EL SECRETO DE LA VIDA
HACE
tiempo, mi más querido amigo, que el corazón me pedía que te escribiese. Ni él
ni yo sabíamos sobre qué, pues no era sino un vehementísimo anhelo de hablar confidencialmente
contigo y no con otro.
Muchas
veces me has oído decir que, cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la
vida, nos perfecciona y enriquece, más aún que por lo que de él mismo nos da,
por lo que de nosotros mismos nos descubre. Hay en cada uno de nosotros cabos
sueltos espirituales, rincones del alma, escondrijos y recovecos de la
conciencia que yacen inactivos e inertes, y acaso nos morimos sin que se nos
muestren a nosotros mismos, a falta de las personas que mediante ellos
comulguen en espíritu con nosotros y que merced a esta comunión nos los
revelen. Llevamos todos ideas y sentimientos potenciales que sólo pasarán de la
potencia al acto si llega el que nos los despierte. Cada cual lleva en sí un
Lázaro que sólo necesita de un Cristo que lo resucite, y ¡ay de los pobres
Lázaros que acaban bajo el sol su carrera de amores y dolores aparenciales sin
haber topado con el Cristo que les diga: levántate!
Y
así como hay regiones de nuestro espíritu que sólo florecen y fructifican bajo
la mirada de tal o cual espíritu que viene de la región eterna a que ellas en
el tiempo pertenecen, así cuando esa mirada nos está por la ausencia velada,
esas tierras la anhelan como anhela toda tierra el sol para arrojar plantas de
flor y de fruto. Y los pegujares de mi espíritu, que dejaron de ser yermos
cuando te conocí y me los fecundaste con tu palabra, esos pegujares están hace
tiempo queriendo producir. Y he aquí por qué anhelaba escribirte, sin saber
bien sobre qué.
Tú,
que estás acostumbrado a mis inversiones de sentido y a esta mi visión, que me
hace ver con mucha frecuencia causas en donde los demás ven efectos, y efectos
en los que ellos toman por causas, no te extrañarás de lo que voy a decirte.
Más de una vez me has dicho que suelo ver las cosas del espíritu algo a la
manera de como si las del mundo material las viésemos en un cinematógrafo cuya
cinta corriera al revés, yendo de lo último a lo primero, o como si a un
fonógrafo se le hiciera girar en sentido inverso al normal. Tal vez sea así, y
que padezca de una enfermedad del sentido del tiempo y el de la consecuencia
lógica; pero es lo cierto que, con harta frecuencia, me parece que son las
premisas lo que los hombres ponen por conclusiones, y éstas por aquéllas.
Todo
esto viene a decirte que en mis ratos de vagaroso ensueño, cuando dejo a mi
imaginación que se engañe creyendo que se liberta de la tirana lógica, suelo
dar en pensar que no son las distintas posiciones que la Tierra adopta frente
al Sol, según el punto en que se encuentra en su carrera anual y la inclinación
de su eclíptica, lo que produce las estaciones, y con ellas el florecer de
primavera, el madurar de verano, el fructificar de otoño y el dormir de
invierno, sino que es este florecer, madurar, fructificar y dormir lo que
determina las posiciones que adopta la Tierra. Doy en fantasear que es la
necesidad que la Tierra siente de dar flores, ahora en un sitio y luego en
otro, lo que le lleva a presentar, ya esta cara, ya la otra, al Sol.
Y
acaso algo así sucede con nuestras amistades. No es precisamente porque el azar
te trajo junto a mí, y nos conocimos y nos entendimos desde luego, por lo que
despertaron a la vida esos mis pegujares del espíritu a que hiciste producir
con tu palabra de cariño y comprensión, sino que era la necesidad que ellos
sentían de producir sus semillas que reventaban por brotar, lo que me hizo
descubrirte y detenerte entre los miles de hombres que pasan a mi lado.
Y
hoy siento necesidad de ti, de tu presencia: hoy siento necesidad de hablarte,
de dirigir hacia ti los pensamientos que me están pugnando por brotar, y como
estás lejos, tan lejos, te los escribo.
Y
esto es porque hoy, como nunca, me duele el misterio.
Tú
sabes que llevamos todo el misterio en el alma, y que le llevamos como un terrible
y precioso tumor, de donde brota nuestra vida y del cual brotará también
nuestra muerte. Por él vivimos y sin él nos moriríamos espiritualmente; pero
también moriremos por él, y sin él nunca habríamos vivido. Es nuestra pena y
nuestro consuelo.
Tú
te acuerdas de aquel nuestro buen amigo Alfredo, escritor de penetrante
melancolía, que parece cae de cada una de las páginas de sus escritos como una
lluvia lenta y pertinaz. Una vez me decía que no podía resignarse a la derrota
de la metafísica, en que creyó en sus mocedades, y al contártelo yo añadía por
mi cuenta: es que le duele el misterio.
El
misterio parece esta; en nosotros a las veces como dormido o entumecido; no lo
sentimos; pero de pronto, y sin que siempre podamos determinar por qué, se nos
despierta, parece que se irrita y nos duele, y hasta nos enfebrece y espolea al
galope a nuestro pobre corazón. Así como la exacerbación de ciertos tumores
parece depende del estado atmosférico, así parece que del estado del ambiente
espiritual de la sociedad que nos rodea depende la exacerbación del misterio
dentro del misterio de nuestra alma.
El
misterio es para cada uno de nosotros un secreto. Dios planta un secreto en el
alma de cada uno de los hombres, y tanto más hondamente cuanto más quiera a
cada hombre; es decir, cuanto más hombre le haga. Y para plantarlo nos labra el
alma con la afilada laya de la tribulación. Los poco atribulados tienen el
secreto de su vida muy a flor de tierra, y corre riesgo de no prender bien en
ella y no echar raíces, y por no haber echado raíces no dar ni flores ni
frutos.
Sé
que al llegar a esto se te vendrá a las mientes, como a las mías se viene, la
primera parábola del Evangelio según Mateo, la del capítulo XIII, la del
sembrador. Que salió a sembrar, y parte de la semilla cayó junto al camino, y
vinieron las aves y se la comieron; parte cayó en pedregales, donde había poca
tierra, y nació; mas como tenía poca tierra, al salir el sol la quemó, y secó
por faltarle raíces; parte cayó en espinas que crecieron y la ahogaron, y parte
cayó en buena tierra y dio fruto, ya a ciento, ya a sesenta, ya a treinta por
uno. Y así sucede con el secreto de la vida a cada cual.
Hay
hombre a quien el secreto de su vida le cae por fuera, al camino de ella, y se
lo devoran las aves; a otro le cae en corazón pedregoso y no tributado ni arado
por el dolor, y le brota, pero el sol se lo quema; a otro se le ahoga en mil
divertimientos y expansiones, y sólo a muy pocos se les adentra y echa raíces;
y las raíces tallo, y el tallo hojas, flores y, por fin, fruto.
Y
ten en cuenta que esa semilla, ese secreto de la vida, enterrado en el alma, no
lo ve nadie ni llega el Sol a él. Nosotros vemos la planta, nos restregamos y
refrescamos la vista con la verdura de su follaje, nos regalamos el olfato con
el aroma de sus flores, y gustamos el paladar con la fragancia de sus frutos, a
la vez que con ellos nos alimentamos; pero ni vemos, ni olemos, ni gastamos la
semilla de esa planta que fue enterrada bajo tierra.
Cuando
hemos hablado del deber de la sinceridad, me has replicado siempre que hay en
nosotros pensamientos y sentimientos que no debemos revelar, sino guardar con
cuidado y celo. Y yo te lo rebatía, y con cierta agresiva vehemencia oponía a
tus reservas lo de la necesidad de andar con el alma desnuda y de la confesión
pública. Pero he meditado después en ello y he venido a la conclusión de que,
en efecto, estabas en lo firme, y de que es precisamente el deber de la
sinceridad el que nos manda velar las entrañas de nuestra alma.
Y
es el deber de la sinceridad el que nos manda velar y recatar las entrañas de
nuestra alma, porque si las pusiésemos al descubierto las verían los demás como
no son ellas, y así mentiríamos. El que dice sí sabiendo que le han de entender
no, miente, aunque el sí sea la verdad.
Hay
que llevar, sí, el alma desnuda; pero el llevarla desnuda no es llevarla
desgarrada y abierta en canal. Cuanto más sincera es un alma, tanto más
celosamente resguarda y abriga los misterios de su vida.
Sí,
en los momentos de ahogo y congoja cordiales, cuando nos falta aire espiritual
que respirar, nos desgarramos el corazón para que el aire penetre en sus senos,
pero a la vez que el aire llega el sol a esas profundidades, su lumbre seca y
mata a las semillas en él depositadas, y no echan ya raíces, y se mueren sin
dar ni flores ni frutos.
Las
raíces de nuestros sentimientos y pensamientos no necesitan luz, sino agua,
agua subterránea, agua oscura y silenciosa, agua que cala y empapa y no corre,
agua de quietud. Lo que necesita aire y luz es el follaje de nuestros
sentimientos y pensamientos, es lo que de ellos arrojamos al mundo, y al darlo
al mundo del mundo es.
Para
expresar un sentimiento o un pensamiento que nos brota desde las raíces del
alma, tenemos que expresarlo con el lenguaje del mundo, revistiéndolo del
follaje del mundo, tomando del mundo, de la sociedad que nos rodea, los
elementos que dan consistencia, cuerpo y verdura a ese follaje, lo mismo que la
planta toma del aire los elementos con que reviste su follaje. Pero la fuente
interna, la sustancia íntima e invisible, le viene de las raíces.
El
lenguaje de que me sirvo para vestir mis sentimientos y mis ideas es el
lenguaje de la sociedad en que vivo, es el lenguaje de aquellos a quienes me
dirijo; las imágenes mismas, los conceptos en que vierto su savia, son las
imágenes y los conceptos los que me oyen; pero la savia, esa savia vivificante
que desde las raíces sube a mis frutos, esa savia que no se ve, ésa es mía. Y
es la que da a mis frutos, la que da a tus frutos, la que da a los frutos de
todo hombre el sabor que tengan.
Hay
frutos desabridos que a nada saben, que no dejan dejo de los que repiten, que
parecen sosos productos de estufa; y es que esos frutos no provienen de
semilla, sino de gajo, de injerto tal vez. Son frutos espirituales que no
proceden de secreto alguno de vida, de misterio alguno de tribulación.
Hay
almas que tienen las raíces al aire: ¡desdichadas! Las hay que no tienen raíces:
¡más que desdichadas!
Hay
por debajo del mundo visible y ruidoso en que nos agitamos, por debajo del
mundo de que se habla, otro mundo visible y silencioso en que reposamos, otro
mundo de que no se habla. Y si fuera posible dar la vuelta al mundo y volverlo
de arriba abajo, y sacar a luz lo tenebroso metiendo en tinieblas lo que luce,
y sacar a sonido lo silencioso, metiendo en silencio lo que calla, habríamos
todos de comprender y sentir entonces cuán pobre y miserable cosa es esto que
llamamos ley, y dónde está la libertad y cuán lejos de donde la buscamos.
La
libertad está en el misterio; la libertad está enterrada y crece hacia adentro,
y no hacia fuera.
Se
dice, y acaso se cree, que la libertad consiste en dejar crecer libre a la
planta, en no ponerle rodrigones, ni guías, ni obstáculos; en no podarla,
obligándola a que tome ésta o la otra forma; en dejarla que arroje por sí, y
sin coacción alguna, sus brotes, y sus hojas, y sus flores. Y la libertad no
está en el follaje, sino en las raíces, y de nada sirve dejarle al árbol libre
la copa y abiertos de par en par los caminos del cielo, si sus raíces se
encuentran, al poco de crecer, con dura roca impenetrable, seca y árida, o con
tierra de muerte. Aunque si las raíces son poderosas y vivaces, si tienen
hambre de vida, si proceden de semilla vigorosa, quebrantarán y penetrarán las
rocas más duras y sorberán agua del más compacto granito.
Árbol
espiritual de muchas y hondas raíces dará regalado fruto, por áspero y hostil
que el ambiente le sea. Y las raíces son el secreto del alma.
A
lo mejor se asombran los hombres de la singular fuerza que se revela en una
obra al parecer de pura inteligencia, de la plenitud de pensamiento que estalla
por todas partes en un tratado de álgebra, o de fisiología, o de gramática
comparada, o de otra cosa así. Hay libros de ciencia que, aun conteniendo
principios nuevos, nuevas verdades, leyes que descubrió su autor, decimos todos
que envejecerán en cuanto esas verdades, leyes y principios se incorporen a la
ciencia y entren en su caudal y aparezcan expuestos en los manuales didácticos
en que es expuesta. Un libro de ciencia puede aportar mucho caudal nuevo a
ella, y ser, sin embargo, perfectamente impersonal. Pero hay otras obras
también de exposición científica, y no más que de exposición científica, en las
que, aparte de la novedad y verdad de los principios en ellas revelados, hay en
su trama, en su tono, en el espíritu oculto que las anima, un quid mirificum, un algo misterioso que
las hace duraderas y fuente de enseñanzas hasta cuando los principios en ellas
expuestos son del común dominio o han sido acaso rectificados, o rechazados tal
vez. Y estas obras de ciencia inmortales, inmortales porque su vida no depende
de la vida de la ciencia a que sirvieron, son obras que proceden de secreto de
vida, tienen su raíz en algún misterio de tribulación.
Los
grandes pensamientos vienen del corazón, se ha dicho, y esto es sin duda
verdadero hasta para aquellos pensamientos que nos parecen más ajenos y más
lejanos de las necesidades y los anhelos del corazón. ¿Quién sabe las raíces cordiales
que en el alma generosa y grande, en el alma henchida de piedad de Isaac
Newton, tuvo el descubrimiento del binomio a que damos su nombre?
La
ciencia ha sido para muchos espíritus ardientes el refugio en que han ido a
abrigarse en grandes tormentas interiores, y muchos de los más grandes y más
fecundos descubrimientos se los debemos a misterios del corazón. Y estos
elevados y nobles espíritus nos dieron los frutos de su secreto sin revelarnos
éste, y nos fueron absolutamente sinceros y nos enseñaron la verdad.
A
un árbol se le conoce por sus frutos; pero sus frutos no son sus raíces, aunque
de ellas procedan.
Muchas
luminosas teorías, muchas sugestivas hipótesis, muchos felices descubrimientos
son hijos de profundas tribulaciones, de entrañados dolores.
Tú
te acordarás, mi querido amigo, las veces que hemos hablado de las profundas
corrientes de pasión que circulan por debajo de la Ética de Spinoza, o de la Crítica
de la razón práctica, de Kant, y cómo estas dos obras imperecederas son lo
que son por haber brotado del corazón de sus autores, no de la cabeza. Para el
que sabe leer y sentir lo que lee, por debajo de las secas fórmulas del judío
de Ámsterdam, en el hondón de aquellas proposiciones expuestas en estilo
algebraico, hay mucha más pasión, mucho más calor de ánimo, mucho más fuego
íntimo que en la mayoría de los estallidos flameantes de los que pasan por
sentimentales. No es la llama el único ni el principal signo del fuego; antes
bien, los fuegos más duraderos y más intensos no dan llama de ordinario.
Cada
una de las proposiciones de la Ética
spinoziana es como un diamante: dura, esquemáticamente cristalizada, recortada
en finas y cortantes aristas, fría. Pero, lo mismo que al diamante, ha debido
ser preciso para producirla un intensísimo y muy fuerte fuego. El fuego común
enciende en brasa los carbones ordinarios, y, una vez que cesa, quédanse en
ceniza; pero para producir un diamante ha sido preciso un fuego tal como hoy no
lo tenemos sobre el haz de la tierra, sino acaso en sus entrañas, donde no
llega el aire que nos envuelve. Nuestros fuegos exteriores, los que llamean
hacia fuera y se avivan con el aire del mundo, alumbran y calientan un momento
lo que nos rodea; pero no dejan como fruto de su incendio más que pavesas y
cenizas. Sólo el fuego interior, oculto, el que no luce hacia fuera ni recibe
aire del mundo, es el que puede darnos diamantes duraderos, más duros que
cuantos guijarros puedan chocar con ellos.
¿Te
acuerdas de aquel nuestro amigo que se fue a lejanas tierras para no volver, y
del cual nunca más hemos sabido? A todos nos atraía y nos sorprendía lo
singular de su dulzura, su eterna sonrisa misteriosa, la inalterable serenidad
de su juicio, la moderación de sus pareceres todos, el perfecto dominio de sus emociones.
Cuando discutíamos, sus palabras caían sobre un asunto candente como un rocío
refrescador; todos los argumentos, resecados y ahornagados por nuestra caliente
terquedad, reverdecían, y al reverdecer se enlazaban los unos a los otros. Y
cuando entonces le reprochábamos de escéptico, se sonreía misteriosamente y
decía: « No, no es que yo dude de todo, es que lo creo todo ». Y aquel « lo
creo todo » nos sonaba a la infinita oquedad de la impotencia de creer cosa
alguna. Y muchas veces, cuando se nos separaba, nos decíamos: « Pero este
hombre, ¿tiene fe en algo? »
Te
acordarás también que llegamos a tomarle por una especie de esteta, por un
desengañado, que, curado de toda ilusión, tomaba el mundo en espectáculo y se
distraía, esperando a la muerte, en ver pasar los hombres y las cosas, en ver
cómo todo va muriendo.
Sólo
un día notamos que su voz temblaba y sonaba con otro timbre que el ordinario,
como si el corazón le enclavijara las cuerdas vocales, y a la vez asomaba un
extraño reflejo a sus ojos, apagados de ordinario. Fue un día en que protestó
de que él sólo se propusiera divertirse, como alguien le echó en cara. Y todos
los amigos nos quedamos pensativos e inquietos y con el vaso del corazón
remejido luego de haberle oído detestar la diversión y hablar de la trágica
seriedad de la vida.
Cuando
el pobre se fue a esas lejanas tierras de donde no ha vuelto y donde para
nosotros se ha perdido, se nos descorrió algo el velo de su secreto, no más que
lo suficiente para que vislumbráramos que lo tenía, aunque sin vislumbrar nada
de él. Descubrimos que era hombre de secreto, aunque sin llegar a sospechar
nada de éste. Y todos aquellos de nosotros sus amigos que se dieron a hacer
conjeturas sobre él, se engañaron miserablemente, y mucho más se engañaron los
que creían haber llegado a la verdad. Sólo llegamos a una conclusión, y fue que
cuantos más indicios obteníamos de lo que podía haberle atribulado, más lejos
estábamos del conocimiento de su tribulación; y esto se nos imponía por una
lógica abrumadora.
No
nos dijo al marchar sino esto: « Voy a enterrarme en la naturaleza bravía; huyo
de mí mismo, porque me tengo miedo; huyo de la sociedad, porque, sin quererlo,
me está dañando de continuo, y me temo mucho que llegue día en que, sin
quererlo también, sea yo quien la dañe ». Y nos dio el adiós con los ojos enjutos,
pero con aquella misma voz de cuando protestaba de tomar a diversión la vida, y
se fue. Y no hemos vuelto a saber de él. Se fue con su secreto. ¿Morirá éste
con él?
No;
yo no creo que muera con un hombre su secreto de vida, el misterio de su
corazón, aunque él no nos lo revele durante su vida toda. Un secreto es un
sentimiento padre, eterno, fecundo; y esos sentimientos que buscan almas en que
encarnar cuando encarnados en una no han dado en ella fruto, buscan después
otra. Para cada alma hay una idea que la corresponde y que es como su fórmula,
y andan las almas y las ideas buscándose las unas a las otras. Hay almas que
atraviesan la vida sin haber encontrado su idea propia, y son las más; y hay
ideas que, manifestándose en unas y otras almas, no encuentran, sin embargo,
sus almas propias, las que las revelarían en toda su perfección.
Y
aquí se nos presenta otra vez el terrible misterio del tiempo, el más terrible
de los misterios todos, el padre de ellos. Y es que las almas y las ideas
llegan al mundo, o demasiado pronto, o demasiado tarde; y cuando un alma nace,
se fue ya su idea, o se muere aquélla sin que ésta baje.
Tormento
grande fue, sin duda, para un hombre en el siglo XIII haber nacido con alma del
siglo XX; pero no es menor tormento tener que vivir en este nuestro siglo con
un alma del siglo XIII. Era entonces la misteriosa y terrible enfermedad de los
conventos la acedia, aquella
inapetencia de la vida espiritual de que, por otra parte, no se podía prescindir;
y quien lea con atención y sentido a los místicos, oirá con el corazón aquel
tono profundo que suena a desgarrador sollozo que no brota del pecho, sino en
él queda, y hace llorar hacia dentro. Pero hoy tenemos la acedia de la vida del
mundo, la inapetencia de la sociedad y de su civilización, y hay almas que
sienten la nostalgia del convento medioeval. Del convento medioeval digo, y no
simplemente del convento, porque el de hoy es tan distinto del que era en el
siglo XIII, cuanto es distinto de aquel siglo el nuestro. Y tengo para mí que
las almas medioevales que hoy viven entre nosotros son las que más repugnan los
claustros del siglo XX. De aquel hombre de secreto, de aquel misterioso danés
que vivió en una continua desesperación íntima, de Kierkegaard, se ha dicho que
sentía la nostalgia del claustro de la Edad Media.
Todos
llevamos nuestro secreto de vida: los unos más a flor de alma, los otros más
entrañado, y los más tan dentro de sí mismos que jamás llegan a él ni lo
descubren. Y si alguna vez lo vislumbran dentro de sí, vuelven hacia fuera la
vista, despavoridos, y no quieren pensar en ello y se dan a divertirse, a
enajenarse.
«
¿Y aquellos que ni siquiera lo han vislumbrado — me preguntarás —, los que
atraviesan la vida sencillos y confiados, inocentes y serenos, llevando al aire
y a la luz las entrañas del espíritu? » Para éstos, mi querido amigo, todo es
secreto; viven sumergidos y empapados en él; el misterio los envuelve. Son como
los niños, que lo ven todo. Porque ¿crees tú que un niño de seis años no tiene
también su secreto, aunque él no lo sepa? Sí; tiene su secreto, y su alma
duerme en la inconsciencia de él; pero desde allí dentro, desde esa inconsciencia,
le vivifica la vida. No recuerdo espectáculo más trágico y más misterioso que
el de una pobre niña de muy pocos años que se deshacía en lágrimas junto al
cadáver, aun caliente, de un perrito que había sido su más querido juguete, un
juguete vivo.
Todos
llevamos nuestro secreto, sepámoslo o no, y hay un mundo oculto e interior en
que todos ellos se conciertan, desconociéndose como se desconocen en este mundo
exterior y manifiesto. Y si no es así, ¿cómo te explicas tantas misteriosas
voces de silencio que nos vienen de debajo del alma, de más allá de sus raíces?
¿Te
has fijado en el extraño espectáculo de dos personas que discuten, exponiendo
cada una de ellas su opinión sobre las cosas, y entretanto sólo tratan de
sorprenderse mutuamente las almas? Lo que a cada uno de ellos le importa no es
cómo piensa el otro, sino cómo es; no cuáles son sus opiniones, sino quién es
él. Y es frecuente que entre dos personas que conversan, al parecer con gran
intimidad, y en el seno de la mayor confianza, hablan de todo menos de aquello
que más inquieta y preocupa a ambos. Les preside y anuda su comunión espiritual
una idea, un sentimiento, y de todo hablan menos de ese sentimiento, de esa
idea común que les une. Los junta un secreto y ambos se lo callan, porque es la
mejor manera de que les junte.
Con
frecuencia, cuando asistimos a la conversación de dos amigos íntimos, unidos
por lazos fuertes e indestructibles, nos sorprenden cosas que no entendemos o
el tono que la conversación toma, y que parece completamente fuera de acuerdo
con lo que dicen. Y es que están hablando de una cosa y pensando ambos en otra
muy distinta; es que están discurriendo sobre un tema manifiesto y superficial,
y comulgando en un secreto profundo. Es un secreto común que nunca se lo
revelaron el uno al otro.
Nada
une a los hombres más que el secreto. El que te adivine tu secreto, no tiene más
que mirarte y habrás de hacerte amigo de él. Y en él buscarás refugio. Y será a
quien más cuidadosamente le celes tu secreto. ¿Para qué revelárselo si te lo ha
adivinado? Y al que no te lo adivine, es inútil que se lo reveles, porque no te
lo entenderá a derechas, y, sobre todo, no te lo creerá tal cual es.
Y
hay gentes que parece que todo lo dicen y cuentan, y son los que más callan; y
no hablan y se confiesan sino para ocultar más su secreto, pues temen el
silencio, que es lo más terriblemente revelador que hay. La sinceridad se ahoga
en palabras. El secreto, el verdadero secreto, es inefable, y en cuanto lo
revestimos de lenguaje, no es que deje de ser secreto, sino que lo es más aún
que antes.
No
nos es hacedero de ordinario conocer el secreto especial y propio de nuestro
prójimo, su ansia propia, su tribulación suya, la congoja que le atormenta o el
gozo oculto que no puede revelar, la pasión que le consume o le acrecienta, el
anhelo que persigue en su corazón; pero lo que sí podemos conocer es la raíz
común a los secretos todos de los hombres, el secreto de nuestros sendos
secretos, el secreto de la humanidad. Toma distintas formas en cada alma, y
estas formas nos son secretas, pero su sustancia última y eterna es siempre la
misma.
Y
el secreto de la vida humana, el general, el secreto raíz de que todos los
demás brotan, es el ansia de más vida, es el furioso e insaciable anhelo de ser
todo lo demás sin dejar de ser nosotros mismos, de adueñarnos del universo
entero sin que el universo se adueñe de nosotros y nos absorba; es el deseo de
ser otro sin dejar de ser yo, y seguir siendo yo siendo a la vez otro; es, en
una palabra, el apetito de divinidad, el hambre de Dios.
La
ley nos atribula y aflige, y cuando tratamos de quebrantar la ley, lo hacemos
empujados por otra ley más alta o más baja que nos atribula y aflige aún más
que la primera, y la satisfacción de todo anhelo no es más que semilla de un
anhelo más grande y más imperioso.
¡Si
yo pudiera llevar tal otra vida y hacer tales o cuales cosas que hoy no puedo
hacer!... dices. Y si pudieras llevar esa vida y hacer esas cosas que hoy no
puedes hacer, como entonces no podrías llevar la vida que llevas ni hacer lo
que hoy haces, desearías tu vida y tus hechos actuales. Porque lo que quieres
es aquella vida, y ésta, y la otra, y todas. Los judíos, al salir de Egipto,
ansiaban la tierra de promisión, y, una vez en ella, suspiraban por el Egipto.
Y es que querían las dos tierras a la vez, y el hombre quiere todas las tierras
y todos los siglos, y vivir en todo el espacio y en el tiempo todo, en lo
infinito y en la eternidad.
El
resorte del vivir es el ansia de sobrevivirse en tiempo y en espacio; los seres
empiezan a vivir cuando quieren ser otros que son y seguir siendo los mismos. Y
todo lo que no vive, no es sino alimento de lo que vive.
Y
ahora queda otra pregunta, y es: el conjunto, el todo, el universo, ¿no vive a
su vez y anhela ser más que es, ser más que todo, más que universo? ¿No tiene
el universo su secreto?
Dejémoslo.
Julio de 1906.
MIGUEL DE UNAMUNO
MIGUEL DE UNAMUNO