FRAY
LUIS DE LEÓN
“...Duris
ut ilex tonsa bipennibus
Nigrae feraci frondis in Algido,
Per damna, per caedes ab ipso
Ducit opes
animumque ferro.”
(Horat.,
Carm.. lib. IV, IV.)
La
figura de Fray Luis de León, no sólo como escritor, sino como hombre, ha
logrado una fama resonante y duradera. Pero, si consideramos su vida,
olvidándonos de los tópicos sobre ella acumulados, la encontraremos, en la
apariencia, sencilla y casi vulgar[1]; vida de quietud y retiro, toda ella
interior, turbada tan sólo por los menudos incidentes del medio conventual y
universitario ; sin que sea bastante a darle relieve excepcional la persecución
que le arrastró a grave tropiezo con el Santo Oficio. Era el pan de cada día la
acre lucha en el seno de los claustros universitarios, movida por la
competencia entre personas e institutos religiosos; no menos que la intervención
inquisitorial en la vida intelectual de los hombres de letras, donde, más que
en ninguna otra parte, estaba llamada dicha institución a ejercitar su misión
histórica. ¿Qué ha visto, pues, la posteridad, en la vida sencilla de este
escritor ilustre, que elevándola al rango de valor histórico, la salve del
torbellino de lo perecedero?
Fray
Luis de León ha llegado a nosotros como un símbolo de la inocencia perseguida y
de la ciencia aherrojada. En su carácter se resumen aquellas virtudes que, en
esta lucha eterna por el mejoramiento humano, son patrimonio de aquellos hombres
que escogieron la mejor parte; el ideal humano con el cual tuvieron un contacto
pasajero prestó para siempre a sus vidas individuales aquella calidad ideal,
que las hace eternamente valederas. Así, Fray Luis de León ha quedado como
ejemplo de un noble espíritu en que se fundían e integraban 1a sed de justicia
hebraica, la serenidad pagana ante los embates exteriores, la caridad cristiana
que no resiste al mal sino con el perdón, el generoso anhelo de incorporarse a las
corrientes nuevas de la cultura propias del siglo tormentoso en que vivió. Y
nos representamos todo este espíritu, recogido en un solo gesto, sobrio y
elegante, al reanudar sus lecciones con la célebre frase: Decíamos ayer...
La
crítica positivista ha ejercido sobre la biografía de Fray Luis de León, que
nos ha sido transmitida, la misma función demoledora que es consecuencia
general de su método de investigación histórica. Resulta del examen de las
fuentes documentales, que no corresponden muchos de los actos de su vida a la
elevación moral de su figura; que su temperamento era habitualmente muy
distinto del que estamos acostumbrados a imaginarnos; que su vida universitaria
está plagada de inexactitudes; que no pudo pronunciar la célebre frase
evocadora consagrada[2]; que algunos de sus supuestos enemigos no merecen la
sombra que ha caído sobre su nombre; que el Santo Tribunal no extremó en este
caso el celo ni el rigor. En fin, por este camino se ha llegado a la impresión
de que nos encontrábamos ante una leyenda más que se desvanecía.
Aceptemos
como ciertos los resultados de la crítica positivista, que, en general, están
bien fundados documentalmente; pero la crítica contemporánea no puede
aceptarlos sino como lo que son: datos sueltos —último residuo del
desmenuzamiento y disolución de una personalidad— que es preciso incorporar a una
nueva síntesis más comprensiva en que la figura histórica de Fray Luis de León
vuelva a adquirir unidad y sentido.
El
carácter de Fray Luis, tal como ha sido fijado por la tradición, responde bien
a la expresión del mismo en su poesía —documento
el más fehaciente, sin duda, para
conocer la íntima sensibilidad de un hombre, cuando éste es un verdadero poeta
original. No importaría nada que se demostrase, como se ha demostrado, que Fray
Luis de León era de ordinario inferior a sí mismo; de él, como de cualquier
hombre, importan a la historia sólo aquellos momentos de máxima intensidad en
que, superándose a sí mismo, afirma su radical originalidad en un acto de
creación. Luego, cada día trae su afán, que pasa con el día; pero sobre este
pasar de los días y de los afanes quedarán perennes aquellas horas originalmente
vividas, en las que ha alcanzado expresión, íntegra y plena, una personalidad.
Pero
si no nos importa ver comprobado lo que ya sabíamos de antemano, es decir, que
Fray Luis de León era de ordinario inferior a sí mismo, sí nos importaría saber
cómo era Fray Luis de León de
ordinario: su temperamento, sus hábitos, sus relaciones con el medio, es decir,
las condiciones que rodearon y sustentaron aquellas afirmaciones supremas de su
personalidad —no con la intención poco piadosa y poco científica de conocer al
héroe como pudiera conocerlo su ayuda de cámara, sino de buscar apoyos para
mirar y comprender más clara y profundamente la génesis y el sentido de aquel
su valor histórico.
Hay
una aparente contradicción entre los datos conocidos acerca del temperamento psicológico
de Fray Luis de León. Aunque nadie le ha atribuido virtudes propias de un
santo, ni se ha pensado nunca en beatificarle —seguramente no por motivos de
fe—, se ha concedido a su carácter un alto valor moral. Y se ha considerado
siempre como nota peculiar de su manera de ser una dulce serenidad y sosiego y
armonía interiores, que trascienden de toda su poesía y constituyen el
prestigio de su estilo.
La
atribución psicológica de esta emoción estética que en nosotros su estilo
produce, podrá ser disculpable, pero no deja de ser una interpretación
simplista y pueril; siéndolo mucho más todavía la de aquellos que, al
encontrarse con sentimientos contrarios en la psicología del escritor,
interpretan su estilo y su poesía como una artificiosa falsificación. Huyamos
de este género de interpretaciones que se quedan entre las manos con pedazos
incoherentes del alma del escritor, dejándose escapar la unidad de su espíritu,
la fuente y raíz común de esas manifestaciones al parecer contradictorias. No
se ha pensado en que las más altas manifestaciones artísticas no son ni pueden
ser producto de la espontaneidad de una psicología, sino de una lenta,
esforzada y difícil labor de depuración de los elementos caóticos de la
conciencia individual hasta hacer patente la forma más pura y exaltada de
expresión de la originalidad interna, Nada más torturado y trabajoso, nada
menos espontáneo en nuestra literatura que el estilo de Fray Luis de León, tan
límpido y tan sereno; y nada que nos dé, al mismo tiempo, la impresión tan
segura de hallarnos en todo momento en posesión de una plenitud psicológica,
ante la expresión de un modo personal de sentir el mundo. Fray Luis de León
posee en alto grado la dignidad y sinceridad literarias, que consisten
precisamente en rehuir la expresión fácil de los falsos movimientos espontáneos
del ánimo, producto de reacciones superficiales y pasajeras, pretendiendo en
cambio dar siempre la verdad de sí mismo mediante la expresión más intensa y
cabal de su íntima sensibilidad.
Pensando
todo esto, ni necesitaríamos hacer investigaciones fuera de su obra literaria
para cerciorarnos de que su espontaneidad era muy otra, ni sentiríamos por ello
el menor asombro o desengaño; sentiríamos simplemente la impresión, algo
desconcertante, de encontrar confusos, disgregados, caóticos, los elementos
todos que en la admirable síntesis estética habíamos encontrado limpios,
armónicos y plenamente significativos: la cantera bruta de toda esta
arquitectura, la raigambre oscura de toda esta floración.
Sería
importante establecer, con precisión y detalle, la relación entre todos estos
elementos biográficos que conocemos y los elementos estéticos de su obra
literaria; pero no es posible, en este momento de vulgarización, otra cosa que
dejar indicados los rasgos dominantes del temperamento de nuestro autor tal
como se manifiesta en los actos conocidos de su vida, y presentarlos de modo
que quede resuelta toda aparente contradicción.
El
hombre cuya poesía logra dar la impresión tan intensa de equilibrio y de
serenidad, no era un espíritu naturalmente equilibrado y sereno. No sólo su
espíritu, sino también su cuerpo, se nos ofrecen como teatro de una constante v
dolorosa lucha: ni los humores del uno ni las pasiones del otro llegaron nunca
a convivir en paz, como ocurre normalmente en los temperamentos sanos, y, por
lo tanto, fuertes, serenos, alegres y constantes. La armonía y la unidad en el
espíritu de Fray Luis se lograban sólo mediante un esfuerzo supremo, que no podía
ser muy duradero; su alma atormentada volvía pronto a sufrir el embate de
sentimientos y pasiones contradictorias, y, sobre todo, el dolor de no sentirse
dueño de sí mismo. Así, que lo substantivo de su espíritu, el rasgo permanente
y definitivo, no es otro que la lucha misma, la crisis constante, y en medio de
ella una sola y suprema aspiración: la paz interior. Diríamos con menos
palabras que la vida de Fray Luis de León significa algo tan humano como la
lucha por la paz.
Era,
pues, nuestro poeta hombre delicado y enfermizo, aquejado de melancolía y
pasiones de corazón, como se decía entonces, enfermedad en que “son increíbles las tristezas y los recelos
y las imágenes de temor que se ofrecen a los ojos del que padece” y aunque “sea de muchas diferencias, pero en todas es
común y general el hacer tristeza y temor; que todos los melancólicos se
demuestran ceñudos y tristes y no pueden muchas veces dar de su tristeza razón
y casi todos los mismos temen y se recelan de lo que no merece ser recelado”[3].
Con
esta sensibilidad enferma marchó Fray Luis a lo largo del camino de su vida,
viviéndola en los centros adonde le llevó su vocación: el convento y la
universidad; donde, si pudo satisfacer muchas de las necesidades de su
espíritu, encontró también un ambiente muy inadecuado a su temperamento
impresionable y ardoroso; porque son aquéllos pequeños mundos en que las
grandes luchas humanas se empequeñecen, convirtiéndose en roce deprimente de
personalismos, perdiendo cuanto la lucha puede tener y tiene de grande y sano y
purificador: precisamente porque en ellos no es la lucha lo substantivo, sino
la paz, la comunión en un ideal. Este ambiente fue el que contribuyó a desarrollar
el aspecto de su vida, que nos le presenta como agrio y violento; el aire que
respiraba ponía cada día veneno en su alma sensitiva; la lucha sorda y
mezquina, a que no podía sentirse ajeno, hubo de levantar en él frecuentemente
ciegas oleadas de pasión. Las oposiciones a cátedras, las disputas escolásticas,
la competencia entre las órdenes religiosas, las reuniones de claustro, la
emulación intelectual, las diferencias doctrinales, las antipatías personales;
todo esto eran motivos y ocasiones de rozamientos y de choques entre los
miembros de la Universidad, en los que Fray Luis de León tenía que tomar la
parte principal que a hombre de tal capacidad correspondía[4].
La
Universidad en su tiempo manifestaba ya claros los síntomas de debilidad y
flaqueza que muy pronto habían de convertirla en sombra de lo que fue; y uno de
ellos era este hecho de que los grandes hombres que aún había en su seno,
empequeñecidos en aquel ambiente, se nos ofrezcan entregados a ruines luchas
estériles, incapaces de levantarlas al nivel en que extrauniversitariamente se
movían. Pero aun después de la muerte de Victoria y de Cano y de Soto, no
estaba aún tan muerta la Universidad, para que en esta generación de sus
discípulos no estuviesen vivas doctrinas y cuestiones, que los dividían, y que
aún respondían a problemas reales de la cultura contemporánea. Se ha hablado
algo de la existencia de dos escuelas en que estaba dividida la Universidad de
Salamanca en esta época: de una parte los escriturarios, de otra los
escolásticos, que defendían puntos de vista diferentes acerca de los métodos de
interpretación bíblica. Si se usa de esta distinción en un sentido vago y no
bien definido, es cierto, en primer lugar, que, formando núcleo o no, había un
número de profesores de una orientación más moderna y otros de una más
tradicional. Los primeros estaban en minoría frente a los segundos. A los
primeros pertenecía el Brocense, enemigo además de los escolásticos, y que, sin
embargo, no apareció sumado al grupo de los escriturarios cuando cayeron juntos
en el mismo ataque. Es cierto, más concretamente, que los profesores Martínez
Cantalapiedra, Gaspar de Grajal y Fray Luis de León sostuvieron en cátedra, en
disputas y en juntas criterio análogo en cuestiones referentes a la Vulgata y a
las interpretaciones rabínicas de la Escritura, siendo combatidos por la
mayoría de sus compañeros teólogos, a los que se sumó con más fanatismo que
ninguno el profesor de griego León de Castro. Y es cierto, en fin, que estas
discrepancias tuvieron como consecuencia el proceso inquisitorial que aquellos
tres profesores sufrieron.
El
contenido doctrinal de esta lucha no nos importa ahora; no se trata de saber
quién tenía razón, sino simplemente de conocer el medio en que se desenvolvió
la vida de Fray Luis de León. Los episodios de su vida universitaria son tantos
y tan nimios, que es difícil extractarlos aquí; no valdría la pena tampoco,
porque nos basta con conocer lo que ya he indicado suficientemente: el carácter
y tono general de la vida universitaria de entonces y la participación
constante de Fray Luis en ella como uno de los elementos más batalladores.
Dentro
de la Universidad la lucha no hubiera tenido fin; hubiera seguido, como siguió,
con resultados fluctuantes, sin que lograse ninguna de las partes un triunfo
definitivo. Pero tratándose como se trataba de cuestiones teológicas, la lucha
estaba llamada a dirimirse en otro campo más peligroso: la Inquisición. Y a él
fue llevada, no con toda la prisa que muchos hubieran deseado; porque la
Inquisición, más prudente de lo que suele pensarse, no se dejaba llevar tan
fácilmente por las excitaciones ajenas. Fueron acumulándose poco a poco los
cargos y acusaciones; el ambiente universitario acentuaba su hostilidad; había
estudiantes que pedían se les armase para sumarse al bando de Jesucristo y dar cuenta de aquellos maestrillos; la intemperancia de palabra en los disputantes cada
vez se hizo mayor, y por fin fueron procesados y puestos en prisión Grajal y
Martínez, no tardando en serlo también nuestro Fray Luis de León[5]. Se
encontraba éste desde luego complicado en el proceso de sus dos compañeros, sin
que faltasen acusaciones que sólo a él se referían, y que más tarde, en el
curso del proceso, menudearon y tomaron cuerpo considerablemente, haciéndose
pronto independiente del de aquéllos.
Importa,
para ver claro en este proceso, distinguir en él dos aspectos: uno que se
refiere a la conducta de la Inquisición misma; otro a la de los profesores,
estudiantes y demás personas que en él intervinieron de cerca o de lejos, y que
podríamos en conjunto considerarlo como expresión del ambiente difuso que a estos
hombres rodeaba. Se ha solido dar más importancia al primero, o se han mezclado
los dos indistintamente. Y sin embargo, para encontrar a través de estas
figuras el sentido histórico que los modernos han buscado en ellas, es decir,
la valoración del influjo de la Inquisición sobre la época, es necesario
mantener claramente aquella distinción. Porque sería radicalmente distinto el
sentido de dicha valoración, según que pensemos el Santo Oficio como un poder
externo, que ejercía un influjo opresor sobre un ambiente hostil, o simplemente
como un órgano que recogía y regularizaba aspiraciones y actividades que
surgían espontáneas del ambiente. Y no sólo se deduce de nuestro proceso que
era este último el caso, sino que se deduce más: que la Inquisición venía a ser
muy a menudo quien liberaba a los pensadores de las coacciones del ambiente,
convirtiéndose en una garantía de libertad, al menos dentro de la ortodoxia.
Este
era el caso de Fray Luis de León, cuya ortodoxia, cuya inquebrantable fe
católica, no se puede poner en duda; y si la presión del ambiente le llevó a las
cárceles de la Inquisición, fue para salir de ellas rehabilitado mediante una
sentencia que equivalía a una absolución. Si fuese posible aquí analizar los
folios del proceso, poniendo a un lado la serie de acusaciones que los testigos
—teólogos ilustres, profesores, estudiantes, frailes de su Orden— acumularon
sobre él, y a otro lado lo que de ellas aceptó el alto Tribunal como base de su
acusación y su sentencia, veríamos palmariamente la desproporción entre la
hostilidad de la Inquisición y la del ambiente. En fin de cuentas, resultó Fray
Luis culpable de lo único que realmente podía reputarse como culpa, conforme al
criterio de la Iglesia española en aquella época: la imprudencia de tratar en
público cuestiones como las de la autenticidad de la Vulgata y de traducir en
lengua vulgar libros bíblicos; extremos peligrosos, por ser puntos de contacto
posible con el luteranismo.
Fray
Luis de León entró en la cárcel haciendo profesión de fe católica y de sumisión
al Santo Tribunal que iba a juzgar de su inocencia, y con la misma fe y la
misma sumisión salió de allí casi cinco años después. En esta larga prisión
sufrió amarguras increíbles, enfermo muchas veces, atormentado interiormente
siempre; y sin embargo, no discute en ningún momento la legitimidad del
Tribunal que iba a juzgar de su fe; no por miedo, seguramente —que a través de
todo el proceso se muestra Fray Luis más que nunca valeroso—. Era el mismo
Tribunal a quien él había recurrido alguna vez para escrúpulos de ortodoxia,
aun tratándose de su gran amigo Arias Montano; con él había amenazado a León de
Castro. No se queja de la Inquisición, que velaba por algo que le importaba más
que todo: la pureza de la fe y de las costumbres; se queja sólo de la
injusticia de su caso, del falso celo religioso de sus acusadores, de la
envidia y la mentira enemigas; no se queja de la Inquisición, sino del
ambiente.
Pudo
salir de aquélla, pero no podía salir de éste; y volvió a encontrar en la
Universidad los pleitos, las oposiciones, las disputas, y al fin, un segundo proceso
de mucha menos importancia que el primero y que apenas tuvo influjo sobre su
vida[6].
Los
últimos años de ella son algo más apacibles y tranquilos; rehúye las luchas
universitarias; encuentra en la amistad de los discípulos de Santa Teresa el
consuelo de la comunicación de su ardor religioso con el de la Santa Madre, a quien
no conoció ni vio en la tierra, pero frecuentaba ahora en sus hijas y en sus
libros; comenta serena y melancólicamente las amarguras de Job.
En
toda esta parte exterior de la biografía de Fray Luis de León, que he expuesto
someramente, es donde se muestra a menudo aquel aspecto luchador y pasional de
su temperamento, que parece contradecir las notas de dulzura, serenidad y
sosiego que le atribuía la tradición. ¿Cómo este hombre, cuya vida es una lucha
perenne interior y exterior, puede ser un símbolo de la paz y de la ecuanimidad?
No
hay duda en que estas dos modalidades espirituales se justifican y sustentan
mutuamente, y que sólo en su integración poseeremos el verdadero sentido de la
vida de nuestro poeta. Su sensibilidad exquisita le hacía reaccionar ante las
impresiones externas en rápidos impulsos de amor o de odio, de admiración o de
desdén, de ira o de apacibilidad; y al mismo tiempo y por lo mismo era capaz de
establecer contactos intensos con la muchedumbre de las cosas. Así fue como
aquella sensibilidad, tan rica y trabajada, pudo producir los delicados frutos
de su poesía. Sólo de este substratum
de luchas y contradicciones, de dudas y congojas, pudo surgir con nuevo aliento
humano aquel sentimiento que circula por la poesía de León, buscando siempre el
sentido de la armonía del universo, “el
pío universal de todas las cosas”.
Porque
en la exposición precedente hemos podido ver tan sólo aquellas horas de la vida
exterior de Fray Luis, que pudieron recoger, fríamente, los documentos
oficiales; pero hay otras horas —¡tantas horas!— de vida interior, que sólo
pudo recoger en sus alas la alada poesía.
Aquel
mismo hombre, que durante el día había disputado acremente en un claustro sobre
una cuestión nimia o en unas conclusiones sobre una sutileza teológica, al
llegar la noche se quedaba solo consigo mismo: en aquella hora en que “como las tinieblas encubren el suelo a los
ojos, ansí las cosas de él embarazan menos el corazón, y el silencio de todo
pone sosiego y paz en el pensamiento; y como no hay quien llame a la puerta de
los sentidos, sosiega el alma retirada en sí misma, y desembarazada de las
cosas de fuera, éntrase dentro de sí, y puesta allí, conversa solamente consigo
y reconócese..., y subiendo sobre sí misma, desprecia lo que estimaba de
día...; y en medio de la oscuridad de la noche le amanece la luz”[7].
Entonces el alma se reconocía, hablaba consigo misma, se superaba. ¡Cuántas
veces, asomado a la ventana de su celda, en el convento de San Agustín, de
Salamanca, que se elevaba sobre una cima, alejándose del suelo, sentiría Fray Luis,
contemplando los resplandores eternales en las noches serenas, aquel dulcísimo
sosiego interior, que en él hemos aprendido nosotros a sentir! Entonces “los deseos y las afecciones turbadas que
confusamente movían ruido en nuestros pechos de día, se van quietando poco a poco,
y, como adormeciéndose, se reposan, tomando cada una su asiento; y reduciéndose
a su lugar propio, se ponen sin sentir en su sujeción y concierto. Y ansí como
ellas se humillan y callan, ansí lo principal y lo que es señor en el alma, que
es la razón, se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y como alentada con
esta vista celestial y hermosa, concibe pensamientos altos y dignos de sí, y
como en una cierta manera se recuerda de su primer origen y al fin pone todo lo
que es vil y bajo en su parte y huella sobre ello. Y ansí, puesta ella en su
trono como emperatriz, y reducidas a sus lugares todas las demás, queda todo el
hombre ordenado y pacífico”[8]. ¿No se comprende ahora, acordándonos de lo
que sabemos de su vida, todo el sentido íntimo de cada una de estas frases
serenas? Ahora sabemos mejor que no son sólo palabras aquellas en que le pesa
haber vivido entregado al sueño, entre sombras y engaños, siguiendo bienes
fingidos, falsa vida de vanos temores y esperanzas vanas.
Otras
veces era en casa del ciego Salinas —su gran amigo, con quien departía de cosas
de arte— donde la armonía musical, como antes la armonía celeste, despertaba su
alma del olvido en que estaba sumida, y conociéndose, tornaba a cobrar el tino
y la memoria de su primer origen. Otras veces era en La Flecha, remanso de
quietud y de hermosura, donde va, roto casi el navío, huyendo del mar
tempestuoso de las ambiciones de poder y de fama, tras de las que había corrido
desalentado, con ansias vivas y mortal cuidado; va a buscar reposo, un sueño no
rompido, un día puro, libre y alegre; va a vivir consigo mismo, libre de amor,
de celo, de odio, de esperanzas, de recelo. Allí se acuerda de su luengo error,
de su grave mal pasado; bajo el techo pajizo donde el cuidado enemigo no hizo
nunca morada, ni se esconde envidia en rostro amigo ni voz perjura en testigo
mortal: en la alta sierra, cuyo sosiego apura el pecho mancillado del veneno
que bebió mal seguro, borra de la memoria cuanto dejó en ella impreso el vivir
loco; y ansía poder levantar al puro sol las manos puras sin que se las aplomen
odio y saña.
Sería
inútil seguir... La vida interior de Fray Luis de León, que vemos a plena luz
en el espejo de su obra literaria, no es algo contradictorio, ajeno, a la vida
exterior que conocemos; no podía serlo. Su vida interior es su verdadera vida:
la integración de los dos aspectos que se han aparecido a muchos como
irreconciliables; en ella la propensión a la lucha y el anhelo de paz se dan la
mano, se engendran mutuamente, y el uno sin el otro carecerían de sentido. Y como
ésta es una realidad profundamente humana, una vida individual, como la de Fray
Luis de León, en que se ha manifestado con caracteres extremados, atraerá
siempre el interés de los hombres. Y la poesía que ha manado de esta fuente
psicológica, logrando la expresión hermosa de este confuso sentimiento humano,
tendrá siempre virtud para despertar en cada corazón un latido de emoción
hermana.
La
empresa literaria que figura al frente de las obras de Fray Luis, contiene
aquellas palabras de Horacio: ab ipso
ferro, que él tradujo diciendo: “del
mismo hierro que es cortada cobra vigor y fuerzas renovada”. Él también,
como la encina desmochada, del mal que le asaltó en la vida sacó su bien: el
dolor purificó su alma elevándola a Dios, la persecución le valió la fama y la
simpatía de la posteridad, el ocio obligado de la prisión fue tiempo propicio
para su producción literaria, y ya hemos visto cómo su flaqueza y su debilidad
son los cimientos sobre los que se asienta su grandeza.
Madrid, 1914.
NOTAS:
[1]
Nació en Belmonte (Cuenca), casi seguramente en 1528. A los catorce años (1542)
fue enviado a estudiar a Salamanca, donde a los pocos meses (enero 1543) tomó
el hábito de San Agustín. Estudió Filosofía en el Convento con el P. Juan de
Guevara; desde 1546 a 1551 estudió Teología en la Universidad, siendo discípulo
de Domingo de Soto. Hasta 1561 enseñó Teología en su Orden en Salamanca, Soria,
Alcalá (donde estudió durante diez y ocho meses), en Valladolid y quizá en
Toledo, donde se graduó de bachiller, incorporando el grado en la Universidad
de Salamanca el 31 de Octubre de 1558. Tomó los grados de licenciado y maestro
en 1560, y en Diciembre de 1561 se posesionó de su primera cátedra, de Santo
Tomás, en dicha Universidad, donde fue catedrático hasta su muerte, acaecida el
23 de Agosto de 1591.
[2]
Fray Luis de León no volvió a ocupar su cátedra después del proceso, pues era
cátedra de las que se proveían por cuadrienios; y provista de nuevo durante su
prisión, al salir de ella renunció a toda pretensión en favor del actual
poseedor. La Universidad, de acuerdo con Fray Luis, concedió a éste otra
cátedra distinta, Este cambio y el tiempo transcurrido hacen imposible la
pronunciación del Decíamos ayer en la
forma que quería la tradición, y aun inverosímil en ninguna otra. Esto es lo
cierto; pero no por ello pierde la frase su valor simbólico. Si N. Crusenio la
inventó en 1623, fue una feliz invención; pero es probable que la recogiera de
alguna tradición de origen desconocido.
[3]
Exposición del Libro de Job, cap. VI.
[4]
Hizo varias oposiciones con diverso resultado e intervino en otras poniendo su
influencia a favor de sus amigos y hermanos de religión, encontrándose a menudo
con los dominicos. Véase la historia detallada de estas oposiciones y pleitos
en la obra citada del P. Getino. Las cátedras que desempeñó Fray Luis fueron
las catedrillas de Santo Tomás y Durando, antes del proceso, y después un
partido de Teología y las cátedras de propiedad de Filosofía moral y de Sagrada
Escritura.
[5]
Grajal y Martínez fueron presos respectivamente el 1 y el 6 de marzo de 1572;
Fray Luis de León, el 27 del mismo mes, siendo absuelto y puesto en libertad el
7 de diciembre de 1576. El proceso fue publicado en la Colección de documentos inéditos para la historia de España, por D.
M. Salvá y D. P. Sáinz de Baranda, tomos X y XI, Madrid, 1847-48. Para la
interpretación que de él se ha hecho, véanse, además de las obras ya citadas,
las de C. A. Wilkens, Fray Luis de León. Eine
Biographie aus der Geschichte der Spanischen Inquisition und Kirche im 16. Jahrhundert.
Halle, 1866; y Reusch, Luis de León und
die Spanische Inquisition, Bonn, 1873.
[6]
Fue publicado íntegro, con prólogo y notas, por el P. Fr. F. Blanco García, en La Ciudad de Dios, vol. XLI, 1896.
[7]
Exposición del Libro de Job, cap. IV.
[8]
Nombres de Cristo, PRÍNCIPE DE PAZ.