Vida y muerte de Thomas Becket
Santo
Tomás Cantuariense, arzobispo y mártir
La
vida del glorioso pontífice y fortísimo mártir Santo Tomás, arzobispo de Cantórberi
y primado de Inglaterra, escribió Eduardo, que vivió en su mismo tiempo, y más
copiosamente Heberto de Boscham, que fue su compañero, y después cardenal y
arzobispo de Benevento, y Juan Salisburiense, obispo carnolense, y Guillermo,
monje cantuariense, y Alano, abad teukesburiense, todos autores graves y de mucha
autoridad: de los cuales sacaremos lo que aquí dijéremos. Fue Santo Tomás inglés,
nació en la ciudad de Londres, cabeza de aquel reino: su padre se llamó
Gilberto y su madre Matilde, personas nobles y ricas, y muy piadosas. Dicen que
el mismo día que nació, se pegó fuego a la casa de sus padres y se quemó buena
parte de la ciudad de Londres. En teniendo edad para aprender letras, le
pusieron al estudio, y él las aprendió con cuidado y diligencia, y por su buena
habilidad y grande ingenio hizo gran progreso en ellas. Era de loables
costumbres, de gentil disposición, hermoso de rostro, en sus palabras modesto y
grave, y tan amigo de la verdad, que ni burlando ni de veras no se apartaba de
ella. Tuvo noticia de sus buenas partes Teobaldo, arzobispo cantuariense:
recibiole en su servicio; y hallándole hombre cuerdo y prudente, comenzó a
servirse de él en los negocios públicos y en los de su casa, con grande satisfacción
suya y de todos los que le trataban. Hízole arcediano de su Iglesia, y diole
otros beneficios y rentas, las cuales Tomás gastaba libremente, teniendo más
cuenta con el buen nombre que con la hacienda. Fue creciendo tanto la buena opinión,
que todos tenían a Tomás y el amor que le mostraban, que el rey, por consejo
del arzobispo Teobaldo, le hizo su cancelario, que es como presidente del
supremo consejo, y favoreciole tanto que todo lo que el cancelario mandada o
vedaba, se tenía por ley: y aquellos se tenían por dichosos, que estaban en su
gracia; porque por ella pensaban alcanzar la del rey, y lo que de él pretendían.
No solamente sirvió al rey en lаs cosas de la paz, gobierno del reino y administración
de la justicia , sino también en las de la guerra contra franceses: e hizo por su
persona cosas hazañosas, mostrando en todas grande ánimo, valor y prudencia.
Pasó tan adelante la privanza del cancelario con el rey, que habiendo de dar ayo
al príncipe su hijo, que también se llamaba Enrique como el padre, no quiso que
fuese otro sino él, y que por esto dejase el cargo de cancelario; mas que con
las ocupaciones del gobierno del reino juntase las de la crianza e instrucción
del príncipe , que no eran pocas ni poco pesadas: porque los otros grandes y
señores del reino le trajeron también sus hijos para que los enseñase, así porque
se criasen con el príncipe, como porque amoldados y doctrinados de tal mano,
saliesen bien criados y corteses, y dignos de su linaje y nobleza: y el
cancelario se encargaba también de este trabajo (aunque era grande), juzgando
que el bien del reino consiste en que los caballeros y gente noble y principal
desde la juventud sea bien criada en amor y temor santo de Dios. Demás de esto,
el rey por favorecer mas al cancelario, algunas veces se iba a comer con él :
otras, después de haber comido, entraba а verle comer, y gustaba de oír lo que
en su mesa se trataba; porque aunque era clérigo mozo, y los demás que comían
con él seglares y gente cortesana; todo lo que allí se hablaba olía mas a trato
de religioso, que de cortesanos y seglares. Murió en esta sazón Teobaldo,
arzobispo cantuariense, y luego el rey puso los ojos en Tomás para darle
aquella suprema dignidad, pareciéndole que en ninguno estaría mejor empleada.
Supo el intento del rey Tomás, y suplicole con grande instancia, que no le pasase
por el pensamiento hacerle arzobispo, así porque él no tenía partes para ello,
como porque estimaba más su gracia (la cual temía perder, siendo arzobispo),
que todas las dignidades y honras del mundo: “Porque vuestra majestad (dijo) no
dejará de hacer algunas cosas contra la libertad eclesiástica, las cuales,
siendo primado, no podré con buena conciencia consentir”. Ninguna cosa bastó con el rey para que
desistiese de su intento: y así Tomás bajó la cabeza, entendiendo ser voluntad
de Dios, con gran contento del rey y de todo el reino. Era en esta sazón de
edad de cuarenta y cuatro años; ordenose de misa (porque sólo era diácono) el
sábado de Pentecostés; y al otro día en su iglesia catedral fue consagrado
arzobispo con las ceremonias ordinarias, hallándose presentes quince obispos y
el príncipe Enrique, heredero del reino, con muchos grandes y señores
principales de él. Enviole el pontífice romano (que era a la sazón Alejandro III)
el palio; y el arzobispo le recibió postrado en el suelo, y con los pies descalzos
y con extraordinaria devoción.
Desde
el punto que recibió la sagrada unción, parece que se mudó en otro varón o, no
para darse a vanidades, faustos y grandezas, y vivir con mas anchura y libertad
(como algunos suelen) ; sino para entrar dentro de sí y atarse más estrechamente
con las nuevas obligaciones: y así comenzaba a vivir una vida apostólica, y
digna de tan grande prelado: porque el deleite en el comer vencía con la
templanza, los apetitos deshonestos con el cilicio áspero y con dormir poco:
los otros deseos y gustos desordenados refrenaba con la continua oración y
lección de cosas sagradas, y cuanto era más alto el grado a que Dios le había
levantado, tanto él más se humillaba: y para no desvanecerse con la nueva
dignidad, tomó el hábito e instituto de los canónigos seglares, procurando
cumplir con las obligaciones de monje y prelado. Sobre todo nació en el santo
prelado un amor y devoción muy extraordinaria para con Dios, una compasión para
con los pobres tan grande, que así como ninguna cosa le podía apartar de la
rectitud y justicia, por el celo de ella que Dios había encendido en su pecho; así
tampoco no había cosa que pudiese hacer en beneficio de los pobres, para
remediar necesidades, que no la pusiese por obra: y con ser innumerables los
pobres que a él acudían, nunca se cansaba ni le faltaba qué darles; y para
poderles dar más, procuraba cobrar algunas posesiones y heredades de la
Iglesia, que algunos habían usurpado, o por descuido de los arzobispos sus
antecesores, o por no poder más contra ellos, que era gente poderosa. Y aunque
los que fueron desposeídos de las haciendas de la Iglesia se quejaron al rey, y
procuraron con varias calumnias y falsedades exasperarle contra el santo
pontífice; no pudieron salir con su intento, por el concepto y estima grande
que el rey tenía de su persona, hasta que se ofreció otra ocasión más pesada. Habían
dos clérigos cometido algunos delitos, y el uno de ellos, que era canónigo,
tratado mal a unos ministros de justicia real, y el otro, que era un clérigo
particular, había muerto a un hombre a lo que se decía. Levantose un grande
alboroto en el pueblo, diciendo que los clérigos se atrevían a hacer grandes
insultos y maldades, porque sabían que no los habían de castigar con pena de muerte.
Y aunque el santo prelado, para sosegar al pueblo y quitar el escándalo, los
castigó severamente, no por eso cesó aquella turbación y queja, antes llegó a
oídos del rey; el cual instigado de los enemigos del arzobispo, y con pretexto
de que hubiese justicia en su reino y los malos fuesen castigados, hizo junta
de grandes, así eclesiásticos como seglares, y en ella pidió que se le remitiesen
a él todos los clérigos que cometiesen delitos, para que por sus justicias
fuesen castigados. A esta demanda el santo prelado se opuso, y con buenas
palabras suplicó al rey que no se dejase llevar tanto del celo y amor de la
justicia, que hiciese contra la misma justicia y excediese los límites de su
potestad; y que considerase que los sagrados cánones y constituciones antiguas
de los sumos pontífices, concilios y emperadores, ordenaban que los clérigos
fuesen castigados por sus prelados; y que en caso atroz y digno de muerte, el
clérigo que le cometiese, fuese primero degradado, y después remitido al brazo
seglar, para que sólo fuese ejecutor de la muerte que se le daba; y que esto se
había usado en la Iglesia de Dios desde el tiempo de los apóstoles; y que pues
esta Iglesia era la misma que la antigua, era justo que se guardase lo que
siempre se había usado. El rey porfiaba que a él tocaba castigar los delitos y
hacer leyes, y que todos le habían de obedecer; más el santo prelado con gran
libertad le respondió, que en tanto obedecería a las leyes que hiciese, en
cuanto no fuesen contrarias a la ley de Dios. Enojose de esto mucho el rey; y
todo aquel amor y favor que antes él hacía a Santo Tomás, le convirtió en odio
y aborrecimiento, teniéndole por ingrato y por hombre que no cumplía con sus
obligaciones y con los beneficios que de él había recibido: porque los grandes príncipes
comúnmente no quieren que a ninguna cosa se les contradiga, y tienen por
desacato y menoscabo de su soberana autoridad, que se les vaya a la mano,
aunque sea en cosas forzosas, como era ésta, y que con buena conciencia no se
pueden dejar. Salió el rey de la junta muy colérico, los obispos que estaban en
ella comenzaron a blandear, y los otros señores a tomar y defender las partes
del rey (tanto puede la ambición y la lisonja), de manera que solo Tomás quedó
solo por defensor y amparo de la verdad, opuesto a la furia del rey y a todas las
máquinas y ardides de sus enemigos; pero muy aparejado a perder la vida, porque la Iglesia no
perdiese su libertad. Tomáronse grandes medios de promesas y amenazas, de blanduras
y espantos para atraer al santo prelado a la voluntad del rey: y aunque él al
principio se mostró algo blando, porque no padeciese por su causa todo el clero
de Inglaterra, y porque le habían asegurado que el rey no quería sino que de
sola palabra diese su consentimiento; pero después que vio que le mandaba poner
por escrito, y sellar con su sello los capítulos que el rey había escrito, y
que ellos eran perniciosos y en perjuicio notable de la Iglesia, le pesó mucho
que le hubiesen engañado, y de la facilidad que había tenido en querer dar contento
al rey, por atajar los daños que se podían temer. Los artículos y capítulos que
propuso el rey fueron seis. El primero, que no se pudiese apelar a la sede
apostólica sin licencia del rey; el segundo, que ningún arzobispo ni obispo
pudiese salir del reino, aunque fuese llamado del papa, sin licencia del rey;
el tercero, que ningún obispo pudiese excomulgar a ningún criado ni ministro
del rey, sin haberlo primero consultado con él; el cuarto, que no pudiese el
obispo castigar a ningún perjuro y fementido; el quinto, que la justicia seglar
del rey conociese las causas de los clérigos y los castigos, y los castigase si
mereciesen castigo; el sexto, que el rey y los legos tratasen y juzgasen las
causas decimales y eclesiásticas.
Que
todas eran causas perjudiciales a la Iglesia, y contrarias a lo que en ella se
ha usado siempre desde los apóstoles acá, y a lo que han hecho lodos los
emperadores, reyes y príncipes piadosos, como lo probamos en el libro del Príncipe cristiano. Pero muchas veces se
engañan algunos príncipes, pensando que es mengua de su autoridad sujetarse a
la Iglesia, y falta de justicia el no castigar los delitos de los clérigos que
no pertenecen a ellos; y no faltan ministros que atizan el fuego, ni prelados
flojos y temerosos, que por no perder la gracia del príncipe, pierden la de Dios,
y huyen como mercenarios y se dejan arrebatar de la corriente. No lo hizo así Santo
Tomás, que no se dejó vencer de terror ni de halagos para consentir al rey en
cosa tan dañosa a la Iglesia, y de tan mal ejemplo; antes fue tanto lo que
lloró y se entristeció por haber dado muestras de quererle dar gusto en esto,
engañado, como dijimos, de lo que de su parte le habían dicho, que enojándose
consigo mismo y queriendo castigar aquella culpa, se suspendió de decir misa, y
no quiso llegarse al altar, hasta que el sumo pontífice le envió la absolución,
y él se consoló con ella y con saber que su intención había sido buena, y en
ninguna cosa contraria a la voluntad de Dios. Finalmente, viendo el santo, prelado
el ánimo del rey enojado contra sí, y tan obstinado en llevar adelante su
intento, que no había esperanza de poderle ablandar ni trocar, y que los
obispos se dejaban llevar de la voluntad del rey, y que los grandes y poderosos
le ayudaban y servían, y que toda la Iglesia de Inglaterra estaba en peligro de
acabarse y perderse, determinó ausentarse por un poco de tiempo del reino, para
que echado Jonás en el mar, cesase aquella tan terrible tempestad. Para esto huyó
de noche, acompañado de dos solos monjes y un criado disfrazado, caminando las
noches, fuera de camino, con grandes trabajos e incomodidades; y embarcándose
en un navío, llegó a Flandes. Cuando el rey supo que el santo arzobispo se le había
escapado de las manos , salió de juicio y envió embajadores al papa Alejandro III,
dándole grandes quejas contra él, como contra revolvedor y alborotador de su reino:
y habiendo el sumo pontífice oídolos en público consistorio, les respondió que
oiría al arzobispo, para poder juzgar rectamente en aquel caso. Airose
sobremanera el rey con esta respuesta, y mandó confiscar los bienes de Santo
Tomás, y las haciendas de todos sus deudos y parientes, que eran muchos, y que todos
saliesen de su reino, sin perdonar a edad, ni sexo, ni condición , ni dignidad
de persona: tomando juramento a los varones de mayor edad, que buscarían al
arzobispo doquiera que estuviese, y se quejarían de él, que por su ocasión
padecían tales calamidades. Llegó Santo Tomás al papa, y dio a su santidad y a
los cardenales razón de sí, mostrándoles los capítulos originales que el rey
Enrique quería establecer en su reino, y él no había querido firmar, y
declarando los medios que había tomado para ablandar al rey y ponerlo en razón.
Suplicó al sumo pontífice que le quitase aquella dignidad, y la proveyese en
otro que fuese más grato al rey, para que él y su reino tuvieren paz: porque él
entendía que Dios le castigaba a él, per haberla aceptado sin tener partes para
ella, por complacer al rey. Pareciole al papa no condescender con los ruegos de
Santo Tomás; antes le confirmó en la dignidad, y mandó que la tuviese, para que
los otros prelados en semejantes casos no aflojasen y dejasen de resistir a los
tiranos que perseguían la Iglesia católica, viendo que el que tan valerosamente
había peleado por ella , era privado de la dignidad de arzobispo. Pero para
aplacar al rey de Inglaterra, le ordenó que se recogiese a alguna casa de religión
donde pudiese estar con quietud, mientras que él procuraba volverle en gracia
de su rey. Escogió el santo arzobispo el monasterio de Pontiníaco del Císter,
que estaba en Francia y florecía con fama de gran santidad.
A
este monasterio vino el santo prelado con cartas y grandes recomendaciones del
papa: y la mayor recomendación que traía era la singular gracia de Dios, de que
venía armado, y muy alegre por ver que padecía por la justicia, y deseoso de
padecer mucho más. En este monasterio con gran disimulación comenzó el santo arzobispo
a afligir su cuerpo con extraordinaria aspereza y penitencia, comía unas yerbas
y manjares viles y groseros, procurando que los que eran delicados y preciosos se
repartiesen a los enfermos y necesitados: entraba algunas veces en el río que
pasaba cerca del monasterio, estando muy frío y casi helado, y estábase en él
un buen rato para mortificarse más; y en las otras cosas se dio tal vida, que más
parecía muerte que vida; y le sobrevino una enfermedad tan grave, que faltó muy
poco que del todo no se la quitase. Pero lo que más le afligía, fue la grande
calamidad y miseria de tantos deudos suyos inocentes, que por su causa (aunque
sin culpa suya) padecían, a los cuales él no podía remediar; pero remediolos Dios
por medio del rey de Francia, y de otros señores y personas principales devotas
de aquel reino, que sabiendo la santidad de Santo Tomás, y la tiranía del rey
Enrique, y la inocencia de los que padecían, los ayudaron y socorrieron en
aquel su destierro y trabajo, con tanta liberalidad, que muchos no echaban
menos la comodidad y regalo de sus casas. Mas el rey Enrique, cuando supo que el
santo prelado estaba en aquel monasterio, no se puede creer la saña que tomó
contra el abad. Escribiole con gran furor que le echase luego de su casa y de
cualquiera otra de su orden, amenazándole, si no lo hacía, de sacar de su reino
a todos los monjes del Císter, y destruir sus monasterios. Entendió el santo
prelado del abad lo que el rey le había escrito; y con sosiego y serenidad le
dijo: No quiera Dios que tantos y tan santos religiosos padezcan por mí, ni que
sus monasterios sean asolados. Y haciendo gracias al abad y a los monjes, por
la caridad que con él habían usado, y habiendo venido el rey de Francia en
persona al monasterio, y agradecido a los religiosos el buen acogimiento que habían
hecho al santo prelado; le llevó consigo, llorando todos su partida, y acordándose
del raro ejemplo con que había vivido entre ellos.
Dos
años estuvo en el convento de Pontiníaco, y de allí se fue al monasterio de
Santa Columba, donde estuvo otros cuatro años con no menor rigor y ejemplo de
su grande santidad, y admiración de todos los que le trataban. Por maravilla se
acostaba en cama, sino con alguna grave enfermedad; levantábase antes que
amaneciese; ocupábase en los divinos oficios, y en celebrar cada día con suma devoción
y reverencia el sacrosanto misterio de la misa. Después entrando en su
aposento, con un corazón sencillo y humilde, soltaba la rienda a la oración,
lágrimas y gemidos, ofreciéndose en sacrificio al Señor, y aparejándose para el
martirio. Comía después con los pobres y con los pocos criados que tenía con
gran templanza; y acabada su comida, se entretenía con alguna lección sagrada, o
con hablar de cosas necesarias y provechosas con sus familiares. La noche casi
velaba perpetuamente; y llamando a su capellán, que solo dormía en su aposento,
quitándose el cilicio que traía a raíz de las carnes, le mandaba que le azotase
hasta derramar mucha sangre; y después que el capellán se volvía a su cama, él
se daba otras penas; y arrodillándose y postrándose delante del Señor, gastaba
la otra parte de la noche en oración, hasta que cansado ya el cuerpo, se echaba
en el suelo para reposar un poco, teniendo una piedra por cabecera. Mas el
Señor, que con estos ensayos aparejaba a este esforzado soldado, y le quería hacer
glorioso mártir suyo, un día estando delante del altar postrado, y acabada la
misa, haciéndole con gran fervor gracias, se le apareció, y llamándole por su
nombre, le dijo: Tomás, Tomás, tu lustrarás mí Iglesia con tu sangre; y él
espantado dijo: ¿Quien sois vos, Señor? Yo (dijo) soy Cristo tu hermano y Salvador,
que ilustraré mi Iglesia con tu sangre. Entonces el santo con grande júbilo de
su alma respondió : Ojalá sea así, y se cumpla en mí lo que vos, Señor, decís;
porque yo no lo merezco.
Procuró
el rey de Inglaterra echarle de Francia, y envió embajadores al rey Luis de
Francia, quejándose. Mucho que tuviese en su reino y favoreciese a un hombre
que era su enemigo, y a quien él por sus deméritos había quitado de la dignidad
de prelado. Respondioles el rey Cristianísimo : Decid a vuestro señor, que también
soy yo rey como él, y que no me atreviera a privar de su dignidad al más pobre
clérigo de mi reino, que no sé yo cómo él se ha atrevido a ofender a toda la
Iglesia católica, y deponer de la suprema dignidad de su reino a un varón tan
santo y tan venerable como Tomás. Finalmente, después de muchas altercaciones y
dificultades, el rey de Francia con ruegos, y el papa con amenazas, apretaron tanto
al rey de Inglaterra, que se aplacó y se reconcilió con el santo prelado, y le
dio licencia para volver él y todos los suyos a su reino, prometiendo hacerles
restituir sus haciendas; y Santo Tomás hablando con el rey, que a la sazón
estaba en Normandía, se concertó con él, y a los siete años de su destierro tornó a Inglaterra, con grande
alegría y fiesta de todos los buenos, y pesar de los malos, que le temían como a
fiscal severo de sus excesos. Volvió el santo con el mismo celo que antes, y
con los mismos aceros y filos de la justicia y de la disciplina eclesiástica (porque
con tantos trabajos y fatigas no se habían podido embotar), y comenzó luego a hacer
su oficio pastoral, con tan grande entereza, que los que tenían por testigos y
acusadores de su mala vida sus propias conciencias, no quisieron aguardar la
sentencia de tan recto juez. Mandó a algunos obispos que hiciesen alguna satisfacción
de algunos delitos por ellos cometidos. Estos convocaron contra él a muchos eclesiásticos
y seglares de los más principales del reino, y todos a una acudieron al rey,
diciendo que el arzobispo se quería levantar con el reino, y que no venía más humilde
del destierro, sino más soberbio; que cuando salía de casa, todos le
acompañaban como si fuera la misma persona del rey; y que para serlo no le
faltaba sino ponerse la corona, y decir que lo quería ser. Supieron decirle
tales cosas, que el rey, creyéndolas ligeramente como amigo reconciliado, y sin
averiguar más la verdad, dijo con grande enojo: ¡Cómo, que no pueda yo valerme
con un clérigo de mi reino! Malditos sean todos los que comen mi pan; pues
ninguno de ellos me venga de tal hombre. Oyeron estas palabras algunos criados
del rey; y como la lisonja es tan poderosa, y el deseo de dar gusto a los
príncipes tan ciego y arrebatado, creyeron que le harían una cosa muy grata, si
matasen al arzobispo; y así cuatro de sus criados principales se determinaron a
hacerlo. Pero antes que lo ejecutasen, como se publicó en el reino el sentimiento
y enojo que contra el santo prelado había concebido el rey (aunque comúnmente
le tenían y veneraban por santo), no se puede creer fácilmente cómo los ánimos
del vulgo se mudaron y le comenzaron a escarnecer y hacer burla de él; en tanto
grado, que Polidoro Virgilio, diligente historiador de las cosas de Inglaterra,
escribe que pasando a esta sazón por una aldea, los moradores de ella, por
afrentarle, cortaron la cola del caballo en que iba el santo prelado; pero por
castigo de Dios, todos los hijos de los que tuvieron este atrevimiento nacieron
después con cola, como si fueran bestias; y duró esto hasta que se acabó su generación.
Pero
los criados del rey, para ejecutar mejor la maldad, tomando consigo gente
armada y facinerosa, fueron un día después de comer a casa del arzobispo, como
unos perros rabiosos, para darle la muerte; y después de haber pasado con él
algunas razones descorteses, y respondido el santo prelado a ellas, por una
parte con gran humildad y modestia, y por otra con gran valor y constancia;
ellos se salieron de su casa para llamar a los soldados que traían consigo; y
el santo se entró en la iglesia, porque era hora de vísperas. Queriendo los
clérigos cerrar las puertas, les mandó qua no lo hiciesen, diciendo que la
iglesia no se había de defender al modo de las fortalezas cercadas de enemigos,
y que él padeciendo, y no peleando, había de vencer. Entraron aquellos crueles
verdugos en la iglesia con gran furor, diciendo a grandes voces: ¿Dónde está Tomás
Becket, traidor al rey y al reino? ¿Dónde está el arzobispo? Y el santo sin
turbarse, pronto: Aquí estoy (dice); no traidor al rey, sino sacerdote de
Jesucristo, aparejado a morir por aquel que me redimió con su sangre. Nunca
Dios quiera que yo huya vuestras espadas, o por temor de ellas me aparte de la
justicia. Aquí (dijeron ellos) morirás y recibirás el pago de tu atrevimiento.
Y el santo mártir: Yo cierto aparejado estoy a morir por mi Señor, para que la
Iglesia con mi sangre alcance paz y libertad. Pero mirad que os mando de parte
de Dios todopoderoso, que no maltratéis ni toquéis a alguno de los míos. Si hay
culpa yo la tengo y ellos no. Púsose luego de rodillas, y como un ciervo
acosado y sediento, que se ve cerca de una copiosa fuente de aguas vivas, y con
ímpetu se echa en ella, así él, viendo que se llegaba la corona del martirio,
que con tanta ansia deseaba, se arrojó en las manos del Señor, juntando y
levantando las suyas al cielo, y suplicando a Dios que mirase por su Iglesia,
por la intercesión de la gloriosísima Virgen María nuestra Señora y de San
Dionisio, obispo y mártir, y de otros santos sus patrones. Arremetieron los
verdugos al santo sacerdote para ofrecerle en sacrificio, y uno de ellos le
descargó con la espada un fiero golpe en la cabeza, de la cual comenzó luego a
correr mucha sangre; y queriendo un clérigo llamado Eduardo (que es el que
escribe su vida), amparar a su prelado (porque los demás monjes y clérigos, despavoridos,
le habían desamparado), y abrazándose con él, le cortaron un brazo y le hirieron
malamente. Mas Santo Tomás, aunque estaba herido en la cabeza, no la movió ni
torció el cuerpo, antes estando inmoble y muy constante en su oración, esperaba
tras aquel golpe otros que le dieron, hasta que cayó junto al altar, donde estaba
de rodillas, y el celebro y sesos de su santa cabeza fueron esparcidos por
aquel suelo. Salieron de la iglesia aquellos sayones y ministros de Satanás, y
entraron en las casas del sumo pontífice, y saqueáronlas sin dejar en ellas
otra cosa que dos cilicios, porque no eran a su propósito; y después
desaparecieron, y cada uno se fue por su parte, aunque por justo juicio de Dios
todos murieron dentro de tres años. El primer que le hirió murió en Sicilia,
despedazando sus carnes, y echándolas de sí a pedazos; y así él como todos los
demás que se habían hallado en aquel sacrilegio, mientras que les duró la vida,
siempre anduvieron temblando, y como pasmados y sin juicio; y ellos mismos
confesaban que era justo castigo de Dios.
Los
clérigos y frailes de su Iglesia, después que aquellos crueles carniceros huyeron,
cobrando ánimo, volvieron a ella y, derramando muchas lágrimas, tomaron el cuerpo
del santo arzobispo, y le pusieron en unas andas y con lienzos cogían la sangre
que había salido de él; ungíanse con ella los ojos, y guardábanla y
reverenciábanlacomo una preciosa reliquia. Desnudáronle y hallaron a raíz de
las carnes del santo mártir un áspero cilicio que llegaba desde el cuello hasta
las rodillas, y muy apretado y tan lleno de piojos, que parecía otro genero de
martirio el haberlos podido sufrir. Aquí se doblaron las lágrimas de todos los
que estaban presentes, y conocieron más la santidad de su prelado. Sepultáronle
vestido de pontifical en una bóveda junto al altar de San Juan Bautista y de San
Agustín, el que envió San Gregorio, papa, a Inglaterra. Luego comenzó aquel
reino a alborotarse, y a ser castigado de la mano del muy Alto, con tan grandes
y civiles sediciones y discordias, entre el rey y su hijo, que no había hombre
con hombre, ni quien se escapase de aquel incendio, que parecía lo había todo
de abrasar. Y para mayor gloria del santo y testificación de cuán grata le había
sido aquella constancia con que había muerto por la libertad de su Iglesia,
comenzó el Señor a hacer grandes milagros por su intercesión; y de todas las
partes del reino concurrían a su sepulcro, pidiendo mercedes a Dios por sus
merecimientos, y volvían a sus casas contentos por haberlas alcanzado para sus
almas y para sus cuerpos.
Mas
el rey Enrique, cuando supo la muerte del santo, tuvo gran pesar, entendiendo
(coma era la verdad) que todos le habían de echar la culpa y darle por autor de
ella, porque, aunque su intención no fue hacer matar a Santo Tomás, pero sus
palabras fueron ocasión para que le matasen. Envió sus embajadores al papa
Alejandro III, excusándose y suplicándole quo mandase hacer información de todo
lo que había pasado en aquel caso. El papa envió dos legados que recibieron la
informacion y declaración, que aunque su voluntad no había sido la que sus criados
habían ejecutado, pero que había tenido gran culpa en la muerte del santo, por
el mal tratamiento que le había hecho, y por las palabras que había dicho
contra él; y le absolvieron y pusieron su penitencia, la cual el cumplió con grande
devoción y humildad, porque le fue significado del cielo, que no tendría paz ni
quietud en su reino, hasta que se humillase al santo y le pidiese perdón y alcanzase
misericordia del Señor por su intercesión, y así vino a Cantórberi, y desde la
iglesia de San Dunstano fue descalzo hasta la iglesia mayor, donde estaba el cuerpo
de Santo Tomás. Llegó a la puerta, se postró e hizo oración; y entrando en la
iglesia, regó con muchas lágrimas el lugar donde fue muerto el santo pontífice;
y habiendo dicho la confesión a los pies del obispo, con gran temblor y reverencia
se acercó a su sepulcro, deshaciéndose en lágrimas y haciendo derramar muchas a
los circunstantes. Allí desnudó sus espaldas, y fue azotado cinco veces de los obispos,
y después de los monjes, que eran más de ochenta, dándole cada uno tres golpes
con la disciplina sobre las espaldas. De este manera fue absuelto solemnemente,
estando en el suelo descalzo, y oró toda aquella noche con gran sentimiento,
ternura y devoción, que es raro ejemplo, y mucho para notar y para imitar de los
reyes católicos y verdaderos hijos de la santa Iglesia, cuando por haber ellos
caído en algún delito grave, ella como madre los castiga; y Nuestro Señor por
esta humildad y penitencia favoreció al rey Enrique maravillosamente; porque el
mismo día que hizo esto, alcanzó una victoria muy señalada de sus enemigos, y
prendió al rey de Escocia, y tuvo otros muy prósperos sucesos, y siempre quedó tan
devoto al santo, que enriqueció con dones su sepulcro y la iglesia donde estaba
su sagrado cuerpo.
La
muerte de Santo Tomás fue a los 29 de diciembre del año 1170, como lo dice el
cardenal Baronio, o el de 1171, como lo afirma el Breviario reformado de la
santidad de Clemente VIII, y fue a los cincuenta y tres años de su edad.
PEDRO DE RIBADENEYRA
Flos Sanctorum. La Leyenda de Oro (1601).
Flos Sanctorum. La Leyenda de Oro (1601).