ESCENAS DE LA VIDA DE UN MONSTRUO DOBLE
Hace algunos años el doctor Fricke nos preguntó a Lloyd y a mí algo que ahora intentaré contestar. Con una pensativa sonrisa de deleite científico acarició la carnosa banda cartilaginosa que nos une (omphalopagus-diaphragmo-xiphodidymus, como tradujo Pancoast un caso similar) e inquirió si podíamos recordar la primera vez que uno de nosotros, o ambos, tuvimos conciencia de la peculiaridad de nuestra condición y destino. Todo lo que Lloyd pudo recordar fue cómo nuestro Abuelo Ibrahim (o Ahim o Ahem: fastidiosas masas de sonidos muertos para el oído de hoy...) solía tocar lo que el doctor estaba tocando y lo llamaba un puente de oro. Yo no dije nada.
Pasamos nuestra infancia en una fértil colina, junto al Mar Negro, en la granja de nuestro abuelo, cerca de Karaz. Su hija más joven, la rosa del Oriente, la perla del gris Ahem (si tal hubiese sido, el viejo pillo pudo haberla cuidado más), había sido violada por un anónimo procreador en un huerto al borde de un camino y poco después, tras habernos dado a luz había muerto —imagino que de puro horror y pena. Ciertos rumores mencionaban un mercachifle húngaro; otros favorecían a un coleccionista de pájaros alemán, o a algún miembro de su expedición: el taxidermista, con más seguridad. Tenebrosas tías cargadas de collares, cuyas voluminosas vestimentas olían a aceite de rosa y a carnero, proveyeron como diestros vampiros a las necesidades de nuestra monstruosa infancia.
Los villorrios cercanos pronto se enteraron de la asombrosa noticia y empezaron a enviar a nuestra granja inquisitivos delegados. En los días de fiesta podía vérselos subir laboriosamente las laderas de nuestra colina, como peregrinos en estampas de colores brillantes. Había un pastor de más de dos metros de altura, y un hombrecito calvo con anteojos, y soldados, y las sombras crecientes de los cipreses. También los niños acudían a cada momento y eran alejados a puntapiés por nuestras celosas niñeras; pero casi todos los días algún jovenzuelo de ojos negros y pelo corto, vestido con pantalones de azul desteñido con remiendos oscuros, lograba abrirse camino como un gusano a través del cornejo y la madreselva y de los torcidos árboles de Judas hasta llegar al patio de guijarros con la vieja fuente reumática donde los pequeños Lloyd y Floyd (entonces teníamos otros nombres, llenos de incisivas letras aspiradas, pero no importa) masticaban tranquilamente damascos secos al pie de una pared encalada. Entonces, súbitamente, la hache parecía un ojo, el dos romano un uno, las tijeras un cuchillo.
No puede haber, desde luego, comparación alguna entre este impacto del conocimiento, por inquietante que haya sido, y la conmoción emotiva que recibió mi madre. (De paso: ¡qué serena alegría en este uso deliberado del posesivo singular!) Debe de haberse dado cuenta de que paría mellizos; pero cuando se enteró —como no pudo dejar de enterarse— de que los mellizos estaban unidos... ¿Qué sintió? Con la gente apasionadamente comunicativa, ignorante e irreprimida que nos rodeaba, la familia sumamente locuaz que cercaba los límites de su lecho desordenado seguramente le dijo de inmediato que algo terrible había sucedido; y se puede tener la certeza de que sus hermanas, en un frenesí de miedo y compasión, le mostraron el bebé doble. No digo que una madre no pueda amar semejante objeto doble, y olvidar en ese amor el oscuro rocío de su origen profano; creo simplemente que la mezcla de asco, piedad y amor maternal fue demasiado para ella. Los dos componentes de la pareja que enfrentaban sus ojos absortos eran hermosos y sanos, con una pelusa rubia y sedosa en sus cráneos lilas, y piernas y brazos bien formados, como de caucho, que se agitaban como las muchas extremidades de algún maravilloso animal marino. Cada uno era eminentemente normal, pero juntos formaban un monstruo. Es extraño, realmente, pensar que la presencia de una mera banda de tejidos, un faldón de carne poco más largo que el hígado de un cordero sea capaz de trasformar la alegría, el orgullo, la ternura, la adoración y la gratitud a Dios en horror y desesperación.
En cuanto a nosotros, la cosa era mucho más sencilla. Los adultos eran demasiado diferentes de nosotros en todo sentido como para permitir cualquier analogía, pero nuestro primer visitante contemporáneo fue para mí una revelación moderada. Mientras Lloyd contemplaba plácidamente al atónito niño de siete u ocho años que nos observaba a la sombra de una higuera encorvada y también observante, recuerdo haber apreciado totalmente la diferencia esencial entre el recién llegado y yo. Él proyectaba una sombra corta y azul en el suelo; yo también, pero además de esa compañía inestable, plana y sumaria que él y yo debíamos al sol y que se desvanecía con el mal tiempo, yo poseía otra sombra, un reflejo palpable de mi persona corpórea que siempre estaba a mi lado, a mi izquierda, mientras mi visitante había logrado de algún modo perder al suyo, o se lo había desprendido y lo había dejado en su casa. Lloyd y Floyd, unidos, eran completos y normales; él no era una cosa ni la otra.
Pero quizá para dilucidar estas cuestiones tan minuciosamente como lo merecen, debería decir algo de recuerdos aún anteriores. A menos que las emociones adultas manchen las pasadas creo que puedo atestiguar el recuerdo de cierto disgusto leve. Por virtud de nuestra duplicidad anterior, yacíamos originalmente frente a frente, unidos por nuestro ombligo común, y en aquellos primeros años de existencia, mi cara era frotada constantemente por la dura nariz v los labios húmedos de mi mellizo. Una tendencia a echar la cabeza hacia atrás y a separar nuestras caras lo más posible fue la reacción natural ante esos incómodos contactos. La gran flexibilidad de nuestra banda de unión nos permitía tomar recíprocamente una posición más o menos lateral, y cuando aprendimos a caminar nos meneábamos en esa actitud "lado a lado" que debe de haber parecido más forzada de lo que realmente era, haciéndonos semejantes —supongo— a un par de enanos ebrios que se sostenían el uno al otro. Durante mucho tiempo volvíamos durante el sueño a nuestra posición fetal; pero apenas nos despertaba la incomodidad que ella provocaba, apartábamos de nuevo las caras con un sacudón, con enfrentada repugnancia, con un doble chillido.
Insisto en que a los tres o cuatro años nuestros cuerpos rechazaban oscuramente su torpe conjunción mientras nuestras mentes no discutían su normalidad. Luego, antes que pudiésemos tener conciencia de sus desventajas, la intuición física descubrió un medio de atemperarlas; y desde entonces apenas pensamos en ellas. Todos nuestros movimientos se convirtieron en un juicioso compromiso entre lo común y lo particular. El diseño de los actos suscitados por este o aquel impulso mutuo formaba una especie de fondo generalizado, gris y parejo, contra el cual el impulso discreto (de él o mío) seguía un curso más brillante y acentuado, pero (guiado como estaba por la urdimbre del diseño de fondo) nunca se desviaba de la trama común o del capricho del otro mellizo.
Me refiero ahora sólo a nuestra infancia, cuando la naturaleza aún no podía permitirse socavar mediante un conflicto entre nosotros nuestra vitalidad tan duramente ganada. En años posteriores tuve ocasión de lamentar que no hayamos perecido o que no hayamos sido separados mediante la cirugía, antes de abandonar esa etapa inicial en que un ritmo omnipresente, como cierto distante tom-tom que latiese en la selva de nuestro sistema nervioso, era el único responsable de la regulación de nuestros movimientos. Por ejemplo, cuando uno de nosotros iba a inclinarse para apropiarse de una hermosa margarita y el otro, exactamente en el mismo momento, estaba a punto de estirar un brazo para arrancar un higo maduro, el éxito individual dependía del modo en que el movimiento de cada uno sabía adaptarse a la pulsación actual de nuestro ritmo común y continuo, tras lo cual, con un brevísimo movimiento espasmódico, el ademán interrumpido de un mellizo era absorbido y disuelto en la onda enriquecida de la acción completada por el otro. Digo “enriquecida” pues el fantasma de la flor no arrancada, de algún modo parecía estar también allí, latiendo entre los dedos que se cerraban sobre la fruta.
Podía haber un período de semanas o aun meses en que el ritmo conductor estuviese mucho más a menudo del lado de Lloyd que del mío, y luego podía sobrevenir un período en el cual yo estuviese en la cresta de la ola; pero no puedo recordar ningún momento de nuestra infancia en que la frustración o el éxito en estas cuestiones provocase en alguno de nosotros resentimiento u orgullo.
En alguna parte dentro de mí, sin embargo, debe de haber habido alguna célula sensible que se extrañase ante algo tan curioso como esa fuerza que de pronto me arrancaba del objeto de algún deseo fortuito para llevarme a otras cosas no deseadas, arrojadas en la esfera de mi voluntad en vez de ser alcanzadas conscientemente y envueltas en sus tentáculos. De ese modo, mientras yo observaba a algún niño que casualmente nos observase a Lloyd y a mí, recuerdo haber reflexionado sobre los dos aspectos del problema: primero, si quizá un estado corpóreo individual tenía más ventajas que el nuestro; segundo, si todos los niños eran individuales. Se me ocurre ahora que muy a menudo los problemas que me inquietaban tenían dos aspectos; quizá una gotera de la cerebración de Lloyd penetraba mi mente y uno de los dos problemas elaborados era suyo.
Cuando el codicioso Abuelo Ahem decidió exhibirnos a las visitas por dinero, siempre hubo entre las manadas que acudieron algún bribón ansioso por oírnos hablar entre nosotros. Como sucede con las mentes primitivas, exigía a sus oídos que corroboraran lo que sus ojos veían. Nuestra gente nos amenazó para que complaciésemos esos deseos y no entendía qué tenían de lamentable. Pudimos haber invocado nuestra timidez, pero la verdad era que en realidad nunca nos hablábamos aunque estuviésemos solos, pues los breves y quebrados gruñidos de reconvención esporádica que a veces intercambiábamos (por ejemplo cuando uno se había herido un pie y lo tenía vendado, y el otro quería ir a chapotear en el arroyo) apenas podían considerarse diálogo. Realizábamos sin palabras la comunicación de sensaciones sencillas y esenciales: hojas derramadas en el torrente de nuestra sangre compartida. Los pensamientos inconsistentes lograban deslizarse y viajar entre nosotros. Los más ricos los guardaba cada uno para sí, pero aun entonces ocurrían extraños fenómenos. Sospecho por esto que Lloyd, a pesar de su carácter más calmo, luchaba con las mismas realidades nuevas que me desconcertaban. Cuando creció olvidó muchas cosas. Yo no he olvidado nada.
Nuestro público no sólo esperaba oírnos hablar; también quería que jugásemos juntos, ¡Imbéciles! Obtenían una diversión considerable viéndonos desplegar ingenio en el juego de damas o en el muzla. Presumo que si hubiésemos sido mellizos de sexo opuesto nos habrían hecho cometer incesto en su presencia. Pero como los juegos mutuos no eran para nosotros más habituales que la conversación, sufríamos suplicios sutiles cuando éramos obligados a ejecutar los entumecidos movimientos de pasarnos el uno al otro una pelota en algún lugar entre los esternones, o de fingir que nos disputábamos un palillo. Provocábamos aplausos frenéticos corriendo por el patio con los brazos de uno alrededor de los hombros del otro. Sabíamos saltar y dar vueltas.
Un vendedor ambulante de específicos, un individuo pequeño y calvo con una blusa rusa blanca y sucia, sabía un poco de turco y de inglés, nos enseñó frases en estos idiomas y después tuvimos que demostrar nuestra habilidad a un público fascinado. Todavía sus rostros inflamados me persiguen en las pesadillas, pues vienen cada vez que mi fabricante de sueños necesita algún número de excepción. Vuelvo a ver al gigante pastor con rostro de bronce y harapos multicolores, a los soldados de Karaz, al sastre armenio tuerto y jorobado (un monstruo por derecho propio), niñas rientes, ancianas suspirantes, niños, gente joven con ropas occidentales: ojos ardientes, dientes blancos, negras bocas abiertas; y, desde luego, al Abuelo Ahem con su nariz de marfil amarillo y su barba de lana gris, mientras dirige las operaciones o cuenta los billetes sucios o humedece su enorme pulgar. El lingüista, el de blusa bordada y cabeza calva, cortejaba a una de mis tías pero observaba constantemente a Ahem con envidia a través de sus anteojos con montura de acero.
Hacia los nueve años supe con suficiente claridad que Lloyd y yo constituíamos un fenómeno de los más insólitos. Este conocimiento no provocó en mí ningún júbilo especial, ninguna vergüenza especial. Pero una vez, una cocinera histérica y bigotuda que se había encariñado mucho con nosotros y compadecía nuestra desgracia declaró con una maldición atroz que en ese mismo instante iba a separarnos por medio de un resplandeciente cuchillo que blandió súbitamente. (En el acto fue dominada por nuestro abuelo y por uno de nuestros tíos recién adquiridos). Tras ese incidente, a menudo jugueteé con una inocente ensoñación, imaginándome de algún modo separado del pobre Lloyd, quien de algún modo conservaba su monstruosidad...
El incidente del cuchillo no me preocupó y de todos modos la forma de separación permaneció muy vaga; pero imaginé muy nítidamente la súbita disolución de mis cadenas y la sensación de liviandad y desnudez que sobrevendría. Me imaginé pasando por encima del cerco —un cerco cuyas estacas estaban coronadas por cráneos descoloridos de animales de la granja— y bajando hacia la playa. Me vi saltando de piedra en piedra e internándome en el mar deslumbrante, y volviendo en cuatro patas a la orilla y correteando por la arena con otros niños desnudos. Soñaba todo esto por las noches: me veía huir del abuelo, llevándome un juguete, un gatito o un pequeño cangrejo apretados contra mi lado izquierdo; me veía encontrándome con el pobre Lloyd, quien en el sueño se me aparecía cojeando, atado desesperadamente a un mellizo también cojo, mientras yo podía bailar alrededor de ellos y palmearlos en sus humildes espaldas.
Me pregunto si Lloyd tenía visiones parecidas. Algunos médicos han opinado que a veces nuestras mentes se entremezclaban al soñar. Una mañana gris azulada, Lloyd tomó una ramita y dibujó en el polvo un barco con tres mástiles. Yo me había visto dibujar ese barco en la penumbra de un sueño que había soñado la noche anterior.
Una amplia capa negra de pastor cubría nuestros hombros, y cuando estábamos en cuclillas, todo salvo nuestras cabezas y la mano de Lloyd quedaba oculto en sus pliegues. El sol había salido poco antes y el cortante aire de marzo era una capa sobre otra de hielo semitransparente a través del cual el torcido árbol de Judas florecía toscamente con manchas borroneadas de rosado purpúreo. La casa blanca, larga y baja que estaba detrás de nosotros, llena de mujeres gordas con sus maridos malolientes, dormía profundamente. No dijimos nada; ni siquiera nos miramos; pero, arrojando lejos su ramita, Lloyd puso su brazo derecho sobre mi hombro, como hacía siempre que deseaba que caminásemos rápido; y arrastrando el borde de nuestra prenda común sobre las malezas secas, mientras los guijarros se deslizaban bajo nuestros pies, nos dirigimos hacia la avenida de cipreses que conducía a la playa.
Era nuestro primer intento de visitar el mar que desde la cumbre de nuestra colina veíamos brillar suavemente a lo lejos, rompiendo pausada y silenciosamente sobre las rocas lustrosas. No necesito esforzar mi memoria aquí para ubicar esa huida accidentada en un lugar decisivo de nuestro destino. Pocas semanas antes, en nuestro duodécimo cumpleaños, el abuelo Ibrahim había empezado a acariciar la idea de enviarnos en compañía de nuestro tío más reciente en una gira de seis meses por el país. Regateaban constantemente por las condiciones, habían disputado y hasta llegaron a pelearse; Ahem llevó la mejor parte.
Temíamos a nuestro abuelo y detestábamos al tío Novus. Sentíamos, presumiblemente, de algún modo monótono y desdichado (sin conocer nada de la vida, pero oscuramente conscientes de que el tío Novus se empeñaba en engañar al abuelo), que debíamos intentar hacer algo para impedir que un empresario nos hiciese rodar en una prisión circulante, como monos o águilas. O quizá fuimos impulsados sólo por la idea de que esa era nuestra última oportunidad de gozar a solas nuestra pequeña libertad y hacer lo que nos estaba absolutamente prohibido: ir más allá de cierto cerco, abrir cierto portón.
Nos fue fácil abrir el desvencijado portón, pero no logramos hacerlo volver a su posición inicial. Un cordero blanco y sucio, con ojos ambarinos y una marca carmesí pintada sobre su frente dura y chata, nos siguió durante un rato antes de perderse entre los robles. Un poco más abajo, pero todavía muy por encima del valle, tuvimos que cruzar el camino que rodeaba la colina y unía nuestra granja con la carretera paralela a la costa. Un golpeteo de cascos y un raspar de ruedas se precipitaron sobre nosotros; con capa y todo nos arrojamos tras unos matorrales. Cuando el estruendo hubo cedido, cruzamos el camino y proseguimos junto a un declive cubierto de malezas. El mar plateado se ocultaba gradualmente detrás de cipreses y restos de viejos muros de piedra. Nuestra capa negra empezó a pesarnos y dar calor, pero perseveramos bajo su protección, temiendo que de otro modo algún transeúnte pudiese advertir nuestro achaque.
Aparecimos en la carretera, a pocos metros del audible mar, y allí, esperándonos bajo un ciprés, estaba un vehículo que conocíamos, parecido a un carro con ruedas altas, con el tío Novus que se bajaba del pescante... ¡Hombrecillo siniestro, taimado, ambicioso y sin principios! Pocos minutos antes, nos había divisado desde una de las galerías de la casa del abuelo y no había podido resistir a la tentación de aprovechar una escapada que milagrosamente le permitía apoderarse de nosotros sin forcejeos ni alborotos. Maldiciendo a los timoratos caballos, nos hizo subir rudamente al carro, nos hizo bajar las cabezas con un empujón y amenazó castigarnos si intentábamos espiar bajo nuestra capa. El brazo de Lloyd aún rodeaba mi hombro, pero un sacudón del carro lo separó. Las ruedas ya crujían y rodaban. Pasó algún tiempo antes que nos diésemos cuenta de que el conductor no nos llevaba a casa.
Veinte años han pasado desde aquella mañana gris de primavera, pero en mi mente está mucho mejor conservada que muchos sucesos posteriores. Una y otra vez la paso frente a mis ojos como un trozo de película cinematográfica, como he visto hacer a grandes malabaristas cuando repasan sus números. Así repaso todas las etapas y circunstancias y detalles incidentales de nuestra huida abortiva: el temblor inicial, el portón, el cordero, la ladera resbaladiza bajo nuestros pies torpes. Los tordos que espantamos deben de habernos visto como algo extraordinario: cubiertos con esa capa negra de la que sólo asomaban nuestras cabezas rapadas sobre delgados cogotes. Las cabezas giraban a uno y otro lado, cautamente, hasta alcanzar finalmente la carretera paralela a la costa. Si en ese momento algún aventurado desconocido hubiese desembarcado en la playa tras dejar su barco en la bahía, habría experimentado seguramente una emoción de antiguo encantamiento al enfrentarse con un dócil monstruo mitológico en un paisaje de cipreses y piedras blancas. Lo habría venerado, habría derramado dulces lágrimas. Pero, desgraciadamente, allí no había nadie para recibirnos excepto ese delincuente preocupado, nuestro nervioso secuestrador, un hombrecillo con cara de muñeca y anteojos baratos, uno de cuyos vidrios había sido remendado con un parche.
Traducción
de EDGARDO COZARINSKY
Revista Sur nº 271, Buenos Aires, julio y agosto de 1961
SCENES FROM THE LIFE OF A DOUBLE MONSTER
SOME years ago Dr. Fricke asked Lloyd and me a question that I shall try to answer now. With a dreamy smile of scientific delectation he stroked the fleshy cartilaginous band uniting us—omphalopagus diaphragmo-xiphodidymus, as Pancoast has dubbed a similar case—and wondered if we could recall the very first time either of us, or both, realized the peculiarity of our condition and destiny. All Lloyd could remember was the way our Grandfather Ibrahim (or Ahim, or Ahem—irksome lumps of dead sounds to the ear of today!) would touch what the doctor was touching and call it a bridge of gold. I said nothing.
Our childhood was spent atop a fertile hill above the Black Sea on our grandfather’s farm near Karaz. His youngest daughter, rose of the East, gray Ahem’s pearl (if so, the old scoundrel might have taken better care of her) had been raped in a roadside orchard by our anonymous sire and had died soon after giving birth to us—of sheer horror and grief, I imagine. One set of rumors mentioned a Hungarian peddler; another favored a German collector of birds or some member of his expedition—his taxidermist, most likely. Dusky, heavily necklaced aunts, whose voluminous clothes smelled of rose oil and mutton, attended with ghoulish zest to the wants of our monstrous infancy.
Soon neighboring hamlets learned the astounding news and began delegating to our farm various inquisitive strangers. On feast days you could see them laboring up the slopes of our hill, like pilgrims in bright-colored pictures. There was a shepherd seven feet tall, and a small bald man with glasses, and soldiers, and the lengthening shadows of cypresses. Children came too, at all times, and were shooed away by our jealous nurses; but almost daily some black-eyed, cropped-haired youngster in dark-patched, faded-blue pants would manage to worm his way through the dogwood, the honeysuckle, the twisted Judas trees, into the cobbled court with its old rheumy fountain where little Lloyd and Floyd (we had other names then, full of corvine aspirates—but no matter) sat quietly munching dried apricots under a whitewashed wall. Then, suddenly, the aitch would see an eye, the Roman two a one, the scissors a knife.
There can be, of course, no comparison between this impact of knowledge, disturbing as it may have been, and the emotional shock my mother received (by the way, what clean bliss there is in this deliberate use of the possessive singular!). She must have been aware that she was being delivered of twins; but when she learned, as no doubt she did, that the twins were conjoined ones—what did she experience then? With the kind of unrestrained, ignorant, passionately communicative folks that surrounded us, the highly vocal household just beyond the limits of her tumbled bed must, surely, have told her at once that something had gone dreadfully wrong; and one can be certain that her sisters, in the frenzy of their fright and compassion, showed her the double baby. I am not saying that a mother cannot love such a double thing—and forget in this love the dark dews of its unhallowed origin; I only think that the mixture of revulsion, pity, and a mother’s love was too much for her. Both components of the double series before her staring eyes were healthy, handsome little components, with a silky fair fuzz on their violet-pink skulls, and well-formed rubbery arms and legs that moved like the many limbs of some wonderful sea animal. Each was eminently normal, but together they formed a monster. Indeed, it is strange to think that the presence of a mere band of tissue, a flap of flesh not much longer than a lamb’s liver, should be able to transform joy, pride, tenderness, adoration, gratitude to God into horror and despair.
In our own case, everything was far simpler. Adults were much too different from us in all respects to afford any analogy, but our first coeval visitor was to me a mild revelation. While Lloyd placidly contemplated the awestruck child of seven or eight who was peering at us from under a humped and likewise peering fig tree, I remember appreciating in full the essential difference between the newcomer and me. He cast a short blue shadow on the ground, and so did I; but in addition to that sketchy, and flat, and unstable companion which he and I owed to the sun and which vanished in dull weather I possessed yet another shadow, a palpable reflection of my corporal self, that I always had by me, at my left side, whereas my visitor had somehow managed to lose his, or had unhooked it and left it at home. Linked Lloyd and Floyd were complete and normal; he was neither.
But perhaps, in order to elucidate these matters as thoroughly as they deserve, I should say something of still earlier recollections. Unless adult emotions stain past ones, I think I can vouch for the memory of a faint disgust. By virtue of our anterior duplexity, we lay originally front to front, joined at our common navel, and my face in those first years of our existence was constantly brushed by my twin’s hard nose and wet lips. A tendency to throw our heads back and avert our faces as much as possible was a natural reaction to those bothersome contacts. The great flexibility of our band of union allowed us to assume reciprocally a more or less lateral position, and as we learned to walk we waddled about in this side-by-side attitude, which must have seemed more strained than it really was, making us look, I suppose, like a pair of drunken dwarfs supporting each other. For a long time we kept reverting in sleep to our fetal position; but whenever the discomfort it engendered woke us up, we would again jerk our faces away, in regardant revulsion, with a double wail.
I insist that at three or four our bodies obscurely disliked their clumsy conjunction, while our minds did not question its normalcy. Then, before we could have become mentally aware of its drawbacks, physical intuition discovered means of tempering them, and thereafter we hardly gave them a thought. All our movements became a judicious compromise between the common and the particular. The pattern of acts prompted by this or that mutual urge formed a kind of gray, evenly woven, generalized background against which the discrete impulse, his or mine, followed a brighter and sharper course; but (guided as it were by the warp of the background pattern) it never went athwart the common weave or the other twin’s whim.
I am speaking at present solely of our childhood, when nature could not yet afford to have us undermine our hard-won vitality by any conflict between us. In later years I have had occasion to regret that we did not perish or had not been surgically separated, before we left that initial stage at which an ever-present rhythm, like some kind of remote tom-tom beating in the jungle of our nervous system, was alone responsible for the regulation of our movements. When, for example, one of us was about to stoop to possess himself of a pretty daisy and the other, at exactly the same moment, was on the point of stretching up to pluck a ripe fig, individual success depended upon whose movement happened to conform to the current ictus of our common and continuous rhythm, whereupon, with a very brief, chorealike shiver, the interrupted gesture of one twin would be swallowed and dissolved in the enriched ripple of the other’s completed action. I say “enriched” because the ghost of the unpicked flower somehow seemed to be also there, pulsating between the fingers that closed upon the fruit.
There might be a period of weeks and even months when the guiding beat was much more often on Lloyd’s side than on mine, and then a period might follow when I would be on top of the wave; but I cannot recall any time in our childhood when frustration or success in these matters provoked in either of us resentment or pride.
Somewhere within me, however, there must have been some sensitive cell wondering at the curious fact of a force that would suddenly sweep me away from the object of a casual desire and drag me to other, uncoveted things that were thrust into the sphere of my will instead of being consciously reached for and enveloped by its tentacles. So, as I watched this or that chance child which was watching Lloyd and me, I remember pondering a twofold problem: first, whether, perhaps, a single bodily state had more advantages than ours possessed; and second, whether all other children were single. It occurs to me now that quite often problems puzzling me were twofold: possibly a trickle of Lloyd’s cerebration penetrated my mind and one of the two linked problems was his.
When greedy Grandfather Ahem decided to show us to visitors for money, among the flocks that came there was always some eager rascal who wanted to hear us talk to each other. As happens with primitive minds, he demanded that his ears corroborate what his eyes saw. Our folks bullied us into gratifying such desires and could not understand what was so distressful about them. We could have pleaded shyness; but the truth was that we never really spoke to each other, even when we were alone, for the brief broken grunts of infrequent expostulation that we sometimes exchanged (when, for instance, one had just cut his foot and had had it bandaged and the other wanted to go paddling in the brook) could hardly pass for a dialogue. The communication of simple essential sensations we performed wordlessly: shed leaves riding the stream of our shared blood. Thin thoughts also managed to slip through and travel between us. Richer ones each kept to himself, but even then there occurred odd phenomena. This is why I suspect that despite his calmer nature, Lloyd was struggling with the same new realities that were puzzling me. He forgot much when he grew up. I have forgotten nothing.
Not only did our public expect us to talk, it also wanted us to play together. Dolts! They derived quite a kick from having us match wits at checkers or muzla. I suppose had we happened to be opposite-sex twins they would have made us commit incest in their presence. But since mutual games were no more customary with us than conversation, we suffered subtle torments when obliged to go through the cramped motions of bandying a ball somewhere between our breastbones or making believe to wrest a stick from each other. We drew wild applause by running around the yard with our arms around each other’s shoulders. We could jump and whirl.
A salesman of patent medicine, a bald little fellow in a dirty-white Russian blouse, who knew some Turkish and English, taught us sentences in these languages; and then we had to demonstrate our ability to a fascinated audience. Their ardent faces still pursue me in my nightmares, for they come whenever my dream producer needs supers. I see again the gigantic bronze-faced shepherd in multicolored rags, the soldiers from Karaz, the one-eyed hunchbacked Armenian tailor (a monster in his own right), the giggling girls, the sighing old women, the children, the young people in Western clothes—burning eyes, white teeth, black gaping mouths; and, of course, Grandfather Ahem, with his nose of yellow ivory and his beard of gray wool, directing the proceedings or counting the soiled paper money and wetting his big thumb. The linguist, he of the embroidered blouse and bald head, courted one of my aunts but kept watching Ahem enviously through his steel-rimmed spectacles.
By the age of nine, I knew quite clearly that Lloyd and I presented the rarest of freaks. This knowledge provoked in me neither any special elation nor any special shame; but once a hysterical cook, a mustachioed woman, who had taken a great liking to us and pitied our plight, declared with an atrocious oath that she would, then and there, slice us free by means of a shiny knife that she suddenly flourished (she was at once overpowered by our grandfather and one of our newly acquired uncles); and after that incident I would often dally with an indolent daydream, fancying myself somehow separated from poor Lloyd, who somehow retained his monsterhood.
I did not care for that knife business, and anyway the manner of separation remained very vague; but I distinctly imagined the sudden melting away of my shackles and the feeling of lightness and nakedness that would ensue. I imagined myself climbing over the fence—a fence with bleached skulls of farm animals that crowned its pickets—and descending toward the beach. I saw myself leaping from boulder to boulder and diving into the twinkling sea, and scrambling back onto the shore and scampering about with other naked children. I dreamt of this at night—saw myself fleeing from my grandfather and carrying away with me a toy, or a kitten, or a little crab pressed to my left side. I saw myself meeting poor Lloyd, who appeared to me in my dream hobbling along, hopelessly joined to a hobbling twin while I was free to dance around them and slap them on their humble backs.
I wonder if Lloyd had similar visions. It has been suggested by doctors that we sometimes pooled our minds when we dreamed. One gray-blue morning he picked up a twig and drew a ship with three masts in the dust. I had just seen myself drawing that ship in the dust of a dream I had dreamed the preceding night.
An ample black shepherd’s cloak covered our shoulders, and, as we squatted on the ground, all but our heads and Lloyd’s hand was concealed within its falling folds. The sun had just risen and the sharp March air was like layer upon layer of semitransparent ice through which the crooked Judas trees in rough bloom made blurry spots of purplish pink. The long, low white house behind us, full of fat women and their foul-smelling husbands, was fast asleep. We did not say anything; we did not even look at each other; but, throwing his twig away, Lloyd put his right arm around my shoulder, as he always did when he wished both of us to walk fast; and with the edge of our common raiment trailing among dead weeds, while pebbles kept running from under our feet, we made our way toward the alley of cypresses that led down to the shore.
It was our first attempt to visit the sea that we could see from our hilltop softly glistening afar and leisurely, silently breaking on glossy rocks. I need not strain my memory at this point to place our stumbling flight at a definite turn in our destiny. A few weeks before, on our twelfth birthday, Grandfather Ibrahim had started to toy with the idea of sending us in the company of our newest uncle on a six-month tour through the country. They kept haggling about the terms, and had quarreled and even fought, Ahem getting the upper hand.
We feared our grandfather and loathed Uncle Novus. Presumably, after a dull forlorn fashion (knowing nothing of life, but being dimly aware that Uncle Novus was endeavoring to cheat Grandfather) we felt we should try to do something in order to prevent a showman from trundling us around in a moving prison, like apes or eagles; or perhaps we were prompted merely by the thought that this was our last chance to enjoy by ourselves our small freedom and do what we were absolutely forbidden to do; go beyond a certain picket fence, open a certain gate.
We had no trouble in opening that rickety gate, but did not manage to swing it back into its former position. A dirty-white lamb, with amber eyes and a carmine mark painted upon its hard flat forehead, followed us for a while before getting lost in the oak scrub. A little lower but still far above the valley, we had to cross the road that circled around the hill and connected our farm with the highway running along the shore. The thudding of hooves and the rasping of wheels came descending upon us; and we dropped, cloak and all, behind a bush. When the rumble subsided, we crossed the road and continued along a weedy slope. The silvery sea gradually concealed itself behind cypresses and remnants of old stone walls. Our black cloak began to feel hot and heavy but still we persevered under its protection, being afraid that otherwise some passerby might notice our infirmity.
We emerged upon the highway, a few feet from the audible sea—and there, waiting for us under a cypress, was a carriage we knew, a cartlike affair on high wheels, with Uncle Novus in the act of getting down from the box. Crafty, dark, ambitious, unprincipled little man! A few minutes before, he had caught sight of us from one of the galleries of our grandfather’s house and had not been able to resist the temptation of taking advantage of an escapade which miraculously allowed him to seize us without any struggle or outcry. Swearing at the two timorous horses, he roughly helped us into the cart. He pushed our heads down and threatened to hurt us if we attempted to peep from under our cloak. Lloyd’s arm was still around my shoulder, but a jerk of the cart shook it off. Now the wheels were crunching and rolling. It was some time before we realized that our driver was not taking us home.
Twenty years have passed since that gray spring morning, but it is much better preserved in my mind than many a later event. Again and again I run it before my eyes like a strip of cinematic film, as I have seen great jugglers do when reviewing their acts. So I review all the stages and circumstances and incidental details of our abortive flight—the initial shiver, the gate, the lamb, the slippery slope under our clumsy feet. To the thrushes we flushed we must have presented an extraordinary sight, with that black cloak around us and our two shorn heads on thin necks sticking out of it. The heads turned this way and that, warily, as at last the shoreline highway was reached. If at that moment some adventurous stranger had stepped onto the shore from his boat in the bay, he would have surely experienced a thrill of ancient enchantment to find himself confronted by a gentle mythological monster in a landscape of cypresses and white stones. He would have worshipped it, he would have shed sweet tears. But, alas, there was nobody to greet us there save that worried crook, our nervous kidnapper, a small doll-faced man wearing cheap spectacles, one glass of which was doctored with a bit of tape.