LO QUE HE VISTO EN RUSIA
Me propongo escribir algún día lo que he visto de
Rusia. No obstante, diré, sin apartarme de mi tema, que es un país mal
conocido, porque casi no se ha observado de esa nación más que un número
reducido de hombres de la corte, cuyos defectos son tanto mayores cuanto que el
poder del soberano está menos limitado. En la mayor parte de los casos sólo
sobresalen por el intrépido coraje que es común a todas las clases; pero los
campesinos rusos, esa nutrida parte de la nación que sólo conoce la tierra que cultiva
y el cielo que contempla, tienen algo de realmente admirable. La afabilidad de
esos hombres, su hospitalidad, su elegancia natural, son extraordinarias; para
su modo de ver, los peligros no existen; no creen que haya nada imposible
cuando su amo lo ordena. Esta palabra, amo, que los cortesanos transforman en
objeto de adulación y de cálculo, no produce el mismo efecto en un pueblo casi
asiático. El monarca, como jefe del culto, forma parte de la religión; los
campesinos se prosternan en presencia del emperador, del mismo modo en que
saludan la iglesia delante de la que pasan; ningún sentimiento servil se mezcla
con lo que expresan en ambos casos.
Gracias a la sabiduría ilustrada del soberano
actual, todas las mejoras posibles se llevarán a cabo gradualmente en Rusia.
Pero no hay nada más absurdo que los discursos que, por lo común, repiten los
que temen las luces de Alejandro. “¿Por qué —dicen— este emperador, que tanto
entusiasma a los amigos de la libertad, no establece en su país el régimen
constitucional que aconseja a los demás?”. Ésta es una de las mil y una
astucias de los enemigos de la razón humana: querer impedir lo que es posible y
deseable para una nación, pidiendo aquello que actualmente no lo es en otra.
Todavía no existe un Tercer Estado en Rusia: ¿cómo podría, entonces, crearse
allí un gobierno representativo? Falta casi del todo la clase intermedia entre
los boyardos y el pueblo. Se podría aumentar el peso político de los grandes
señores y deshacer, en lo que a esto se refiere, la obra de Pedro I; pero esto
sería retroceder en lugar de avanzar, ya que el poder del emperador, por muy
absoluto que sigue siendo, es una mejora social si se lo compara con lo que era
antaño la aristocracia rusa. En lo que respecta a la civilización, Rusia recién
se encuentra en esa época de la historia en la que, por el bien de las
naciones, era necesario limitar el poder de los privilegiados mediante el poder
de la corona. Treinta y seis religiones, incluyendo los cultos paganos, treinta
y seis pueblos diferentes están, no reunidos, sino esparcidos en un territorio
inmenso. Por una parte, el culto griego es compatible con una tolerancia
perfecta, y por la otra, el vasto espacio que ocupan los hombres les deja a
todos la libertad de vivir de acuerdo con sus costumbres. En este orden de
cosas, no existen todavía luces que puedan concentrarse, individuos que puedan
hacer funcionar las instituciones. El único lazo que une a pueblos casi
nómadas, y cuyas casas parecen cabañas de madera levantadas en la llanura, es
el respeto por el monarca y el orgullo nacional; el tiempo desarrollará en lo
sucesivo otros lazos.
Yo me encontraba en Moscú exactamente un mes antes
de que entrase el ejército de Napoleón, y no me atreví a permanecer allí mucho rato,
temiendo ya su llegada. Mientras me paseaba en lo alto del Kremlin, el palacio
de los antiguos zares que domina la inmensa capital de Rusia y sus mil ochocientas
iglesias, pensaba que le había sido concedido a Bonaparte ver los imperios a
sus pies, así como Satanás se los ofreció a Nuestro Señor. Pero cuando ya no le
quedaba nada por conquistar en Europa, el destino lo atrapó para hacerlo caer
tan rápidamente como se había elevado. Quizás desde entonces ha aprendido que,
sean cuales sean los acontecimientos de las primeras escenas, existe un poder
de virtud que siempre vuelve a aparecer en el quinto acto de las tragedias; así
como, en el mundo antiguo, un dios cortaba el nudo cuando la acción era digna
de ello.
Ediciones De la Mirándola, 2015 (epub), 2018 (en papel).
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.
Je me propose d’écrire un jour ce que j’ai vu de la Russie. Toutefois
je dirai, sans me détourner de mon sujet, que c’est un pays mal connu, parce
qu’on n’a presque observé de cette nation qu’un petit nombre d’hommes de cour,
dont les défauts sont d’autant plus grands que le pouvoir du souverain est
moins limité. Ils ne brillent pour la plupart que par l’intrépide bravoure
commune à toutes les classes ; mais les paysans russes, cette nombreuse
partie de la nation qui ne connaît que la terre qu’elle cultive, et le ciel
qu’elle regarde, a quelque chose en elle de vraiment admirable. La douceur de
ces hommes, leur hospitalité, leur élégance naturelle, sont
extraordinaires ; aucun danger n’a d’existence à leurs yeux ; ils ne
croient pas que rien soit impossible quand leur maître le commande. Ce mot de
maître, dont les courtisans font un objet de flatterie et de calcul, ne produit
pas le même effet sur un peuple presque asiatique. Le monarque, étant chef du
culte, fait partie de la religion ; les paysans se prosternent en présence
de l’empereur, comme ils saluent l’église devant laquelle ils passent ;
aucun sentiment servile ne se mêle à ce qu’ils témoignent à cet égard.
Grâce à la sagesse éclairée du
souverain actuel, toutes les améliorations possibles s’accompliront
graduellement en Russie. Mais il n’est rien de plus absurde que les discours
répétés d’ordinaire par ceux qui redoutent les lumières d’Alexandre.
« Pourquoi, disent-ils, cet empereur, dont les amis de la liberté sont si
enthousiastes, n’établit-il pas chez lui le régime constitutionnel qu’il
conseille aux autres pays ? » C’est une des mille et une ruses des
ennemis de la raison humaine, que de vouloir empêcher ce qui est possible et
désirable pour une nation, en demandant ce qui ne l’est pas actuellement chez
une autre. Il n’y a point encore de Tiers-État en Russie : comment donc
pourrait-on y créer un gouvernement représentatif ? La classe
intermédiaire entre les boyards et le peuple manque presque entièrement. On
pourrait augmenter l’existence politique des grands seigneurs, et défaire, à
cet égard, l’ouvrage de Pierre Ier ; mais ce serait reculer au lieu
d’avancer ; car le pouvoir de l’empereur, tout absolu qu’il est encore,
est une amélioration sociale, en comparaison de ce qu’était jadis
l’aristocratie russe. La Russie, sous le rapport de la civilisation, n’en est
qu’à cette époque de l’histoire où , pour le bien des nations, il fallait
limiter le pouvoir des privilégiés par celui de la couronne. Trente-six
religions, en y comprenant les cultes païens, trente-six peuples divers sont,
non pas réunis, mais épars sur un terrain immense. D’une part, le culte grec
s’accorde avec une tolérance parfaite, et de l’autre, le vaste espace
qu’occupent les hommes leur laisse la liberté de vivre chacun selon ses mœurs.
Il n’y a point encore dans cet ordre de choses, des lumières qu’on puisse
concentrer, des individus qui puissent faire marcher des institutions. Le seul
lien qui unisse des peuples presque nomades, et dont les maisons ressemblent à
des tentes de bois établies dans la plaine, c’est le respect pour le monarque,
et la fierté nationale ; le temps en développera successivement d’autres.
J’étais à Moscou un mois, jour
pour jour, avant que l’armée de Napoléon y entrât, et je n’osai m’y arrêter que
peu de moments, craignant déjà son approche. En me promenant au haut du
Kremlin, palais des anciens czars, qui domine sur l’immense capitale de la
Russie et sur ses dix-huit cents églises, je pensais qu’il était donné à
Bonaparte de voir les empires à ses pieds, comme Satan les offrit à notre
Seigneur. Mais c’est lorsqu’il ne lui restait plus rien à conquérir en Europe,
que la destinée l’a saisi, pour le faire tomber aussi rapidement qu’il était
monté. Peut-être a-t-il appris depuis que, quels que soient les événements des
premières scènes, il existe une puissance de vertu qui reparaît toujours au
cinquième acte des tragédies ; comme, chez les anciens un dieu tranchait
le nœud quand l’action en était digne.
KIEV Y EL CULTO ORTODOXO
No hay que
imaginarse que al aproximarse a Kiev, ni a la mayoría de lo que en Rusia se les
llama ciudades, se vea algo que se parezca a las ciudades de Occidente; los
caminos no están mejor cuidados, las casas de campo no anuncian una región más
poblada. Al llegar a Kiev, lo primero que vi fue un cementerio: es así como me
enteré de que estaba cerca de un lugar donde los hombres viven reunidos. La
mayoría de las casas de Kiev parecen tiendas de campaña, y de lejos la ciudad
presenta el aspecto de un campamento; uno no puede dejar de pensar que han
tomado como modelo las casas ambulantes de los tártaros para levantar con
maderas casas que tampoco parecen tener una gran solidez. Pocos días bastan
para construirlas; incendios frecuentes las destruyen, y se va al bosque para
encargarse una casa como se va al mercado a hacer provisiones para el invierno.
Sin embargo, en medio de esas chozas, se yerguen palacios y, sobre todo,
iglesias cuyas cúpulas verdes y doradas impresionan particularmente la vista.
Cuando, al atardecer, el sol lanza sus rayos sobre esas cúpulas brillantes, se
diría que vemos, más que un edificio permanente, una iluminación para una
fiesta.
Los rusos no pasan nunca delante de una iglesia sin
persignarse, y su larga barba contribuye en mucho a la expresión religiosa de su fisonomía. La mayoría usan una larga
túnica azul, ceñida por un cinturón rojo; el vestido de las mujeres también
tiene algo de asiático, y se puede observar en ellos ese gusto por los colores
intensos que nos vienen de los países
donde el sol es tan hermoso que se acostumbra hacer resaltar el propio brillo
con los objetos que él hace relucir. Tan rápidamente tomé el gusto de esas
vestimentas orientales, que no me agradaba ver a los rusos vestidos como los
demás europeos; me parecía que iban a entrar así en esa regularidad del
despotismo de Napoleón que a todas las naciones primero les regala el servicio
militar, luego los impuestos de guerra, y después el código napoleónico, para
regir del mismo modo a naciones del todo diferentes.
El Dniéper,
al que los antiguos llamaban el Boristenes, pasa por Kiev, y la antigua
tradición del país asegura que un barquero encontró, al atravesarlo, que sus
aguas eran tan puras que quiso fundar una ciudad en sus orillas. En efecto, los
ríos son las mayores bellezas de la naturaleza en Rusia. Apenas si existen
arroyos, debido a la arena que obstruye sus cauces. Casi no hay variedad de
árboles; el triste abedul se repite sin cesar en esa naturaleza poco
imaginativa: hasta se podría llegar a extrañar las piedras, hasta tal punto uno
se cansa de no encontrar colinas ni valles, y de ir siempre adelante sin
encontrar objetos nuevos. Son los ríos los que liberan a la mente de ese
cansancio: los sacerdotes bendicen esos ríos. El emperador, la emperatriz y
toda la corte asisten a la ceremonia de la bendición del Neva, en medio del frío
más riguroso del invierno. Se dice que Vladimir, a principios del siglo XI,
declaró que todas las aguas del Boristenes eran sagradas, y que bastaba con
sumergirse en ellas para ser cristiano; como el bautismo de los griegos se hace
por inmersión, miles de hombres fueron al río a abjurar de su idolatría. Es ese
mismo Vladimir que había enviado embajadores a distintos países para saber, de
todas las religiones, cual le convenía mas adoptar; se decidió por el culto
griego, debido a la pompa de las ceremonias. Quizás lo prefirió por motivos más
importantes: de hecho, el culto griego, al excluir el dominio del papa, le
concede a un tiempo al soberano de Rusia el poder temporal y espiritual.
La religión griega es necesariamente menos
intolerante que el catolicismo, ya que al ser acusada de cismática, no tiene
mucho derecho a quejarse de los heréticos; por lo cual todas las religiones son
aceptadas en Rusia y, desde la orillas del Don hasta las orillas del Neva, la
fraternidad de la patria reúne a los hombres, a pesar de que las opiniones teológicas
los separan. Los sacerdotes son casados, y casi nunca los nobles eligen ese
estado; de lo cual resulta que el clero no tiene mucho peso político, tiene
influencia sobre el pueblo, pero está sometido al emperador.
Las ceremonias de la religión griega son por lo
menos tan bellas como las de los católicos; los cantos eclesiásticos son maravillosos:
todo en ese culto conduce a la reflexión profunda; tiene algo de poético y
sensible, pero me parece que es más capaz de cautivar la imaginación que de
dirigir la conducta. Cuando el sacerdote sale del santuario, en el que
permanece encerrado durante la comunión, se diría que se abren las puertas del
día; la nube de incienso que lo rodea, la plata, el oro y las piedras preciosas
que brillan en los ornamentos y en la iglesia, parecen provenir del país en que
se adoraba al sol.
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.
Il ne faut pas s’imaginer qu'en approchant de Kiew, ni de la plupart
de ce qu'on appelle des villes en Russie, on voie rien qui ressemble aux villes
de l’Occident ; les chemins ne sont pas mieux soignés, des maisons de campagne
n'annoncent pas une contrée plus peuplée. En arrivant dans Kiew, le premier objet
que j’aperçus, ce fut un cimetière : j’appris ainsi que j’étais près d’un lieu
où des hommes étaient rassemblés. La plupart des maisons de Kiew ressemblent à
des tentes, et de loin la ville a l’air d’un camp ; on ne peut s’empêcher de
croire qu’on a pris modèle sur les demeures ambulantes des Tartares pour bâtir
en bois des maisons qui ne paraissent pas non plus d’une grande solidité. Peu
de jours suffisent pour les construire ; de fréquents incendies les consument,
et l’on envoie à la forêt pour se commander une maison, comme au marché pour
faire ses provisions d’hiver. Au milieu de ces cabanes s’élèvent pourtant des
palais, et surtout des églises dont les coupoles vertes et dorées frappent
singulièrement les regards. Quand, le soir, le soleil darde ses rayons sur ces
voûtes brillantes, on croit voir une illumination pour une fête, plutôt qu’un
édifice durable.
Les Russes ne passent jamais devant une église sans faire le signe de
la croix, et leur longue barbe ajoute beaucoup à l’expression religieuse de
leur physionomie. Ils portent pour la plupart une grande robe bleue, serrée
autour du corps par une ceinture rouge ; l’habit des femmes a aussi quelque chose
d’asiatique, et l’on y remarque ce goût pour les couleurs vives qui nous vient
des pays où le soleil est si beau, qu’on aime à faire ressortir son éclat par
les objets qu’il éclaire. Je pris en peu de temps tellement de goût à ces habits
orientaux, que je n’aimais pas à voir des Russes vêtus comme le reste des
Européens ; il me semblait alors qu’ils allaient entrer dans cette grande
régularité du despotisme de Napoléon, qui fait présent à toutes les nations de
la conscription d’abord, puis des taxes de guerre, puis du Code Napoléon, pour
régir de la même manière des nations toutes différentes.
Le Dnieper, que les anciens appelaient Borysthène, passe à Kiew, et l’ancienne
tradition du pays assure que c’est un batelier qui, en le traversant, trouva
ses ondes si pures, qu’il voulut fonder une ville sur ses bords. En effet, les
fleuves sont les plus grandes beautés de la nature en Russie. À peine si l’on y
rencontre des ruisseaux, tant le sable en obstrue le cours. Il n’y a presque
point de variété d’arbres ; le triste bouleau revient sans cesse dans cette
nature peu inventive : on y pourrait regretter même les pierres, tant on est
quelque-fois fatigué de ne rencontrer ni collines ni vallées, et d’avancer toujours
sans voir de nouveaux objets. Les fleuves délivrent l’imagination de cette
fatigue : aussi les prêtres bénissent-ils ces fleuves. L’Empereur, l’Impératrice
et toute la Cour vont assister à la cérémonie de la bénédiction de la Neva,
dans le moment du plus grand froid de l’hiver. On dit que Wladimir, au
commencement du XIe siècle, déclara que toutes les ondes de Borysthène étaient
saintes, et qu'il suffisait de s’y plonger pour être chrétien ; le baptême des
Grecs se faisant par immersion, des milliers d’hommes allèrent dans ce fleuve abjurer
leur idolâtrie. C’est ce même Wladimir qui avait envoyé des députés dans divers
pays pour savoir laquelle de toutes les religions il lui convenait le mieux d’adopter
; il se décida pour le culte grec, à cause de la pompe des cérémonies. Il le
préféra peut-être encore par des motifs plus importants : en effet, le culte
grec, en excluant l’empire du Pape, donne au souverain de la Russie les
pouvoirs spirituels et temporels tout ensemble.
La religion grecque est nécessairement moins intolérante que le
catholicisme ; car étant accusée de schisme, elle ne peut guère se plaindre des
hérétiques : aussi toutes les religions sont admises en Russie, et, depuis les
bords du Don jusqu’à ceux de la Neva, la fraternité de patrie réunit les hommes,
lors même que les opinions théologiques les séparent. Les prêtres grecs sont mariés,
et presque jamais les gentilshommes n’entrent dans cet état : il en résulte que
le clergé n’a pas beaucoup d’ascendant politique ; il agit sur le peuple, mais
il est très soumis à l’Empereur.
Les cérémonies du culte grec sont au moins aussi belles que celles des
catholiques ; les chants d’église sont ravissants : tout porte à la rêverie
dans ce culte ; il a quelque chose de poétique et de sensible, mais il me
semble qu’il captive plus l’imagination qu’il ne dirige la conduite. Quand le
prêtre sort du sanctuaire, où il reste enfermé pendant qu’il communie, on
dirait qu’on voit s’ouvrir les portes du jour ; le nuage d’encens qui l’environne,
l’argent, l’or et les pierreries qui brillent sur ses vêtements et dans
l'église, semblent venir du pays où l’on adorait le soleil.
Extraits de Dix années d'exil.