EL TRIUNFO DE LA TRIBU
Toda persona con edad suficiente para recordar,
siquiera de un modo borroso, los últimos días de la reina Victoria, así como el
paulatino cambio de la Gran Guerra, se asombrará de dos cosas referentes al
triunfo que hoy festeja Alemania.
El primer hecho desconcertante es que una generación
joven pueda hervir con tan inútil alboroto a causa de algo tan totalmente
anticuado. El segundo hecho desconcertante es que todo un vasto país pueda
basar su tradición histórica en algo que es menos una leyenda que una mentira.
Una leyenda es algo que crece lentamente y de una
manera natural, y que simboliza algo así como una relativa verdad histórica. La
leyenda del rey Arturo es legendaria en este sentido, pero simboliza la enorme
y hoy día olvidada verdad de que si Inglaterra no hubiera tenido una base
romana, hubiera carecido de toda base. Pero el mito de los alemanes modernos,
especialmente en sus relaciones con los antiguos germanos, ha sido fabricado
hace poco y de manera artificial. Fue inventado por profesores y divulgado por
maestros de escuela. Desde luego, no tiene la más remota conexión con ninguna
verdad histórica.
El primer hecho, la extraña ranciedad que hace
llegar a nuestro olfato la religión racial con un olor a podrido, a algo
exhumado tras haber permanecido largo tiempo enterrado, no es lo que más nos
interesa. Un hombre que se entusiasmó con Carlyle, cuando era muchacho, que
reaccionó contra él, como hombre, que volvió a reaccionar con más sano juicio y
que ha concluido, le parece, por verlo más o menos tal como era, sólo puede
asombrarse de esta brusca resurrección de cuanto había en Carlyle de bárbaro,
de estúpido, y de ignorante, sin un adarme de lo que había en él de realmente original
y humorístico. El verdadero Carlyle, que era escocés, y por lo tanto comprendía
las bromas, ha sido substituido enteramente por el Carlyle teórico, que era
prusiano, y al que no le era dado comprender bromas. Y que, desde luego, nunca
apreció la inefable broma que significaba aquella gran Teoría Teutónica que en
mi juventud era la chifladura de moda en la educación tanto inglesa como
alemana.
El que todas estas estupideces infantiles pudieran
surgir de pronto, como un fantasma en mi camino normal hacia la sepultura, es
cosa casi increíble. Tan increíble como
ver al príncipe Alberto bajando del Albert
Memorial para pasearse por los jardines de Kensington. Y es especialmente
increíble dado que, a partir de aquel día, la teoría histórica que Froude y
Freeman compartieron con Carlyle (teoría de una raíz teutónica en toda
verdadera nobleza de Europa) ha sido criticada por historiadores más lúcidos,
con una amplitud de miras que los victorianos no pudieron imaginar, y, a menudo,
con un cúmulo de hechos nuevos que no pudieron conocer. Actualmente, ninguna
persona informada tiene derecho a ignorar el papel efectivo desempeñado en la
civilización —o semicivilización— de todos los países (incluso de Alemania) por
el orden romano y la fe católica, no por el caos germánico. Examinemos a la luz
de este grado elemental de educación algunas declaraciones hechas recientemente
por los más aplaudidos y entusiastas escritores nazis —pasando de largo, por ahora, los ejemplos de
crasa contradicción, en los que el dictamen, nórdico contradice, no solamente
toda virtud cristiana, sino toda la común generosidad humana, al decir que “el
concepto de la caridad cristiana provoca la degeneración nacional, puesto que
propugna el cuidado de los físicamente débiles o inválidos”. Consideremos, para empezar, aquellas virtudes
en que tanto el cristiano como el nórdico están de acuerdo, aunque el nórdico tiene la insolencia de
reclamarlas como únicamente suyas. Tomemos la declaración ridícula, tantas
veces repetida, de que hay algo esencialmente alemán en el “concepto del honor”.
Esta pretensión carece por completo de
verdad histórica, y ni siquiera tiene significado histórico. Imaginemos a un
profesor prusiano leyendo, lenta y cuidadosamente, la versión de Horacio de la
historia de Régulo y anotando debidamente el hecho de que ni los latinos ni los
hombres del Mediterráneo tuvieron jamás la menor idea del honor. El más torpe
comprende en seguida que semejante afirmación es absurda. Todo el mundo sabe,
de un modo general, que el concepto de fidelidad a la palabra dada, de renuncia
a un cobarde y cómodo retraimiento, de considerar la rendición como un
deshonor, son características que han llegado hasta nosotros a través de los
filósofos paganos que desafiaban a los tiranos, a través de los mártires que
aceptaban el tormento, a través de los caballeros y paladines cristianos,
celosos en el cumplimiento de un voto o en las condiciones de una proeza.
Considerar que esto es una idea alemana es tan ridículo como considerarla
finesa o islandesa. Puesto que todos los hombres, incluso los más rudos, tienen
alguna forma tosca de conciencia, este concepto, indudablemente, existió en
algunos teutones, del mismo modo que en algunos celtas, eslavos y árabes
semitas. Pero los ejemplos más poderosos, los más claros y lógicos, la más
larga tradición, llegan a nosotros por el largo camino romano que une la
antigua civilización a la nueva.
En estas pocas líneas me he limitado a la literatura
nazi, que se opone al sentido común y a la verdad histórica, a la conciencia
católica y a la principal autoridad religiosa de Europa. Vale la pena notar
hasta qué punto los dos elementos del instinto normal y de la doctrina
sobrenatural se hallan momentáneamente de acuerdo. En estos momentos, Roma
defiende no sólo la razón, sino más bien, y especialmente, el sentido común. Y
en este caso, la justicia común del común de las gentes. Esta influencia del
Sur, que, penetrando hacia el Norte, por las selvas vírgenes, corrompió a los
sencillos germanos acostumbrándolos a edificar casas, construir caminos, montar
a caballo, y hablar de una manera inteligible, o más o menos inteligible.
Porque aquellos grandes dioses, aquellos primeros germanos de las selvas a
quienes se debe toda la energía “creadora”, no levantaron un solo edificio que
haya perdurado, ni tallaron una sola estatua de valor prehistórico, ni
expresaron en ningún ara o símbolo la confusa mitología con que algunos
quisieron sustituir la lucidez de la fe. La gran civilización alemana ha sido
creada por la gran civilización cristiana, y sus antecesores paganos no le
legaron nada, salvo un intermitente afán de alardear.
The End of the Armistice.
Traducción de Leonor Acevedo de Borges.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.
THE
TRIBAL TRIUMPH
ANYONE old enough to remember even faintly the last
days of Queen Victoria, and the gradual change in international information
which had appeared even before the Great War, will be astounded at two things
about the tribal triumph now parading among the Germans. The first staggering fact is the fact that a
fresh generation can boil up again, in so frothy a fuss, over anything so
utterly stale. The second staggering
fact is that a whole huge people should base its whole historical tradition on
something that is not so much a legend as a lie. A legend is something that grows slowly and
naturally and generally does symbolize some sort of relative truth about
history. The legend of Arthur is legendary
in this sense; but it does symbolize the enormous and once neglected truth,
that if Britain had not once had a Roman basis, it would never have had any
basis at all. But the myth of the modern
Germans, especially in its relation to the ancient Germans, was made quite
recently and quite artificially; it was invented by professors and imposed by
schoolmasters; and it has not even the remotest connection with any historical
truth whatever.
The first fact, the strange staleness which makes the
racial religion stink in our nostrils with the odours of decay, and of
something dug up when it was dead and buried, need not principally concern us. A man who has reveled in Carlyle as a boy, reacted
against him as a man, re-reacted with saner appreciation as an older man, and
ended, he will hope, by seeing Carlyle more or less where he really stands, can
only be amazed at this sudden reappearance of all that was bad and barbarous
and stupid and ignorant in Carlyle, without a touch of what was really quaint
and humorous in him. The real Carlyle, who was a Scotchman and therefore understood
a joke, has been entirely replaced by the theoretical Carlyle, who was a
Prussian and not allowed to see a joke. And he seems never to have seen the
joke of the great Teutonic Theory, which he handed on to Kingsley and in a less
degree to Freeman and Froude; and which was in my childhood the fashionable fad
in English as well as German education. That all this nonsense of the nursery should
suddenly start up like a spectre in my path, in my normal journey towards the grave,
strikes me as something quite incredible. It is as incredible as seeing Prince
Albert come down from the Albert Memorial and walk across Kensington Gardens. But
it is specially incredible because, since that day, the historical theory which
Froude and Freeman and others shared with Carlyle, the theory of a Teutonic root
of all the real greatness of Europe, has been criticized by saner historians,
with a broader outlook which the Victorians never imagined, and often with a
number of new facts which the Victorians could not be expected to know. To-day, no well-informed person has any right
to be ignorant of the part really played, not by the Germanic chaos, but by the
Roman order and the Catholic faith, in the making of everything civilized or
half-civilized, including Germany.
In the light of this elementary degree of education, examine
some of the statements lately made by the most popular and enthusiastic Nazi
writers —passing over for the moment the cases of flat contradiction, where the
Nordic notion contradicts not only every Christian virtue but every common
human generosity, as in saying that “the conception of Christian charity causes
national degeneration inasmuch as it involves caring for the physically weak
and infirm.” Let us take first the virtues on which the Christian and the
Nordic man would agree; though the Nordic man has the cheek to claim them as
his alone. Take the ridiculous statement, repeated again and again, the notion
that there is something especially German about “the idea of honour”. There is
not the faintest historical truth, or even historical meaning, in this claim. Imagine the Prussian professor slowly and
carefully reading Horace’s version of the story of Regulus and duly noting down
the fact that no Latins or men of the Mediterranean have had any idea of honour.
One would suppose that anybody could see the absurdity of that; that everybody can,
in a general way, trace the conception of keeping faith, refusing cowardly
comfort or safety, feeling surrender as a stain, through all the great story of
antiquity, through the Pagan philosophers defying tyrants, through the
Christian martyrs accepting torments, through the Christian knights and
paladins careful to keep the vow, or fulfill the conditions of the quest. To call it a German idea is about as sensible as
to call it a Finnish idea or an Icelandic idea. Since all men, even the rudest,
have some rude form of conscience, it did doubtless exist more or less in various
Teutons, as in various Celts and Slavs and Semitic Arabs. But the most powerful examples of it, the
clearest praises of it, the longest tradition of it, descend to us all down
that long Roman road which connects ancient with modern civilization.
In these few lines I have confined myself to the Nazi
literature, which is on the face of it opposed to common sense and common
historical information and is in conflict with the Catholic conscience and the
principal religious authority of Europe. It is worth while to note how much the two
elements of normal instincts and of supernatural doctrine are at this moment in
agreement. Rome stands just now not only for reason, but rather especially for common
sense; and, as in this case, for common justice to the common people. It is
this influence which the Nazi writers describe as so subtle a social poison;
the southern influence which, creeping north into the virgin forests, corrupted
the simple Germans with the habit of building houses, of making roads, of riding
horses, of talking in an intelligible, or more or less intelligible manner. For
those great gods, the early Germans of the forests, to whom all “creative”
energy is due, did not of themselves set up one building that has remained, or
carve one statue of even prehistoric value, or express in any shrine or symbol
the confused mythology which some would substitute for the radiant lucidity of
the Faith. The great German civilization
was created by the great Christian civilization; and its heathen forerunners
left it nothing whatever; except an intermittent weakness for boasting.
Note: This essay was written as an Introduction to a
pamphlet containing a selection of Nazi writings, edited by Lord Tyrrell.