viernes, 15 de noviembre de 2019

Federico de Onís: Fray Luis de León

FRAY LUIS DE LEÓN

 “...Duris ut ilex tonsa bipennibus
Nigrae feraci frondis in Algido,
Per damna, per caedes ab ipso
Ducit opes animumque ferro.”
(Horat., Carm.. lib. IV, IV.)

La figura de Fray Luis de León, no sólo como escritor, sino como hombre, ha logrado una fama resonante y duradera. Pero, si consideramos su vida, olvidándonos de los tópicos sobre ella acumulados, la encontraremos, en la apariencia, sencilla y casi vulgar[1]; vida de quietud y retiro, toda ella interior, turbada tan sólo por los menudos incidentes del medio conventual y universitario ; sin que sea bastante a darle relieve excepcional la persecución que le arrastró a grave tropiezo con el Santo Oficio. Era el pan de cada día la acre lucha en el seno de los claustros universitarios, movida por la competencia entre personas e institutos religiosos; no menos que la intervención inquisitorial en la vida intelectual de los hombres de letras, donde, más que en ninguna otra parte, estaba llamada dicha institución a ejercitar su misión histórica. ¿Qué ha visto, pues, la posteridad, en la vida sencilla de este escritor ilustre, que elevándola al rango de valor histórico, la salve del torbellino de lo perecedero?
Fray Luis de León ha llegado a nosotros como un símbolo de la inocencia perseguida y de la ciencia aherrojada. En su carácter se resumen aquellas virtudes que, en esta lucha eterna por el mejoramiento humano, son patrimonio de aquellos hombres que escogieron la mejor parte; el ideal humano con el cual tuvieron un contacto pasajero prestó para siempre a sus vidas individuales aquella calidad ideal, que las hace eternamente valederas. Así, Fray Luis de León ha quedado como ejemplo de un noble espíritu en que se fundían e integraban 1a sed de justicia hebraica, la serenidad pagana ante los embates exteriores, la caridad cristiana que no resiste al mal sino con el perdón, el generoso anhelo de incorporarse a las corrientes nuevas de la cultura propias del siglo tormentoso en que vivió. Y nos representamos todo este espíritu, recogido en un solo gesto, sobrio y elegante, al reanudar sus lecciones con la célebre frase: Decíamos ayer...
La crítica positivista ha ejercido sobre la biografía de Fray Luis de León, que nos ha sido transmitida, la misma función demoledora que es consecuencia general de su método de investigación histórica. Resulta del examen de las fuentes documentales, que no corresponden muchos de los actos de su vida a la elevación moral de su figura; que su temperamento era habitualmente muy distinto del que estamos acostumbrados a imaginarnos; que su vida universitaria está plagada de inexactitudes; que no pudo pronunciar la célebre frase evocadora consagrada[2]; que algunos de sus supuestos enemigos no merecen la sombra que ha caído sobre su nombre; que el Santo Tribunal no extremó en este caso el celo ni el rigor. En fin, por este camino se ha llegado a la impresión de que nos encontrábamos ante una leyenda más que se desvanecía.
Aceptemos como ciertos los resultados de la crítica positivista, que, en general, están bien fundados documentalmente; pero la crítica contemporánea no puede aceptarlos sino como lo que son: datos sueltos —último residuo del desmenuzamiento y disolución de una personalidad— que es preciso incorporar a una nueva síntesis más comprensiva en que la figura histórica de Fray Luis de León vuelva a adquirir unidad y sentido.
El carácter de Fray Luis, tal como ha sido fijado por la tradición, responde bien a la expresión del mismo en su poesía —documento el más fehaciente, sin duda, para conocer la íntima sensibilidad de un hombre, cuando éste es un verdadero poeta original. No importaría nada que se demostrase, como se ha demostrado, que Fray Luis de León era de ordinario inferior a sí mismo; de él, como de cualquier hombre, importan a la historia sólo aquellos momentos de máxima intensidad en que, superándose a sí mismo, afirma su radical originalidad en un acto de creación. Luego, cada día trae su afán, que pasa con el día; pero sobre este pasar de los días y de los afanes quedarán perennes aquellas horas originalmente vividas, en las que ha alcanzado expresión, íntegra y plena, una personalidad.
Pero si no nos importa ver comprobado lo que ya sabíamos de antemano, es decir, que Fray Luis de León era de ordinario inferior a sí mismo, sí nos importaría saber cómo era Fray Luis de León de ordinario: su temperamento, sus hábitos, sus relaciones con el medio, es decir, las condiciones que rodearon y sustentaron aquellas afirmaciones supremas de su personalidad —no con la intención poco piadosa y poco científica de conocer al héroe como pudiera conocerlo su ayuda de cámara, sino de buscar apoyos para mirar y comprender más clara y profundamente la génesis y el sentido de aquel su valor histórico.
Hay una aparente contradicción entre los datos conocidos acerca del temperamento psicológico de Fray Luis de León. Aunque nadie le ha atribuido virtudes propias de un santo, ni se ha pensado nunca en beatificarle —seguramente no por motivos de fe—, se ha concedido a su carácter un alto valor moral. Y se ha considerado siempre como nota peculiar de su manera de ser una dulce serenidad y sosiego y armonía interiores, que trascienden de toda su poesía y constituyen el prestigio de su estilo.
La atribución psicológica de esta emoción estética que en nosotros su estilo produce, podrá ser disculpable, pero no deja de ser una interpretación simplista y pueril; siéndolo mucho más todavía la de aquellos que, al encontrarse con sentimientos contrarios en la psicología del escritor, interpretan su estilo y su poesía como una artificiosa falsificación. Huyamos de este género de interpretaciones que se quedan entre las manos con pedazos incoherentes del alma del escritor, dejándose escapar la unidad de su espíritu, la fuente y raíz común de esas manifestaciones al parecer contradictorias. No se ha pensado en que las más altas manifestaciones artísticas no son ni pueden ser producto de la espontaneidad de una psicología, sino de una lenta, esforzada y difícil labor de depuración de los elementos caóticos de la conciencia individual hasta hacer patente la forma más pura y exaltada de expresión de la originalidad interna, Nada más torturado y trabajoso, nada menos espontáneo en nuestra literatura que el estilo de Fray Luis de León, tan límpido y tan sereno; y nada que nos dé, al mismo tiempo, la impresión tan segura de hallarnos en todo momento en posesión de una plenitud psicológica, ante la expresión de un modo personal de sentir el mundo. Fray Luis de León posee en alto grado la dignidad y sinceridad literarias, que consisten precisamente en rehuir la expresión fácil de los falsos movimientos espontáneos del ánimo, producto de reacciones superficiales y pasajeras, pretendiendo en cambio dar siempre la verdad de sí mismo mediante la expresión más intensa y cabal de su íntima sensibilidad.
Pensando todo esto, ni necesitaríamos hacer investigaciones fuera de su obra literaria para cerciorarnos de que su espontaneidad era muy otra, ni sentiríamos por ello el menor asombro o desengaño; sentiríamos simplemente la impresión, algo desconcertante, de encontrar confusos, disgregados, caóticos, los elementos todos que en la admirable síntesis estética habíamos encontrado limpios, armónicos y plenamente significativos: la cantera bruta de toda esta arquitectura, la raigambre oscura de toda esta floración.
Sería importante establecer, con precisión y detalle, la relación entre todos estos elementos biográficos que conocemos y los elementos estéticos de su obra literaria; pero no es posible, en este momento de vulgarización, otra cosa que dejar indicados los rasgos dominantes del temperamento de nuestro autor tal como se manifiesta en los actos conocidos de su vida, y presentarlos de modo que quede resuelta toda aparente contradicción.
El hombre cuya poesía logra dar la impresión tan intensa de equilibrio y de serenidad, no era un espíritu naturalmente equilibrado y sereno. No sólo su espíritu, sino también su cuerpo, se nos ofrecen como teatro de una constante v dolorosa lucha: ni los humores del uno ni las pasiones del otro llegaron nunca a convivir en paz, como ocurre normalmente en los temperamentos sanos, y, por lo tanto, fuertes, serenos, alegres y constantes. La armonía y la unidad en el espíritu de Fray Luis se lograban sólo mediante un esfuerzo supremo, que no podía ser muy duradero; su alma atormentada volvía pronto a sufrir el embate de sentimientos y pasiones contradictorias, y, sobre todo, el dolor de no sentirse dueño de sí mismo. Así, que lo substantivo de su espíritu, el rasgo permanente y definitivo, no es otro que la lucha misma, la crisis constante, y en medio de ella una sola y suprema aspiración: la paz interior. Diríamos con menos palabras que la vida de Fray Luis de León significa algo tan humano como la lucha por la paz.
Era, pues, nuestro poeta hombre delicado y enfermizo, aquejado de melancolía y pasiones de corazón, como se decía entonces, enfermedad en que “son increíbles las tristezas y los recelos y las imágenes de temor que se ofrecen a los ojos del que padece” y aunque “sea de muchas diferencias, pero en todas es común y general el hacer tristeza y temor; que todos los melancólicos se demuestran ceñudos y tristes y no pueden muchas veces dar de su tristeza razón y casi todos los mismos temen y se recelan de lo que no merece ser recelado”[3].
Con esta sensibilidad enferma marchó Fray Luis a lo largo del camino de su vida, viviéndola en los centros adonde le llevó su vocación: el convento y la universidad; donde, si pudo satisfacer muchas de las necesidades de su espíritu, encontró también un ambiente muy inadecuado a su temperamento impresionable y ardoroso; porque son aquéllos pequeños mundos en que las grandes luchas humanas se empequeñecen, convirtiéndose en roce deprimente de personalismos, perdiendo cuanto la lucha puede tener y tiene de grande y sano y purificador: precisamente porque en ellos no es la lucha lo substantivo, sino la paz, la comunión en un ideal. Este ambiente fue el que contribuyó a desarrollar el aspecto de su vida, que nos le presenta como agrio y violento; el aire que respiraba ponía cada día veneno en su alma sensitiva; la lucha sorda y mezquina, a que no podía sentirse ajeno, hubo de levantar en él frecuentemente ciegas oleadas de pasión. Las oposiciones a cátedras, las disputas escolásticas, la competencia entre las órdenes religiosas, las reuniones de claustro, la emulación intelectual, las diferencias doctrinales, las antipatías personales; todo esto eran motivos y ocasiones de rozamientos y de choques entre los miembros de la Universidad, en los que Fray Luis de León tenía que tomar la parte principal que a hombre de tal capacidad correspondía[4].
La Universidad en su tiempo manifestaba ya claros los síntomas de debilidad y flaqueza que muy pronto habían de convertirla en sombra de lo que fue; y uno de ellos era este hecho de que los grandes hombres que aún había en su seno, empequeñecidos en aquel ambiente, se nos ofrezcan entregados a ruines luchas estériles, incapaces de levantarlas al nivel en que extrauniversitariamente se movían. Pero aun después de la muerte de Victoria y de Cano y de Soto, no estaba aún tan muerta la Universidad, para que en esta generación de sus discípulos no estuviesen vivas doctrinas y cuestiones, que los dividían, y que aún respondían a problemas reales de la cultura contemporánea. Se ha hablado algo de la existencia de dos escuelas en que estaba dividida la Universidad de Salamanca en esta época: de una parte los escriturarios, de otra los escolásticos, que defendían puntos de vista diferentes acerca de los métodos de interpretación bíblica. Si se usa de esta distinción en un sentido vago y no bien definido, es cierto, en primer lugar, que, formando núcleo o no, había un número de profesores de una orientación más moderna y otros de una más tradicional. Los primeros estaban en minoría frente a los segundos. A los primeros pertenecía el Brocense, enemigo además de los escolásticos, y que, sin embargo, no apareció sumado al grupo de los escriturarios cuando cayeron juntos en el mismo ataque. Es cierto, más concretamente, que los profesores Martínez Cantalapiedra, Gaspar de Grajal y Fray Luis de León sostuvieron en cátedra, en disputas y en juntas criterio análogo en cuestiones referentes a la Vulgata y a las interpretaciones rabínicas de la Escritura, siendo combatidos por la mayoría de sus compañeros teólogos, a los que se sumó con más fanatismo que ninguno el profesor de griego León de Castro. Y es cierto, en fin, que estas discrepancias tuvieron como consecuencia el proceso inquisitorial que aquellos tres profesores sufrieron.
El contenido doctrinal de esta lucha no nos importa ahora; no se trata de saber quién tenía razón, sino simplemente de conocer el medio en que se desenvolvió la vida de Fray Luis de León. Los episodios de su vida universitaria son tantos y tan nimios, que es difícil extractarlos aquí; no valdría la pena tampoco, porque nos basta con conocer lo que ya he indicado suficientemente: el carácter y tono general de la vida universitaria de entonces y la participación constante de Fray Luis en ella como uno de los elementos más batalladores.
Dentro de la Universidad la lucha no hubiera tenido fin; hubiera seguido, como siguió, con resultados fluctuantes, sin que lograse ninguna de las partes un triunfo definitivo. Pero tratándose como se trataba de cuestiones teológicas, la lucha estaba llamada a dirimirse en otro campo más peligroso: la Inquisición. Y a él fue llevada, no con toda la prisa que muchos hubieran deseado; porque la Inquisición, más prudente de lo que suele pensarse, no se dejaba llevar tan fácilmente por las excitaciones ajenas. Fueron acumulándose poco a poco los cargos y acusaciones; el ambiente universitario acentuaba su hostilidad; había estudiantes que pedían se les armase para sumarse al bando de Jesucristo y dar cuenta de aquellos maestrillos; la intemperancia de palabra en los disputantes cada vez se hizo mayor, y por fin fueron procesados y puestos en prisión Grajal y Martínez, no tardando en serlo también nuestro Fray Luis de León[5]. Se encontraba éste desde luego complicado en el proceso de sus dos compañeros, sin que faltasen acusaciones que sólo a él se referían, y que más tarde, en el curso del proceso, menudearon y tomaron cuerpo considerablemente, haciéndose pronto independiente del de aquéllos.
Importa, para ver claro en este proceso, distinguir en él dos aspectos: uno que se refiere a la conducta de la Inquisición misma; otro a la de los profesores, estudiantes y demás personas que en él intervinieron de cerca o de lejos, y que podríamos en conjunto considerarlo como expresión del ambiente difuso que a estos hombres rodeaba. Se ha solido dar más importancia al primero, o se han mezclado los dos indistintamente. Y sin embargo, para encontrar a través de estas figuras el sentido histórico que los modernos han buscado en ellas, es decir, la valoración del influjo de la Inquisición sobre la época, es necesario mantener claramente aquella distinción. Porque sería radicalmente distinto el sentido de dicha valoración, según que pensemos el Santo Oficio como un poder externo, que ejercía un influjo opresor sobre un ambiente hostil, o simplemente como un órgano que recogía y regularizaba aspiraciones y actividades que surgían espontáneas del ambiente. Y no sólo se deduce de nuestro proceso que era este último el caso, sino que se deduce más: que la Inquisición venía a ser muy a menudo quien liberaba a los pensadores de las coacciones del ambiente, convirtiéndose en una garantía de libertad, al menos dentro de la ortodoxia.
Este era el caso de Fray Luis de León, cuya ortodoxia, cuya inquebrantable fe católica, no se puede poner en duda; y si la presión del ambiente le llevó a las cárceles de la Inquisición, fue para salir de ellas rehabilitado mediante una sentencia que equivalía a una absolución. Si fuese posible aquí analizar los folios del proceso, poniendo a un lado la serie de acusaciones que los testigos —teólogos ilustres, profesores, estudiantes, frailes de su Orden— acumularon sobre él, y a otro lado lo que de ellas aceptó el alto Tribunal como base de su acusación y su sentencia, veríamos palmariamente la desproporción entre la hostilidad de la Inquisición y la del ambiente. En fin de cuentas, resultó Fray Luis culpable de lo único que realmente podía reputarse como culpa, conforme al criterio de la Iglesia española en aquella época: la imprudencia de tratar en público cuestiones como las de la autenticidad de la Vulgata y de traducir en lengua vulgar libros bíblicos; extremos peligrosos, por ser puntos de contacto posible con el luteranismo.
Fray Luis de León entró en la cárcel haciendo profesión de fe católica y de sumisión al Santo Tribunal que iba a juzgar de su inocencia, y con la misma fe y la misma sumisión salió de allí casi cinco años después. En esta larga prisión sufrió amarguras increíbles, enfermo muchas veces, atormentado interiormente siempre; y sin embargo, no discute en ningún momento la legitimidad del Tribunal que iba a juzgar de su fe; no por miedo, seguramente —que a través de todo el proceso se muestra Fray Luis más que nunca valeroso—. Era el mismo Tribunal a quien él había recurrido alguna vez para escrúpulos de ortodoxia, aun tratándose de su gran amigo Arias Montano; con él había amenazado a León de Castro. No se queja de la Inquisición, que velaba por algo que le importaba más que todo: la pureza de la fe y de las costumbres; se queja sólo de la injusticia de su caso, del falso celo religioso de sus acusadores, de la envidia y la mentira enemigas; no se queja de la Inquisición, sino del ambiente.
Pudo salir de aquélla, pero no podía salir de éste; y volvió a encontrar en la Universidad los pleitos, las oposiciones, las disputas, y al fin, un segundo proceso de mucha menos importancia que el primero y que apenas tuvo influjo sobre su vida[6].
Los últimos años de ella son algo más apacibles y tranquilos; rehúye las luchas universitarias; encuentra en la amistad de los discípulos de Santa Teresa el consuelo de la comunicación de su ardor religioso con el de la Santa Madre, a quien no conoció ni vio en la tierra, pero frecuentaba ahora en sus hijas y en sus libros; comenta serena y melancólicamente las amarguras de Job.

En toda esta parte exterior de la biografía de Fray Luis de León, que he expuesto someramente, es donde se muestra a menudo aquel aspecto luchador y pasional de su temperamento, que parece contradecir las notas de dulzura, serenidad y sosiego que le atribuía la tradición. ¿Cómo este hombre, cuya vida es una lucha perenne interior y exterior, puede ser un símbolo de la paz y de la ecuanimidad?
No hay duda en que estas dos modalidades espirituales se justifican y sustentan mutuamente, y que sólo en su integración poseeremos el verdadero sentido de la vida de nuestro poeta. Su sensibilidad exquisita le hacía reaccionar ante las impresiones externas en rápidos impulsos de amor o de odio, de admiración o de desdén, de ira o de apacibilidad; y al mismo tiempo y por lo mismo era capaz de establecer contactos intensos con la muchedumbre de las cosas. Así fue como aquella sensibilidad, tan rica y trabajada, pudo producir los delicados frutos de su poesía. Sólo de este substratum de luchas y contradicciones, de dudas y congojas, pudo surgir con nuevo aliento humano aquel sentimiento que circula por la poesía de León, buscando siempre el sentido de la armonía del universo, “el pío universal de todas las cosas”.
Porque en la exposición precedente hemos podido ver tan sólo aquellas horas de la vida exterior de Fray Luis, que pudieron recoger, fríamente, los documentos oficiales; pero hay otras horas —¡tantas horas!— de vida interior, que sólo pudo recoger en sus alas la alada poesía.
Aquel mismo hombre, que durante el día había disputado acremente en un claustro sobre una cuestión nimia o en unas conclusiones sobre una sutileza teológica, al llegar la noche se quedaba solo consigo mismo: en aquella hora en que “como las tinieblas encubren el suelo a los ojos, ansí las cosas de él embarazan menos el corazón, y el silencio de todo pone sosiego y paz en el pensamiento; y como no hay quien llame a la puerta de los sentidos, sosiega el alma retirada en sí misma, y desembarazada de las cosas de fuera, éntrase dentro de sí, y puesta allí, conversa solamente consigo y reconócese..., y subiendo sobre sí misma, desprecia lo que estimaba de día...; y en medio de la oscuridad de la noche le amanece la luz”[7]. Entonces el alma se reconocía, hablaba consigo misma, se superaba. ¡Cuántas veces, asomado a la ventana de su celda, en el convento de San Agustín, de Salamanca, que se elevaba sobre una cima, alejándose del suelo, sentiría Fray Luis, contemplando los resplandores eternales en las noches serenas, aquel dulcísimo sosiego interior, que en él hemos aprendido nosotros a sentir! Entonces “los deseos y las afecciones turbadas que confusamente movían ruido en nuestros pechos de día, se van quietando poco a poco, y, como adormeciéndose, se reposan, tomando cada una su asiento; y reduciéndose a su lugar propio, se ponen sin sentir en su sujeción y concierto. Y ansí como ellas se humillan y callan, ansí lo principal y lo que es señor en el alma, que es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como alentada con esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos de sí, y como en una cierta manera se recuerda de su primer origen y al fin pone todo lo que es vil y bajo en su parte y huella sobre ello. Y ansí, puesta ella en su trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las demás, queda todo el hombre ordenado y pacífico”[8]. ¿No se comprende ahora, acordándonos de lo que sabemos de su vida, todo el sentido íntimo de cada una de estas frases serenas? Ahora sabemos mejor que no son sólo palabras aquellas en que le pesa haber vivido entregado al sueño, entre sombras y engaños, siguiendo bienes fingidos, falsa vida de vanos temores y esperanzas vanas.
Otras veces era en casa del ciego Salinas —su gran amigo, con quien departía de cosas de arte— donde la armonía musical, como antes la armonía celeste, despertaba su alma del olvido en que estaba sumida, y conociéndose, tornaba a cobrar el tino y la memoria de su primer origen. Otras veces era en La Flecha, remanso de quietud y de hermosura, donde va, roto casi el navío, huyendo del mar tempestuoso de las ambiciones de poder y de fama, tras de las que había corrido desalentado, con ansias vivas y mortal cuidado; va a buscar reposo, un sueño no rompido, un día puro, libre y alegre; va a vivir consigo mismo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo. Allí se acuerda de su luengo error, de su grave mal pasado; bajo el techo pajizo donde el cuidado enemigo no hizo nunca morada, ni se esconde envidia en rostro amigo ni voz perjura en testigo mortal: en la alta sierra, cuyo sosiego apura el pecho mancillado del veneno que bebió mal seguro, borra de la memoria cuanto dejó en ella impreso el vivir loco; y ansía poder levantar al puro sol las manos puras sin que se las aplomen odio y saña.
Sería inútil seguir... La vida interior de Fray Luis de León, que vemos a plena luz en el espejo de su obra literaria, no es algo contradictorio, ajeno, a la vida exterior que conocemos; no podía serlo. Su vida interior es su verdadera vida: la integración de los dos aspectos que se han aparecido a muchos como irreconciliables; en ella la propensión a la lucha y el anhelo de paz se dan la mano, se engendran mutuamente, y el uno sin el otro carecerían de sentido. Y como ésta es una realidad profundamente humana, una vida individual, como la de Fray Luis de León, en que se ha manifestado con caracteres extremados, atraerá siempre el interés de los hombres. Y la poesía que ha manado de esta fuente psicológica, logrando la expresión hermosa de este confuso sentimiento humano, tendrá siempre virtud para despertar en cada corazón un latido de emoción hermana.
La empresa literaria que figura al frente de las obras de Fray Luis, contiene aquellas palabras de Horacio: ab ipso ferro, que él tradujo diciendo: “del mismo hierro que es cortada cobra vigor y fuerzas renovada”. Él también, como la encina desmochada, del mal que le asaltó en la vida sacó su bien: el dolor purificó su alma elevándola a Dios, la persecución le valió la fama y la simpatía de la posteridad, el ocio obligado de la prisión fue tiempo propicio para su producción literaria, y ya hemos visto cómo su flaqueza y su debilidad son los cimientos sobre los que se asienta su grandeza.

Madrid, 1914.
NOTAS:
[1] Nació en Belmonte (Cuenca), casi seguramente en 1528. A los catorce años (1542) fue enviado a estudiar a Salamanca, donde a los pocos meses (enero 1543) tomó el hábito de San Agustín. Estudió Filosofía en el Convento con el P. Juan de Guevara; desde 1546 a 1551 estudió Teología en la Universidad, siendo discípulo de Domingo de Soto. Hasta 1561 enseñó Teología en su Orden en Salamanca, Soria, Alcalá (donde estudió durante diez y ocho meses), en Valladolid y quizá en Toledo, donde se graduó de bachiller, incorporando el grado en la Universidad de Salamanca el 31 de Octubre de 1558. Tomó los grados de licenciado y maestro en 1560, y en Diciembre de 1561 se posesionó de su primera cátedra, de Santo Tomás, en dicha Universidad, donde fue catedrático hasta su muerte, acaecida el 23 de Agosto de 1591.
[2] Fray Luis de León no volvió a ocupar su cátedra después del proceso, pues era cátedra de las que se proveían por cuadrienios; y provista de nuevo durante su prisión, al salir de ella renunció a toda pretensión en favor del actual poseedor. La Universidad, de acuerdo con Fray Luis, concedió a éste otra cátedra distinta, Este cambio y el tiempo transcurrido hacen imposible la pronunciación del Decíamos ayer en la forma que quería la tradición, y aun inverosímil en ninguna otra. Esto es lo cierto; pero no por ello pierde la frase su valor simbólico. Si N. Crusenio la inventó en 1623, fue una feliz invención; pero es probable que la recogiera de alguna tradición de origen desconocido.
[3] Exposición del Libro de Job, cap. VI.
[4] Hizo varias oposiciones con diverso resultado e intervino en otras poniendo su influencia a favor de sus amigos y hermanos de religión, encontrándose a menudo con los dominicos. Véase la historia detallada de estas oposiciones y pleitos en la obra citada del P. Getino. Las cátedras que desempeñó Fray Luis fueron las catedrillas de Santo Tomás y Durando, antes del proceso, y después un partido de Teología y las cátedras de propiedad de Filosofía moral y de Sagrada Escritura.
[5] Grajal y Martínez fueron presos respectivamente el 1 y el 6 de marzo de 1572; Fray Luis de León, el 27 del mismo mes, siendo absuelto y puesto en libertad el 7 de diciembre de 1576. El proceso fue publicado en la Colección de documentos inéditos para la historia de España, por D. M. Salvá y D. P. Sáinz de Baranda, tomos X y XI, Madrid, 1847-48. Para la interpretación que de él se ha hecho, véanse, además de las obras ya citadas, las de C. A. Wilkens, Fray Luis de León. Eine Biographie aus der Geschichte der Spanischen Inquisition und Kirche im 16. Jahrhundert. Halle, 1866; y Reusch, Luis de León und die Spanische Inquisition, Bonn, 1873.
[6] Fue publicado íntegro, con prólogo y notas, por el P. Fr. F. Blanco García, en La Ciudad de Dios, vol. XLI, 1896.
[7] Exposición del Libro de Job, cap. IV.
[8] Nombres de Cristo, PRÍNCIPE DE PAZ.