BARBEY D’AUREVILLY O EL CHUÁN EXTRAVIADO
BARBEY D’AUREVILLY, al final de su vida, cuando lo conocí en casa de mi padre, daba la impresión, con su extraño traje —pantalón blanco, larga levita que flotaba alrededor de las piernas; sombrero de copa, forrado con raso carmesí; voz fuerte acompañada de un ligero silbido—, de un personaje de otra época, de un chuán extraviado en el mundo contemporáneo. Vivía en la Rue Rousselet, bajo el cariñoso y atento cuidado de Mademoiselle Read, solterona con rasgos de rubia ya encanecida, que iba por la mañana a hacer las tareas domésticas y preparar el almuerzo, y que se ocupaba filialmente de él. Sin embargo, fue a cenar a nuestra casa en Champrosay una o dos veces, ya casi sin hablar, él que había sido, se decía, tan elocuente, de buen comer y gran bebedor. De Barbey seguían apareciendo vigorosos volúmenes de crítica, a veces absurda, especialmente sobre Goethe y Diderot, o de una severidad desdeñosa y justa, y sus novelas comenzaban a tener un público poco numeroso pero fiel. Nosotros, los jóvenes, sentíamos por él un gran respeto. Durante algún tiempo, había tratado con frialdad a mi padre por causa de Flaubert, a quien vituperaba, luego llegó la reconciliación con amistosos recuerdos del pasado. Cuando murió, Mademoiselle Read me regaló una magnífica reproducción de un manuscrito suyo con tinta de distintos colores, que contenía el plan de una novela sobre la chuanería que nunca escribió, y que probablemente habría sido, junto con Una vieja amante, El caballero Des Touches y Las diabólicas, su obra maestra. Fue mientras miraba esas páginas cuando tuve la impresión de un gran conversador, dueño de una elocuencia extraordinaria, que no se había preocupado por escribir la obra misteriosa que ciertamente llevaba en él. Era, por cierto, un rescatista, por su fibra misma, por su esfuerzo viril, por su talla, y también por el odio sólido y vituperante que sentía no sólo por los incendiarios de su tiempo, sino también por aquellos, según sospechaba, los alentaban con sus elogios. Su horror por Zola era extremo, y se expresaba en términos pintorescos. Decía de él que entraba en los establos de Augias “para añadir lo suyo”. Decía de Jules Claretie: “Su padre, señor mío, era vendedor de porcelana, él es playo como un plato”. Ese “señor mío”, añadido a su discurso con voz superior, le confería grandeza. Uno adivinaba, al escucharlo, que había conocido el verdadero amor, del que desterraba, como él decía, las “cochinadas”. Conocí, cuando ya era anciana, a esa Madame de Bouglon a la él que llamaba “el ángel rubio”, y que vivía, llena de joyas, en la Rue Lhomond, en un apartamento miserable. En sus últimos años, el viejo chuán fue torturado por Léon Bloy, que intentó, pero en vano, separarlo de Mademoiselle Read. También frecuentaba a Bourget, que lo sentía por él una admiración enternecida, y, de vez en cuando, veía también a mi querido Pol Neveux, y a algunos de sus contemporáneos, que eran cada vez más escasos. Porque había tenido una juventud brillante y alegre, y su elocuente charla había tenido influencia. Pero, como he dicho, siempre había vivido fuera de su tiempo y en una luna caballeresca, sin apartar la vista de los modelos de Byron, Lord Walpole y algunos ingleses o franceses célebres, como Lauzun y Brummel. Porque había deseado ocupar su lugar en las filas de los dandys.
“Bardé d’Or vieilli” [Juego de palabras que podría ser traducido como “recargado de oro viejo”], decían algunos de él. Así era, en efecto, protegido de las malas bromas por su apariencia aristocrática, lleno de repugnancia por una época en la que la amistad y el amor ya no recibían el respeto que merecían, y en la que el dinero, que él despreciaba, imponía su ruidosa supremacía.
Tal como era, escribió en una lengua admirable, llena de sorpresas y de digresiones suntuosas, propia sólo de él. Es, después de Chateaubriand, un escritor de esplendor similar y un analista de las pasiones humanas como hay pocos. En la crítica, como he dicho, está lleno de huecos, pero sus alturas son inigualables. Puede desconcertar, como un caballo de pura sangre, con un desvío imprevisto, pero su aspecto general conserva una nobleza, una amplitud que hacen que ciertos retratos suyos nos recuerden el estilo de Saint-Simon, que encierra a un personaje en dos renglones de fuego, inolvidables. Barbey sobresale, como en la gran época, en los esbozos de personajes sometidos a sacudidas imprevistas.
Con él el periodismo adquiere una parte de la autoridad que, hasta entonces, sólo pertenecía al libro, y que habría compartido con Sainte-Beuve, si este último no hubiera pertenecido a la actualidad, mientras que Barbey andaba como perdido en su tiempo y pertenecía al pasado. Pero en un artículo hace entrar más reflexiones y observaciones agudas que el autor de los Lunes, y los grandes temas de la religión y la autoridad lo retienen con otras garras. Sainte-Beuve ha sido imitado. Barbey está solo, magníficamente solo en su tiempo, iba a decir en su isla, donde parece que lo hubieran abandonado; a tal punto nadie se le parece. La cultura de Sainte-Beuve tenía algo del chismoso, el benedictino o el archivista. La de Barbey mantiene las alturas y las distancias de un hombre de salón, de un hombre de tertulias literarias del Gran Siglo, y no se codea con los palurdos del tintero. Parece, como se solía decir, que ejerce un sacerdocio. El autor de los Lunes no va más allá de su oficio. El anglicismo le abre a Barbey un terreno donde Sainte-Beuve no se aventura. Gran admirador de Byron y Shelley, Barbey ama las hazañas, ya sean bélicas o sentimentales; y los golpes de suerte en todos los países lo hace soñar. Sainte-Beuve tiene la psicología de las mujeres muy feas. Sólo tuvo, y nos lo cuenta, un golpe de suerte, su Adèle. Tal no fue el caso del viejo verde que seguía siendo Barbey.
Sainte-Beuve es un incendiario que sólo prende el fuego en la chimenea de la portera. Barbey es un rescatista que arrebata a su amante a las llamas.
A menudo me he preguntado cómo habría concebido Barbey su novela de la chuanería, y en qué hubiera diferido de Los chuanes de Balzac. El amor, probablemente, habría ocupado en ella el mismo lugar, pero en un ambiente más romántico y en medio de circunstancias más inesperadas. Porque en Barbey los giros de situación inesperados son sorprendentes, como se ve en La cortina carmesí de Las diabólicas.
Barbey llevaba la pintura de las pasiones hasta un realismo tan violento pero menos burgués que el de Balzac. El encanto de Los chuanes es grande. En manos de Barbey, sin embargo, se habría acercado más a algo sublime pero menos armonioso.
Rescatistas e incendiarios
Traducción, para Literatura &Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
BARBEY D’AUREVILLY OU LE CHOUAN ÉGARÉ
BARBEY D’AUREVILLY, à la fin de sa vie, quand je l’ai connu chez mon père, donnait l’impression, avec son costume étrange — pantalon blanc, longue redingote, flottante autour des jambes ; chapeau haut de forme, doublé de satin cramoisi ; voix forte accompagnée d’un léger sifflement —, d’un personnage d’un autre temps, d’un chouan égaré dans le monde contemporain. Il vivait rue Rousselet, sous la surveillance affectueuse et attentive de Mlle Read, vieille fille aux traits de blonde devenue grisonnante, qui venait le matin faire son ménage et son repas et s’occupait filialement de lui. Pourtant, il vint dîner à Champrosay une fois ou deux, ne parlant plus guère, lui qui avait été, disait-on, si éloquent, de bon appétit et buvant sec. De lui, continuaient à paraître de vigoureux volumes de critique, parfois absurdes, notamment quant à Goethe et à Diderot, ou d’une sévérité hautaine et juste, et ses romans commençaient à avoir un public peu nombreux mais assidu. Nous avions pour lui, nous les jeunes, un grand respect. Il avait été quelque temps en froid avec mon père à cause de Flaubert, qu’il vitupérait, puis la réconciliation était venue avec d’amicaux souvenirs du passé. Quand il mourut, Mlle Read me fit cadeau d’une magnifique reproduction d’un manuscrit de lui en encres de couleur, où se trouvaient des plans d’un roman sur la chouannerie qu’il n’avait jamais écrit, et qui eût été probablement, aux côtés d’Une vieille maîtresse, du Chevalier Des Touches et des Diaboliques son chef-d’œuvre. C’est en regardant cet ouvrage que j’ai eu l’impression d’un grand causeur, à l’éloquence extraordinaire, qui avait négligé d’écrire l’œuvre mystérieuse qu’il portait certainement en lui. Sauveteur, il l’était certainement par toutes ses fibres, par son mâle effort, par sa carrure, et aussi par la haine solide et vitupérante qu’il vouait non seulement aux incendiaires de son temps, mais à ceux qu’il soupçonnait de les encourager par leurs éloges. Son horreur de Zola était extrême, et s’exprimait en termes pittoresques. Il disait de lui qu’il entrait « pour y ajouter » dans les écuries d’Augias. Il disait de Jules Claretie : « Son père, monsieur, vendait de la porcelaine, lui, c’est un plat. » Ce « monsieur », ajouté d’une voix supérieure, à son discours, lui conférait de la grandeur. On devinait, à l’écouter, qu’il avait connu l’amour véritable, duquel il bannissait comme il disait : « la chiennerie ». J’ai connu, dans sa vieillesse, cette Mme de Bouglon, qu’il appelait « l’ange blond », et qui vivait, couverte de bijoux, rue Lhomond, dans un appartement misérable. Dans ses dernières années, le vieux chouan fut torturé par Léon Bloy, qui voulut, mais en vain, le séparer de Mlle Read. Il fréquentait aussi Bourget, qui avait pour lui une admiration attendrie, de temps en temps, il voyait aussi mon cher Pol Neveux, et quelques contemporains, de plus en plus rares. Car il avait eu une jeunesse brillante et joyeuse, et son éloquente causerie avait compté. Mais, je l’ai dit, il avait toujours vécu hors de son temps et dans une lune chevaleresque, ayant sous les yeux les modèles de Byron, de Lord Walpole et de quelques Anglais ou Français célèbres, tels que Lauzun et Brummel. Car il avait désiré prendre rang parmi les dandys.
« Bardé d’Or vieilli », disaient de lui quelques-uns. Tel il était en effet, gardé des mauvais plaisants par son aspect de gentilhomme, plein de dégoût pour un temps où l’on n’accordait plus à l’amitié ni à l’amour le respect qu’ils méritaient et où l’argent, qu’il méprisait, imposait sa bruyante suprématie.
Tel quel, il a écrit une langue admirable, pleine de surprises et de détours somptueux et qui n’appartient qu’à lui. Il est, après Chateaubriand, un écrivain de splendeur analogue et un analyste des passions humaines comme il y en a peu. En critique, je l’ai dit, il est plein de trous, mais ses sommets sont inégalables. Il peut dérouter, comme un cheval de sang, par un écart imprévu, mais son allure générale garde une noblesse, une ampleur qui fait que certains portraits de lui rappelleront la manière de Saint-Simon, lequel fait tenir un caractère en deux lignes de feu, inoubliables. Il excelle, comme à la grande époque, dans les raccourcis de caractère en proie à des secousses imprévues.
Avec lui le journalisme acquiert une partie de l’autorité qui, jusqu’alors, n’appartenait qu’au livre et qu’il eût partagé avec Sainte-Beuve, si celui-ci n’eût appartenu à l’actualité, alors que Barbey était dépaysé et appartenait au passé. Mais il fait tenir, dans un article, plus de réflexions, de remarques vives que l’auteur des Lundis, et les grands sujets de la religion, de l’autorité, le retiennent avec d’autres griffes. Sainte-Beuve a été imité. Barbey est seul, superbement seul en son temps, j’allais dire dans son île, où il semble avoir été abandonné ; tant il n’a pas de similaires. La culture de Sainte-Beuve tenait du papotier, du bénédictin ou de l’archiviste. Celle de Barbey garde les hauteurs et les distances d’un homme de salon, d’un homme de ruelle et ne fraie point avec les manants de l’encrier. Il semble, comme on disait, exercer un sacerdoce. L’auteur des Lundis reste dans son métier. L’anglicisme ouvre à Barbey un champ où ne se hasarde pas Sainte-Beuve. Grand admirateur de Byron et de Shelley, Barbey aime les exploits, guerriers ou sentimentaux, et les bonnes fortunes en tous pays le font rêver. Sainte-Beuve a la psychologie du laideron. Il n’eut et nous le dit, qu’une bonne fortune, son Adèle. Tel ne fut pas le cas du vieux beau qu’était resté Barbey.
Sainte-Beuve est un incendiaire qui ne met le feu qu’à la cheminée de la concierge. Barbey est un sauveteur qui arrache sa maîtresse aux flammes.
Je me suis souvent demandé comment Barbey eût conçu son roman de la chouannerie, et en quoi il eût différé des Chouans de Balzac ? L’amour y eût sans doute tenu la même place, mais dans un décor plus romantique et parmi des circonstances plus inattendues. Car chez Barbey, le coup de théâtre est surprenant, comme il apparaît dans Le Rideau cramoisi des Diaboliques.
Il poussait les passions vers un réalisme aussi âpre mais moins bourgeois que celui de Balzac. La saveur des Chouans est grande. Elle eût été, chez Barbey, plus proche d’un sublime moins composé.