CÉFALO Y PROCRIS
Metamorfosis Libro VII
670-865
Talibus atque aliis longum sermonibus illi
inpleuere diem ; lucis pars ultima mensae
est data, nox somnis. Iubar aureus extulerat Sol,
Con tales y otras pláticas gastaron
El largo día, y de él la mejor parte
Al banquete y las mesas entregaron.
La noche con el sueño se reparte,
Y ya el dorado rayo el sol sacaba,
Alumbrando el oriente y toda parte,
Y todavía el viento retardaba
A Céfalo el viaje, y luego fueron
Los hijos de Palante do él estaba.
Que por ser de más años le hicieron
Honor, y los tres juntos se han partido
Al alcázar real, a do supieron
Que estaba todavía el rey dormido.
Y a la portada rica cortésmente
A recibirlos Foco había salido,
Porque el hermano andaba haciendo gente
Con Telamón, y entrambos prevenían
Lo que para la guerra es conveniente.
Foco, a los caballeros que venían,
Por el palacio lleva paseando,
Y en aposentos ricos se metían.
Y en una hermosa sala reparando,
Con ellos juntamente se ha sentado,
Al valeroso Céfalo mirando.
Que de un hermoso dardo viene armado,
Y en la mano continuo le traía
Con un hierro riquísimo dorado.
De qué madera fuese no sabía;
Y habiendo algunas cosas de primero
Hablado con los tres, así decía,
Queriendo preguntar al caballero:
“Amigo soy de bosques y floresta,
Y de matar las fieras codicioso.
Mil armas he yo visto; pero ésta
Que vos tenéis, me tiene a mí dudoso.
Si de cerezo acaso fuera aquesta,
Mostráralo el astil en ser nudoso,
Y si de fresno, nada yo dudara,
Porque el color dorado lo mostrara.
“De qué madera sea, a mí se esconde ;
Mas no ser la más bella y escogida
Que mis ojos han visto, ni sé dónde
Se pueda hallar un arma tan pulida”.
De los hermanos uno le responde:
“Si su virtud tuvieses conocida,
Que es no errar jamás do la han tirado,
Con más razón te hubieras admirado.
“Dejaras de alabar su forma bella,
Si supieses que nunca fue tirada
Que errase el tiro, sin tener en ella
La fuerza de Fortuna alguna entrada.
Y que no es menester para traella
Trabajo alguno, ante ensangrentada,
A la mano se vuelve como un viento
Del mismo que la tira en un momento.
Creciole por saber mayor deseo
De quién, por qué, y adónde fuese dada
Un arma tal al nieto de Nereo.
A todo le responde, sin que en nada
Faltase a su pregunta, el valeroso
Céfalo; solamente fue callada,
De modesto, discreto y vergonzoso,
La causa, que sabida y clara era
Por do la mereció, y habló lloroso
Por la muerta mujer de esta manera:
“Aqueste dardo, hijo de la Diosa
(¡Quién lo podrá creer!), me tiene en llanto,
Sin poder emplearme en otra cosa,
Y mil años lo haré, si vivo tanto.
Por éste perdí yo mi cara esposa,
Perdí mi bien, quedé perdido; ¡oh, cuánto
Para mí, desdichado, mejor fuera,
Si de este mismo siempre careciera!
“Pocris era de Orithia bella hermana
(Si acaso Orithia ha sido más nombrada),
De belleza y costumbres soberana,
Y tal, que con Orithia comparada
Se pudiera tener por cosa llana
Más digna Pocri ser de ser robada.
Su padre Erícteo me hizo su marido,
Su aficionado amante el dios Cupido.
“Llamábanme dichoso, y yo lo era
Al parecer común (mas Dios no quiso),
Y por ventura agora yo estuviera
En el contento mismo y paraíso.
La boda celebrada en la manera
Que convenía, fuime de improviso
El mes segundo a caza, que pretendo
Con redes ir los ciervos persiguiendo.
“Y estándolas armando, soy mirado,
Desde la cumbre del florido Himeto,
De la dorada Aurora, que ha lanzado
La obscura noche, y vime en tal aprieto,
Que, a mi pesar, la misma me ha llevado
(Perdóneme la Diosa, que prometo
Decir verdad), y púsome delante
Su hermosa faz de rosas y semblante.
“No la bastó mostrarme su hermosura,
Ni aprovechó decir que era señora
De los confines de la noche obscura
Y la luz clara, a la rosada Aurora,
Ni que el agua nectárea, dulce, pura,
Es su alimento, porque en cualquier hora
A mi querida Pocri siempre amaba,
Pocri en mi pecho y en mi boca estaba.
“La fuerza de la cama consagrada,
La bella esposa y nuevo ayuntamiento,
La fe matrimonial agora dada,
El tálamo refiero, y el intento
De no ofender a Pocri, que fiada
Estaba en mí. Airada en el momento,
La Diosa replicó: “Cese tu pena;
Ten a tu Pocri, tenla en horabuena.
“Ingrato a tanto bien, desconocido,
No gastes tiempo más en tal querella
Vete con Pocri, vete a ser marido
De dama que a tus ojos es tan bella.
Que si lo por venir he yo sabido,
Algún tiempo vendrá que de tenella
Te pesará”; y diciendo así, me envía
Con ira a mi señora y mi alegría.
“Partime de ella, y yendo reparando
En las palabras de la airada diosa,
Empiezo a tener miedo, imaginando
No hubiese quebrantado alguna cosa
De la fidelidad mi Pocri, dando
Ocasión al delito el ser hermosa.
Sus años y belleza la acusaban,
Mas sus costumbres castas la excusaban.
“Adúltera la hacía su belleza,
Mas su bondad mostraba su inocencia.
Con todo eso, al fin naturaleza,
Por ser mujer, por causa de mi ausencia,
Me hacía temer, y dábame certeza,
La que poco antes tuve en mi presencia,
Haciendo, como dije, mil extremos;
Que los amantes todo lo tememos.
“La causa del dolor buscar propongo
La castidad de Pocri combatiendo
Con dones, y temiendo me dispongo,
La Aurora a mi temor favoreciendo.
Por ir disimulado, yo me pongo
De otro semblante, y fueme pareciendo
Que la mañana el rostro me mudaba,
Cuando en Atenas disfrazado entraba.
“En mi ciudad y casa disfrazado
Entré, do vi castísimas señales.
Mi dama y mi palacio congojado
Con ansias y tormentos desiguales,
Por su señor, que había sido robado,
Haciendo sentimientos inmortales;
A Pocri apenas pude hallar entrada
Con mil engaños siendo procurada.
“En viéndola pasmé, casi dejando
Los modos de tentar pensados ante.
En poco estuve, en su presencia estando
Que no me descubriese allí delante,
Y la diese mil besos, confesando
Ser su marido y su querido amante.
Estaba triste, y triste parecía
Que nadie en hermosura la excedía.
“El fogoso deseo la inflamaba
Del robado marido de manera,
Que podrás colegir cuán bella estaba,
Oh Foco, quien una ansia lastimera
Y un sobrado dolor la hermoseaba.
No hay para qué yo agora te refiera
Las veces que ha estorbado cuanto digo
Su honestidad, de su valor testigo.
“¡Oh! Cuántas veces dijo: “Yo me guardo
Para uno solo, esté donde estuviere.
A éste quiero, a éste sólo aguardo ;
Mi corazón por él viviendo muere.
De gozo y de contento por él ardo;
Por suya me tendré mientras viviere”.
¿A quién, no siendo loco, no bastara
De fe señal tan grande, cierta y clara?
“Pues yo no me contento, que antes quiero
Con mi contentamiento dar al traste.
Prométola riquezas y dinero
Que a comprar mucha renta sólo baste.
A tanto prometer, dejó el sendero
De la virtud. Yo a voces digo: —Erraste
Traidora, desleal; yo soy testigo
De tu adulterio y poca fe conmigo. —
“Con tácita vergüenza, convencida,
No me responde, sino aborreciendo
El ruin marido y casa donde urdida
Tan gran traición la fue, se va huyendo,
De ya tratar con hombres despedida,
De su desdén yo solo causa siendo.
Andaba por los montes descontenta,
Al ejercicio de Dïana intenta.
“Mas cuando yo me vi desamparado,
Con más violencia Amor me derretía;
Pedíala perdón de mi pecado,
Y confesando serlo, la decía
Que a mí también me hubiera derrocado
Quien tanto me ofreciera; y ya que había
Vengádose, rindiose al manso ruego,
Y vivimos concordes desde luego.
“Concordes y contentos dulcemente
Pasamos nuestra vida enamorada,
Y allende de esto, hízome un presente,
Cual si lo que me daba fuera nada.
Un perro tan sagaz y diligente
Que fue merced de Cintia celebrada,
Y cuando se le daba dijo: “Es pieza
Que a todos vencerá su ligereza”.
“Y con el perro fueme entonces dado
El dardo que aquí ves; y si tú quieres
Que te relate el fin en que ha parado
El perro, quedarás, cuando lo oyeres,
Del hecho y novedad muy admirado.
Las Náyades mostraban sus saberes
Diciendo profecías claramente,
Mas no entendidas de la antigua gente.
“Satisfacían con ellas de manera
Que ya la santa Temis se olvidaba,
Porque su adivinar obscuro era,
Que con rodeos la respuesta daba.
Por el cual desacato echó una fiera
En la Tebana Aonia que mataba
A muchos, y dejaba destrozados
Los tristes labradores y ganados.
“Los mozos comarcanos acudimos,
Y por el ancho campo andando a ojeo,
Las redes y los lazos que pusimos
Saltaba con prestísimo meneo.
Soltárnosla los perros, pero vimos
Que de su diligencia y su deseo,
Aunque eran muchos, escapar se sabe
Con tanta ligereza como un ave.
“Pídenme con instancia suelte el mío;
Lelepa (así era el nombre) las cadenas
Se pretende quitar, cuando le envío,
Y viéndose sin ellas aun apenas
Escapa tan ligero y con tal brío,
Que el rastro de él caliente en las arenas
Notamos, y de vista le perdimos:
Con tal celeridad partir le vimos.
“La piedra con presteza más perfecta
De honda rodeada nunca sale,
Ni del cretense arco la saeta,
Ni lanza puede haber que se le iguale.
Hay un otero en una montañeta;
Allí me subo, y noto cuánto vale
Mi perro, que a la fiera así seguía
Que herirla muchas veces parecía.
“Parecíame a las veces que la hería,
Mas otras que la fiera se escapaba.
Con carrera derecha no huía
La astuta, y aunque Lélepa volaba,
Con las continuas vueltas que hacía,
Del diente agudo y boca se burlaba.
Estorbando su ímpetu él la sigue
Y con igual presteza la persigue.
“A do la fiera iba, en un momento
Estaba el perro mío; pareciendo
Tenerla, no la tiene, y en el viento
Bocados daba vanos: yo tal viendo,
A mi buen dardo vuelvo el pensamiento,
Y estándole mi diestra ya blandiendo,
Volví la vista, por no errar en nada,
Para poner el dedo en la lazada.
“Aquesto hecho, luego a do solía
Volví a mirar, y en medio el campo veo
Dos mármoles, que el uno parecía
Huir, y de ladrar hacer meneo
El otro, y esto fue porque quería
Dios (si allí estaba alguno), a lo que creo,
Que nadie en el correr se aventajase
Y a entrambos la victoria se negase”.
Hasta aquí dijo Céfalo, y callaba;
Mas Foco le replica, preguntando:
“¿Con qué delito el dardo se infamaba?”
Al cual así responde sollozando:
“De este dolor y pena que me acaba
Principio fue un regalo y gozo blando,
Del cual primero quiero darte cuenta,
Que la memoria suya me contenta.
“¡Oh Foco, qué sabrosa es la memoria
De aquel pasado tiempo tan dichoso,
En principio del cual estuve en gloria
Con mi mujer viviendo venturoso,
Y aun ella reputaba vil escoria
El resto, por gozar de mí su esposo!
Con un amor tiernísimo y cuidado
Estaba el pecho de los dos sellado.
“En mi respecto Jove fuera nada,
Ni otra a mí me hubiera satisfecho,
Aunque viniera Venus traspasada
Por causa mía el amoroso pecho.
Un alma está en dos cuerpos abrasada,
Con fuego igual y lazo muy estrecho.
Al tiempo que en Oriente el Sol salía
A caza por los montes ir solía.
“Solía partir sin perro ni criado,
Sin redes, sin caballo, ni otra cosa
Más que mi dardo, cierto y confiado
Había de ser mi caza bien gustosa.
Y de matar las fieras ya cansado,
Al fresco me acogía y hierba umbrosa
Del valle ameno, y érame gran fiesta
El aire frío en medio de la siesta.
“Descanso a mi trabajo el aire era:
—Aura (*) (porque me acuerdo), la decía;
Ven, Aura dulce, alegre compañera;
Ayúdame, mi bien y mi alegría;
Abrázame— y quizá por suerte fiera
Cien mil requiebros otros la diría.
Y solía decirla: —Mi consuelo,
Tú sola me das fuerza en este suelo.
“Tú haces que reciba yo contento
En tanta soledad, do por ti vivo,
Vivificado sólo de tu aliento,
Que con la boca mía yo recibo.—
A mis dudosas pláticas atento,
Un no sé quién estuvo tan esquivo,
Que imaginó que el Aura que llamaba
Alguna Ninfa era que yo amaba.
“Con lengua temeraria aquel parlero
A Pocri cuenta dio de lo fingido,
Y como amor se cree de ligero,
De súbito dolor (según he oído)
Cayose desmayada, y ya que el fiero
Desmayo se quitó y volvió el sentido,
A sí infeliz y mísera llamando,
De mi fidelidad se está quejando.
“De mi delito vano concitada,
Lo que no es sospecha, y temerosa
Del nombre cuyo cuerpo no era nada,
Cual si mi amiga fuera, está penosa.
Y muchas veces teme la cuitada
La engañan, y a la lengua mentirosa
No quiere de otra suerte haber creído
Que viéndose ofender de su marido.
“La clara Aurora había quitado el velo
De la morena noche, y yo saliendo
De casa, voy al monte como suelo,
La caza a mi contento sucediendo.
Cansado me tendí en el verde suelo,
Y dije: —¡Oh Aura, ven, porque yo entiendo
Tendré descanso habiendo tú venido.—
Y pareciome oír como un gemido.
“Como gemidos mientras yo hablaba
Me parecía oír; mas yo atendiendo
A mi contento, proseguí, y llamaba
El Aura que solía, así diciendo:
—¡Ven, oh bien mío!— Y vi que resonaba
Cual de caedizas hojas un estruendo.
Pensé ser fiera, y a do suena miro,
Y allá mi dardo en el momento tiro.
“Hacia donde el ruido se había hecho
Tiré, y estaba Pocri allí metida.
Y viéndose herir en medio el pecho,
“¡Ay de mí!” dijo; y siendo conocida
Su voz, yo, lleno de ira y de despecho
Contra mí mismo, acudo y vi su vida
Casi acabarse, y que de sí sacaba
Su don, y con su sangre le manchaba.
“El cuerpo hermoso, mucho más amado
De mí que el propio mío, levantando
Cuanto mejor yo puedo, he procurado
Ligarla la herida, restañando
La sangre, y he mil veces suplicado,
Con agrio lloro y sentimiento blando,
Que no me desampare con su muerte
Dejándome en miseria y dura suerte.
“Y estando ya espirando, al fin se esfuerza
A decir esto poco: “Yo te ruego
Por los sagrados dioses y la fuerza
De nuestra cama, lazo y nudo ciego,
El cual no tengas miedo se destuerza
Ni aun en el punto donde agora llego,
Si algún placer te hice, hazme tú este:
Que el Aura en nuestra cama no se acueste”.
“No dijo más; sentí el error extraño
Del nombre, y procuré desengañarla.
Mas ¿qué me aprovechaba el desengaño,
Pues no era ya posible el remediarla?
Sus fuerzas se acababan por mi daño,
Entendí con lo dicho consolarla.
Que en tanto que de vida los despojos
La duran, no apartó de mí sus ojos.
“Pareciome algún tanto mitigada
Su ansia, pues de vida lo restante
Gastó en mirarme, menos fatigada
(Oído aquello) que solía estar ante.
Y en esta boca mía fue exhalada
Su alma desdichada, con semblante
Mejor, pues parecía en su figura
Morir con más contento y más segura”.
Contándolo lloraba, y los oyentes
Oyéndolo contar también lloraban,
Y derramaban lágrimas fervientes
Cuando Eaco y dos hijos allegaban
Con nueva gente armada apercibidos,
Que verse ya en Atenas deseaban
Y de Céfalo fueron recibidos.
NOTA: Aura significa aire, vientos ligeros, céfiros. Plinio habla de dos estatuas llamadas Aurae que en su tiempo eran admiradas en Roma. Las pinturas antiguas representan estas divinidades vestidas con ligeros y flotantes velos. Compañeras de Céfiro, siembran el aire de flores.
The lingering day
Ended in feasting, and the night in slumber.
But the wind still blew from the east in the golden morning,
There was no use spreading sail for the homeward voyage.
The sons of Pallas, attending Cephalus,
Went to the king, but Aeacus was sleeping,
And Phocus was the one who gave them welcome
As they drew near the threshold; the other princes
Were marshalling the warriors. Into the court,
Into the rich apartments, Phocus led them.
And they sat down together, and Phocus noticed
The javelin Cephalus carried, with head of gold.
And a shaft made out of a wood he did not know.
There was a little idle conversation.
Broken by Phocus. "I am fond of hunting,"
He said, "I know the woods, but I have never
Seen such a shaft; I am curious about it.
Surely, if it were ash, it would be yellow,
If it were cornel, knotty: what it comes from
I do not know. I do know I have never
Seen one more beautiful, or better balanced."
One of the brothers answered: "You will wonder
More at its use than at its beauty; always
It flies unfailing to the mark you aim at.
Chance never guides its flight, and it comes flying
With blooded barb, back to the hand that flung it."
Then Phocus, more than ever, kept asking questions:
Why njoas it so? where did it come jrom? who
Had been the giver of such a prized possession?
Cephalus answered all except one question.
What had it cost him? For a while, in silence,
He grieved for his lost wife, and then, with tears,
Began the story.
The Story of Cephalus and Procris
"This weapon makes me weep,
It will make me weep, as long as ever I live.
Would I had never owned it, the destruction
Of my dear wife, of both of us together.
Her name was Procris, or, if you have heard
Of Orithyia, the ravished Orithyia,
My Procris was her sister, and, if you ask me,
More worthy of ravishment than Orithyia.
Her father, King Erectheus, joined her to me,
Love joined her to me; people called me happy,
And I was happy, or lucky, but the gods
Had other ideas about it, or I might
Be happy to this day. We had been married
Only two months, and I was out one morning
Spreading my nets for the wide-antlered deer,
When the golden goddess of the morning saw me
From the top of Mount Hymettus, where the flowers
Are always blossoming. The golden goddess.
The Dawn, who drives the shadows away, beheld me,
Carried me off, against my will. She may
Forgive me for telling the truth, but I loved Procris,
I was in love with Procris, though Aurora
Is surely lovely with the blush of roses
Shining upon her, holding the double portals
Of day and night, and nourished by the nectar.
In silence and in speech I worshipped Procris,
Kept talking, always, of her, of our marriage.
Of our first night together, till the goddess
Was angry at me. 'You ungrateful fellow!
Stop your complaining! Keep your precious Procris!
Still, if I know one thing about the future.
You will come to wish that you had never had her!'
And so she sent me home, in rage and anger,
And as I went, I did a little thinking,
Turning over, in my mind, the goddess' warning.
I began to be afraid: had Procris kept
Her marriage vows? Her beauty and her youth
Pointed one way, her character another.
Still, I had been away; I was returning
From one who was no paragon of virtue.
And a man in love, besides, is always fearful.
So I decided to give myself a reason
To have a grievance; I would test her honor
With costly gifts. In this Aurora helped me,
Changing my form—I seemed to feel the change—
And so, unrecognized, I came to Athens,
Entered my house. The house itself seemed blameless,
No sign of anything wrong, but only anxious
For its lost master. Using a thousand ruses.
All kinds of trouble, I came at last to Procris,
And when I saw her, wanted to abandon
The silly test. It was not easy for me
Not to confess the truth, and not to kiss her
As she deserved being kissed. She was sorrowful,
But never was a woman lovelier
In sorrow than Procris, longing for her husband.
Imagine, Phocus, how beautiful she was.
Her very sorrow most becoming to her!
What use is there in telling you how often
Her chastity rejected my temptations?
'I keep myself for one,' she would always tell me,
'Wherever he is, I save my pleasure for him.'
What more could any sensible man have wanted?
I was not satisfied, I kept on fighting
To wound myself. I promised her a fortune
For just one night, and as I doubled the promise
I made her hesitate, and then, victorious.
Wickedly so, exclaimed: 'Ha, evil woman!
I was no real seducer, but your husband,
Both witness and detective!' She said nothing,
Never a word, but a shamed and beaten woman
Fled from her treacherous husband and his house,
And hating him and all the race of men
Went wandering the mountains, all devoted
To the worship of Diana, virgin huntress.
I was lonely, and my passion burned the fiercer
In loneliness; I pleaded for her pardon.
Confessed that I had sinned and might have yielded,
As she had, if such gifts were offered to me.
There was, it seemed, some satisfaction for her
In my confession: she came back to me,
And so we spent delightful years together.
As though the gift of her sweet self was nothing,
She brought me more, a hunting hound Diana
Had given her, swiftest of all in coursing,
And the javelin you see here in my hands.
The story of both gifts is worth repeating.
Oedipus, Laius' son, had solved the riddle
No man had fathomed, and the Sphinx lay broken,
But a second monster loosed itself on Thebes,
And all the country-dwellers fled in terror
From that fierce beast that ravaged herds and people.
We, young men all, came and spread wide our nets
Around the fields, but the monster overleapt them.
We loosed the hounds; they might as well have followed
Birds in the air, so then they came and asked me
To turn my Laelaps loose (that was the name
Of the hound that Procris gave me). He was straining
Against the leash, against the strap that held him.
We had hardly let him go when he was gone
Out of our sight completely. The warm dust
Still held his footprints, but we could not see him.
No spear was ever swifter, no arrow ever.
No leaden bullets from the curved sling flying.
I climbed a hill-top, watched the strange pursuit:
The beast was almost caught, in the grip of the jaws,
Then gone again, not running straight, but doubling.
Wheeling, eluding the charge, and Laelaps, :ifter him.
Has him, almost, then seems to have him, snapping
At empty air. I got the javelin ready.
Poised it, looked down a moment, to fit my fingers
Into the thong, looked up, and saw—a wonder! —
Two marble statues in the plain, one fleeing,
One in pursuit, or so it seemed. Some god,
If there was any god there, must have willed it
That neither one should lose."
As he fell silent,
Phocus began to prompt him: "And the javelin?
What could have been the matter with the javelin?"
So Cephalus went on: "The matter, Phocus,
Was that my grief began in happiness.
What joy it is, oh son of Aeacus,
To call to mind that blessed time, those days
When we were fortunate, she in her husband,
I in my wife. We loved each other dearly.
Even Jove's embrace was less to her than mine was,
And I would not have traded her for Venus,
So equally each heart burned for the other.
I was young then; I loved hunting; early mornings.
When the sun came over the mountains, off I went
To the deep woods, and no companions with me.
No hound, no horse, no nets. I trusted fully
In javelin alone, and when my hand
Had all the game it needed, I came back
To the cool shadows, and the stir of air
From the cool valleys, waiting for the breeze,
Wooing the breeze, that came to cool and rest me.
I even gave the breeze a name. 'Dear Aura,'
For that was what I called her, I remember,
'Dear Aura, come and comfort me; receive me
In your most welcome graces, and allay
The heat I bum with!' And I may have added
Further endearments (as my fate would have it),
Saying, 'You are my greatest joy, my comfort,
My recreation, and I love the woods
And solitudes because they bring you to me.
How sweet your breath on lips and cheek! Dear Aura!'
And someone overheard me, and thought Aura
Was the name of a girl or a nymph, and that I loved her,
And ran to Procris with a reckless story
Of my unfaithfulness, told in a whisper.
How credulous love is! Procris believed it.
Fell in a faint, revived, and called herself
Unhappy, doomed unfairly, all the while
Complaining of my faithlessness, and driven
By nothing more than idle talk to fear
Nothing at all, an empty name, no more.
As if a living woman was her rival.
Still, she would doubt, and hope, would not believe it,
It would take more than a story to convince her.
She said, she would not believe her husband guilty
Until she caught him in the act.
Next morning
In the early light, I left the house again.
Hunting, and sought the woods, and the hunt was good.
And I lay resting on the grass, and called
'Come to me. Aura!' And I thought I heard
A sigh, or a moan, in answer. 'Dearest, come!'
I cried, and the fallen leaves made a slight rustling.
I thought I heard a beast and flung the javelin.
It was Procris, not a beast, who cried in anguish.
I knew her voice, rushed to the sound, and found her
Dying, her clothes all bloodstained; she was trying,
Poor thing, to pull from her wounded breast the weapon
She once had given me. With loving arms
I raised her body, so much dearer to me
Than was my own; I tore aside the robes.
Bound up the wound, and tried to staunch the blood.
Begging her not to leave me, with the guilt
Of her death for my curse. Her strength was going.
But in her dying effort she could manage
To speak a little: 'By the gods
Above, by my own gods, and by the bonds
We shared in bed together, dearest husband.
I beg you, if you ever had reason to love me
As I love you, so much so that my love
Has brought me death, never allow this Aura
Inside our room!' And so I understood,
Mistake, misunderstanding of the name,
And made my explanation, but what good
Was explanation then? She fell back dying,
Her last strength going with her blood, but looking,
While she could look at anything, at me.
Whose lips took her last breath, unhappy spirit.
And yet, her face seemed, almost, to be smiling.
I think she died at peace."
The story ended
With every one in tears, as Aeacus
Entered with both his sons, and the new soldiers
Strong in their armor, for Cephalus to welcome.
Translated by ROLFE HUMPHRIES
Metamorphoses, Indiana University Press, Bloomington, 1958
Ils passèrent tout un jour à converser sur ce sujet
Et d’autres ; la fin de cette journée fut consacrée au repas,
La nuit au sommeil. L’or du soleil apparaissait dans tout son éclat,
L’Eurus soufflait encore et retenait les navires sur le départ
Quand les fils de Pallas vinrent voir Céphale, qui était leur aîné,
Puis Céphale et les Pallantides allèrent ensemble chez le roi ;
Mais celui-ci était encore plongé dans un profond sommeil.
C’est l’un des fils d’Éaque, Phocus, qui les reçut sur le seuil
Car Télamon et son frère enrôlaient des hommes pour la guerre.
Phocus conduisit à l’intérieur les Cécropides,
Dans une belle pièce à l’écart, et s’y installa avec eux.
Il remarqua que le descendant d’Éole tenait un javelot
Fabriqué dans un bois inconnu, et dont la pointe était en or.
Après un moment de conversation, il lui adressa ces quelques paroles :
“Je suis un amoureux des forêts et de la chasse au gros gibier ;
Dans quel bois a été taillée la javeline que tu tiens,
Je me le demande depuis un moment ; si c’était du frêne,
Il serait de couleur rousse ; du cornouiller, il serait noueux.
D’où il vient, je l’ignore, mais mes yeux n’ont jamais vu
Une arme plus belle que ce javelot-ci.”
L’un des deux frères de l’Acté se tourna vers lui et lui dit :
“Tu vas être étonné par son usage plus encore que par son aspect.
Il atteint son but quel qu’il soit, sa direction n’est pas aléatoire
Et il revient, sans qu’on l’ait renvoyé, ensanglanté.”
Alors le jeune homme, petit-fils de Nérée, veut tout savoir :
Pourquoi, par qui a-t-il été donné, qui est l’auteur d’un tel cadeau.
Le héros répond, et raconte tout ce que son honneur lui permet ;
Sur le prix qu’il a fallu payer, il garde le silence puis, tout à la douleur
D’avoir perdu son épouse, laissant couler ses larmes, il dit :
“Fils d’une déesse, c’est cette arme (qui pourrait le croire !)
Qui me fait pleurer et le fera longtemps si le destin m’accorde
Longue vie ; c’est elle qui nous a perdus, moi et mon épouse chérie ;
Plût au ciel que j’eusse toujours été privé de ce présent !
Procris était (mais sans doute le nom d’Orithye, plus que le sien,
Est-il parvenu à tes oreilles) la sœur d’Orithye qui fut enlevée.
Des deux, c’est elle qui méritait le plus – si l’on veut les comparer,
Au physique comme au moral – l’enlèvement ; son père Érechthée
Et l’Amour l’unirent à moi ; on me disait heureux et je l’étais ;
Tel n’était pas l’avis des dieux, sans quoi je le serais peut-être encore.
Deux mois après la cérémonie du mariage, un matin,
Alors que je tendais mes filets contre les cerfs cornus,
Du plus haut sommet de l’Hymette toujours en fleur
L’Aurore safranée, qui venait de chasser les ténèbres, me vit
Et m’enleva de force. Qu’il me soit permis de dire la vérité
Sans offense pour la déesse : que son teint de rose soit admirable,
Qu’elle définisse les limites du jour et celles de la nuit,
Que le nectar soit sa nourriture, j’en conviens ; moi, j’aimais Procris,
J’avais Procris dans le cœur, le nom de Procris aux lèvres.
J’invoquais l’hymen sacré, nos étreintes récentes, notre union toute fraîche
Et nos premiers serments dans un lit que j’avais déserté.
La déesse en fut outragée et me dit : « Cesse de te lamenter, ingrat,
Garde ta Procris ; si je vois clair dans l’avenir,
Tu le regretteras ! » et, furieuse, elle me renvoya.
Tandis que je rentrais, repassant dans mon esprit les paroles de la déesse,
Une angoisse me vint : mon épouse n’avait peut-être pas respecté
Le lien conjugal ; sa beauté, sa jeunesse m’incitaient
A croire à l’adultère, sa vertu me l’interdisait.
Mais j’avais été absent, mais celle de chez qui je revenais était un exemple
D’infidélité, mais nous redoutons tout, nous autres amants.
Je décidai, pour mon malheur, d’en avoir le cœur net et de tenter
Par des cadeaux son honnêteté et sa foi ; l’Aurore alla dans le sens
De mon inquiétude en changeant (je crois l’avoir perçu) mon aspect.
J’arrive incognito à Athènes, la ville de Pallas,
J’entre chez moi : la maison ne respirait pas la moindre faute,
On n’y voyait que loyauté et tourment à propos de l’enlèvement du maître ;
Je réussis péniblement, et par mille ruses, à approcher la fille d’Érechthée.
A sa vue, je restai interdit et faillis abandonner mon idée
De mettre à l’épreuve sa fidélité ; j’eus du mal à me retenir de lui avouer
La vérité, à me retenir de la couvrir de baisers comme il fallait le faire.
Elle était triste – mais dans cette tristesse, nulle autre
N’égalait sa beauté – et elle regrettait amèrement l’époux
Qu’on lui avait ravi ; tu peux imaginer, Phocus, le charme
De cette femme à qui la souffrance allait si bien.
Comment te dire le nombre de fois où son honnête pudeur
Repoussa mes avances, le nombre de fois où elle me dit : « Un seul homme
M’intéresse ; où qu’il soit, c’est à lui seul que je réserve mon plaisir » ?
Quel homme sensé n’aurait jugé satisfaisante une aussi grande preuve
De fidélité ? Or, je ne m’en contentai pas et retournai le couteau
Dans la plaie, lui promettant, pour une nuit, une fortune, la couvrant
De cadeaux jusqu’à ce qu’enfin je la force à hésiter.
Je criai : « C’est un amant fictif, totalement fictif qui est là devant toi !
En réalité, j’étais ton époux ; tu es prise sur le fait, traîtresse ! »
Elle ne dit rien ; mais, submergée par une honte silencieuse,
Elle fuit à la fois une demeure semée d’embûches et un méchant mari :
Me détestant, elle se mit à abhorrer le sexe masculin tout entier
Et à errer dans les montagnes, se consacrant aux travaux de Diane.
Alors, du fait de cet abandon, une passion plus violente encore
Me dévora le cœur ; j’implorai son pardon, je reconnus mes torts
Et ma capacité à me montrer pareillement coupable
Devant de tels cadeaux si on me les eût offerts.
Après cette confession, l’outrage fait à son honneur fut lavé,
Elle me revint et nous passâmes en parfaite harmonie de tendres années.
En outre, elle m’offrit, comme si le don d’elle-même était insuffisant,
Un chien que sa chère Cynthie lui avait confié en disant :
« Il dépassera tous les autres à la course. »
Elle m’offrit aussi le javelot que j’ai (tu le vois) entre les mains.
Tu veux savoir quel fut le sort de ce second présent ?
Écoute ce prodige : tu vas être bouleversé par cette aventure inouïe.
Le fils de Laïos avait résolu l’énigme qu’aucune intelligence avant lui
N’avait pu déchiffrer et le mystérieux oracle, jeté à bas,
Gisait, sans aucun souvenir de ses paroles énigmatiques.
[Bien sûr, Thémis la bienfaisante ne laisse pas de tels actes impunis.]
Un second fléau s’abat immédiatement sur Thèbes, en Aonie :
Une bête qui fait trembler de nombreux paysans pour leur vie
Et celle de leurs troupeaux. Avec des jeunes gens du voisinage,
Nous arrivons et posons des filets dans les champs alentour.
Agile, la bête franchit les rets en sautant légèrement,
Passant au-dessus de la corde supérieure des pièges tendus.
On détache les chiens ; la bête échappe à ses poursuivants
Et, plus vive que l’oiseau, se joue de la meute.
D’un commun accord, tous me réclament Lælaps (c’était le nom
De celui que j’avais reçu en cadeau) : depuis un moment, il se débat
Pour se libérer, et la chaîne qui le retient se tend sur son cou.
A peine a-t-il été lâché que déjà nous ne pouvons plus dire
Où il se trouve ; les traces de ses pas marquent la poussière brûlante
Mais lui-même se soustrait à nos yeux ; la lance ne part pas
Plus promptement, ni les balles que l’on tire d’une fronde impétueuse,
Ni la flèche légère de l’arc de Gortyne.
Dominant les champs alentour, s’élève une colline :
Je la gravis pour suivre des yeux cette course exceptionnelle
Où la bête paraît tantôt prise au piège, tantôt se dérober
Aux coups reçus ; la rusée ne fuit pas en traçant, dans sa course,
Une ligne droite mais échappe aux crocs de son poursuivant
En décrivant des cercles pour rendre vain l’élan de l’ennemi.
Quant à lui, il talonne, serre de près son adversaire, semble la saisir
Mais la manque, et donne dans le vide d’inutiles coups de dents.
J’ai recours à mon javelot : pendant que ma main le balance,
Que j’essaie de passer mes doigts dans la courroie,
Je détourne les yeux puis, les ayant ramenés vers le but,
J’aperçois, au milieu de la plaine – chose étrange ! –, deux statues
De marbre : l’une a l’air de s’enfuir et l’autre d’aboyer.
Sans doute la divinité a-t-elle voulu que, dans cette lutte de vitesse,
Tous deux soient invaincus – à supposer qu’un dieu les ait assistés.”
Ce fut tout et il se tut. “Mais que reproches-tu, en fait, au javelot ?”
Lui demanda Phocus ; sur ce qu’il reprochait au javelot, telle fut sa réponse :
“C’est mon bonheur, Phocus, qui causa ma souffrance ;
Je vais commencer par lui : oh ! Qu’il est bon de se rappeler,
Fils d’Éaque, ce temps béni, les premières années où, à juste titre,
Nous étions heureux, moi de mon épouse, elle de son mari !
Nous avions l’un pour l’autre même tendresse, même amour conjugal ;
A mon amour, le lit de Jupiter ne lui eût pas paru préférable
Et nulle femme, même si Vénus en personne était venue, n’aurait pu
Me séduire : nos cœurs brûlaient du même feu.
Quand les premiers rayons du soleil s’apprêtaient à frapper
Les sommets, le jeune homme que j’étais allait chasser dans les bois
Et je n’emmenais avec moi ni serviteurs ni chevaux,
Ni chiens au flair aiguisé, ni filets noueux.
Mon javelot me protégeait ; mais lorsque ma main avait tué
Assez de bêtes sauvages, je recherchais l’ombre rafraîchissante
Et la brise qui venait des frais vallons.
Je cherchais cette douce brise au plus fort de la canicule,
J’attendais la brise ; elle était mon repos après l’effort.
Je l’invoquais ainsi (je m’en souviens) : « Brise, viens à mon aide,
Ma très chère, glisse-toi sous mes vêtements et débarrasse-moi,
Comme tu sais le faire, de cette chaleur qui me brûle. »
Peut-être ai-je ajouté (ainsi entraîné par mon destin)
D’autres mots doux et ai-je souvent dit : « Tu es ma volupté
Suprême, tu me rassérènes, me revigores,
Tu me fais aimer les forêts, les lieux solitaires
Et ma bouche ne cesse de désirer ton souffle. »
Quelqu’un que j’ignore prêta l’oreille à ces propos ambigus
Qui l’abusèrent et, pensant que ce nom de « brise », si souvent invoqué,
Était celui d’une nymphe, me crut amoureux d’une nymphe !
Sur-le-champ, ce délateur irréfléchi d’un crime imaginaire
Alla chez Procris lui rapporter tout bas ce qu’il avait entendu.
L’amour est crédule : aussitôt, terrassée de douleur, elle défaillit
(A ce que l’on m’a dit) et, revenue à elle après un long moment,
Dit sa souffrance, l’injustice du sort contre elle, et se plaignit
De ma trahison ; bouleversée par cette accusation mensongère,
La malheureuse avait peur pour rien, peur d’un nom sans visage,
Et en souffrait comme d’une véritable rivale.
Elle se reprit pourtant à douter, à espérer – la pauvrette –
Qu’on la trompait, à refuser de croire le délateur et (à moins de voir
De ses propres yeux le délit) de condamner son mari.
Le lendemain, les feux de l’Aurore avaient chassé la nuit
Quand je sortis pour gagner la forêt puis, dans l’herbe, tout à mes victoires,
Je dis : « Brise, viens donc réparer ma fatigue ! »,
Et je crus entendre soudain, pendant que je parlais, des sortes
De gémissements. Je poursuivis toutefois : « Viens, ma toute belle » ;
Une feuille en tombant produisit de nouveau un léger bruissement.
Pensant qu’il s’agissait d’une bête, je lançai mon javelot rapide :
C’était Procris qui, blessée en plein cœur, cria : « A moi ! »
A peine eus-je reconnu la voix de ma fidèle épouse
Que je me précipitai vers cette voix, hors de moi.
Je la découvris à demi morte, ses vêtements ensanglantés, en lambeaux,
Et retirant de sa blessure – pauvre de moi ! – son présent
Je pris délicatement dans mes bras ce corps qui m’était
Plus cher que moi-même et, déchirant sur ma poitrine un morceau d’étoffe,
Je bandai sa terrible plaie en m’efforçant d’en arrêter le sang.
Et je la suppliai de ne pas me laisser ainsi, coupable de sa mort.
Perdant ses forces et déjà moribonde, elle fit un effort
Pour m’adresser ces quelques mots : « Au nom de nos liens conjugaux,
Au nom des dieux du ciel et des miens, je t’en prie, t’en conjure,
Au nom de tout ce que j’ai fait pour toi, et de cet amour qui demeure
Au moment où je meurs et où il est la cause de ma mort,
Ne souffre pas que cette Brise entre dans notre lit. »
Elle se tut et je compris enfin que l’erreur venait de ce nom ;
Je le lui expliquai mais à quoi bon les explications ?
Elle défaillait et ses faibles forces disparaissaient avec son sang ;
Tant qu’elle put regarder quelque chose, elle me regarda
Et c’est contre moi, contre ma bouche que la malheureuse rendit l’âme.
Mais à son expression plus heureuse, je sentis qu’elle mourait sereine.”
A ce souvenir, le héros était en larmes et tous pleuraient ;
Mais voici qu’arrivait Éaque avec ses deux autres fils et leur nouvelle
Troupe solidement armée, et Céphale les accueillit.