RETRATO DE ALPHONSE DE LAMARTINE
Entre tanto, los lectores del Heraldo no llevarán a mal que ocupe su atención con algunas consideraciones sobre los principales oradores de la Cámara francesa, aprovechando esta ocasión en que todos hacen vistoso alarde de sus armas.
El primer orador eminente que ha entrado en el debate sobre la cuestión de la regencia, ha sido Mr. de Lamartine; y Mr. de Lamartine es uno de aquellos hombres que más poderosamente llaman la atención de los que, como yo, son inclinados al estudio de los caracteres y del corazón humano.
Poeta de primer orden, y político ambicioso, vivió sus primeros días atormentado por su genio, y vive hoy atormentado por su orgullo. Su educación literaria fue clásica su educación política, monárquica ; su educación moral, religiosa. Cuando nació a la vida de la inteligencia, miró alrededor de sí, y sus ojos pudieron contemplar llenos de espanto la sangrienta huella que en el suelo de la Francia rabian dejado las revoluciones. Tenía a la sazón en sus manos el estandarte de la reacción política, religiosa y literaria Chateaubriand, cisne divino que cantó a la Europa los cánticos del Cielo: poeta inspirado, misionero sublime, que para derramar por todas partes la palabra evangélica, la palabra civilizadora, abandonó su hogar, y se fue peregrinando por él mundo. Las obras de Chateaubriand fueron el primer encanto de Lamartine; la gloria de Chateaubriand fue su primera ilusión, como la primera, la más pura de todas sus ilusiones: alcanzar también esa gloria, fue su primera esperanza. Dotado de una riquísima vena, de una imaginación ardiente a un mismo tiempo y fecunda, nutrido con la lectura de todos los grandes poetas, y llevado como por la mano, por el más grande poeta de su siglo, Lamartine puso sus ojos en Dios, sus manos sobre la lira, y dejó escapar de sus labios los más puros, los más blandos, los más inefables acentos. Entonces dio a luz sus Primeras Meditaciones.
Estas Meditaciones serán siempre el más suave manjar para las almas tiernas, religiosas y doloridas: en ellas, Lamartine no es un poeta que canta, es un poeta que gime: y sin embargo, no gime como los demás hombres; gime como los poetas, cuyo gemido es un consuelo para los desventurados del mundo. Consideradas estas Primeras Meditaciones bajo el aspecto del arte, son un modelo en el género religioso y elegíaco. Distínguense por la suavidad de los toques, por lo correcto de la dicción, por la blandura de las tintas. Es monótono, porque es monótono el dolor; pero da el último toque a sus composiciones tan a tiempo y con tan maravilloso artificio, que evita siempre el cansancio, ese escollo de los poetas plañidores y lastimeros: yo no conozco nada más difícil, que acertar a dar la conveniente extensión a las composiciones consagradas a la expresión de las melancolías del alma, y a la alegría de los festines : no conozco en este género más que dos modelos acabados: Lamartine y Anacreonte. Nuestro Meléndez puede ser imitado sin peligro. En cuanto a nuestro gran Herrera, ídolo de la escuela sevillana, y hasta cierto punto, por su magnificencia lírica, de todos los amantes de las letras españolas, no es un poeta elegíaco sino cuando vierte la inspiración bíblica a nuestro idioma; fuera de ahí, es un escritor de malas elegías.
Después de haber publicado sus Meditaciones, dio a luz Lamartine sus Armonías Poéticas. En esta nueva publicación, se manifestó más rico, más variado, más viril, pero también más impaciente de todo yugo, más libre de todo freno. Consideradas las Armonías Poéticas en sus pormenores, llevan una gran ventaja a las Meditaciones religiosas, pero se quedan muy atrás, consideradas en su conjunto: las Armonías son superiores bajo el punto de vista de la inspiración, pero son inferiores bajo el aspecto del arte. En este sentido, puede decirse con verdad, que en esta nueva publicación de Lamartine, hay por un lado progreso, y por otra lado, decadencia. Sin embargo, fácil era de adivinar que la decadencia había de prevalecer, siguiendo este camino arriesgado; como quiera que los poetas que se emancipan del arte, para convertirse en esclavos de lo que llaman sus propias inspiraciones, van siempre a caer en un vago y vaporoso sonambulismo.
En esta época crítica para nuestro poeta, se verificaron dos grandes acontecimientos, privado el uno, público el otro, que aceleraron su trasformación absoluta. Hablo de la Revolución de Julio, y de su viaje a Oriente. Su viaje le trasformó de poeta católico en poeta panteísta; la revolución le trasformó de poeta en hombre de Estado: Lamartine no fue nunca un poeta católico de buena ley. El Catolicismo no fue nunca para él una religión, sino una poesía: no le cantó, porque estuviese hondamente poseído de su belleza moral, sino porque, al abrir sus ojos a la luz, sintió sus ojos deslumbrados con sus magníficos resplandores. Lamartine, por otra parte, no es hombre que siente, sino hombre que imagina sus sentimientos. Cuando trasportado al Oriente, se sentó en la cuna misma de todas las religiones, su alma, ambiciosa de volar por nuevas esferas y de descubrir nuevos horizontes, se sintió como anegada en aquellos vagos y espléndidos recuerdos de las religiones orientales. Dueño el Oriente de su imaginación, fue dueño del hombre. Entonces le sucedió lo que a los filósofos de la escuela de Alejandría; que turbada su alma con el riquísimo y variado espectáculo de todas las filosofías y de todas las religiones del mundo, quiso construir con sus manos una religión, de los aglomerados escombros de todas las religiones; y una filosofía, de los fragmentos dispersos de todas las filosofías. La nueva filosofía y la nueva religión habían de ser una misma cosa; y esa cosa había de ser la más comprensiva, la más general que fuera posible; era necesario abarcar y explicar en una sola fórmula a Dios, al mundo y al hombre; seres idénticos y unos en su esencia, variados y múltiplos en sus manifestaciones: esta filosofía, que es una religión, se llamó Filosofía Humanitaria: esta religión, que es una filosofía, se llamó Panteísmo. En el dogma panteístico, todo lo que existe, es parte integrante de Dios; Dios es todo lo que existe; de cuya confusión exótica y extravagante viene a resultar, que ni Dios es Dios, ni el mundo es mundo, ni el hombre es hombre: los filósofos alejandrinos, queriendo renovarlo todo, fueron a parar, de consecuencia en consecuencia, al aniquilamiento de todas las cosas. Si la cabeza más firme se siente desvanecida con esta confusión de todas las filosofías y de todas las religiones del mundo, la de Lamartine, que nunca estuvo muy segura, y que no está construida para ser asiento de grandes doctrinas filosóficas, se desvaneció de una manera lamentable. Los primeros frutos de esta transformación fueron el poemita intitulado Jocelyin, y el que intituló La Caída de un Ángel. Uno y otro no son más que fragmentos de un poema de gigantescas proporciones, en el cual la humanidad es el héroe, y el universo el teatro. Considerados esos poemas por el aspecto filosófico, son la exposición laboriosa y oscura de los misterios del panteísmo oriental; misterios, que están harto mejor explicados y harto mejor desenvueltos en Proclo y en Plotino. Considerados bajo el aspecto del arte, hacen venir las lágrimas a los ojos, al considerar en el ángel purísimo que llevó como una suave ofrenda al altar sus castas modulaciones, un ángel bañado todavía de luz, pero derrocado del Cielo que no quiso por morada. En vano se procurará encontrar en estos poemas aquel artificio de distribución, aquella suavidad de lineamientos, aquella tersura y limpieza de dicción, aquella blandura de toques, aquella rica sobriedad de imágenes, aquella estudiada graduación de tintas; en una palabra, aquel sentimiento profundo de la belleza poética, de la belleza del arte, que se descubre en sus Armonías Poéticas y en sus Meditaciones religiosas. El estilo es difuso y descuidado, la dicción es incorrecta, la distribución de las partes, arbitraria: la vena del poeta es fecunda y abundantísima siempre; pero desde luego se echa de ver que el poeta, perdido el dominio sobre sí propio, se abandona a la merced de sus inspiraciones, sin saber sacar partido de esa fecundidad, ni poner límites a esa peligrosa abundancia. El raudal de su poesía corre siempre abundoso, pero no limpio: porque ha salido de su lecho, y corre sobre malezas que le enturbian, libre de la prisión de sus márgenes.
Una palabra, todavía, para explicar la trasformación que ha sido origen de su decadencia. Lamartine, nacido en una época de restauración religiosa, en una época en que esa restauración se verificaba bajo los auspicios de un hombre de genio que se consagró, más bien que a explicar los dogmas austeros, a cantar las magnificencias y las pompas de la religión cristiana, no vio nunca en la religión la fuente de la verdad, sino la fuente de la poesía; y con la sed poética en los labios, fue a beber las vivas aguas de esa fuente. Aplacada su sed, se consideró a sí propio; y reconociéndose poeta, no creyó necesario beber ya de aquellas aguas, sino abandonarse a sus propias inspiraciones. Esta trasformación de su alma se manifiesta ya en sus Armonías poéticas, en las cuales comienza a despuntar, como he observado antes, aquella espontaneidad de inspiración, que había de ser causa y origen de más trascendentales mudanzas. Llegado al Oriente, dio un paso más: y no se contentó con decir — « la poesía es independiente de la religión »; sino que pasando mas allá, dijo, — « la fuente de la religión es la poesía ». —Entonces escribió sus últimos poemas, en donde se revela una nueva religión a los hombres, y se anuncia un nuevo dogma a los pueblos. En sus Meditaciones, Lamartine es el poeta religioso, el poeta esclavo del dogma: en sus Armonías, es el poeta independiente, el filósofo racionalista: en sus últimos poemas, es el poeta-dios, el filósofo panteísta del Oriente. Su caída es la caída del ángel de las tinieblas que quiso ser Dios, y no pudo ser Dios, y dejó de ser ángel: quiso ser más luminoso, y fue todo oscuridad: quiso escalar el Cielo, y fue derrocado al abismo.
Sigámosle en sus trasformaciones políticas, como le hemos seguido en sus trasformaciones poéticas y religiosas.
Lamartine comenzó por venerar profundamente el dogma de la unidad del poder, y de la legitimidad de los reyes, como el dogma fundamental de la ciencia. Cuando creyó en la autoridad religiosa, tuvo fe en la autoridad política. Cuando creyó en las reglas inflexibles del arte, creyó también en los principios inmutables por los que se rigen y gobiernan las sociedades humanas: cuando creyó que había un código de deberes para los poetas, creyó que había un código de deberes para los pueblos. En esta primera época de su vida, alejado de los negocios, no consideró la política sino en abstracto, y acató los dogmas recibidos como un súbdito reverente. Pero llega la Revolución de Julio; y llega, cuando se había verificado ya la primera transformación de su alma en la región de la poesía: y de la misma manera que había dicho en presencia de su Dios:— « yo soy, y soy por mí mismo, y vivo de mi propia vida » —dijo también: — « el pueblo existe, y existe con una vida propia; y existe con derechos, con derechos iguales a los derechos de sus reyes; el dogma de la legitimidad existe, pero existe también el dogma de la soberanía del pueblo ». —Entonces, hombre del pueblo, quiso ser partícipe de su soberanía, y fue elegido diputado. En la primera época de su diputación, anduvo oscilando entre el dogma de la soberanía nacional y el dogma de la legitimidad de los reyes. Era legitimista por sus recuerdos, y revolucionario por sus nuevas inclinaciones. Entonces militó debajo de las banderas del partido conservador, partido análogo a la índole propia de sus nuevos principios, puesto que se propone por objeto una perpetua transacción entre el orden y la libertad, entre los derechos de los pueblos y los derechos de los príncipes. Pero vino la época de su última trasformación poética; y entonces de la misma manera que había dicho: « la fuente de la religión esta en la poesía; el poeta hace nacer las religiones de sus propias entrañas; el poeta es Dios », dijo: « los reyes se hacen por la voluntad de los pueblos; el pueblo es el criador; los reyes son su hechura; el pueblo es soberano: el rey es súbdito del pueblo; o por mejor decir, el pueblo es rey ».
Con efecto: léase su último discurso, su discurso sobre la cuestión de la regencia, y se verá que en él no dice otra cosa; quiere la regencia electiva y la regencia de la madre; y quiere la una y la otra, para que el pueblo tenga ocasión de advertir a los reyes, que han nacido del polvo, y que se han de convertir en polvo con el tiempo.
Tal es el estado actual de sus trasformaciones. No pudiendo permanecer por más tiempo en las filas del partido conservador, y no atreviéndose todavía a llevar en su bandera los colores democráticos, está al frente de un tercer partido, que se llama socialista, o conservador progresivo. Este hombre será un obstáculo constante al desarrollo de las ideas monárquicas y conservadoras. ¡Desventurados, una y mil veces desventurados los pueblos que han puesto su suerte en las manos de los hombres, y han olvidado el culto de los principios!
Carta al Heraldo de Madrid. París, 20 de agosto de 1842
PORTRAIT DE M. DE LAMARTINE
La Chambre est occupée de la fameuse discussion sur le projet de loi de la régence.
Le premier orateur éminent qui soit entré dans le débat est M. de Lamartine.
M. de Lamartine est un de ces hommes qui appellent le plus puissamment l’attention de ceux qui, comme moi, sont portés à l’étude des caractères et du cœur humain.
Poète de premier ordre et politique ambitieux, il a vécu ses premiers jours tourmenté par son génie, et il vit aujourd’hui tourmenté par son orgueil. Son éducation littéraire a été classique ; son éducation politique a été monarchique ; son éducation morale a été religieuse. Lorsqu’il naquit au monde de l’intelligence, il regarda autour de lui, et ses yeux ont pu contempler la trace sanglante que les révolutions avaient laissée sur le sol de la France. En ce moment, l’étendard de la réaction politique, religieuse et littéraire était entre les mains de Chateaubriand, cygne divin qui chanta à l’Europe les cantiques du ciel, poète inspiré, missionnaire sublime, qui, pour répandre partout la parole évangélique, quitta son foyer et se fit pèlerin dans toutes les parties du monde. Les œuvres de Chateaubriand furent le premier enchantement de Lamartine ; la gloire de Chateaubriand fut la première et, parlant, la plus pure de toutes ses illusions : atteindre à une pareille gloire fut aussi sa première espérance. Doué d’une riche veine, d’une imagination ardente à la fois et féconde, nourri de la lecture de tous les grands poètes, et conduit comme par la main par le plus grand de tous ceux de son siècle, Lamartine leva ses regards vers Dieu, prit sa lyre et laissa échapper de ses lèvres les accents les plus purs, les plus doux, les plus ineffables ; il fit paraître alors ses Premières Méditations.
Dans ces Méditations, qui seront toujours l’aliment le plus suave pour les âmes tendres, religieuses et souffrantes. Lamartine n’est pas un poète qui chante, mais un poète qui gémit ; et pourtant il ne gémit pas comme les autres hommes, il gémit comme les poètes dont la plainte est une consolation pour les malheureux de ce monde. Considérées au point de vue de l’art, ces Premières Méditations sont un modèle dans le genre élégiaque et religieux ; elles se distinguent par la suavité de la touche, par la pureté de l’expression, par la douceur des teintes. Il est monotone, parce que la douleur est monotone ; mais il termine si à propos ses compositions et avec un si merveilleux artifice, qu’il évite toujours la fatigue, cet écueil des poètes qui gémissent et qui pleurent. Je ne sais rien de plus difficile que d’arriver à donner l’étendue convenable aux compositions consacrées à l’expression des tristesses de l’âme et à la joie des festins ; je ne connais que deux modèles achevés en ce genre, Lamartine et Anacréon.
Après ces Méditations, Lamartine publia ses Harmonies poétiques. Dans cette nouvelle production, il se montra plus riche, plus varié, plus viril, mais aussi plus impatient de tout joug, plus libre de tout frein. Les Harmonies poétiques, considérées dans leurs détails, ont un grand avantage sur les Méditations religieuses ; mais, considérées dans leur ensemble, elles se trouvent bien loin d’elles. Au point de vue de l’inspiration, les Harmonies sont supérieures ; au point de vue de l’art, elles sont intérieures. En ce sens, on peut dire avec vérité que, dans cette nouvelle publication de Lamartine, il y a progrès d’un côté et décadence de l’autre. Cependant il était facile de prévoir que la décadence devait prévaloir dans ce chemin hasardeux, car les poètes qui s’émancipent de l’art pour se faire esclaves de ce qu’ils appellent leurs propres inspirations tombent toujours dans une sorte de somnambulisme vague et mystérieux.
À cette époque critique pour notre poète, deux grands événements eurent lieu, l’un privé, l’autre public, qui hâtèrent sa transformation absolue : je veux parler de la révolution de Juillet et de son voyage en Orient. De poète catholique son voyage le fit poète panthéistique ; de poète la révolution le fit homme d’État. Lamartine n’a jamais été un porte catholique de bon aloi ; pour lui, le catholicisme n’a jamais été une religion, mais une poésie : il ne l’a pas chanté parce qu’il était profondément touché de sa beauté morale, mais parce que ses magnifiques splendeurs l’éblouirent lorsqu’il ouvrit les yeux à la lumière. Lamartine, d’ailleurs, n’est pas un homme qui sent, mais un homme qui imagine ses sentiments. Lorsque, transporté en Orient, il se vit au berceau même de toutes les religions, son âme, ambitieuse de voler dans de nouvelles sphères et de découvrir de nouveaux horizons, se sentit comme submergée dans ces vagues et splendides souvenirs des religions orientales. Maître de son imagination, l’Orient fut maître de l’homme. Il lui arriva alors ce qui était arrivé aux philosophes de l’école d’Alexandrie : son âme, troublée du spectacle riche et varié de toutes les philosophies et de toutes les religions du monde, voulut former de ses propres mains une religion des décombres agglomérés de toutes les religions, et une philosophie des débris épars de toutes les philosophies. La nouvelle philosophie et la nouvelle religion devaient être une même chose, et cette chose devait être la plus compréhensible, la plus générale qui fût possible ; elle devait embrasser et expliquer, dans une seule formule, Dieu, le monde et l’homme, êtres identiques et uns dans leur essence, divers et multiples dans leurs manifestations. Cette philosophie, qui est une religion, s’est appelée philosophie humanitaire ; cette religion, qui est une philosophie, s’est appelée panthéisme. Dans le dogme panthéistique, tout ce qui existe est partie intégrante de Dieu ; Dieu est tout ce qui existe ; et, de cette confusion étrange et extravagante, il résulte que Dieu n’est pas Dieu, que le monde n’est pas le monde, que l’homme n’est pas l’homme. Les philosophes alexandrins, en voulant tout renouveler, aboutirent à l’anéantissement de toutes choses. Si la tête la plus ferme se sent étourdie de cette confusion de toutes les philosophies et de toutes les religions du monde, celle de Lamartine, qui n’a jamais été bien solide et qui n’est point faite pour être le siège de grandes doctrines philosophiques, s’est perdue d’une manière lamentable. Les premiers fruits de cette transformation furent Jocelyn et laChute d’un ange, poèmes qui ne sont que des fragments d’un poème à venir, de proportions gigantesques, dont l’humanité serait le héros et l’univers le théâtre. Considérés sous l’aspect philosophique, ces poèmes sont l’exposition laborieuse et obscure des mystères du panthéisme oriental, mystères qui sont beaucoup mieux expliqués et développés dans Proclus et dans Plotin. Considérés sous l’aspect de l’art, l’âme s’attriste, en se rappelant l’ange si pur qui portait à l’autel, comme une suave offrande, ses chastes modulations, et en le retrouvant encore environné de lumière, mais précipité du ciel, dont il n’a pas voulu pour demeure. C’est en vain qu’on cherchera dans ces poèmes cet artifice de distribution, cette suavité de dessin, cette beauté et cette pureté d’expression, cette douceur de touche, cette riche sobriété d’images, cette gradation étudiée des teintes, en un mot ce sentiment profond de la beauté poétique, de la beauté de l’art, que l’on découvre dans les Harmonies et dans les Méditations. Le style est diffus et négligé, l’expression incorrecte, l’ordonnance des parties arbitraire. La veine du poète est toujours féconde et abondante, mais elle laisse voir que, n’étant plus maître de lui-même, il s’abandonne à ses inspirations, sans savoir tirer parti de cette fécondité ni mettre des bornes à cette dangereuse abondance. Le fleuve de sa poésie coule toujours plein, mais il n’est plus limpide, parce que, sorti de son lit et délivré de la prison de ses rives, il coule sur des terres limoneuses qui le troublent.
Un mot encore pour expliquer la transformation qui a été l’origine de sa décadence. Né à une époque de restauration religieuse, à une époque où cette restauration s’accomplissait sous les auspices d’un homme de génie qui chanta les magnificences et les pompes de la religion chrétienne plutôt qu’il n’en expliqua les dogmes austères, Lamartine ne vit jamais dans la religion la source de la vérité, mais la source de la poésie : la soif poétique, non la soif religieuse, lui fit approcher les lèvres des eaux vives de cette source. Sa soif apaisée, il se considéra lui-même, et, se reconnaissant poète, il ne crut plus nécessaire de boire de ces eaux, et il s’abandonna, sans mesure ni règle, à ses propres inspirations. Cette transformation de son âme se manifeste déjà dans ses Harmonies, où commence à poindre, comme nous l’avons déjà remarqué, cette spontanéité d’inspiration qui devait être la cause et l’origine des plus graves changements. Arrivé en Orient, il fit un pas de plus : il ne se contenta pas de dire : « La poésie est indépendante de la religion », il dit : « La source de la religion c’est la poésie. » Alors il écrivit ses derniers poèmes, où une nouvelle religion est révélée aux hommes et un nouveau dogme annoncé aux peuples. Dans sesMéditations, Lamartine est le poète religieux, le poète esclave du dogme ; dans ses Harmonies, c’est le poète indépendant, le philosophe rationaliste ; dans ses derniers poèmes, c’est le poète-Dieu, le philosophe panthéiste de l’Orient. Sa chute est la chute de l’ange des ténèbres : il voulut être Dieu, et il perdit les prérogatives de l’ange ; il prétendit être toute lumière, et il ne fut plus que ténèbres ; il chercha à escalader le ciel, et il fut précipité dans l’abîme.
Suivons-le dans ses transformations politiques, comme nous l’avons suivi dans ses transformations poétiques et religieuses.
Lamartine commença par vénérer profondément le dogme de l’unité du pouvoir et de la légitimité des rois, comme le dogme fondamental de la science sociale. Tant qu’il conserva la foi à l’autorité religieuse, il eut foi à l’autorité politique ; croyant aux règles inflexibles de l’art, il croyait aux principes immuables qui régissent et gouvernent les sociétés humaines ; reconnaissant un code de devoirs pour les poètes, il reconnaissait aussi un code de devoirs pour les peuples. Éloigné des affaires, à cette première époque de sa vie, il n’envisagea la politique que d’une manière abstraite, et obéit aux dogmes reçus comme un sujet respectueux. Mais la Révolution de juillet arriva au moment où déjà s’était opérée la première transformation de son âme dans la région de la poésie. Et, de même qu’il avait dit en présence de son Dieu : Je suis, je suis par moi-même, et je vis de ma propre vie, il dit : Le peuple existe, il existe d’une vie propre, et il existe avec des droits égaux a ceux des rois ; le dogme de la légitimité existe, mais le dogme de la souveraineté du peuple existe également. Alors, homme du peuple, il voulut participer à sa souveraineté, et il fut élu député. Dans les premiers temps de sa députation, il flotta entre le dogme de la souveraineté nationale et le dogme de la légitimité des rois. Il était légitimiste par ses souvenirs et révolutionnaire par ses nouvelles inclinations. Il combattit alors sous le drapeau du parti conservateur, parti analogue au caractère propre de ses nouveaux principes, puisqu’il se propose pour objet une perpétuelle transaction entre l’ordre et la liberté, entre les droits des peuples et les droits des princes. Mais vint l’époque de sa dernière transformation poétique ; et alors, de même qu il avait dit : « La source de la religion est dans la poésie, le poète tire les religions de ses propres entrailles, le poète est Dieu », il dit : « Les rois se font par la volonté des peuples ; le peuple est le créateur, les rois sont ses créatures ; le peuple est souverain, le roi est sujet du peuple, ou, pour mieux dire, le peuple est roi. »
En effet, qu’on lise son discours sur la question de la régence, et l’on verra qu’il n’y dit pas autre chose ; il veut la régence élective et la régence de la mère, et il veut l’une et l’autre, pour que le peuple ait l’occasion d’avertir les rois qu’ils sont sortis de la poussière, et qu’avec le temps ils rentreront dans la poussière.
Tel est l’état où l’ont mis ses transformations. Ne pouvant demeurer plus longtemps dans les rangs des conservateurs, et n’osant pas encore arborer les couleurs démocratiques, il est à la tête d’un tiers parti appelé social, ou conservateur progressif. Cet homme sera un obstacle constant au développement des idées monarchiques et conservatrices. Malheureux, mille fois malheureux, les peuples qui ont mis leur sort aux mains des hommes et oublié le culte des principes !
Traduction de MELCHIOR DU LAC