sábado, 8 de mayo de 2021

Albert Camus y Julio Cortázar: El artista es el testigo de la libertad

EL ARTISTA ES EL TESTIGO DE LA LIBERTAD

Alocución pronunciada en la sala Pleyel, en noviembre de 1948, durante una reunión internacional de escritores. 

Estamos en un tiempo en que los hombres, empujados por mediocres y feroces ideologías, se acostumbran a tener vergüenza de todo. Vergüenza de sí mismos, vergüenza de ser felices, de amar o de crear. Un tiempo en el que Racine se sonrojaría de Berenice mientras Rembrandt, para hacerse perdonar el haber pintado La Ronda Nocturna, correría a inscribirse en el comité de la esquina. Los escritores y los artistas actuales tienen enfermiza la conciencia, y entre nosotros está de moda hacer que se excuse nuestro oficio. Por cierto que se pone bastante celo en ayudarnos. De todos los ángulos de nuestra sociedad política se alza un clamor que nos concierne y que nos conmina a justificamos. Es preciso que nos justifiquemos de ser inútiles a la vez que de servir, por nuestra misma inutilidad, a malas causas. Y cuando contestamos que es muy difícil descargarse de acusaciones tan contradictorias, se nos dice que es imposible justificarse a ojos de todos, pero que podemos lograr el generoso perdón de algunos tomando su partido, que si va uno a creerles es por lo demás el único verdadero. Cuando este tipo de argumento fracasa, se dice entonces al artista: "Vea la miseria del mundo. ¿Qué hace usted por ella?” Ante esta cínica extorsión, el artista podría contestar: ‘‘¿La miseria del mundo? No le agrego nada. ¿Quién de entre ustedes puede decir lo mismo?” Pero no es menos cierto que ninguno de nosotros, si tiene alguna exigencia, puede permanecer indiferente al llamado que asciende de una humanidad desesperada. Es preciso, pues, sentirse culpable a todo trance. Henos aquí arrastrados al confesonario laico, el peor de todos.

Y sin embargo, la cosa no es tan sencilla. La elección que nos piden no depende de ella misma; está determinada por otras elecciones hechas anteriormente. Y la primera elección que hace un artista es precisamente la de ser un artista. Y si ha elegido ser un artista, lo ha hecho en consideración a lo que él mismo es, y a causa de una cierta idea que se hace del arte. Y si tales razones le han parecido bastante buenas para justificar su elección, hay posibilidades de que continúen siendo lo bastante buenas para ayudarlo a definir su posición frente a la historia. Por lo menos es lo que yo pienso; y esta noche quisiera singularizarme un tanto poniendo el acento —puesto que hablamos aquí libremente y a título individual—, no sobre una conciencia culpable que no tengo, sino sobre los dos sentimientos que frente a la miseria del mundo, y a causa de ella precisamente, experimento con relación a nuestro oficio: quiero decir la gratitud y el orgullo. Ya que es preciso justificarse, quisiera decir por qué se está justificado al ejercer, dentro de los límites de nuestras fuerzas y nuestros talentos, un oficio que, en medio de un mundo reseco por el odio, nos permite a cada uno decir tranquilamente que no es el enemigo mortal de nadie. Pero esto pide ser explicado y yo no puedo hacerlo sin hablar un poco del mundo en que vivimos, y de aquello que nosotros, artistas y escritores, estamos consagrados a hacer en él.

El mundo que nos circunda está sumido en la desgracia, y se nos pide que hagamos algo por cambiarlo. Pero ¿cuál es esa desgracia? A primera vista se define sencillamente: se ha matado mucho en el mundo durante los últimos años, y algunos prevén que se volverá a matar. Un número tan grande de muertos acaba por tornar pesada la atmósfera. Naturalmente, no es cosa nueva. La historia oficial fue siempre la historia de los grandes asesinos. Y no es de hoy que Caín mata a Abel. Pero sí es de hoy que Caín mata a Abel en nombre de la lógica, y reclama luego la Legión de Honor. Tomaré un ejemplo para que se me comprenda mejor.

Durante las grandes huelgas de noviembre de 1947, los diarios anunciaron que el verdugo de París, M. Desfourneau, suspendería también su trabajo. A mi entender, no se reparó suficientemente en esta decisión de nuestro compatriota. Sus reivindicaciones eran precisas. Exigía, naturalmente, una prima por cada ejecución, lo que es natural en todo convenio. Pero sobre todo reclamaba enérgicamente la categoría de jefe administrativo. En efecto, quería recibir del Estado, a quien tenía conciencia de servir bien, la única consagración, el único honor tangible que una nación moderna puede ofrecer a sus buenos servidores; quiero decir, una categoría administrativa. Así se extinguía, bajo el peso de la historia, una de nuestras últimas profesiones liberales. Se apagaba, lo repito, bajo el peso de la historia. En los tiempos bárbaros, una aureola terrible mantenía al verdugo apartado del mundo. Su oficio lo hacía aquel que atenta contra el misterio de la vida y de la carne. Era y se sabía un objeto de horror. Y ese horror consagraba al mismo tiempo el precio de la vida humana. Hoy, el verdugo es tan sólo un objeto de pudor. Y en estas condiciones encuentro que tiene razón en no querer seguir siendo el pariente pobre al que se deja en la cocina porque no tiene las uñas limpias. En una civilización donde el asesinato y la violencia son ya doctrinas y están en camino de convertirse en instituciones, los verdugos tienen pleno derecho a entrar en los cuadros administrativos. A decir verdad, los franceses vivimos un poco retrasados. Aquí y allá en el mundo, los ejecutores están ya instalados en los sillones ministeriales. Solamente que han reemplazado el hacha por el sello de goma.

Cuando la muerte llega a ser asunto de estadísticas y administración, es que en verdad los asuntos del mundo no caminan. Pero si la muerte llega a ser abstracta, es que la vida lo es también. Y la vida de cada uno no puede ser sino abstracta a partir del momento en que se osa plegarla a una ideología. La desgracia es que estamos en el tiempo de las ideologías y de las ideologías totalitarias, es decir lo bastante seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su pequeña verdad, para no ver la salvación del mundo más que en su propia dominación. Y querer dominar a alguien o alguna cosa es desear la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien. Basta, para comprobarlo, mirar en torno nuestro.

No hay vida sin diálogo. Y el diálogo ha sido reemplazado hoy por la polémica en la mayor parte del mundo. El siglo XX es el siglo de la polémica y el insulto. Entre las naciones y los individuos, al nivel mismo de las disciplinas antaño desinteresadas, ocupan el lugar que tenía tradicionalmente el diálogo reflexivo. Millares de voces, día y noche, prosiguiendo cada una por su lado un tumultuoso monólogo, vuelcan sobre los pueblos un torrente de palabras mistificadoras, ataques, defensas, exaltaciones. Pero ¿cuál es el mecanismo de la polémica? Consiste en considerar al adversario como enemigo, y por consiguiente simplificarlo y rehusarse a verlo. Cuando insulto a alguien, no sé ya el color de sus ojos, ni si se pone a sonreír, ni cómo lo hace. Vueltos casi ciegos por obra de la polémica, ya no vivimos entre hombres sino en un mundo de siluetas.

No hay vida sin persuasión. Y la historia actual sólo conoce la intimidación. Los hombres viven y sólo pueden vivir basándose en la idea de que tienen algo en común donde es siempre posible encontrarse. Pero hemos descubierto esto: hay hombres a quienes no se persuade. A una víctima de los campos de concentración le era y le es imposible explicar a quienes la envilecen que no deben hacerlo. Porque estos últimos no representan ya a los hombres sino a una idea, alzada a la temperatura de la más inflexible de las voluntades. Quien quiere dominar está sordo. Frente a él hay que batirse o morir. Es por eso que los hombres de hoy viven bajo el terror. En el Libro de los Muertos se lee que para merecer el perdón, el egipcio justo debía poder decir: ‘‘No he causado miedo a nadie”. En estas condiciones y en el día del juicio final, vanamente se buscará a nuestros grandes contemporáneos en la fila de los bienaventurados.

¿Qué hay de asombroso en que estas siluetas, de ahora en adelante sordas y ciegas, aterrorizadas, alimentadas a tickets, y cuya entera vida se resume en una ficha policial, puedan ser luego tratadas como abstracciones anónimas? Resulta interesante comprobar que los regímenes surgidos de estas ideologías son precisamente aquellos que, por sistema, proceden al desarraigamiento de las poblaciones, paseándolas por la superficie de Europa como símbolos exangües que sólo adquieren vida irrisoria en las cifras de las estadísticas. Desde que estas hermosas filosofías entraron en la historia, enormes masas de hombres, en las que sin embargo cada uno tenía antaño una manera de dar la mano, son sepultadas definitivamente bajo las dos iniciales de las personas desplazadas, que un mundo sumamente lógico ha inventado para ellas.

Sí, todo eso es lógico. Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría, no hay otro camino que el de tornar ese mundo tan descarnado, ciego y sordo como la teoría misma. No hay otro camino que el de cortar las raíces que unen al hombre con la vida y la naturaleza. No es por azar que en la gran literatura europea desde Dostoievski no se encuentran paisajes. No es por azar que, en vez de interesarse por los matices del corazón y las verdades del amor, los libros significativos de hoy sólo se apasionan por los jueces, los procesos y la mecánica de las acusaciones: que en vez de abrir las ventanas a la belleza del mundo, se las cierra con cuidado para la angustia de los solitarios. No es por azar que el filósofo que inspira hoy todo el pensamiento europeo es aquel para quien sólo la ciudad moderna permite al espíritu tomar conciencia de sí mismo, y que llegó hasta a decir que la naturaleza es abstracta y sólo la razón concreta. Tal el punto de vista de Hegel, y tal el punto de partida de una inmensa aventura de la inteligencia, aquella que acaba por matarlo todo. En el gran espectáculo de la naturaleza, estos espíritus embriagados ya sólo se ven a sí mismos. Es la ceguera final.

¿Por qué ir más allá? Quienes conocen las ciudades europeas destruidas saben de lo que hablo. Sus ruinas ofrecen la imagen de este mundo descarnado, extenuado de orgullo, donde a lo largo de un monótono apocalipsis vagan fantasmas en busca de una perdida amistad con la naturaleza y con los seres. El gran drama del hombre de Occidente está en que entre él y su devenir histórico no se interponen más las fuerzas de la naturaleza ni las de la amistad. Cortadas sus raíces, resecos sus brazos, se confunde ya con las horcas que le están prometidas. Pero al menos, llegados a ese colmo de extravío, nada debe impedirnos denunciar el engaño de este siglo que finge correr tras el imperio de la razón mientras busca tan sólo las razones de amor que ha perdido. Y nuestros escritores, que lo saben bien, acaban por adherir a ese desventurado y descarnado sucedáneo del amor, que se llama la moral. Los hombres de hoy pueden quizá dominarlo todo en sí mismos, y tal es su grandeza. Pero hay al menos una cosa que la mayoría no podrá volver a encontrar nunca: la fuerza de amor que les ha sido quitada. He ahí por qué tienen vergüenza. Y es bien justo que los artistas compartan esta vergüenza puesto que contribuyen a ella. Pero que al menos sepan decir que tienen vergüenza de sí mismos y no de su oficio.

Porque todo lo que constituye la dignidad del arte se opone a semejante mundo y lo recusa. Por el solo hecho de existir, la obra de arte niega las conquistas de la ideología. Uno de los sentidos de la historia de mañana es la lucha, ya iniciada, entre los conquistadores y los artistas. Ambos, sin embargo, se proponen el mismo fin. La acción política y la creación son las dos caras de una misma rebelión contra los desórdenes del mundo. En ambos casos se quiere dar al mundo su unidad. Y durante mucho tiempo la causa del artista y la del novador político han sido confundidas. La ambición de Bonaparte es la misma que la de Goethe. Pero Bonaparte nos dejó el tambor en los liceos, y Goethe las Elegías Romanas. Y desde que intervinieron las ideologías de la eficacia apoyadas en la técnica, desde que, por un sutil movimiento, el revolucionario llegó a ser conquistador, las dos corrientes de pensamiento divergieron. Pues lo que busca el conquistador de izquierda o derecha no es la unidad, que representa ante todo la armonía de los contrarios, sino la totalidad, que es el aplastamiento de las diferencias. El artista distingue allí donde el conquistador nivela. El artista que vive y crea al nivel de la carne y de la pasión, sabe que nada es simple y que lo otro existe. El conquistador quiere que lo otro no exista; su mundo es un mundo de amos y esclavos, este mismo en que vivimos. El mundo del artista es el del debate vivo, el de la comprensión. No conozco una sola gran obra que se haya edificado solamente sobre el odio, mientras que conocemos los imperios del odio. En un tiempo en que el conquistador, por la lógica misma de su actitud, se convierte en ejecutor y policía, el artista está forzado a ser refractario. Frente a la sociedad política contemporánea, la única actitud coherente del artista —o de lo contrario tiene que renunciar al arte— es la repulsa sin concesión. Aun cuando lo quisiera, no puede ser cómplice de aquellos que emplean el lenguaje o los medios de las ideologías contemporáneas.

He ahí por qué es vano e irrisorio pedirnos justificación y compromiso. El artista es por su función misma el testigo de la libertad, y es ésta una justificación que suele pagar cara. Está comprometido por su función en el más inextricable espesor de la historia, ahí donde se ahoga la carne misma del hombre. Siendo como es el mundo, estamos comprometidos en él, pase lo que pase, y somos por naturaleza los enemigos de los ídolos abstractos que en él triunfan hoy en día, sean nacionales o partidarios. Y no lo somos en nombre de la moral y la virtud, como se busca hacer creer por un engaño suplementario. No somos virtuosos. Con ver el aire antropométrico que toma la virtud en nuestros reformadores, no hay por qué lamentarlo. Es en nombre de la pasión del hombre por aquello que hay de único en el hombre, que rechazaremos siempre esas empresas que se cubren con lo que hay de más miserable en la razón.

Pero esto define al mismo tiempo nuestra solidaridad. Puesto que debemos defender el derecho de cada uno a la soledad, nunca más volveremos a ser solitarios. Estamos uno al lado del otro, no podemos trabajar completamente solos. Tolstoi pudo escribir la más grande novela de todas las literaturas acerca de una guerra que no había hecho. Nuestras guerras no nos dejan tiempo para escribir nada que no sean ellas mismas y, en el mismo momento, matan a Péguy y a millares de jóvenes poetas. He ahí por qué, superando nuestras diferencias que pueden ser grandes, encuentro que la reunión de estos hombres, esta noche, tiene un sentido. Más allá de las fronteras, sin saberlo a veces, trabajan juntos en los mil rostros de una misma obra que se levantará frente a la creación totalitaria. Juntos, sí, y con ellos esos millares de hombres que intentan alzar las formas silenciosas de sus creaciones en el tumulto de las ciudades. Y con ellos, también, los que no están aquí y que por la fuerza de las cosas se nos reunirán un día. Y aquellos otros que creen poder trabajar para la ideología totalitaria con los medios de su arte, siendo que en el seno mismo de su obra la potencia del arte hace estallar la propaganda, reivindica esa unidad de la que son los verdaderos servidores, y los señala a nuestra fraternidad forzosa a la vez que a la desconfianza de aquellos que los emplean provisoriamente.

Los verdaderos artistas no hacen buenos vencedores políticos, puesto que son incapaces de aceptar con ligereza la muerte del adversario. Están del lado de la vida, no del de la muerte. Son los testigos de la carne, no los de la ley. Su vocación los condena a abarcar aquello mismo que les es enemigo. Esto no significa, muy por el contrario, que sean incapaces de juzgar del bien y del mal. Mas su aptitud para vivir la vida ajena les permite reconocer, frente al peor criminal, la constante justificación de los hombres, que es el dolor. He ahí lo que nos impedirá siempre pronunciar la sentencia absoluta y, por consiguiente, ratificar el castigo absoluto. En el mundo de la condena de muerte, los artistas dan testimonio de aquello que se rehúsa a morir en el hombre. ¡Enemigo de nadie, salvo de los verdugos! Y es esto lo que los señalará siempre, eternos Girondinos, a las amenazas y a los golpes de nuestros Montañeses con mangas de lustrina. Después de todo, y por su incomodidad misma, esta mala posición constituye su grandeza. Un día vendrá en que todos lo reconocerán y, respetuosos de nuestras diferencias, los más legítimos de entre los nuestros dejarán de desgarrarse como lo hacen. Reconocerán que su más profunda vocación es la de defender hasta el límite el derecho de sus adversarios a no estar de acuerdo con ellos. Proclamarán, según su condición, que más vale equivocarse sin asesinar a nadie y dejando hablar a los otros, que tener razón en medio del silencio y los cadáveres. Tratarán de demostrar que si las revoluciones pueden triunfar por la violencia, sólo pueden mantenerse por el diálogo. V sabrán entonces que esta singular vocación les crea la más conmovedora de las fraternidades, la de los combates dudosos y las grandezas amenazadas, la que, a través de todas las edades de la inteligencia, no ha cesado jamás de combatir para afirmar contra las abstracciones de la historia aquello que excede toda historia, y que es la carne, sea sufriente o sea dichosa. Toda la Europa de hoy, alzada en su soberbia, les grita que esta empresa es irrisoria y vana. Pero todos nosotros estamos en el mundo para demostrar lo contrario. 

ALBERT CAMUS

Traducción de JULIO CORTÁZAR

Revista Sur nº 178. Buenos Aires, agosto de 1949 


L'ARTISTE EST LE TÉMOIN DE LA LIBERTÉ 

Nous sommes dans un temps où les hommes, poussés par de médiocres et féroces idéologies, s’habituent à avoir honte de tout. Honte d’eux-mêmes, honte d’être heureux, d’aimer ou de créer. Un temps où Racine rougirait deBérénice et où Rembrandt, pour se faire pardonner d’avoir peint la Ronde de nuit, courrait s’inscrire à la permanence du coin. Les écrivains et les artistes d’aujourd’hui ont ainsi la conscience souffreteuse et il est de mode parmi nous de faire excuser notre métier. À la vérité, on met quelque zèle à nous y aider. De tous les coins de notre société politique, un grand cri s’élève à notre adresse et qui nous enjoint de nous justifier. Il faut nous justifier d’être inutiles en même temps que de servir, par notre inutilité même, de vilaines causes. Et quand nous répondons qu’il est bien difficile de se laver d’accusations aussi contradictoires, on nous dit qu’il n’est pas possible de se justifier aux yeux de tous, mais que nous pouvons obtenir le généreux pardon de quelques-uns, en prenant leur parti, qui est le seul vrai d’ailleurs si on les en croit. Si ce genre d’argument fait long feu, on dit encore à l’artiste : « Voyez la misère du monde. Que faites-vous pour elle ? » À ce chantage cynique, l’artiste pourrait répondre : « La misère du monde ? Je n’y ajoute pas. Qui parmi vous peut en dire autant ? » Mais il n’en reste pas moins vrai qu’aucun d’entre nous, s’il a de l’exigence, ne peut rester indifférent à l’appel qui monte d’une humanité désespérée. Il faut donc se sentir coupable, à toute force. Nous voilà traînés au confessionnal laïque, le pire de tous.

Et pourtant ce n’est pas si simple. Le choix qu’on nous demande de faire ne va pas de lui-même ; il est déterminé par d’autres choix, faits antérieurement. Et le premier choix que fait un artiste, c’est précisément d’être un artiste. Et s’il a choisi d’être un artiste, c’est en considération de ce qu’il est lui-même et à cause d’une certaine idée qu’il se fait de l’art. Et si ces raisons lui ont paru assez bonnes pour justifier son choix, il y a des chances pour qu’elles continuent d’être assez bonnes pour l’aider à définir sa position vis-à-vis de l’histoire. C’est là du moins ce que je pense et je voudrais me singulariser un peu, ce soir, en mettant l’accent, puisque nous parlons ici librement, à titre individuel, non sur une mauvaise conscience, que je n’éprouve pas, mais sur les deux sentiments qu’en face et à cause même de la misère du monde, je nourris à l’égard de notre métier, c’est-à-dire la reconnaissance et la fierté. Puisqu’il faut se justifier, je voudrais dire pourquoi il y a une justification à exercer, dans les limites de nos forces et de nos talents, un métier qui, au milieu d’un monde desséché par la haine, permet à chacun de nous de dire tranquillement qu’il n’est l’ennemi mortel de personne. Mais ceci demande à être expliqué et je ne puis le faire qu’en parlant un peu du monde où nous vivons, et de ce que nous autres, artistes et écrivains, sommes voués à y faire.

 

Le monde autour de nous est dans le malheur et on nous demande de faire quelque chose pour le changer. Mais quel est ce malheur ? À première vue, il se définit simplement : on a beaucoup tué dans le monde ces dernières années et quelques-uns prévoient qu’on tuera encore. Un si grand nombre de morts, ça finit par alourdir l’atmosphère. Naturellement, ce n’est pas nouveau. L’histoire officielle a toujours été l’histoire des grands meurtriers. Et ce n’est pas d’aujourd’hui que Caïn tue Abel. Mais c’est aujourd’hui que Caïn tue Abel au nom de la logique et réclame ensuite la Légion d’honneur. Je prendrai un exemple pour me faire mieux comprendre.

Pendant les grandes grèves de novembre 1947, les journaux annoncèrent que le bourreau de Paris cesserait aussi son travail. On n’a pas assez remarqué, à mon sens, cette décision de notre compatriote. Ses revendications étaient nettes. Il demandait naturellement une prime pour chaque exécution, ce qui est dans la règle de toute entreprise. Mais, surtout, il réclamait avec force le statut de chef de bureau. Il voulait en effet recevoir de l’État, qu’il avait conscience de bien servir, la seule consécration, le seul honneur tangible, qu’une nation moderne puisse offrir à ses bons serviteurs, je veux dire un statut administratif. Ainsi s’éteignait, sous le poids de l’histoire, une de nos dernières professions libérales. Car c’est bien sous le poids de l’histoire, en effet. Dans les temps barbares, une auréole terrible tenait à l’écart du monde le bourreau. Il était celui qui, par métier, attente au mystère de la vie et de la chair. Il était et il se savait un objet d’horreur. Et cette horreur consacrait en même temps le prix de la vie humaine. Aujourd’hui, il est seulement un objet de pudeur. Et je trouve dans ces conditions qu’il a raison de ne plus vouloir être le parent pauvre qu’on garde à la cuisine parce qu’il n’a pas les ongles nets. Dans une civilisation où le meurtre et la violence sont déjà des doctrines et sont en passe de devenir des institutions, les bourreaux ont tout à fait le droit d’entrer dans les cadres administratifs. À vrai dire, nous autres Français sommes un peu en retard. Un peu partout dans le monde, les exécuteurs sont déjà installés dans les fauteuils ministériels. Ils ont seulement remplacé la hache par le tampon à encre.

Quand la mort devient affaire de statistiques et d’administration, c’est en effet que les affaires du monde ne vont pas. Mais si la mort devient abstraite, c’est que la vie l’est aussi. Et la vie de chacun ne peut pas être autrement qu’abstraite à partir du moment où on s’avise de la plier à une idéologie. Le malheur est que nous sommes au temps des idéologies et des idéologies totalitaires, c’est-à-dire assez sûres d’elles-mêmes, de leur raison imbécile ou de leur courte vérité, pour ne voir le salut du monde que dans leur propre domination. Et vouloir dominer quelqu’un ou quelque chose, c’est souhaiter la stérilité, le silence ou la mort de ce quelqu’un. Il suffit, pour le constater, de regarder autour de nous.

Il n’y a pas de vie sans dialogue. Et sur la plus grande partie du monde, le dialogue est remplacé aujourd’hui par la polémique. Le XXe siècle est le siècle de la polémique et de l’insulte. Elle tient, entre les nations et les individus, et au niveau même des disciplines autrefois désintéressées, la place que tenait traditionnellement le dialogue réfléchi. Des milliers de voix, jour et nuit, poursuivant chacune de son côté un tumultueux monologue, déversent sur les peuples un torrent de paroles mystificatrices, attaques, défenses, exaltations. Mais quel est le mécanisme de la polémique ? Elle consiste à considérer l’adversaire en ennemi, à le simplifier par conséquent et à refuser de le voir. Celui que j’insulte, je ne connais plus la couleur de son regard, ni s’il lui arrive de sourire et de quelle manière. Devenus aux trois quarts aveugles par la grâce de la polémique, nous ne vivons plus parmi des hommes, mais dans un monde de silhouettes.

Il n’y a pas de vie sans persuasion. Et l’histoire d’aujourd’hui ne connaît que l’intimidation. Les hommes vivent et ne peuvent vivre que sur l’idée qu’ils ont quelque chose en commun où ils peuvent toujours se retrouver. Mais nous avons découvert ceci : il y a des hommes qu’on ne persuade pas. Il était et il est impossible à une victime des camps de concentration d’expliquer à ceux qui l’avilissent qu’ils ne doivent pas le faire. C’est que ces derniers ne représentent plus des hommes, mais une idée, portée à la température de la plus inflexible des volontés. Celui qui veut dominer est sourd. En face de lui, il faut se battre ou mourir. C’est pourquoi les hommes d’aujourd’hui vivent dans la terreur. Dans le Livre des morts, on lit que le juste égyptien pour mériter son pardon devait pouvoir dire : « Je n’ai causé de peur à personne. » Dans ces conditions, on cherchera en vain nos grands contemporains, le jour du jugement dernier, dans la file des bienheureux.

Quoi d’étonnant à ce que ces silhouettes, désormais sourdes et aveugles, terrorisées, nourries de tickets, et dont la vie entière se résume dans une fiche de police, puissent être ensuite traitées comme des abstractions anonymes. Il est intéressant de constater que les régimes qui sont issus de ces idéologies sont précisément ceux qui, par système, procèdent au déracinement des populations, les promenant à la surface de l’Europe comme des symboles exsangues qui ne prennent une vie dérisoire que dans les chiffres des statistiques. Depuis que ces belles philosophies sont entrées dans l’histoire, d’énormes masses d’hommes, dont chacun pourtant avait autrefois une manière de serrer la main, sont définitivement ensevelies sous les deux initiales des personnes déplacées, qu’un monde très logique a inventées pour elles.

Oui, tout cela est logique. Quand on veut unifier le monde entier au nom d’une théorie, il n’est pas d’autres voies que de rendre ce monde aussi décharné, aveugle et sourd que la théorie elle-même. Il n’est pas d’autres voies que de couper les racines mêmes qui attachent l’homme à la vie et à la nature. Et ce n’est pas un hasard si l’on ne trouve pas de paysages dans la grande littérature européenne depuis Dostoïevski. Ce n’est pas un hasard si les livres significatifs d’aujourd’hui, au lieu de s’intéresser aux nuances du cœur et aux vérités de l’amour, ne se passionnent que pour les juges, les procès et la mécanique des accusations, si au lieu d’ouvrir les fenêtres sur la beauté du monde, on les y referme avec soin sur l’angoisse des solitaires. Ce n’est pas un hasard si le philosophe qui inspire aujourd’hui toute la pensée européenne est celui qui a écrit que seule la ville moderne permet à l’esprit de prendre conscience de lui-même et qui est allé jusqu’à dire que la nature est abstraite et que la raison seule est concrète. C’est le point de vue de Hegel, en effet, et c’est le point de départ d’une immense aventure de l’intelligence, celle qui finit par tuer toutes choses. Dans le grand spectacle de la nature, ces esprits ivres ne voient plus rien qu’eux-mêmes. C’est l’aveuglement dernier.

Pourquoi aller plus loin ? Ceux qui connaissent les villes détruites de l’Europe savent ce dont je parle. Elles offrent l’image de ce monde décharné, efflanqué d’orgueil, où le long d’une monotone apocalypse, des fantômes errent à la recherche d’une amitié perdue, avec la nature et avec les êtres. Le grand drame de l’homme d’Occident, c’est qu’entre lui et son devenir historique, ne s’interposent plus ni les forces de la nature ni celles de l’amitié. Ses racines coupées, ses bras desséchés, il se confond déjà avec les potences qui lui sont promises. Mais du moins, arrivé à ce comble de déraison, rien ne doit nous empêcher de dénoncer la duperie de ce siècle qui fait mine de courir après l’empire de la raison, alors qu’il ne cherche que les raisons d’aimer qu’il a perdues. Et nos écrivains le savent bien qui finissent tous par se réclamer de ce succédané malheureux et décharné de l’amour, qui s’appelle la morale. Les hommes d’aujourd’hui peuvent peut-être tout maîtriser en eux, et c’est leur grandeur. Mais il est au moins une chose que la plupart d’entre eux ne pourront jamais retrouver, c’est la force d’amour qui leur a été enlevée. Voilà pourquoi ils ont honte, en effet. Et il est bien juste que les artistes partagent cette honte puisqu’ils y ont contribué. Mais qu’ils sachent dire au moins qu’ils ont honte d’eux-mêmes et non pas de leur métier.

 

Car tout ce qui fait la dignité de l’art s’oppose à un tel monde et le récuse. L’œuvre d’art, par le seul fait qu’elle existe, nie les conquêtes de l’idéologie. Un des sens de l’histoire de demain est la lutte, déjà commencée, entre les conquérants et les artistes. Tous deux se proposent pourtant la même fin. L’action politique et la création sont les deux faces d’une même révolte contre les désordres du monde. Dans les deux cas, on veut donner au monde son unité. Et longtemps la cause de l’artiste et celle du novateur politique ont été confondues. L’ambition de Bonaparte est la même que celle de Goethe. Mais Bonaparte nous a laissé le tambour dans les lycées et Goethe les Élégies romaines. Mais depuis que les idéologies de l’efficacité, appuyées sur la technique, sont intervenues, depuis que par un subtil mouvement, le révolutionnaire est devenu conquérant, les deux courants de pensée divergent. Car ce que cherche le conquérant de droite ou de gauche, ce n’est pas l’unité qui est avant tout l’harmonie des contraires, c’est la totalité, qui est l’écrasement des différences. L’artiste distingue là où le conquérant nivelle. L’artiste qui vit et crée au niveau de la chair et de la passion, sait que rien n’est simple et que l’autre existe. Le conquérant veut que l’autre n’existe pas, son monde est un monde de maîtres et d’esclaves, celui-là même où nous vivons. Le monde de l’artiste est celui de la contestation vivante et de la compréhension. Je ne connais pas une seule grande œuvre qui se soit édifiée sur la seule haine, alors que nous connaissons les empires de la haine. Dans un temps où le conquérant, par la logique même de son attitude, devient exécuteur et policier, l’artiste est forcé d’être réfractaire. En face de la société politique contemporaine, la seule attitude cohérente de l’artiste, ou alors il lui faut renoncer à l’art, c’est le refus sans concession. Il ne peut être, quand même il le voudrait, complice de ceux qui emploient le langage ou les moyens des idéologies contemporaines.

Voilà pourquoi il est vain et dérisoire de nous demander justification et engagement. Engagés, nous le sommes, quoique involontairement. Et, pour finir, ce n’est pas le combat qui fait de nous des artistes, mais l’art qui nous contraint à être des combattants. Par sa fonction même, l’artiste est le témoin de la liberté, et c’est une justification qu’il lui arrive de payer cher. Par sa fonction même, il est engagé dans la plus inextricable épaisseur de l’histoire, celle où étouffe la chair même de l’homme. Le monde étant ce qu’il est, nous y sommes engagés quoi que nous en ayons, et nous sommes par nature les ennemis des idoles abstraites qui y triomphent aujourd’hui, qu’elles soient nationales ou partisanes. Non pas au nom de la morale et de la vertu, comme on essaie de le faire croire, par une duperie supplémentaire. Nous ne sommes pas des vertueux. Et à voir l’air anthropométrique que prend la vertu chez nos réformateurs, il n’y a pas à le regretter. C’est au nom de la passion de l’homme pour ce qu’il y a d’unique en l’homme, que nous refuserons toujours ces entreprises qui se couvrent de ce qu’il y a de plus misérable dans la raison.

Mais ceci définit en même temps notre solidarité à tous. C’est parce que nous avons à défendre le droit à la solitude de chacun que nous ne serons plus jamais des solitaires. Nous sommes pressés, nous ne pouvons pas œuvrer tout seuls. Tolstoï a pu écrire, lui, sur une guerre qu’il n’avait pas faite, le plus grand roman de toutes les littératures. Nos guerres à nous ne nous laissent le temps d’écrire sur rien d’autre que sur elles-mêmes et, dans le même moment, elles tuent Péguy et des milliers de jeunes poètes. Voilà pourquoi je trouve, par-dessus nos différences qui peuvent être grandes, que la réunion de ces hommes, ce soir, a du sens. Au-delà des frontières, quelquefois sans le savoir, ils travaillent ensemble aux mille visages d’une même œuvre qui s’élèvera face à la création totalitaire. Tous ensemble, oui, et avec eux, ces milliers d’hommes qui tentent de dresser les formes silencieuses de leurs créations dans le tumulte des cités. Et avec eux, ceux-là mêmes qui ne sont pas ici et qui par la force des choses nous rejoindront un jour. Et ces autres aussi qui croient pouvoir travailler pour l’idéologie totalitaire par les moyens de leur art, alors que dans le sein même de leur œuvre la puissance de l’art fait éclater la propagande, revendique l’unité dont ils sont les vrais serviteurs, et les désigne à notre fraternité forcée en même temps qu’à la méfiance de ceux qui les emploient provisoirement.

Les vrais artistes ne font pas de bons vainqueurs politiques, car ils sont incapables d’accepter légèrement, ah, je le sais bien, la mort de l’adversaire ! Ils sont du côté de la vie, non de la mort. Ils sont les témoins de la chair, non de la loi. Par leur vocation, ils sont condamnés à la compréhension de cela même qui leur est ennemi. Cela ne signifie pas, au contraire, qu’ils soient incapables de juger du bien et du mal. Mais, chez le pire criminel, leur aptitude à vivre la vie d’autrui leur permet de reconnaître la constante justification des hommes, qui est la douleur. Voilà ce qui nous empêchera toujours de prononcer le jugement absolu et, par conséquent, de ratifier le châtiment absolu. Dans le monde de la condamnation à mort qui est le nôtre, les artistes témoignent pour ce qui dans l’homme refuse de mourir. Ennemis de personne, sinon des bourreaux ! Et c’est ce qui les désignera toujours, éternels girondins, aux menaces et aux coups de nos montagnards en manchettes de lustrine. Après tout, cette mauvaise position, par son incommodité même, fait leur grandeur. Un jour viendra où tous le reconnaîtront, et, respectueux de nos différences, les plus valables d’entre nous cesseront alors de se déchirer comme ils le font. Ils reconnaîtront que leur vocation la plus profonde est de défendre jusqu’au bout le droit de leurs adversaires à n’être pas de leur avis. Ils proclameront, selon leur état, qu’il vaut mieux se tromper sans assassiner personne et en laissant parler les autres que d’avoir raison au milieu du silence et des charniers. Ils essaieront de démontrer que si les révolutions peuvent réussir par la violence, elles ne peuvent se maintenir que par le dialogue. Et ils sauront alors que cette singulière vocation leur crée la plus bouleversante des fraternités, celle des combats douteux et des grandeurs menacées, celle qui, à travers tous les âges de l’intelligence, n’a jamais cessé de lutter pour affirmer contre les abstractions de l’histoire ce qui dépasse toute histoire, et qui est la chair, qu’elle soit souffrante ou qu’elle soit heureuse. Toute l’Europe d’aujourd’hui, dressée dans sa superbe, leur crie que cette entreprise est dérisoire et vaine. Mais nous sommes tous au monde pour démontrer le contraire.

 

Fin 1947, David Rousset, Jean-Paul Sartre et Georges Altman, entre autres, créent le Rassemblement démocratique révolutionnaire (RDR), mouvement politique proposant une troisième voie alternative à la division de la gauche entre le bloc atlantiste et le bloc soviétique. Sans en être membre, Camus est un sympathisant du RDR et de sa revue La Gauche dans laquelle il publie deux textes au cours de l’année 1948. Le 13 décembre, Camus s’exprime à la Salle Pleyel (Paris) devant plus de 4.000 personnes à l’occasion d’un meeting du RDR auquel participent également André Breton, Jean-Paul Sartre, Richard Wright ou encore Carlo Levi. Le texte de l’allocution d’Albert Camus sera publié dans le dixième numéro de La Gauche du 20 décembre 1948 puis dans le premier numéro de la revue Empédocle (avril 1949).