miércoles, 28 de febrero de 2018

Leopoldo Marechal: Victoria Ocampo y la literatura femenina

VICTORIA OCAMPO Y LA LITERATURA FEMENINA

La editorial SUR acaba de publicar dos conferencias de Victoria Ocampo: Emily Brontë y Virginia Woolf, Orlando y Cía. No es el hecho de que ambas conferencias estén dedicadas a mujeres escritoras lo que me ha movido a escribir en el título, junto al nombre de Victoria Ocampo, aquella continuación o apéndice que dice “y la literatura femenina”: algunas observaciones realizadas en el texto y la recordación de ciertas virtudes que la mujer posee, si no en exclusividad, al menos en alto grado de excelencia, me hacen advertir la posibilidad, creo que no manifestada todavía, de dar un valor genérico a la literatura femenina, y de sustraerla, por lo tanto, a los errores de la comparación y a la injusticia de los críticos, mediante el reconocimiento de algunos caracteres que le son propios y que le dan la investidura de un hecho nuevo e independiente.
A dichos caracteres me referiré más adelante. Pero en seguida me veré abocado a un asunto lleno de espines: sabido es que Virginia Woolf levanta en su Orlando, la vieja y siempre ondulante bandera de Lisistrata, y su fogosa comentadora dice a este respecto: “Orlando ve a los hombres rehusando a las mujeres la más mínima instrucción, por miedo de que un día se rían de ellos, y los ve, al propio tiempo, entregados, sometidos a los caprichos de las más desfachatadas, de las más tontas, por el hecho de llevar faldas. Hay realmente motivo para sentir rebeldía ante estos reyes de la creación”. ¡Diablo, es la guerra declarada! Y si me animo a terciar en ella sin otras armas que las que me ofrecen algunos conocimientos de metafísica, es con el solo deseo de hacer que la paloma simbólica vuele sobre mi comentario, y movido, además, por el hecho singularísimo de que Virginia Woolf, acaso sin saberlo, resuelve simbólicamente la vieja contienda, en el extraordinario personaje de su obra.
Pero antes de tocar una materia tan ardua quiero expresar algunas observaciones acerca de Victoria Ocampo, su estilo y su técnica. Los dos trabajos que me ocupan no son conferencias, en el sentido vulgar del género, y su autora está lejos, por fortuna, del monólogo y la soledad que caracterizan al conferenciante de marras, en su relación con el público. Creo que la técnica de Victoria Ocampo (la que aparece con idénticos matices en todos los escritos de su pluma) es la técnica de la plática o de la conversación, que consiste en fluir con libertad V soltura, sin otra limitación que la que le señala el cauce o tema elegido previamente: su plática es un deslizamiento fluvial que sigue todos los niveles del asunto, que desborda y se explaya según la naturaleza del terreno, y que, sobre todo, va enriqueciéndose con los sedimentos arrancados inesperadamente a sus dos orillas. Los que conozcan a Victoria Ocampo advertirán lo mucho que una técnica semejante conviene a su espíritu inquieto, a su movediza vitalidad y al incansable fluir de sus emociones y recuerdos.
“Voy a hablarles a ustedes como common reader de la obra de Virginia Woolf”, dice al iniciar una de sus pláticas. Victoria Ocampo suele anunciar su naturaleza de “lector común”, siguiendo a Virginia Woolf que así lo hace al adelantar sus trabajos críticos: la expresión pertenece al doctor Johnson, para el cual es lector común aquel “que lee exclusivamente por placer y sin preocupación de tener que transmitir sus conocimientos”, y que se diferencia,’ por lo tanto, del lector crítico y del erudito. Por mi parte, no estoy lejos de asentir con el Dr. Johnson, en la definición que hace del lector común; pero creo que ni Virginia Woolf ni Victoria Ocampo entran del todo en la definición (¿no dice la segunda de la primera que sólo adopta ese carácter por absurda modestia?) Refiriéndome al solo caso de Victoria Ocampo diré ahora en qué medida le conviene el carácter de common reader, y en qué medida no le conviene.
Cierto es que el lector común, a semejanza del espectador común, padece lo que lee, o mejor dicho “con-padece”: Aristóteles exigía de la tragedia que suscitara la compasión en el ánimo de los espectadores, de modo tal que los espectadores llegaran a padecer los mismos afectos que padecían en escena los héroes del drama; y creo que los lectores comunes experimentan algo semejante, no sólo con la literatura de imaginación, sino hasta con la ideológica. -Ahora bien, reconozco en Victoria Ocampo esa entrega total de sí misma a la obra o al asunto, que caracteriza al lector común: basta leer su exégesis de Orlando, considerado más como sujeto viviente que como personaje de ficción, y su exaltada biografía de Emily Brontë, considerada más como personaje de novela que como sujeto viviente.
Pero el lector común, así como el espectador común, es algo esencialmente pasivo, algo que se funde con la obra y que “no tiene voz” ni la necesita, porque todo él se realiza en lo que lee; y este carácter del lector común ya no le conviene a Victoria Ocampo. Hay que buscar entonces un término medio, un lector que padezca y que hable a la vez. La tragedia clásica nos lo dará en seguida, porque en el teatro antiguo no sólo están la tragedia de un lado y los espectadores comunes del otro: allí mismo, entre la escena y el público, se agitan otros espectadores que tienen voz y la manifiestan, que padecen el drama y lo dicen, que discuten o asienten con los actores. Es el coro trágico. Ahora bien, un lector que frente a sus lecturas asumiera los gestos del coro en la tragedia se parecería mucho a ese tipo de lector que se dicen Virginia Woolf y Victoria Ocampo. Creo que a una y a otra les gustaría la idea: a Virginia Woolf, que “hablando de cualquier cosa habla de sí misma, ella que nunca habla de sí misma”; y a Victoria Ocampo, que leyendo a Virginia siente ganas “de comen¬tar a la comentadora a través de su comentario”.
Dije ya que algunas observaciones halladas en el texto de Virginia Woolf, Orlando y Cía. me habían recordado ciertos caracteres propios de la mujer en su relación con el mundo, los cuales, aplicados a la creación literaria, pueden dar un valor genérico a la literatura femenina. El texto aludido se refiere a una creencia de Virginia Woolf, “a su creencia de que el espíritu humano no es sino el curso continuo de las imágenes y de los recuerdos, y que hay que expresar el sutil deslizarse de esas imágenes, de esos recuerdos cambiantes y multicolores, para ser fiel a la realidad más esencial”.
Y justamente, observadores de todas las épocas han coincidido en afirmar que la mujer se mueve en el mundo cambiante del suceder con mayor soltura que en el mundo de los principios inmutables: nadie como ella pone una atención tan aguda en el desfile de las imágenes que constituyen la realidad inmediata y el mundo de los sentidos (el mismo Schopenhauer, entre otras consideraciones que por su grosería resultan indignas de un filósofo, concede a la mujer esa visión certera del mundo fenomenal). Por otra parte, la sucesión ineluctable de las cosas no se realiza sin que el advenimiento de una signifique la muerte de la otra; y la mujer padece, como nadie, la mutación de una realidad en cuya ilusión arraiga con tanto ahínco, y de la cual alcanza hoy un desfile de imágenes que se convertirá mañana en un desfile de recuerdos. Pues bien, el estudio y la expresión de ese fluir, el idioma de la pasión consiguiente, el dolor de perder la imagen en el tiempo y la dulzura de recobrarla en la memoria, todo esto constituye, a mi juicio, una materia literaria sobre la cual puede la mujer alegar derechos casi naturales. Y digo “casi naturales”, porque, como ya lo he adelantado, la mujer no posee dicho carácter en exclusividad, sino en alto grado de excelencia, con respecto al hombre:   la literatura de Proust, sin embargo, revela mucho de tal carácter; bien es cierto que hay en toda ella un “tono” femenino que no deja de llamar la atención.
Distinta es la posición del hombre frente al mundo de los fenómenos: es característica del hombre el no resignarse ante la mutación de las cosas, y el buscar, detrás de las imágenes mudables, la razón inmutable que organiza y dirige la danza. Por eso la metafísica es dominio del hombre, así como la física es dominio de la mujer [1]. Entre un dominio y otro no hay contrariedad, sino complemento: son “distintos”, y cada uno halla en el otro lo que a sí mismo falta. Razón tiene Victoria Ocampo al enojarse con los críticos ingleses que menospreciaron una gran novela de Emily porque la firmaba una mujer. Es el mismo género de críticos que advierten la inferioridad de la mujer en el hecho de que la mujer no ha dado nunca una metafísica: con igual razón demostrarían la inferioridad del olmo, que no da peras, o la del peral, que no da rosas.
Y aquí entramos en el fin de la guerra, mediante la reconciliación de dos partes o dominios que necesitan unirse para formar una verdadera unidad, ya que cada uno, por sí mismo, no puede realizarla. Si me resolviese a hacer un poco de metafísica de salón, recordaría que los antiguos vieron la imagen perfecta de la concordia en el Adán-Eva del Génesis, en el Andrógino primitivo que describe Aristófanes [2] y en el Hermafrodita dormido que veneraron los griegos. Dejaré a los lectores el trabajo de considerar tales figuras, cuyo simbolismo no se limita, por otra parte, al solo dominio humano. Y expondré ahora el hecho singularísimo a que me refería en el principio de mi comentario: a sabiendas o no, Virginia Woolf también hace un andrógino de su Orlando, ya que le da primero la naturaleza del hombre y luego la de la mujer. ¿Qué significación tiene la metamorfosis de Orlando? Según Ovidio [3], el sabio Tiresias había tomado, en sucesivas encarnaciones, la forma de uno y otro sexo, y lo recordaba: tal vez era sabio porque, reuniendo en sí mismo la ciencia del hombre y la de la mujer, había reconstruido la perfección dichosa de la unidad.
Con el divino Tiresias acaba mi comentario: he tocado en él un tema o dos que, si no se vinculan directamente con las disertaciones de Victoria Ocampo, giran, al menos, en su órbita. Mi sola disculpa es el hecho de que yo, como Virginia Woolf y como Victoria Ocampo, tampoco soy el “lector común” de que nos habla el Dr. Johnson.

Revista Sur, enero de 1939, año IX.
Notas:

[1] Claro está que sólo me refiero al orden de la "especulación” intelectual; porque en el orden de la realización “afectiva”, entre una Santa Teresa y un San Juan de la Cruz, por ejemplo, no cabe diferenciación alguna; bien es cierto que una y otro no hacen ya referencia al “arte humano”, sino al “arte divino”.
[2] “Banquete”, de Platón.
[3] “Metamorfosis”.