2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, vamos a ir ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles —muchas de ellas hasta ahora inéditas en castellano—, comenzando con este ensayo de Arthur Symons, cuya tercera parte tenemos el gusto de publicar hoy.
EL GENIO SATÁNICO DE BAUDELAIRE
III
¿Tiene
Baudelaire l’amour du mal pour le mal ?
En cierto
sentido, sí ; en cierto sentido, no. Cree en el mal como cree en Satanás y
en Dios —las fuerzas primitivas que gobiernan mundos: los eternos enemigos. Ve
los gérmenes del mal por todas partes y pocas semillas de virtud. Ve pasar
frente a él el drama del mundo: es uno de los actores, interpreta su parte
cínica, irónicamente. Habla con cadencias rítmicas.
Pero, por sobre todas las cosas, contempla a los
bailarines; estos también
son elementales; y lo trágico es que los bailarines bailan para ganarse la
vida. Para ganarse la vida, por su placer, por el placer de agradar a los
demás. Así transcurre la parte fantástica de su existencia, del salvaje que
baila danzas silenciosas —puesto que, por cierto, todos los bailarines son
silenciosos— pero sin música, al bailarín que baila para nosotros en el
escenario, que se mueve siempre al son de la música. Hay una magia igual en la
danza y en la canción; ambas tienen sus diversos ritmos; ambas, para usar una
imagen, el rítmico latir de nuestros corazones. La danza y la música son, según
se imagina, las artes más antiguas. El ritmo ha sido llamado acertadamente el
alma de la danza; ambos son instintivos.
El mayor poeta francés después de Villon, el poeta
de peor fama y más creativo
de la literatura francesa, el mayor artista del verso francés y, después de
Verlaine, el poeta moderno más apasionado, perverso, lírico, visionario y
embriagador es Baudelaire, infinitamente más perverso, mórbido, exótico que
esos otros poetas. En su verso hay una ciencia deliberada de la perversidad
sensual, que tiene algo casi monacal en su manera de acentuar el vicio con el
horror, en su apasionada devoción a las pasiones. Baudelaire se vale de toda
complicación del gusto, de la exasperación de los perfumes, del agente
irritante de la crueldad, de los mismos olores y colores de la corrupción para
crear y adornar una especie de religión en la que se oficia una misa eterna
delante de un altar velado. No hay confesión, no hay absolución, no se permite
ninguna plegaria que no esté establecida en el ritual. En Verlaine, no importa
cuán a menudo el amor pueda derivar en sensualidad, hasta qué extremos pueda llevarse
la sensualidad, ésta nunca es más que la enfermedad del amor.
La gran época de la literatura francesa que precedió a la actual fue
la de la rama del romanticismo que produjo a Baudelaire, Flaubert, los
Goncourt, Zola y Leconte de Lisle. Incluso Baudelaire, en quien el espíritu es
siempre un incómodo invitado en la orgía de la vida, tenía cierta teoría del
realismo que tortura muchos de sus poemas convirtiéndolos en formas extrañas y
metálicas, y los llena con olores irritantes, y los trastorna con una retórica
de la carne demasiado deliberada. Flaubert, el mayor novelista después de
Balzac, el único novelista impecable que existió alguna vez, estaba resuelto a
ser el creador de un mundo en el que el arte —el arte formal— era la única vía para
escapar del fardo de la realidad. Él fue quien le escribió a Baudelaire, que le
había enviado Les Fleurs du Mal:
“Devoré su libro de punta a punta, lo leí una y otra vez, verso a verso,
palabra por palabra, y todo lo que puedo decir es que me gusta y me maravilla.
Usted me abruma con sus colores. Lo que más admiro de su libro es su arte
perfecto. Usted elogia la carne sin amarla”.
Hay algo oriental en el genio de Baudelaire; una
nostalgia que nunca lo abandonó después de haber visto el Oriente: allí donde
uno encuentra medianoches tórridas, días febriles, extrañas sensaciones; porque
sólo el Oriente, cuando uno ha vivido en él, puede excitar la propia visión
hasta hacerla alcanzar un éxtasis ardiente. Es el primer poeta moderno que le
dio a un plan calculado de versificación una especie de alegría secreta y
sagrada. Es, ante todo, el artista, siempre seguro de su forma. Y su refinada imaginación
lo ayudó enormemente, no sólo para perfeccionar su verso y su prosa, sino para
hacerlo crear la crítica del arte moderno.
Inmediatamente después de Villon, Baudelaire es el
poeta de París. Como un alma condenada (para emplear una de sus imágenes
imaginarias), vagabundea por las noches, verdadero noctambule, solo o con Villiers, Gautier, por barrios remotos, se
sienta en cafés, va a salas de espectáculos, al Rat Mort[1]. “El viento de la Prostitución” (cito sus palabras)
lo atormenta; también el espectáculo de los hospitales, de los garitos, las
míseras criaturas con las que uno se cruza en ciertos barrios, hasta el
resplandor fantástico de los faroles. Todas éstas son cosas que necesita: se
adueña de él una especie de intensa curiosidad, de excitación, al frecuentar esas
calles, como le ocurre a quien ha tomado opio. Y ésta es sólo una parte de su
vida, vida de alguien que vivió y murió en soledad, confesor de pecados que
nunca dijo toda la verdad, le mauvais
moine de su propio soneto, asceta de la pasión, ermitaño del burdel.
Es el primero que relató cosas con el tono modulado
del confesionario y que nunca adoptó un aire inspirado. El primero, también, en
introducir en la literatura moderna la desazón que clava sus colmillos en
nuestra existencia como lo harían las serpientes. Admite su gusto diabólico, no
del todo excepcional en él; uno lo encuentra en Petronio, Rabelais, Balzac. A
pesar de sus magníficas Litanies de Satan,
pertenece tan poco a la escuela satánica como Byron. Ambos, sin embargo, tienen
la misma ironía sardónica, ambos disfrutan desconcertando, provocando
deliberadamente las convicciones de la gente solemne. Ambos, que murieron
trágicamente jóvenes, tuvieron sus horas de tristeza, cuando uno duda de todo y
lo niega todo; añorando apasionadamente la juventud, refugiándose con sombrío
humor en la soledad, para alejarse de ese autoconocimiento demasiado intenso
que, como un espejo, muestra las arrugas de nuestras mejillas.
ARTHUR SYMONS - Baudelaire (1920)
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.
NOTA. El Café du Rat Mort, en realidad, abrió sus puertas en 1870, cuando Baudelaire ya estaba muerto. El célebre fotógrafo Nadar, gran amigo de Baudelaire, lo frecuentó, así como otros miembros de la bohemia parisina. Fue allí donde Verlaine hirió a Rimbaud de una cuchillada.
III
Has
Baudelaire l'amour du mal pour le mal? In a certain sense, yes; in a certain sense,
no. He believes in evil as in Satan and God—the primitive forces that govern
worlds: the eternal enemies. He sees the germs of evil everywhere, few of the
seeds of virtue. He sees pass before him the world's drama: he is one of the
actors, he plays his parts cynically, ironically. He speaks in rhythmic
cadences.
But,
above all, he watches the dancers; these also are elemental; and the tragic
fact is that the dancers dance for their living. For their living, for their
pleasure, for the pleasure of pleasing others. So passes the fantastic part of
their existence, from the savage who dances silent dances—for, indeed, all
dancers are silent—but without music, to the dancer who dances for us on the
stage, who turns always to the sound of music. There is an equal magic in the
dance and in song; both have their varied rhythms; both, to use an image, the
rhythmic beating of our hearts. It is imagined that dancing and music were the
oldest of the arts. Rhythm has rightly been called the soul of dancing; both
are instinctive.
The
greatest French poet after Villon, the most disreputable and the most creative
poet in French literature, the greatest artist in French verse, and, after
Verlaine, the most passionate, perverse, lyrical, visionary, and intoxicating
of modern poets, comes Baudelaire, infinitely more perverse, morbid, exotic
than these other poets. In his verse there is a deliberate science of sensual
perversity, which has something almost monachal in its accentuation of vice
with horror, in its passionate devotion to passions. Baudelaire brings every
complication of taste, the exasperation of perfumes, the irritant of cruelty,
the very odours and colours of corruption to the creation and adornment of a
sort of religion, in which an eternal mass is served before a veiled altar.
There is no confession, no absolution, not a prayer is permitted which is not
set down in the ritual. With Verlaine, however often love may pass into
sensuality, to whatever length sensuality may be hurried, sensuality is never
more than the malady of love.
The
great epoch in French literature which preceded this epoch was that of the
offshoot of Romanticism which produced Baudelaire, Flaubert, the Goncourts,
Zola, and Leconte de Lisle. Even Baudelaire, in whom the spirit is always an
uneasy guest at the orgy of life, had a certain theory of Realism which
tortures many of his poems into strange, metallic shapes and fills them with
irritative odours, and disturbs them with a too deliberate rhetoric of the
flesh. Flaubert, the greatest novelist after Balzac, the only impeccable
novelist who ever lived, was resolute to be the creator of a world in which
art—formal art—was the only escape from the burden of reality. It was he who
wrote to Baudelaire, who had sent him Les fleurs du mal: "I devoured your
volume from one end to another, read it over and over again, verse by verse,
word by word, and all I can say is it pleases and enchants me. You overwhelm me
with your colours. What I admire most in your book is its perfect art. You
praise flesh without loving it."
There
is something Oriental in Baudelaire's genius; a nostalgia that never left him
after he had seen the East: there where one finds hot-midnights, feverish days,
strange sensations; for only the East, when one has lived in it, can excite
one's vision to a point of ardent ecstasy. He is the first modern poet who gave
to a calculated scheme of versification a kind of secret and sacred joy. He is
before all things the artist, always sure of his form. And his rarefied
imagination aided him enormously not only in the perfecting of his verse and
prose, but in making him create the criticism of modern art.
Next
after Villon, Baudelaire is the poet of Paris. Like a damned soul (to use one
of his imaginary images) he wanders at nights, an actual noctambule, alone or
with Villiers, Gautier, in remote quarters, sits in cafés, goes to casinos, the
Rat Mort. "The Wind of Prostitution" (I quote his words) torments
him, the sight of hospitals, of gambling houses, the miserable creatures one
comes on in certain quarters, even the fantastic glitter of lamplights. All this
he needs: a kind of intense curiosity, of excitement, in his fréquentation of
these streets, comes over him, like one who has taken opium. And this is only
one part of his life, he who lived and died solitary, a confessor of sins who
has never told the whole truth, le mauvais moins of his own sonnet, an ascetic
of passion, a hermit of the brothel.
He
is the first who ever related things in the modulated tone of the confessional
and never assumed an inspired air. The first also who brings into modern literature
the chagrin that bites at our existence like serpents. He admits to his
diabolical taste, not quite exceptional in him; one finds it in Petronius,
Rabelais, Balzac. In spite of his magnificent Litanies de Satan, he is no more
of the satanical school than Byron. Yet both have the same sardonic irony, the
delight of mystification, of deliberately irritating solemn people's
convictions. Both, who died tragically young, had their hours of sadness, when
one doubts and denies everything; passionately regretting youth, turning away,
in sinister moods, in solitude, from that too intense self-knowledge that, like
a mirror, shows the wrinkles on our cheeks.