Con motivo de la publicación en papel de nuestra edición en papel de La mujer pobre de Léon Bloy, los invitamos a disfrutar de la lectura de este capítulo de esa obra mayor del Mendigo ingrato.
PARC-LA-VALLIÈRE Y LOS POULOT
LA MUJER
POBRE. SEGUNDA PARTE.
CAPÍTULO XV
Parc-la-Vallière es uno de los suburbios más banales
de París. Banal y triste más allá de cuanto puede expresarse. En ese lugar,
según se cuenta, la famosa amante de Luis XIV realmente tuvo un parque, el que
aún existía hace treinta o cuarenta años, pero del que ya no subsiste el menor
vestigio. La finca, parcelada en lotes innumerables, se le vendió a una
elegible descendencia de la servidumbre de las putas del rey, estirpe palurda y
avarienta a la que sería pueril interrogar acerca de las Tres Personas divinas.
El pueblo obeso que reemplazó al suntuoso oquedal
de otros tiempos es un amontonamiento de pequeños propietarios apretados y
aplastados unos sobre otros como sardinas en lata, hasta el punto, según
parece, de no poder hacer uso alguno de sus huevas ni de su lechaza.
Antiguos criados convertidos en capitalistas a
fuerza de rapiñarles a sus amos, o comerciantes de escaso calibre retirados de
los negocios después de vender durante medio siglo, engañando en el peso,
mercaderías en mal estado, brindan, en general, el ejemplo de los cabellos
blancos y de algunas apáticas virtudes preconizadas por la experiencia.
El resto de los vecinos notables está formado por
empleados de diversas oficinas parisinas, idólatras de la naturaleza a quienes
exalta el olor a estiércol y que combaten las hemorroides yendo a hacer
compras.
Con excepción de las acacias y los plátanos
achicharrados de la avenida principal, en vano se buscaría un árbol como la
gente en esa región que fue un bosque. Uno de los rasgos más característicos
del pequeño burgués es su odio a los árboles. Odio furioso y vigilante, al que
sólo puede superar su aborrecimiento por las estrellas o el imperfecto del
subjuntivo[1].
Apenas si tolera, estremeciéndose de rabia, los
árboles frutales, los que rinden, pero con la condición de que esos vegetales
desdichados crezcan reptando humildemente contra los muros y no priven de luz a
la huerta, ya que al pequeño burgués le gusta el sol. Es el único astro al que
protege.
Léopold y Clotilde estaban allí, muy cerca del
cementerio de Bagneux, y tenían algunos metros cuadrados de tierra cultivable
delante de la casa. Estas dos circunstancias habían determinado su elección.
Aunque privados de sombra y asados la mitad del día, gozaban de un poco de
aire fluido y de una apariencia de tranquilidad.
Una apariencia, nada más, y que no debía durar,
porque se encontraban lejos del fin de sus penas y seguían sintiendo sobre
ellos la Mano que aplasta.
El vecindario, al principio, no les fue hostil. Sin
duda los nuevos inquilinos parecían ser personas muy modestas, lo que ninguna
asamblea de lacayos o de tenderos tolera, pero era posible, después de todo,
que no fuese sino una artimaña, una astucia de pícaros, y que, en el fondo, los
nuevos inquilinos tuviesen más mosca
de lo que dejaban ver. Además, el porte elevado de uno y otro, que, en
comparación, rebajaba en el acto a todo ese bonito vecindario al nivel de la
bosta, desconcertaba y desorientaba a los jueces. Primero tenían que calarlos
bien, ¿verdad? No les faltaría tiempo para liquidarlos. Cautelosamente se
organizó una vigilancia puntillosa.
Fue en tales circunstancias cuando conocieron a los
Poulot [2]. Eran los vecinos
de enfrente, que alquilaban, como ellos, una casa cuyas ventanas daban a su
jardín y desde las que la mirada podía penetrar hasta sus cuartos. Mamíferos
ordinarios, según pudieron suponer, pero que desde el primer día mostraron una
especie de amabilidad, declarando que entre vecinos había que ayudarse, que la
unión hace la fuerza, que a menudo necesitamos a quienes son más humildes que
nosotros, etc.; tales eran sus principios, y, efectivamente, les hicieron pequeños
favores, que los trastornos de la mudanza obligaban a aceptar.
Poco capaces de observación atenta, los dos
sufrientes no se alarmaron en absoluto ante estas atenciones, que les parecieron
muy sencillas, y, al principio, les pasó desapercibida la vulgaridad innoble de
sus obsequiosos vecinos, a los que benévolamente imaginaron dotados de alguna
apreciable superioridad sobre los animales. Los Poulot maniobraron de tal forma
que lograron colarse, hacerse admitir, en el instante mismo en que comenzaba a
hacerse sentir imperiosamente la necesidad de no verlos más.
El señor Poulot tenía una “oficina de negocios” y
confesaba, no sin orgullo, haber sido antes funcionario de justicia, en una
ciudad situada no muy lejos de Marsella, sin explicar, sin embargo, la
abdicación prematura que lo había sacado de ese ministerio, ya que no había
envejecido en su función y no tenía más de cincuenta años.
El digno caballero, flemático y tieso, tenía
aproximadamente la jovialidad de una lombriz solitaria en un tarro de
farmacia. Sin embargo, cuando había bebido en compañía de su mujer algunos
vasos de ajenjo, según pronto se supo, le flameaban los pómulos en lo alto del
rostro, como dos acantilados en una noche de mar embravecido. Entonces, del
centro de la cara, cuyo color hacía pensar extrañamente en el cuero de un
camello de Tartaria en la época de la muda, sobresalía una trompa judaica cuya
punta, por lo común cubierta de una filigrana de estrías violáceas, se ponía
de pronto rubicunda y semejaba una lámpara de altar.
Debajo de ésta se escurría una boca necia e
impracticable, encapuchada con uno esos enmarañados bigotes que lucen algunos
alguaciles para dar una apariencia de ferocidad militar a la cobardía
profesional de su congregación.
Nada hay que decir de los ojos, que a lo sumo
hubieran podido compararse, en lo tocante a la expresión, con los de una foca
repleta, cuando acaba de hartarse y comienza el éxtasis de la digestión.
Su aspecto, en conjunto, era el de un modesto
gallina acostumbrado a temblar frente a su mujer, y tan aclimatado al
claroscuro que siempre parecía estar proyectando sobre sí mismo su propia
sombra.
Su presencia hubiera pasado totalmente
desapercibida de no haber sido por una voz en que se aunaban todas las bocas
del Ródano, que sonaba como el olifante en las primeras sílabas de cada
palabra y se prolongaba en las últimas, a la manera de un mugido nasal capaz
de hacer chirriar las guitarras. Cuando el ex representante de la fuerza
pública vociferaba en su casa tal o cual axioma indiscutible sobre los
caprichos de la atmósfera, los transeúntes hubieran podido creer que alguien
estaba hablando en una habitación vacía...
o en el fondo de un sótano, ¡de tan contagiosa que era la vacuidad del
personaje!
Ahora bien, el señor Poulot no era nada,
absolutamente nada, comparado con la señora de Poulot.
En ésta parecía renacer la masilla de los más
estimables paneles murales del siglo pasado. No porque fuese encantadora o
ingeniosa, ni porque guardara, con gracia traviesa, corderos floridos a orillas
de un río. Era más bien parecida a un sapo y de una estupidez melindrosa que
dejaba suponer un rebaño menos bucólico. Pero en su apariencia o en sus
posturas había algo que encrespaba
increíblemente la imaginación.
La fama le atribuía, como en la metempsicosis, una
existencia anterior muy baqueteada, una carrera muy movida, y se decía, en el
lavadero comunal o en la vinería, que al fin y al cabo, para ser una mujer que
había calavereado tanto, pese a sus cuarenta años no se conservaba tan mal.
Había hecho falta nada menos que su encuentro con
el funcionario para fomentar la peripecia que afligió a tantos cuartos amueblados
y que hizo derramar lágrimas tan amargas en las ensaladeras de la Rue
Cambronne.
Después de pasar algunas semanas soterrados, ella y
su conquistador, en un antro de la Rue des Canettes, no lejos del catre del
ilustre Nicolardot [3], acabaron por
casarse en la iglesia de Saint-Sulpice para poner fin a un amancebamiento
adorable, pero prohibido, cuya embriaguez condenaban los principios religiosos
de uno y otro.
Así purificados de sus escorias y con una
hipotética bolsa de escudos a la rastra, gozaban de una provisoria e impersonal
consideración en Parc-la-Vallière, a donde poco tiempo después habían ido a
libar la miel de su luna.
Esta consideración, sin embargo, no bastaba para
permitirles poner el pie en alguna casa de familia estimable. Aunque la
señora de Poulot, que no lograba reponerse del hecho de haberse casado con
alguien, gritaba en todo momento y por cualquier razón: ¡Mi marido!, como si esas cuatro sílabas fuesen un ábrete sésamo, todo el mundo seguía
viendo sus antiguos callejeos, y recordaban muy bien la sucia labor de su
compañero, sobre todo porque éste andaba actualmente maquinando, por acá y por
allá, oscuros chanchullos.
Poco dotada de vocación eremítica, fue, por ende,
forzoso que la dolorida cónyuge del funcionario se conformase frecuentando a
las más o menos porcachonas sirvientas, cocineras o concubinas de sepultureros
de los alrededores, a quienes generosamente invitaba a beber en su casa para
hacerles admirar su “alianza” y deslumbrarlas con los veinticinco mil francos
que su marido le había “reconocido”.
A menudo, la ex emperatriz del colchón
condescendía, a la manera de una castellana propicia, a charlas de esquina con
los pescaderos o los verduleros, cuyo mercantilismo se exaltaba hasta llevarlos
a pasarle la mano por la grupa. Era su manera de notificarles a todos los
soberbios su independencia y su grandeza de espíritu.
Con el pelo suelto y las medias amontonadas en
espiral sobre unas pantuflas de tacos gastados, despechugada, empaquetada en
una falda roja cortada por detrás en abanico, indolentemente apoyada contra el
carro, a veces hasta montada a horcajadas en las varas, se brindaba entonces,
mugrienta y orgullosa, a las miradas exploradoras del populacho.
Su conversación, por lo demás, carecía de misterio,
porque gritaba, si es posible decirlo, tanto como una vaca olvidada en un
tren de carga.
Mucho menos altivo, el marido lavaba los platos,
cocinaba, hacía las camas, lustraba los zapatos, planchaba, hasta zurcía si
hacía falta, sin perjuicio de sus asuntos contenciosos, que por suerte le
dejaban bastante tiempo libre.
Los nuevos vecinos, que estaban sobre todo ocupados
en curar las espantosas llagas de sus corazones, ignoraron este poema durante
bastante tiempo. No se daban con nadie y por el momento sólo habían conocido a
los Poulot, a los que hubiera sido necesario llevarse por delante para poder fingir no haberlos visto. Además,
como todos los evadidos, creían haber dejado atrás al demonio de su infortunio
y no se les ocurrió prever que éste galoparía delante de ellos como una
avanzada.
Lo primero que uno notaba en la señora de Poulot
eran los bigotes. No el cepillo viril, tupido y victorioso de su marido, sino
un diminuto pincelito sobre la comisura, un asomo de pelusa de osezna que acaba
de nacer. Parece que hubo quienes se pelearon por eso. ¡El enérgico pigmento
de esos pelos armonizaba tan bien con la salsa de alcaparras de su cara, lavada
tan sólo por la lluvia de los cielos y que coronaba, como un nido de chorlito,
una oscura pelambre enemiga del peine!
Los ojos, de un matiz impreciso y una movilidad
inconcebible, y cuya mirada desafiaba el pudor de los hombres, siempre
parecían estar vendiendo mejillones en un puesto del mercado de abastos.
También la forma exacta de la boca eludía la
observación, de tanto que esa tronera del improperio y la obscenidad se
esforzaba, se contorsionaba y se agitaba para conseguir esos mohínes preciosos
que caracterizan a la más suculenta mitad de un funcionario ministerial.
Desproporcionada, por otra parte, cuadrada de
espaldas, desprovista de cuello y de cintura, su busto, amasado en otros
tiempos por manos inartísticas, debía de tener, debajo de una blusa muy pocas
veces enjabonada, las cualidades plásticas de un cuarto de ternera que unos
perros, después de arrastrarlo por el suelo y en su urgencia por huir,
hubieran orinado antes de abandonarlo. Eso explicaba, sin duda, el uso
frecuente de batones, reliquias de
antiguos ajuares, cuya transparencia había sido mitigada por la austeridad
conyugal. La misma causa, muy probablemente, justificaba la rapidez habitual
con que se trasladaba de un lugar a otro cuando andaba por la calle, con la
cara resueltamente alzada hacia los astros, como si esperara de esa postura una
feliz modificación de su columna vertebral, encorvada, acaso un poco más de lo
necesario, por el pesado yugo de los nuevos deberes.
Salvo por todo esto, era, al menos en su propia
opinión, la princesa más excitante del mundo, y había que renunciar de buen
grado a encontrar una mujer que se considerase más exquisita. Cuando se acodaba
a la ventana y dejaba vagar la mirada por el espacio, sobándose suavemente los
gordos brazos, mientras el marido lavaba los platos, parecía decirle al mundo
entero:
—Bueno, ¿qué les parece, eh? ¿Dónde está la
florcita preciosa, la manzanita de amor, la caquita de Venus? ¡Ja, ja! ¡Qué
van a saber ustedes, pedazos de guarangos, manga de burros, alcornoques!
¡Mírenme a mí y van a ver! ¡Soy yo, yo misma, una servidora, la cachorrita de
su cachorro, la pichoncita de su pichón! Sí, ya los oigo, mis puerquitos. Lo
bien que les vendría esta golosina, ¿eh? No se aburrirían, no. Pero nada que
hacerle. ¡Una es una mujer decente, una santa virgencita del Señor! Eso los
deja con la boca abierta, ¿no? Me importa tres cominos. Se mira y no se toca,
así es la cosa.
El dichoso Poulot, ¿era o no era cornudo? Nunca se
dilucidó esta cuestión. Por inverosímil que pueda parecer, la creencia
general era que ella reservaba para él todos sus tesoros. Tal era, al menos, la
opinión de la tripera y del pocero, competentes autoridades a las que hubiera
sido bastante temerario desmentir.
Lo incuestionable era que las ausencias del
funcionario, obligado algunas veces a poner en movimiento su don de gentes,
sólo producían en su mujer una benigna y remediable desolación. Segura de sí
misma, cantaba entonces una de esas sentimentales romanzas que, en las casas de
lenocinio, les gustan con locura a los corazones deshojados, y que, en las
horas pesadas y ociosas de la tarde, las Ariadnas de párpados maquillados
canturrean para solaz del paseante valetudinario.
Virtuosa llena de bondad, abría de par en par la
ventana para brindar a todo el vecindario la limosna de su nostálgico gorjeo. El amor no correspondido era sin duda un
poco gargajeante, y El pálido viajero
olía vagamente a trapo de cocina. Por momentos, fuerza es confesarlo, algunos
vecinos refractarios a la poesía se encerraban a cal y canto. Pero ¿era ésa
una razón, acaso, para negársela a los demás? No se amordaza a los nobles
corazones, el aguardiente sabe lo que vale y el pájaro azul no se deja cortar
las alas.
Pero, se encontrase sola o no, uno siempre estaba
seguro de oír su risa. Todos la habían oído, todos la conocían, y con razón se
la consideraba una de las curiosidades del lugar.
Los accesos eran tan frecuentes, tan continuos, que
no se necesitaba casi nada para provocarlos, y resultaba imposible concebir que
semejante cascada sonora pudiese brotar de una garganta meramente humana.
Un día entre tantos, el veterinario comprobó,
cronómetro en mano, que el girar de la polea duraba, en promedio, ciento
treinta segundos, fenómeno que a un fisiólogo le costará creer.
En lo relativo al efecto sobre los tímpanos, ¿quién
lo podría describir? Las imágenes resultan insuficientes. Con todo, ese ruido
extraordinario se hubiese podido comparar a los saltos de un trompo alemán en
un caldero, pero con una potencia de vibración infinitamente superior y que
hubiera sido difícil evaluar. Se lo oía por encima de los techos, desde cientos
de metros de distancia, y, para algunos pensadores suburbanos, era la ocasión
incesantemente renovada de preguntarse si ese caso excepcional de histeria
requería garrotazos o exorcismo.
Ya lo hemos dicho: Léopold y Clotilde, que acababan
de instalarse, ignoraban todas estas lindas cosas. Como por encantamiento,
desde su llegada el grito de la marrana apenas si se había dejado oír. Los
Poulot, sin embargo, a quienes más de una vez se habían tenido que tragar, les
resultaban singularmente apestosos. Léopold, sobre todo, manifestaba una
impaciencia bastante cercana a la indignación más excitada.
—¡Ya estoy más que harto de esa bendita pareja!
—dijo una noche—. Es insoportable verse asediado de tal modo en la propia casa
por gente a la que uno no le debe ni un centavo. Realmente, me parece que
nuestro último casero, con su abierta ruindad, era menos inmundo que estos
vecinos de mal agüero con su grosería encubierta. ¿No te hablaba acaso ese
adefesio, hace un rato, de su rosario,
que se las da de recitar todo el tiempo, porque vio aquí dos o tres imágenes
religiosas? Bien que me gustaría verlo, ese objeto de su piedad. Confieso que
me cuesta imaginarlo en ese pecho de mujerzuela. ¿No será mejor que
simplemente los eche a la calle cuando vuelvan? ¿Qué te parece, querida?
—Me parece que esa mujer tal vez no mintió y que tú
no has dejado de ser un violento, Léopold. Esa gente, lo reconozco, me gusta
muy poco. Pero ¿quién sabe? ¿Los conocemos, acaso?
Léopold no contestó, pero era por lo menos evidente que en él no hacía mella la duda caritativa insinuada por su mujer. Ésta no insistió más y se sumió también en un triste silencio, como si hubiera visto pasar sombrías imágenes.
Léopold no contestó, pero era por lo menos evidente que en él no hacía mella la duda caritativa insinuada por su mujer. Ésta no insistió más y se sumió también en un triste silencio, como si hubiera visto pasar sombrías imágenes.
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
Léon Bloy - La mujer pobre.
EDLM, primera edición en epub, abril de 2014.
Léon Bloy - La mujer pobre.
EDLM, primera edición en epub, abril de 2014.
[1] La casi total desaparición del imperfecto del subjuntivo del francés actual,
aun en su forma escrita, sería un signo evidente, para Bloy, del triunfo
supremo del “pequeño burgués”.
[2] Bloy juega en lo que sigue con las connotaciones de poulot, término afectuoso derivado de poule, ‘gallina’, poulet,
‘pollo’.
[3] Louis Nicolardot (1822-1888), periodista, ensayista y crítico francés, de
puntos de vista radicalmente conservadores en literatura, política y religión,
autor de violentos panfletos contra Voltaire, Sainte-Beuve y Théophile Gautier.
Vivió y murió en la mayor de las miserias.