RAINER MARIA RILKE
EL ABOGADO DEL DIABLO ANTE RILKE
En la marejada continua y diversa que las
editoriales arrojan a las playas no muy atrayentes de las librerías, saltan de
vez en cuando algas, caracolas inesperadas. Una de estas piezas cautivadoras de
la atención es la biografía de Rainer Maria Rilke, de la escritora E. M. Butler
. Nada sabemos de la autora, sea nuestra ignorancia perdonada; así, la lectura
de sus numerosas y compactas páginas resulta de una inocencia verdadera: ningún
prejuicio, ninguna determinada exigencia, tan sólo nuestra avidez.
Y la lectura nos va revelando, es decir, confirmando
una revelación que se impone desde las primeras páginas: lo útiles y hasta
bellos que son los alegatos de “el abogado del diablo” en todo proceso de
canonización. Porque “el abogado del diablo” que la Iglesia introduce en tales
procesos debe representar, sin duda, a las conciencias más alejadas, más
incapaces de sufrir la influencia directa del presunto santo; a esas
conciencias cuya honradez acrisolada está hecha de sordera e insensibilidad
específica. Regidas por máximas, por reglas inflexibles, movidas por creencias
sin matices, significan la más seria oposición ante cualquier irrupción del
espíritu; son representantes genuinos del “sentido común” ante el escándalo que
siempre supone una personalidad profundamente creadora.
El libro que nos ocupa bien hubiera podido llamarse
“el caso Rilke’', pues constituye un examen, que roza con el juicio implacable
nacido de la moral, ante esa extraña y poderosa personalidad creadora, sin que
de tal examen se desprenda ninguna conclusión verdaderamente concluyente. Tiene
la virtud de poner bajo los ojos del lector la vida del personaje en sus
entresijos terrestres, en sus idas y venidas, iluminando con fría luz su vida
doméstica y sus tribulaciones económicas, por cuya liberación no parece echar
al vuelo las campanas. Muy al contrario, desliza la sombra de la sospecha por
sobre todo lo que toca a la vida humana del poeta. Tal sucede, asimismo, en el
episodio Rilke-Rodin: la autora se fatiga verdaderamente en lanzar sobre la
luminosa figura del poeta el mayor número de sombras en nombre de no se sabe
bien qué exigencia, aunque en el fondo la moral burguesa deja sentir su cauta reserva,
su impenetrabilidad, para todo lo que vive “más allá del bien y del mal”.
Y así resulta el libro de E. M. Butler un documento
bastante interesante del espíritu de esta época, que sin duda pasará a la
Historia como una de las más pacatas y sordas al anhelo de libertad bajo todas
las apariencias de la libertad. Encubierta por la máscara de las libertades
legales, crece, poderosa como nunca, la aversión a la libertad viva y creadora,
al aliento del espíritu vivificante. Rainer Maria Rilke había de sufrir —y
visto así se nos antoja que bien livianamente— el juicio del implacable
moralismo burgués que tanto pavor siente ante los personajes de su especie. El
hechizo de su mágica personalidad se ha dejado sentir una vez más ante los
jueces, siempre en secreta connivencia con todos los Anytos y Melytos del
momento.
Y, sin embargo, tiene razón la autora cuando en las
primeras páginas enuncia su propósito de examinar libremente la hagiografía
rilkeana. En efecto, Rilke ha tenido el poder de haber cristalizado en su torno
gran parte de la necesidad de adoración de nuestra época. Junto con Proust,
Kafka y algún otro, forma una constelación de estrellas que sólo a la luz de la
avidez religiosa podrá ser entendida. Son, al mismo tiempo, representantes,
ídolos y sacerdotes de cultos secretos a medias. El fenómeno podía y debía
haber sido examinado en las numerosas páginas del libro, según parecía
prometerlo. Pero la autora solamente ha examinado, las cortinas descorridas
ante un sol amarillo de las cuatro de la tarde, al “caso Rilke”, sin adentrarse
en el suelo espiritual, en el supuesto histórico sobre el cual nació y tomó
forma tan extraño personaje. El asunto merece la pena y sólo nos queda esperar
que algún adepto de una de las luminarias de la constelación se lance a su
develamiento, sin temor de que el conocimiento disminuya en nada la pasión ni
enfríe la fe de que son portadores.
El “caso Rilke”, como el caso Proust y el caso
Kafka, pertenece a la Historia religiosa de Europa. Su figura solamente
resplandece (y su figura corresponde al culto de sus devotos) cuando lo vemos
nacer y vivir en medio de ese desierto de la vida religiosa que ha sido la
Europa última. Desierto tan propicio a los espejismos como todos los desiertos
habitados por la sed, pero también promisores de verdaderos florecimientos. No
pensamos acometer aquí tal estudio, ni en esquema, pero no podemos pasarnos sin
hacer la observación de que en medio de la cultura y el refinamiento
intelectuales de la Europa última, el santoral oficial de la Iglesia Romana se
haya enriquecido exclusivamente con figuras luminosas y llenas de encanto, sí,
pero de extremada inocencia y simplicidad. Santos de la pura simplicidad, en
todo su esplendor milagroso y bellísimo, como Bernardette de Lourdes, como
Teresita de Lisieux, como el laborioso Cura de Ars. Ninguna figura paralela a
los santos de otros tiempos, metidos hasta el fondo en los conflictos de la
época, creadores, aunque a veces a su pesar, de Historia.
Y así, paralelamente a este suceso de la exclusiva
entrada de los inocentes en el santoral, se presentan estas otras figuras
ambiguas y llenas de hechizo, creadores, mártires de todas las torturas de la
creación y, más que nada, de la soledad e incomunicación con el mundo, con un
mundo del que se sentían huéspedes extraños y enojosos. Su obra y su vida
revelan de modo indudable este desierto, esta inhibición religiosa y esta
insaciable sed que busca manantiales sin descanso. Y no puede constituir
objeción lo que parece ser la tesis de E. M. Butler sobre Rilke: que se trata
nada más que de un poeta que adopta actitudes religiosas “por un equívoco entre
Arte y Religión”. Sin negar el equívoco, que quizá lo haya —mas por otras
razones—, la poesía en Rilke no es de ningún modo extraña al espíritu religioso
de Rilke, como no lo ha sido jamás en el seno de toda aurora de una fe. Las
religiones han irrumpido poéticamente en el mundo con mucha frecuencia. Y
ahondando en el origen del Arte bien pronto se ve que la actividad creadora de
“imágenes sagradas” está en su comienzo y no es nunca abolida del todo en la
creación artística. Rilke se abrió camino trabajosamente, pero certeramente, a
través del laicismo moderno hacia la unidad antigua que quiso restaurar, entre
poesía y espíritu religioso, la unidad de la verdadera “poiesis”, la actividad
creadora del hombre que engendra Dioses, Mitos, Historias en que la creación
del mundo se devela. Su identificación con Orfeo, tan minuciosamente descrita
en el libro en cuestión, no puede tener otro
sentido que ese milagro de quien, solitario entre los hombres, descubre
el espejo que le devuelve su auténtica imagen, respuesta de la esfinge que era
su destino, que al fin se compone con los rasgos verídicos, del cantor eterno,
oculto pero viviente como en un palimpsesto, bajo toda poesía de todo tiempo.
Se hace sentir un paralelo que la autora no hace, o
diríamos que se va haciendo sólo por virtud de la honradez mental con que el
libro está escrito. Es el paralelo con Nietzsche. Un nombre de mujer les une en
visible eslabón: Lou Andreas Salome, ángel tutelar del poeta, tropezadero del
filósofo-poeta, si hemos de creer ciertos rumores históricos. Confirma la
bienhechora amistad de esta mujer privilegiada, la influencia saludable de la
mujer para el poeta, la persistencia de la musa, y la enemistad, también
antigua, de la mujer hacia el pensamiento en su rigor filosófico, de la que no
se conoce sino la excepción de la extraordinaria mujer llamada Heloísa —bien
digna, por cierto, de una respetuosa y apasionada rememoración—. El paralelo
con el desdichado filósofo-poeta surge no sólo evocado por el nombre de Lou
Andreas, sino por el destino que los hace desconocerse a sí mismos, mártires de
una perdida unidad del espíritu creador humano que descuartizado espera, nuevo
Osiris, el ardiente desvelo de una Isis milagrosa que recoja sus esparcidos
miembros.
Más afortunado, quizá más paciente y más sano que
Nietzsche, Rainer Maria Rilke sale triunfante del juicio sumarísimo levantado
por el abogado del diablo de nuestro tiempo, el espíritu comedido y honrado de
la burguesía que ha aprendido ya que a los mártires no se les puede hacer morir
en una cruz, fuego y sangre que resucita, sino en cenizas de indiferencia y
olvido. Pero el espíritu creador que no descansa aprende también a vencer el
olvido, a hechizar lo que parecía inhechizable.
Sur, año XIV, agosto de 1944.