lunes, 20 de enero de 2020

Enrique Pezzoni: André Malraux, el Gran Traductor

ANDRÉ MALRAUX, EL GRAN TRADUCTOR

Traducir, en 1968, las Antimemorias de André Malraux por encargo de Victoria Ocampo fue para mí una experiencia fascinante. Seguir un pensamiento que avanza vertiginoso, se detiene, se cuestiona a sí mismo para reanudar su curso todavía con más ímpetu; ver esa fecunda arritmia reflejada en una sintaxis donde coinciden el arrebato y el rigor; seguir los pormenores de un lenguaje donde el fulgor del estilo literario no impide formas vivaces de la comunicación oral: todo eso no puede ser sino un desafío seductor para quien traduce. Pero las Antimemorias significaron para mí una experiencia aún más importante: la de descubrir en el propio Malraux al traductor por excelencia. No empleo el término en sentido puramente metafórico. En realidad, todos somos traductores. Vivir en contacto con el mundo y con el mundo del arte es actividad de traducción permanente. Traducimos cuando caminamos por una ciudad desconocida. Traducimos cuando leemos el Quijote o una novela de Balzac, cuando miramos un cuadro del Renacimiento o una estatua prehelénica. Conformados por códigos lingüísticos, culturales, ideológicos, intentamos recuperar, entender, refutar o admirar los de otros tiempos. Pocos hombres han vivido con tanta urgencia como André Malraux esa necesidad de traducir que está en el corazón mismo del vivir. ¿Las Antimemorias no son acaso la obstinada empresa de recobrar, interpretar —traducir a nuestro presente—  diferentes zonas del pasado? No tanto el pasado inmediatamente personal, cuanto el del mundo en que vivimos. Malraux lo dice con énfasis al iniciar sus Antimemoriass mucho más que él mismo —y aun que los hombres a quienes ha conocido y admirado— lo obsesiona el Hombre. El hombre cuyo existir es lastimoso y heroico a la vez: amenazado de muerte, empeñado en convertir la muerte en resurrección permanente. Reflexionar sobre la vida es para Malraux pensar en la vida frente a la muerte. “No hablo del hecho de que nos maten, que apenas supone un interrogante para quien tiene la trivial fortuna de ser valiente, sino de la muerte que asoma en todo lo que es más fuerte que el hombre: en el envejecimiento y hasta en la metamorfosis de la tierra y sobre todo en lo irremediable, en el: no sabrás qué quería decir todo esto.’' La respuesta a ese interrogante no quiere buscarla Malraux en el mero desahogo de la confesión o en las profundidades en que nos sumerge el reemplazo moderno de la confesión, el psicoanálisis. Malraux se aparta con desdén del retrato y del autorretrato, para él meras formas del chisme y del autochisme. Su expectativa de respuesta es diferente: “¿Qué responde mi vida a esos dioses que se acuestan y a esas ciudades que se levantan, a ese estrépito de la acción que sacude el barco como si fuera el ruido eterno del mar?” Una respuesta que quizá se encuentre sólo cuando se la busca precisamente en cuanto reitera la certeza de la muerte: el cambio constante, la metamorfosis de la tierra y de las obras con que la han poblado los hombres. Las obras humanas no regalan ni prometen la inmortalidad, pero ofrecen una posibilidad última: la de hacer que nuestro destino deje de ser padecido y se vuelva dominado por nosotros mismos. Cada obra humana significa el acto de poseernos y a la vez de entregarnos: al futuro, a otros hombres que interpretarán y traducirán a sus propios términos los interrogantes del pasado. El tiempo es la esencia del hombre. Pero no el tiempo rectilíneo, el tiempo cronológico que lleva a la muerte y del que está hecha la Historia. Ni sucesión, pero sí metamorfosis continua: traducción de mi yo efímero a otros no menos fugaces pero que afirman siempre la permanencia del traspaso. “El río que durando se destruye” de Pablo Neruda. El momento decisivo de una civilización es para Malraux ese durante el cual adquirimos conciencia de nuestro pasado como metamorfosis o cuando elegimos la metamorfosis como pasado. Conciencia muchas veces dolorosa: el rostro de los dioses antiguos se vuelve máscara, las revelaciones del arte se automatizan en procedimientos, los valores éticos se degradan a códigos de moral represora. Transformar la certeza de la muerte en la evidencia de la metamorfosis no es un consuelo. Significa asumir la condición humana en su contradictoria esencia de precariedad y permanencia.
Malraux se atrevió así a la empresa de concebir el museo imaginario y de lo imaginario, de las actitudes distintas con que el hombre domina su destino mediante la obra. Museo que desprecia la acumulación y se complace en señalar discrepancias o coincidencias que trascienden el tiempo rectilíneo y se sitúan en ese otro tiempo del fluir permanente. Una estatua sumeria junto a una vaca de Picasso. Museo farfelu, para usar un término predilecto de Malraux: chifladura, extravagancia, pero sólo ante los ojos de quienes viven esclavizados de la cronología, la Historia irreversible, y aceptan así su propia muerte. Ex-centricidad: el centro no está en cada obra que el museo tradicional preserva ahincada en sí misma y remota, sino en el sistema de relaciones que la vincula con todas las demás en el museo imaginario. Más que las obras mismas, el museo imaginario de Malraux reúne testimonios diversos, no tanto del mundo cuanto de la capacidad de atestiguarlo trascendiéndolo. “Llamamos realidad al sistema de las relaciones que atribuimos al mundo... La creación, en las artes plásticas y en las del lenguaje, parece la transcripción fiel o idealizada de esas relaciones, cuando en verdad se funda en otras. Ya sea en otras relaciones de sus elementos entre sí, ya sea con lo que los engloba, que no es ni el mundo ni lo real, sino el mundo-de-un-arte, un tiempo que no es el tiempo, un espacio que no es el espacio: la biblioteca o el museo, la novela o la pintura”. Son palabras del último libro de Malraux, El hombre precario y la literatura, escrito en vísperas de su muerte. Una prolongación del museo imaginario: la biblioteca. Esta última obra de Malraux es un libro febril, apresurado, escrito sin duda con el apremio del final de un tiempo: el de Malraux, quizá el de una civilización. “Esta es la primera civilización capaz de conquistar toda la tierra —había escrito Malraux en sus Antimemorias— pero no de inventar sus propios templos ni sus tumbas”. Desde esta era de la técnica, del maquinismo, de un balbuceo de imágenes cuya ex-centricidad es sólo dispersión y no la busca de otro centro, Malraux vuelve a interrogar el pasado, a traducirlo. Si su biblioteca es menos copiosa que el museo (es asombroso que la poesía falte en ella casi por completo), no es menos enigmática y a la vez reveladora. Como el museo, señala otra vez que nuestra historia es la metamorfosis. Sólo que el deseo de ahondar una vez más en esta concepción de un centro fuera de sí y situado en la totalidad de “lo englobante" adquiere en este último libro de Malraux un carácter ético que a veces se desliza peligrosamente hacia el juicio moralizante, es decir, hacia la imposición de un deber ser al arte. Como el Luckács de la Teoría de la novela Malraux lamenta el fin de épocas —la antigüedad griega, el cristianismo medieval— en que lo imaginario es sinónimo de la verdad. No la verdad entendida como la realidad inmediata, sino como una realidad trascendental. “Un mundo en que imágenes, estatuas, vitrales no imitaban lo que representaban, sino que formaban el único mundo de imágenes y el medio más poderoso de comunicación con lo sobrenatural y en que los mortales se sucedían ante el invisible vitral de la eternidad”. La obra no era entonces, para Malraux, una distancia con la verdad, no una forma evocadora. Era la verdad a que aspiraba. Ese imaginario de la verdad muerte cuando nace el arte, tal como lo bautizaría el siglo XIX: una nueva liturgia que representa el culto de la verdad y lo reemplaza por el de la ficción y la ilusión. Guerra de sucesión que durará largo tiempo y que para Malraux tiene dos etapas culminantes: el auge del teatro y el de la novela. Metamorfosis que a veces Malraux está muy cerca de considerar como degradaciones de ese imaginario primal de la verdad. El teatro, ámbito que captura lo imaginario y se encarna en él, crea un público y al mismo tiempo lo intoxica; ceremonial de religiones provisionales donde grandes sacerdotes engalanados, Shakespeare, Molière, mezclan lo fantástico con lo artificial. La novela, intento de escapar al tiempo sólo mediante la forma. Sin embargo, las vertiginosas apreciaciones que Malraux hace sobre Balzac o Flaubert, sobre Racine o Corneille rescatan la función salvadora de la metamorfosis (aunque no se haya producido la metamorfosis que él parecería desear) e iluminan poderosamente las relaciones entre la realidad y el arte, descartando la noción simplista de que la primera es materia prima maleable, pero absolutamente dominante, del segundo. “El diseño de una gran obra libera a la vida de su confusión ilimitada. El artista ha descubierto que la obra es el medio de su busca. El universo no habla al novelista... Le responde”.
Malraux cierra su último libro describiendo el mundo impaciente de la televisión, la prensa y el cine, en el cual no ve una nueva metamorfosis salvadora de la precariedad. Un “Olimpo de lo sensacional”, de lo instantáneo, de lo aleatorio, hecho de medios “de información, no de sugestión”, de imágenes que transmiten en lugar de construir. “Las masas —no sólo los aficionados a las ficciones— viven hoy en un imaginario que se jacta de poseer la verdad, como el imaginario medieval, y que rivaliza con él en extensión por primera vez. La Iglesia mantenía al cristiano en un misterio sin fin, la prensa mantiene al ciudadano en mi film sin entreacto... Cada diario es una jornada novelada que interroga su propio porvenir, ya que la actualidad hace del mundo un folletín inagotable. El público requiere la emoción y la prensa lo intoxica mediante un juego siempre reiterado: nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivía en la mitología”.
Un mundo que, sin embargo, nos ha hecho descubrir la que Malraux considera la verdadera definición del artista, creador o no: “Es artista aquel para quien el arte es necesario”. Un mundo que por abuso de la forma como mero procedimiento, revela la verdadera naturaleza de la forma artística: no ornato, sino el enigma fundamental que plantea el arte: lo que separa la creación de la Creación.
Esta es la última lección de André Malraux intérprete, traductor. Nos enfrenta con una época en que los significados tradicionales parecen haber perdido significación, nos enfrenta con un mundo tiranizado por los medios de comunicación donde nadie tiene nada que decir ni nada que oír, pero que emprende una vez más la busca del sentido. Octavio Paz lo definió en términos parecidos: “El arte moderno es la destrucción del significado —o sea: de la comunicación— pero es asimismo búsqueda de la significación. Quizá esta exploración terminará por descubrir que el no-significado es idéntico al significado...” Es curioso que, a diferencia de Octavio Paz y otros pensadores que denuncian la veneración del tiempo rectilíneo, la exaltación del futuro que nunca llega y sacrifica el presente, Malraux no haya destacado la función de la poesía, ámbito donde se da siempre la mayor empresa en pos del nuevo significado. Pero Malraux logra hacemos ver que, víctimas de la noción trascendentalista de una Historia única que nos engloba y diluye como individuos, y a la vez angustiados por la amenaza del fin de nuestra historia, debemos entender que existe una diversidad de historias que son otras tantas maneras de vivir la temporalidad, es decir, la permanente metamorfosis de la relación entre el hombre y el sentido.

Palabras leídas durante el homenaje a André Malraux organizado por la Embajada de Francia en la 3ª Feria Internacional del Libro, Buenos Aires, 13 de marzo de 1977 (Revista Sur, enero-junio de 1977).