COLONEL FANTOCK
To Osbert and Sacheverell.
Thus spoke the lady underneath the trees:
I was a member of a family
Whose legend was of hunting — (all the rare
And unattainable brightness of the air) —
A race whose fabled skill in falconry
Was used on the small song-birds and a winged
And blinded Destiny... I think that only
Winged ones know the highest eyrie is so lonely.
There in a land austere and elegant
The castle seemed an arabesque in music;
We moved in an hallucination born
Of silence, which like music gave us lotus
To eat, perfuming lips and our long eyelids
As we trailed over the sad summer grass
Or sat beneath a smooth and mournful tree.
And Time passed, suavely, imperceptibly.
But Dagobert and Peregrine and I
Were children then; we walked like shy gazelles
Among the music of the thin flower-bells.
And life still held some promise — never ask
Of what —, but life seemed less a stranger then
Than ever after in this cold existence.
I always was a little outside life —
And so the things we touch could comfort me;
I loved the shy dreams we could hear and see —,
For I was like one dead, like a small ghost,
A little cold air wandering and lost.
All day within the straw-roofed arabesque
Of the towered castle and the sleepy gardens
wandered
We; those delicate paladins the waves
Told us fantastic legends that we pondered.
And the soft leaves were breasted like a dove,
Crooning old mournful tales of untrue love.
When night came sounding like the growth of
trees,
My great-grandmother bent to say good night,
And the enchanted moonlight seemed transformed
Into the silvery tinkling of an old
And gentle music-box that played a tune
Of Circean enchantments and far seas,
Her voice was lulling like the splash of these.
When she had given me her good-night kiss
There, in her lengthened shadow, I saw this
Old military ghost with mayfly whiskers —
Poor harmless creature, blown by the cold wind,
Boasting of unseen unreal victories
To a harsh unbelieving world unkind —,
For all the battles that this warrior fought
Were with cold poverty and helpless age —
His spoils were shelters from the winter’s rage.
And so for ever through his braggart voice,
Through all that martial trumpet’s sound, his
soul
Wept with a little sound so pitiful,
Knowing that he is outside life for ever
With no one that will warm or comfort him...
He is not even dead, but Death’s buffoon
On a bare stage, a shrunken pantaloon.
His military banner never fell,
Nor his account of victories, the stories
Of old apocryphal misfortunes, glories
Which comforted his heart in later life
When he was the Napoleon of the schoolroom
And all the victories he gained were over
Little boys who would not learn to spell.
All day within the sweet and ancient gardens
He had my childish self for audience —
Whose body flat and strange, whose pale straight
hair
Made me appear as though I had been drowned —
(We all have the remote air of a legend) —
And Dagobert my brother whose large strength,
Great body and grave beauty still reflect
The Angevin dead kings from whom we spring;
And sweet as the young tender winds that stir
In thickest when the earliest flower-bells sing
Upon the boughs, was his just character;
And Peregrine the youngest with a naïve
Shy grace like a faun’s, whose slant eyes seemed
The warm green light beneath eternal boughs.
His hair was like the fronds of feathers, life
In him was changing ever, springing fresh
As the dark songs of birds... the furry warmth
And purring sound of fires was in his voice
Which never failed to warm and comfort me.
And there were haunted summers in Troy Park
When all the stillness budded into leaves;
We listened, like Ophelia drowned in blond
And fluid hair, beneath stag-antlered trees;
Then in the ancient park the country-pleasant
Shadows fell as brown as any pheasant,
And Colonel Fantock seemed like one of these.
Sometimes for comfort in the castle kitchen
He drowsed, where with a sweet and velvet lip
The snapdragons within the fire
Of their red summer never tire.
And Colonel Fantock liked our company.
For us he wandered over each old lie,
Changing the flowering hawthorn full of bees
Into the silver helm of Hercules.
For us defended Troy from the top stair
Outside the nursery, when the calm full moon
Was like the sound within the growth of trees.
But then came one cruel day in deepest June
When pink flowers seemed a sweet Mozartian tune
And Colonel Fantock pondered o’er a book.
A gay voice like a honeysuckle nook —
So sweet — said, “It is Colonel Fantock’s age
Which makes him babble.” ... Blown by winter’s
rage
The poor old man then knew his creeping fate,
The darkening shadow that would take his sight
And hearing; and he thought of his saved pence
Which scarce would rent a grave... that youthful
voice
Was a dark bell which ever clanged “Too late” —
A creeping shadow that would steal from him
Even the little boys who would not spell —
His only prisoners... On that June day
Cold Death had taken his first citadel.
EL CORONEL FANTOCK
A Osbert y Sacheverell.
Debajo de los árboles así habló la
señora:
Yo pertenecía a una familia
cuyas leyendas eran de cacerías (de
todas las extrañas
inalcanzables luminosidades del aire),
a una raza cuya encomiada destreza en
cetrería
se ejercitaba en los pájaros cantores y
en un alado
y ciego destino... yo creo que sólo
los seres alados conocen la soledad de
los más altos nidos.
Allí, en una tierra austera y elegante,
el castillo parecía un arabesco musical;
nos movíamos en alucinaciones nacidas
del silencio, que nos alimentaban como
la música de loto
perfumando nuestros labios y nuestras
largas pestañas
mientras vagábamos por los tristes
pastos del verano
o nos sentábamos debajo de un árbol liso
y quejumbroso.
Pasaba el tiempo, suavemente,
imperceptiblemente.
Pero Dagoberto, Peregrino y yo
éramos entonces niños; nos perdíamos
como tímidas gacelas
entre la música de las finas campánulas.
Y la vida aún conservaba alguna promesa
—no me pregunten
qué promesa—, pues la vida parecía menos
extraña entonces
que después, a lo largo de la fría
existencia.
Yo siempre estaba un poco fuera de la
vida,
las cosas que tocábamos me
reconfortaban;
yo amaba los tímidos sueños que podíamos
oír y ver,
estaba como alguien que está muerto,
como un pequeño fantasma,
apenas como una ráfaga de aire frío,
errante y perdida.
Todo el día dentro de las habitaciones
techadas de arabescos
de las torres del castillo y en el
jardín dormido vagábamos;
y esos delicados paladines, las olas,
nos contaban fantásticas leyendas que
nos seducían.
Las suaves hojas con pechos de palomas
arrullaban antiguos y tristes cuentos de
un falaz amor.
Cuando caía la noche, sonora como el
crecimiento de los árboles,
mi bisabuela se inclinaba para darme las
buenas noches,
y la mágica luz de la luna parecía
transformarse
en el plateado tintineo de una antigua
y suave caja de música con melodías
de encantos circeanos y lejanos mares;
su voz era arrulladora como estos
rumores.
Cuando me daba con un beso las buenas
noches,
allí, en su alargada sombra, yo veía
un viejo fantasma militar con bigotes de
insecto —
pobre e inofensiva criatura, llevada por
el frío viento,
jactándose de invisibles, irreales
victorias
en un áspero y descreído mundo
despiadado —,
pues todas las batallas, este guerrero
las libraba contra la pobreza helada y
la desvalida vejez,
los refugios contra las furias del
invierno eran su único botín.
Y de ese modo para siempre a través de
su voz jactanciosa,
a través de todo ese sonido de marciales
clarines, su alma
lloraba con un sonido lastimero,
sabiendo que estaba fuera de la vida
para siempre
y que nadie acudiría a consolarla...
No estaba ni siquiera muerto, era un
bufón de la muerte
en un escenario desierto, un encogido
arlequín.
Su estandarte militar jamás cayó,
ni los relatos de sus triunfos, ni las
historias
de antiguas y apócrifas desventuras, ni
las glorias
que reanimaron su corazón más tarde en
la vida
cuando fue el Napoleón de las clases
y obtenía todas sus victorias sobre los
niños que no sabían leer.
Todo el día en los dulces y antiguos
jardines
su auditorio era mi infantil persona
cuyo extraño y liso cuerpo, cuyos lacios
cabellos pálidos
me asemejaban a los ahogados —
(todos teníamos el aspecto remoto de una
leyenda) —
y Dagoberto mi hermano cuya gran fuerza
y ancho cuerpo y belleza grave, que aún
refleja
los Angevinos reyes muertos de quienes
descendemos,
cuyo carácter justo era dulce como los
jóvenes
tiernos vientos que estremecen la maleza
cuando las nacientes campánulas cantan
en las ramas;
y Peregrino el más joven con su ingenua
tímida gracia de Fauno, cuyos oblicuos
ojos parecían
la cálida luz verde debajo de eternos
follajes.
Sus cabellos eran como frondas de
plumas, la vida
en él era siempre cambiante, surgía
fresca
como el canto de los pájaros... El calor
de pieles
y el murmullo de llamas en su voz
jamás dejó de abrigarme y de alentarme.
Fantasmas frecuentaban los veranos del
Parque Troya
cuando toda la quietud florecía en
hojas;
escuchábamos como Ofelia anegados en
blondas
y fluidas cabelleras, debajo de árboles
con astas de ciervos;
y en el antiguo parque las amables
campesinas
sombras pardas caían como los faisanes,
y el Coronel Fantock se asemejaba a
ellos.
Algunas veces para su comodidad en la
cocina del castillo
dormitaba, junto al fuego donde el
antirrino
con un dulce y aterciopelado labio
nunca se cansa de su rojo verano.
El Coronel Fantock amaba nuestra
compañía;
para nosotros se demoraba en cada
antigua mentira,
transformando el florecido espino
cubierto de abejas,
en el plateado yelmo de Hércules,
para nosotros defendía Troya subido en
la escalera
lejos del cuarto de juguetes, cuando la
luna en calma
era como el sonido del crecimiento de
los árboles.
Mas sobrevino un día cruel en pleno
junio,
cuando juntar flores rosadas parecía una
armonía mozartiana,
y el Coronel Fantock meditaba sobre un
libro.
Una voz alegre como una gruta de
madreselvas —
muy dulce — dijo: “Es la vejez del
Coronel Fantock,
que lo hace balbucear”. ... Llevado por
las furias del invierno
el pobre anciano conoció entonces su
furtivo destino,
la oscurecida sombra que le robaría la
vista
y el oído; y pensó en las monedas
ahorradas
que apenas le pagarían una tumba... Esa
voz juvenil
era una oscura campana invariable
“demasiado tarde” —
una sombra que arrastrándose le robaría
hasta los niños que no sabían escribir,
sus únicos prisioneros... En ese día de
junio
la fría muerte tomó su primera
ciudadela.
Traducción de SILVINA OCAMPO.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.