"El gusto por los espárragos y por Saint-Simon no lo he perdido nunca."
Louis de Rouvroy, segundo duque de Saint-Simon, nació en París el 5 de enero de 1675, en la antigua Rue Taranne, correspondiente a lo que es hoy la esquina del Boulevard Saint-Germain y de la Rue des Saints-Pères. A los catorce años escribió su primer relato, en el que describía los funerales de la Delfina de Baviera.
Recibió formación militar en la compañía de los Mosqueteros, la misma que Alexandre Dumas volvería mundialmente famosa dos siglos después. Participó en el sitio de Namur y en la batalla de Nerwinden. En esta campaña militar se encontró bajo las órdenes del mariscal de Lormes, con cuya hija se casó en 1695. En 1702 abandonó el ejército.
Luego de la muerte del Delfín en 1711, se unió al grupo que ponía sus esperanzas en el duque de Borgoña, nieto de Luis XIV y presunto heredero de la corona de Francia. La muerte sorpresiva del nuevo Delfín le hizo volcar todas sus expectativas políticas en su viejo amigo de infancia, el duque de Orleáns, quien fue proclamado regente en 1715, tras la muerte del Rey. Saint-Simon formó, entonces, parte del Consejo, pero rechazó, no obstante, el Ministerio de Finanzas que el Regente le ofrecía.
En 1723 le fue confiada una embajada extraordinaria en España. De ese viaje provienen algunas de las páginas más memorables de sus casi infinitas Memorias.
Luego de la muerte del Regente, Saint-Simon abandonó toda ambición política. Los treinta años que le quedaban de vida los pasó entre París y su castillo de la Ferté-Vidame, cerca de Chartres.
En 1739 dio comienzo a la redacción definitiva de sus Memorias, ese monumento de la literatura por el que desfilan alrededor de siete mil trescientos cincuenta personajes, verdadero antecesor de La comedia humana y de En busca del tiempo perdido.
Saint-Simon murió en París, en su residencia particular de la Rue de Grenelle, el 2 de marzo de 1755. La masa inmensa de sus papeles (once carpetas que contenían las Memorias) fue guardada como material confidencial en los Archivos de los Asuntos Extranjeros, y el gobierno sólo autorizó la publicación de algunos fragmentos.
Las Memorias completas y auténticas sólo fueron publicadas entre 1829 y 1830. Fue entonces cuando Chateaubriand, Stendhal, Sainte-Beuve, Barbey d’Aurevilly —como lo atestiguan los magníficos Memoranda de este último— descubrieron con admiración, con estupefacción sin duda, ciento veinticinco años después de su muerte, a uno de los más grandes escritores que ha dado Francia.
RETRATO DEL PRESIDENTE DE HARLAY
Harlay era hijo de otro procurador general del
Parlamento y de una Bellièvre, cuyo abuelo fue ese famoso Achille d’Harlay,
primer presidente del Parlamento después del célebre Christophe de Thou su
suegro, quien era el padre del famoso historiador. Vástago de esos grandes
magistrados, Harlay heredó de ellos toda la gravedad que exageró cínicamente;
hizo alarde del mismo desinterés y de la misma modestia, y deshonró al uno con
su conducta y a la otra con un orgullo refinado pero extremo y que, a su pesar,
saltaba a la vista. Pretendió, sobre todo, ser hombre de probidad y de justicia,
de las que pronto se le cayeron las máscaras. Entre Pierre y Jacques conservaba
la más exacta rectitud, pero, en cuanto percibía un interés o un favor al que
tratar con miramientos, de inmediato se vendía. La continuación de estas
Memorias podrá dar ejemplos de esto; mientras tanto, este proceso lo dejó en
descubierto.
Era erudito en derecho público, poseía a fondo los
vericuetos de las diversas jurisprudencias, igualaba a los más versados en
literatura, conocía bien la historia, y sabía, sobre todo, gobernar a sus
allegados con una autoridad que no toleraba réplica, y que ningún otro
presidente alcanzó antes de él. Una austeridad farisaica lo hacía temible por
la licencia que se permitía en sus reprensiones públicas, con las partes en
litigio, con los abogados y con los magistrados, de modo tal que no había nadie
que no temblase si tenía que vérselas con él. Por lo demás, apoyado en todo por
la corte, de la cual era esclavo, y el muy humilde servidor de todo lo que en
ella gozaba de verdadero favor, fino cortesano, singularmente astuto político,
todos esos talentos los volcaba únicamente en su ambición de dominio y de
éxito, y de hacerse una reputación de gran hombre. Por otra parte, sin honor
efectivo, sin moralidad en lo secreto, sin otra probidad que no fuese exterior,
sin humanidad incluso; en pocas palabras, un hipócrita perfecto, sin fe, sin
ley, sin Dios y sin alma, cruel marido, padre bárbaro, hermano tirano, amigo
únicamente de sí mismo, malvado por naturaleza, gozando con insultar, ultrajar,
aplastar, y no habiendo perdido, en toda su vida, una ocasión de hacerlo. Se
podría hacer un volumen con sus salidas, y todas tanto más agudas cuanto que
era infinitamente ingenioso, con el espíritu naturalmente inclinado a esto y
siempre dueño de sí mismo de manera de no arriesgar nada de lo que pudiera
llegar a arrepentirse.
En cuanto al exterior, un hombrecito vigoroso y
flaco, una cara romboidal, una nariz grande y aquilina, unos ojos hermosos,
expresivos, penetrantes, que solo miraban a hurtadillas, pero que, fijos en un
cliente o en un magistrado, les hacían desear esconderse bajo tierra; un traje
poco amplio, un alzacuello casi de eclesiástico y puños simples como los de
ellos, una peluca castaña y con mucho pelo blanco, tupida pero corta, con un gorro
grande encima. Quieto y caminando siempre se mantenía un poco doblado, con un
aire falso más humilde que modesto, y siempre caminaba pegándose a las paredes
para que le hicieran lugar llamando más la atención, y sólo andaba por Versalles
haciendo, a izquierda y derecha, reverencias respetuosas y como tímidas.
Estaba ligado con el rey y con Madame de Maintenon
por el punto sensible, y era él quien al ser consultado sobre la legitimación inaudita
de hijos sin nombrar a la madre, había traído a colación el caso del caballero
de Longueville, que fue puesto de relieve, gracias a cuyo éxito pudieron pasar
los del rey. A partir de ese momento, le fue dada la palabra de que sería canciller
de Francia, y toda la confianza del rey, y de sus hijos y de su todopoderosa
gobernanta, las que supo conservar bien, procurándose continuas privanzas.
(Memorias, tomo I, capítulo XIII.)
Las sentencias y las máximas eran su lenguaje
ordinario, incluso en las conversaciones comunes; siempre lacónico, nunca a sus anchas, ni
nadie con él; mucho ingenio natural y muy amplio, mucha penetración, un gran
conocimiento de la sociedad, sobre todo de las personas con las que tenía que
tratar, muy versado en literatura, profundo en la ciencia del derecho y, lo que
desgraciadamente se ha vuelto tan poco común, del derecho público; muchas
lecturas y mucha memoria, y con una lentitud que tenía muy estudiada, una
justeza, una rapidez y una sorprendente vivacidad en las respuestas, y siempre
presente. Superior a los más finos procuradores
en la ciencia de los tribunales, y un talento incomparable para gobernar
gracias al que se volvía apoderado hasta tal punto del Parlamento que no había ningún
miembro de ese cuerpo que no se sintiese como un escolar delante de él, y que
la Cámara Alta y la Cámara de Investigaciones juntas no eran más que niños en
su presencia, al que dominaba y manejaba cuando y como quería, a menudo sin que
se dieran cuenta, y cuando lo sentían no se atrevían a hacer nada delante de
él; sin haber dado nunca, pese a todo, acceso a ninguna libertad ni
familiaridad con él a nadie, sin excepción; magnífico por ambición cuando la ocasión
se presentaba, de ordinario frugal por el mismo orgullo, e igualmente modesto
en sus muebles y en su ropa para aproximarse a las costumbres de los antiguos
grandes magistrados.
Es una lástima inmensa que tantas cualidades y
tantos talentos naturales y adquiridos se hayan visto destituidos de toda virtud,
y no hayan sido dedicados más que al mal, a la ambición, a la avaricia, al
crimen. Soberbio, venenoso, astuto, pérfido por naturaleza, humilde, bajo,
capaz de arrastrarse si le resultaba útil, falso e hipócrita en todas sus
acciones, incluso las más ordinarias y las más comunes, justo con exactitud
entre Pierre y Jacques en beneficio de su reputación, la iniquidad más
consumada, la más elaborada, la más perseverante, de acuerdo con su interés, su
pasión y, sobre todo, el viento de la corte y de la fortuna.
(Memorias, tomo V, año 1707,
capítulo XXI.)
LOUIS DE ROUVROY, duque de SAINT-SIMON.
Traducción y presentación, para Literatura & Traducciones, de MiguelÁngel Frontán.
LOUIS DE ROUVROY, duque de SAINT-SIMON.
Traducción y presentación, para Literatura & Traducciones, de MiguelÁngel Frontán.
PORTRAIT
DU PRESIDENT DE HARLAY
Harlay
était fils d'un autre procureur général du parlement et d'une Bellièvre, duquel
le grand-père fut ce fameux Achille d'Harlay, premier président du parlement
après ce célèbre Christophe de Thou son beau-père, lequel était père de ce
fameux historien. Issu de ces grands magistrats, Harlay en eut toute la gravité
qu'il outra en cynique; en affecta le désintéressement et la modestie, qu'il
déshonora l'une par sa conduite, l'autre par un orgueil raffiné, mais extrême,
et qui, malgré lui, sautait aux yeux. Il se piqua surtout de probité et de
justice, dont le masque tomba bientôt. Entre Pierre et Jacques il conservait la
plus exacte droiture; mais, dès qu'il apercevait un intérêt ou une faveur à ménager,
tout aussitôt il était vendu. La suite de ces Mémoires en pourra fournir des
exemples; en attendant, ce procès-ci le manifesta à découvert.
Il
était savant en droit public, il possédait fort le fond des diverses
jurisprudences, il égalait les plus versés aux belles-lettres, il connaissait
bien l'histoire, et savait surtout gouverner sa compagnie avec une autorité qui
ne souffrait point de réplique, et que nul autre premier président n'atteignit
jamais avant lui. Une austérité pharisaïque le rendait redoutable par la
licence qu'il donnait à ses répréhensions publiques, et aux parties, et aux
avocats, et aux magistrats, en sorte qu'il n'y avait personne qui ne tremblât
d'avoir affaire à lui. D'ailleurs, soutenu en tout par la cour, dont il était
l'esclave, et le très humble serviteur de ce qui y était en vraie faveur, fin
courtisan, singulièrement rusé politique, tous ces talents, il les tournait
uniquement à son ambition de dominer et de parvenir, et de se faire une
réputation de grand homme. D'ailleurs sans honneur effectif, sans mœurs dans le
secret, sans probité qu'extérieure, sans humanité même, en un mot, un hypocrite
parfait, sans foi, sans loi, sans Dieu et sans âme, cruel mari, père barbare,
frère tyran, ami uniquement de soi-même, méchant par nature, se plaisant à
insulter, à outrager, à accabler, et n'en ayant de sa vie perdu une occasion.
On ferait un volume de ses traits, et tous d'autant plus perçants qu'il avait
infiniment d'esprit, l'esprit naturellement porté à cela et toujours maître de
soi pour ne rien hasarder dont il pût avoir à se repentir.
Pour
l'extérieur, un petit homme vigoureux et maigre, un visage en losange, un nez
grand et aquilin, des yeux beaux, parlants, perçants, qui ne regardaient qu'à
la dérobée, mais qui, fixés sur un client ou sur un magistrat, étaient pour le
faire rentrer en terre; un habit peu ample, un rabat presque d'ecclésiastique
et des manchettes plates comme eux, une perruque fort brune et fort mêlée de
blanc, touffue, mais courte, avec une grande calotte par-dessus. Il se tenait
et marchait un peu courbé, avec un faux air plus humble que modeste, et rasait
toujours les murailles pour se faire faire place avec plus de bruit, et
n'avançait qu'à force de révérences respectueuses et comme honteuses à droite
et à gauche, à Versailles.
Il
y tenait au roi et à Mme de Maintenon par l'endroit sensible, et c'était lui
qui, consulté sur la légitimation inouïe d'enfants sans nommer la mère, avait
donné la planche du chevalier de Longueville, qui fut mise en avant, sur le
succès duquel ceux du roi passèrent. Il eut dès lors parole de l'office de
chancelier de France, et toute la confiance du roi, de ses enfants et de leur
toute-puissante gouvernante, qu'il sut bien se conserver et s'en ménager de
continuelles privances.
(Mémoires. Tome
I, chapitre XIII.)
Les
sentences et les maximes étaient son langage ordinaire, même dans les propos
communs; toujours laconique, jamais à son aise, ni personne avec lui; beaucoup
d'esprit naturel et fort étendu, beaucoup de pénétration, une grande
connaissance du monde, surtout des gens avec qui il avait affaire, beaucoup de
belles-lettres, profond dans la science du droit, et ce qui malheureusement est
devenu si rare, du droit public; une grande lecture et une grande mémoire, et
avec une lenteur dont il s'était fait une étude, une justesse, une promptitude,
une vivacité de repartie surprenante et toujours présente. Supérieur aux plus
fins procureurs dans la science du palais, et un talent incomparable de
gouvernement par lequel il s'était tellement rendu le maître du parlement qu'il
n'y avait aucun de ce corps qui ne fût devant lui en écolier, et que la grand-chambre
et les enquêtes assemblées n'étaient que des petits garçons en sa présence,
qu'il dominait et qu'il tournait où et comme il le voulait, souvent sans qu'ils
s'en aperçussent, et quand ils le sentaient sans oser branler devant lui, sans
toutefois avoir jamais donné accès à aucune liberté ni familiarité avec lui à
personne sans exception; magnifique par vanité aux occasions, ordinairement
frugal par le même orgueil, et modeste de même dans ses meubles et dans son
équipage pour s'approcher des mœurs des anciens grands magistrats.
C'est
un dommage extrême que tant de qualités et de talents naturels et acquis se
soient trouvés destitués de toute vertu, et n'aient été consacrés qu'au mal, à
l'ambition, à l'avarice, au crime. Superbe, venimeux, malin, scélérat par
nature, humble, bas, rampant devant ses besoins, faux et hypocrite en toutes
ses actions, même les plus ordinaires et les plus communes, juste avec exactitude
entre Pierre et Jacques pour sa réputation, l'iniquité la plus consommée, la
plus artificieuse, la plus suivie, suivant son intérêt, sa passion, et le vent
surtout de la cour et de la fortune.
(Mémoires. Tome
V, année 1707, chapitre XXI.)