ANDRÉ MALRAUX, EL GRAN TRADUCTOR
Traducir, en 1968,
las Antimemorias de André Malraux por
encargo de Victoria Ocampo fue para mí una experiencia fascinante. Seguir un
pensamiento que avanza vertiginoso, se detiene, se cuestiona a sí mismo para
reanudar su curso todavía con más ímpetu; ver esa fecunda arritmia reflejada en
una sintaxis donde coinciden el arrebato y el rigor; seguir los pormenores de
un lenguaje donde el fulgor del estilo literario no impide formas vivaces de la
comunicación oral: todo eso no puede ser sino un desafío seductor para quien
traduce. Pero las Antimemorias
significaron para mí una experiencia aún más importante: la de descubrir en el
propio Malraux al traductor por excelencia. No empleo el término en sentido
puramente metafórico. En realidad, todos somos traductores. Vivir en contacto
con el mundo y con el mundo del arte es actividad de traducción permanente.
Traducimos cuando caminamos por una ciudad desconocida. Traducimos cuando
leemos el Quijote o una novela de Balzac, cuando miramos un cuadro del
Renacimiento o una estatua prehelénica. Conformados por códigos lingüísticos,
culturales, ideológicos, intentamos recuperar, entender, refutar o admirar los
de otros tiempos. Pocos hombres han vivido con tanta urgencia como André
Malraux esa necesidad de traducir que está en el corazón mismo del vivir. ¿Las Antimemorias no son acaso la obstinada
empresa de recobrar, interpretar —traducir a nuestro presente— diferentes zonas del pasado? No tanto el
pasado inmediatamente personal, cuanto el del mundo en que vivimos. Malraux lo
dice con énfasis al iniciar sus Antimemoriass
mucho más que él mismo —y aun que los hombres a quienes ha conocido y admirado—
lo obsesiona el Hombre. El hombre cuyo existir es lastimoso y heroico a la vez:
amenazado de muerte, empeñado en convertir la muerte en resurrección
permanente. Reflexionar sobre la vida es para Malraux pensar en la vida frente
a la muerte. “No hablo del hecho de que nos maten, que apenas supone un
interrogante para quien tiene la trivial fortuna de ser valiente, sino de la
muerte que asoma en todo lo que es más fuerte que el hombre: en el
envejecimiento y hasta en la metamorfosis de la tierra y sobre todo en lo
irremediable, en el: no sabrás qué quería
decir todo esto.’' La respuesta a ese interrogante no quiere buscarla
Malraux en el mero desahogo de la confesión o en las profundidades en que nos
sumerge el reemplazo moderno de la confesión, el psicoanálisis. Malraux se
aparta con desdén del retrato y del autorretrato, para él meras formas del
chisme y del autochisme. Su expectativa de respuesta es diferente: “¿Qué
responde mi vida a esos dioses que se acuestan y a esas ciudades que se
levantan, a ese estrépito de la acción que sacude el barco como si fuera el
ruido eterno del mar?” Una respuesta que quizá se encuentre sólo cuando se la
busca precisamente en cuanto reitera la certeza de la muerte: el cambio
constante, la metamorfosis de la tierra y de las obras con que la han poblado
los hombres. Las obras humanas no regalan ni prometen la inmortalidad, pero
ofrecen una posibilidad última: la de hacer que nuestro destino deje de ser
padecido y se vuelva dominado por nosotros mismos. Cada obra humana significa
el acto de poseernos y a la vez de entregarnos: al futuro, a otros hombres que
interpretarán y traducirán a sus propios términos los interrogantes del pasado.
El tiempo es la esencia del hombre. Pero no el tiempo rectilíneo, el tiempo
cronológico que lleva a la muerte y del que está hecha la Historia. Ni
sucesión, pero sí metamorfosis continua: traducción de mi yo efímero a otros no
menos fugaces pero que afirman siempre la permanencia del traspaso. “El río que
durando se destruye” de Pablo Neruda. El momento decisivo de una civilización
es para Malraux ese durante el cual adquirimos conciencia de nuestro pasado
como metamorfosis o cuando elegimos la metamorfosis como pasado. Conciencia muchas
veces dolorosa: el rostro de los dioses antiguos se vuelve máscara, las
revelaciones del arte se automatizan en procedimientos, los valores éticos se
degradan a códigos de moral represora. Transformar la certeza de la muerte en
la evidencia de la metamorfosis no es un consuelo. Significa asumir la
condición humana en su contradictoria esencia de precariedad y permanencia.
Malraux se atrevió
así a la empresa de concebir el museo imaginario y de lo imaginario, de las
actitudes distintas con que el hombre domina su destino mediante la obra. Museo
que desprecia la acumulación y se complace en señalar discrepancias o
coincidencias que trascienden el tiempo rectilíneo y se sitúan en ese otro
tiempo del fluir permanente. Una estatua sumeria junto a una vaca de Picasso.
Museo farfelu, para usar un término
predilecto de Malraux: chifladura, extravagancia, pero sólo ante los ojos de
quienes viven esclavizados de la cronología, la Historia irreversible, y
aceptan así su propia muerte. Ex-centricidad: el centro no está en cada obra
que el museo tradicional preserva ahincada en sí misma y remota, sino en el
sistema de relaciones que la vincula con todas las demás en el museo
imaginario. Más que las obras mismas, el museo imaginario de Malraux reúne
testimonios diversos, no tanto del mundo cuanto de la capacidad de atestiguarlo
trascendiéndolo. “Llamamos realidad al sistema de las relaciones que atribuimos
al mundo... La creación, en las artes plásticas y en las del lenguaje, parece
la transcripción fiel o idealizada de esas relaciones, cuando en verdad se
funda en otras. Ya sea en otras relaciones de sus elementos entre sí, ya sea
con lo que los engloba, que no es ni el mundo ni lo real, sino el
mundo-de-un-arte, un tiempo que no es el tiempo, un espacio que no es el
espacio: la biblioteca o el museo, la novela o la pintura”. Son palabras del
último libro de Malraux, El hombre
precario y la literatura, escrito en vísperas de su muerte. Una
prolongación del museo imaginario: la biblioteca. Esta última obra de Malraux
es un libro febril, apresurado, escrito sin duda con el apremio del final de un
tiempo: el de Malraux, quizá el de una civilización. “Esta es la primera
civilización capaz de conquistar toda la tierra —había escrito Malraux en sus Antimemorias— pero no de inventar sus
propios templos ni sus tumbas”. Desde esta era de la técnica, del maquinismo,
de un balbuceo de imágenes cuya ex-centricidad es sólo dispersión y no la busca
de otro centro, Malraux vuelve a interrogar el pasado, a traducirlo. Si su biblioteca
es menos copiosa que el museo (es asombroso que la poesía falte en ella casi
por completo), no es menos enigmática y a la vez reveladora. Como el museo,
señala otra vez que nuestra historia es la metamorfosis. Sólo que el deseo de
ahondar una vez más en esta concepción de un centro fuera de sí y situado en la
totalidad de “lo englobante" adquiere en este último libro de Malraux un
carácter ético que a veces se desliza peligrosamente hacia el juicio
moralizante, es decir, hacia la imposición de un deber ser al arte. Como el
Luckács de la Teoría de la novela
Malraux lamenta el fin de épocas —la antigüedad griega, el cristianismo
medieval— en que lo imaginario es sinónimo de la verdad. No la verdad entendida
como la realidad inmediata, sino como una realidad trascendental. “Un mundo en
que imágenes, estatuas, vitrales no imitaban lo que representaban, sino que
formaban el único mundo de imágenes y el medio más poderoso de comunicación con
lo sobrenatural y en que los mortales se sucedían ante el invisible vitral de
la eternidad”. La obra no era entonces, para Malraux, una distancia con la verdad, no una forma evocadora. Era la verdad a
que aspiraba. Ese imaginario de la verdad muerte cuando nace el arte, tal como
lo bautizaría el siglo XIX: una nueva liturgia que representa el culto de la verdad y lo reemplaza por el de la
ficción y la ilusión. Guerra de sucesión que durará largo tiempo y que para
Malraux tiene dos etapas culminantes: el auge del teatro y el de la novela.
Metamorfosis que a veces Malraux está muy cerca de considerar como
degradaciones de ese imaginario primal de la verdad. El teatro, ámbito que
captura lo imaginario y se encarna en él, crea un público y al mismo tiempo lo
intoxica; ceremonial de religiones provisionales donde grandes sacerdotes
engalanados, Shakespeare, Molière, mezclan lo fantástico con lo artificial. La
novela, intento de escapar al tiempo sólo mediante la forma. Sin embargo, las
vertiginosas apreciaciones que Malraux hace sobre Balzac o Flaubert, sobre
Racine o Corneille rescatan la función salvadora de la metamorfosis (aunque no
se haya producido la metamorfosis que él parecería desear) e iluminan
poderosamente las relaciones entre la realidad y el arte, descartando la noción
simplista de que la primera es materia prima maleable, pero absolutamente
dominante, del segundo. “El diseño de una gran obra libera a la vida de su
confusión ilimitada. El artista ha descubierto que la obra es el medio de su
busca. El universo no habla al novelista... Le responde”.
Malraux cierra su
último libro describiendo el mundo impaciente de la televisión, la prensa y el
cine, en el cual no ve una nueva metamorfosis salvadora de la precariedad. Un
“Olimpo de lo sensacional”, de lo instantáneo, de lo aleatorio, hecho de medios
“de información, no de sugestión”, de imágenes que transmiten en lugar de
construir. “Las masas —no sólo los aficionados a las ficciones— viven hoy en un
imaginario que se jacta de poseer la verdad, como el imaginario medieval, y que
rivaliza con él en extensión por primera vez. La Iglesia mantenía al cristiano
en un misterio sin fin, la prensa mantiene al ciudadano en mi film sin
entreacto... Cada diario es una jornada novelada que interroga su propio
porvenir, ya que la actualidad hace del mundo un folletín inagotable. El
público requiere la emoción y la prensa lo intoxica mediante un juego siempre
reiterado: nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivía en
la mitología”.
Un mundo que, sin
embargo, nos ha hecho descubrir la que Malraux considera la verdadera
definición del artista, creador o no: “Es artista aquel para quien el arte es
necesario”. Un mundo que por abuso de la forma como mero procedimiento, revela
la verdadera naturaleza de la forma artística: no ornato, sino el enigma
fundamental que plantea el arte: lo que separa la creación de la Creación.
Esta es la última
lección de André Malraux intérprete, traductor. Nos enfrenta con una época en
que los significados tradicionales parecen haber perdido significación, nos enfrenta
con un mundo tiranizado por los medios de comunicación donde nadie tiene nada
que decir ni nada que oír, pero que emprende una vez más la busca del sentido.
Octavio Paz lo definió en términos parecidos: “El arte moderno es la
destrucción del significado —o sea: de la comunicación— pero es asimismo
búsqueda de la significación. Quizá esta exploración terminará por descubrir
que el no-significado es idéntico al significado...” Es curioso que, a
diferencia de Octavio Paz y otros pensadores que denuncian la veneración del
tiempo rectilíneo, la exaltación del futuro que nunca llega y sacrifica el
presente, Malraux no haya destacado la función de la poesía, ámbito donde se da
siempre la mayor empresa en pos del nuevo significado. Pero Malraux logra hacemos
ver que, víctimas de la noción trascendentalista de una Historia única que nos
engloba y diluye como individuos, y a la vez angustiados por la amenaza del fin
de nuestra historia, debemos entender que existe una diversidad de historias
que son otras tantas maneras de vivir la temporalidad, es decir, la permanente
metamorfosis de la relación entre el hombre y el sentido.
Palabras leídas
durante el homenaje a André Malraux organizado por la Embajada de Francia en la
3ª Feria Internacional del Libro, Buenos Aires, 13 de marzo de 1977 (Revista Sur, enero-junio de 1977).