2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras seguimos trabajando para publicar el segundo volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, vamos a ir ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles —muchas de ellas hasta ahora inéditas en castellano—, comenzando con este ensayo de Arthur Symons, cuya segunda parte tenemos el gusto de publicar hoy.
EL GENIO SATÁNICO DE BAUDELAIRE
II
Algunas de estas Flores del Mal son venenosas; algunas
han crecido en los invernaderos del Infierno; algunas tienen el perfume de la
piel de una sinuosa muchacha; algunas, el olor de la carne de la mujer. Hay
espíritus que se embriagan con estas flores malditas para salvarse del excesivo
horror de sus vicios, de la tortura aún peor de sus virtudes violadas. Y una
imaginación cruel ha dado forma a estas imágenes desnudas de los Siete Pecados
Capitales, eternamente apesadumbradas por su primera caída; que no sonríen ni
siquiera en el Infierno, en cuyas llamas se retuercen. Uno las imagina allí y
entre el sol y la tierra; en el aire, arrastradas por los vientos; conscientes
de su herencia infernal. Surgen, como demonios, de la Edad Media; son incapaces
de imaginar la justicia de Dios.
Baudelaire dramatiza estas imágenes
vivientes de su espíritu y de su imaginación, estas fabulosas criaturas de su
inspiración, estos fantasmas macabros, en un modo totalmente distinto del de
otros autores teatrales —Shakespeare y Aristófanes, en sus tragedias satíricas,
en sus comedias líricas—; si bien es, del mismo modo que ellos, el escritor en
el que la belleza desposa sin virginidad a los hijos del antiguo Caos.
En estas páginas pululan (son sus propias
palabras) todas las corrupciones y todos los escepticismos: criminales innobles
sin convicciones; arpías detestables que hacen apuestas; los gatos, que son
como las amantes de los hombres; Harpagon; la exquisita, bárbara, divina,
implacable, misteriosa Virgen de estilo español; los viejos; los borrachos, los
asesinos, los amantes (sus muertes y vidas); los búhos; los vampiros, cuyas voces
hacen que el cadáver se levante por sí mismo de la tumba; lo Irremediable que
ataca su origen: ¡la Conciencia en el Mal! Hay un poema casi crístico sobre su
Pasión: Le reniement de saint Pierre,
una denuncia casi satánica de Dios en Abel
et Caïn, y, con ellos, el Mal Monje, símbolo enigmático del alma de
Baudelaire, de su obra, de todo lo que sus ojos aman y odian. Algunas de estas
criaturas actúan en farsas, bailan en ballets. Puesto que todas las Artes
pierden sus formas naturales y se ven transformadas, transfiguradas, trasplantadas
para pasar en un estado magnífico por el escenario: el escenario con el abismo
del Infierno enfrente.
“Sensualista” (cito a un crítico),
“pero el más profundo de los sensualistas; y, furioso por no ser más que eso,
va, en su sensación, hasta el límite extremo, hasta la misteriosa puerta del
infinito contra la cual golpea, aunque sin saber cómo abrirla, contrayendo con
rabia la lengua en su vano esfuerzo”. Sin embargo, siglos antes que él Dante
entró en el Infierno, lo atravesó en su imaginación desde su interminable
comienzo hasta su interminable final; volvió a la tierra para escribir, para el
espíritu de Beatrice y para el mundo, esa Divina
Commedia de la que ciertas mujeres, en Verona, dijeron:
“Lo, he that strolls to Hell and back
At will! Behold him, how Hell’s reek
Has crisped his beard and singed his cheek.”
[Cita del poema Dante en Verona de Dante Gabriel Rossetti: “¡Miren, el que pasea por el infierno y vuelve / A voluntad!
Mírenlo, cómo el tufo del Infierno / Le chamuscó la barba y le tiznó las
mejillas”.]
Es Baudelaire quien, tanto en Infierno
como en la tierra, encuentra que un cierto Satanás mora en corazones modernos
como el suyo; que incluso el arte moderno tiene una tendencia esencialmente
demoníaca; que el pacto infernal del hombre crece día a día, como si el Diablo
susurrase en su oído ciertos secretos sardónicos. Aquí, en tales ambientes
satánicos y románticos, uno oye disonancias, las discordancias de los
instrumentos en los Aquelarres, los aullidos de la ironía, la venganza de los
vencidos.
Transcribo una frase de Gautier sobre
Baudelaire. “El poeta de Les Fleurs du Mal
amaba lo que uno erróneamente llama el estilo de la decadencia, que no es más
que el arte llegado a ese punto extremo de madurez que determinan, con sus
soles oblicuos, las civilizaciones que envejecen: un estilo ingenioso,
complicado, elaborado, lleno de matices y rebuscamientos, que empuja cada vez
más lejos los límites del lenguaje, que se nutre de todos los vocabularios
técnicos, que toma colores de todas las paletas, notas de todos los teclados,
que se empeña en expresar el pensamiento en lo que éste tiene de más inefable y
la forma en sus contornos más vagos y elusivos, que escucha, para traducirlas,
las confidencias sutiles de la neurosis, las confesiones de la pasión ya
envejecida que se deprava y las extrañas alucinaciones de la idea fija que se
va volviendo locura”. Añade: “En cuanto a su verso, éste se caracteriza por un
lenguaje que ya muestra las venas verdosas de la descomposición, el lenguaje
manchado del Imperio Romano tardío, y los complicados refinamientos de la
escuela bizantina, forma última del arte griego caído en la delicuescencia”.
¡Véase cuán perfectamente se adecua la frase la langue faisandée al estilo exótico de Baudelaire!
Sin embargo, manchado como está ese
estilo de vez en cuando, el hombre mismo nunca estuvo manchado:
él, que fue el primero en dar en versos modernos un gusto desconocido a las
sensaciones; él, que pintó el vicio en toda su vergüenza; cuyos versos más
sabrosos están como perfumados por
aromas sutiles; cuyas pintarrajeadas mujeres son bestiales, estériles, cuerpos
sin almas; cuyas Litanies de Satan
tienen esa fría ironía que sólo él poseía en grado sumo, en esas así llamadas
líneas impías que revelan, sea cual sea el disfraz que las cubre, la creencia
del poeta en una superioridad matemática establecida por Dios desde toda
eternidad, la menor infracción a la cual sufre ciertos castigos, tanto en este
mundo como en el próximo.
Puedo imaginar a Baudelaire en sus
horas de terror nocturno, desvelado, en la cama de una mujer venal,
diciéndose a sí mismo estas palabras del Satanás de Marlowe:
“Why, this is Hell, nor am I out of it!”
[¡Vaya, esto es el Infierno, y yo no estoy
fuera de él!]
con acentos de desesperación eterna arrancados de los
labios del Archidemonio. Y el genio de Baudelaire, no puedo abstenerme de
pensarlo, estaba tan dominado como el de Marlowe, para decirlo con palabras de
Lamb, por “vagabundeos por campos a los que la curiosidad tiene prohibido ir,
que se acercan al oscuro abismo lo bastante como para mirar en él”.
ARTHUR SYMONS - Baudelaire (1920)
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara.
II
Certain of these Flowers of Evil are poisonous; some
are grown in the hotbeds of Hell; some have the perfume of a serpentine girl's
skin; some the odour of woman's flesh. Certain spirits are intoxicated by these
accursed flowers, to save themselves from the too much horror of their vices,
from the worse torture of their violated virtues. And a cruel imagination has
fashioned these naked images of the Seven Deadly Sins, eternally regretful of
their first fall; that smile not even in Hell, in whose flames they writhe. One
conceives them there and between the sun and the earth; in the air, carried by
the winds; aware of their infernal inheritance. They surge like demons out of
the Middle Ages; they are incapable of imagining God's justice.
Baudelaire dramatizes these living images of his
spirit and of his imagination, these fabulous creatures of his inspiration,
these macabre ghosts, in a fashion utterly different from that of other
tragedians—Shakespeare, and Aristophanes in his satirical Tragedies, his
lyrical Comedies; yet in the same sense of being the writer where beauty
marries unvirginally the sons of ancient Chaos.
In these pages swarm (in his words) all the
corruptions and all the scepticisms; ignoble criminals without convictions, detestable
hags that gamble, the cats that are like men's mistresses; Harpagon; the
exquisite, barbarous, divine, implacable, mysterious Madonna of the Spanish
style; the old men; the drunkards, the assassins, the lovers (their deaths and
lives); the owls; the vampires whose kisses raise from the grave the corpse of
its own self; the Irremediable that assails its origin: Conscience in Evil!
There is an almost Christ-like poem on his Passion, Le reniement de
Saint-Pierre, an almost Satanic denunciation of God in Abel and
Cain, and with them the Evil Monk, an enigmatical symbol of Baudelaire's
soul, of his work, of all that his eyes love and hate. Certain of these
creatures play in travesties, dance in ballets. For all the Arts are
transformed, transfigured, transplanted out of their natural forms to pass in
magnificent state across the stage: the stage with the abyss of Hell in front
of it.
"Sensualist" (I quote a critic), "but
the most profound of sensualists, and, furious of being no more than that, he
goes, in his sensation, to the extreme limit, to the mysterious gate of
infinity against which he knocks, yet knows not how to open, with rage he
contracts his tongue in the vain effort." Yet centuries before him Dante
entered Hell, traversed it in imagination from its endless beginning to its
endless end; returned to earth to write, for the spirit of Beatrice and for the
world, that Divina Commedia, of which in Verona certain women said:
"Lo, he that strolls to Hell
and back
At will I Behold him, how Hell's reek
Has crisped his beard and singed his cheek."
At will I Behold him, how Hell's reek
Has crisped his beard and singed his cheek."
It is Baudelaire who, in Hell as in earth, finds a
certain Satan in such modern hearts as his; that even modern art has an
essentially demoniacal tendency; that the infernal pact of man increases daily,
as if the Devil whispered in his ear certain sardonic secrets. Here in such
satanic and romantic atmosphere one hears dissonances, the discords of the
instruments in the Sabbats, the howlings of irony, the vengeance of the
vanquished.
I give one sentence of Gautier's on Baudelaire.
"This poet of Les fleurs du mal loved what one wrongly calls the
style of decadence, which is no other thing than the arrival of art at this
extreme point of maturity that determined in their oblique suns the civilizations
that aged: a style ingenious, complicated, learned, full of shades and of
rarities, turning for ever backward the limits of the language, using technical
vocabularies, taking colours from all the palettes, notes from all the
keyboards, striving to render one's thought in what is most ineffable, and form
in its most vague and evasive contours, listening so as to translate them, the
subtle confidences of neurosis, the passionate confessions of ancient passions
in their depravity and the bizarre hallucinations of the fixed idea." He
adds: "In regard to his verse there is the language already veined in the
greenness of decomposition, the tainted language of the later Roman Empire, and
the complicated refinements of the Byzantine School, the last form of Greek art
fallen in delinquencies." See how perfectly the phrase la langue de
faisandée suits the exotic style of Baudelaire!
Yet, tainted as the style is from time to time, never
was the man himself tainted: he who in modern verse gave first of all an
unknown taste to sensations; he who painted vice in all its shame; whose most
savorous verses are perfumed as with subtle aromas; whose women are bestial,
rouged, sterile, bodies without souls; whose Litanies de Satan have
that cold irony which he alone possessed in its extremity, in these so-called
impious lines which reveal, under whatever disguise, his belief in a
mathematical superiority established by God from all eternity, and whose least
infraction is punished by certain chastisements, in this world as in the next.
I can imagine Baudelaire in his hours of nocturnal
terrors, sleepless in a hired woman's bed, saying to himself these words of
Marlowe's Satan:
"Why, this is Hell, nor can I out of it!"
in
accents of eternal despair wrenched from the lips of the Arch Fiend. And the
genius of Baudelaire, I can but think, was as much haunted as Marlowe's with,
in Lamb's words, "a wandering in fields where curiosity is forbidden to
go, approaching the dark gulf near enough to look in."