Este cuento de Hawthorne pertenece a la segunda
serie de TWICE-TOLD TALES, publicada en Boston en 1842. Fuera de un
parsimonioso elogio de Poe y de alguna ocasional interpretación de índole
biográfica —Wakefield sería un símbolo de Hawthorne—, la crítica parece haber
ignorado esta composición admirable. Hawthorne, en otras páginas, se apoya en
un pasado romántico; en éstas, la materia es contemporánea y el interés procede
de la singular psicología del protagonista. WAKEFIELD, como fantasía de la
conducta, como estudio patético de las posibilidades humanas, anticipa el Bartleby (1856) de Herman Melville y las
invenciones de Kafka.
Revista Sur, abril de
1949, año XVII.
WAKEFIELD
En alguna revista o diario viejo recuerdo haber
leído la presunta historia de un hombre —llamémosle Wakefield— que se ausentó
durante mucho tiempo de su hogar. Presentado de una manera abstracta, este acto
no es extraordinario, y a menos que hagamos una conveniente distinción de
circunstancias, tampoco merece condenarse por perverso o insensato. Sin
embargo, es el ejemplo más raro que conozco en los anales de la delincuencia
conyugal y por añadidura el capricho más notable que pueda hallarse en toda la
escala de las extravagancias humanas. La pareja vivía en Londres. El marido,
con el pretexto de hacer un viaje, alquiló unos cuartos a la vuelta de su casa
y allí, ignorado por su mujer y sus amigos, sin que nada motivara su voluntario
destierro, habitó por más de veinte años. Durante ese período observó
diariamente su casa y, a menudo, a la desvalida Mrs. Wakefield. Y después de
abrir tan larga brecha en su felicidad conyugal, cuando su muerte se daba por
cierta, su sucesión estaba terminada, su nombre borrado de todo recuerdo y
cuando su mujer se había resignado desde hacía mucho, mucho tiempo a la viudez,
una tarde entró apaciblemente en su casa, como después de un día de ausencia, y
volvió a ser un tierno esposo hasta la muerte.
Esto es lo que recuerdo en líneas generales. Pero me
parece que el incidente, aunque de la más pura e inaudita originalidad, provoca
las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe por experiencia que
no habría cometido semejante locura, pero cree muy posible que otro pudiera
cometerla. Yo, por lo menos, evoco frecuentemente la historia en el curso de
mis reflexiones: siempre me sorprende, pero me da la impresión de ser cierta y
hasta me permite concebir el carácter de su héroe. Cuando un asunto cualquiera
se apodera fuertemente de nuestro espíritu, está bien empleado todo el tiempo
que dediquemos a pensar en él. Si el lector lo desea, puede seguir el hilo de
sus propias meditaciones; pero si prefiere acompañarme a través de los veinte
años que duró el antojo de Wakefield, le daré la bienvenida, confiando en que
la historia estará impregnada de un sentido y de una moral, aunque no podamos
descubrirlos, presentarlos con nitidez y resumirlos en la última frase. El
pensamiento posee siempre su eficacia y todo incidente asombroso encierra una
moral.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Podemos imaginar
un ser a nuestro gusto y llamarlo con su nombre. Estaba en la plenitud de la
vida. Su amor conyugal, que nunca fue violento, se había moderado hasta
convertirse en una costumbre; parecía el más fiel de los maridos porque cierta
pereza lo resguardaba de toda veleidad sentimental. Era intelectual, pero no de
una manera activa. Ocupaba su mente en largas y morosas especulaciones que no
perseguían ningún propósito o que no tenían el vigor suficiente para
alcanzarlo; rara vez sus pensamientos eran bastante enérgicos para expresarse
con palabras. La imaginación, en el sentido propio del vocablo, no era una de
sus dotes. De corazón frío, pero no depravado ni versátil, e inteligencia nunca
encendida por pensamientos tumultuosos ni desconcertada por ideas originales,
¿quién habría supuesto que nuestro amigo llegara a ocupar el primer sitio entre
los campeones de la excentricidad? Si hubieran preguntado a sus relaciones qué
hombre de Londres era menos capaz de hacer algo hoy que pudiera recordarse
mañana, habrían pensado en Wakefield. Sólo su bienamada esposa hubiera
vacilado. Ella, sin haber analizado el carácter de Wakefield, adivinaba en él
un quieto egoísmo que había enmohecido su mente ociosa, una peculiar vanidad
—su atributo más molesto—, una predisposición al disimulo que rara vez lograba
efectos más positivos que guardar secretos apenas dignos de mención, y por
último lo que consideraba, en el buen hombre, “cierta extravagancia”. Esta última
cualidad es indefinible y acaso inexistente.
Imaginemos ahora a Wakefield despidiéndose de su
mujer. Es el crepúsculo de una tarde de octubre. Wakefield lleva un sobretodo
gris, un sombrero impermeable, botas altas, un paraguas en una mano y una
valija pequeña en la otra. Ha dicho a Mrs. Wakefield que se marchará al campo
en la diligencia nocturna. Ella hubiera deseado de buena gana averiguar la
duración, el objeto del viaje y la hora probable del regreso; pero,
complaciendo su inofensivo amor al misterio, lo interroga sólo con la mirada. Él
no le da seguridad de volver en la próxima diligencia y le pide que no se
alarme si se demora tres o cuatro días; en todo caso, estará a comer el viernes
por la noche. Podemos pensar que Wakefield mismo no sospecha lo que lo espera.
Tiende las manos a su mujer; ella le da las suyas y acepta su beso de adiós con
la indiferencia adquirida en diez años de matrimonio; y así se marcha el
respetable Mr. Wakefield casi resuelto a dejar perpleja a su buena esposa con
una semana entera de ausencia. Cuando la puerta se ha cerrado tras él, Mrs.
Wakefield la ve entreabrirse un instante y percibe el rostro de su marido que
le sonríe y desaparece en seguida. De momento olvida ese incidente sin concederle
un pensamiento. Pero mucho después, cuando lleva más años de viuda que de
esposa, esa sonrisa vuelve a su memoria e ilumina el recordado semblante de
Wakefield. En sus frecuentes cavilaciones adorna esa antigua sonrisa con una
multitud de fantasías que la hacen extraña y terrible; cuando, por ejemplo,
imagina a su esposo en un ataúd, esa mirada de adiós está cristalizada en sus
pálidos rasgos; o si se lo figura en el cielo, su espíritu bienaventurado
exhibe todavía una apacible y cautelosa sonrisa. Y cuando todos lo dan por
muerto, esa misma sonrisa le hace a veces dudar de que sea realmente viuda.
Pero volvamos al marido. Tenemos que seguirlo por la
calle, apurando el paso, antes de que pierda su individualidad y se diluya en
el mar proceloso de Londres. Sería inútil buscarlo allí. Sigámosle de cerca,
pisándole los talones, hasta que después de varias superfluas idas y venidas lo
hallemos cómodamente instalado junto al fuego en el reducido departamento a que
ya nos referimos. Wakefield está a la vuelta de su casa, y al final de su jornada.
Apenas puede creer en su buena suerte que le ha permitido llegar sin que lo
vean, pues recuerda que en un momento dado la muchedumbre lo detuvo bajo un
farol encendido; otra vez oyó unos pasos tras los suyos, muy distintos de las
pisadas innumerables del gentío, y después una voz que gritaba a lo lejos, y
creyó que pronunciaba su nombre. Sin duda, lo han espiado una docena de
curiosos que habrán ido con el cuento a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco
conoces tu propia insignificancia en este ancho mundo! Ningún ojo mortal fuera
del mío ha seguido tus huellas. Ve tranquilamente a la cama, insensato, y
mañana, si has recobrado la cordura, vuelve a tu hogar junto a la buena Mrs.
Wakefield y dile la verdad. Ni por una corta semana te apartes del lugar que ocupas
en su casto pecho. Pues si por un solo momento te creyera muerto, perdido o
separado de ella para siempre, tendrías la plena convicción de que un cambio
definitivo se habría operado en tu fiel esposa. Es peligroso cavar un abismo en
los afectos humanos, no porque se abran de par en par durante mucho tiempo,
sino porque muy pronto vuelven a cerrarse.
Casi arrepentido de su travesura, o como quiera
llamársela, Wakefield se acuesta temprano, y despertando bruscamente de su
primer sueño, extiende los brazos dentro del amplio y desierto lecho a que no
está acostumbrado. “No —piensa, arropándose en las mantas—, no volveré a dormir
solo otra noche”.
Por la mañana se levanta más temprano que de
ordinario y se pone a considerar lo que realmente habrá de hacer. Tan inconexos
e imprecisos son sus hábitos mentales que ha tomado esta singular resolución
con algún objeto, sin duda, pero es incapaz de definirlo bastante para
reflexionar acerca de él. La vaguedad del proyecto y el convulso esfuerzo con
que se ha precipitado a ejecutarlo, son igualmente característicos de un
espíritu débil. Sin embargo, examina sus ideas lo más metódicamente posible y
descubre que tiene curiosidad por saber cómo marchan las cosas en su casa, cómo
su ejemplar mujer soporta esa viudez de una semana y, en suma, cómo siente su
brusca desaparición esa pequeña esfera de seres y circunstancias de la que él
era el centro. Una vanidad morbosa, pues, es el fondo del asunto. Pero ¿cómo
alcanzará Wakefield sus fines? No, desde luego, quedándose encerrado en su
cómodo albergue; allí, aunque duerma y se despierte a la vuelta de su casa,
está de ella tan lejos como si toda la noche hubiera rodado en diligencia. Pero
si vuelve, el proyecto se derrumba. Se tortura la cabeza con este dilema
insoluble; por fin se aventura a salir, resuelto a cruzar la calle y lanzar una
rápida mirada a su abandonado domicilio. La costumbre —porque es un hombre de
costumbres— lo toma de la mano y lo guía inconscientemente hasta su propia
puerta donde, justo en el momento crítico, lo sobresalta el ruido de su pie
sobre el peldaño. Wakefield ¿a dónde vas?
A partir de ese momento está predestinado. No
sospechando a dónde lo conducirá un primer paso hacia atrás, se aleja
apresuradamente, sofocado por una agitación no sentida hasta entonces y, al
llegar a la esquina, apenas se atreve a volver la cabeza. ¿Es posible que nadie
lo haya visto? Toda la casa, desde la respetable Mrs. Wakefield hasta la
elegante doncella y el sucio lacayo ¿no saldrán por las calles de Londres
llamando a voz en grito a su fugitivo amo y señor? ¡De buena ha escapado! Hace
un esfuerzo para detenerse y lanzar una mirada furtiva hacia su casa, y lo
desconcierta el cambio operado en ese edificio familiar, sintiendo lo que nos
afecta a todos cuando volvemos a ver, después de una separación de meses o
años, una colina, un lago o una obra de arte que hemos conocido íntimamente.
Por lo general esta impresión indescriptible está causada por la comparación y
el contraste entre nuestras reminiscencias imperfectas y la realidad. Pero en
el caso de Wakefield la magia de una sola noche bastó para llevar a cabo una
transformación análoga, porque un gran cambio moral se ha operado en él durante
tan breve período. Pero es un secreto que el mismo Wakefield ignora. Antes de
irse entrevé un instante a su mujer que se asoma a la ventana del frente,
mirando a lo lejos. El artificioso imbécil echa a correr temiendo que el ojo de
Mrs. Wakefield lo haya descubierto entre un millar de átomos idénticos. Y con
el corazón alegre, aunque presa de vértigos, se encuentra junto al fuego de
carbón de su nueva morada.
Basta por lo que atañe al principio de esta larga
contradanza. Después de haber concebido el proyecto, y haber agitado el
perezoso temperamento de nuestro héroe para que pueda ponerlo en ejecución, el
asunto entero se desarrolla según su ritmo natural. Podemos suponer que Wakefield,
al cabo de largas reflexiones, se compra una nueva peluca de cabellos rojos y
del saco de un ropavejero judío elige diversas prendas que difieren totalmente
de su traje marrón de costumbre. El cambio se ha consumado. Es otro hombre.
Ahora que se ha establecido el nuevo sistema, un movimiento de retroceso hacia
el antiguo le sería casi tan difícil como el paso que lo ha colocado en esta
situación sin paralelo. Además, se obstina en su resolución por una especie de
acritud que lo invade de cuando en cuando y que actualmente suscita el escaso
pesar que, según él, su ausencia ha motivado en Mrs. Wakefield. No volverá
hasta que ella esté medio muerta de miedo. Pues bien: ella ha pasado ante sus
ojos dos o tres veces, y cada vez con mayor lentitud, con las mejillas más
pálidas, con el semblante más acongojado. Y en la tercera semana de su
desaparición comprueba Wakefield que un mensajero funesto ha entrado en su antiguo
domicilio bajo el aspecto del boticario. Al día siguiente, han ensordecido el
llamador. Hacia el crepúsculo el coche del médico se detiene y deposita a su
ocupante, solemne y de gran peluca, ante la puerta de donde emerge un cuarto de
hora después para anunciar, quizá, un entierro próximo. ¡Querida esposa! ¿Irá a
morir? A Wakefield lo sacude un sentimiento que casi se parece a la energía;
sin embargo, permanece alejado del lecho de su mujer, convenciendo a su propia
conciencia de que la enferma no debe ser turbada en semejante crisis. Si otro
sentimiento lo retiene, Wakefield lo ignora. Su mujer se restablece después de
algunas semanas; ha pasado la crisis; su corazón está triste, acaso, pero
apaciguado; y aunque Wakefield vuelva más pronto o más tarde, ese corazón no
latirá ya nunca febrilmente por él. Estas ideas refulgen a través de la bruma
que oscurece el cerebro de Wakefield y le anuncian vagamente que un abismo casi
del todo infranqueable separa su departamento amueblado de su antiguo
domicilio. Se dice a veces: “Pero ¡está a la vuelta!” ¡Imbécil! Esta en otro
mundo. Hasta ahora, ha diferido su regreso de un día a otro; en adelante, no
fijará ya la fecha precisa. Será muy pronto, pero no mañana. Acaso la semana
próxima. ¡Desdichado! Los muertos tienen casi tanta probabilidad de volver a
sus domicilios terrestres como Wakefield, el desterrado voluntario.
¡Que no deba yo escribir un infolio en vez de un
artículo de una docena de páginas! Quizás entonces pudiera mostrar cómo una
influencia que supera nuestro dominio posa su vigorosa mano sobre cada uno de
nuestros actos y urde sus consecuencias en la férrea trama de la necesidad.
Wakefield está hechizado: tenemos que dejarlo durante unos diez años rondando
su casa, sin pisar una sola vez el umbral, fiel a su mujer con todo el afecto
de que su corazón es capaz mientras él va desvaneciéndose poco a poco en el de
ella. Debemos advertir que desde hace mucho tiempo ha perdido toda noción de la
singularidad de su conducta.
Y ahora una escena. En el tumulto de una calle
londinense distinguimos a un hombre, próximo a la vejez, con características
que no atraen la atención de los observadores indolentes, pero cuyo aspecto
entero lleva el signo de un destino poco común para quienes tengan la sagacidad
de discernirlo. Es delgado; su frente baja y estrecha está hondamente arrugada;
sus ojos pequeños y opacos lanzan a veces miradas aprensivas a su alrededor,
pero más a menudo parecen mirar dentro de sí. Inclina la cabeza y tiene un
andar indescriptiblemente oblicuo como si no quisiera afrontar el mundo.
Examinémoslo bastante para advertir lo que hemos descrito y me concederéis que
las circunstancias —que a menudo producen hombres notables con materiales
comunes— lo han transformado en un notable ejemplar. Después, dejándole
escabullirse por la acera, miremos en dirección opuesta por donde una robusta
matrona, considerablemente entrada en años, se dirige con el libro de misa en
la mano hacia esa iglesia lejana. Tiene el aire plácido de una resignada
viudez. Sus pesares se han disipado o se han vuelto tan esenciales a su corazón
que no quisiera cambiarlos por alegrías. Y en el instante en que el hombre
enjuto y la mujer robusta se cruzan, hay una ligera obstrucción que los pone
directamente en contacto. Sus manos se tocan; la multitud empuja el pecho de la
mujer contra el brazo del hombre. Se detienen, frente a frente, mirándose a los
ojos. ¡Así, después de diez años de separación, Wakefield encuentra a su mujer!
La multitud refluye y los arrastra separadamente. La
viuda serena, recuperando su paso habitual, prosigue camino a la iglesia, pero
al llegar al portal se detiene y lanza una perpleja mirada hacia la calle.
Entra, no obstante, abriendo su libro de misa. ¡Y el hombre! Con el rostro tan
hosco que hasta el Londres atareado y egoísta se detiene por instantes a
mirarlo, corre a su vivienda, echa doble llave a la puerta y se arroja sobre la
cama. Los sentimientos latentes que durante tantos años se han acumulado en él,
estallan de pronto y dan una breve energía a su espíritu débil; toda la
miserable extrañeza de su vida se le revela de golpe, y grita apasionadamente:
“¡Wakefield, Wakefield! ¡Estás loco!”
Quizá lo esté. La singularidad de su situación lo ha
modelado a tal punto, que comparado con los demás seres y las realidades de la
vida acaso no pueda decirse que goza de su sano juicio. Ha logrado o, mejor, le
ha sucedido quedar separado del mundo, desaparecer, renunciar a su lugar y a
sus privilegios entre los vivos sin ser admitido entre los muertos. La vida de un
ermitaño no se parece en modo alguno a la suya. Wakefield continúa sumergido
como antes en la baraúnda de la ciudad, pero la muchedumbre lo codea y no lo ve.
En sentido figurado podríamos decir que está siempre al lado de su mujer y
junto a su hogar; sin embargo, nunca podrá sentir el calor del uno ni el afecto
de la otra. Su destino impar ha querido que conservara la parte que le tocó de
simpatías humanas y que aún se sintiera envuelto en los humanos intereses cuando
había perdido ya su recíproca influencia sobre ellos. Señalar el efecto de
tales circunstancias sobre su corazón y su inteligencia, separada y
conjuntamente, sería un tema muy curioso de meditación. Sin embargo, cambiado
Wakefield como estaba, rara vez lo advertiría, creyéndose el mismo hombre de
siempre. Quizá de tiempo en tiempo le llegasen atisbos de verdad. Pero continuaría
diciendo: “Volveré muy pronto”, sin reflexionar que lo ha estado diciendo desde
hace veinte años.
Concibo también que esos veinte años, vistos
retrospectivamente, le parecieran apenas más largos que la semana a que limitó
primeramente su ausencia. Quizá todo el asunto no fuera para él más que un
intervalo en el curso normal de su vida. Cuando, pasado un tiempito más,
considerara que había llegado el momento de reintegrarse a su salón, sin duda
su mujer batiría palmas al contemplar de nuevo al maduro Mr. Wakefield. ¡Ay,
grave error! Si el tiempo quisiera tan sólo aguardar a que terminaran nuestras
locuras favoritas seríamos siempre jóvenes, todos nosotros, y hasta el día del
Juicio Final.
Una tarde, al cabo de veinte años de haber
desaparecido, Wakefield da su paseo de costumbre en dirección a la morada que
todavía llama suya. Es una noche desapacible de otoño con frecuentes
chaparrones que golpean sobre el pavimento y paran antes de que un hombre tenga
tiempo de abrir el paraguas. Wakefield se detiene cerca de su casa y distingue,
por las ventanas del segundo piso, la penumbra roja y el caprichoso centelleo
de la chimenea. En el cielorraso se proyecta la sombra grotesca de la buena
Mrs. Wakefield. La cofia, la nariz, el mentón y el ancho corpiño forman una
caricatura admirable que danza al compás de las llamas casi demasiado
alegremente para ser la sombra de una viuda de cierta edad. En ese instante cae
un chaparrón y una ráfaga lo dirige descomedidamente a la cara y al pecho de
Mr. Wakefield. Un escalofrío otoñal lo atraviesa de arriba abajo. ¿Continuará a
la intemperie, empapado y temblando, cuando podría calentarse ante un buen
fuego de leña encendido en su propia chimenea, mientras su propia mujer corre a
buscarle la chaqueta gris y los pantalones de franela que, sin duda, ha
conservado cuidadosamente en el armario de su aposento? ¡No! Wakefield no es
tan bobo como todo eso. Sube los peldaños lentamente porque veinte años han
endurecido sus piernas desde que los bajó. Pero no lo advierte. ¡Detente,
Wakefield! ¿Quieres volver al único hogar que te queda? Entonces ¡entra en la
tumba! La puerta se abre. Cuando Wakefield pasa vemos su cara por última vez y
reconocemos la cautelosa sonrisa que precedió esa comedia que desde hace veinte
años no ha cesado de representar a expensas de su mujer. ¡Cuán implacablemente
se ha burlado de la pobre criatura! ¡Adiós, Wakefield, te deseamos buenas
noches!
Este feliz suceso —en caso que lo sea— sólo puede
haber ocurrido en un momento de irreflexión. No seguiremos a nuestro amigo
después que ha franqueado el umbral. Nos ha dejado muchos temas de meditación,
algunos de los cuales prestarán su sabiduría a una moral. En la aparente
confusión de nuestro misterioso mundo, los individuos se encuentran tan
exactamente ajustados a un sistema y los sistemas adaptados unos a otros y
todos al sistema general, que un hombre que se aparta por un solo instante se
expone al peligro terrible de perder para siempre su lugar. Como Wakefield,
puede convertirse en el paria del universo.
Traducción de JOSÉ BIANCO.
WAKEFIELD
In some old magazine or newspaper, I recollect a
story, told as truth, of a man—let us call him Wakefield—who absented himself
for a long time from his wife. The fact, thus abstractedly stated, is not very
uncommon, nor—without a proper distinction of circumstances—to be condemned
either as naughty or nonsensical. Howbeit, this, though far from the most
aggravated, is perhaps the strangest instance, on record, of marital
delinquency; and, moreover, as remarkable a freak as may be found in the whole
list of human oddities. The wedded couple lived in London. The man, under
pretence of going a journey, took lodgings in the next street to his own house,
and there, unheard of by his wife or friends, and without the shadow of a
reason for such self-banishment, dwelt upwards of twenty years. During that
period, he beheld his home every day, and frequently the forlorn Mrs.
Wakefield. And after so great a gap in his matrimonial felicity—when his death
was reckoned certain, his estate settled, his name dismissed from memory, and
his wife, long, long ago, resigned to her autumnal widowhood—he entered the
door one evening, quietly, as from a day's absence, and became a loving spouse
till death.
This outline is all that I remember. But the incident,
though of the purest originality, unexampled, and probably never to be
repeated, is one, I think, which appeals to the general sympathies of mankind.
We know, each for himself, that none of us would perpetrate such a folly, yet
feel as if some other might. To my own contemplations, at least, it has often
recurred, always exciting wonder, but with a sense that the story must be true,
and a conception of its hero's character. Whenever any subject so forcibly
affects the mind, time is well spent in thinking of it. If the reader choose,
let him do his own meditation; or if he prefer to ramble with me through the
twenty years of Wakefield's vagary, I bid him welcome; trusting that there will
be a pervading spirit and a moral, even should we fail to find them, done up
neatly, and condensed into the final sentence. Thought has always its efficacy,
and every striking incident its moral.
What sort of a man was Wakefield? We are free to shape
out our own idea, and call it by his name. He was now in the meridian of life;
his matrimonial affections, never violent, were sobered into a calm, habitual
sentiment; of all husbands, he was likely to be the most constant, because a
certain sluggishness would keep his heart at rest, wherever it might be placed.
He was intellectual, but not actively so; his mind occupied itself in long and
lazy musings, that tended to no purpose, or had not vigor to attain it; his
thoughts were seldom so energetic as to seize hold of words. Imagination, in
the proper meaning of the term, made no part of Wakefield's gifts. With a cold,
but not depraved nor wandering heart, and a mind never feverish with riotous
thoughts, nor perplexed with originality, who could have anticipated, that our
friend would entitle himself to a foremost place among the doers of eccentric
deeds? Had his acquaintances been asked, who was the man in London, the surest
to perform nothing today which should be remembered on the morrow, they would
have thought of Wakefield. Only the wife of his bosom might have hesitated.
She, without having analyzed his character, was partly aware of a quiet
selfishness, that had rusted into his inactive mind—of a peculiar sort of
vanity, the most uneasy attribute about him—of a disposition to craft, which
had seldom produced more positive effects than the keeping of petty secrets,
hardly worth revealing—and, lastly, of what she called a little strangeness,
sometimes, in the good man. This latter quality is indefinable, and perhaps
non-existent.
Let us now imagine Wakefield bidding adieu to his
wife. It is the dusk of an October evening. His equipment is a drab greatcoat,
a hat covered with an oilcloth, top-boots, an umbrella in one hand and a small
portmanteau in the other. He has informed Mrs. Wakefield that he is to take the
night-coach into the country. She would fain inquire the length of his journey,
its object, and the probable time of his return; but, indulgent to his harmless
love of mystery, interrogates him only by a look. He tells her not to expect
him positively by the return coach, nor to be alarmed should he tarry three or
four days; but, at all events, to look for him at supper on Friday evening.
Wakefield himself, be it considered, has no suspicion of what is before him. He
holds out his hand; she gives her own, and meets his parting kiss, in the
matter-of-course way of a ten years' matrimony; and forth goes the middle-aged
Mr. Wakefield, almost resolved to perplex his good lady by a whole week's
absence. After the door has closed behind him, she perceives it thrust partly
open, and a vision of her husband's face, through the aperture, smiling on her,
and gone in a moment. For the time, this little incident is dismissed without a
thought. But, long afterwards, when she has been more years a widow than a
wife, that smile recurs, and flickers across all her reminiscences of
Wakefield's visage. In her many musings, she surrounds the original smile with
a multitude of fantasies, which make it strange and awful; as, for instance, if
she imagines him in a coffin, that parting look is frozen on his pale features;
or, if she dreams of him in Heaven, still his blessed spirit wears a quiet and
crafty smile. Yet, for its sake, when all others have given him up for dead,
she sometimes doubts whether she is a widow.
But, our business is with the husband. We must hurry
after him, along the street, ere he lose his individuality, and melt into the
great mass of London life. It would be vain searching for him there. Let us
follow close at his heels, therefore, until, after several superfluous turns
and doublings, we find him comfortably established by the fireside of a small
apartment, previously bespoken. He is in the next street to his own, and at his
journey's end. He can scarcely trust his good fortune, in having got thither
unperceived—recollecting that, at one time, he was delayed by the throng, in
the very focus of a lighted lantern; and, again, there were footsteps, that
seemed to tread behind his own, distinct from the multitudinous tramp around
him; and, anon, he heard a voice shouting afar, and fancied that it called his
name. Doubtless, a dozen busybodies had been watching him, and told his wife
the whole affair. Poor Wakefield! Little knowest thou thine own insignificance
in this great world! No mortal eye but mine has traced thee. Go quietly to thy
bed, foolish man; and, on the morrow, if thou wilt be wise, get thee home to
good Mrs. Wakefield, and tell her the truth. Remove not thyself, even for a
little week, from thy place in her chaste bosom. Were she, for a single moment,
to deem thee dead, or lost, or lastingly divided from her, thou wouldst be
wofully conscious of a change in thy true wife, for ever after. It is perilous
to make a chasm in human affections; not that they gape so long and wide—but so
quickly close again!
Almost repenting of his frolic, or whatever it may be
termed, Wakefield lies down betimes, and starting from his first nap, spreads
forth his arms into the wide and solitary waste of the unaccustomed bed.
'No'—thinks he, gathering the bed-clothes about him—'I will not sleep alone
another night.'
In the morning, he rises earlier than usual, and sets
himself to consider what he really means to do. Such are his loose and rambling
modes of thought, that he has taken this very singular step, with the
consciousness of a purpose, indeed, but without being able to define it
sufficiently for his own contemplation. The vagueness of the project, and the
convulsive effort with which he plunges into the execution of it, are equally
characteristic of a feeble-minded man. Wakefield sifts his ideas, however, as
minutely as he may, and finds himself curious to know the progress of matters
at home—how his exemplary wife will endure her widowhood, of a week; and,
briefly, how the little sphere of creatures and circumstances, in which he was
a central object, will be affected by his removal. A morbid vanity, therefore,
lies nearest the bottom of the affair. But, how is he to attain his ends? Not,
certainly, by keeping close in this comfortable lodging, where, though he slept
and awoke in the next street to his home, he is as effectually abroad, as if
the stage-coach had been whirling him away all night. Yet, should he reappear,
the whole project is knocked in the head. His poor brains being hopelessly
puzzled with this dilemma, he at length ventures out, partly resolving to cross
the head of the street, and send one hasty glance towards his forsaken
domicile. Habit—for he is a man of habits—takes him by the hand, and guides
him, wholly unaware, to his own door, where, just at the critical moment, he is
aroused by the scraping of his foot upon the step. Wakefield! whither are you
going?
At that instant, his fate was turning on the pivot.
Little dreaming of the doom to which his first backward step devotes him, he
hurries away, breathless with agitation hitherto unfelt, and hardly dares turn
his head, at the distant corner. Can it be, that nobody caught sight of him?
Will not the whole household—the decent Mrs. Wakefield, the smart maid-servant,
and the dirty little footboy—raise a hue-and-cry, through London streets, in
pursuit of their fugitive lord and master? Wonderful escape! He gathers courage
to pause and look homeward, but is perplexed with a sense of change about the
familiar edifice, such as affects us all, when, after a separation of months or
years, we again see some hill or lake, or work of art, with which we were
friends, of old. In ordinary cases, this indescribable impression is caused by
the comparison and contrast between our imperfect reminiscences and the
reality. In Wakefield, the magic of a single night has wrought a similar
transformation, because, in that brief period, a great moral change has been
effected. But this is a secret from himself. Before leaving the spot, he
catches a far and momentary glimpse of his wife, passing athwart the front
window, with her face turned towards the head of the street. The crafty
nincompoop takes to his heels, scared with the idea, that, among a thousand
such atoms of mortality, her eye must have detected him. Right glad is his
heart, though his brain be somewhat dizzy, when he finds himself by the
coal-fire of his lodgings.
So much for the commencement of this long whim-wham.
After the initial conception, and the stirring up of the man's sluggish
temperament to put it in practice, the whole matter evolves itself in a natural
train. We may suppose him, as the result of deep deliberation, buying a new
wig, of reddish hair, and selecting sundry garments, in a fashion unlike his
customary suit of brown, from a Jew's old-clothes bag. It is accomplished.
Wakefield is another man. The new system being now established, a retrograde
movement to the old would be almost as difficult as the step that placed him in
his unparalleled position. Furthermore, he is rendered obstinate by a
sulkiness, occasionally incident to his temper, and brought on, at present, by
the inadequate sensation which he conceives to have been produced in the bosom
of Mrs. Wakefield. He will not go back until she be frightened half to death.
Well; twice or thrice has she passed before his sight, each time with a heavier
step, a paler cheek, and more anxious brow; and in the third week of his
non-appearance, he detects a portent of evil entering the house, in the guise
of an apothecary. Next day, the knocker is muffled. Towards night-fall, comes
the chariot of a physician, and deposits its big-wigged and solemn burthen at
Wakefield's door, whence, after a quarter of an hour's visit, he emerges,
perchance the herald of a funeral. Dear woman! Will she die? By this time,
Wakefield is excited to something like energy of feeling, but still lingers
away from his wife's bed-side, pleading with his conscience, that she must not
be disturbed at such a juncture. If aught else restrains him, he does not know
it. In the course of a few weeks, she gradually recovers; the crisis is over;
her heart is sad, perhaps, but quiet; and, let him return soon or late, it will
never be feverish for him again. Such ideas glimmer through the mist of
Wakefield's mind, and render him indistinctly conscious, that an almost
impassable gulf divides his hired apartment from his former home. 'It is but in
the next street!' he sometimes says. Fool! it is in another world. Hitherto, he
has put off his return from one particular day to another; henceforward, he
leaves the precise time undetermined. Not tomorrow—probably next week—pretty
soon. Poor man! The dead have nearly as much chance of re-visiting their
earthly homes, as the self-banished Wakefield.
Would that I had a folio to write, instead of an
article of a dozen pages! Then might I exemplify how an influence, beyond our
control, lays its strong hand on every deed which we do, and weaves its
consequences into an iron tissue of necessity. Wakefield is spell-bound. We
must leave him, for ten years or so, to haunt around his house, without once
crossing the threshold, and to be faithful to his wife, with all the affection
of which his heart is capable, while he is slowly fading out of hers. Long
since, it must be remarked, he has lost the perception of singularity in his
conduct.
Now for a scene! Amid the throng of a London street,
we distinguish a man, now waxing elderly, with few characteristics to attract
careless observers, yet bearing, in his whole aspect, the hand-writing of no
common fate, for such as have the skill to read it. He is meagre; his low and
narrow forehead is deeply wrinkled; his eyes, small and lustreless, sometimes
wander apprehensively about him, but oftener seem to look inward. He bends his
head, and moves with an indescribable obliquity of gait, as if unwilling to
display his full front to the world. Watch him, long enough to see what we have
described, and you will allow, that circumstances—which often produce
remarkable men from nature's ordinary handiwork—have produced one such here.
Next, leaving him to sidle along the foot-walk, cast your eyes in the opposite
direction, where a portly female, considerably in the wane of life, with a
prayer-book in her hand, is proceeding to yonder church. She has the placid
mien of settled widowhood. Her regrets have either died away, or have become so
essential to her heart, that they would be poorly exchanged for joy. Just as
the lean man and well-conditioned woman are passing, a slight obstruction
occurs, and brings these two figures directly in contact. Their hands touch;
the pressure of the crowd forces her bosom against his shoulder; they stand,
face to face, staring into each other's eyes. After a ten years' separation,
thus Wakefield meets his wife!
The throng eddies away, and carries them asunder. The
sober widow, resuming her former pace, proceeds to church, but pauses in the
portal, and throws a perplexed glance along the street. She passes in, however,
opening her prayer-book as she goes. And the man? With so wild a face, that
busy and selfish London stands to gaze after him, he hurries to his lodgings,
bolts the door, and throws himself upon the bed. The latent feelings of years
break out; his feeble mind acquires a brief energy from their strength; all the
miserable strangeness of his life is revealed to him at a glance: and he cries
out, passionately—'Wakefield! Wakefield! You are mad!'
Perhaps he was so. The singularity of his situation
must have so moulded him to itself, that, considered in regard to his
fellow-creatures and the business of life, he could not be said to possess his
right mind. He had contrived, or rather he had happened, to dissever himself
from the world—to vanish—to give up his place and privileges with living men,
without being admitted among the dead. The life of a hermit is nowise parallel
to his. He was in the bustle of the city, as of old; but the crowd swept by,
and saw him not; he was, we may figuratively say, always beside his wife, and
at his hearth, yet must never feel the warmth of the one, nor the affection of
the other. It was Wakefield's unprecedented fate, to retain his original share
of human sympathies, and to be still involved in human interests, while he had
lost his reciprocal influence on them. It would be a most curious speculation,
to trace out the effect of such circumstances on his heart and intellect,
separately, and in unison. Yet, changed as he was, he would seldom be conscious
of it, but deem himself the same man as ever; glimpses of the truth, indeed,
would come, but only for the moment; and still he would keep saying—'I shall
soon go back!'—nor reflect, that he had been saying so for twenty years.
I conceive, also, that these twenty years would
appear, in the retrospect, scarcely longer than the week to which Wakefield had
at first limited his absence. He would look on the affair as no more than an
interlude in the main business of his life. When, after a little while more, he
should deem it time to re-enter his parlor, his wife would clap her hands for
joy, on beholding the middle-aged Mr. Wakefield. Alas, what a mistake! Would
Time but await the close of our favorite follies, we should be young men, all
of us, and till Doomsday.
One evening, in the twentieth year since he vanished,
Wakefield is taking his customary walk towards the dwelling which he still
calls his own. It is a gusty night of autumn, with frequent showers, that
patter down upon the pavement, and are gone, before a man can put up his
umbrella. Pausing near the house, Wakefield discerns, through the
parlor-windows of the second floor, the red glow, and the glimmer and fitful flash,
of a comfortable fire. On the ceiling appears a grotesque shadow of good Mrs.
Wakefield. The cap, the nose and chin, and the broad waist, form an admirable
caricature, which dances, moreover, with the up-flickering and down-sinking
blaze, almost too merrily for the shade of an elderly widow. At this instant, a
shower chances to fall, and is driven, by the unmannerly gust, full into
Wakefield's face and bosom. He is quite penetrated with its autumnal chill.
Shall he stand, wet and shivering here, when his own hearth has a good fire to
warm him, and his own wife will run to fetch the gray coat and small-clothes,
which, doubtless, she has kept carefully in the closet of their bedchamber? No!
Wakefield is no such fool. He ascends the steps—heavily!—for twenty years have
stiffened his legs, since he came down—but he knows it not. Stay, Wakefield!
Would you go to the sole home that is left you? Then step into your grave! The
door opens. As he passes in, we have a parting glimpse of his visage, and
recognise the crafty smile, which was the precursor of the little joke, that he
has ever since been playing off at his wife's expense. How unmercifully has he
quizzed the poor woman! Well; a good night's rest to Wakefield!
This happy event—supposing it to be such—could only
have occurred at an unpremeditated moment. We will not follow our friend across
the threshold. He has left us much food for thought, a portion of which shall
lend its wisdom to a moral, and be shaped into a figure. Amid the seeming
confusion of our mysterious world, individuals are so nicely adjusted to a
system, and systems to one another, and to a whole, that, by stepping aside for
a moment, a man exposes himself to a fearful risk of losing his place for ever.
Like Wakefield, he may become, as it were, the Outcast of the Universe.