APUNTES SOBRE CHATEAUBRIAND
Cuán lamentable sea que un hombre como Chateaubriand
haya llamado ahora la atención de Europa sobre las pequeñeces de su vanidad,
bastante lo lleva demostrado la vigorosa pluma de Fonfrède, adversario temible
que, afianzado en la certeza de los hechos, hechos que, además, ha sabido presentar
con habilidad y maestría, estrecha a Chateaubriand con robusto raciocinio y
escogidas reflexiones y, dejando correr su crítica con agradable desenfado, ha
cubierto al ilustre autor de ridículo, sazonando sus artículos con la sal de un
satírico gracejo. Desmedida es por cierto la vanidad de Chateaubriand cuando se
apellida el restaurador de la religión, y si el señor A., autor del artículo
inserto en La Paz del 18 de junio, se
hubiese contentado con echarle en cara ese culpable desvanecimiento, sus
sentidas palabras, hijas sin duda de una loable intención y de un sentimiento
generoso, hubieran sentado muy bien en la pluma de un escritor apreciable. Pero
decir que Chateaubriand no haya hecho más que crear ese espíritu frívolo, esa religión de moda que tanto se acerca a la impiedad,
soltar las expresiones de flores retóricas, de palabras huecas, y eso hablando del autor de El genio del cristianismo y del cantor de Los mártires, me parece una exageración inexcusable, a no alegarse la rapidez y premura con que suelen redactarse ese linaje de
escritos.
Chateaubriand es uno de aquellos nombres que
envuelven en sí una historia: es un escritor que es necesario conocer a fondo,
porque sus escritos son la expresión de una gran crisis de la sociedad
francesa, de esa sociedad verdadero corazón de Europa, cuyas pulsaciones
conviene mucho observar, pues de ellas depende tiempo ha y dependerá tal vez
por largo trecho, o el sosiego y tranquilidad, o el sacudimiento y los
trastornos de la sociedad europea.
¿Qué es El
genio del cristianismo? ¿Qué es el poema de Los mártires? Para comprenderlo veamos cuál era la posición del autor;
o más bien, veamos cuál era la situación de la Francia en materias religiosas:
echemos una ojeada sobre la época que precedió a la publicación de aquellas
obras, pues sólo de esta manera podremos conocer el origen de ellas, penetrar
su espíritu, su tendencia, y calcular su influjo. Desde muy largo tiempo muchos
y muy poderosos elementos se iban combinando en Francia en contra de las creencias
religiosas: al nacer el siglo XVIII un observador profundo hubiera notado ya
síntomas muy alarmantes; hubiera visto en la sociedad francesa un enfermo
atacado por una terrible dolencia, pero que tiene cuidado de encubrirla, hermoseando
su tez con colores mentidos, ataviándose con brillantes ropajes y rodeándose de
un ambiente aromático y fragante. La época de la regencia y el reinado de Luis
XV pasaron sobre la Francia como aquellas constelaciones aciagas que viene a
desarrollar el veneno de una atmósfera preñada de gérmenes malignos,
apareciendo sobre el horizonte literario Voltaire como uno de aquellos
siniestros resplandores, presagios de terrible tormenta. Desde entonces ni paz ni
tregua: la política, las ciencias, las artes, todo se puso en juego para
arrancar de cuajo la creencia cristiana, y colocado el poeta filósofo a la
cabeza de la conspiración más nefanda que jamás concibiera la insensatez y el
orgullo, seguido de un brillante cortejo en que la corrupción de costumbres, la
ambición y el desvanecimiento del falso saber, andaban disfrazados con
ostentosos nombres y atavíos deslumbrantes, acaudillando siempre la empresa con
increíble obstinación, con encarnizamiento inconcebible; llevó tan adelante su
obra de iniquidad que, merced a sus sátiras indecentes y sarcasmos crueles, la
religión quedó en Francia cubierta de ridículo y la turba de fanáticos
prosélitos del filósofo de Ferney no reparaba en declararla a voz en grito como
irreconciliable enemiga de la civilización y cultura.
Estalló por fin la revolución, y, aplicadas a la
sociedad, las doctrinas de tan insensata escuela inundaron de sangre a la
Francia, cubriéronla de escombros y ruinas, y abortando catástrofes inauditas
que llenaron de espanto y terror a la humanidad, presentaron el terrible
fenómeno de un gran pueblo que, habiendo llegado poco antes al más alto grado
de civilización y adelanto, de repente, y al solo influjo de doctrinas
disolventes, se hundía en el abismo de la degradación y barbarie. No tardó la
Francia en recobrarse de su sorpresa y en lanzar una mirada de indignación
sobre aquellos monstruos que convertían la sociedad en orgía de sangre; pero la
sociedad estaba disuelta; ¿y cómo reorganizarla? Abundaban aún en Francia
aquella casta de hombres para quienes la historia es muda y la experiencia
estéril; y creyendo que las grandes instituciones de un pueblo, esas obras de
la sabiduría y de los siglos, podían improvisarse como un discurso oratorio, se
afanaban en exprimir el más precioso jugo de sus caras teorías; raza de hombres
imbéciles semejante al mentecato facultativo que, siendo llamado para asistir a
un infeliz que expirase en medio de violentas convulsiones y punzantes dolores,
creyese remediar al paciente extendiendo a toda prisa una extensa memoria sobre
la teoría de la enfermedad que le aqueja. Afortunadamente el linaje humano no
es tan insensato como los filósofos, y le basta el sentido común para conocer
que el sostén de la sociedad no puede ser un pedazo de papel y que, para reconstruirla
cuando esté disuelta, algo más se necesita que pomposas frases y declamaciones
vacías. Una mano robusta que empuñara las riendas del poder y la religión que,
con su poderoso y suave influjo, restableciese los lazos sociales: he aquí las
dos ideas, las dos necesidades que se ofrecieron a todos los ánimos,
conmoviéndolos, estrechándolos con apremiadora exigencia; y he aquí por qué la
Francia colocó sobre el trono de Clodoveo al vencedor de Lodi y de Arcola: he
aquí por qué Napoleón se apresuró a restablecer el culto católico a despecho de
los discípulos de Voltaire.
La literatura es la expresión de la sociedad; y
siempre que ésta revuelva en su mente algún sentimiento elevado, siempre que
sienta latir en su pecho algún sentimiento grande y poderoso, bien puede
asegurarse que no le faltará un genio sublime que la comprenda. ¡Cosa
admirable! Siempre en las grandes crisis de la sociedad esa mano misteriosa que
rige los destinos del universo tiene siempre en reserva un hombre
extraordinario; llega el momento: el hombre se presenta; marcha: él mismo no
sabe adónde; pero marcha a cumplir el destino que el Eterno ha señalado en su
frente.
El ateísmo anegaba la Francia en un piélago de
sangre y de lágrimas, y un hombre desconocido atraviesa en silencio los mares,
mientras el soplo de la tempestad despedaza las velas de su navío él escucha
absorto el bramar del huracán y contempla abismado la majestad del firmamento. Extraviado
por las soledades de América pregunta a las maravillas de la creación el nombre
de su Autor, y el trueno le contesta en el confín del desierto, y la bella
naturaleza le responde con cánticos de amor y de armonía. Embriagado con los
grandes sentimientos que le ha inspirado el espectáculo de la naturaleza, pisa
de nuevo el suelo de su patria y encontrando por todas partes la huella
sangrienta del ateísmo, recordando la majestad de los antiguos templos, a la sazón
devorados por el fuego o desplomados a los golpes de bárbaro martillo, vagando
su mente por en medio de los sepulcros cuya lobreguez ofreciera poco antes un
asilo al cristiano perseguido; al ver que la religión descendía de nuevo sobre
la Francia como el soplo de vida para reanimar un cadáver, oye por todas partes
un concierto de célica armonía; y enajenado y extático canta con lengua de
fuego las grandes bellezas de la religión, revela las íntimas y secretas relaciones
que tiene con la naturaleza, y, hablando un lenguaje superior y divino, muestra
a los hombres asombrados la misteriosa cadena de oro que une el cielo con la tierra.
Sí, antes de Chateaubriand se habían conocido también las bellezas de la
religión, pero nadie como él había notado sus relaciones de armonía con cuanto
existe de bello, de tierno, de grande y de sublime; nadie como él había hecho sentir
el inmenso raudal de beneficios con que esa hija del cielo inunda esa tierra de
infortunio; nadie como él se había dirigido a la vez al entendimiento, a la
fantasía y, sobre todo, al corazón, dejando en el fondo del alma, al par de
robustas convicciones, sentimientos elevados y profundos.
Pero, prosigue el señor A., mal pueden parangonarse
las fiestas de Venus con el misterio de la Cruz. ¡Y qué! ¡Achacaréis, pues, a
Chateaubriand como un exceso lo que forma su mérito más distinguido, lo que
sirve de pedestal a la inmortalidad de su nombre! ¿Cómo parangona Chateaubriand
las divinidades de la fábula con la religión de Jesucristo? ¿Y por qué lo hace?
¿Queréis saberlo? Escuchad al cantor de Los
mártires:
“Voy a contar los combates de los cristianos y la
victoria que los fieles consiguieron sobre los espíritus del abismo por medio
de los esfuerzos gloriosos de dos esposos mártires.
”Musa celestial que inspiraste al poeta de Sorrento
y al ciego de Albión, que colocas tu trono solitario sobre el Tabor, que te
complaces con los pensamientos serios, con las meditaciones graves y sublimes,
ahora imploro yo tu auxilio. Acompaña con el arpa de David los cánticos que he
de entonar; y sobre todo dales a mis ojos algunas de aquellas lágrimas que
Jeremías derramaba sobre las desgracias de Sión: ¡yo voy a contar los dolores
de la Iglesia perseguida!
”Y tú, doncella del Pindo, hija ingeniosa de la
Grecia, desciende también de la cima de Helicón: yo no despreciaré las
guirnaldas de flores con que cubres los sepulcros, ¡oh divinidad risueña de la
fábula, que ni aun de la muerte y de la desgracia has podido hacer una cosa
seria! Ven, musa de las mentiras, ven a luchar con la musa de las verdades. Un tiempo
hubo en que, a nombre tuyo, le hicieron padecer grandes trabajos: adorna hoy su
triunfo con tu derrota y confiesa tú misma que ella era más digna que tú de
reinar sobre la lira.”
Inútil fuera todo comentario. La religión no
necesita restauradores poetas, y en esto dice muy bien el señor A., porque la
obra de Dios no necesita la débil mano del hombre; pero acepta sus cánticos
como una ofrenda agradable; que no puede, no, disgustarle el que resuenen en la
boca de los desgraciados mortales los ecos de las bellas y sublimes
inspiraciones que ella misma a manos llenas derrama de continuo sobre ese valle
de peregrinación y de lágrimas. ¿Y a qué viene decir en contra de Chateaubriand
que el símbolo de la religión cristiana es el dolor? ¿Ignórase acaso que la musa es el dolor, vate el que llora?
¿Ignórase acaso que la verdadera poesía puede apenas avenirse con la alegría y
la dicha, porque la alegría es frívola y es poco menos que imposible el
despojar a la dicha de cierto aire vano y distraído que le comunica su cortejo
de juegos y sonrisas? Pero la tristeza cristiana, ese sentimiento austero y
elevado que se pinta en la frente del cristiano como un recuerdo de dolor en la
sien de un ilustre proscripto, ese pensamiento sublime que templa los gozos de
la vida con la imagen del sepulcro, que ilumina las sombras de la tumba con la
luz de la esperanza, esa tristeza, ese dolor, es grande, es poético en grado
eminente; la religión no necesita al poeta, pero, en oyendo los acentos
sublimes de la lira de Chateaubriand o del arpa de Lamartine, les dirige una
mirada bondadosa y les dice: Vosotros me
habéis comprendido.
Primeros escritos
(1835-1841)