PASTICHE DEL JOURNAL DE EDMOND DE GONCOURT
en EL TIEMPO RECOBRADO
Anteayer cayó por aquí, para llevarme a cenar a su
casa, Verdurin, el antiguo crítico de La
Revue, el autor de ese libro sobre Whistler en que realmente el hacer, el
coloreado artista del original americano se ve a menudo expresado con una gran
delicadeza por el amante de todos los refinamientos, de todas las preciosidades
de la cosa pintada que es Verdurin. Y mien-tras yo me visto para seguirlo, él,
por su parte, se pone a hacerme todo un relato en el que, por momentos, hay
algo así como el deletreo temeroso de una confesión sobre el renun-ciamiento a
escribir inmediatamente después de su casamiento con la “Madeleine” de
Fromentin, renunciamiento que sería debido al hábito de la morfina y habría
tenido el efecto, según dice Verdurin, de que la mayor parte de quienes
frecuentan el salón de su mujer, como ni siquiera sabían que el marido hubiese
escrito alguna vez, le hablaban de Charles Blanc, de Saint-Victor, de
Sainte-Beuve, de Burty, como de individuos a quienes lo creían, a él,
completamente inferior. “Vamos, Goncourt, usted bien sabe, y Gautier también lo
sabía, que mis crónicas eran algo muy distinto de esos lamentables Maestros de
antaño que en la familia de mi mujer todos creían una obra maestra”. Luego, en
un crepúsculo en el que hay, cerca de las torres del Trocadero, algo así como
el último encenderse de un resplandor que hace de ellas torres absolutamente
iguales a las torres untadas de jalea de grosella de los antiguos pasteleros,
la charla continúa en el coche que debe conducirnos al Quai Conti, donde está
su residencia, de la que su poseedor afirma que era la antigua residencia de
los embajadores de Venecia y en la que habría al parecer un salón fumador del
que Verdurin me habla como de la sala transportada tal cual, a la manera de las
Mil y una noches, de un célebre palazzo cuyo nombre se me olvida, palazzo en el
cual el brocal del pozo representa una coronación de la Virgen que, según
sostiene Verdurin, es el más hermoso Sansovino, y que serviría a sus invitados
para arrojar en él la ceniza de sus cigarros. Y por cierto, cuando llegamos, en
lo glauco y lo difuso de un claro de luna realmente parecido a aquellos con los
que la pintura clásica reviste a Venecia, y sobre el cual la cúpula silueteada
del Instituto hace pensar en la Salute que se ve en los cuadros de Guardi,
tengo un poco la ilusión de estar a orillas del Gran Canal. A la ilusión contribuyen
la construcción de la residencia, donde, desde el primer piso, no se ve el
muelle, y el decir evocador del dueño de casa al afirmar que el nombre de la
Rue du Bac —el diablo sabe si alguna vez lo pensé— vendría de la barcaza en la
cual ciertas monjas de otros tiempos, las Miramiones, se dirigían a los oficios
de la iglesia de Nuestra Señora. Todo un barrio por el que vagabundeó mi
infancia cuando mi tía de Courmont vivía en él, y que yo me pongo a “rearmar”
cuando vuelvo a encontrar, casi pegado a la residencia de los Verdurin, el
cartel del “Pequeño Dunquerque”, una de las pocas tiendas que sobre-viven de
otro modo que no sea viñeteadas en el dibujo a lápiz y las capas de barniz de
Gabriel de Saint-Aubin, donde el siglo XVIII curioso venía a sentar sus
momentos de ocio para el regateo de las monerías francesas y extranjeras y
“todo lo nuevo que producen las artes”, como dice una factura de este Pequeño
Dunquerque, factura de la que Verdurin y yo somos los únicos, creo, en poseer
una prueba de imprenta y que es ciertamente una de las sueltas obras maestras
de papel ornamentado sobre el que el reino de Luis XV hacía sus cuentas, con su
membrete que representa un mar todo onduloso de olas, cargado de navíos, un mar
con olas que parecen una ilustración de la Edición de los Recaudadores de
Impuestos de la Ostra y de los Litigantes. La dueña de casa, que va a ubicarme
al lado de ella, me dice que ha florecido su mesa exclusivamente con
crisantemos japoneses, pero crisantemos dispuestos en floreros que serían
rarísimas obras maestras, uno, entre otros, hecho de bronce, sobre el cual unos
pétalos de cobre rojizo parecieran ser el viviente deshojamiento de la flor.
Están allí Cottard, el doctor y su mujer, el escultor polaco Viradobetski,
Swann el coleccionista, una gran dama rusa, una princesa de apellido terminado
en “or” que no oigo bien, y Cottard me sopla al oído que es ella la que habría
tirado a quemarropa sobre el archiduque Rodolfo y según la cual yo tendría en
Galitzia y en todo el norte de Po-lonia una situación absolutamente
excepcional, puesto que una muchacha no consiente jamás en prometer su mano sin
saber si su novio es un admirador de La Faustin.
“Ustedes los occidentales no pueden comprender eso”,
suelta a modo de conclusión la princesa, que, por cierto, me produce la
impresión de una inteligencia del todo superior, “esta manera en que un
escritor penetra en la intimidad de una mujer”. Un hombre con mentón y labios
afeitados, con patillas de maître-d’hôtel, que cuenta con un tono de
condescendencia chistes de profesor de quinto de bachillerato que se relaciona
con los primeros de la clase para el día de San Carlomagno, es Brichot, el
universitario. Cuando oye mi nombre pronunciado por Verdurin no dice una sola
palabra que señale que conoce nuestros libros, y siento un descorazonamiento
colérico despertado en mí por esta conspiración que organiza contra nosotros la
Sorbona, y que trae, hasta en la estimable morada en que se me agasaja, la
contradicción, la hostilidad de un silencio deliberado. Pasamos a la mesa y
empieza entonces un extraordinario desfile de platos que son sencillamente
obras maestras del arte del porcelanista, cuya artista conversación escucha con
entera complacencia, durante una comida delicada, la atención alerta de un
aficionado —platos de Yung Ching con el color capuchino de sus rebordes, con el
azulado, con el deshoje túrgido de sus lirios de agua, con el cruce realmente
decoratorio, en la aurora, de un vuelo de martines pescadores y de grullas,
aurora que tiene enteramente esos tonos matutinos que entremira cotidianamente,
en el bulevar Montmorency, mi despertar —platos de porcelana de Sajonia más
delicados en lo gracioso de su hacer, con el adormecimiento, con la anemia de
sus rosas viradas al violeta, con el dentado borravino de un tulipán, con el
rocío de un clavel o de un nomeolvides —platos de porcelana de Sèvres enrejados
por el fino entrecruzamiento de sus estrías blancas, verticilados de oro, o
atados, sobre el color liso cremoso de la pasta, por el galano relieve de una
cinta de oro —en fin, toda una platería en la que corren esos mirtos de
Luciennes que reconocería la Dubarry. Y lo que es quizás igualmente infrecuente
es la calidad realmente del todo notable de las cosas que se sirven en ellos,
un yantar delicadamente guisado a fuego lento, todo un estofado como los
parisinos, hay que decirlo en voz bien alta, nunca tienen en las mejores cenas,
y que me recuerda a ciertos buenos cocineros de San Juan de Heurs. Incluso el
foie-gras no tiene nada que ver con la insípida mousse que se suele servir con
ese nombre, y no conozco muchos lugares donde la simple ensalada de papas esté
así hecha con papas que tienen la consistencia de los botones de marfil
japoneses, el patinado de esas cucharitas de marfil con que los chinos echan el
agua sobre el pez que acaban de pescar. En la copa de cristal veneciano que
tengo frente a mí pone una rica joyería de rojos un extraordinario vino de
Léoville comprado en la venta del señor Montalivet, y es un entretenimiento
para la imaginación de los ojos y también, no temo decirlo, para la imaginación
de lo que en otros tiempos se llamaba el pico, ver que traen un barbado que no
tiene nada de los barbados nada frescos que se sirven en las mesas más lujosas
y los que debido a las tardanzas del viaje tienen modeladas las espinas en el
lomo; un barbado que sirven no con el engrudo que preparan, dándole el nombre
de salsa blanca, tantos cocineros de casas principales, sino con verdadera
salsa blanca, hecha con manteca de a cinco francos la libra; ver que traen este
barbado en una maravillosa fuente Ching Hon atravesada por el rayado púrpura de
una puesta de sol sobre un mar por el que pasa la navegación drolática de un
banco de langostas, dibujadas con una granulosa profusión de puntos ejecutada
de manera tan extraordinaria que parecen haber sido moldeadas sobre caparazones
vivientes, fuente cuyo filete está constituido por la pesca con caña hecha por
un chinito de un pez que es un encanto de nacarado color gracias al azulenco
plateado de su vientre. Como le digo a Verdurin que debe de ser para él un
delicado placer ese delicado condumio en esa colección tal como ningún príncipe
la posee actualmente en sus vitrinas, melancólicamente me dice de pronto la
dueña de casa: “Bien se ve que usted no lo conoce”, y me habla de su marido
como de un excéntrico maniático, indiferente a todas esas monerías, “un
maniático”, repite, “sí, eso mismo, un maniático al que más apetecería una
botella de sidra en el frescor un poco canallesco de una granja normanda”. Y la
encantadora mujer de habla realmente amante de las coloraciones de una región
nos habla con entusiasmo desbordante de esa Normandía en la que vivieron, una
Normandía que fuese un inmenso parque inglés, con la fragancia de sus altos
oquedales a lo Lawrence, con el terciopelo verde criptómero, en sus bordes
aporcelanados de hortensias rosas, de sus céspedes naturales, con sus arrugadas
colgaduras de rosas azufre cuya caída sobre una puerta de campesinos, en que la
incrustación de dos perales abrazados simula un cartel enteramente ornamental,
hace pensar en la libre caída de una rama florida en el bronce de un aplique de
Gouthière, una Normandía que fuese absolutamente insospechable para los
parisinos de vacaciones y que estuviese protegida por la barrera de cada uno de
sus cercados, barreras que, me confiesan los Verdurin, ellos no dejaron de
levantar hasta la última. Al final del día, en un apagamiento adormecido de
todos los colores en que la luz no proviniese más que de un mar casi coagulado
que tuviese el azulado del suero de la leche —“Pero no, nada que ver con el mar
que usted conoce”, protesta mi vecina frenéticamente, en respuesta a mi decir
que Flaubert nos había llevado, a mi hermano y a mí, a Trouville, “nada, absolutamente
nada, tendrá que venir conmigo, de otro modo nunca lo sabrá”—, volvían, a
través de los auténticos bosques de flores de tul rosa que formaban los
rododendros, completamente embriagados por el olor de los establecimientos de
jardinería que le daban al marido abominables crisis de asma —“sí”, insistió
ella, “eso es, verdaderas crisis de asma”.
Sin pérdida de tiempo, el verano siguiente
volvieron, alojando a una colonia entera de artistas en la admirable vivienda
medieval en que habían convertido un antiguo claustro que alquilaron por casi
nada. Y, por cierto, al oír a esa mujer que, pasando por tantos medios
realmente distinguidos, conservó sin embargo en su habla un poco del verdor de
una mujer de pueblo, un habla que le muestra a uno las cosas con el color que
su imaginación ve en ellas, se me hace agua la boca al pensar en la vida que
ella me confiesa que llevó allá, en que cada uno trabajaba en su celda y donde,
antes del almuerzo, todo el mundo iba al salón, tan vasto que tenía dos
chimeneas, a enzarzarse en charlas del todo superiores matizadas con jueguitos,
lo que me volvía a hacer pensar en las que evoca esa obra maestra de Diderot,
las cartas a la señorita Volland. Luego, después del almuerzo, todo el mundo
salía, incluso los días de chaparrón con sol, en que la expansión de un
chubasco delineaba con su filtrado luminoso las nudosidades de una magnífica
partida de hayas centenarias que ponían delante de la reja lo bello vegetal al
que era afecto el siglo XVIII, y de arbustos que tenían por yemas florecientes,
en la suspensión de sus ramas, gotas de lluvia. Todos se detenían para escuchar
el delicado chapoteo, enamorado de frescor, de un pardillo que se bañaba en la
primorosa bañera minúscula de porcelana de Nymphenburg que es la corola de una
rosa blanca. Y como le hablo a la señora de Verdurin de los paisajes y de las
flores de allá, delicadamente dibujadas al pastel por Elstir, ella me dice
bruscamente, irguiendo coléricamente la cabeza: “¡Pero si fui yo la que le hice
conocer todo aquello! Todo, usted oye bien, todo, los rincones curiosos, todos
los motivos, se lo arrojé a la cara cuando nos dejó, ¿no es así, Auguste?,
todos los motivos que pintó. Los objetos siempre los conoció, seamos justos,
eso hay que reconocerlo. Pero, en cuanto a las flores, nunca había visto una
sola, no sabía distinguir una altea de una malvarrosa. Yo fui la que le enseñó
a reconocer, usted no va a creerme, a reconocer el jazmín”. Y hay que reconocer
que hay algo curioso en pensar que el pintor de las flores que los amantes del
arte nos citan hoy como el primero, como superior incluso a Fantin-Latour,
quizás nunca hubiera sabido, sin la mujer que está allí, pintar un jazmín. “Sí,
palabra de honor, el jazmín; todas las flores que hizo, las hizo en mi casa o
bien era yo la que se las llevaba. En casa siempre lo llamábamos señor Tiche.
Pregúntele a Cottard, a Brichot, a todos los demás, si aquí lo tratábamos como
a un gran hombre. Él mismo se hubiera reído de eso. Yo le enseñaba a arreglar
sus flores; al principio no lo conseguía. Nunca supo hacer un ramo. No tenía
gusto innato para elegir, yo tenía que decirle: No, no pinte eso, no vale la
pena, pinte esto. ¡Ah, si nos hubiera hecho sus flores y no hubiera hecho ese
pésimo matrimonio!”. Y bruscamente, con los ojos afiebrados por la absorción de
una ensoñación vuelta hacia el pasado, con el nervioso toqueteo, en el
alargamiento maniático de sus falanges, de lo flojo de las mangas de su blusa,
parece, en lo contorneado de su pose dolorida, un admirable cuadro que, creo,
nunca ha sido pintado, y en el que se leyesen toda la indignación contenida,
todas las susceptibilidades iracundas de una amiga ultrajada en las
delicadezas, en el pudor de la mujer. Acto seguido nos habla del admirable
retrato que Elstir hizo para ella, el retrato de la familia Cottard, retrato
que ella le dio al Palacio del Luxemburgo en el momento de su pelea con el
pintor, confesando que fue ella la que le dio al pintor la idea de hacer al
hombre de traje para obtener esa hermosa agitación de la tela y la que eligió
el vestido de terciopelo de la mujer, vestido que era un punto de apoyo en
medio de todo el revoloteo de los matices claros de las alfombras, de las
flores, de las frutas, de los vestidos de gasa de las niñas parecidos a tutús
de bailarinas. Ella también habría sido la que le dio la idea de ese peinado,
idea por la que luego se alabó al artista, idea que consistía, en suma, en
pintar a la mujer no representando sino sorprendida en lo íntimo de su vida de
todos los días. “Yo le decía: ¡Pero en la mujer que se peina, que se seca la
cara, que se calienta los pies, cuando cree que no la ven, hay un montón de
movimientos interesantes, movimientos de una gracia del todo leonardesca!”
Pero, a una seña de Verdurin, que indica lo dañino que resulta el despertar
esas indignaciones para la gran nerviosa que en el fondo sería su mujer, Swann
me hace admirar el collar de perlas negras que lleva la dueña de casa y que
ella compró, enteramente blancas, en la venta de un descendiente de Madame de
La Fayette, a quien se las había dado Enriqueta de Inglaterra, perlas que se
volvieron negras a causa de un incendio que destruyó una parte de la casa donde
vivían los Verdurin en una calle cuyo nombre ya no recuerdo, incendio luego del
cual encontraron el cofre en que estaban esas perlas, pero ahora completamente
negras. “Y yo conozco el retrato de esas perlas, en los hombros mismos de
Madame de La Fayette, sí, tal cual, su retrato”, insistió Swann ante las exclamaciones
de los invitados un sí es no es pasmados, “su retrato auténtico, en la
colección del duque de Guermantes”. Una colección sin igual en el mundo,
proclama, y que yo tendría que ir a ver, una colección heredada por el célebre
duque, que era su sobrino preferido, de su tía la señora de Beausergent, de la
señora de Beausergent que fue después señora de Hayfeld, la hermana de la
marquesa de Villeparisis y de la princesa de Hánover. Mi hermano y yo lo hemos
amado tanto en otros tiempos bajo los rasgos del encantador nenito llamado
Basin, que es realmente, en efecto, el nombre de pila del duque. En este punto
el doctor Cottard, con una finura que revela en él al hombre por entero
distinguido, vuelve a la historia de las perlas y nos enseña que catástrofes de
este tipo producen en el cerebro de las personas alteraciones enteramente
similares a las que se observan en la materia inanimada, y cita de una manera
verdaderamente más filosófica de lo que harían muchos médicos al propio ayuda
de cámara de la señora de Verdurin, que, en el espanto de aquel incendio en el
que casi perece, se volvió otro hombre, con una letra tan cambiada que a la
primera carta que sus amos, que estaban entonces en Normandía, recibieron de
él, anunciándoles el suceso, creyeron en la mistificación de un bromista. Y no
tan sólo otra letra, según Cottard, que afirma que de sobrio que era el hombre
se volvió tan abominablemente borrachín que la señora de Verdurin se vio
obligada a despedirlo. Y la sugerente disertación pasó, a una seña graciosa de
la dueña de casa, del comedor al salón fumador veneciano en el que Cottard me
dijo que había asistido a verdaderos desdoblamientos de la personalidad,
citándonos el caso de uno de sus enfermos, que amablemente se ofrece a llevarme
a casa, y al que bastaba con que le tocase las sienes para hacerlo despertar a
una segunda vida, vida durante la cual no recordaba nada de la primera, de modo
que, siendo en aquella un perfecto hombre de bien, habría sido arrestado varias
veces por robos cometidos en la otra, en la que sería pura y simplemente un
abominable bribón. Ante lo cual la señora de Verdurin observa agudamente que la
medicina podría proveer temas más auténticos a un teatro en el que la comicidad
del enredo se basara en equivocaciones patológicas, lo que, pasando de una cosa
a la otra, lleva a la señora de Cottard a narrar que una situación enteramente
similar ha sido puesta en práctica por un aficionado que es el favorito de las
noches de sus hijos, el escocés Stevenson, nombre que pone en boca de Swann
esta afirmación perentoria: “Pero si es indiscutiblemente un gran escritor,
Stevenson, se lo aseguro, señor de Goncourt, un grandísimo escritor, el igual
de los más grandes”. Y como, a través de mi deslumbramiento ante el cielo raso
artesonado y armado con escudos provenientes del antiguo palazzo Barberini del
salón en que fumamos, dejo asomar mi pesar por el ennegrecimiento progresivo de
cierto centro de mesa causado por la ceniza de nuestros habanos, y habiendo
contado Swann que unas manchas semejantes dan prueba en los libros que
pertenecieron a Napoleón I, libros que posee, a pesar de sus opiniones
antibonapartistas, el duque de Guermantes, de que el emperador mascaba tabaco,
Cottard, que revela ser un curioso realmente perspicaz en todas las cosas,
declara que esas manchas no tienen en absoluto ese origen —lo que se dice en
absoluto, insiste con autoridad— sino que provienen de la costumbre que tenía
de tener siempre en la mano, incluso en los campos de batalla, pastillas de regaliz,
para calmar sus dolores de hígado. “Puesto que estaba enfermo del hígado y de
eso murió”, concluyó el doctor.
Ediciones De La Mirándola, abril de 2012 - abril de 2019
ISBN: 978-987-28010-9-0
«
Avant-hier tombe ici, pour m’emmener dîner chez lui, Verdurin, l’ancien
critique de la Revue, l’auteur de ce livre sur Whistler où vraiment le faire,
le coloriage artiste de l’original Américain est souvent rendu avec une grande
délicatesse par l’amoureux de tous les raffinements, de toutes les joliesses de
la chose peinte qu’est Verdurin. Et tandis que je m’habille pour le suivre,
c’est, de sa part, tout un récit où il y a, par moments, comme l’épellement
apeuré d’une confession sur le renoncement à écrire aussitôt après son mariage
avec la « Madeleine » de Fromentin, renoncement qui serait dû à l’habitude de
la morphine et aurait eu cet effet, au dire de Verdurin, que la plupart des
habitués du salon de sa femme, ne sachant même pas que le mari eût jamais
écrit, lui parlaient de Charles Blanc, de Saint-Victor, de Sainte-Beuve, de
Burty, comme d’individus auxquels ils le croyaient, lui, tout à fait inférieur.
« Voyons, vous Goncourt, vous savez bien, et Gautier le savait aussi, que mes
salons étaient autre chose que ces piteux Maîtres d’autrefois crus un
chef-d’œuvre dans la famille de ma femme. » Puis, par un crépuscule où il y a
près des tours du Trocadéro comme le dernier allumement d’une lueur qui en fait
des tours absolument pareilles aux tours enduites de gelée de groseille des
anciens pâtissiers, la causerie continue dans la voiture qui doit nous conduire
quai Conti où est leur hôtel, que son possesseur prétend être l’ancien hôtel
des Ambassadeurs de Venise et où il y aurait un fumoir dont Verdurin me parle
comme d’une salle transportée telle quelle, à la façon des Mille et une Nuits,
d’un célèbre palazzo, dont j’oublie le nom, palazzo à la margelle du puits
représentant un couronnement de la Vierge que Verdurin soutient être absolument
du plus beau Sansovino et qui servirait, pour leurs invités, à jeter la cendre
de leurs cigares. Et ma foi, quand nous arrivons, dans le glauque et le diffus
d’un clair de lune vraiment semblable à ceux dont la peinture classique abrite
Venise, et sur lequel la coupole silhouettée de l’Institut fait penser à la
Salute dans les tableaux de Guardi, j’ai un peu l’illusion d’être au bord du
Grand Canal. L’illusion est entretenue par la construction de l’hôtel où du
premier étage on ne voit pas le quai et par le dire évocateur du maître de
maison affirmant que le nom de la rue du Bac – du diable si j’y avais jamais
pensé – viendrait du bac sur lequel des religieuses d’autrefois, les
Miramiones, se rendaient aux offices de Notre-Dame. Tout un quartier où a flâné
mon enfance quand ma tante de Courmont l’habitait, et que je me prends à «
raimer » en retrouvant, presque contiguë à l’hôtel des Verdurin, l’enseigne du
« Petit Dunkerque », une des rares boutiques survivant ailleurs que vignettées
dans le crayonnage et les frottis de Gabriel de Saint-Aubin, où le XVIIIe
siècle curieux venait asseoir ses moments d’oisiveté pour le marchandage des
jolités françaises et étrangères et « tout ce que les arts produisent de plus
nouveau », comme dit une facture de ce Petit Dunkerque, facture dont nous
sommes seuls, je crois, Verdurin et moi, à posséder une épreuve et qui est bien
un des volants chefs-d’œuvre de papier ornementé sur lequel le règne de Louis
XV faisait ses comptes, avec son en-tête représentant une mer toute vagueuse,
chargée de vaisseaux, une mer aux vagues ayant l’air d’une illustration de
l’Édition des Fermiers Généraux de l’Huître et des Plaideurs. La maîtresse de la
maison, qui va me placer à côté d’elle, me dit aimablement avoir fleuri sa
table rien qu’avec des chrysanthèmes japonais, mais des chrysanthèmes disposés
en des vases qui seraient de rarissimes chefs-d’œuvre, l’un entre autres, fait
de bronze, sur lequel des pétales en cuivre rougeâtre sembleraient être la
vivante effeuillaison de la fleur. Il y a là Cottard, le docteur et sa femme,
le sculpteur polonais Viradobetski, Swann le collectionneur, une grande dame
russe, une princesse au nom en or qui m’échappe, et Cottard me souffle à
l’oreille que c’est elle qui aurait tiré à bout portant sur l’archiduc Rodolphe
et d’après qui j’aurais en Galicie et dans tout le nord de la Pologne une
situation absolument exceptionnelle, une jeune fille ne consentant jamais à
promettre sa main sans savoir si son fiancé est un admirateur de la Faustin.
«
Vous ne pouvez pas comprendre cela, vous autres Occidentaux – jette en manière
de conclusion la princesse, qui me fait l’effet, ma foi, d’une intelligence
tout à fait supérieure – cette pénétration par un écrivain de l’intimité de la
femme. » Un homme au menton et aux lèvres rasés, aux favoris de maître d’hôtel,
débitant sur un ton de condescendance des plaisanteries de professeur de
seconde qui fraye avec les premiers de sa classe pour la Saint-Charlemagne, et
c’est Brichot, l’universitaire. À mon nom prononcé par Verdurin, il n’a pas une
parole qui marque qu’il connaisse nos livres, et c’est en moi un découragement
colère éveillé par cette conspiration qu’organise contre nous la Sorbonne,
apportant, jusque dans l’aimable logis où je suis fêté, la contradiction,
l’hostilité d’un silence voulu. Nous passons à table et c’est alors un
extraordinaire défilé d’assiettes qui sont tout bonnement des chefs-d’œuvre de
l’art du porcelainier, celui dont, pendant un repas délicat, l’attention
chatouillée d’un amateur écoute le plus complaisamment le bavardage artiste –
des assiettes de Yung-Tsching à la couleur capucine de leurs rebords, au
bleuâtre, à l’effeuillé turgide de leurs iris d’eau, à la traversée, vraiment
décoratoire, par l’aurore d’un vol de martins-pêcheurs et de grues, aurore
ayant tout à fait ces tons matutinaux qu’entre-regarde quotidiennement,
boulevard Montmorency, mon réveil – des assiettes de Saxe plus mièvres dans le
gracieux de leur faire, à l’endormement, à l’anémie de leurs roses tournées au
violet, au déchiquetage lie-de-vin d’une tulipe, au rococo d’un œillet ou d’un
myosotis – des assiettes de Sèvres engrillagées par le fin guillochis de leurs
cannelures blanches, verticillées d’or, ou que noue, sur l’à-plat crémeux de la
pâte, le galant relief d’un ruban d’or – enfin toute une argenterie où courent
ces myrtes de Luciennes que reconnaîtrait la Dubarry. Et ce qui est peut-être
aussi rare, c’est la qualité vraiment tout à fait remarquable des choses qui
sont servies là dedans, un manger finement mijoté, tout un fricoté comme les
Parisiens, il faut le dire bien haut, n’en ont jamais dans les plus grands
dîners, et qui me rappelle certains cordons bleus de Jean d’Heurs. Même le foie
gras n’a aucun rapport avec la fade mousse qu’on sert habituellement sous ce
nom, et je ne sais pas beaucoup d’endroits où la simple salade de pommes de
terre est faite ainsi de pommes de terre ayant la fermeté de boutons d’ivoire
japonais, le patiné de ces petites cuillers d’ivoire avec lesquelles les
Chinoises versent l’eau sur le poisson qu’elles viennent de pêcher. Dans le
verre de Venise que j’ai devant moi, une riche bijouterie de rouges est mise
par un extraordinaire Léoville acheté à la vente de M. Montalivet et c’est un
amusement pour l’imagination de l’œil et aussi, je ne crains pas de le dire,
pour l’imagination de ce qu’on appelait autrefois la gueule, de voir apporter
une barbue qui n’a rien des barbues pas fraîches qu’on sert sur les tables les
plus luxueuses et qui ont pris dans les retards du voyage le modelage sur leur
dos de leurs arêtes ; une barbue qu’on sert non avec la colle à pâte que
préparent, sous le nom de sauce blanche, tant de chefs de grande maison, mais
avec de la véritable sauce blanche, faite avec du beurre à cinq francs la livre
; de voir apporter cette barbue dans un merveilleux plat Tching-Hon traversé
par les pourpres rayages d’un coucher de soleil sur une mer où passe la
navigation drolatique d’une bande de langoustes, au pointillis grumeleux si
extraordinairement rendu qu’elles semblent avoir été moulées sur des carapaces
vivantes, plat dont le marli est fait de la pêche à la ligne par un petit
Chinois d’un poisson qui est un enchantement de nacreuse couleur par
l’argentement azuré de son ventre. Comme je dis à Verdurin le délicat plaisir
que ce doit être pour lui que cette raffinée mangeaille dans cette collection
comme aucun prince n’en possède à l’heure actuelle derrière ses vitrines : « On
voit bien que vous ne le connaissez pas », me jette mélancoliquement la
maîtresse de maison, et elle me parle de son mari comme d’un original maniaque,
indifférent à toutes ces jolités, « un maniaque, répète-t-elle, oui, absolument
cela, un maniaque qui aurait plutôt l’appétit d’une bouteille de cidre, bue
dans la fraîcheur un peu encanaillée d’une ferme normande ». Et la charmante
femme à la parole vraiment amoureuse des colorations d’une contrée nous parle
avec un enthousiasme débordant de cette Normandie qu’ils ont habitée, une
Normandie qui serait un immense parc anglais, à la fragrance de ses hautes
futaies à la Lawrence, au velours cryptomeria, dans leur bordure porcelainée
d’hortensias roses, de ses pelouses naturelles, au chiffonnage de roses soufre
dont la retombée sur une porte de paysans, où l’incrustation de deux poiriers
enlacés simule une enseigne tout à fait ornementale, fait penser à la libre
retombée d’une branche fleurie dans le bronze d’une applique de Gouthière, une
Normandie qui serait absolument insoupçonnée des Parisiens en vacances et que
protège la barrière de chacun de ses clos, barrières que les Verdurin me
confessent ne pas s’être fait faute de lever toutes. À la fin du jour, dans un
éteignement sommeilleux de toutes les couleurs où la lumière ne serait plus
donnée que par une mer presque caillée ayant le bleuâtre du petit lait – mais
non, rien de la mer que vous connaissez, proteste ma voisine frénétiquement, en
réponse à mon dire que Flaubert nous avait menés, mon frère et moi, à
Trouville, rien, absolument rien, il faudra venir avec moi, sans cela vous ne
saurez jamais – ils rentraient, à travers les vraies forêts en fleurs de tulle
rose que faisaient les rhododendrons, tout à fait grisés par l’odeur des
jardineries qui donnaient au mari d’abominables crises d’asthme – oui,
insista-t-elle, c’est cela, de vraies crises d’asthme. »
«
Là-dessus, l’été suivant, ils revenaient, logeant toute une colonie d’artistes
dans une admirable habitation moyenâgeuse que leur faisait un cloître ancien
loué par eux, pour rien. Et, ma foi, en entendant cette femme qui, en passant
par tant de milieux vraiment distingués, a gardé pourtant dans sa parole un peu
de la verdeur de la parole d’une femme du peuple, une parole qui vous montre
les choses avec la couleur que votre imagination y voit, l’eau me vient à la
bouche de la vie qu’elle me confesse avoir menée là-bas, chacun travaillant
dans sa cellule, et où, dans le salon, si vaste qu’il possédait deux cheminées,
tout le monde venait avant le déjeuner pour des causeries tout à fait
supérieures, mêlées de petits jeux, me refaisant penser à celles qu’évoque ce
chef-d’œuvre de Diderot, les lettres à Mademoiselle Volland. Puis, après le
déjeuner, tout le monde sortait, même les jours de grains dans le coup de
soleil, le rayonnement d’une ondée lignant de son filtrage lumineux les
nodosités d’un magnifique départ de hêtres centenaires qui mettaient devant la
grille le beau végétal affectionné par le XVIIIe siècle, et d’arbustes ayant
pour boutons fleurissants dans la suspension de leurs rameaux des gouttes de
pluie. On s’arrêtait pour écouter le délicat barbotis, énamouré de fraîcheur,
d’un bouvreuil se baignant dans la mignonne baignoire minuscule de nymphembourg
qu’est la corolle d’une rose blanche. Et comme je parle à Mme Verdurin des
paysages et des fleurs de là-bas délicatement pastellisés par Elstir : « Mais
c’est moi qui lui ai fait connaître tout cela, jette-t-elle avec un
redressement colère de la tête, tout vous entendez bien, tout, les coins
curieux, tous les motifs, je le lui ai jeté à la face quand il nous a quittés,
n’est-ce pas, Auguste ? tous les motifs qu’il a peints. Les objets, il les a
toujours connus, cela il faut être juste, il faut le reconnaître. Mais les
fleurs, il n’en avait jamais vu, il ne savait pas distinguer un althéa d’une
passe-rose. C’est moi qui lui ai appris à reconnaître, vous n’allez pas me
croire, à reconnaître le jasmin. » Et il faut avouer qu’il y a quelque chose de
curieux à penser que le peintre des fleurs que les amateurs d’art nous citent aujourd’hui
comme le premier, comme supérieur même à Fantin-Latour, n’aurait peut-être
jamais, sans la femme qui est là, su peindre un jasmin. « Oui, ma parole, le
jasmin ; toutes les roses qu’il a faites, c’est chez moi ou bien c’est moi qui
les lui apportais. On ne l’appelait chez nous que Monsieur Tiche. Demandez à
Cottard, à Brichot, à tous les autres, si on le traitait ici en grand homme.
Lui-même en aurait ri. Je lui apprenais à disposer ses fleurs ; au commencement
il ne pouvait pas en venir à bout. Il n’a jamais su faire un bouquet. Il
n’avait pas de goût naturel pour choisir, il fallait que je lui dise : « Non,
ne peignez pas cela, cela n’en vaut pas la peine, peignez ceci. » Ah ! s’il
nous avait écoutés aussi pour l’arrangement de sa vie comme pour l’arrangement
de ses fleurs et s’il n’avait pas fait ce sale mariage ! » Et brusquement, les
yeux enfiévrés par l’absorption d’une rêverie tournée vers le passé, avec le
nerveux taquinage, dans l’allongement maniaque de ses phalanges, du floche des
manches de son corsage, c’est, dans le contournement de sa pose endolorie,
comme un admirable tableau qui n’a, je crois, jamais été peint, et où se
liraient toute la révolte contenue, toutes les susceptibilités rageuses d’une
amie outragée dans les délicatesses, dans la pudeur de la femme. Là-dessus elle
nous parle de l’admirable portrait qu’Elstir a fait pour elle, le portrait de
la famille Cottard, portrait donné par elle au Luxembourg au moment de sa
brouille avec le peintre, confessant que c’est elle qui a donné au peintre
l’idée de faire l’homme en habit pour obtenir tout ce beau bouillonnement du
linge et qui a choisi la robe de velours de la femme, robe faisant un appui au
milieu de tout le papillotage des nuances claires des tapis, des fleurs, des
fruits, des robes de gaze des fillettes pareilles à des tutus de danseuses. Ce
serait elle aussi qui aurait donné l’idée de ce coiffage, idée dont on a fait
ensuite honneur à l’artiste, idée qui consistait, en somme, à peindre la femme,
non pas en représentation mais surprise dans l’intime de sa vie de tous les
jours. « Je lui disais : Mais dans la femme qui se coiffe, qui s’essuie la
figure, qui se chauffe les pieds, quand elle ne croit pas être vue, il y a un
tas de mouvements intéressants, des mouvements d’une grâce tout à fait
léonardesque ! » Mais sur un signe de Verdurin indiquant le réveil de ces
indignations comme malsain pour la grande nerveuse que serait au fond sa femme,
Swann me fait admirer le collier de perles noires porté par la maîtresse de la
maison et achetées par elle, toutes blanches, à la vente d’un descendant de Mme
de La Fayette à qui elles auraient été données par Henriette d’Angleterre,
perles devenues noires à la suite d’un incendie qui détruisit une partie de la
maison que les Verdurin habitaient dans une rue dont je ne me rappelle plus le
nom, incendie après lequel fut retrouvé le coffret où étaient ces perles, mais
devenues entièrement noires. « Et je connais le portrait de ces perles, aux
épaules mêmes de Mme de La Fayette, oui, parfaitement, leur portrait, insista
Swann devant les exclamations des convives un brin ébahis, leur portrait
authentique, dans la collection du duc de Guermantes. » Une collection qui n’a
pas son égale au monde, proclame-t-il, et que je devrais aller voir, une collection
héritée par le célèbre duc, qui était son neveu préféré, de Mme de Beausergent
sa tante, de Mme de Beausergent depuis Mme d’Hayfeld, la sœur de la marquise de
Villeparisis et de la princesse de Hanovre. Mon frère et moi nous l’avons tant
aimé autrefois sous les traits du charmant bambin appelé Basin, qui est bien en
effet le prénom du duc. Là-dessus, le docteur Cottard, avec une finesse qui
décèle chez lui l’homme tout à fait distingué, ressaute à l’histoire des perles
et nous apprend que des catastrophes de ce genre produisent dans le cerveau des
gens des altérations tout à fait pareilles à celles qu’on remarque dans la
matière inanimée et cite d’une façon vraiment plus philosophique que ne
feraient bien des médecins le propre valet de chambre de Mme Verdurin qui, dans
l’épouvante de cet incendie où il avait failli périr, était devenu un autre
homme, ayant une écriture tellement changée qu’à la première lettre que ses
maîtres, alors en Normandie, reçurent de lui leur annonçant l’événement, ils
crurent à la mystification d’un farceur. Et pas seulement une autre écriture,
selon Cottard, qui prétend que de sobre cet homme était devenu si
abominablement pochard que Mme Verdurin avait été obligée de le renvoyer. Et la
suggestive dissertation passa, sur un signe gracieux de la maîtresse de maison,
de la salle à manger au fumoir vénitien dans lequel Cottard me dit avoir
assisté à de véritables dédoublements de la personnalité, nous citant le cas
d’un de ses malades, qu’il s’offre aimablement à m’amener chez moi et à qui il
suffisait qu’il touchât les tempes pour l’éveiller à une seconde vie, vie
pendant laquelle il ne se rappelait rien de la première, si bien que, très
honnête homme dans celle-là, il y aurait été plusieurs fois arrêté pour des
vols commis dans l’autre où il serait tout simplement un abominable gredin. Sur
quoi Mme Verdurin remarque finement que la médecine pourrait fournir des sujets
plus vrais à un théâtre où la cocasserie de l’imbroglio reposerait sur des
méprises pathologiques, ce qui, de fil en aiguille, amène Mme Cottard à narrer
qu’une donnée toute semblable a été mise en œuvre par un amateur qui est le
favori des soirées de ses enfants, l’Écossais Stevenson, un nom qui met dans la
bouche de Swann cette affirmation péremptoire : « Mais c’est tout à fait un
grand écrivain, Stevenson, je vous assure, M. de Goncourt, un très grand,
l’égal des plus grands. » Et comme, sur mon émerveillement des plafonds à
caissons écussonnés provenant de l’ancien palazzo Barberini, de la salle où
nous fumons, je laisse percer mon regret du noircissement progressif d’une
certaine vasque par la cendre de nos « londrès », Swann, ayant raconté que des
taches pareilles attestent sur les livres ayant appartenu à Napoléon Ier,
livres possédés, malgré ses opinions antibonapartistes, par le duc de
Guermantes, que l’empereur chiquait, Cottard, qui se révèle un curieux vraiment
pénétrant en toutes choses, déclare que ces taches ne viennent pas du tout de
cela – mais là, pas du tout, insiste-t-il avec autorité – mais de l’habitude
qu’il avait d’avoir toujours dans la main, même sur les champs de bataille, des
pastilles de réglisse, pour calmer ses douleurs de foie. « Car il avait une
maladie de foie et c’est de cela qu’il est mort, conclut le docteur. »