lunes, 8 de octubre de 2018

Simone Weil: Las necesidades del alma

LAS NECESIDADES DEL ALMA

La noción de obligación prima sobre la de derecho, que está subordinada a ella y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación que le corresponde. El cumplimiento efectivo de un derecho no depende de quien lo posee, sino de los demás hombres, que se sienten obligados a algo hacia él. La obligación es eficaz desde el momento en que queda establecida. Pero una obligación no reconocida por nadie no pierde un ápice de la plenitud de su ser. Un derecho no reconocido por nadie no es gran cosa.
Carece de sentido decir que los hombres tienen, por un lado, derechos, y por otro, deberes. Esas palabras sólo expresan puntos de vista diferentes. Su relación es la del objeto y el sujeto. En sí mismo, un hombre sólo tiene deberes, entre los que se cuentan algunos para consigo mismo; los demás, desde su punto de vista, sólo tienen derechos. A su vez, hay derechos cuando a ese hombre se le considera desde el punto de vista de los demás, obligados para con él. Un hombre solo en el universo no tendría ningún derecho pero sí tendría obligaciones.
La noción de derecho, al ser de orden objetivo, no se puede separar de las nociones de existencia y de realidad. Aparece cuando la obligación desciende al ámbito de los hechos; entraña siempre, por tanto, en cierta medida, que se tomen en consideración supuestos de hecho y situaciones particulares. Los derechos siempre están sujetos a condiciones determinadas. La obligación sólo puede ser incondicionada. Se sitúa en un ámbito que está más allá de toda condición porque está más allá de este mundo.
Los hombres de 1789 no reconocían tal ámbito. Sólo admitían el de las cosas humanas. Por ello partieron de la noción de derecho. Pero quisieron instaurar principios absolutos. Esa contradicción les hizo caer en una confusión de lenguaje y de ideas aún presente en la confusión política y social actual. El ámbito de lo eterno, lo universal y lo incondicionado es distinto del ámbito de las condiciones de hecho; y en él habitan nociones diferentes, ligadas a la parte más secreta del alma humana.
La obligación sólo vincula a los seres humanos. No hay obligaciones para las colectividades como tales. Pero sí las hay para todos los individuos que componen una colectividad, la sirven, la dirigen o la representan, tanto en la parte de su vida sujeta a la colectividad como en la que es independiente de ella.
Idénticas obligaciones vinculan a todos los hombres, aunque corresponden a actos diferentes según las situaciones. Ningún ser humano puede sustraerse a sus obligaciones en circunstancia alguna sin cometer un crimen, salvo en el caso de que al ser incompatibles dos obligaciones reales se vea forzado a incumplir una de ellas.
La imperfección de un orden social se mide por la cantidad de situaciones de ese tipo que entraña.
En este caso, habrá crimen cuando la obligación abandonada sea, además, negada.
El objeto de la obligación, en el ámbito de las cosas humanas, es siempre el hombre como tal. Hay obligación hacia todo ser humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición, e incluso aunque el ser humano mismo no reconozca obligación alguna.
Esta obligación no se basa en ninguna situación de hecho, ni en la jurisprudencia, ni en las costumbres, ni en la estructura social, ni en las relaciones de fuerza, ni en la herencia del pasado, ni en el supuesto sentido de la historia. Pues ninguna situación de hecho puede fundamentar una obligación.
Esta obligación no se basa en una convención. Todas las convenciones son modificables por voluntad de los pactantes, mientras que ningún cambio en la voluntad de los hombres puede modificar lo más mínimo esta obligación.
Esta obligación es eterna. Responde al destino eterno el ser humano. Sólo el ser humano tiene un destino eterno. Las colectividades humanas no. Respecto de ellas no hay, por tanto, obligaciones directas que sean eternas. Sólo es eterno el deber hacia el ser humano como tal.
Esta obligación es incondicionada. Si se basa en algo, ese algo no es de este mundo. No está basada en nada de este mundo. Es la única obligación relativa a las cosas humanas no sujeta a ninguna condición.
Esta obligación halla verificación, que no fundamento, en el acuerdo de la conciencia universal. Está expresada en algunos de los textos más antiguos que se conservan. Se la reconoce en todos los casos particulares en que no se la combate por el interés o las pasiones. El progreso se mide por relación a ella.
El reconocimiento de esta obligación se halla expresado de forma confusa e imperfecta —más o menos imperfecta según los casos— en los llamados derechos positivos. En la medida en que los derechos positivos entran en contradicción con ella quedan afectados de ilegitimidad.
Aunque esa obligación eterna responde al destino eterno del ser humano, tal destino no es su objeto directo. El destino eterno de un ser humano no puede ser objeto de obligación alguna porque no está subordinado a acciones exteriores.
El hecho de que un ser humano posea un destino universal sólo impone una obligación: el respeto. La obligación sólo se cumple cuando tal respeto se manifiesta efectivamente, de forma real y no ficticia; y únicamente puede manifestarse a través de las necesidades terrenas del hombre.
La consciencia humana nunca ha variado en este punto. Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: «No dejé a nadie pasar hambre». Los cristianos saben que se exponen a que el propio Cristo les diga un día: «Tuve hambre y no me diste de comer». Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso a un estadio de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión se plantea en términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que teniendo alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio muerto de hambre pase por su lado sin darle nada.
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer. Al ser ésta la obligación más evidente, debe servir de modelo para elaborar la lista de los deberes eternos hacia todo ser humano. Para confeccionar dicha lista con el máximo rigor hay que proceder por analogía a partir de este primer ejemplo.
Así, la lista de las obligaciones hacia el ser humano debe corresponder con la de las necesidades humanas vitales análogas al hambre.
Algunas de estas necesidades son físicas, como el hambre. Son bastante fáciles de enumerar. Atañen a la protección contra la violencia, al alojamiento, al vestido, al calor, a la higiene, a los cuidados en caso de enfermedad.
Hay otras necesidades, en cambio, que no tienen relación con la vida física sino con la vida moral. Pero también son terrenas, como las primeras, y tampoco tienen una relación directa accesible a nuestra inteligencia con el destino eterno del hombre. Son, como las necesidades físicas, necesidades de la vida de aquí abajo. Es decir: si no se satisfacen el hombre cae poco a poco en un estado más o menos análogo a la muerte, más o menos próximo a una vida meramente vegetativa.
Estas necesidades son mucho más difíciles de reconocer y enumerar que las del cuerpo. Pero todo el mundo admite que existen. Cuantas atrocidades pueda cometer un conquistador sobre las poblaciones sometidas —masacres, mutilaciones, hambruna organizada, reducción a la esclavitud o deportaciones masivas— son generalmente consideradas como medidas de la misma especie, aunque la libertad o el país natal no sean necesidades físicas. Todo el mundo es consciente de que hay crueldades que atentan contra la vida del hombre sin atentar contra su cuerpo. Son las que le privan de cierto alimento necesario para la vida del alma.
Las obligaciones —incondicionadas o relativas, eternas o cambiantes, directas o indirectas respecto de las cosas humanas se derivan sin excepción de las necesidades vitales del ser humano. Las que no conciernen a tal o cual ser humano determinado tienen por objeto cosas que desempeñan, en relación con los hombres, un papel análogo al del alimento.
A un campo de trigo no se le debe respeto por sí mismo, sino por ser alimento para los seres humanos.
Análogamente, a una colectividad, sea la que sea — patria, familia u otra cualquiera—, no se le debe respeto por sí misma, sino como alimento de cierto número de almas.
Esta obligación impone en la práctica actitudes o actos diferentes según las situaciones. Pero considerada en sí misma es absolutamente idéntica para todos.
En particular, es absolutamente idéntica para quienes están en el extranjero.
El grado del respeto debido a las colectividades humanas es muy elevado, por varias consideraciones.
En primer lugar, cada una es única, y si se la destruye no puede ser reemplazada. Un saco de trigo siempre se puede sustituir por otro. El alimento que una colectividad suministra al alma de sus miembros no tiene equivalente en todo el universo.
Además, por su duración, la colectividad penetra en el futuro. Es alimento no sólo para las almas de los vivos, sino también para las de los aún no nacidos que vendrán al mundo en los próximos siglos.
Por último, por su duración misma, la colectividad hunde sus raíces en el pasado. Constituye el único órgano de conservación de los tesoros espirituales juntados por los muertos, el único órgano de transmisión mediante el cual los muertos pueden hablar a los vivos. Y la única cosa terrena que tiene una relación directa con el destino eterno del hombre es la irradiación —transmitida de generación en generación— de aquellos que tuvieron plena conciencia de tal destino.
A causa de todo ello, bien puede ocurrir que la obligación para con una colectividad en peligro llegue incluso al sacrificio total. Sin embargo, de ello no se deriva que la colectividad esté por encima del ser humano. Pues también sucede que la obligación de socorrer a un ser humano en peligro deba llegar hasta el sacrificio total, sin que esto implique superioridad alguna por parte del socorrido.
Un campesino, en determinadas condiciones, puede tener que exponerse, para cultivar su campo, al agotamiento, a la enfermedad e incluso a la muerte. Pero siempre tiene presente que en definitiva se trata únicamente de pan.
De forma análoga, incluso en el momento del sacrificio total, a ninguna colectividad se le debe más que un respeto análogo al que se debe al alimento.
 Sin embargo, muy a menudo se invierten los papeles.
Ciertas colectividades, en vez de servir de alimento, devoran a las almas. Hay en tal caso enfermedad social, y la primera obligación es intentar un tratamiento; en determinadas circunstancias puede ser necesario inspirarse en los métodos quirúrgicos.
También en este punto la obligación es la misma tanto para quienes están dentro de la colectividad como para quienes están fuera.
Puede ocurrir también que una colectividad proporcione a las almas de sus miembros un alimento insuficiente. En ese caso es necesario mejorarla.
Por último, hay colectividades muertas que, sin llegar a devorar a las almas, tampoco las alimentan. Si es seguro que están completamente muertas, que no se trata de un letargo pasajero, hay que aniquilarlas.
El primer estudio a realizar es el de las necesidades que son a la vida del alma lo que las necesidades de alimento, de sueño y de calor son a la vida del cuerpo. Hay que intentar enumerarlas y definirlas.
No se las debe confundir nunca con los deseos, los caprichos, las fantasías o los vicios. También es preciso discernir lo esencial de lo accidental. El hombre no tiene necesidad de arroz o de patatas, sino de alimento; ni de madera o de carbón, sino de calefacción. Igualmente, para las necesidades del alma se debe reconocer las satisfacciones diferentes, aunque equivalentes, que responden a las mismas necesidades. También hay que distinguir los alimentos del alma de los venenos que, durante algún tiempo, puede parecer que sustituyen al alimento.
La falta de un estudio de este tipo lleva a los gobiernos, cuando tienen buenas intenciones, a dar palos de ciego. He aquí algunas indicaciones.

EL ORDEN

La primera necesidad del alma humana, la más próxima a su destino universal, es el orden: un tejido de relaciones sociales tal que nadie se vea forzado a violar obligaciones rigurosas para cumplir otras obligaciones. Únicamente en este caso el alma sufre violencia espiritual por parte de las circunstancias exteriores. Pues quien deja de cumplir una obligación sólo por amenaza de muerte o de sufrimiento puede desinteresarse de ello y sólo su cuerpo quedará lastimado. Pero a quien las circunstancias le hagan incompatibles los actos prescritos por varias obligaciones estrictas, ése, sin que tenga la posibilidad de defenderse, quedará herido en su amor al bien.
Hoy día hay un grado muy elevado de desorden y de incompatibilidad entre obligaciones.
Quien actúa en el sentido de aumentar esa incompatibilidad es un factor de desorden. Quien lo hace en el sentido de disminuirla es un factor de orden. Quien niega determinadas obligaciones para simplificar los problemas ha concertado en su corazón una alianza con el crimen.
Desgraciadamente no se dispone de método alguno para aminorar esta incompatibilidad. Ni siquiera se tiene la certeza de que la idea de un orden donde todas las obligaciones fueran compatibles no sea más que una ficción. Cuando el deber desciende al plano de los hechos entra en juego un número tan grande de relaciones independientes que la incompatibilidad parece bastante más probable que la compatibilidad.
Sin embargo, diariamente tenemos ante los ojos el ejemplo del universo, donde una infinidad de acciones mecánicas independientes concurre para constituir un orden que permanece fijo a través de la variación. Por eso amamos la belleza del mundo, pues tras ella sentimos la presencia de algo análogo a la sabiduría que desearíamos poseer para saciar nuestro deseo de bien.
En un plano inferior, las obras de arte verdaderamente bellas ofrecen ejemplos de conjuntos en los que, de un modo imposible de comprender, determinados factores independientes concurren para constituir una belleza única.
Por último, el sentimiento de las diversas obligaciones procede siempre de un deseo de bien único, fijo e idéntico en todo hombre, desde el nacimiento hasta la muerte. Este deseo, que arde perpetuamente en el fondo de nosotros, impide que nos resignemos a las situaciones de incompatibilidad entre obligaciones. O recurrimos a la mentira para olvidar que existen, o nos debatimos ciegamente para escapar a la incompatibilidad.
La contemplación de auténticas obras de arte, y más aún la de la belleza del mundo, e, incluso mucho más aún, la contemplación del bien desconocido al que aspiramos, puede afirmarnos en el esfuerzo de pensar continuamente acerca del orden humano que debe ser nuestro primer objeto de atención.
Los grandes fautores de violencia se han enardecido contemplando la fuerza mecánica ciega que es soberana en el universo entero.
Si contemplamos el mundo mejor que ellos hallaremos mayor estímulo al considerar que las innumerables fuerzas ciegas son limitadas, que se combinan en equilibrio y concurren en una unidad en virtud de algo que no comprendemos, pero que amamos, y a lo que llamamos belleza.
Si tenemos siempre presente la idea de un orden humano verdadero; si pensamos en él como en un objeto al que se debe un sacrificio total si se presenta la ocasión, estaremos en la situación de un hombre que camina de noche sin guía pero sin dejar de pensar en la dirección que desea seguir. Para tal caminante hay una esperanza grande.
El orden es la primera necesidad; está incluso por encima de las necesidades propiamente dichas. Para poder pensarlo hay que conocer las demás necesidades.
La primera característica que distingue las necesidades de los deseos, las fantasías o los vicios, y los alimentos de las golosinas o de los venenos, es que las necesidades son limitadas, al igual que los alimentos que les corresponden. Un avaro nunca tiene oro suficiente, pero a todo hombre, si se le da pan a discreción, llegará un momento en que le baste. El alimento suscita la saciedad. Lo mismo ocurre con los alimentos del alma.
La segunda característica, relacionada con la primera, es que las necesidades se ordenan por parejas de contrarios y deben combinarse en equilibrio. El hombre tiene necesidad de alimento, pero también de un intervalo entre las comidas; tiene necesidad de calor y frescor, de reposo y ejercicio. Igual ocurre con las necesidades del alma.
Lo que suele llamarse justo medio consiste en realidad en la no satisfacción ni de una ni de otra de las necesidades contrarias. Constituye una caricatura del verdadero equilibrio, en virtud del cual las necesidades contrarias se satisfacen ambas plenamente.


LA LIBERTAD

Un alimento indispensable para el alma humana es la libertad. En sentido estricto consiste en la posibilidad de elección. Se trata, desde luego, de una posibilidad real. Donde hay vida en común resulta inevitable que las reglas impuestas por la utilidad común limiten la elección.
Pero la libertad no es menor o mayor según que los límites sean más o menos estrechos. Su plenitud no tiene lugar en condiciones tan fácilmente mensurables.
Las reglas deben ser suficientemente razonables y simples para que cualquiera que lo desee y disponga de una capacidad de atención media pueda comprender, por un lado, la utilidad a la que corresponden y, por otro, las necesidades de hecho que las han impuesto. Deben emanar de una autoridad que no sea vista como extraña ni como enemiga, sino que sea amada como perteneciente a los dirigidos por ella. Las reglas deben ser suficientemente estables, poco numerosas y lo bastante generales para que el pensamiento pueda asimilarlas de una vez por todas y no tope con ellas cada vez que haya de tomar una decisión.
En tales condiciones, la libertad de los hombres de buena voluntad, aunque de hecho limitada, es total en la conciencia. Pues, al estar las reglas incorporadas a su mismo ser, las posibilidades prohibidas no se presentan a su pensamiento y por tanto no han de ser rechazadas. Así, el hábito de no comer cosas repugnantes o peligrosas imprimido por educación no es sentido por un hombre normal como un límite a su libertad en el ámbito de la alimentación. Sólo el niño lo siente así.
Quienes carecen de buena voluntad o siempre siguen siendo infantiles jamás son libres, en ningún estado de la sociedad.
Cuando las posibilidades de elección son tan amplias que resultan nocivas para la utilidad común los hombres no disfrutan de la libertad. O se refugian en la irresponsabilidad, la puerilidad y la indiferencia, donde sólo hallan tedio, o se sienten continuamente abrumados de responsabilidad por temor a perjudicar a los demás. En este caso, creyendo erróneamente que poseen la libertad y sintiendo que no gozan de ella, llegan a pensar que la libertad no es un bien.


LA OBEDIENCIA

 La obediencia es una necesidad vital del alma humana. Es de dos tipos: obediencia a las reglas establecidas y obediencia a los seres humanos vistos como jefes. Implica el consentimiento, no a cada una de las órdenes recibidas, sino de una vez para siempre, con la única salvedad llegado el caso de las exigencias de la conciencia. Debe ser generalmente admitido, y en primer lugar por los jefes, que es el consentimiento, y no el temor al castigo o el incentivo de la recompensa, lo que constituye en realidad el móvil principal de la obediencia, al objeto de que la sumisión no sea jamás sospechosa de servilismo. También es preciso saber que quienes mandan obedecen a su vez; y toda la jerarquía ha de estar orientada hacia un objetivo cuyo valor y cuya grandeza sean sentidos por todos, desde el primero hasta el último.
Por ser la obediencia un alimento necesario del alma, quien esté definitivamente privado de ella es un enfermo. Así, toda colectividad regida por un jefe soberano no responsable ante nadie se halla en manos de un enfermo.
Por ello, cuando un hombre es situado de por vida a la cabeza de la organización social, ha de ser un símbolo y no un jefe, como ocurre con el rey de Inglaterra; además, es preciso que las formas sociales limiten su libertad más estrechamente que la de cualquier hombre del pueblo. De esa forma, los jefes efectivos, aunque sean jefes, tienen a alguien por encima de ellos; por otro lado, para no romper la continuidad, también pueden ser sustituidos, y así recibir cada uno de ellos su indispensable ración de obediencia.
Quienes someten a las masas humanas por la violencia y la crueldad las privan a un tiempo de dos alimentos vitales: la libertad y la obediencia; pues pierden su poder de acordar consentimiento interior a la autoridad que padecen. Quienes favorecen un estado de cosas tal que el incentivo del beneficio sea el móvil principal para los hombres sustraen a éstos a la obediencia, pues el consentimiento, su principio, no es algo que se pueda vender.
Multitud de signos muestran que los hombres de nuestra época están desde hace tiempo hambrientos de obediencia. Pero se ha aprovechado la ocasión para darles la esclavitud.


LA RESPONSABILIDAD

La iniciativa y la responsabilidad, la sensación de ser útil, e incluso indispensable, son necesidades vitales del alma humana. La privación completa de ambas se da en el parado, aunque perciba un subsidio que le permita comer, vestirse y alojarse. El parado no es nadie en la vida económica, y la papeleta de voto que constituye su participación en la vida política carece de sentido para él. El peón apenas si está en mejor situación. La satisfacción de la necesidad de responsabilidad exige que un hombre tome con frecuencia decisiones en los problemas, grandes o pequeños, que afectan a intereses que no son los suyos propios, pero con los que se siente comprometido. También es necesario que tenga que aportar su esfuerzo continuamente. Por último, debe poder abarcar intelectualmente la obra entera de la colectividad de la que es miembro, incluidos los ámbitos en que nunca tiene decisión que tomar o consejo que dar. Para ello es indispensable que se le dé a conocer esa obra, que se le exija tomar interés, que se le haga percibir su valor, su utilidad y, llegado el caso, su grandeza; y que se le haga comprender claramente el papel que desempeña en ella. Toda colectividad, del tipo que sea, que no proporcione estas satisfacciones a sus miembros está deteriorada y debe ser transformada. En toda personalidad un poco fuerte la necesidad de iniciativa llega hasta la necesidad de mando. Una vida local y regional intensa y una multitud de obras educativas y de movimientos juveniles deben dar a todo el que no sea incapaz la ocasión de mandar durante algunos períodos de su vida.


 LA IGUALDAD

La igualdad es una necesidad vital del alma humana. Consiste en el reconocimiento público, general y efectivo, expresado por las instituciones y las costumbres, de que a todo ser humano se le debe la misma cantidad de respeto y de consideración; porque el respeto se le debe al ser humano como tal, y en esto no hay gradaciones.
Por tanto, las inevitables diferencias entre los hombres jamás deben implicar un diferente grado de respeto. Para que no se vivan con esta significación es necesario que haya cierto equilibrio entre la igualdad y la desigualdad.
Una combinación determinada de la igualdad y la desigualdad está constituida por la igualdad de posibilidades. Si cualquiera puede alcanzar el rango social correspondiente a la función que es capaz de desempeñar, y si la educación está lo bastante extendida para que nadie se vea privado de ninguna capacidad por el mero hecho de su nacimiento, la esperanza es la misma para todos los niños. Así cada hombre es igual en esperanza a cualquier otro, por su propia cuenta cuando es joven, y por cuenta de sus hijos después.
Sin embargo, cuando esta combinación aparece sola y no como un factor entre otros, no constituye en modo alguno un equilibrio, sino que, por el contrario, encierra grandes peligros.
En primer lugar, para quien se halle en una situación inferior y sufra por ello, saber que tal situación se debe a su incapacidad y que todos lo saben no constituye un consuelo sino que redobla su amargura; según los caracteres, unos pueden deprimirse y otros verse llevados al crimen.
Además, de esta forma se crea inevitablemente en la vida social una especie de bomba aspirante hacia arriba. De ello resulta una enfermedad social si un movimiento descendente no restablece el equilibrio con el ascendente. En la medida en que el hijo de un mozo de granja pueda llegar algún día a ser ministro, un hijo de ministro debe poder llegar a ser mozo de granja. El grado de esta segunda posibilidad no puede ser relevante sin un grado muy peligroso de coerción social.
Este tipo de igualdad, si actúa sola y sin límites, da a la vida social un grado de fluidez que la descompone.
Hay métodos menos groseros para combinar la igualdad y la diferencia. El primero es la proporción. La proporción se define como la combinación de igualdad y de desigualdad, y es el único factor de equilibrio en todo el universo.
Aplicada al equilibrio social, la proporción impondría a cada hombre cargas correspondientes al poder o bienestar que posee, y, recíprocamente, los riesgos correspondientes en caso de incapacidad o de falta. Por ejemplo, un patrón incapaz o culpable de una falta para con sus obreros tendría que sufrir más en su alma y en su carne que un obrero incapaz o culpable de falta para con su patrón. Además, todos los obreros tendrían que saber que ello es así. Esto implica, por un lado, una cierta organización de los riesgos y, por otro, en derecho penal, una concepción del castigo, en la que el rango social constituyera siempre una circunstancia agravante en la determinación de la pena. Con mayor razón, el ejercicio de altas funciones públicas debe implicar graves riesgos personales.
Otra forma de hacer compatibles igualdad y diferencia consiste en quitarles a las diferencias, siempre que sea posible, todo carácter cuantitativo. Donde sólo hay diferencia de naturaleza y no de grado no hay ninguna desigualdad.
Al hacer del dinero el estímulo único o casi único de todos los actos, la medida única o casi única de todas las cosas, el veneno de la desigualdad se ha diseminado por todas partes. Cierto que se trata de una desigualdad móvil, no vinculada a las personas, pues el dinero se gana y se pierde; pero no por ello la desigualdad es menos real.
Hay dos tipos de desigualdad, a los que corresponden dos estímulos diferentes. La desigualdad más o menos estable, como la de la antigua Francia, suscita la idolatría de los superiores —no sin una mezcla de odio contenido— y la sumisión a sus órdenes. La desigualdad móvil, fluida, suscita el deseo de ascender. Y no está más próxima a la igualdad que la primera, amén de ser igualmente dañina. La Revolución de 1789, al dar prioridad a la igualdad, no hizo en realidad más que consagrar la sustitución de una forma de desigualdad por otra.
Cuanta mayor igualdad hay en una sociedad menor es la acción de los dos estímulos vinculados a estas dos formas de desigualdad, requiriéndose por tanto estímulos distintos.
La igualdad será tanto mayor cuanto que cada una de las diferentes condiciones humanas no sean vistas como más o menos que las demás, sino simplemente como condiciones distintas. Cuando las profesiones de minero y de ministro sean sólo dos vocaciones distintas, como las de poeta y de matemático. Cuando la dureza material que va unida a la condición de minero sea tenida como un honor de quienes la padecen.
En tiempo de guerra, si un ejército tiene el espíritu que debe tener, un soldado debe sentirse contento y orgulloso de estar en primera línea y no en el cuartel general; y un general debe sentirse igualmente feliz y orgulloso de que la suerte de la batalla se base en su pensamiento; al mismo tiempo, el soldado admirará al general y el general al soldado. Un equilibrio semejante constituye una igualdad. Habría, pues, igualdad en las condiciones sociales si hubiera este equilibrio entre ellas.
Esto implica, para cada rango, las muestras de consideración que le corresponden, sin mentiras.


LA JERARQUÍA

La jerarquía es una necesidad vital del alma humana. Está constituida por una cierta veneración, por una cierta devoción hacia los superiores, considerados no en sus personas ni en el poder que ejercen, sino como símbolos. Símbolos de ese ámbito que está por encima de los hombres y cuya expresión en este mundo son las obligaciones de cada uno para con sus semejantes. Una verdadera jerarquía implica que los superiores tengan consciencia de esta función de símbolo y de que ésa constituye el único objeto legítimo de devoción por parte de sus subordinados. La verdadera jerarquía tiene la consecuencia de llevar a cada uno a instalarse moralmente en el lugar que ocupa.


EL HONOR

El honor es una necesidad vital del alma humana. El respeto debido a cada ser humano como tal, aunque le sea dispensado efectivamente, no basta para satisfacer esta necesidad, pues dicho respeto es idéntico para todos, e inmutable, mientras que el honor no se relaciona simplemente con el ser humano como tal sino con éste considerado en su entorno social. La necesidad de honor queda plenamente satisfecha cuando cada una de las colectividades de las que es miembro un ser humano le ofrece una parte en la tradición de grandeza contenida en su pasado y públicamente reconocida desde fuera.
Por ejemplo, para que en la vida profesional se satisfaga la necesidad de honor es preciso que a cada profesión le corresponda alguna colectividad realmente capaz de conservar vivo el recuerdo de los tesoros de grandeza, de heroísmo, de probidad, de generosidad y de genio empleados en el ejercicio de tal profesión.
Toda opresión acarrea la insatisfacción de esta necesidad, ya que las tradiciones de grandeza de los oprimidos no se reconocen, por falta de prestigio social.
Tal es siempre la consecuencia de la conquista. Vercingetórix no fue un héroe para los romanos. Si los ingleses hubieran conquistado Francia en el siglo XV, Juana de Arco habría sido olvidada completamente, incluso en buena medida por nosotros. Hoy les hablamos de ella a los annamitas y a los árabes, pero ellos saben que entre nosotros no se habla de sus héroes ni de sus santos; por eso, la situación en que les mantenemos constituye un atentado a su honor.
La opresión social tiene idénticas consecuencias. Guynemer y Mermoz son conocidos por la opinión pública merced al prestigio social de la aviación; el heroísmo en ocasiones increíble desplegado por mineros o pescadores apenas si tiene resonancia en los ambientes de esos mismos oficios.
El grado extremo de privación de honor lo constituye la ausencia total de consideración infligida a determinadas categorías de seres humanos. Tales son, en Francia, en sus diversas modalidades, las prostitutas, los condenados, los policías, el subproletariado de inmigrados y de indígenas coloniales… Tales categorías no deben existir.
Sólo el crimen debe privar de consideración social a quien lo ha cometido; y el castigo debe devolvérsela.


EL CASTIGO

El castigo es una necesidad vital del alma humana. Puede ser de dos tipos: disciplinario y penal. Los del primer tipo ofrecen una seguridad contra el desfallecimiento, luchar contra el cual sería demasiado agotador de no existir un apoyo externo. Pero el castigo más indispensable para el alma es el del crimen. Con el crimen un hombre se sitúa a sí mismo al margen de la red de obligaciones eternas que vinculan a cada ser humano con todos los demás. No se le puede reintegrar a ella más que por el castigo; de forma plena si hay consentimiento por su parte, y, si no, imperfectamente. Del mismo modo que la única manera de respetar al que pasa hambre es darle de comer, igualmente el único medio de respetar al que se ha situado fuera de la ley es reintegrarlo a ella sometiéndole al castigo que dicha ley prescriba.
La necesidad de castigo no queda satisfecha cuando, como suele ocurrir, el código penal sólo es un procedimiento de coerción por medio del terror.
La satisfacción de esta necesidad exige en primer lugar que cuanto concierna al derecho penal tenga un carácter solemne y sagrado; que la majestad de la ley se transmita al tribunal, a la policía, al acusado, al condenado, y ello incluso en los delitos de poca importancia, siempre que puedan implicar la privación de la libertad. Es preciso que el castigo constituya un honor; que no solamente sirva para borrar el oprobio del crimen sino que además sea visto como una educación suplementaria que obligue a mayor grado de entrega al bien público. Igualmente es necesario que la dureza de las penas corresponda al carácter de las obligaciones violadas y no a los intereses de la seguridad de la sociedad.
La falta de consideración de la policía, la ligereza de los magistrados, el régimen de las prisiones, el desclasamiento de los condenados, la escala de las penas, que contempla una punición mucho más cruel para diez robos menores que para una violación o ciertos asesinatos, y que incluso prevé castigos para la simple desgracia, todo ello impide que exista entre nosotros algo que merezca el nombre de castigo.
Tanto para las faltas como para los delitos, el grado de impunidad no debe aumentar cuando se asciende en la escala social sino cuando se desciende en ella. De lo contrario, los sufrimientos infligidos se experimentan como coerciones e incluso como abusos de poder, y no constituyen castigos. Sólo hay castigo cuando el sufrimiento va acompañado en algún momento, aunque sea con posterioridad, en el recuerdo, de un sentimiento de justicia. Así como el músico despierta el sentimiento de belleza a través de los sonidos, de la misma manera el sistema penal debe saber despertar el sentido de la justicia en el criminal a través del dolor, e incluso, en el peor caso, con la muerte. Al igual que se dice del aprendiz herido que el oficio le entra en el cuerpo, así el castigo es un método para hacer entrar la justicia en el alma del criminal mediante el sufrimiento de la carne.
La cuestión acerca del procedimiento mejor para impedir que arriba de todo se forme una conspiración para tener impunidad es uno de lo problemas políticos más difíciles de resolver. No se podrá resolver más que si uno o más hombres tienen como cometido impedir una conspiración semejante y se hallan en una situación tal que no puedan tener la tentación de unirse a ella.


LA LIBERTAD DE OPINIÓN

A la libertad de opinión y a la libertad de asociación se las menciona generalmente juntas. Es un error. Salvo en el caso de las agrupaciones naturales, la asociación no es una necesidad, sino un expediente de la vida práctica.
La libertad de expresión total, ilimitada, para toda opinión, cualquiera que sea, sin ninguna restricción o reserva, es una necesidad absoluta para la inteligencia. Consiguientemente, es una necesidad del alma, ya que cuando la inteligencia se encuentra a disgusto el alma entera está enferma. La naturaleza y los límites de la satisfacción de esta necesidad están inscritos en la estructura misma de las diferentes facultades del alma. Pues una misma cosa puede ser limitada e ilimitada, de igual modo que se puede prolongar indefinidamente la longitud de un rectángulo sin que deje de estar limitado en su anchura.
En un ser humano, la inteligencia se puede ejercer de tres maneras. Puede trabajar sobre problemas técnicos, es decir, hallar los medios para llegar a un fin dado de antemano. Puede aportar luz cuando se trata de una deliberación de la voluntad en la elección de una orientación. Puede finalmente operar sola, separada de las demás facultades, en una especulación puramente teórica de la que se haya descartado provisionalmente toda preocupación por la acción.
En un alma sana, la inteligencia se ejerce alternativamente de las tres maneras, con grados diferentes de libertad. En su primera función es una sirvienta. En la segunda es destructiva y debe ser reducida al silencio cuando empiece a dar argumentos a la parte del alma que, en todo aquel que no se halla en estado de perfección, se pone siempre del lado del mal. Pero cuando opera sola y separada conviene que disponga de una libertad soberana. De lo contrario le falta al ser humano algo esencial.
Ocurre lo mismo en una sociedad sana. Por ello sería deseable constituir una reserva de libertad absoluta en el ámbito de la edición, pero quedando convenido que las obras publicadas en ese ámbito reservado no comprometen en grado alguno a los autores y no contienen ningún consejo para los lectores. Ahí se podría exponer con toda su fuerza argumentos en favor de causas malignas. Es bueno y saludable que se expongan. Cualquiera podría hacer el elogio de lo que más reprobase. Sería público y notorio que el objeto de tales obras no es definir la posición de los autores acerca de los problemas de la vida, sino contribuir, por medio de investigaciones preliminares, a la enumeración completa y correcta de los datos relativos a cada problema. La ley impediría que su publicación entrañara cualquier tipo de riesgo para el autor.
Por el contrario, las publicaciones destinadas a influir en lo que se llama la opinión, es decir, en el gobierno de la vida, constituyen actos, y se deben someter a las mismas restricciones que todos los actos. Dicho de otra forma: no deben causar ningún perjuicio ilegítimo en ningún ser humano, y, sobre todo, jamás deben contener negación alguna, explícita o implícita, de las obligaciones eternas hacia el ser humano, a partir del momento en que tales obligaciones han sido solemnemente reconocidas por la ley.
La distinción de los dos ámbitos, el que queda fuera de la acción y el que forma parte de ella, es imposible de formular sobre el papel en lenguaje jurídico. Pero ello no impide en absoluto que dicha distinción quede perfectamente clara. La separación de ámbitos es fácil de establecer de hecho sólo con que la voluntad de llevarla a cabo sea suficientemente firme.
Está claro, por ejemplo, que la prensa diaria y semanal se halla enteramente en el segundo ámbito. También las revistas, pues todas ellas constituyen un foco de irradiación de determinada manera de pensar; sólo las que renunciaran a dicha función podrían aspirar a la libertad total.
Lo mismo en lo que respecta a la literatura. Sería una solución para el debate recientemente sostenido sobre moral y literatura, oscurecido por el hecho de que todas las personas de talento, por solidaridad profesional, se hallaban de un lado, y los imbéciles y los cobardes del otro.
Sin embargo, la posición de los imbéciles y de los cobardes no dejaba de ser en gran medida razonable. Los escritores tienen una forma inadmisible de jugar a dos barajas. Nunca como en nuestra época habían aspirado a la función de directores de conciencia ni la habían ejercido. De hecho, en los años que precedieron a la guerra, sólo los sabios se la disputaron. El puesto en otro tiempo ocupado por los curas en la vida moral del país era ocupado ahora por físicos y novelistas, lo que basta para medir el valor de nuestro progreso. Sin embargo, si alguien pidiera cuentas a los escritores acerca de la orientación de su influencia, se refugiarían indignados en el privilegio sagrado del arte por el arte.
No cabe duda, por ejemplo, de que Gide supo siempre que libros como Les Nourritures terrestres o Les Caves du Vatican influyen en el comportamiento práctico de cientos de jóvenes, y se enorgullecía de ello. A partir de este momento no hay, pues, motivo alguno para situar tales libros tras la barrera intocable del arte por el arte, ni tampoco para encarcelar a un joven que arroje a alguien de un tren en marcha. Se podría reclamar igualmente los privilegios del arte por el arte en favor del crimen. Los surrealistas no anduvieron lejos de ello. Lo que tantos imbéciles han repetido hasta la saciedad sobre la responsabilidad de los escritores en nuestra derrota es, por desgracia, absolutamente cierto.
A un escritor que, gracias a la libertad total concedida a la inteligencia pura, publicara escritos contrarios a los principios morales reconocidos por la ley, y que luego se convirtiera en un foco de influencia público y notorio, sería fácil preguntarle si está dispuesto a admitir públicamente que tales escritos no expresan su posición. Si así no fuera, resultaría fácil castigarle. Si mintiese, sería fácil deshonrarle. Además, debe quedar establecido que un escritor, a partir del momento en que ocupa una posición influyente en la dirección de la opinión pública, no puede aspirar ya a una libertad ilimitada. También aquí es imposible una definición jurídica, pero los hechos no son difíciles de discernir. No hay por qué limitar la soberanía de la ley al ámbito de las cosas expresables en fórmulas jurídicas, pues dicha soberanía se ejerce asimismo mediante los juicios de equidad.
Además, la necesidad misma de libertad, esencial a la inteligencia, exige una protección contra la sugestión, la propaganda, la influencia por obsesión. Pues constituyen formas de coerción: de una coerción particular que no va acompañada de miedo o de dolor físico pero que no por ello es menos violenta. La técnica moderna la provee de instrumentos extremadamente eficaces. Por naturaleza, dicha coerción es colectiva, y sus víctimas son las almas humanas.
El Estado se vuelve criminal si emplea tal coerción, salvo en caso de imperiosa necesidad pública. Además, debe prohibir su uso. La publicidad, por ejemplo, debe estar rigurosamente limitada por ley; su volumen ha de reducirse muy considerablemente y debe estar rigurosamente prohibido que aborde temas que pertenezcan al ámbito del pensamiento.
Por otro lado, puede haber represión contra la prensa, las emisiones radiofónicas y demás no sólo cuando atenten contra los principios de moralidad públicamente reconocidos, sino también cuando hagan uso de la bajeza de tono y de pensamiento, del mal gusto, de la vulgaridad, y contribuyan a crear una atmósfera moral solapadamente corruptora. Dicha represión puede llevarse a cabo sin afectar lo más mínimo a la libertad de opinión. Por ejemplo, un diario puede ser suprimido sin que los miembros de la redacción pierdan el derecho a publicar donde mejor les parezca o, incluso, en los casos menos graves, a seguir agrupados para mantener el mismo diario bajo otro nombre. Sólo que dicho diario habrá sido acusado públicamente de infamia y correrá el riesgo de volver a serlo. La libertad de opinión se debe exclusivamente y con reservas al periodista, no al periódico, ya que sólo el periodista tiene capacidad de formar opinión.
De manera general, todos los problemas que conciernen a la libertad de expresión quedan aclarados si se conviene que tal libertad constituye una necesidad de la inteligencia, y que la inteligencia reside únicamente en el ser humano considerado solo. El ejercicio colectivo de la inteligencia no existe. En consecuencia, ningún grupo puede aspirar legítimamente a la libertad de expresión, pues no la necesita para nada.
Por el contrario, la protección de la libertad de pensar exige que la ley prohíba a todo grupo la posibilidad de expresar una opinión. Pues cuando un grupo afirma tener opiniones tiende inevitablemente a imponerlas a sus miembros. Tarde o temprano se impide a los individuos, de forma más o menos rigurosa, sostener opiniones opuestas a las del grupo en una cantidad de problemas más o menos amplia, a menos que lo abandonen. Pero la ruptura con el grupo del que se es miembro entraña siempre sufrimientos, cuando menos de carácter sentimental. Y mientras que el riesgo y la posibilidad de sufrimiento son elementos sanos y necesarios en la acción, resultan en cambio perjudiciales en el ejercicio de la inteligencia. Un temor, incluso leve, provoca siempre, según el grado de valor, sumisión o rigidez, y esto basta para desajustar ese instrumento de precisión extremadamente delicado y frágil que constituye la inteligencia. También la amistad es, en este sentido, un gran peligro. La inteligencia está derrotada a partir del momento en que la expresión del pensamiento va precedida, explícita o implícitamente, de la palabra «nosotros». Y cuando la luz de la inteligencia se ofusca, al cabo de un tiempo harto breve se extravía el amor al bien.
La solución práctica inmediata consiste en la abolición de los partidos políticos. La lucha de partidos, tal como se daba en la Tercera República, resulta intolerable; el partido único, que es por otro lado su consecuencia inevitable, constituye el grado extremo del mal; no queda otra posibilidad, pues, que una vida pública sin partidos. Hoy tamaña idea puede parecer nueva y atrevida. Tanto mejor, puesto que precisamos algo nuevo. Aunque en realidad se trata simplemente de la tradición de 1789.
Desde la perspectiva de las gentes de 1789, no había siquiera otra posibilidad; una vida pública como la nuestra en el último medio siglo les habría parecido una pesadilla horrible; no habrían considerado admisible que un representante del pueblo pudiera abdicar de su dignidad hasta el punto de convertirse en miembro disciplinado de un partido.
Rousseau mostró claramente que la lucha de partidos aniquila automáticamente la República. Había predicho sus consecuencias. En este momento sería bueno fomentar la lectura de El Contrato Social. Pues hoy donde ha habido partidos políticos la democracia está muerta. De todos es sabido que los partidos ingleses tienen una tradición, un espíritu y una función tales que los hacen incomparables a los demás. Asimismo, los equipos concurrentes en Estados Unidos no son propiamente partidos políticos. Una democracia en que la vida pública esté constituida por la lucha de partidos es incapaz de impedir la formación de uno que tenga como fin declarado destruirla. Si promulga leyes de excepción, asfixiará la democracia. Si no lo hace, estará tan segura como un pájaro ante una serpiente.
Habría que distinguir entre dos tipos de agrupaciones, a saber: de un lado, los grupos de intereses, donde la organización y la disciplina estarían en cierta medida autorizadas; de otro, los grupos de ideas, donde estarían rigurosamente prohibidas. En la situación presente es bueno permitir que las personas se agrupen en defensa de intereses tales como salarios y similares, que se les deje actuar dentro de límites muy estrechos y bajo la supervisión permanente de los poderes públicos. Pero no debe permitirse que toquen las ideas. Los grupos donde se debaten ideas no han de ser tanto grupos cuanto medios más o menos fluidos. Cuando se diseña una acción, no hay razón alguna para que sea ejecutada por personas diferentes de quienes la aprueban.
En el movimiento obrero, por ejemplo, una distinción semejante pondría fin a una intrincada confusión. En el período anterior a la guerra tres orientaciones reclamaban la atención de todos los obreros y tironeaban constantemente de ellos. En primer lugar, la lucha por los salarios; en segundo lugar, los restos cada vez más débiles pero siempre vivos del viejo espíritu sindicalista de antaño, idealista y más o menos libertario; por último, los partidos políticos. Con frecuencia, en el curso de una huelga, los obreros que sufrían y luchaban eran absolutamente incapaces de discernir si se trataba de salarios, de un impulso del viejo espíritu sindical o de una operación política dirigida por un partido; y tampoco podía saberse desde fuera.
Una situación así es imposible. Cuando estalló la guerra en Francia los sindicatos estaban muertos o casi muertos, a pesar de los millones de afiliados o por causa de ellos. Tras un prolongado letargo, recobraron un embrión de vida con ocasión de la resistencia al invasor. Pero esto no prueba que sean viables. Es del todo evidente que habían sido aniquilados, o casi, por dos venenos, cada uno de los cuales, por separado, era mortal.
Los sindicatos no pueden vivir si los obreros están tan preocupados por los salarios como lo están mientras trabajan a destajo en la fábrica. En primer lugar, porque de ello resulta esa especie de muerte moral causada siempre por la obsesión del dinero. Y también porque, en las condiciones sociales actuales, el sindicato, al ser un factor de actuación permanente en la vida económica del país, acaba por transformarse inevitablemente en una organización profesional única, obligatoria y asimilada a la vida oficial. Pasa así al estado de cadáver.
Por otro lado, es igualmente evidente que el sindicato no puede vivir junto a los partidos políticos. Hay en ello una imposibilidad del orden de las leyes mecánicas. Análogamente, el partido socialista no puede vivir junto al partido comunista, ya que el segundo posee la cualidad de partido, si puede decirse así, en un grado mucho más elevado.
Además, la obsesión por los salarios refuerza la influencia comunista, porque las cuestiones de dinero, al afectar tan vivamente a todo el mundo, imponen al mismo tiempo en todos un tedio tan mortal que resulta indispensable, como compensación, la perspectiva apocalíptica de la revolución en su versión comunista. Si los burgueses no sienten la misma necesidad de apocalipsis es porque las cifras elevadas cobran una poesía y un prestigio que atenúa en parte el hastío ligado al dinero, mientras que cuando éste se cuenta por perras chicas ese hastío se da en su estado puro. Por otro lado, la inclinación de los burgueses grandes y pequeños hacia el fascismo muestra que, pese a todo, también ellos se hastían.
El gobierno de Vichy creó en Francia organizaciones profesionales únicas y obligatorias para los obreros. Es de lamentar que se les haya dado, como está de moda actualmente, el nombre de corporación, nombre que en realidad designa algo muy diferente y muy bello. Sin embargo, por fortuna esas organizaciones muertas están ahí para asumir la parte muerta de la actividad sindical. Sería peligroso suprimirlas. Es preferible que carguen con la acción cotidiana de los salarios y de las reivindicaciones inmediatas. Por lo que hace a los partidos políticos, si todos estuviesen rigurosamente prohibidos en un clima general de libertad, es de esperar que su existencia clandestina fuese cuando menos difícil. En tal caso, los sindicatos obreros, si aún tuviesen un destello de vida, podrían convertirse poco a poco en expresión del pensamiento obrero, en el órgano del honor de los trabajadores. Se interesarían —como es tradición en el movimiento obrero francés, que se ha sentido siempre responsable de todo el universo— por todo lo concerniente a la justicia, incluidas, llegado el caso, las cuestiones de salarios, aunque muy de vez en cuando y para librar a los seres humanos de la miseria.
Naturalmente, deberían poder influir en las organizaciones profesionales según las modalidades definidas por la ley.
Tal vez sólo se cosecharían ventajas si se prohibiera a las organizaciones profesionales declarar una huelga permitiéndolo en cambio a los sindicatos; pero habría que establecer algunas limitaciones; a saber: hacer corresponder ciertos riesgos a dicha responsabilidad, prohibir toda coerción y proteger la continuidad de la vida económica.
Respecto del lock-out, no hay motivo alguno para no prohibirlo absolutamente.
La autorización de las agrupaciones de ideas debería estar sujeta a dos condiciones. Primera, que no existiese excomunión. El reclutamiento se realizaría libremente por vía de afinidad, sin que pudiera obligarse a nadie a adherirse a un conjunto de afirmaciones cristalizadas en fórmulas escritas. Un miembro ya admitido sólo podría ser excluido por falta contra el honor o por propaganda política, delito que implicaría una organización ilegal y expondría por tanto a un castigo mayor.
Ello constituiría verdaderamente una medida de salud pública, pues la experiencia muestra que los Estados totalitarios los establecen partidos totalitarios, partidos que se forjan a golpes de exclusión por delito de opinión.
La otra condición podría ser que realmente hubiera circulación de ideas y pruebas tangibles de la misma en forma de folletos, revistas o boletines donde se estudiaran problemas de orden general. Una excesiva uniformidad de opiniones haría sospechoso al grupo.
Por lo demás, todas las agrupaciones de ideas estarían autorizadas a actuar como mejor les pareciera, a condición de no violar la ley ni imponer a sus miembros disciplina alguna.
Respecto de los grupos de intereses, su vigilancia debería implicar ante todo una distinción; la palabra interés unas veces expresa la necesidad y otras algo completamente distinto. Si se trata de un obrero pobre, interés quiere decir alimento, alojamiento, calefacción. Para un patrón significa otra cosa. Cuando la palabra está tomada en su primer sentido, la acción de los poderes públicos debería consistir en estimular, apoyar y proteger la defensa de estos intereses. En el caso contrario, la actividad de los grupos de intereses debe estar continuamente controlada, limitada, y reprimida por los poderes públicos siempre que proceda. Ni que decir tiene que los límites más estrechos y los castigos más dolorosos deben corresponder a los que por naturaleza son más poderosos.
Lo que se ha llamado libertad de asociación ha significado en realidad la libertad de las asociaciones. Ahora bien: las asociaciones no tienen por qué ser libres; son instrumentos, y, como tales, deben estar sujetas. La libertad sólo corresponde al ser humano.
En cuanto a la libertad de pensamiento, es cierto que sin ella no hay pensamiento. Pero aún es más cierto que cuando el pensamiento no existe tampoco es libre. En los últimos años ha habido mucha libertad de pensamiento, pero no pensamiento. Algo así como el niño que, no teniendo comida, pide sal para sazonarla.


LA SEGURIDAD

La seguridad es una necesidad esencial del alma. Significa que no está bajo el peso del miedo o del terror salvo como consecuencia de un concurso de circunstancias accidentales y por breves y escasos momentos. El miedo o el terror, como estados duraderos del alma, son venenos casi mortales, ya sea su causa la posibilidad de despido, la represión policial, la presencia de un conquistador extranjero, la espera de una invasión probable o cualquier otra desgracia que sobrepase las fuerzas humanas.
Los señores romanos exponían un látigo en el vestíbulo, a la vista de los esclavos, sabiendo que esta visión provocaba en sus almas un estado de semi-muerte indispensable para la esclavitud. De otro lado, para los egipcios, el justo debe poder decir después de la muerte: «A nadie he causado temor».
El miedo permanente, incluso en estado latente —cuando sólo raramente produce sufrimiento—, constituye siempre una enfermedad. Es una hemiplejía del alma.


EL RIESGO

El riesgo es una necesidad esencial del alma. Su ausencia suscita una especie de tedio que paraliza de forma diferente que el miedo pero casi tanto como él. Por otro lado, hay situaciones que al implicar una angustia difusa sin riesgos precisos transmiten ambas enfermedades a la vez.
El riesgo es un peligro que provoca una reacción refleja, es decir, que no excede los recursos del alma hasta llegar a aplastarla bajo el miedo. En ciertos casos contiene un elemento de juego; en otros, cuando una obligación concreta impele al hombre a hacerle frente, constituye el mayor estímulo posible.
La protección de los hombres contra el miedo y el terror no implica la supresión del riesgo; por el contrario, exige la presencia permanente de cierta dosis de riesgo en todos los aspectos de la vida social, pues su ausencia debilita el ánimo hasta dejar al alma, llegado el caso, sin la menor defensa interior contra el miedo. Únicamente es necesario que aparezca en condiciones tales que no se transforme en sensación de fatalidad.


LA PROPIEDAD PRIVADA

La propiedad privada es una necesidad vital del alma. El alma está aislada, perdida, si no está rodeada de objetos que sean para ella como una prolongación de los miembros del cuerpo. Todo hombre tiende inevitablemente a apropiarse con el pensamiento de cuanto ha usado continua y prolongadamente en el trabajo, en el placer o en las necesidades de la vida. Así, un jardinero, al cabo de cierto tiempo, siente que el jardín es suyo. Pero cuando el sentimiento de apropiación no coincide con la propiedad jurídica, el hombre se ve permanentemente amenazado de despojamientos muy dolorosos.
Que la propiedad privada sea reconocida como una necesidad implica para todos la posibilidad de poseer algo más que los objetos de consumo corriente. Las modalidades de tal necesidad varían según las circunstancias; sin embargo, sería deseable que la mayoría de la gente fuese propietaria de su vivienda, de un poco de tierra alrededor y, cuando no sea imposible técnicamente, de sus instrumentos de trabajo. La tierra y el ganado figuran entre los instrumentos del trabajo campesino.
El principio de propiedad privada queda violado cuando una tierra la trabajan obreros agrícolas y mozos de granja bajo las órdenes de un administrador, pero la poseen rentistas que viven en la ciudad. Porque, de cuantos entran en relación con esa tierra, no hay ninguno que, de una forma u otra, no sea extraño a ella. No se la despilfarra desde el punto de vista del grano, sino desde la perspectiva de la satisfacción que podría proveer a la necesidad de propiedad.
Entre ese caso extremo y el límite contrario del campesino que cultiva con su familia la tierra que posee se dan muchas situaciones intermedias en que la necesidad de apropiación que tienen los hombres es más o menos ignorada.


LA PROPIEDAD COLECTIVA

La participación en los bienes colectivos, participación consistente no tanto en el goce material cuanto en un sentimiento de propiedad, constituye una necesidad igualmente importante. Se trata más de un estado de ánimo que de una disposición jurídica. Donde hay realmente vida cívica cada uno se siente personalmente propietario de los monumentos públicos, de los jardines, de la magnificencia desplegada en las ceremonias; el lujo que desean casi todos los seres humanos se concede así incluso a los más pobres. Pero el Estado no es el único que debe procurar tal satisfacción, sino cualquier clase de colectividad.
Una gran fábrica moderna constituye un derroche por lo que se refiere a la necesidad de propiedad. Ni los obreros; ni el director, que está a sueldo de un consejo de administración; ni los miembros de ese consejo, que no la ven jamás; ni los accionistas, que ignoran su existencia, pueden hallar en ella la más mínima satisfacción de esa necesidad.
Cuando las modalidades de intercambio y de adquisición provocan el despilfarro del alimento material y moral deben ser transformadas.
No hay ningún vínculo natural entre la propiedad y el dinero. La conexión establecida hoy en día es solamente obra de un sistema que ha concentrado en el dinero la fuerza de todos los móviles posibles. Y, puesto que se trata de un sistema malsano, hay que operar la disociación inversa.
El verdadero criterio, en lo referente a la propiedad, es que es legítima en la medida en que es real. O, más exactamente: las leyes relativas a la propiedad serán tanto mejores cuanto mejor se aprovechen las posibilidades contenidas en los bienes de este mundo para la satisfacción de la necesidad de propiedad común a todos los hombres.
Por consiguiente, las modalidades actuales de adquisición y de posesión deben transformarse en nombre del principio de propiedad. Toda forma de posesión que no satisfaga en nadie la necesidad de propiedad privada o colectiva puede razonablemente considerarse nula.
Ello no significa que haya que transferirla al Estado, sino más bien que hay que tratar de convertirla en una verdadera propiedad.


LA VERDAD

La necesidad de verdad es la más sagrada de todas. Sin embargo nunca se habla de ella. Cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza incluso en los libros de los autores más reputados da miedo leer. Pues se lee como se bebería el agua de un pozo dudoso.
Hombres que trabajan ocho horas diarias hacen el gran esfuerzo de leer por la noche para instruirse. Como no pueden ir a las grandes bibliotecas a verificar lo que han leído, creen todo lo que figura en los libros. No hay derecho a que se les dé de comer algo falso. ¿Qué sentido tiene alegar que los autores van de buena fe? Ellos no hacen ocho horas diarias de trabajo físico. La sociedad les alimenta para que dispongan de tiempo libre y se tomen la molestia de evitar el error. Un guardagujas culpable de un descarrilamiento que alegara buena fe no sería precisamente bien visto.
Con mayor razón resulta vergonzoso que se tolere la existencia de diarios de los que todo el mundo sabe que ningún colaborador podría permanecer en el cargo si a veces no aceptara alterar conscientemente la verdad.
El público recela de los diarios, pero esa desconfianza no le protege. Como sabe que un diario contiene verdades y mentiras, reparte las noticias entre las dos rúbricas, pero al azar, según sus preferencias. De este modo sigue expuesto al error.
Todo el mundo sabe que cuando el periodismo se confunde con la organización de la mentira constituye un crimen. Pero se considera un delito impunible. ¿Qué impide castigar una actividad cuando ha sido reconocida como criminal? ¿De dónde proviene esta extraña idea de crímenes no punibles? Se trata de una de las deformaciones más monstruosas del espíritu jurídico.
¿No es hora ya de proclamar que todo crimen es punible, y que llegado el caso se está dispuesto a castigar todos los delitos?
Algunas sencillas medidas de salud pública podrían proteger a la población de los atentados contra la verdad.
La primera podría consistir en crear tribunales especiales de gran honorabilidad compuestos por magistrados especialmente elegidos y preparados. Se encargarían de castigar con la reprobación pública todo error evitable, y podrían infligir penas de cárcel en caso de frecuente reincidencia agravada con manifiesta mala fe.
Por ejemplo, un amante de la Grecia antigua que leyera en el último libro de Maritain: «los mayores pensadores de la antigüedad no pensaron en condenar la esclavitud», citaría a Maritain ante uno de estos tribunales. Aportaría el único texto importante que nos ha llegado sobre la esclavitud, el de Aristóteles. Haría leer a los magistrados la siguiente frase: «algunos afirman que la esclavitud es absolutamente contraria a la naturaleza y a la razón». Haría observar que nada permite suponer que entre esos «algunos» no estén los más grandes pensadores de la antigüedad. El tribunal censuraría a Maritain por haber impreso una afirmación falsa cuando le era tan fácil evitar el error, que constituye, aunque sea involuntariamente, una calumnia atroz contra toda una civilización. Todos los periódicos diarios, semanales o de otro tipo, las revistas y la radio estarían obligadas a poner en conocimiento del público la censura del tribunal y, en su caso, la respuesta de Maritain. En este caso concreto difícilmente podría darla.
Cuando Gringoire publicó in extenso un discurso atribuido a un anarquista español anunciado como orador en una reunión parisina pero que en el último momento no había podido salir de España, un tribunal semejante no habría estado de más. Siendo en ese caso la mala fe más evidente que dos y dos son cuatro, la cárcel quizá no habría sido demasiado severa.
En un sistema así se permitiría llevar la acusación ante los tribunales a cualquiera que detectase un error evitable en un texto impreso o en una emisión de radio.
La segunda medida consistiría en prohibir absolutamente la propaganda de todo tipo en la radio o en la prensa diaria. A estos dos instrumentos sólo se les permitiría servir información no tendenciosa.
Los tribunales en cuestión velarían para que no lo fuese.
Respecto de los órganos de información, deberían poder juzgar no únicamente las afirmaciones erróneas, sino también las omisiones voluntarias o tendenciosas.
Los medios de circulación de ideas que deseasen darlas a conocer sólo tendrían derecho a órganos semanales, quincenales o mensuales. No es en absoluto necesaria una periodicidad mayor si lo que se pretende es hacer pensar y no embrutecer.
La corrección de los medios de persuasión quedaría garantizada por la vigilancia de esos mismos tribunales, que estarían autorizados a suprimir un órgano en caso de alteración excesivamente frecuente de la verdad. Si bien los redactores podrían hacer reaparecer la publicación bajo otro nombre.
Todo esto no supondría el más mínimo perjuicio a las libertades públicas. Se satisfaría la más sagrada necesidad del alma humana: la protección contra la sugestión y el error.
Pero ¿quién garantizaría la imparcialidad de los jueces?, se objetará. La única garantía, aparte de su total independencia, consiste en que procedan de medios sociales diferentes, que estén dotados naturalmente de una inteligencia amplia, clara y precisa, y que hayan sido formados en una escuela donde no se les dé una educación jurídica sino principalmente espiritual y secundariamente intelectual. Es necesario que se acostumbren a amar la verdad.
No hay posibilidad alguna de satisfacer en un pueblo la necesidad de verdad si para ello no pueden encontrarse hombres que la amen.




LES BESOINS DE L’ÂME

La notion d'obligation prime celle de droit, qui lui est subordonnée et relative. Un droit n'est pas efficace par lui-même, mais seulement par l'obligation à laquelle il correspond ; l'accomplissement effectif d'un droit provient non pas de celui qui le possède, mais des autres hommes qui se reconnaissent obligés à quelque chose envers lui. L'obligation est efficace dès qu'elle est reconnue. Une obligation ne serait-elle reconnue par personne, elle ne perd rien de la plénitude de son être. Un droit qui n'est reconnu par personne n'est pas grand-chose.
Cela n'a pas de sens de dire que les hommes ont, d'une part des droits, d'autre part des devoirs. Ces mots n'expriment que des différences de point de vue. Leur relation est celle de l'objet et du sujet. Un homme, considéré en lui-même, a seulement des devoirs, parmi lesquels se trouvent certains devoirs envers lui-même. Les autres, considérés de son point de vue, ont seulement des droits. Il a des droits à son tour quand il est considéré du point de vue des autres, qui se reconnaissent des obligations envers lui. Un homme qui serait seul dans l'univers n'aurait aucun droit, mais il aurait des obligations.
La notion de droit, étant d'ordre objectif, n'est pas séparable de celles d'existence et de réalité. Elle apparaît quand l'obligation descend dans le domaine des faits ; par suite elle enferme toujours dans une certaine mesure la considération des états de fait et des situations particulières. Les droits apparaissent toujours comme liés à certaines conditions. L'obligation seule peut être inconditionnée. Elle se place dans un domaine qui est au-dessus de toutes conditions, parce qu'il est au-dessus de ce monde.
Les hommes de 1789 ne reconnaissaient pas la réalité d'un tel domaine. Ils ne reconnaissaient que celle des choses humaines. C'est pourquoi ils ont commencé par la notion de droit. Mais en même temps ils ont voulu poser des principes absolus. Cette contradiction les a fait tomber dans une confusion de langage et d'idées qui est pour beaucoup dans la confusion politique et sociale actuelle. Le domaine de ce qui est éternel, universel, inconditionné, est autre que celui des conditions de fait, et il y habite des notions différentes qui sont liées à la partie la plus secrète de l'âme humaine.
L'obligation ne lie que les êtres humains. Il n'y a pas d'obligations pour les collectivités comme telles. Mais il y en a pour tous les êtres humains qui composent, servent, commandent ou représentent une collectivité, dans la partie de leur vie liée à la collectivité comme dans celle qui en est indépendante.
Des obligations identiques lient tous les êtres humains, bien qu'elles correspondent à des actes différents selon les situations. Aucun être humain, quel qu'il soit, en aucune circonstance, ne peut s'y soustraire sans crime ; excepté dans les cas où, deux obligations réelles étant en fait incompatibles, un homme est contraint d'abandonner l'une d'elles.
L'imperfection d'un ordre social se mesure à la quantité de situations de ce genre qu'il enferme.
Mais même en ce cas il y a crime si l'obligation abandonnée n'est pas seulement abandonnée en fait, mais est de plus niée.
L'objet de l'obligation, dans le domaine des choses humaines, est toujours l'être humain comme tel. Il y obligation envers tout être humain, du seul fait qu'il est un être humain, sans qu'aucune autre condition ait à intervenir, et quand même lui n'en reconnaîtrait aucune.
Cette obligation ne repose sur aucune situation de fait, ni sur les jurisprudences, ni sur les coutumes, ni sur la structure sociale, ni sur les rapports de force, ni sur l'héritage du passé, ni sur l'orientation supposée de l'histoire. Car aucune situation de fait ne peut susciter une obligation.
Cette obligation ne repose sur aucune convention. Car toutes les conventions sont modifiables selon la volonté des contractants, au lieu qu'en elle aucun changement dans la volonté des hommes ne peut modifier quoi que ce soit.
Cette obligation est éternelle. Elle répond à la destinée éternelle de l'être humain. Seul l'être humain a une destinée éternelle. Les collectivités humaines n'en ont pas. Aussi n'y a-t-il pas à leur égard d'obligations directes qui soient éternelles. Seul est éternel le devoir envers l'être humain comme tel.
Cette obligation est inconditionnée. Si elle est fondée sur quelque chose, ce quelque chose n'appartient pas à notre monde. Dans notre monde, elle n'est fondée sur rien. C'est l'unique obligation relative aux choses humaines qui ne soit soumise à aucune condition.
Cette obligation a non pas un fondement, mais une vérification dans l'accord de la conscience universelle. Elle est exprimée par certains des plus anciens textes écrits qui nous aient été conservés. Elle est reconnue par tous dans tous les cas particuliers où elle n'est pas combattue par les intérêts ou les passions. C'est relativement à elle qu'on mesure le progrès.
La reconnaissance de cette obligation est exprimée d'une manière confuse et imparfaite, mais plus ou moins imparfaite selon les cas, par ce qu'on nomme les droits positifs. Dans la mesure où les droits positifs sont en contradiction avec elle, dans cette mesure exacte ils sont frappés d'illégitimité.
Quoique cette obligation éternelle réponde à la destinée éternelle de l'être humain, elle n'a pas cette destinée pour objet direct. La destinée éternelle d'un être humain ne peut être l'objet d'aucune obligation, parce qu'elle n'est pas subordonnée à des actions extérieures.
Le fait qu'un être humain possède une destinée éternelle n'impose qu'une seule obligation ; c'est le respect. L'obligation n'est accomplie que si le respect est effectivement exprimé, d'une manière réelle et non fictive ; il ne peut l'être que par l'intermédiaire des besoins terrestres de l'homme.
La conscience humaine n'a jamais varié sur ce point. Il y a des milliers d'années, les Égyptiens pensaient qu'une âme ne peut pas être justifiée après la mort si elle ne peut pas dire : « Je n'ai laissé personne souffrir de la faim. » Tous les chrétiens se savent exposés à entendre un jour le Christ lui-même leur dire : « J'ai eu faim et tu ne m’as pas donné à manger. » Tout le monde se représente le progrès comme étant d'abord le passage à un état de la société humaine où les gens ne souffriront pas de la faim. Si on pose la question en termes généraux à n'importe qui, personne ne pense qu'un homme soit innocent si, ayant de la nourriture en abondance et trouvant sur le pas de sa porte quelqu'un aux trois quarts mort de faim, il passe sans rien lui donner.
C'est donc une obligation éternelle envers l'être humain que de ne pas le laisser souffrir de la faim quand on a l'occasion de le secourir. Cette obligation étant la plus évidente, elle doit servir de modèle pour dresser la liste des devoirs éternels envers tout être humain. Pour être établie en toute rigueur, cette liste doit procéder de ce premier exemple par voie d'analogie.
Par conséquent, la liste des obligations envers l'être humain doit correspondre à la liste de ceux des besoins humains qui sont vitaux, analogues à la faim.
Parmi ces besoins, certains sont physiques, comme la faim elle-même. Ils sont assez faciles à énumérer. Ils concernent la protection contre la violence, le logement, les vêtements, la chaleur, l'hygiène, les soins en cas de maladie.
D'autres, parmi ces besoins, n'ont pas rapport avec la vie physique, mais avec la vie morale. Comme les premiers cependant ils sont terrestres, et n'ont pas de relation directe qui soit accessible à notre intelligence avec la destinée éternelle de l'homme. Ce sont, comme les besoins physiques, des nécessités de la vie d'ici-bas. C'est-à-dire que s'ils ne sont pas satisfaits, l'homme tombe peu à peu dans un état plus ou moins analogue à la mort, plus ou moins proche d'une vie purement végétative,
Ils sont beaucoup plus difficiles à reconnaître et à énumérer que les besoins du corps. Mais tout le monde reconnaît qu'ils existent. Toutes les cruautés qu'un conquérant peut exercer sur des populations soumises, massacres, mutilations, famine organisée, mise en esclavage ou déportations massives, sont généralement considérées comme des mesures de même espèce, quoique la liberté ou le pays natal ne soient pas des nécessités physiques. Tout le monde a conscience qu'il y a des cruautés qui portent atteinte à la vie de l'homme sans porter atteinte à son corps. Ce sont celles qui privent l'homme d'une certaine nourriture nécessaire à la vie de l'âme.
Les obligations, inconditionnées ou relatives, éternelles ou changeantes, directes ou indirectes à l'égard des choses humaines dérivent toutes, sans exception, des besoins vitaux de l'être humain. Celles qui ne concernent pas directement tel, tel et tel être humain déterminé ont toutes pour objet des choses qui ont par rapport aux hommes un rôle analogue à la nourriture.
On doit le respect à un champ de blé, non pas pour lui-même, mais parce que c'est de la nourriture pour les hommes.
D'une manière analogue, on doit du respect à une collectivité, quelle qu'elle soit – patrie, famille, ou toute autre –, non pas pour elle-même, mais comme nourriture d'un certain nombre d'âmes humaines.
Cette obligation impose en fait des attitudes, des actes différents selon les différentes situations. Mais considérée en elle-même, elle est absolument identique pour tous.
Notamment, elle est absolument identique pour ceux qui sont à l'extérieur.
Le degré de respect qui est dû aux collectivités humaines est très élevé, par plusieurs considérations.
D'abord, chacune est unique, et, si elle est détruite, n'est pas remplacée. Un sac de blé peut toujours être substitué à un autre sac de blé. La nourriture qu'une collectivité fournit à l'âme de ceux qui en sont membres n'a pas d'équivalent dans l'univers entier.
Puis, de par sa durée, la collectivité pénètre déjà dans l'avenir. Elle contient de la nourriture, non seulement pour les âmes des vivants, mais aussi pour celles d'êtres non encore nés qui viendront au monde au cours des siècles prochains.
Enfin, de par la même durée, la collectivité a ses racines dans le passé. Elle constitue l'unique organe de conservation pour les trésors spirituels amassés par les morts, l'unique organe de transmission par l'intermédiaire duquel les morts puissent parler aux vivants. Et l'unique chose terrestre qui ait un lien direct avec la destinée éternelle de l'homme, c'est le rayonnement de ceux qui ont su prendre une conscience complète de cette destinée, transmis de génération en génération.
À cause de tout cela, il peut arriver que l'obligation à l'égard d'une collectivité en péril aille jusqu'au sacrifice total. Mais, il ne s'ensuit pas que la collectivité soit au-dessus de l'être humain. Il arrive aussi que l'obligation de secourir un être humain en détresse doive aller jusqu'au sacrifice total, sans que cela implique aucune supériorité du côté de celui qui est secouru.
Un paysan, dans certaines circonstances, peut devoir s'exposer, pour cultiver son champ, à l'épuisement, à la maladie ou même à la mort. Mais il a toujours présent à l'esprit qu'il s'agit uniquement de pain.
D'une manière analogue, même au moment du sacrifice total, il n'est jamais dû à aucune collectivité autre chose qu'un respect analogue à celui qui est dû à la nourriture.
Il arrive très souvent que le rôle soit renversé. Certaines collectivités, au lieu de servir de nourriture, tout au contraire mangent les âmes. Il y a en ce cas maladie sociale, et la première obligation est de tenter un traitement ; dans certaines circonstances il peut être nécessaire de s'inspirer des méthodes chirurgicales.
Sur ce point aussi, l'obligation est identique pour ceux qui sont à l'intérieur de la collectivité et pour ceux qui sont au-dehors.
Il arrive aussi qu'une collectivité fournisse aux âmes de ceux qui en sont membres une nourriture insuffisante. En ce cas il faut l'améliorer.
Enfin il y a des collectivités mortes qui, sans dévorer les âmes, ne les nourrissent pas non plus. S'il est tout à fait certain qu'elles sont bien mortes, qu'il ne s'agit pas d'une léthargie passagère, et seulement en ce cas, il faut les anéantir.
La première étude à faire est celle des besoins qui sont à la vie de l'âme ce que sont pour la vie du corps les besoins de nourriture, de sommeil et de chaleur. Il faut tenter de les énumérer et de les définir.
Il ne faut jamais les confondre avec les désirs, les caprices, les fantaisies, les vices. Il faut aussi discerner l'essentiel et l'accidentel. L'homme a besoin, non de riz ou de pommes de terre, mais de nourriture ; non de bois ou de charbon, mais de chauffage. De même pour les besoins de l'âme, il faut reconnaître les satisfactions différentes, mais équivalentes, répondant aux mêmes besoins. Il faut aussi distinguer des nourritures de l'âme les poisons qui, quelque temps, peuvent donner l'illusion d'en tenir lieu.
L'absence d'une telle étude force les gouvernements, quand ils ont de bonnes intentions, à s'agiter au hasard.
Voici quelques indications.

L’ORDRE

Le premier besoin de l'âme, celui qui est le plus proche de sa destinée éternelle, c'est l'ordre, c'est-à-dire un tissu de relations sociales tel que nul ne soit contraint de violer des obligations rigoureuses pour exécuter d'autres obligations. L'âme ne souffre une violence spirituelle de la part des circonstances extérieures que dans ce cas. Car celui qui est seulement arrêté dans l'exécution d'une obligation par la menace de la mort ou de la souffrance peut passer outre, et ne sera blessé que dans son corps. Mais celui pour qui les circonstances rendent en fait incompatibles les actes ordonnés par plusieurs obligations strictes, celui-là, sans qu'il puisse s'en défendre, est blessé dans son amour du bien.
Aujourd'hui, il y a un degré très élevé de désordre et d'incompatibilité entre les obligations.
Quiconque agit de manière à augmenter cette incompatibilité est un fauteur de désordre. Quiconque agit de manière à la diminuer est un facteur d'ordre. Quiconque, pour simplifier les problèmes, nie certaines obligations, a conclu en son cœur une alliance avec le crime.
On n'a malheureusement pas de méthode pour diminuer cette incompatibilité. On n'a même pas la certitude que l'idée d'un ordre où toutes les obligations seraient compatibles ne soit pas une fiction. Quand le devoir descend au niveau des faits, un si grand nombre de relations indépendantes entrent en jeu que l'incompatibilité semble bien plus probable que la compatibilité.
Mais nous avons tous les jours sous les yeux l'exemple de l'univers, où une infinité d'actions mécaniques indépendantes concourent pour constituer un ordre qui, à travers les variations, reste fixe. Aussi aimons-nous la beauté du monde, parce que nous sentons derrière elle la présence de quelque chose d'analogue à la sagesse que nous voudrions posséder pour assouvir notre désir du bien.
À un degré moindre, les œuvres d'art vraiment belles offrent l'exemple d'ensembles où des facteurs indépendants concourent, d'une manière impossible à comprendre, pour constituer une beauté unique.
Enfin le sentiment des diverses obligations procède toujours d'un désir du bien qui est unique, fixe, identique à lui-même, pour tout homme, du berceau à la tombe. Ce désir perpétuellement agissant au fond de nous empêche que nous puissions jamais nous résigner aux situations où les obligations sont incompatibles. Ou nous avons recours au mensonge pour oublier qu'elles existent, ou nous nous débattons aveuglément pour en sortir.
La contemplation des œuvres d'art authentiques, et bien davantage encore celle de la beauté du monde, et bien davantage encore celle du bien inconnu auquel nous aspirons peut nous soutenir dans l'effort de penser continuellement à l'ordre humain qui doit être notre premier objet.
Les grands fauteurs de violence se sont encouragés eux-mêmes en considérant comment la force mécanique, aveugle, est souveraine dans tout l'univers.
En regardant le monde mieux qu'ils ne font, nous trouverons un encouragement plus grand, si nous considérons comment les forces aveugles innombrables sont limitées, combinées en un équilibre, amenées à concourir à une unité, par quelque chose que nous ne comprenons pas, mais que nous aimons et que nous nommons la beauté.
Si nous gardons sans cesse présente à l'esprit la pensée d'un ordre humain véritable, si nous y pensons comme à un objet auquel on doit le sacrifice total quand l'occasion s'en présente, nous serons dans la situation d'un homme qui marche dans la nuit, sans guide, mais en pensant sans cesse à la direction qu'il veut suivre. Pour un tel voyageur, il y a une grande espérance.
Cet ordre est le premier des besoins, il est même au-dessus des besoins proprement dits. Pour pouvoir le penser, il faut une connaissance des autres besoins.
Le premier caractère qui distingue les besoins des désirs, des fantaisies ou des vices, et les nourritures des gourmandises ou des poisons, c'est que les besoins sont limités, ainsi que les nourritures qui leur correspondent. Un avare n'a jamais assez d'or, mais pour tout homme, si on lui donne du pain à discrétion, il viendra un moment où il en aura assez. La nourriture apporte le rassasiement. Il en est de même des nourritures de l'âme.
Le second caractère, lié au premier, c'est que les besoins s'ordonnent par couples de contraires, et doivent se combiner en un équilibre. L'homme a besoin de nourriture, mais aussi d'un intervalle entre les repas ; il a besoin de chaleur et de fraîcheur, de repos et d'exercice. De même pour les besoins de l'âme.
Ce qu'on appelle le juste milieu consiste en réalité à ne satisfaire ni l'un ni l'autre des besoins contraires. C'est une caricature du véritable équilibre par lequel les besoins contraires sont satisfaits l'un et l'autre dans leur plénitude.

LA LIBERTÉ

Une nourriture indispensable à l'âme humaine est la liberté. La liberté, au sens concret du mot, consiste dans une possibilité de choix. Il s'agit, bien entendu, d'une possibilité réelle. Partout où il y a vie commune, il est inévitable que des règles, imposées par l'utilité commune, limitent le choix.
Mais la liberté n'est pas plus ou moins grande selon que les limites sont plus étroites ou plus larges. Elle a sa plénitude à des conditions moins facilement mesurables.
Il faut que les règles soient assez raisonnables et assez simples pour que quiconque le désire et dispose d'une faculté moyenne d'attention puisse comprendre, d'une part l'utilité à laquelle elles correspondent, d'autre part les nécessités de fait qui les ont imposées. Il faut qu'elles émanent d'une autorité qui ne soit pas regardée comme étrangère ou ennemie, qui soit aimée comme appartenant à ceux qu'elle dirige. Il faut qu'elles soient assez stables, assez peu nombreuses, assez générales, pour que la pensée puisse se les assimiler une fois pour toutes, et non pas se heurter contre elles toutes les fois qu'il y a une décision à prendre.
À ces conditions, la liberté des hommes de bonne volonté, quoique limitée dans les faits, est totale dans la conscience. Car les règles s'étant incorporées à leur être même, les possibilités interdites ne se présentent pas à leur pensée et n'ont pas à être repoussées. De même l'habitude, imprimée par l'éducation, de ne pas manger les choses repoussantes ou dangereuses n'est pas ressentie par un homme normal comme une limite à la liberté dans le domaine de l'alimentation. Seul l'enfant sent la limite.
Ceux qui manquent de bonne volonté ou restent puérils ne sont jamais libres dans aucun état de la société.
Quand les possibilités de choix sont larges au point de nuire à l'utilité commune, les hommes n'ont pas la jouissance de la liberté. Car il leur faut, soit avoir recours au refuge de l'irresponsabilité, de la puérilité, de l'indifférence, refuge où ils ne peuvent trouver que l'ennui, soit se sentir accablés de responsabilité en toute circonstance par la crainte de nuire à autrui. En pareil cas les hommes, croyant à tort qu'ils possèdent la liberté et sentant qu'ils n'en jouissent pas, en arrivent à penser que la liberté n'est pas un bien.

L’OBÉISSANCE

L'obéissance est un besoin vital de l'âme humaine. Elle est de deux espèces : obéissance à des règles établies et obéissance à des êtres humains regardés comme des chefs. Elle suppose le consentement, non pas à l'égard de chacun des ordres reçus, mais un consentement accordé une fois pour toutes, sous la seule réserve, le cas échéant, des exigences de la conscience. Il est nécessaire qu'il soit généralement reconnu, et avant tout par les chefs, que le consentement et non pas la crainte du châtiment ou l'appât de la récompense constitue en fait le ressort principal de l'obéissance, de manière que la soumission ne soit jamais suspecte de servilité. Il faut qu'il soit connu aussi que ceux qui commandent obéissent de leur côté ; et il faut que toute la hiérarchie soit orientée vers un but dont la valeur et même la grandeur soit sentie par tous, du plus haut au plus bas.
L'obéissance étant une nourriture nécessaire à l'âme, quiconque en est définitivement privé est malade. Ainsi toute collectivité régie par un chef souverain qui n'est comptable à personne se trouve entre les mains d'un malade.
C'est pourquoi, là où un homme est placé pour la vie à la tête de l'organisation sociale, il faut qu'il soit un symbole et non un chef, comme c'est le cas pour le roi d'Angleterre ; il faut aussi que les convenances limitent sa liberté plus étroitement que celle d'aucun homme du peuple. De cette manière, les chefs effectifs, quoique chefs, ont quelqu'un au-dessus d'eux ; d'autre part ils peuvent, sans que la continuité soit rompue, se remplacer, et par suite recevoir chacun sa part indispensable d'obéissance.
Ceux qui soumettent des masses humaines par la contrainte et la cruauté les privent à la fois de deux nourritures vitales, liberté et obéissance ; car il n'est plus au pouvoir de ces masses d'accorder leur consentement intérieur à l'autorité qu'elles subissent. Ceux qui favorisent un état de choses où l'appât du gain soit le principal mobile enlèvent aux hommes l'obéissance, car le consentement qui en est le principe n'est pas une chose qui puisse se vendre.
Mille signes montrent que les hommes de notre époque étaient depuis longtemps affamés d'obéissance. Mais on en a profité pour leur donner l'esclavage.

LA RESPONSABILITÉ

L'initiative et la responsabilité, le sentiment d'être utile et même indispensable, sont des besoins vitaux de l'âme humaine.
La privation complète à cet égard est le cas du chômeur, même s'il est secouru de manière à pouvoir manger, s'habiller et se loger. Il n'est rien dans la vie économique, et le bulletin de vote qui constitue sa part dans la vie politique n'a pas de sens pour lui.
Le manœuvre est dans une situation à peine meilleure.
La satisfaction de ce besoin exige qu'un homme ait à prendre souvent des décisions dans des problèmes, grands ou petits, affectant des intérêts étrangers aux siens propres, mais envers lesquels il se sent engagé. Il faut aussi qu'il ait à fournir continuellement des efforts. Il faut enfin qu'il puisse s'approprier par la pensée l'œuvre tout entière de la collectivité dont il est membre, y compris les domaines où il n'a jamais ni décision à prendre ni avis à donner. Pour cela, il faut qu'on la lui fasse connaître, qu'on lui demande d'y porter intérêt, qu'on lui en rende sensible la valeur, l'utilité, et s'il y a lieu la grandeur, et qu'on lui fasse clairement saisir la part qu'il y prend.
Toute collectivité, de quelque espèce qu'elle soit, qui ne fournit pas ces satisfactions à ses membres, est tarée et doit être transformée.
Chez toute personnalité un peu forte, le besoin d'initiative va jusqu'au besoin de commandement. Une vie locale et régionale intense, une multitude d'œuvres éducatives et de mouvements de jeunesse, doivent donner à quiconque n'en est pas incapable, l'occasion de commander pendant certaines périodes de sa vie.

L’ÉGALITÉ

L'égalité est un besoin vital de l'âme humaine. Elle consiste dans la reconnaissance publique, générale, effective, exprimée réellement par les institutions et les mœurs, que la même quantité de respect et d'égards est due à tout être humain, parce que le respect est dû à l'être humain comme tel et n'a pas de degrés.
Par suite, les différences inévitables parmi les hommes ne doivent jamais porter la signification d'une différence dans le degré de respect. Pour qu'elles ne soient pas ressenties comme ayant cette signification, il faut un certain équilibre entre l'égalité et l'inégalité.
Une certaine combinaison de l'égalité et de l'inégalité est constituée par l'égalité des possibilités. Si n'importe qui peut arriver au rang social correspondant à la fonction qu'il est capable de remplir, et si l'éducation est assez répandue pour que nul ne soit privé d'aucune capacité du seul fait de sa naissance, l'espérance est la même pour tous les enfants. Ainsi chaque homme est égal en espérance à chaque autre, pour son propre compte quand il est jeune, pour le compte de ses enfants plus tard.
Mais cette combinaison, quand elle joue seule et non pas comme un facteur parmi d'autres, ne constitue pas un équilibre et enferme de grands dangers.
D'abord, pour un homme qui est dans une situation inférieure et qui en souffre, savoir que sa situation est causée par son incapacité, et savoir que tout le monde le sait, n'est pas une consolation, mais un redoublement d'amertume ; selon les caractères, certains peuvent en être accablés, certains autres menés au crime.
Puis il se crée ainsi inévitablement dans la vie sociale comme une pompe aspirante vers le haut. Il en résulte une maladie sociale si un mouvement descendant ne vient pas faire équilibre au mouvement ascendant. Dans la mesure où il est réellement possible qu'un enfant, fils de valet de ferme, soit un jour ministre, dans cette mesure il doit être réellement possible qu'un enfant, fils de ministre, soit un jour valet de ferme. Le degré de cette seconde possibilité ne peut être considérable sans un degré très dangereux de contrainte sociale.
Cette espèce d'égalité, si elle joue seule et sans limites, donne à la vie sociale un degré de fluidité qui la décompose.
Il y a des méthodes moins grossières pour combiner l'égalité et la différence. La première est la proportion. La proportion se définit comme la combinaison de l'égalité et de l'inégalité, et partout dans l'univers elle est l'unique facteur de l'équilibre.
Appliquée à l'équilibre social, elle imposerait à chaque homme des charges correspondantes à la puissance, au bien-être qu'il possède, et des risques correspondants en cas d'incapacité ou de faute. Par exemple, il faudrait qu'un patron incapable ou coupable d'une faute envers ses ouvriers ait beaucoup plus à souffrir, dans son âme et dans sa chair, qu'un manœuvre incapable, ou coupable d'une faute envers son patron. De plus, il faudrait que tous les manœuvres sachent qu'il en est ainsi. Cela implique, d'une part, une certaine organisation des risques, d'autre part, en droit pénal, une conception du châtiment où le rang social, comme circonstance aggravante, joue toujours dans une large mesure pour la détermination de la peine. À plus forte raison l'exercice des hautes fonctions publiques doit comporter de graves risques personnels.
Une autre manière de rendre l'égalité compatible avec la différence est d'ôter autant qu'on peut aux différences tout caractère quantitatif. Là où il y a seulement différence de nature, non de degré, il n'y a aucune inégalité.
En faisant de l'argent le mobile unique ou presque de tous les actes, la mesure unique ou presque de toutes choses, on a mis le poison de l'inégalité partout. Il est vrai que cette inégalité est mobile ; elle n'est pas attachée aux personnes, car l'argent se gagne et se perd ; elle n'en est pas moins réelle.
Il y a deux espèces d'inégalités, auxquelles correspondent deux stimulants différents. L'inégalité à peu près stable, comme celle de l'ancienne France, suscite l'idolâtrie des supérieurs – non sans un mélange de haine refoulée – et la soumission à leurs ordres. L'inégalité mobile, fluide, suscite le désir de s'élever. Elle n'est pas plus proche de l'égalité que l'inégalité stable, et elle est tout aussi malsaine. La Révolution de 1789, en mettant en avant l'égalité, n'a fait en réalité que consacrer la substitution d'une forme d'inégalité à l'autre.
Plus il y a égalité dans une société, moindre est l'action des deux stimulants liés aux deux formes d'inégalité, et par suite il en faut d'autres.
L'égalité est d'autant plus grande que les différentes conditions humaines sont regardées comme étant, non pas plus ou moins l'une que l'autre, mais simplement autres. Que la profession de mineur et celle de ministre soient simplement deux vocations différentes, comme celles de poète et de mathématicien. Que les duretés matérielles attachées à la condition de mineur soient comptées à l'honneur de ceux qui les souffrent.
En temps de guerre, si une armée a l'esprit qui convient, un soldat est heureux et fier d'être sous le feu et non au quartier général ; un général est heureux et fier que le sort de la bataille repose sur sa pensée ; et en même temps le soldat admire le général et le général admire le soldat. Un tel équilibre constitue une égalité. Il y aurait égalité dans les conditions sociales s'il s'y trouvait cet équilibre.
Cela implique pour chaque condition des marques de considération qui lui soient propres, et qui ne soient pas des mensonges.

LA HIÉRARCHIE

La hiérarchie est un besoin vital de l'âme humaine. Elle est constituée par une certaine vénération, un certain dévouement à l'égard des supérieurs, considérés non pas dans leurs personnes ni dans le pouvoir qu'ils exercent, mais comme des symboles. Ce dont ils sont les symboles, c'est ce domaine qui se trouve au-dessus de tout homme et dont l'expression en ce monde est constituée par les obligations de chaque homme envers ses semblables. Une véritable hiérarchie suppose que les supérieurs aient conscience de cette fonction de symbole et sachent qu'elle est l'unique objet légitime du dévouement de leurs subordonnés. La vraie hiérarchie a pour effet d'amener chacun à s'installer moralement dans la place qu'il occupe.

L’HONNEUR

L'honneur est un besoin vital de l'âme humaine. Le respect dû à chaque être humain comme tel, même s'il est effectivement accordé, ne suffit pas à satisfaire ce besoin ; car il est identique pour tous et immuable ; au lieu que l'honneur a rapport à un être humain considéré, non pas simplement comme tel, mais dans son entourage social. Ce besoin est pleinement satisfait, si chacune des collectivités dont un être humain est membre lui offre une part à une tradition de grandeur enfermée dans son passé et publiquement reconnue au-dehors.
Par exemple, pour que le besoin d'honneur soit satisfait dans la vie professionnelle, il faut qu'à chaque profession corresponde quelque collectivité réellement capable de conserver vivant le souvenir des trésors de grandeur, d'héroïsme, de probité, de générosité, de génie, dépensés dans l'exercice de la profession.
Toute oppression crée une famine à l'égard du besoin d'honneur, car les traditions de grandeur possédées par les opprimés ne sont pas reconnues, faute de prestige social.
C'est toujours là l'effet de la conquête. Vercingétorix n'était pas un héros pour les Romains. Si les Anglais avaient conquis la France au XVe siècle, Jeanne d'Arc serait bien oubliée, même dans une large mesure par nous. Actuellement, nous parlons d'elle aux Annamites, aux Arabes ; mais ils savent que chez nous on n'entend pas parler de leurs héros et de leurs saints ; ainsi l'état où nous les maintenons est une atteinte à l'honneur.
L'oppression sociale a les mêmes effets. Guynemer, Mermoz sont passés dans la conscience publique à la faveur du prestige social de l'aviation ; l'héroïsme parfois incroyable dépensé par des mineurs ou des pêcheurs a à peine une résonance dans les milieux de mineurs ou de pêcheurs.
Le degré extrême de la privation d'honneur est la privation totale de considération infligée à des catégories d'êtres humains. Tels sont en France, avec des modalités diverses, les prostituées, les repris de justice, les policiers, le sous-prolétariat d'immigrés et d'indigènes coloniaux... De. telles catégories ne doivent pas exister.
Le crime seul doit placer l'être qui l'a commis hors de la considération sociale, et le châtiment doit l'y réintégrer.

LA CHÂTIMENT

Le châtiment est un besoin vital de l'âme humaine. Il est de deux espèces, disciplinaire et pénal. Ceux de la première espèce offrent une sécurité contre les défaillances, à l'égard desquelles la lutte serait trop épuisante s'il n'y avait un appui extérieur. Mais le châtiment le plus indispensable à l'âme est celui du crime. Par le crime un homme se met lui-même hors du réseau d'obligations éternelles qui lie chaque être humain à tous les autres. Il ne peut y être réintégré que par le châtiment, pleinement s'il y a consentement de sa part, sinon imparfaitement. De même que la seule manière de témoigner du respect à celui qui souffre de la faim est de lui donner à manger, de même le seul moyen de témoigner du respect à celui qui s'est mis hors la loi est de le réintégrer dans la loi en le soumettant au châtiment qu'elle prescrit.
Le besoin de châtiment n'est pas satisfait là où, comme c'est généralement le cas, le code pénal est seulement un procédé de contrainte par la terreur.
La satisfaction de ce besoin exige d'abord que tout ce qui touche au droit pénal ait un caractère solennel et sacré ; que la majesté de la loi se communique au tribunal, à la police, à l'accusé, au condamné, et cela même dans les affaires peu importantes, si seulement elles peuvent entraîner la privation de la liberté. Il faut que le châtiment soit un honneur, que non seulement il efface la honte du crime, mais qu'il soit regardé comme une éducation supplémentaire qui oblige à un plus grand degré de dévouement au bien public. Il faut aussi que la dureté des peines réponde au caractère des obligations violées et non aux intérêts de la sécurité sociale.
La déconsidération de la police, la légèreté des magistrats, le régime des prisons, le déclassement définitif des repris de justice, l'échelle des peines qui prévoit une punition bien plus cruelle pour dix menus vols que pour un viol ou pour certains meurtres, et qui même prévoit des punitions pour le simple malheur, tout cela empêche qu'il existe parmi nous quoi que ce soit qui mérite le nom de châtiment.
Pour les fautes comme pour les crimes, le degré d'impunité doit augmenter non pas quand on monte, mais quand on descend l'échelle sociale. Autrement les souffrances infligées sont ressenties comme des contraintes ou même des abus de pouvoir, et ne constituent pas des châtiments. Il n'y a châtiment que si la souffrance s'accompagne à quelque moment, fût-ce après coup, dans le souvenir, d'un sentiment de justice. Comme le musicien éveille le sentiment du beau par les sons, de même le système pénal doit savoir éveiller le sentiment de la justice chez le criminel par la douleur, ou même, le cas échéant, par la mort. Comme on dit de l'apprenti qui s'est blessé que le métier lui entre dans le corps, de même le châtiment est une méthode pour faire entrer la justice dans l'âme du criminel par la souffrance de la chair.
La question du meilleur procédé pour empêcher qu'il s'établisse en haut une conspiration en vue d'obtenir l'impunité est un des problèmes politiques les plus difficiles à résoudre. Il ne peut être résolu que si un ou plusieurs hommes ont la charge d'empêcher une telle conspiration, et se trouvent dans une situation telle qu'ils ne soient pas tentés d'y entrer eux-mêmes.

LA LIBERTÉ D’OPINION

La liberté d'opinion et la liberté d'association sont généralement mentionnées ensemble. C'est une erreur. Sauf le cas des groupements naturels, l'association n'est pas un besoin, mais un expédient de la vie pratique.
Au contraire, la liberté d'expression totale, illimitée, pour toute opinion quelle qu'elle soit, sans aucune restriction ni réserve, est un besoin absolu pour l'intelligence. Par suite c'est un besoin de l'âme, car quand l'intelligence est mal à l'aise, l'âme entière est malade. La nature et les limites de la satisfaction correspondant à ce besoin sont inscrites dans la structure même des différentes facultés de l'âme. Car une même chose peut être limitée et illimitée, comme on peut prolonger indéfiniment la longueur d'un rectangle sans qu'il cesse d'être limité dans sa largeur.
Chez un être humain, l'intelligence peut s'exercer de trois manières. Elle peut travailler sur des problèmes techniques, c'est-à-dire chercher des moyens pour un but déjà posé. Elle peut fournir de la lumière lorsque s'accomplit la délibération de la volonté dans le choix d'une orientation. Elle peut enfin jouer seule, séparée des autres facultés, dans une spéculation purement théorique d'où a été provisoirement écarté tout souci d'action.
Dans une âme saine, elle s'exerce tour à tour des trois manières, avec des degrés différents de liberté. Dans la première fonction, elle est une servante. Dans la seconde fonction, elle est destructrice et doit être réduite au silence dès qu'elle commence à fournir des arguments à la partie de l'âme qui, chez quiconque n'est pas dans l'état de perfection, se met toujours du côté du mal. Mais quand elle joue seule et séparée, il faut qu'elle dispose d'une liberté souveraine. Autrement il manque à l'être humain quelque chose d'essentiel.
Il en est de même dans une société saine. C'est pourquoi il serait désirable de constituer, dans le domaine de la publication, une réserve de liberté absolue, mais de manière qu'il soit entendu que les ouvrages qui s'y trouvent publiés n'engagent à aucun degré les auteurs et ne contiennent aucun conseil pour les lecteurs. Là pourraient se trouver étalés dans toute leur force tous les arguments en faveur des causes mauvaises. Il est bon et salutaire qu'ils soient étalés. N'importe qui pourrait y faire l'éloge de ce qu'il réprouve le plus. Il serait de notoriété publique que de tels ouvrages auraient pour objet, non pas de définir la position des auteurs en face des problèmes de la vie, mais de contribuer, par des recherches préliminaires, à l'énumération complète et correcte des données relatives à chaque problème. La loi empêcherait que leur publication implique pour l'auteur aucun risque d'aucune espèce.
Au contraire, les publications destinées à influer sur ce qu'on nomme l'opinion, c'est-à-dire en fait sur la conduite de la vie, constituent des actes et doivent être soumises aux mêmes restrictions que tous les actes. Autrement dit, elles ne doivent porter aucun préjudice illégitime à aucun être humain, et surtout elles ne doivent jamais contenir aucune négation, explicite ou implicite, des obligations éternelles envers l'être humain, une fois que ces obligations ont été solennellement reconnues par la loi.

La distinction des deux domaines, celui qui est hors de l'action et celui qui en fait partie, est impossible à formuler sur le papier en langage juridique. Mais cela n'empêche pas qu'elle soit parfaitement claire. La séparation de ces domaines est facile à établir en fait, si seulement la volonté d'y parvenir est assez forte.
Il est clair, par exemple, que la presse quotidienne et hebdomadaire tout entière se trouve dans le second domaine. Les revues également, car elles constituent toutes un foyer de rayonnement pour une certaine manière de penser ; seules celles qui renonceraient à cette fonction pourraient prétendre à la liberté totale.
De même pour la littérature. Ce serait une solution pour le débat qui s'est élevé récemment au sujet de la morale et de la littérature, et qui a été obscurci par le fait que tous les gens de talent, par solidarité professionnelle, se trouvaient d'un côté, et seulement des imbéciles et des lâches de l'autre.
Mais la position des imbéciles et des lâches n'en était pas moins dans une large mesure conforme à la raison. Les écrivains ont une manière inadmissible de jouer sur les deux tableaux. Jamais autant qu'à notre époque ils n'ont prétendu au rôle de directeurs de conscience et ne l'ont exercé. En fait, au cours des années qui ont précédé la guerre, personne ne le leur a disputé excepté les savants. La place autrefois occupée par des prêtres dans la vie morale du pays était tenue par des physiciens et des romanciers, ce qui suffit à mesurer la valeur de notre progrès. Mais si quelqu'un demandait des comptes aux écrivains sur l'orientation de leur influence, ils se réfugiaient avec indignation derrière le privilège sacré de l'art pour l'art.
Sans aucun doute, par exemple, Gide a toujours su que des livres comme Les Nourritures terrestres ou Les Caves du Vatican ont eu une influence sur la conduite pratique de la vie chez des centaines de jeunes gens, et il en a été fier. Il n'y a dès lors aucun motif de mettre de tels livres derrière la barrière intouchable de l'art pour l'art, et d'emprisonner un garçon qui jette quelqu'un hors d'un train en marche. On pourrait tout aussi bien réclamer les privilèges de l'art pour l'art en faveur du crime. Autrefois les surréalistes n'en étaient pas loin. Tout ce que tant d'imbéciles ont répété à satiété sur la responsabilité des écrivains dans notre défaite est, par malheur, certainement vrai.
Si un écrivain, à la faveur de la liberté totale accordée à l'intelligence pure, publie des écrits contraires aux principes de morale reconnus par la loi, et si plus tard il devient de notoriété publique un foyer d'influence, il est facile de lui demander s'il est prêt à faire connaître publiquement que ces écrits n'expriment pas sa position. Dans le cas contraire, il est facile de le punir. S'il ment, il est facile de le déshonorer. De plus, il doit être admis qu'à partir du moment où un écrivain tient une place parmi les influences qui dirigent l'opinion publique, il ne peut pas prétendre à une liberté illimitée. Là aussi, une définition juridique est impossible, mais les faits ne sont pas réellement difficiles à discerner. Il n'y a aucune raison de limiter la souveraineté de la loi au domaine des choses exprimables en formules juridiques, puisque cette souveraineté s'exerce aussi bien par des jugements d'équité.
De plus, le besoin même de liberté, si essentiel à l'intelligence, exige une protection contre la suggestion, la propagande, l'influence par obsession. Ce sont là des modes de contrainte, une contrainte particulière, que n'accompagnent pas la peur ou la douleur physique, mais qui n'en est pas moins une violence. La technique moderne lui fournit des instruments extrêmement efficaces. Cette contrainte, par sa nature, est collective, et les âmes humaines en sont victimes.
L'État, bien entendu, se rend criminel s'il en use lui-même, sauf le cas d'une nécessité criante de salut public. Mais il doit de plus en empêcher l'usage. La publicité, par exemple, doit être rigoureusement limitée par la loi ; la masse doit en être très considérablement réduite ; il doit lui être strictement interdit de jamais toucher à des thèmes qui appartiennent au domaine de la pensée.
De même, il peut y avoir répression contre la presse, les émissions radiophoniques, et toute autre chose semblable, non seulement pour atteinte aux principes de moralité publiquement reconnus, mais pour la bassesse du ton et de la pensée, le mauvais goût, la vulgarité, pour une atmosphère morale sournoisement corruptrice. Une telle répression peut s'exercer sans toucher si peu que ce soit à la liberté d'opinion. Par exemple, un journal peut être supprimé sans que les membres de la rédaction perdent le droit de publier où bon leur semble, ou même, dans les cas les moins graves, de rester groupés pour continuer le même journal sous un autre nom. Seulement, il aura été publiquement marqué d'infamie et risquera de l'être encore. La liberté d'opinion est due uniquement, et sous réserves, au journaliste, non au journal ; car le journaliste seul possède la capacité de former une opinion.
D'une manière générale, tous les problèmes concernant la liberté d'expression s'éclaircissent si l'on pose que cette liberté est un besoin de l'intelligence, et que l'intelligence réside uniquement dans l'être humain considéré seul. Il n'y a pas d'exercice collectif de l'intelligence. Par suite nul groupement ne peut légitimement prétendre à la liberté d'expression, parce que nul groupement n'en a le moins du monde besoin.
Bien au contraire, la protection de la liberté de penser exige qu'il soit interdit par la loi à un groupement d'exprimer une opinion. Car lorsqu'un groupe se met à avoir des opinions, il tend inévitablement à les imposer à ses membres. Tôt ou tard les individus se trouvent empêchés, avec un degré de rigueur plus ou moins grand, sur un nombre de problèmes plus ou moins considérables, d'exprimer des opinions opposées à celles du groupe, à moins d'en sortir. Mais la rupture avec un groupe dont on est membre entraîne toujours des souffrances, tout au moins une souffrance sentimentale. Et autant le risque, la possibilité de souffrance, sont des éléments sains et nécessaires de l'action, autant ce sont choses malsaines dans l'exercice de l'intelligence. Une crainte, même légère, provoque toujours soit du fléchissement, soit du raidissement, selon le degré de courage, et il n'en faut pas plus pour fausser l'instrument de précision extrêmement délicat et fragile que constitue l'intelligence. Même l'amitié à cet égard est un grand danger. L'intelligence est vaincue dès que l'expression des pensées est précédée, explicitement ou implicitement, du petit mot « nous ». Et quand la lumière de l'intelligence s'obscurcit, au bout d'un temps assez court l'amour du bien s'égare.
La solution pratique immédiate, c'est l'abolition des partis politiques. La lutte des partis, telle qu'elle existait dans la Troisième République, est intolérable ; le parti unique, qui en est d'ailleurs inévitablement l'aboutissement, est le degré extrême du mal ; il ne reste d'autre possibilité qu'une vie publique sans partis. Aujourd'hui, pareille idée sonne comme quelque chose de nouveau et d'audacieux. Tant mieux, puisqu'il faut du nouveau. Mais en fait c'est simplement la tradition de 1789. Aux yeux des gens de 1789, il n'y avait même pas d'autre possibilité ; une vie publique telle que la nôtre au cours du dernier demi-siècle leur aurait paru un hideux cauchemar ; ils n'auraient jamais cru possible qu'un représentant du peuple pût abdiquer sa dignité au point de devenir le membre discipliné d'un parti.
Rousseau d'ailleurs avait montré clairement que la lutte des partis tue automatiquement la République. Il en avait prédit les effets. Il serait bon d'encourager en ce moment la lecture du Contrat Social. En fait, à présent, partout où il y avait des partis politiques, la démocratie est morte. Chacun sait que les partis anglais ont des traditions, un esprit, une fonction tels qu'ils ne sont comparables à rien d'autre. Chacun sait aussi que les équipes concurrentes des États-Unis ne sont pas des partis politiques. Une démocratie où la vie publique est constituée par la lutte des partis politiques est incapable d'empêcher la formation d'un parti qui ait pour but avoué de la détruire. Si elle fait des lois d'exception, elle s'asphyxie elle-même. Si elle n'en fait pas, elle est aussi en sécurité qu'un oiseau devant un serpent.
Il faudrait distinguer deux espèces de groupements, les groupements d'intérêts, auxquels l'organisation et la discipline seraient autorisées dans une certaine mesure, et les groupements d'idées, auxquels elles seraient rigoureusement interdites. Dans la situation actuelle, il est bon de permettre aux gens de se grouper pour défendre leurs intérêts, c'est-à-dire les gros sous et les choses similaires, et de laisser ces groupements agir dans des limites très étroites et sous la surveillance perpétuelle des pouvoirs publics. Mais il ne faut pas les laisser toucher aux idées. Les groupements où s'agitent des pensées doivent être moins des groupements que des milieux plus ou moins fluides. Quand une action s'y dessine, il n'y a pas de raison qu'elle soit exécutée par d'autres que par ceux qui l'approuvent.
Dans le mouvement ouvrier par exemple, une telle distinction mettrait fin à une confusion inextricable. Dans la période qui a précédé la guerre, trois orientations sollicitaient et tiraillaient perpétuellement tous les ouvriers. D'abord la lutte pour les gros sous ; puis les restes, de plus en plus faibles, mais toujours un peu vivants, du vieil esprit syndicaliste de jadis, idéaliste et plus ou moins libertaire ; enfin les partis politiques. Fréquemment, au cours d'une grève, les ouvriers qui souffraient et luttaient auraient été bien incapables de se rendre compte s'il s'agissait de salaires, ou d'une poussée du vieil esprit syndical, ou d'une opération politique menée par un parti ; et personne non plus ne pouvait s'en rendre compte du dehors.
Une telle situation est impossible. Quand la guerre a éclaté, les syndicats en France étaient morts ou presque, malgré les millions d'adhérents ou à cause d'eux. Ils ont repris un embryon de vie, après une longue léthargie, à l'occasion de la résistance contre l'envahisseur. Cela ne prouve pas qu'ils soient viables. Il est tout à fait clair qu'ils avaient été tués ou presque par deux poisons dont chacun séparément était mortel.
Des syndicats ne peuvent pas vivre si les ouvriers y sont obsédés par les sous au même degré que dans l'usine, au cours du travail aux pièces. D'abord parce qu'il en résulte l'espèce de mort morale toujours causée par l'obsession de l'argent. Puis parce que, dans les conditions sociales présentes, le syndicat, étant alors un facteur perpétuellement agissant dans la vie économique du pays, finit inévitablement par être transformé en organisation professionnelle unique, obligatoire, mise au pas dans la vie officielle. Il est alors passé à l'état de cadavre.
D'autre part, il est non moins clair que le syndicat ne peut pas vivre à côté des partis politiques. Il y a là une impossibilité qui est de l'ordre des lois mécaniques. Pour une raison analogue, d'ailleurs, le parti socialiste ne peut pas vivre à côté du parti communiste, parce que le second possède la qualité de parti, si l'on peut dire, à un degré beaucoup plus élevé.
D'ailleurs l'obsession des salaires renforce l'influence communiste, parce que les questions d’argent, si vivement qu'elles touchent presque tous les hommes, dégagent en même temps pour tous les hommes un ennui si mortel que la perspective apocalyptique de la révolution, selon la version communiste, est indispensable pour compenser. Si les bourgeois n'ont pas le même besoin d'apocalypse, c'est que les chiffres élevés ont une poésie, un prestige qui tempère un peu l'ennui lié à l'argent, au lieu que quand l'argent se compte en sous, l'ennui est à l'état pur. D'ailleurs le goût des bourgeois grands et petits pour le fascisme montre que, malgré tout, eux aussi s'ennuient.
Le gouvernement de Vichy a créé en France pour les ouvriers des organisations professionnelles uniques et obligatoires. Il est regrettable qu'il leur ait donné, selon la mode moderne, le nom de corporation, qui désigne en réalité quelque chose de tellement différent et de si beau. Mais il est heureux que ces organisations mortes soient là pour assumer la partie morte de l'activité syndicale. Il serait dangereux de les supprimer. Il vaut bien mieux les charger de l'action quotidienne pour les gros sous et les revendications dites immédiates. Quant aux partis politiques, s'ils étaient tous rigoureusement interdits dans un climat général de liberté, il faut espérer que leur existence clandestine serait au moins difficile.
En ce cas, les syndicats ouvriers, s'il y reste encore une étincelle de vie véritable, pourraient redevenir peu à peu l'expression de la pensée ouvrière, l'organe de l'honneur ouvrier. Selon la tradition du mouvement ouvrier français, qui s'est toujours regardé comme responsable de tout l'univers, ils s'intéresseraient à tout ce qui touche à la justice – y compris, le cas échéant, les questions de gros sous, mais de loin en loin et pour sauver des êtres humains de la misère.
Bien entendu, ils devraient pouvoir exercer une influence sur les organisations professionnelles selon des modalités définies par la loi.
Il n'y aurait peut-être que des avantages à interdire aux organisations professionnelles de déclencher une grève, et à le permettre aux syndicats, avec des réserves, en faisant correspondre des risques à cette responsabilité, en interdisant toute contrainte, et en protégeant la continuité de la vie économique.
Quant au lock-out, il n'y a pas de motif de ne pas l'interdire tout à fait.
L'autorisation des groupements d'idées pourrait être soumise à deux conditions. L'une, que l'excommunication n'y existe pas. Le recrutement se ferait librement par voie d'affinité, sans toutefois que personne puisse être invité à adhérer à un ensemble d'affirmations cristallisées en formules écrites ; mais un membre une fois admis ne pourrait être exclu que pour faute contre l'honneur ou délit de noyautage ; délit qui impliquerait d'ailleurs une organisation illégale et par suite exposerait à un châtiment plus grave.
Il y aurait là véritablement une mesure de salut public, l'expérience ayant montré que les États totalitaires sont établis par les partis totalitaires, et que les partis totalitaires se forgent à coups d'exclusions pour délit d'opinion.
L'autre condition pourrait être qu'il y ait réellement circulation d'idées, et témoignage tangible de cette circulation, sous forme de brochures, revues ou bulletins dactylographiés dans lesquels soient étudiés des problèmes d'ordre général. Une trop grande uniformité d'opinions rendrait un groupement suspect.
Au reste, tous les groupements d'idées seraient autorisés à agir comme bon leur semblerait, à condition de ne pas violer la loi et de ne contraindre leurs membres par aucune discipline.
Quant aux groupements d'intérêts, leur surveillance devrait impliquer d'abord une distinction ; c'est que le mot intérêt exprime quelquefois le besoin et quelquefois tout autre chose. S'il s'agit d'un ouvrier pauvre, l'intérêt, cela veut dire la nourriture, le logement, le chauffage. Pour un patron, cela veut dire autre chose. Quand le mot est pris au premier sens, l'action des pouvoirs publics devrait consister principalement à stimuler, soutenir, protéger la défense des intérêts. Au cas contraire, l'activité des groupements d'intérêts doit être continuellement contrôlée, limitée, et toutes les fois qu'il y a lieu réprimée par les pouvoirs publics. Il va de soi que les limites les plus étroites et les châtiments les plus douloureux conviennent à celles qui par nature sont les plus puissantes.
Ce qu'on a appelé la liberté d'association a été en fait jusqu'ici la liberté des associations. Or les associations n'ont pas à être libres ; elles sont des instruments, elles doivent être asservies. La liberté ne convient qu'à l'être humain.
Quant à la liberté de pensée, on dit vrai dans une large mesure quand on dit que sans elle il n'y a pas de pensée. Mais il est plus vrai encore de dire que quand la pensée n'existe pas, elle n'est pas non plus libre. Il y avait eu beaucoup de liberté de pensée au cours des dernières années, mais il n'y avait pas de pensée. C'est à peu près la situation de l'enfant qui, n'ayant pas de viande, demande du sel pour la saler.

LA SÉCURITÉ

La sécurité est un besoin essentiel de l'âme. La sécurité signifie que l'âme n'est pas sous le poids de la peur ou de la terreur, excepté par l'effet d'un concours de circonstances accidentelles et pour des moments rares et courts. La peur ou la terreur, comme états d'âme durables, sont des poisons presque mortels, que la cause en soit la possibilité du chômage, ou la répression policière, ou la présence d'un conquérant étranger, ou l'attente d'une invasion probable, ou tout autre malheur qui semble surpasser les forces humaines.
Les maîtres romains exposaient un fouet dans le vestibule à la vue des esclaves, sachant que ce spectacle mettait les âmes dans l'état de demi-mort indispensable à l'esclavage. D'un autre côté, d'après les Égyptiens, le juste doit pouvoir dire après la mort : « Je n'ai causé de peur à personne. »
Même si la peur permanente constitue seulement un état latent, de manière à n'être que rarement ressentie comme une souffrance, elle est toujours une maladie. C'est une demi-paralysie de l'âme.

LE RISQUE

Le risque est un besoin essentiel de l'âme. L'absence de risque suscite une espèce d'ennui qui paralyse autrement que la peur, mais presque autant. D'ailleurs il y a des situations qui, impliquant une angoisse diffuse sans risques précis, communiquent les deux maladies à la fois.
Le risque est un danger qui provoque une réaction réfléchie ; c'est-à-dire qu'il ne dépasse pas les ressources de l'âme au point de l'écraser sous la peur. Dans certains cas, il enferme une part de jeu ; dans d'autres cas, quand une obligation précise pousse l'homme à y faire face, il constitue le plus haut stimulant possible.
La protection des hommes contre la peur et la terreur n'implique pas la suppression du risque ; elle implique au contraire la présence permanente d'une certaine quantité de risque dans tous les aspects de la vie sociale ; car l'absence de risque affaiblit le courage au point de laisser l'âme, le cas échéant, sans la moindre protection intérieure contre la peur. Il faut seulement que le risque se présente dans des conditions telles qu'il ne se transforme pas en sentiment de fatalité.

LA PROPRIÉTÉ PRIVÉE

La propriété privée est un besoin vital de l'âme. L'âme est isolée, perdue, si elle n'est pas dans un entourage d'objets qui soient pour elle comme un prolongement des membres du corps. Tout homme est invinciblement porté à s'approprier par la pensée tout ce dont il a fait longtemps et continuellement usage pour le travail, le plaisir ou les nécessités de la vie. Ainsi un jardinier, au bout d'un certain temps, sent que le jardin est à lui. Mais là où le sentiment d'appropriation ne coïncide pas avec la propriété juridique, l'homme est continuellement menacé d'arrachements très douloureux.
Si la propriété privée est reconnue comme un besoin, cela implique pour tous la possibilité de posséder autre chose que les objets de consommation courante. Les modalités de ce besoin varient beaucoup selon les circonstances ; mais il est désirable que la plupart des gens soient propriétaires de leur logement et d'un peu de terre autour, et, quand il n'y a pas impossibilité technique, de leurs instruments de travail. La terre et le cheptel sont au nombre des instruments du travail paysan.
Le principe de la propriété privée est violé dans le cas d'une terre travaillée par des ouvriers agricoles et des domestiques de ferme aux ordres d'un régisseur, et possédée par des citadins qui en touchent les revenus. Car de tous ceux qui ont une relation avec cette terre, il n'y a personne qui, d'une manière ou d'une autre, n'y soit étranger. Elle est gaspillée, non du point de vue du blé, mais du point de vue de la satisfaction qu'elle pourrait fournir au besoin de propriété.
Entre ce cas extrême et l'autre cas limite du paysan qui cultive avec sa famille la terre qu'il possède, il y a beaucoup d'intermédiaires où le besoin d'appropriation des hommes est plus ou moins méconnu.

LA PROPRIÉTÉ COLLECTIVE

La participation aux biens collectifs, participation consistant non pas en jouissance matérielle, mais en un sentiment de propriété, est un besoin non moins important. Il s'agit d'un état d'esprit plutôt que d'une disposition juridique. Là où il y a véritablement une vie civique, chacun se sent personnellement propriétaire des monuments publics, des jardins, de la magnificence déployée dans les cérémonies, et le luxe que presque tous les êtres humains désirent est ainsi accordé même aux plus pauvres. Mais ce n'est pas seulement l'État qui doit fournir cette satisfaction, c'est toute espèce de collectivité.
Une grande usine moderne constitue un gaspillage en ce qui concerne le besoin de propriété. Ni les ouvriers, ni le directeur qui est aux gages d'un conseil d'administration, ni les membres du conseil qui ne la voient jamais, ni les actionnaires qui en ignorent l'existence, ne peuvent trouver en elle la moindre satisfaction à ce besoin.
Quand les modalités d'échange et d'acquisition entraînent le gaspillage des nourritures matérielles et morales, elles sont à transformer.
Il n'y a aucune liaison de nature entre la propriété et l'argent. La liaison établie aujourd'hui est seulement le fait d'un système qui a concentré sur l'argent la force de tous les mobiles possibles. Ce système étant malsain, il faut opérer la dissociation inverse.
Le vrai critérium, pour la propriété, est qu'elle est légitime pour autant qu'elle est réelle. Ou plus exactement, les lois concernant la propriété sont d'autant meilleures qu'elles tirent mieux parti des possibilités enfermées dans les biens de ce monde pour la satisfaction du besoin de propriété commun à tous les hommes.
Par conséquent, les modalités actuelles d'acquisition et de possession doivent être transformées au nom du principe de propriété. Toute espèce de possession qui ne satisfait chez personne le besoin de propriété privée ou collective peut raisonnablement être regardée comme nulle.
Cela ne signifie pas qu'il faille la transférer à l'État, mais plutôt essayer d'en faire une propriété véritable.

LA VÉRITÉ

Le besoin de vérité est plus sacré qu'aucun autre. Il n'en est pourtant jamais fait mention. On a peur de lire quand on s'est une fois rendu compte de la quantité et de l'énormité des faussetés matérielles étalées sans honte, même dans les livres des auteurs les plus réputés. On lit alors comme on boirait l'eau d'un puits douteux.
Il y a des hommes qui travaillent huit heures par jour et font le grand effort de lire le soir pour s'instruire. Ils ne peuvent pas se livrer à des vérifications dans les grandes bibliothèques. Ils croient le livre sur parole. On n'a pas le droit de leur donner à manger du faux. Quel sens cela a-t-il d'alléguer que les auteurs sont de bonne foi ? Eux ne travaillent pas physiquement huit heures par jour. La société les nourrit pour qu'ils aient le loisir et se donnent la peine d'éviter l'erreur. Un aiguilleur cause d'un déraillement serait mal accueilli en alléguant qu'il est de bonne foi.
À plus forte raison est-il honteux de tolérer l'existence de journaux dont tout le monde sait qu'aucun collaborateur ne pourrait y demeurer s'il ne consentait parfois à altérer sciemment la vérité.
Le public se défie des journaux, mais sa défiance ne le protège pas. Sachant en gros qu'un journal contient des vérités et des mensonges, il répartit les nouvelles annoncées entre ces deux rubriques, mais au hasard, au gré de ses préférences. Il est ainsi livré à l'erreur.
Tout le monde sait que, lorsque le journalisme se confond avec l'organisation du mensonge, il constitue un crime. Mais on croit que c'est un crime impunissable. Qu'est-ce qui peut bien empêcher de punir une activité une fois qu'elle a été reconnue comme criminelle ? D'où peut bien venir cette étrange conception de crimes non punissables ? C'est une des plus monstrueuses déformations de l'esprit juridique.
Ne serait-il pas temps de proclamer que tout crime discernable est punissable, et qu'on est résolu, si on a en l'occasion, à punir tous les crimes ?
Quelques mesures faciles de salubrité publique protégeraient la population contre les atteintes à la vérité.
La première serait l'institution, pour cette protection, de tribunaux spéciaux, hautement honorés, composés de magistrats spécialement choisis et formés. Ils seraient tenus de punir de réprobation publique toute erreur évitable, et pourraient infliger la prison et le bagne en cas de récidive fréquente, aggravée par une mauvaise foi démontrée.
Par exemple un amant de la Grèce antique, lisant dans le dernier livre de Maritain : « les plus grands penseurs de l'antiquité n'avaient pas songé à condamner l'esclavage », traduirait Maritain devant un de ces tribunaux. Il y apporterait le seul texte important qui nous soit parvenu sur l'esclavage, celui d'Aristote. Il y ferait lire aux magistrats la phrase : « quelques-uns affirment que l'esclavage est absolument contraire à la nature et à la raison ». Il ferait observer que rien ne permet de supposer que ces quelques-uns n'aient pas été au nombre des plus grands penseurs de l'antiquité. Le tribunal blâmerait Maritain pour avoir imprimé, alors qu'il lui était si facile d'éviter l'erreur, une affirmation fausse et constituant, bien qu'involontairement, une calomnie atroce contre une civilisation tout entière. Tous les journaux quotidiens, hebdomadaires et autres, toutes les revues et la radio seraient dans l'obligation de porter à la connaissance du public le blâme du tribunal, et, le cas échéant, la réponse de Maritain. Dans ce cas précis, il pourrait difficilement y en avoir une.
Le jour où Gringoire publia in extenso un discours attribué à un anarchiste espagnol qui avait été annoncé comme orateur dans une réunion parisienne, mais qui en fait, au dernier moment, n'avait pu quitter l'Espagne, un pareil tribunal n'aurait pas été superflu. La mauvaise foi étant dans un tel cas plus évidente que deux et deux font quatre, la prison ou le bagne n'auraient peut-être pas été trop sévères.
Dans ce système, il serait permis à n'importe qui, ayant reconnu une erreur évitable dans un texte imprimé ou dans une émission de la radio, de porter une accusation devant ces tribunaux.

La deuxième mesure serait d'interdire absolument toute propagande de toute espèce par la radio ou par la presse quotidienne. On ne permettrait à ces deux instruments de servir qu'à l'information non tendancieuse.
Les tribunaux dont il vient d'être question veilleraient à ce que l'information ne soit pas tendancieuse.
Pour les organes d'information ils pourraient avoir à juger, non seulement les affirmations erronées, mais encore les omissions volontaires et tendancieuses.
Les milieux où circulent des idées et qui désirent les faire connaître auraient droit seulement à des organes hebdomadaires, bi-mensuels ou mensuels. Il n'est nullement besoin d'une fréquence plus grande si l'on veut faire penser et non abrutir.
La correction des moyens de persuasion serait assurée par la surveillance des mêmes tribunaux, qui pourraient supprimer un organe en cas d'altération trop fréquente de la vérité. Mais ses rédacteurs pourraient le faire reparaître sous un autre nom.
Dans tout cela il n'y aurait pas la moindre atteinte aux libertés publiques. Il y aurait satisfaction du besoin le plus sacré de l'âme humaine, le besoin de protection contre la suggestion et l'erreur.
Mais qui garantit l'impartialité des juges ? objectera-t-on. La seule garantie, en dehors de leur indépendance totale, c'est qu'ils soient issus de milieux sociaux très différents, qu'ils soient naturellement doués d'une intelligence étendue, claire et précise, et qu'ils soient formés dans une école où ils reçoivent une éducation non pas juridique, mais avant tout spirituelle, et intellectuelle en second lieu. Il faut qu'ils s'y accoutument à aimer la vérité.
Il n'y a aucune possibilité de satisfaire chez un peuple le besoin de vérité si l'on ne peut trouver à cet effet des hommes qui aiment la vérité.