"Tengo un libro hermosísimo para llevarte; pero estoy trabajando enormemente en ese tema: Segundo cuadro de París por Sébastien Mercier, París durante la Revolución, del 93 hasta Bonaparte; es maravilloso".
10 de agosto de 1862.
LA DESTRUCCIÓN DE PARÍS
Cuadro de París, vol. II, cap. CXXXIII
¿Qué pasará con París?
Tebas, Tiro, Persépolis, Cartago, Palmira, ya no
existen. Esas ciudades que se alzaban altivamente sobre el planeta, cuya grandeza,
poderío y solidez parecían prometer una duración casi eterna, han dejado
huellas equívocas incluso del lugar que ocuparon.
Otras ciudades, antaño prósperas y pobladas, hoy sólo
ofrecen, en un horroroso desierto, algunas columnas desparramadas, algunos
monumentos derruidos, tristes restos de su magnificencia pasada. ¡Ay!, las
grandes ciudades modernas padecerán un día las mismas revoluciones.
Este río, útilmente bordeado por majestuosos muelles
de piedra, obstaculizado por montones inmensos de escombros, se desbordará y
formará pantanos cenagosos e infectos; las ruinas de los edificios bloquearán
estas calles perfectamente rectas, y en estas plazas donde se agita la
muchedumbre, los animales venenosos, hijos de la putrefacción, reptarán
alrededor de las columnas caídas y medio enterradas.
¿Es una guerra, es la peste, es la hambruna, es un
terremoto, es una inundación, es un incendio, es una revolución política lo que
aniquilará esta soberbia ciudad? ¿O acaso varias causas reunidas llevarán a
cabo esa vasta destrucción?
Es algo inevitable bajo la mano lenta y terrible de
los siglos, que mina los imperios más firmes, borra las ciudades y llama a
nuevos pueblos a establecerse sobre el polvo apagado de los pueblos antiguos.
¡Escapa, libro mío, escapa de las llamas de los bárbaros:
diles a las generaciones futuras lo que fue París; diles que cumplí con mi
deber de ciudadano, que no permanecí en silencio delante de los venenos
secretos que les provocan a las ciudades, primero, las agitaciones de la
enfermedad y, luego, las convulsiones de la muerte! Cuando la espantosa
opulencia que se concentra cada vez más en un pequeño número de manos, le haya
dado a la desigualdad de las fortunas una desproporción aun más aterradora,
entonces ese gran cuerpo ya no podrá mantenerse en pie; se derrumbará sobre sí
mismo y perecerá.
Perecerá, ¡ay, Dios mío!; cuando la tierra cubra
lentamente sus ruinas, cuando el trigo crezca en el lugar elevado en el que
escribo, cuando ya no quede sino una memoria confusa del reino y de la capital,
el instrumento del labriego, hundiéndose en la tierra, chocará quizás contra la
cabeza de la estatua ecuestre de Luis XV; los anticuarios se reunirán y harán
deducciones infinitas, como hoy las hacemos nosotros sobre las ruinas de
Palmira.
Pero ¿cuál no será el asombro de la generación de
entonces si la curiosidad la empuja a hurgar en las ruinas de esta gran ciudad,
enterrada y muerta? Su esqueleto gigantesco espantará las miradas, los trabajos
incentivarán nuevos trabajos, nuestros descendientes, al encontrar nuestros mármoles,
nuestros bronces, nuestras monedas, nuestras inscripciones, se conmoverán pensando
en lo que hemos sido; y, si mi libro escapa a la destrucción, tomarán las
verdades que he consignado en él por una novela fantástica, ¡hasta tal punto
sus costumbres y sus ideas diferirán de las nuestras!; ¡ciudades antiguas del
Asia que ya no existen!, ¡imperios borrados!, ¡generaciones cuyos nombres
incluso nos son desconocidos!, ¡famosos atlantes!, y ustedes, pueblos que
respiraron sobre este planeta, cuyos territorios han sido constantemente desplazados,
dígannos cuales fueron sus artes. ¿Es preciso que todo perezca? ¿Y los trabajos
acumulados del hombre (que ha creído inmortalizar con el precioso
descubrimiento de la imprenta) terminarán pereciendo, puesto que el aire, el
fuego, el despotismo, los trastornos del planeta y la barbarie destruyen hasta
las ligeras hojas en las que están impresos los pensamientos útiles del genio?
Nuestra vista, en el mundo histórico, abarca cuatro
mil años, no mucho más; además, solamente percibimos de este mundo las cimas
rodeadas por las nubes, donde la vista se pierde. Todos esos hechos alejados,
aunque estén separados por grandes distancias, se tocan como si fueran muy
cercanos; y en ese intervalo de siglos, una prodigiosa cantidad de
acontecimientos se nos escapa. Lo mismo ocurrirá con nosotros; el porvenir
devorará los hechos más importantes, para no dejar más que el recuerdo o el
nombre de los siglos. ¡Oh tiempo, los individuos, las ciudades, los reinos,
todo termina con un hic jacet!
Herculano y Pompeya, ciudades destruidas por una
sola y única erupción del Vesubio, hace casi mil setecientos años, exhumadas en
nuestro tiempo, nos muestran sus pinturas, sus esculturas, sus arcos, los
utensilios de sus hogares domésticos; y eso nos da una idea de la imaginación
fecunda y de la habilidad de sus antiguos artistas. La lava, las cenizas, la
piedra pómez, han conservado sus monumentos, como para ofrecernos una imagen
futura de eso en lo que se transformarán, a su vez, nuestras ciudades; pero,
¿se puede pensar en esa catástrofe sin temer los accidentes de la naturaleza,
la furia de los elementos, y, más terrible aún, la de los conquistadores?
Dentro de dos mil años, ¿qué ofreceremos nosotros a los ojos curiosos y
escrutadores? ¿Cuál es la estatua, cuál es el libro que quedará flotando sobre
el abismo de nuestras artes consumidas o destruidas por los ultrajes del tiempo,
o por la cólera de los reyes?
La pólvora infernal (cuyos depósitos se han
multiplicado en Europa por todas partes, y a los que les basta con una chispa
para devorarlo todo), ¿no se vuelve, en manos de la ambición o de la venganza, un
medio inmenso de destrucción, y mil veces más peligroso que la materia ardiente
que vomitan los volcanes por sus inagotables cráteres? Las catástrofes de la
naturaleza ya no son nada en comparación con las que el hombre ha creado para
su ruina y la de las populosas ciudades que habita.
Los manuscritos hallados en las casas de Herculano y
de Pompeya que se desenrollan con tanta lentitud, muestran las letras de la
lengua griega; pero es el azar que no preservó unos y no otros: así, en tres
mil años, ¿cuál será obra destinada a darles a nuestros descendientes una idea
de nuestros conocimientos morales y físicos? ¿Cuál será el libro que tendrá el
honor de volver a encender la antorcha apagada de las ciencias? Determinado
diccionario, quizás, que hoy despreciamos, será recibido con fervor; y alguna
de nuestras compilaciones que juzgamos fastidiosas, será quizás para la
posteridad más preciosa que los versos de Corneille, Racine, Boileau y
Voltaire. Sí, quizás un folleto desdeñado acaparará toda la atención de esos
nuevos pueblos.
Que nuestros orgullosos escritores no se arroguen,
pues, el derecho de despreciar a cualquiera que hoy, como ellos, se sirve de la
pluma, ya que al autor que será considerado en tres mil años, que dominará las
mentes de ese tiempo, que las iluminará, nadie, de la generación actual, es
capaz de nombrarlo o adivinarlo.
¡París destruido! Jerjes, después de mirar
atentamente el prodigioso ejército que comandaba, derramó lágrimas al pensar que en poco
tiempo tantos miles de hombres desparecerían de la superficie de la tierra. ¿No puedo yo, conmovido por igual sentimiento, llorar de antemano por esta
magnífica ciudad?
Hemos visto en un abrir y cerrar de ojos una ciudad
sepultada entre sus ruinas; cuarenta y cinco mil personas segadas por la
muerte; la fortuna de doscientos mil súbditos, destruida; una pérdida general
de miles de millones: ¡qué imagen de las vicisitudes de las cosas humanas! Ese
acontecimiento terrible ocurrió el 1º de noviembre de 1755.
Y bien, ese rayo que lo destruyó todo, salvó a
Portugal en lo que concierne la política: hubiera sido conquistado sin ese
desastre que propició el inicio de las reformas, puso igualdad entre las
fortunas particulares, reunió los corazones y los espíritus, y alejó las
revoluciones que lo amenazaban.
Si se consideraba su aspecto físico, la antigua
Lisboa no era más que una ciudad de África, es decir una gran aldea, sin orden,
sin proporciones: las calles eran estrechas y mal trazadas. El terremoto abatió
en tres minutos lo que a la mano tímida de los hombres le hubiera llevado tanto
tiempo derribar. Cayó el deplorable gusto de los moros y la ciudad se levantó
suntuosa y soberbia.
¿Qué sabemos sobre lo que surge del fondo de los
desastres? ¿Qué sabemos?... París destruido. ¡Ah, como en Memnón, no dejaré de decir: qué
gran lástima!
"J'ai un très
beau livre à t'apporter; mais je fais un gros travail à ce sujet: Second
tableau de Paris par Sébastien Mercier, Paris pendant la Révolution de 93 jusqu'à Bonaparte; c'est
merveilleux."
Charles Baudelaire, lettre à Mme Aupick,10 aôut 1862.
TABLEAU DE PARIS
SECOND
VOLUME. CHAPITRE CXXXIII
Que
deviendra Paris ?
Thèbes,
Tyr, Persépolis, Carthage, Palmyre ne sont plus. Ces villes qui s'élevaient fièrement
sur le globe, dont la grandeur, la puissance et la solidité semblaient
promettre une durée presqu'éternelle, ont laissé équivoques les traces même du
lieu qu'elles ont occupé !
D'autres
cités, jadis florissantes et peuplées, n'offrent plus aujourd'hui dans un effrayant
désert, que quelques colonnes éparses, quelques monuments brisés, tristes restes
de leur magnificence passée. Hélas ! les
grandes villes modernes éprouveront un
jour la même révolution.
Cette
rivière utilement resserrée dans des quais majestueux et formés de pierres, encombrée
par des débris immenses, se débordera, et formera des étangs bourbeux et infects
; les ruines des édifices boucheront ces rues alignées au cordeau, et dans ces
places où un peuple nombreux s'agite, les animaux venimeux, enfants de la
putréfaction, ramperont autour des colonnes renversées, et à moitié ensevelies.
Est-ce
la guerre, est-ce la peste, est-ce la famine, est-ce un tremblement de terre, est-ce
une inondation, est-ce un incendie, est-ce une révolution politique, qui
anéantira cette superbe ville ? Ou plutôt plusieurs causes réunies
opéreront-elles cette vaste destruction ?
Elle
est inévitable sous la main lente et terrible des siècles, qui mine les empires
les mieux affermis, efface les villes,
et appelle des peuples nouveaux sur la poussière éteinte des peuples anciens.
Échappez,
mon livre, échappez aux flammes ou aux barbares : dites aux générations futures
ce que Paris a été ; dites que j'ai rempli mon devoir de citoyen, que je n'ai
pas passé sous silence les poisons secrets qui donnent aux cités les agitations
de la maladie, et bientôt les convulsions de la mort ! Quand l'épouvantable opulence,
qui se concentre de plus en plus dans un plus petit nombre de mains, aura donné
à l'inégalité des fortunes une disproportion plus effrayante encore, alors ce
grand corps ne pourra plus se soutenir ; il s'affaissera sur lui-même et
périra.
Il
périra ! Dieu ! ah ! quand le sol couvrira insensiblement ses débris, que le
blé croîtra au lieu élevé où j'écris,
qu'il ne restera plus qu'une mémoire confuse du royaume et de la capitale,
l'instrument du cultivateur, en fendant la terre, viendra heurter peut-être la
tête de la statue équestre de Louis XV ; les antiquaires assemblés feront des
raisonnements à l'infini, comme nous en faisons aujourd'hui sur les débris de
Palmyre.
Mais
de quel étonnement ne sera pas frappée la génération d'alors, si la curiosité
la porte à fouiller les débris de cette grande ville, ensevelie et décédée ?
Son squelette gigantesque épouvantera les regards, les travaux exciteront à de
nouveaux travaux, nos neveux, en trouvant nos marbres, nos bronzes, nos
médailles, nos inscriptions, s'agiteront sur ce que nous avons été, et si mon
livre échappe à la destruction, ils prendront peut-être pour un roman
fantastique les vérités qui y sont déposées, tant leurs mœurs et leurs idées seront
différentes des nôtres ! villes anciennes de l'Asie, et qui n'êtes plus !
empires effacés ! générations dont les noms nous sont même inconnus ! fameux
Atlantes ; et vous peuples qui avez respiré sur ce globe, dont la superficie est
incessamment déplacée, dites quels étaient vos arts ? Faut-il que tout périsse
? Et les travaux accumulés de l'homme (qu'il a cru immortaliser par la précieuse
découverte de l'imprimerie) périront-ils, à la fin ; puisque le feu, le despotisme,
les secousses du globe et la barbarie détruisent jusqu'aux feuilles légères où sont
empreintes les pensées utiles du génie ?
Notre
vue plonge dans le monde historique à quatre mille ans, pas davantage ; encore
n’apercevons-nous de ce monde, que des sommités qu'environnent des nuages, et
où la vue se perd. Tous ces faits éloignés, quoique séparés par de grandes
distances, se touchent comme très voisins ; et dans cet intervalle de siècles
une foule prodigieuse d'événements nous échappent. Il en sera de même pour nous
; l'avenir engloutira les faits les plus importants, pour ne laisser que le
souvenir ou le nom des siècles. Ô temps ! les individus, les villes, les royaumes,
tout finit par hic jacet.
Herculanum
et Pompéia, villes détruites par une seule et même éruption du Vésuve, il y a
près de dix-sept cents ans, exhumées de nos jours, nous montrent leurs peintures,
leurs sculptures, leurs arcs, les ustensiles de leurs foyers domestiques ; et
nous avons une idée de l'imagination féconde et de l'habileté des anciens artistes.
La lave, les cendres, la pierre-ponce ont conservé ces monuments, comme pour
nous offrir une future image de ce que nos cités deviendront à leur tour ; mais
peut-on réfléchir à cette catastrophe sans redouter les accidents de la nature,
la fureur des éléments, celle des conquérants, plus terrible encore ?
Qu'offrirons-nous dans deux mille ans aux regards curieux et scrutateurs ?
Quelle est la statue, quel est le livre qui surnagera sur l’abîme de nos arts engloutis
ou renversés par les ravages du temps, ou par le courroux des rois ?
La
poudre infernale (dont les magasins se sont multipliés surtout en Europe, et
auxquels une étincelle suffit pour tout dévorer) ne devient-elle pas, dans les
mains de l'ambition ou de la vengeance, un moyen immense de destruction, et
plus dangereux mille fois que les matières embrasées que les volcans vomissent
de leur inépuisable cratère ? Les fléaux de la nature ne sont plus rien en
comparaison de ceux que l'homme a créés pour sa ruine et celle des populeuses
cités qu'il habite.
Les
manuscrits trouvés dans les maisons d'Herculanum et de Pompéia, qui se
déroulent si lentement, manifestent les caractères de la langue grecque ; mais
c'est le hasard qui nous a livré l'un plutôt que l'autre : ainsi dans trois
mille ans, quel sera l'ouvrage destiné à donner à nos descendants une idée de
nos connaissances morales et physiques ? Quel livre aura l'honneur de rallumer
le flambeau éteint des sciences ? Tel dictionnaire, peut-être, que nous
méprisons aujourd'hui, sera accueilli avec transport ; et une de nos
compilations que nous jugeons fastidieuses, deviendra plus précieuse sans doute
à la postérité, que les vers de Corneille, de Racine, de Boileau et de
Voltaire. Oui, il appartiendra peut-être à une brochure dédaignée, de fixer de
préférence l'attention de ces peuples nouveaux.
Que
nos orgueilleux écrivains ne s'arrogent donc pas le droit de mépriser quiconque
aujourd'hui tient la plume comme eux car l'auteur qui fera fortune dans trois
mille ans, qui dominera les esprits d'alors, qui les éclairera, nul de la
génération actuelle, ne peut ni le nommer ni le deviner.
Paris
détruit ! Xerxès, après avoir attentivement considéré la prodigieuse armée
qu'il commandait, versa des larmes en songeant
qu'avant peu tant de milliers d'hommes disparaitraient de dessus la terre. Et
ne puis-je pas aussi, affecté du même sentiment, pleurer d'avance sur cette superbe
ville ?
On
a vu en un clin d'œil une capitale ensevelie sous ses ruines ; quarante-cinq
mille personnes frappées d'un coup de mort ; la fortune de deux cents mille sujets
détruite ; une perte générale de deux milliards : quel tableau des vicissitudes
des choses humaines ! Ce phénomène terrible arriva le premier novembre 1755.
Eh
bien, ce coup de foudre qui abîma tout, sauva le Portugal aux yeux de la
politique : il était conquis, sans ce désastre qui prêta à la réformation, mit
une égalité aux fortunes particulières, réunit les cœurs et les esprits, et détourna
les révolutions qui le menaçaient.
Considérée
du côté physique, l'ancienne Lisbonne n'était qu'une cité d'Afrique,
c'est-à-dire, une vaste bourgade, sans ordre, sans proportions : les rues
étaient étroites et mal distribuées. Le tremblement abattit en trois minutes ce
que la main timide des hommes aurait été si longtemps à renverser. Le goût déplorable
des Maures tomba, et la ville se releva pompeuse et superbe.
Que
savons-nous sur ce qui sort du sein de désastres ? Que savons-nous ?... Paris
détruit. Oh ! je dirai toujours comme dans Memnon : ce sera bien dommage.