CENTENARIO DE LA MUERTE DE JACQUES VACHÉ
LA
breve vida de Jacques Vaché escapa a las dos fechas fatales que necesariamente
la delimitan; escapa, sobre todo, a la segunda de estas fechas, que, en su
caso, significó el inicio, y no la conclusión, de su carrera literaria.
Precursor, por voluntad ajena, de uno de los principales movimientos artísticos
del siglo XX, autor virtualmente sin obra, figura brumosa y casi legendaria (a
tal punto que hubo quien llegó a dudar de su existencia), ejerció, merced a su
transfiguración en la vasta corriente del surrealismo, una considerable
influencia que se extendió a lo largo de todo un siglo de guerras y
revoluciones políticas, morales y artísticas.
Nacido en Lorient el 7 de septiembre de 1895,
Jacques Vaché vivió de los cinco a los trece años de edad en Indochina, a donde
su padre había sido enviado como militar. En 1910, de regreso a Francia,
ingresó al Grand Lycée de Nantes, donde formó con Eugène Hublet, Pierre
Bissérié y Jean Bellemère (más conocido posteriormente como Jean Sarment) la
ruidosa e irreverente cofradía que escandalizaría a la ciudad: el “Grupo de
Nantes”, encarnación de un espíritu poético y excéntrico que se manifestaría en
dos revistas de corta existencia (En route mauvaise troupe y Le canard sauvage)
y en experiencias de escritura colectiva en las que es posible ver,
retrospectivamente, un esbozo de la futura escritura automática de los surrealistas.
En 1913, ya obtenido el bachillerato, se inscribió en la Escuela de Bellas
Artes de Nantes. El estallido de la guerra lo sorprendió en Londres. Regresó a
Francia para incorporarse, en diciembre de 1914, al Regimiento décimo noveno de
Infantería. En septiembre de 1915, tras haber sido herido en el frente, fue
llevado como convaleciente al Hospital de Nantes (el mismo colegio, en
realidad, en el que había estudiado, convertido en hospital por las necesidades
de la guerra). Allí permanecería hasta su reincorporación al ejército en mayo
del año siguiente, y allí fue donde se produjo, a principios de 1916, “el
encuentro fortuito, en una mesa de disección, de una máquina de coser y de un
paraguas” —más prosaicamente, el encuentro entre Jacques Vaché y y un joven
enfermero llamado André Breton (Théodore Fraenkel también estaba allí, pero
Breton se encargaría de omitirlo cuidadosamente en sus recuerdos). Tres años
más tarde, el 6 de enero de 1919, Jacques Vaché encontraría la muerte en esa
misma ciudad, a los veintitrés años, en una cama del Hotel de France, víctima
del opio, junto a su amigo Paul Bonnet.
Los pocos datos precedentes agotan, casi, su
biografía. La aventura fue breve y los textos escasos y fragmentarios: dos
prosas poéticas en En route mauvaise troupe, cinco crónicas literarias y un
cuento, Gilles, en Le canard sauvage... Muy poco, casi nada, pero Breton estaba
allí; seis meses después de la desaparición de su amigo, publicó, en tres
entregas sucesivas de la recién nacida revista Littérature, las cartas que
Vaché le había escrito, junto con las recibidas por Fraenkel y Aragon y un
poema en prosa; simultáneamente, las editó en forma de libro, añadiéndoles un
prólogo; Aragon publicó la reseña de ese libro en el número ocho de la revista.
La muerte de Vaché había precipitado su nacimiento para la historia de la
literatura.
Durante siete décadas, de 1919 a 1989,
Jacques Vaché fue apenas el autor de esas catorce cartas de guerra. La
publicación de otras, enviadas desde el frente a sus padres y a su madrina de
guerra, elevaron luego tan exiguo número al de unas ciento cincuenta, que
permiten completar la figura de su autor y devolverle un rostro que no siempre
coincide con el que Breton nos transmitió.
Por lo que sabemos, fuera de su pasión por
Jarry (al que, muy probablemente, Vaché conoció sobre todo gracias a Théodore
Fraenkel, si bien no faltan indicios de que antes de su encuentro con éste no
era para él un desconocido), los escasos textos escritos por Vaché, al margen
de sus cartas, eran de inspiración parnasiana y simbolista, y sus preferencias
literarias tenían muy poco de modernas: detestaba a Rimbaud, no apreciaba a
Apollinaire, y entre sus autores predilectos, muchos de los cuales compartía
con sus cofrades nanteses, se contaban Alfred de Musset, Maurice Barrès, Henri
de Régnier, Balzac, Alphonse Daudet, Paul Claudel, Lammenais, Stendhal,
Tolstoy, Anatole France... Materia poco apropiada para cimentar en ella una
revolución que se propondría “la destrucción sistemática del arte clásico y de
la literatura”.
La modernidad, sin embargo (esa modernidad
que Breton anhelaba fervientemente, ante los irónicos reproches de su amigo),
Vaché la manifestaba en su vida, en sus actitudes, más que en sus escritos o en
sus preferencias literarias. Sus desplantes, su irreverencia, su histrionismo,
su gusto por la mistificación, su impredictibilidad, su agudo sentido de la
“inutilidad teatral de todas las cosas”, fueron, para Breton, la expresión
natural de ese espíritu moderno que él mismo andaba necesitando para poder
librarse, de una vez por todas, de ciertos pesados elementos de su herencia
cultural.
“A Harry James uno lo admira porque no sabe
bien si al día siguiente se matará, sin razón, o si cometerá un hermoso crimen;
es posible reconocer en él una fuerza indisciplinada, el verdadero hombre
moderno, al que no se podría reducir a ser un mero espectador”, dice Baptiste
Ajamais (André Breton en la vida real) en Anicet ou le panorama, la novela de
1921 en que Aragon narra en clave la aventura de esos jóvenes poetas cuyo mayor
anhelo es el de conquistar a la hermosa Mirabelle, emblema de la modernidad.
Harry James es, naturalmente, Jacques Vaché. Baptiste sigue explicándonos: “En
nada se asemeja al artista, al especulador: antes que nada, vive. Busca
ardientemente los placeres más violentos y todo lo somete a su fantasía. Lejos
de acordar las circunstancias con un sistema poético, domina las contingencias
y actúa con tal intensidad, con tal rapidez, que parece no reflexionar ni
obedecer a ningún plan. [...] Parece estar a la merced de cuanto lo rodea,
precisamente por la razón de que escapa a ello, se libera de las leyes comunes
de la acción, no sufre la influencia de ninguna realidad exterior y visible, no
le da tiempo a nadie de ver los motivos reales y enteramente íntimos de sus
gestos y palabras.” Poco deben diferir estas palabras, testimonio de un Breton
fascinado, de las que tantas veces habría oído Aragon. “Harry James le había
hecho entrever a Mirabelle y él se había enamorado teóricamente de ella”
En
el espíritu de Breton, Vaché fue el catalizador de una alquimia que no había
encontrado aún la fórmula capaz de realizar la síntesis de sus búsquedas, la
calibración de sus experiencias personales, la conciliación de las distintas
influencias recibidas a través de Mallarmé, de Apollinaire, de Valéry... Su
influencia, su magnetismo, le permitieron hacer una estricta selección de todos
esos elementos, descartar lo inútil y combinar en forma novedosa lo demás. El
resultado fue el surrealismo.
El umor (así, sin h, con esa libertad
patafísica con la que Vaché se complacía en alterar la ortografía de ciertas
palabras, desacralizándolas y otorgándoles connotaciones oblicuas: umor,
hamistoso, obcesión, poheta —como burlonamente solía llamar a Breton) era la
llave maestra que Vaché empleaba de forma espontánea, como actitud de vida que
no requería, y de hecho rechazaba, programas y sistematizaciones, definiciones
formales que Breton le reclamaba en sus cartas y que Vaché entregaba con
parsimonia y a regañadientes, repitiendo, al hacerlo, conceptos del grupo de
Nantes —porque dar una definición del umor ya era, para él, traicionar el umor.
Rasgo esencial de un dandismo aristocrático,
expresión de una desdeñosa distancia con todas las cosas “serias” del mundo,
privilegio distintivo de las más altas categorías del orden jerárquico que el
Grupo de Nantes había establecido para la humanidad, el umor de Vaché, teñido
de esnobismo anglófilo, caracterizado por un desembozado y extravagante culto
de sí mismo, era, en la interpretación de Breton, una forma de insumisión que
su cultor proponía para los empos de guerra, especie de “deserción hacia el
interior de uno mismo” que contrastaba con la “deserción hacia el exterior”.
Las Cartas de guerra, con su prosa entrecortada,
alusiva y elusiva, con los dibujos que completan lo que las palabras no
alcanzan a expresar, nos quedan como la huella de ese umor omnipresente; y, en
su exigüidad, contienen la esencia de ese Vaché que Breton le impuso a la
posteridad.
Había otro Vaché, sin embargo; el que revelan
las cartas dirigidas a su familia, atento a afectos y a cuestiones prácticas;
el que no dudaba en decirle a su padre “puedes creer que no miro con ninguna
ironía la posguerra, puedes creerlo — y me doy cuenta muy bien de que el
dinero, actualmente, es un género más que nunca indispensable...”, o “y además
mi conducta parece tan contradictoria con mi carácter real que me faltan por
completo las palabras para explicarla. — Te pido que no creas en las
apariencias”; el que, a pesar de su irónico desapego por las cosas del mundo,
fue capaz de actos de arrojo, en el frente de batalla, que le ganaron una
condecoración.
El Vaché que Breton legó a la historia de la
literatura es, en buena medida, el personaje que el soldado Jacques Vaché
interpretó para él; el que altaneramente insistía en su aristocrático rechazo
por el arte (“el arte es una tontería”), el que se negaba a crear (“apuntar tan
concienzudamente para errar el blanco”) y sólo accedía a hacerlo cuando su
público se lo reclamaba: fragmentariamente, desdeñosamente.
Evocando
a su amigo de adolescencia, Jean Sarment escribió: “Sí. Había un Vaché cuyo
humor no se tomaba en serio las cosas, pero también otro Vaché considerado y
que no se tomaba en serio la costumbre del sarcasmo frío. En los tiempos en que
escribía esas cartas yo recibía otras —otras mucho más sencillas, escritas por
un muchachito inquieto que yo había conocido bien en él.”
(Un día, imaginando una madurez ya alejada de
las aventuras literarias de su juventud, Vaché le dijo a Breton, según éste
cuenta en “La confesión desdeñosa”: “Usted creerá que he desaparecido, que he
muerto, y un día — todo llega — se enterará de que un tal Jacques Vaché vive
retirado en un rincón de Normandía... Sólo algunos libros —muy pocos, ¿eh?—,
cuidadosamente encerrados en el piso superior, certificarán que algo sucedió.”)
Breton necesitaba a Vaché (a cierto Vaché, a
su Vaché); lo rodeó, lo aisló, lo destiló y, con la materia eucarística de su
recuerdo, de sus cartas y de su muerte inesperada, elaboró la presencia mística
que inspiraría el naciente movimiento surrealista. Lo que Vaché no tenía, el
propio Breton lo inventó. Nunca sabremos con certeza, por ejemplo, si Vaché
realmente protagonizó, en el estreno de “Las tetas de Tiresias”, el escándalo
que Breton nos refiere; si realmente desenfundó el revólver y amenazó con
disparar sobre el público. No hay otros testimonios realmente confiables que
confirmen el de Breton. Pero, ciertamente, un precursor escandaloso tiene que
dejar algún escándalo inscrito en la leyenda, y Breton evangelista no descuidó
el detalle (después de todo, ¿no había sido capaz Arthur Cravan de iniciar una
conferencia disparando al aire en el teatro para luego hablar de cualquier otra
cosa?, ¿no escribiría Breton, poco más tarde, que acaso el acto surrealista más
genuino consiste en disparar al azar sobre una multitud?)
La muerte de Vaché era algo que Breton
también debía corregir. Todos los testimonios indican que fue un accidente,
debido a la inexperiencia de los jóvenes en el consumo de la droga. Otro
elemento contribuía a enturbiar el cuadro: la presencia en la habitación del
drama de un cuarto participante, el joven André Caron, cuyas preferencias
sexuales eran bien conocidas. La existencia de ese molesto actor fue
cuidadosamente ocultada; podemos comprender que, en la época, las familias de
las víctimas actuasen así, si imaginamos el efecto que podía tener sobre su
reputación el que se supiese que ese individuo había tomado parte en la reunión
en que Vaché y su amigo Bonnet habían muerto, intoxicados con opio, mientras
yacían enteramente desnudos en la misma cama, uno junto al otro.
Pero también Breton ignoró, omitió, negó los
aspectos más equívocos de esa muerte. Cosa previsible en alguien que, en
paradójica contradicción con su rechazo por los valores tradicionales de la
sociedad, jamás ocultó su inquina, su repugnancia por la homosexualidad. Según
André Masson, Breton afirmaba perentoriamente que “las personas adictas a esa
clase de amor no pueden ser poetas”. Es interesante constatar, sin embargo, que
este rechazo comenzó a hacerse manifiesto, sobre todo, después de la muerte de Vaché;
no nos está vedado conjeturar que, con ese rechazo, Breton estuviese
exorcizando, de algún modo, ciertos molestos fantasmas íntimos...
Por
esto, y porque la muerte por torpeza no les sienta a los profetas, Breton no
tardó mucho en sugerir, en formular, en imponer la idea de que había sido un
suicidio. Un suicidio, además, con ribetes turbios, ya que Vaché, deseoso de
morir acompañado, como lo había expresado alguna vez con una frase dictada,
como tantas, tal vez, por su amor por la superchería, habría arrastrado a la
muerte a su amigo Paul Bonnet. Suicidio-crimen a los veintitrés años que
completa la figura de un profeta surrealista, expresión sublime de un desdén
altivo por las cosas de este bajo mundo, máxima pirueta “umorística” de un
soldado que abandona el escenario de lo “teatralmente inútil” en el momento
mismo en que vuelve a la vida civil para encarar los proyectos fabulosos a los
que aludía en sus últimas cartas... Así lo quería Breton, así tenía que ser. Y
Aragon se apresuró a sustentar la tesis del suicidio en su reseña de las Cartas
de guerra, en el número ocho de Littérature.
“Jacques Vaché es surrealista en mí”,
escribió Breton en el Primer Manifiesto del Surrealismo. Con esa frase dijo
mucho y dijo aún más de lo que creía decir. Es una de una lista en que Breton
destaca los rasgos surrealistas característicos de aquellos a quienes incluye
en su santoral de precursores. Así, “Swift es surrealista en la maldad,
Chateaubriand es surrealista en el exotismo, Poe es surrealista en la aventura,
Baudelaire es surrealista en la moral, Rimbaud es surrealista en la práctica de
la vida y más allá...” Salvo Vaché. Vaché no fue surrealista ni siquiera en la
práctica de la vida, eso era para Rimbaud. Vaché sólo fue surrealista porque
Breton lo quiso así, en él y por él; porque Breton lo hizo suyo, porque Breton
se apoderó de su amigo, borrando en el recuerdo la presencia a su lado de otros
que también lo conocieron e introduciéndolo en su círculo con el fervor de su
evocación (Aragon, que se refería a Vaché llamándolo “mi legendario amigo”,
nunca lo conoció personalmente). Breton, fascinado por las facetas más
deslumbrantes de una personalidad en las que cometió el metonímico exceso de
ver una totalidad (Jean Sarment, escéptico, escribiría mucho después: “[Vaché]
se arrojó de cuerpo entero en nuestro sârismo ingenuo. Me avergüenza un poco
decir que esas arlequinadas verbales influyeron en un poeta que ocupó un lugar
en los luminosos primeros días del surrealismo”), extrajo de esa vida, mientras
duró, todo lo que pudo. La muerte temprana de Vaché, cruel es decirlo, le
resultó cómoda para su proyecto; Vaché ya no podía resistir; Breton haría de
él, hizo de él, el precursor luminoso que no podría desmentirlo.
En “Un cadáver”, el célebre panfleto contra
Breton al que aportaron sus diatribas algunos surrealistas recientemente
expulsados del movimiento, Michel Leiris y Robert Desnos no dejaron de
reprocharle la utilización que hizo de, entre otras, la muerte de Vaché: “El
cadáver de André Breton”, escribe Leiris en El ramo sin flores, “me repugna
porque es el cadáver de alguien que siempre vivió, él mismo, de cadáveres. La
muerte accidental de Vaché (disfrazada de homicidio 'voluntario' para darle a
este episodio, muy simple y por esto mucho más impactante, un aura romántica de
la que la literatura pudiese sacar provecho), el suicidio reciente de Rigaut
(empleado exclusivamente a fines de insulsa polémica contra Drieu La Rochelle,
et como si, por otra parte, todo el mundo ignorase lo que Rigaut pensaba de
Breton!), la internación de Nadja en una casa de locos (mientras que el que en
principio debería haberla defendido saborea tranquilamente un aperitivo en un
café cualquiera), otros tantos dramas que el esteta del 42 Rue Fontaine habrá
sabido aprovechar para infundirse a sí mismo una vitalidad que sin duda había
poseído muy transitoriamente.” Y Desnos le hace decir al sumo pontífice del
surrealismo, en Tomás el impostor: “Me harté de carne de cadáveres: Vaché,
Rigaut, Nadja, a los que dije que amaba...” Pero Breton logró su cometido.
A cien años de su muerte, Jacques Vaché se
nos presenta como un auténtico dandi atrapado en el fragor de esa guerra civil
europea cuyas ramificaciones alcanzaron el mundo entero y que fue llamada la
Gran Guerra; un paradójico hermano espiritual de Baudelaire y de Barbey
d’Aurevilly, más desencantado y escéptico todavía; un Rimbaud que, por lucidez
y pesimismo, hubiera renunciado a su obra ya desde antes de crearla. Vaché
desdeñaba dejar obra, desdeñaba “producir” (el verdadero dandi no produce). Los
años de su corta existencia terrena los dedicó a jugar: jugó a ser poeta y
dibujante con sus amigos del Grupo de Nantes; jugó a ser muchos otros (firmó
siempre con los más variados seudónimos los pocos textos que escribió, y aun sus
cartas; y era bien conocida su afición por los disfraces: una foto nos lo
muestra vestido de enfermera, rodeado por auténticas enfermeras); convirtió en
juego el horror mismo de la guerra; y por último murió en una cama de hotel
jugando a ser De Quincey, el comedor de opio. Pasada la juventud, hubiera
abandonado probablemente todos esos juegos. Pero a principios de 1916 conoció a
alguien, sedujo a alguien, que no sabía jugar; y también jugó a ser para él un
personaje de su galería; y ese admirador inesperado le robó esa máscara y la
legó a la historia de la literatura.
Prólogo a Cartas de Guerra de Jacques Vaché.
Traducción, prólogo y notas de
Ediciones De La Mirándola, 2012.
ISBN 978-987-28010-0-7