ILÍADA
CANTO VI
COLOQUIO DE HÉCTOR Y ANDRÓMACA
1 Quedaron solos en la batalla horrenda teucros y aqueos, que se arrojaban unos a otros broncíneas lanzas; y la pelea se extendía, acá y allá de la llanura, entre las corrientes del Símois y del Janto.
5 Áyax
Telamonio, antemural de los aqueos, rompió el primero la falange troyana e hizo
aparecer la aurora de la salvación entre los suyos, hiriendo de muerte al
tracio más denodado, al alto y valiente Acamante, hijo de Eusoro. Acertole en
la cimera del casco guarnecido con crines de caballo, la lanza se clavó en la
frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos
del guerrero.
12 Diomedes,
valiente en el combate, mató a Axilo Teutránida, que, abastado de bienes,
moraba en la bien construida Arisbe; y era muy amigo de los hombres, porque en
su casa, situada cerca del camino, a todos les daba hospitalidad. Pero ninguno
de ellos vino entonces a librarle de la lúgubre muerte, y Diomedes le quitó la
vida a él y a su escudero Calesio, que gobernaba los caballos. Ambos penetraron
en el seno de la tierra.
20 Euríalo dio
muerte a Dreso y Ofeltio, y fuese tras Esepo y Pédaso, a quienes la náyade
Abarbarea concibiera en otro tiempo del eximio Bucolión, hijo primogénito y
bastardo del ilustre Laomedonte (Bucolión apacentaba ovejas y tuvo amoroso
consorcio con la ninfa, la cual quedó encinta y dio a luz los dos mellizos): el
Mecistíada acabó con el valor de ambos, privó de vigor a sus bien formados
miembros y les quitó la armadura de los hombros. El belígero Polipetes dejó sin
vida a Astíalo; Ulises, con la broncínea lanza, a Pidites percosio; y Teucro, a
Aretaón divino.
32 Antíloco
Nestórida mató con la pica reluciente a Ablero; Agamenón, rey de hombres, a Élato,
que habitaba en la excelsa Pédaso, a orillas del Sátniois, de hermosa
corriente; el héroe Leito, a Fílaco mientras huía; y Eurípilo, a Melantio.
37 Menelao,
valiente en la pelea, cogió vivo a Adrasto, cuyos caballos, corriendo
despavoridos por la llanura, chocaron con las ramas de un tamarisco, rompieron
el corvo carro por el extremo del timón, y se fueron a la ciudad con los que
huían espantados. El héroe cayó al suelo y dio de boca en el polvo junto a la
rueda; acercósele Menelao Atrida con la ingente lanza, y aquél, abrazando sus
rodillas, así le suplicaba:
46 “Hazme
prisionero, Atrida, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene mi
opulento padre en casa: bronce, oro, hierro labrado; con ellas te pagaría
inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las naves aqueas”.
51 Dijo Adrasto,
y le conmovió el corazón. E iba Menelao a ponerle en manos del escudero, para
que lo llevara a las veleras naves aqueas, cuando Agamenón corrió a su
encuentro y le increpó diciendo:
55 “¡Ah bondoso!
¡Ah Menelao! ¿Por qué así te apiadas de los hombres? ¡Excelentes cosas hicieron
los troyanos en tu palacio! ¡Que ninguno de los que caigan en nuestras manos se
libre de tener nefanda muerte, ni siquiera el que la madre lleve en el vientre,
ni ese escape! ¡Perezcan todos los de Ilión, sin que sepultura alcancen ni
memoria dejen!”
61 Así diciendo,
cambió la mente de su hermano con la oportuna exhortación. Repelió Menelao al
héroe Adrasto que, herido en el ijar por el rey Agamenón, cayó de espaldas. El
Atrida le puso el pie en el pecho y le arrancó la lanza. Y Néstor animaba
a los argivos, dando grandes voces:
67 “¡Amigos,
héroes dánaos, ministros de Marte! Que nadie se quede atrás para recoger
despojos y volver, cargado de ellos, a las naves; ahora matemos hombres y luego
con más tranquilidad despojaréis en la llanura los cadáveres de cuantos mueran”.
72 Con tales
palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Y los teucros hubieran vuelto
a entrar en Ilión, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su
cobardía, si Heleno Priámida, el mejor de los augures, no se hubiese presentado
a Eneas y a Héctor para decirles:
77 “¡Eneas y
Héctor! Ya que el peso de la batalla gravita principalmente sobre vosotros
entre los troyanos y los licios, porque sois los primeros en toda empresa, ora
se trate de combatir, ora de razonar, quedaos aquí, recorred las filas, y
detened a los guerreros antes que se encaminen a las puertas, caigan huyendo en
brazos de las mujeres y sean motivo de gozo para los enemigos. Cuando hayáis
reanimado todas las falanges, nosotros, aunque estamos abatidos, pelearemos con
los dánaos porque la necesidad nos apremia. Y tú, Héctor, ve a la ciudad y di a
nuestra madre que llame a las venerables matronas; vaya con ellas al templo
dedicado a Minerva, la de los brillantes ojos, en la acrópolis; abra la puerta
del sacro recinto; ponga sobre las rodillas de la deidad, de hermosa cabellera,
el peplo que mayor sea, más lindo le parezca y más aprecie de cuantos haya en
el palacio, y le vote sacrificar en el templo doce vacas de un año, no sujetas
aún al yugo, si apiadándose de la ciudad y de las esposas y niños de los
troyanos, aparta de la sagrada Ilión al hijo de Tideo, feroz guerrero, cuya
braveza causa nuestra derrota y a quien tengo por el más esforzado de los
aqueos todos. Nunca temimos tanto ni al mismo Aquiles, príncipe de hombres, que
es, según dicen, hijo de una diosa. Con gran furia se mueve el hijo de Tideo y
en valentía nadie con él se iguala”.
102 Dijo; y
Héctor obedeció a su hermano. Saltó del carro al suelo sin dejar las armas; y
blandiendo dos puntiagudas lanzas, recorrió el ejército, animole a combatir y
promovió una terrible pelea. Los teucros volvieron la cara y afrontaron a los
argivos; y éstos retrocedieron y dejaron de matar, figurándose que algún dios
habría descendido del estrellado cielo para socorrer a aquéllos; de tal modo se
volvieron. Y Héctor exhortaba a los teucros diciendo en alta voz:
111 “¡Animosos
troyanos, aliados de lejas tierras venidos! Sed hombres, amigos, y mostrad
vuestro impetuoso valor, mientras voy a Ilión y encargo a los respetables
próceres y a nuestras esposas que oren y ofrezcan hecatombes a los dioses”.
116 Dicho esto,
Héctor, de tremolante casco, partió; y la negra piel que orlaba el abollonado
escudo como última franja, le batía el cuello y los talones.
119 Glauco,
vástago de Hipóloco, y el hijo de Tideo, deseosos de combatir, fueron a encontrarse
en el espacio que mediaba entre ambos ejércitos. Cuando estuvieron cara a cara,
Diomedes, valiente en la pelea, dijo el primero:
123 “¿Cuál eres
tú, guerrero valentísimo, de los mortales hombres? Jamás te vi en las batallas,
donde los varones adquieren gloria, pero al presente a todos los vences en
audacia cuando te atreves a esperar mi fornida lanza. ¡Infelices de aquellos
cuyos hijos se oponen a mi furor! Mas si fueses inmortal y hubieses descendido
del cielo, no quisiera yo luchar con dioses celestiales. Poco vivió el fuerte
Licurgo, hijo de Driante, que contendía con las celestes deidades: persiguió en
los sacros montes de Nisa a las nodrizas del furente Baco, las cuales tiraron
al suelo los tirsos al ver que el homicida Licurgo las acometía con la
aguijada; el dios, espantado, se arrojó al mar y Tetis le recibió en su regazo,
despavorido y agitado por fuerte temblor que la amenaza de aquel hombre le
causara; pero los felices dioses se irritaron contra Licurgo, cegole el
Saturnio, y su vida no fue larga, porque se había hecho odioso a los inmortales
todos. Con los bienaventurados dioses no quisiera combatir; pero si eres uno de
los mortales que comen los frutos de la tierra, acércate para que más pronto
llegues de tu perdición al término”.
144 Respondiole
el preclaro hijo de Hipóloco: “¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me interrogas sobre
el abolengo? Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. Esparce el
viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al
llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece.
Pero ya que deseas saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido. Hay
una ciudad llamada Éfira en el riñón de la Argólide, criadora de caballos, y en
ella vivía Sísifo Eólida, que fue el más ladino de los hombres. Sísifo engendró
a Glauco, y éste al eximio Belerofonte, a quien los dioses concedieron
gentileza y envidiable valor. Mas Preto, que era muy poderoso entre los
argivos, pues a su cetro los había sometido Júpiter, hízole blanco de sus
maquinaciones y le echó de la ciudad. La divina Antea, mujer de Preto,
había deseado con locura juntarse clandestinamente con Belerofonte; pero no
pudo persuadir al prudente héroe, que sólo pensaba en cosas honestas, y
mintiendo dijo al rey Preto:
164 “¡Preto!
Muérete o mata a Belerofonte que ha querido juntarse conmigo, sin que yo lo
deseara”.
166 “Así habló.
El rey se encendió en ira al oírla; y si bien se abstuvo de matar a aquél por
el religioso temor que sintió su corazón, le envió a la Licia; y haciendo en un
díptico pequeño mortíferas señales, entregole los perniciosos signos con orden
de que los mostrase a su suegro para que éste le hiciera perecer. Belerofonte,
poniéndose en camino debajo del fausto patrocinio de los dioses, llegó a la
vasta Licia y a la corriente del Janto: el rey recibiole con afabilidad, hospedole
durante nueve días y mandó matar otros tantos bueyes; pero al aparecer por
décima vez la Aurora de rosados dedos, le interrogó y quiso ver la nota que de
su yerno Preto le traía. Y así que tuvo la funesta nota, ordenó a Belerofonte
que lo primero de todo matara a la ineluctable Quimera, ser de naturaleza no
humana, sino divina, con cabeza de león, cola de dragón y cuerpo de cabra, que
respiraba encendidas y horribles llamas; y aquél le dio muerte, alentado por
divinales indicaciones. Luego tuvo que luchar con los afamados Solimos, y decía
que éste fue el más recio combate que con hombres sostuviera. Más tarde quitó
la vida a las varoniles Amazonas. Y cuando regresaba a la ciudad, el rey,
urdiendo otra dolosa trama, armole una celada con los varones más fuertes que
halló en la espaciosa Licia; y ninguno de éstos volvió a su casa, porque a todos
les dio muerte el eximio Belerofonte. Comprendió el rey que el héroe era
vástago ilustre de alguna deidad y le retuvo allí, le casó con su hija y
compartió con él la realeza; los licios, a su vez, acotáronle un hermoso campo
de frutales y sembradío que a los demás aventajaba, para que pudiese
cultivarlo. Tres hijos dio a luz la esposa del aguerrido Belerofonte: Isandro,
Hipóloco y Laodamia; y ésta, amada por el próvido Júpiter, parió al deiforme
Sarpedón, que lleva armadura de bronce. Cuando Belerofonte se atrajo el odio de
todas las deidades, vagaba solo por los campos de Ale, royendo su ánimo y
apartándose de los hombres; Marte, insaciable de pelea, hizo morir a Isandro en
un combate con los afamados Solimos, y Diana, la que usa riendas de oro,
irritada, mató a su hija. a mí me engendró Hipóloco —de éste, pues, soy hijo— y
envióme a Troya, recomendándome muy mucho que descollara y sobresaliera entre todos
y no deshonrase el linaje de mis antepasados, que fueron los hombres más
valientes de Éfira y la extensa Licia. Tal alcurnia y tal sangre me glorío de
tener”.
212 Así dijo.
Alegrose Diomedes, valiente en el combate; y clavando la pica en el almo suelo,
respondió con cariñosas palabras al pastor de hombres:
215 ” Pues eres
mi antiguo huésped paterno, porque el divino Eneo hospedó en su palacio al
eximio Belerofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se obsequiaron con
magníficos presentes de hospitalidad. Eneo dio un vistoso tahalí teñido de
púrpura, y Belerofonte una copa doble de oro, que en mi casa quedó cuando me
vine. a Tideo no lo recuerdo; dejome muy niño al salir para Tebas, donde
pereció el ejército aqueo. Soy, por consiguiente, tu caro huésped en el centro
de Argos, y tú lo serás mío en la Licia cuando vaya a tu pueblo. En adelante no
nos acometamos con la lanza por entre la turba. Muchos troyanos y aliados
ilustres me restan, para matar a quienes, por la voluntad de un dios, alcance
en la carrera; y asimismo te quedan muchos aqueos, para quitar la vida a cuantos
te sea posible. Y ahora troquemos la armadura, a fin de que sepan todos que de
ser huéspedes paternos nos gloriamos”.
232 Dichas estas
palabras, descendieron de los carros y se estrecharon la mano en prueba de
amistad. Entonces Júpiter Saturnio hizo perder la razón a Glauco; pues permutó
sus armas por las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las
valoradas en cien bueyes por las que en nueve se apreciaban.
237 Al pasar
Héctor por la encina y las puertas Esceas, acudieron corriendo las esposas e hijos
de los troyanos y preguntáronle por sus hijos, hermanos, amigos y esposos; y él
les encargó que unas tras otras orasen a los dioses, porque para muchas eran
inminentes las desgracias.
242 Cuando llegó
al magnífico palacio de Príamo, provisto de bruñidos pórticos (en él había
cincuenta cámaras de pulimentada piedra, seguidas, donde dormían los hijos de
Príamo con sus legítimas esposas; y enfrente, dentro del mismo patio, otras
doce construidas igualmente con sillares, continuas y techadas, donde se
acostaban los yernos de Príamo y sus castas mujeres), le salió al encuentro su
alma madre que iba en busca de Laódice, la más hermosa de las princesas; y
asiéndole de la mano, le dijo:
254 “¡Hijo! ¿Por
qué has venido, dejando el áspero combate? Sin duda los aqueos, ¡aborrecido
nombre!, deben de estrecharnos, combatiendo alrededor de la ciudad, y tu
corazón te ha impulsado a volver con el fin de levantar desde la acrópolis las
manos a Júpiter. Pero aguarda, traeré vino dulce como la miel para que lo libes
al padre Jove y a los demás inmortales, y puedas también, si bebes, recobrar
las fuerzas. El vino aumenta mucho el vigor del hombre fatigado y tú lo estás
de pelear por los tuyos”.
263 Respondiole
el gran Héctor, de tremolante casco: “No me des vino dulce como la miel,
veneranda madre; no sea que me enerves y me hagas perder valor y fuerza. No me
atrevo a libar el negro vino en honor de Júpiter sin lavarme las manos, ni es
lícito orar al Saturnio, el de las sombrías nubes, cuando se está manchado de
sangre y polvo. Pero tú congrega a las matronas, llévate perfumes, y entrando
en el templo de Minerva, que impera en las batallas, pon sobre las rodillas de
la deidad de hermosa cabellera el peplo mayor, más lindo y que más aprecies de
cuantos haya en el palacio; y vota a la diosa sacrificar en su templo doce
vacas de un año, no sujetas aún al yugo, si, apiadándose de la ciudad y de las esposas
y niños de los troyanos, aparta de la sagrada Ilión al hijo de Tideo, feroz
guerrero cuya valentía causa nuestra derrota. Encamínate, pues, al templo de
Minerva, que impera en las batallas, y yo iré a la casa de Paris a llamarle, si
me quiere escuchar. ¡Así la tierra se lo tragara! Criole el Olímpico como una
gran plaga para los troyanos y el magnánimo Príamo y sus hijos. Creo que si le
viera descender al Orco, olvidaríase mi alma de los enojosos pesares”.
286 De esta
suerte se expresó. Hécuba, volviendo al palacio, llamó a las esclavas, y éstas
anduvieron por la ciudad y congregaron a las matronas; bajó luego al fragrante
aposento donde se guardaban los peplos bordados, obra de las mujeres que se
llevara de Sidón el deiforme Alejandro en el mismo viaje en que robó a Helena,
la de nobles padres; tomó, para ofrecerlo a Minerva, el peplo mayor y más
hermoso por sus bordaduras, que resplandecía como un astro y se hallaba debajo
de todos, y partió acompañada de muchas matronas.
297 Cuando
llegaron a la acrópolis, abrioles las puertas del templo Teano, la de hermosas
mejillas, hija de Ciseo y esposa de Antenor, domador de caballos, a la cual
habían elegido los troyanos sacerdotisa de Minerva. Todas, con lúgubres
lamentos, levantaron las manos a la diosa. Teano, la de hermosas mejillas, tomó
el peplo, lo puso sobre las rodillas de Minerva, la de hermosa cabellera, y
orando rogó así a la hija del gran Jove:
305 “¡Veneranda
Minerva, protectora de la ciudad, divina entre las diosas! ¡Quiébrale la lanza
a Diomedes, concédenos que caiga de pechos en el suelo, ante las puertas
Esceas, y te sacrificaremos en este templo doce vacas de un año, no sujetas aún
al yugo, si de este modo te apiadas de la ciudad y de las esposas y niños de
los troyanos!”
311 Tal fue su
plegaria, pero Palas Minerva no accedió. En tanto ellas invocaban a la hija del
gran Júpiter, Héctor se encaminó al magnífico palacio que para Alejandro
labrara él mismo con los más hábiles constructores de la fértil Troya; éstos le
hicieron una cámara nupcial, una sala y un patio, en la acrópolis, cerca de los
palacios de Príamo y de Héctor. Allí entró Héctor, caro a Júpiter, llevando una
lanza de once codos, cuya broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo
anillo. En la cámara halló a Alejandro que acicalaba las magníficas armas,
escudo y loriga, y probaba el corvo arco; y a la argiva Helena, que, sentada
entre sus esclavas, ocupábalas en primorosas labores. Y en viendo a aquél,
increpole con injuriosas palabras:
326 “¡Desgraciado!
No es decoroso que guardes en el corazón ese rencor. Los hombres perecen
combatiendo al pie de los altos muros de la ciudad; el bélico clamor y la lucha
se encendieron por tu causa alrededor de nosotros, y tú mismo reconvendrías a quien
cejara en la pelea horrenda. Ea, levántate. No sea que la ciudad llegue a ser
pasto de las voraces llamas”.
332 Respondiole
el deiforme Alejandro: “¡Héctor! Justos y no excesivos son tus reproches, y por
lo mismo voy a contestarte. Atiende y óyeme. Permanecía aquí, no tanto por
estar airado o resentido con los troyanos, cuanto porque deseaba entregarme al
dolor. En este instante mi esposa me exhortaba con blandas palabras a volver al
combate; y también a mí me parece preferible, porque la victoria tiene sus
alternativas para los guerreros. Ea, pues, aguarda y visto las marciales armas;
o vete y te sigo, y creo que lograré alcanzarte”.
342 Así dijo.
Héctor, de tremolante casco, nada contestó. Y Helena hablole con dulces
palabras:
344 “¡Cuñado mío,
de esta perra maléfica y abominable! ¡Ojalá que cuando mi madre me dio a luz,
un viento proceloso me hubiese llevado al monte o al estruendoso mar, para
hacerme juguete de las olas, antes que tales hechos ocurrieran! Y ya que los
dioses determinaron causar estos males, debió tocarme ser esposa de un varón más
fuerte, a quien dolieran la indignación y los reproches de los hombres. Éste ni
tiene firmeza de ánimo ni la tendrá nunca, y creo que recogerá el debido fruto.
Pero, entra y siéntate en esta silla, cuñado, que la fatiga te oprime el
corazón por mí, perra, y por la falta de Alejandro; a quienes Júpiter nos dio tan
mala suerte a fin de que sirvamos a los venideros de asunto para sus cantos”.
359 Respondiole
el gran Héctor, de tremolante casco: “No me ofrezcas asiento, amable Helena,
pues no lograrás persuadirme: ya mi corazón desea socorrer a los troyanos que
me aguardan con impaciencia. Anima a éste, y él mismo se dé prisa para que me
alcance dentro de la ciudad, mientras voy a mi casa y veo a la esposa querida,
al niño y a los criados; que ignoro si volveré de la batalla, o los dioses me
harán sucumbir a manos de los aqueos”.
369 Apenas hubo
dicho estas palabras, Héctor, de tremolante casco, se fue. Llegó en seguida a su
palacio que abundaba de gente, mas no encontró a Andrómaca, la de níveos
brazos, pues con el niño y la criada de hermoso peplo estaba en la torre
llorando y lamentándose. Héctor, como no hallara a su excelente esposa,
detúvose en el umbral y habló con las esclavas:
376 “¡Ea,
esclavas! Decidme la verdad: ¿Adónde ha ido Andrómaca, la de níveos brazos,
desde el palacio? ¿A visitar a mis hermanas o a mis cuñadas de hermosos peplos?
¿O, acaso, al templo de Minerva, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan
a la terrible diosa?”
381 Respondiole
la fiel despensera: “¡Héctor! Ya que nos mandas decir la verdad, no fue a visitar
a tus hermanas ni a tus cuñadas de hermosos peplos, ni al templo de Minerva,
donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan a la terrible diosa, sino que
subió a la gran torre de Ilión, porque supo que los teucros llevaban la peor
parte y era grande el ímpetu de los aqueos. Partió hacia la muralla, ansiosa,
como loca, y con ella se fue la nodriza que lleva el niño”.
390 Así habló la despensera, y Héctor, saliendo presuroso
de la casa, desanduvo el camino por las bien trazadas calles. Tan luego como,
después de atravesar la gran ciudad, llegó a las puertas Esceas —por allí había
de salir al campo—, corrió a su encuentro su rica esposa Andrómaca, hija del
magnánimo Eetión, que vivía al pie del Placo en Tebas de Hipoplacia y era rey
de los cilicios. Hija de éste era, pues, la esposa de Héctor, de broncínea
armadura, que entonces le salió al camino. Acompañábale una doncella llevando
en brazos al tierno infante, hijo amado de Héctor, hermoso como una estrella, a quien su padre llamaba Escamandrio y los demás
Astianacte, porque sólo por Héctor se salvaba Ilión. Vio el héroe al niño y
sonrió silenciosamente. Andrómaca, llorosa, se detuvo a su vera, y asiéndole de
la mano le dijo:
407 “¡Desgraciado!
Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada,
que pronto seré viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán
contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si
mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni
venerable madre. A mi padre matole el divino Aquiles cuando tomó la populosa
ciudad de los cilicios, Tebas, la de altas puertas: dio muerte a Eetión, y sin
despojarle, por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver
con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos
las ninfas Oréades, hijas de Júpiter, que lleva la égida. Mis siete hermanos,
que habitaban en el palacio, descendieron al Orco el mismo día; pues a todos los
mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los bueyes de tornátiles
patas y las cándidas ovejas. a mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo,
trájola aquél con el botín y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero
Diana, que se complace en tirar flechas, hiriola en el palacio de mi padre.
Héctor, ahora tú eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi
floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate en la torre —¡no hagas a un
niño huérfano y a una mujer viuda!— y pon el ejército junto al cabrahigo, que
por allí la ciudad es accesible y el muro más fácil de escalar. Los más
valientes —los dos Ayaces, el célebre Idomeneo, los Atridas y el fuerte hijo de
Tideo con los suyos respectivos— ya por tres veces se han encaminado a aquel
sitio para intentar el asalto: alguien que conoce los oráculos se lo indicó, o
su mismo arrojo los impele y anima”.
440 Contestó el
gran Héctor, de tremolante casco: “Todo esto me preocupa, mujer, pero mucho me
sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un
cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre
supe ser valiente y pelear en primera fila, manteniendo la inmensa gloria de mi
padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón:
día vendrá en que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y su pueblo armado con
lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma Hécuba,
del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que caerán en el polvo a manos de
los enemigos, no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los
aqueos, de broncíneas lorigas, se te lleve llorosa, privándote de libertad, y
luego tejas tela en Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la
fuente Meseida o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre
ti. Y quizás alguien exclame, al verte deshecha en lágrimas: Ésta fue la
esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los teucros, domadores
de caballos, cuando en torno de Ilión peleaban. Así dirán, y sentirás un
nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero
que un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que oiga tus clamores o
presencie tu rapto”.
466 Así diciendo,
el esclarecido Héctor tendió los brazos a su hijo, y éste se recostó, gritando,
en el seno de la nodriza de bella cintura, por el terror que el aspecto de su
padre le causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible penacho de crines de
caballo, que veía ondear en lo alto del yelmo. Sonriéronse el padre amoroso y
la veneranda madre. Héctor se apresuró a dejar el refulgente casco en el suelo,
besó y meció en sus manos al hijo amado, y rogó así a Júpiter y a los demás
dioses:
476 “¡Júpiter y
demás dioses! Concededme que este hijo mío sea, como yo, ilustre entre los
teucros y muy esforzado; que reine poderosamente en Ilión; que digan de él
cuando vuelva de la batalla: ¡es mucho más valiente que su padre!;
y que, cargado de cruentos despojos del enemigo a quien haya muerto, regocije
de su madre el alma”.
482 Esto dicho,
puso el niño en brazos de la esposa amada, que al recibirlo en el perfumado
seno sonreía con el rostro todavía bañado en lágrimas. Notolo Héctor y
compadecido, acariciola con la mano y así le habló:
486 “¡Esposa
querida! No en demasía tu corazón se acongoje, que nadie me enviará al Orco
antes de lo dispuesto por el hado; y de su suerte ningún hombre, sea cobarde o
valiente, puede librarse una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate en las labores
del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de
la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilión, y yo el primero”.
494 Dichas estas
palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y
la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y
vertiendo copiosas lágrimas. Pronto llegó Andrómaca al palacio, lleno de gente,
de Héctor, matador de hombres; halló en él a muchas esclavas, y a todas las
movió a lágrimas. Lloraban en el palacio a Héctor vivo aún, porque no esperaban
que volviera del combate librándose del valor y de las manos de los aqueos.
503 Paris no
demoró en el alto palacio; pues así que hubo vestido las magníficas armas de
labrado bronce, atravesó presuroso la ciudad haciendo gala de sus pies ligeros.
Como el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando
se ve atado en el establo, come la cebada del pesebre y rompiendo el ronzal
sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la cerviz, ondean las crines
sobre su cuello, y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose
al sitio donde los caballos pacen; de aquel modo, Paris, hijo de Príamo, cuya
armadura brillaba como un sol, descendía gozoso de la excelsa Pérgamo por sus
ágiles pies llevado. El deiforme Alejandro alcanzó a Héctor cuando regresaba
del lugar en que había pasado el coloquio con su esposa, y así le dijo:
518 “¡Mi buen
hermano! Mucho te hice esperar y estarás impaciente, porque no vine con la
prontitud que ordenaste”.
520 Respondiole
Héctor, de tremolante casco: “¡Hermano querido! Nadie que sea justo reprochará
tu faena en el combate, pues eres valiente; pero a veces te abandonas y no
quieres pelear, y mi corazón se aflige cuando oigo murmurar a los troyanos que
tantos trabajos por ti soportan. Pero vayamos y luego lo arreglaremos todo, si
Júpiter nos permite ofrecer en nuestro palacio la copa de la libertad a los
celestes sempiternos dioses, por haber echado de Troya a los aqueos de hermosas
grebas”.