta, hacen más bien figura de precursores. No es más que en el
siglo XVIII que el continente aprendió a conocer el perfume de la rosa
literaria, rosa tardía, último y espléndido esfuerzo de la gran primavera de
Italia que se había extendido lentamente a todo occidente, rosa que ha habido
que buscar, naturalmente.
rosa quo
locorum
Sera moretur;
y es Voltaire quien el primero ha dicho lo bastante
fuerte para ser oído por todo el continente: hela aquí. El mismo lo recuerda
orgullosamente en su carta de 1768 a Horace Walpole, carta que es la
contestación del espíritu clásico a las irreverencias del naciente espíritu
romántico: “Soy el primero que ha hecho conocer Shakespeare a los franceses.
Traduje pasajes hace cuarenta años, como de Milton, de Waller, de Rochester, de
Dryden y de Pope (y de Samuel Butler). Puedo aseguraros que antes que yo nadie
en Francia (y por consiguiente en el continente), conocía la poesía inglesa;
apenas se había oído hablar de Locke... He sido perseguido durante treinta años
por una nube de fanáticos por haber dicho que Locke es el Hércules de la metafísica,
que ha colocado los límites del espíritu humano... He sido vuestro apóstol y
vuestro mártir”. Todo esto, de un modo general es verdad. San Voltaire, patrono
de los anglicistas, nuestro patrono... Pero es cosa bastante delicada, bastante
espinosa, el pedirle que ruegue por nosotros.
Desde entonces, se han traducido todos los autores
que él había presentado o designado, y Gilles Shakespeare, se ha vuelto
Whilhelm Shakespeare, y Milton ha sido traducido al italiano, tal vez al serbio
y al rumano, y Byron ha sido por aclamación nombrado ciudadano del Continente.
Pero es Voltaire el que ha empezado todo, el que ha fundado la Venerable Orden
de los Intérpretes del pensamiento inglés. Orden verdaderamente venerable
puesto que (para atenernos a Francia) ha contado, fuera de sus grandes representantes
y de sus generaciones de especialistas, —fundadores de revistas como Amadée
Pichot, universitarios como Angellier, críticos, buscadores curiosos, introductores
como el abate Yart del siglo XIII y Philarète Chasle en el siglo XIX,
traductores, autores de monografías (las tesis, cada año más numerosas) y de
ediciones críticas—, escritores de primera fila como el abate Prévost,
Chateaubriand, Vigny, Hugo, Baudelaire, Laforgue y Mallarmé.
***
Pero así como Voltaire los ha precedido (salvo el
abate Prévost, creo) domina a todos. A cada nuevo Papa se dice: No verás los
años de Pedro. Se podría decir al anglicista que hace su entrada en la
Venerable Orden: Tu aporte para la obra común no tendrá la importancia de la de
Voltaire. Sin duda, ha habido anglicistas antes que él: Saint-Evremond, Adrien
Baillet, Abel Boyer, el abate du Bos, hugonotes refugiados, viajeros,
Montesquieu, de Muralt, etc... Pero Voltaire fue, el primero, el anglicista
completo: él ha practicado la vida del país, ha estudiado la literatura inglesa
desde el fin del siglo XVI hasta su época, y ha traducido del inglés, ha estado
en relación con los escritores ingleses contemporáneos de su juventud. Y ha
sido algo más que el primer anglicista completo: ha sido el hombre por quien se
ha cumplido el gran destino póstumo de Shakespeare, y el constructor de ese
puente invisible que ha ligado la vida intelectual de Inglaterra con la del
Continente. Su record es imbatible.
Ciertamente, su confrontación con Shakespeare, es
aplastadora para él. Lo muestra como el discípulo impersonal y fanático de los
hombres del 1660. Y no se enmendó jamás: en su carta a Horace Walpole, repite
todas su herejías: “Es una bella naturaleza, pero bien salvaje; ninguna
regularidad, ningún decoro, ningún arte... Los italianos, que restauraron la
tragedia un siglo antes que los ingleses y los españoles, no cayeron en ese defecto
(la mezcla de lo grotesco y lo sublime). Toda la Europa iluminada piensa lo
mismo hoy, y los españoles empiezan a deshacerse a la vez del mal gusto como de
la Inquisición”. Documento terrible entre las manos de los jefes, de la gran
insurrección romántica contra el “gusto francés” representado por el que
Voltaire llama “el juicioso Despréaux”, el oráculo del buen gusto, y el abate
Delille, cuando la joven Francia y la joven Alemania descubrieron el teatro
español del siglo de oro... Verdaderamente no valía la pena el haber escrito en
la traducción de su Essay on Epic Poetry:
“Si las naciones de Europa, en vez de despreciarse injustamente las unas a las
otras, quisieran poner una atención menos superficial en las obras y maneras de
sus vecinos, no para reírse sino para aprovechar, puede ser que de ese comercio
mutuo de observaciones naciera el gusto general que se busca tan inútilmente”.
Pero aquí, nos ocupamos con el anglicista y no con el retórico literario, y en
este oficio es muy grande. El patrón.
Pero no debió jamás haber escrito: “Nosotros
traducimos a los ingleses tan mal como los combatimos en el mar”. Es como si
escribiendo esto, nos hubiera echado un hechizo. Peor para él: todos nuestros
errores de interpretación, todos nuestros contrasentidos (“aullantes” en lengua
inglesa escolar), gritan para siempre hacia él que quizá se encargó de ellos
santamente... O bien no era un desafío para animarnos a darle un desmentido
renovado sin cesar? No importa; esta frase es tan incómoda para nosotros como
para la gente de la marina de guerra francesa.
***
La explicación es simple: basta el leer el artículo
“Patrie” de su “Diccionario filosófico”. Europeo, odiaba las grandes potencias
que turbaban o amenazaban la paz de su Europa, y Francia era una de esas
grandes potencias, —la más grande quizá, y por consiguiente la que más
detestaba. Por esto es que en toda su correspondencia no deja una ocasión de
hacer bromas sobre las derrotas que sufrían las armas francesas, y esta frase
es un buen ejemplo. Tenemos, pues, que tomar nuestro partido, puesto que la
misma Francia lo ha tomado: A los grandes hombres, la patria agradecida.
***
Sin embargo, él escribe a la duquesa de Choiseul,
mandándole la carta a Horace Walpole: ‘‘La mujer del Ministro de Francia, podrá
tomar el lado de los Franceses en contra de los Ingleses, con quien yo estoy en
guerra... Usted me encontrará bien atrevido (de rogar a la duquesa de hacer
llegar su carta a II. Walpole); pero usted perdonará a un viejo soldado que
combate por su patria, etc... ”
Aquí bromea, pero en su carta a Horace Walpole no
bromea, combate por su patria, es decir... por los hombres de 1660, y por
Corneille, y por Boileau sobre todo. Es que él distingue en absoluto la Francia
política cuyas desgracias regocijan su viejo corazón de ciudadano del mundo, de
la Francia literaria, heredera de Grecia, de Roma y de Florencia, y más rica
que sus antecesoras, y que, después de siglos de barbarie y de rusticidad
(según él) había por fin producido, en el siglo XVI y sobre todo en el XVII, un
cierto número de grandes escritores que habían impuesto a la élite europea una
lengua única y una estética que él creía inmutable.
***
Pero justamente hay una lección muy preciosa para
nosotros en esta distinción. Yo hasta diría que uno está obligado a hacer esta
distinción cada vez que se aborde la historia intelectual de un país,
cualquiera que este sea. Pues en haciéndola, se desecha como cosas de segundo
plano esta larga seguidilla de acciones y reacciones las más de las veces
incoherentes e improductivas: La historia política, y uno puede desde luego
apegarse, sin ideas preconcebidas, sin riesgos de ser engañados por ningún
prestigio, en el estudio de esta serie de obras del espíritu que han sido
producidas en ese país determinado y que componen, con las que han visto la luz
en los otros países la grande, la única reserva de energía intelectual y de
civilización que posee la humanidad.
Pues si hay una idea falsa, es bien clara la que
está expresada en estas frases de Larra: “Ahí donde las armas de una nación no
van, sus letras no irán tampoco... Que por imposible, la bandera española flote
de nuevo en las torres de Amberes, en las siete colinas de Roma y del fondo del
golfo de México al estrecho de Magallanes, de nuevo dictaremos leyes, haremos
Papas, escribiremos comedias y encontraremos traductores”. Toda la historia
literaria da un desmentido a Larra y nos abastece por todas partes de argumentos
en contra de esta tesis: Voltaire cumple lo que ni las armas de Isabel ni las
de Cromwell pudieron hacer: dar lectores a Shakespeare fuera de Inglaterra; la
literatura polaca en el siglo XIX, las literaturas escandinavas, la literatura
francesa después del fracaso militar de 1871, brillan sobre el mundo; por fin, —y
esto os toca aún de más cerca, don Mariano José de Larra—, muy recientemente y
sin que la bandera amarilla y roja haya flotado de nuevo en Amberes y Roma, los
escritores españoles han encontrado traductores.
***
Hay, en efecto, una gran diferencia entre el mapa
político y el mapa intelectual del mundo. El primero cambia de aspecto cada
cincuenta años, es cubierto de divisiones arbitrarias e inciertas, y sus centros
preponderantes son muy movibles. Por el contrario, el mapa intelectual se
modifica muy lentamente y sus divisiones presentan una gran estabilidad; pues
son los mismos que figuran en el mapa que conocen los filólogos y donde no es
cuestión ni de nación ni de potencias, pero solamente de Dominios lingüísticos. Asimismo el mapa intelectual difiere del
mapa filológico en esto: que los dominios son considerados bajo el punto de
vista de producción intelectual, y agrupados según la constancia de sus intercambios.
Existe, pues, un triple dominio central: franco-alemán-italiano, y una cintura
de dominios exteriores, de escalones:
escandinavos, eslavos, rumano, griego, español, catalán, portugués e inglés, en
que los más importantes por la antigüedad y a causa de sus inmensas
ampliaciones ultra-atlánticas, son los dominios español e inglés, pues tarde o
temprano esas extensiones de dominios, esos anexos, se tornan a su vez regiones
de producción intelectual y de intercambio.
***
De ahí una política intelectual que no tiene casi
ninguna relación con la política que, con el fin del dominio del “gusto francés’’,
ha sobrepasado la fase de los acaparamientos, del imperialismo, de tal suerte
que no tiene más que ocuparse del bienestar, es decir, de la regularidad y de
la rapidez de los intercambios. La duración de las relaciones y de las
influencias recíprocas entre los componentes del dominio central, permiten
considerarlo como un solo dominio y puesto que comprende a Italia como al gran
dominio metropolitano del mundo moderno. Pero no es metropolitano en el sentido
imperialista de este término; no domina, no impone un “gusto” que sería, por
ejemplo, “el gusto europeo”. No tiene para sí más que su antigüedad, su extensión,
su actividad y su situación central. Los dominios del Norte y del Este son más
recientes casi recién-venidos. Los del Sudoeste son casi tan antiguos en la
vida intelectual moderna (es decir desde el Renacimiento), como Francia y más
antiguos que Alemania, aunque ellos sean recientes comparativamente a Italia.
Pero están sujetos a crisis y a períodos, de retraso como dominios de
influencias, como mercados: así el largo eclipse del catalán y el aislamiento y
la relativa esterilidad de España en la época en que escribía Larra. En fin, al
Noroeste el dominio inglés ha quedado hasta el siglo XVIII más o menos tan
separado del movimiento europeo como el dominio escandinavo lo ha estado hasta
los últimos años del siglo XIX, y después de una prodigiosa carrera hacia 1850,
su vida y su poder como influencia se ha amainado, se han alejado del gran
movimiento europeo. Por esto es que si la curiosidad de varios lectores perteneciendo
al Triple Dominio Central se dirige voluntariamente hacia los dominios del
Noroeste, del Este y del Sudeste, un número más grande de lectores se vuelve
con vigilancia, inquietud, esperanza y solicitud hacia los dominios del
Sudoeste y hacia el dominio del Noroeste: Inglaterra, Escocia, Irlanda, Estados
Unidos de América, Canadá inglés, Australia, África del Sud: siete regiones y
una veintena de regiones de las cuales diez importantes para el español, el
portugués, el catalán. Esto explica el creciente número de hispanistas y
anglicistas y la importancia de su papel en el mundo intelectual.
Puede decirse que después de Voltaire el servicio
confiado a los anglicistas no ha conocido interrupciones. Al comienzo los anglicistas
franceses han sido más o menos solos en asegurarlo; pero desde el principio del
siglo XIX, el trabajo de los anglicistas franceses, alemanes e italianos ha
sido constante, y estamos a punto de que un lector, que no conociera inglés
pero que supiera el francés, tendría acceso a un suficiente número de
traducciones convenientes (ninguna es perfecta), de monografías y estudios,
para hacerse una idea bastante exacta de la historia de la literatura inglesa
desde los orígenes hasta nuestros días. Por suerte que varias de estas monografías
dan autoridad, y algunas de las ediciones de autores ingleses debidas a
alemanes y a franceses, son las solas ediciones críticas que se poseen. Hay
verdaderamente colaboración de anglicistas franceses y alemanes (y algunos
anglicistas italianos), con los especialistas ingleses y americanos de la
historia de la literatura inglesa. En cuanto a los que se pueden llamar los anglicistas
militantes o literarios (para distinguirlos de los anglicistas eruditos o
científicos), es decir los que aplican una crítica estética a los autores
antiguos o que, explorando la literatura contemporánea o reciente, presentan a
los lectores continentales escritores de lengua inglesa que no realzan aún
eruditos, su acción y su autoridad no ha hecho sino crecer desde Voltaire, y
varios han tenido la doble satisfacción de introducir nuevas influencias en los
dominios continentales y ser escuchados como críticos por los escritores del
dominio inglés.
***
Ya he hecho alusión a la relativa decadencia de la
influencia inglesa desde 1850, actualmente se oye decir corrientemente que el
dominio inglés, está agotado, “que no nos aporta más nada”; que en formas e
ideas “están atrasados en cincuenta años del continente”; es decir, que el
dominio inglés soporta el contragolpe de una crisis como la que atravesó el
dominio español a mediados del siglo XIX, crisis debida en Inglaterra, al
desplazamiento de las capas sociales que ha producido bajo el reino de Victoria
un notable retroceso hacia el puritanismo y a la incultura, mientras que en
España se debió a las guerras carlistas. Esta opinión nos parece bien
extremada. Si Inglaterra propiamente dicho parece actualmente menos rica que el
dominio eslavo y sobre todo que el dominio español, otras regiones del dominio
inglés, los Estados Unidos y sobre todo Irlanda, nos han aportado recientemente
algo nuevo y sus voces se han oído en el continente. ¡Sería ser demasiado exigente
el pedir que el dominio inglés produjera un nuevo James Joyce todos los años y
una media docena de Waldo Frank y de E. E. Cummings cada seis meses! Por lo
demás, este período de espera puede ser útilmente llenado por un profundizado
estudio de escritores ingleses del siglo XIX que el continente no conoce aún
bastante exactamente y por la relectura de algunos maestros contemporáneos que
ya pertenecen a la historia literaria.
***
Supongo, queridos amigos, que después de haber
recorrido estas páginas me preguntaréis: ¿qué política cree usted que deben
seguir los jóvenes escritores de aquí, los que viven y trabajan en esta región
del dominio español, en esta “inmensa prolongación ultra-atlántica” del dominio
español? Pero, precisamente la política que usted y vuestros amigos siguen en
esos primeros números de Proa.
Primero, constituir un grupo fuertemente organizado; ustedes ya lo han hecho.
Luego, establecer un contacto permanente con los grupos fraternales de otras
capitales hispanoamericanas (y del Brasil): y esto estáis en tren de hacerlo,
como lo prueba el poema del joven chileno Pablo Neruda que ustedes publican
(había yo ya retenido este nombre por haberlo visto en la antología chilena de
Armando Donoso). Luego, o mejor, al mismo tiempo, acentuar el acercamiento
intelectual que os lleva de nuevo hacia España, origen siempre fecundo de la lengua
que habláis todos los días, y cuyo Renacimiento literario parece a punto para
haceros desear ese acercamiento. Ya había yo tratado de decirlo, hace algún
tiempo, en un artículo destinado a presentar en Francia una antología de
jóvenes españoles, pero veo que otro acaba de expresarlo con más fuerza.
“España, dice él, es uno de los países de la América Latina”. Y también está
bien el artículo de vuestro co-director Brandan Caraffa, “Voces de Castilla”,
artículo que he leído con un gran placer. Espero en mi celo, por vuestra causa
forzosamente inoperante, que el estudio de los contemporáneos españoles
conducirá a vuestros principiantes a un redescubrimiento de los grandes
clásicos castellanos que constituyen vuestro patrimonio y que encontrarán en
ellos las fuerzas de inspiración y un tesoro de palabras, doblones encerrados
en viejos galeones, monedas de oro puro en la cual el calor de las manos de algunos
grandes escritores devolverá todo su esplendor y que enriquecerá ese “español
cosmopolita” que algunos de entre ustedes y sobre todo usted R..., habéis
sabido hacer una lengua literaria más capaz de expresar “lo que se tiene ante
los ojos”, que la lengua tradicional y abastardada que defienden en vano los
casticistas estrechos del tipo de Valbuena, y que en España, como Diez Canedo
se lo dice a usted es sobrepasada a diario por el pueblo. Suponed que surja, a
vuestra zaga, un escritor argentino, chileno o colombiano, de la envergadura de
Whitman o de Poe: esto bastará para imponer de viva fuerza los mejores de
vuestros americanismos y la mayor parte de vuestros galicismos e italianismos a
la lengua literaria de la península. Imaginad a este escritor instalándose con
el aplomo épico de Martín Fierro, en el centro geográfico del dominio español,
pronto, atento a su voz (¡y nosotros, pues!):
AQUÍ me pongo
a cantar...
(¡Y si, R..., esto fuera la obra misma de su
madurez!)
Pero sueño, y, ¡válgame Dios! me atrevo a predecir
el porvenir; doy consejos; ¡pontifico! Al menos cuando escribo en vuestra
lengua, las dificultades que experimento en manejar vuestra sintaxis y vuestro
vocabulario, me impiden caer en tan ridículo pecado de orgullo. Considerad, sin
embargo, que hubiera podido yo, mientras en ello estaba, predicar ante todo la
necesidad, para ustedes los jóvenes, de estar más que nunca atentos a lo que se
hace en Francia, es decir, predicar para mi santo, puesto que, gracias a su
intermedio, tengo el honor de ser uno de los intérpretes, —¡y asalariado!— de
la literatura francesa en la Argentina. Pero la influencia secular del arte
francés en las letras de América latina, es sobre todo una cuestión de afinidad
en ustedes y de méritos en nosotros. Ella cesaría el día en que nuestros
escritores dejaran de merecer vuestra atención. No hay nada que hacer.
Mientras que la literatura clásica de España,
demasiado tiempo descuidada por ustedes, y anteriormente descubierta antes que ustedes
por los románticos alemanes... ¿Pero es a ustedes a quien escribo esto, y para ustedes
que lo escribo? No, puesto que lo sabéis mejor que yo. Pero estas líneas pueden
caer en manos de algún joven que aspire a ser uno de los colaboradores de Proa y pueden animarlo (¡hispanismo!).
Os dejo, queridos amigos; es necesario que esta
carta parta. ¡Cómo me gustaría seguirla! O más bien, traeros este número de Commerce y leerlo a vuestros rostros
sonrientes en el sol del viaje y la ociosidad termal de C...; o todavía en
Buenos Aires; o bien, y es probablemente lo que yo preferiría, entre dos
cabalgatas en la Pampa.