Presentación
Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy apreciada en su tiempo.
También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.
Carlista, católico ultramontano, o integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.
La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.
Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los Machado.
VELADA TERCERA
CAPÍTULO II
Las hormigas que edifican sus casas fuera de las
soledades y cerca de los hombres y de las bestias, padecen devastación con
frecuencia; porque ya por la curiosidad de los hombres, ya por las pisadas de
los animales, ya por las excavaciones de los perros, ya porque las comen las
aves, y ya por otras violencias, son inquietadas las que fabrican su habitación
en el mundo o cerca del mundo. Les sucede como a aquel grano, que cayó cerca de
la vía pública, que vinieron los pájaros y se lo comieron. (Mat. 13.) «Vino, pues, el malo, esto es, el diablo»,
dice la glosa, «y arrebató lo que se
había sembrado en su corazón.» Este es el campo que fue sembrado cerca del
camino; así lo expone la misma verdad, Cristo.
Se han de recordar a este propósito las palabras de
San Gregorio, de que se hizo mención en el capítulo V del libro IV de este Hormiguero, en que dice: «Se ha olvidado Estracio de que el pie
conserva los huevos, y las bestias del campo los trituran. ¿Qué se entiende por
pie, si no es el tránsito de la operación, ni qué se significa con la palabra
campo, sino a este mundo, del que el Señor dice en el Evangelio: ‘Más campo es
el mundo’? ¿Qué se entiende por bestia, sino el antiguo enemigo, que poniendo
asechanzas con rapiñas, se sacia cada día con la muerte de los humanos?»
Mas por estas hormigas que colocan neciamente su
casa cerca de sus enemigos, pueden entenderse aquellos hombres que no preservan
cuidadosamente sus casas y habitaciones con ceremonias eclesiásticas contra las
insidias del diablo. Porque en toda habitación de personas fieles debe hacerse
aspersión los domingos con agua bendita y tomarse sal exorcizada; y todo fiel
debe por la mañana, y muchas veces, persignarse y persignar sus cosas,
guardarse libre de pecados, en especial graves, e invocar con frecuencia para
su tutela el ángel de su guarda con el auxilio de Dios.
Perezoso. —Ya conjeturo de dónde proviene quizás a algunos
la plaga de que muchas veces haya en sus habitaciones admirables inquietudes
por tumultos armados por los demonios.
Teólogo. —Esas inquietudes las permite por muchas
causas la justicia o misericordia de Dios, y no siempre por la omisión de las
prácticas dichas, sino también algunas veces para que se adquiera el mérito de
la paciencia. He aquí ejemplos de ellos:
En la Basilea menor, poco antes del presente
concilio general, tuvo su domicilio un hombre de mala vida, y bastante
sospechoso acaso de maleficios. Éste tenía una hija, que dio en casamiento a cierto
joven, teniendo a los dos en casa; y ya viejo, empezó a enfermar. Un día,
señalando un escritorio a su hija y a su yerno, les dijo: «No mováis de aquí
este mueble, porque, de otra manera, tendréis castigo»; y poco después expiró el
viejecillo. Pasado mucho tiempo, ni la hija, ni el marido de ésta, hicieron
caso del mandato del padre, sino que, al trasladarse de la casa que habitaban a
otra, se llevaron el escritorio, el cual en el camino empezó a pesar tanto, aun
cuando era bien pequeño, que al marido le faltaron las fuerzas, y pidió a su
mujer que le ayudase. No recuerdo si ésta después abrió el escritorio o de qué
modo se condujo incautamente; lo que consta es, que trasladados a la nueva casa
con un niño que habían procreado, de repente la madre, como rabiosa, se arrojó sobre
la cuna del niño, queriendo matarle. Viéndolo el marido, apartó con fuerza a su
mujer, y comprendió que estaba poseída del demonio, el cual, al ser exorcizado,
declaró que no saldría sin matarla, como lo hizo en el mismo acto del
exorcismo. Al día siguiente, yendo por la calle el marido, cayó sobre él
inopinadamente una canal, por obra, según parecía del demonio, y le hirió,
dejándolo tan deforme, que apenas parecía hombre.
En la diócesis de Estraburgo vivían en una casa dos
hermanas; la de más edad se llamaba Margarita, y la más joven Bárbara, y las
dos tuvieron propósito de castidad, por lo cual sostuvieron muchos años las
insidias que el demonio les puso unas veces a las claras y otras
encubiertamente. De esta última manera solía seguirlas al entrar en casa,
figurando la voz de una serpiente. Otras veces les gritaba al oído con sonidos
y estrépitos terribles, que llegaban a percibirse por los vecinos.
Se acercaba, después de unos tres años, la fiesta de
Todos los Santos, en la que la mayor de las hermanas, que era muy devota,
quería confesarse y, al intentar en la iglesia acercarse a un confesor, fue impelida
por un espíritu maligno, con tal fuerza, que cayó al suelo. No por eso desistió
aquella virgen de su propósito; antes bien se confesó poco después, no
cuidándose de la violencia del demonio, el cual fue luego a posarse algunas
veces, en forma de una gran mosca, en las orejas de la más joven, otras veces
en la espalda, y otras en la cabeza; y siempre que quería acercarse a ella,
anunciaba su llegada con cierto sonido a alguna distancia. Finalmente, como la
hermana más joven se fuese una noche a la cama muy airada, no sé por qué causa,
llegó enseguida el demonio, que se apoderó de la virgen, y de tal manera la
oprimió la cabeza, que ella creyó haber perdido la razón. Se lo participó a su
hermana mayor, que dormía allí junto; pero ésta de nada podía valerle. Después
de esto, quedó la casa tranquila hasta la víspera y santas noches siguientes de
la Pascua, en las que la joven era vejada cruelmente; y como viniese a mí (porque
siempre tuvo el uso de la razón) la exhorté a que se confesase conmigo, y
habiéndose prestado a ello desde luego, de tal modo se introdujo el demonio en
sus fauces, que no pudo hablar. Probé luego con ciertas palabras, si había
alguna ficción oculta por parte de aquella mujer; pero me convencí, por señales
indudables, que el diablo estaba en ella.
Perezoso. —Ya sé que el exorcista usó de cuantos
medios estuvieron a su alcance, para librarla del demonio, y que por entonces
no se pudo conseguir: ¿cuál fue la causa de esto?
Teólogo. —Por seis causas no se libra alguno: o por
la poca fe de los que están presentes, o por los pecados de los que tienen el
demonio, o por no aplicar los remedios oportunos, o por algún vicio en la fe
del exorcizante, o por reverencia a las virtudes que existen en otros, o porque
es para purgación y mérito del maleficiado. De las dos primeras, tienes ejemplo
en San Mateo 17, y San Marcos 9, en el padre del hijo lunático y presencia de
los discípulos de Cristo. En primer lugar, el que ofrecía y la turba carecían
de fe, por lo que el padre con lágrimas rogó. «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad», y Jesús dijo a las turbas: «¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta
cuando estaré con vosotros?» De la segunda, o sea del que tenía al demonio,
es a saber, el hijo, Jesús le increpaba, porque, como al propósito dice San
Jerónimo, había sido poseído por los demonios por sus pecados. De la tercera, o
sea del desprecio de los debidos remedios, aparece porque no estuvieran
presentes varones buenos y perfectos; por lo que San Crisóstomo dice: «No estaban presentes las columnas de la fe, a
saber, Pedro, Santiago y Juan; pero en la transfiguración de Cristo ya estaban
presentes; ni habían usado del ayuno y la oración, sin los cuales dijo Cristo
que no se arroja este género de demonios.»
Sobre lo cual dice Orígenes: «Si
alguna vez conviniese el que nosotros nos ocupemos de curar a los que tal
padecen, no nos admiremos, ni preguntemos como a un espíritu inmundo que ha de
oír, sino ahuyentemos los espíritus malignos con oraciones y ayunos.» Y la
glosa añade: «Este género de demonios,
esto es, este mutismo de las voluptuosidades carnales a que inclinaba aquel
espíritu, no se vence, si no se confirma el alma con la oración, y no se macera
la carne con el ayuno.» De la cuarta, o sea del vicio del exorcista,
principalmente en la fe, resultó de los discípulos de Jesucristo allí
presentes; por lo que preguntando ellos después la causa de su falta de poder,
Jesús les respondió: «Por vuestra
incredulidad. En verdad os digo que si tuvierais tanta fe como un grano de
mostaza, diríais a este monte: Trasládate de aquí allá, se trasladara y nada os
será imposible.» Por la cual dice San Hilario que ciertamente creyeron los
Apóstoles: pero aún no eran perfectos en la fe, porque, morando el Señor en el
monte, y residiendo ellos con las turbas, había relajado su fe alguna tibieza.
Resulta la quinta de las vidas de los Padres, donde
leemos que los poseídos no fueron algunas veces librados por San Antonio y que
los libró su discípulo Pablo.
De la sexta se hablará después, cuando tratemos de
los maleficiados.
Perezoso. —Preséntame ejemplos de los que infestan
las casas.
Teólogo. —Hace ya cerca de diez años que en la
ciudad de Noremberga, el convento de nuestra Orden, llamado de Santa Catalina
era reformado con extremada dificultad por siete devotas, que se trasladaron
allí de otro lugar reformado. Todas las hermanas eran contrarias a la reforma,
y tenían en la ciudad no pocos cómplices. Después que se regularizó la
clausura, y la terca gente del sexo débil sometió el cuello al yugo de la
obediencia, vino al convento cierto demonio, que al principio inquietaba a algunas
monjas por las noches con extraños sonidos, lo cual, cuando me lo dijeron, no
creí que proviniese del demonio, sino de los ratones o lirones, o de la
debilidad de la cabeza en aquellas mujeres.
Una noche vino el demonio, y a una de las que habían
permanecido rebeldes, que creo era la sacristana, al querer ella tocar las
horas matutinas, la comprimió de tal manera, que se creyó que había que
enterrarla en el mismo día. Finalmente, de tal suerte inquietaba al convento el
referido demonio, que fue preciso poner compañeras a las hermanas que vigilaban
durante toda la noche, porque ninguna se atrevía a andar sola, y estaban
poseídas de tal estupor, que ni yo sabía qué hacer con ellas. Sin embargo, mandé
a cada una que orase pública y privadamente, les prodigué la paciencia y les
aconsejé muchas veces que confiasen en el Señor.
Aunque en el hecho mencionado adquiriese algo la
malicia del demonio, pues decían algunas monjas que en la vida que llevaban
antes de la reforma nunca les había sucedido semejante cosa, sin embargo, por
la gracia de Dios, más perdió el diablo que ganó en este juego, porque algunas
rebeldes, a quienes la piedad de los reformadores no había podido atraer, se
atemorizaron con el fantasma de tal manera, que confesaron sacramentalmente los
pecados de toda su vida, depusieron los antiguos vestidos, poniéndose los
prescritos por la Regla, y se transformaron en otra vida. Viendo esto el demonio,
desistió por la gracia de Dios, y no se adónde se fue.
En tiempo del Concilio de Constancia, en un Monasterio
de canonisas regulares, cerca de Noremberga, solía cierto espíritu inquietar a muchos
por las noches; pero no perturbaba a las hermanas que estaban dentro, sino que
molestaba al capellán, y en los sitios a él inmediatos, con ruidos y pequeños
golpes. Algunas veces daba en las paredes, otras se entretenía en burlas, sin
causar daño alguno.
Cierto hermano devoto del convento y muy conocido en
él, estando próximo a celebrarse una fiesta, concurrió para ayudar al capellán;
y alojado en las habitaciones altas, ignorando por su parte lo que con el
espíritu pasaba, sintió que le sustraían la túnica que cerca de sí tenía, y empezó
a gritar: «Ladrones, ladrones, socorro.» Oyólo el campanero que dormía en la
misma casa, y sospechando lo que sería, encendió una luz y acudió al devoto que
estaba lleno de estupor, y se hallaron los vestidos tirados por la habitación;
pero no pudieron encontrar el escapulario del hermano, hasta que por fin lo
vieron metido en un agujero bastante pequeño que había en la pared. Pasado un
año, o cerca de él, desapareció aquel fantasma.
Perezoso. —Te ruego me digas qué espíritus son los
que así inquietan a los hombres; si son las almas separadas, o los malignos
espíritus de los demonios.
Teólogo. —Es verosímil que no sean las almas, sino
los demonios, de los que hay diferentes clases; pues algunos no pueden dañar,
al menos gravemente, sino que tan solo ejercen las burlas; otros son íncubos o súcubos,
que oprimen por las noches a los hombres, o los manchan con el pecado de la
lujuria; y otros tienen la potestad de herir o matar a los hombres. De ellos,
dice Casiano que hay tantos espíritus inmundos, cuantos se comprueban sin duda
en los estudios de los hombres. Es manifiesto que no pocos de aquellos
espíritus, a quienes el mundo llama también paganos, son tan seductores y
burlones, que saliendo continuamente al paso en ciertos lugares o caminos, no
sólo se deleitan con atormentar a los transeúntes a quienes pueden engañar,
sino que también, contentos con la burla y la ilusión, se ocupan más en fatigar
que en castigar; que algunos pasan toda la noche en incubaciones de hombres;
que otros de tal manera son dados al furor y a la crueldad, que no se contentan
con dejar dislacerados atrozmente los cuerpos, sino que, acometiendo con ímpetu
a los transeúntes, les ocasionan crudelísima muerte, como aquellos que se
describen en el Evangelio de San Mateo. Guillermo, en el lugar antes citado de
su tratado De Universo, dice lo
mismo.
M. —Y no añade más el capítulo segundo.
E. —Y no es poco lo que refiere; pero, si no he
entendido mal, habla el Padre Nyder de los que vulgarmente se dicen duendes,
para cuya creencia se necesita un alma bien cándida, por cierto.
M. —Si él solo afirmase la existencia de los
duendes, tampoco yo lo creería; pero es el caso que se tropieza a veces con
ciertos hechos, en vista de los cuales uno puede uno menos de vacilar en su
incredulidad. Por ejemplo: cuenta San Agustín que un tal Hespérico tenía una
granja cerca del lugar donde habitaba el Santo; que los malos espíritus
infestaban la casa, maltratando a los criados y animales; que para librarse
Hespérico de este trabajo, acudió a los sacerdotes que tenía San Agustín en su
iglesia, quienes conjuraron a los demonios y los hicieron desaparecer de
aquella granja, contribuyendo a ello porción de tierra del Santo Sepulcro, que
llevaron y colgaron en una de las habitaciones de la casa.
Al referir esto, dice cierto autor: «He aquí un suceso de aquellos que más risa
causan a los críticos del tiempo; pero, pues que para estos señores es de tanto
peso la autoridad de Miguel de Montaña[1],
que es el Sócrates y el monarca de los espíritus fuertes, me contentaré con
reproducir sus palabras. «¿Habrá, dice, hombre de tan poco pudor en nuestro
siglo, que piense compararse con San Agustín en virtud, en piedad, en saber, en
juicio y suficiencia? ¿Qué le faltaba a este Santo Doctor para conocer y
discernir el suceso? Ni teología, ni filosofía, ni juicio, ni penetración, ni
probidad le faltaban. ¿Con qué pretexto se atrevería alguno a dudar de la
realidad del caso? ¿Se hará la merced de pensar que tiene alguna de estas
cualidades en más grados que San Agustín?»
R,—En verdad que no sé qué contestar a esas
preguntas, y que ya estoy presumiendo que no es tan risible, como hasta ahora
había pensado, la creencia en los duendes.
M. —Pues oigan ustedes lo que, al relatar su vida,
cuenta D. Diego de Torres, el cual de todo podía tener menos de crédulo, de
preocupado y de pacato. Aunque algo largo, es bastante curioso y exprofeso; lo
he tomado de mi librería para leerlo aquí esta noche, por venir tan al
propósito de lo que se trata en el capítulo II que hoy había de ser objeto de
nuestra velada. Dice así: «Ya estaba yo
puesto de jácaro, vestido de baladrón y reventando de ganchoso, esperando con
necias ansias el día en que había de partir con mi clérigo contrabandista a la
solicitud de unas galeras o de una horca, en vez de unos talegos de tabaco, que
(según me dijo) habíamos de transportar desde Burgos a Madrid sin licencia del
Rey, sin celadores y ministros; y una tarde muy cercana al día de nuestra
delincuente resolución, encontré en la calle de Atocha a D. Julián Casquero,
capellán de la Excma. Sra. Condesa de los Arcos. Venía éste en busca mía sin
color en el rostro, poseído de espanto y lleno de una horrorosa cobardía.
Estaba el hombre tan trémulo, tan pajizo y tan arrebatado, como si se le
hubiese aparecido alguna cosa sobrenatural. Balbuciente y con las voces
lánguidas y rotas, en ademán de enfermo, que habla con el frío de la calentura,
me dio a entender que me venía buscando para que aquella noche acompañase a la
Sra. Condesa, que yacía horriblemente atribulada con la novedad de un tremendo
y extraño ruido, que tres noches antes había sonado en todos los centros y
extremidades de la casa. Ponderóme el tristísimo pavor que padecían todas las
criadas y criados; y añadió, que su ama tendría mucho consuelo y serenidad en
verme, y en que la acompañase en aquella insoportable confusión y tumultuosa
angustia. Prometí ir a besar sus pies, sumamente alegre, porque el padecer yo
el miedo y la turbación era dudoso, y de cierto aseguraba una buena cena
aquella noche. Llegó la hora, fui a la casa, entráronme hasta el gabinete de su
excelencia, en donde la hallé afligida, pavorosa y rodeada de sus asistentas, y
todas tan pálidas, inmobles y mudas, que parecían estatuas. Procuré apartarlas,
con la rudeza y desenfado de mis expresiones, el asombro que se les había
metido en el espíritu: ofrecí rondar los escondites más ocultos, y con mi
ingenuidad y mis promesas quedaron sus corazones más tratables. Yo cené con
sabroso apetito a las doce de la noche, y a esta hora empezaron los lacayos a sacar
las camas de las habitaciones de los criados, las que tendían en un salón, donde
se acostaba todo el montón de familiares, para sufrir sin tanto horror, con los
alivios de la sociedad, el ignorado ruido que esperaban. Capitulóse a bulto
entre los tímidos y los inocentes a este rumor por juego, locura y ejercicios
de duende, sin más causa que haber dado la manía, la precipitación o el antojo
de la vulgaridad este nombre a todos los estrépitos nocturnos.
»Apiñáronse en
el salón catorce camas, en las que se fueron mal metiendo personas de ambos
sexos y de todos estados. Cada uno se fue desnudando y haciendo sus menesteres
indispensables con el recato, decencia y silencio más posibles. Yo me apoderé de
una silla, puse a mi lado una hacha de cuatro mechas y un espadón cargado de
orín, y sin acordarme de cosa de esta vida ni de la otra, empecé a dormir con
admirable serenidad. A la una de la noche resonó con bastante sentimiento el enfadoso
ruido: gritaron los que estaban empanados en el pastelón de la pieza; desperté con
prontitud, y a unos golpes vagos, turbios y de dificultoso examen en diferentes
sitios de la casa. Subí, favorecido de mi luz y de mi espadón, a los desvanes y
azoteas, y no encontré fantasma, esperezo, ni bulto de cosa racional. Volvieron
a mecerse y repetirse los porrazos; yo torné a examinar el paraje donde presumí
que podían tener su origen, y tampoco pude descubrir la causa, el nacimiento,
ni el autor. Continuaba de cuarto en cuarto de hora el descomunal estruendo; y
en esta alternativa duró hasta las tres y media de la mañana. Once días
estuvimos escuchando y padeciendo a las mismas horas los tristes y tonitruosos
golpes; y cansada su excelencia de sufrir el ruido, la descomodidad y la
vigilia, trató de esconderse en el primer rincón que encontrase vacío, aunque
no fuera abonado a su personal, grandeza y familia dilatada. Mandó adelantar en
vivas diligencias su deliberación, y sus criados se pusieron en una precipitada
obediencia, ya de reverentes, ya de horrorizados con el suceso de la última
noche, que fue el que diré.
»Al prolijo
llamamiento y burlona repetición de unos pequeños y alternados golpecillos, que
sonaban sobre el techo del salón, donde estaba la tropa de los aturdidos, subí
yo, como hacía siempre, ya sin la espada, porque me desengañó la porfía de mis
inquisiciones que no podía ser viviente racional el artífice de aquella
espantosa inquietud; y al llegar a una crujía, que era cuartel de toda la
chusma de librea, me apagaron el hacha, sin dejar en alguno de los cuatro
pabilos una moseña de luz, faltando también en el mismo instante otras dos que
alumbraban en unas lamparillas en los extremos de la dilatada habitación.
Retumbaron, inmediatamente que quedé en la oscuridad, cuatro golpes tan
tremendos, que me dejó sordo, asombrado y fuera de mí lo irregular y
desentonado de su ruido. En las piezas de abajo, correspondientes a la crujía,
se desprendieron en este punto seis cuadros de grande y pesada magnitud, cuya
historia era la vida de los siete Infantes de Lara, dejando en sus lugares las
dos argollas de arriba y las dos escarpias de abajo, en que estaban pendientes
y sostenidos. Inmóvil y sin uso en la lengua, me tiré al suelo, y ganando en cuatro
pies las distancias, después de largos rodeos, pude atinar con la escalera.
Levanté mi figura, y aunque poseído de horror, me quedó la advertencia para
bajar a un patio, y en su fuente me chapucé y recobré algún poco del sobresalto
y el temor. Entré en la sala, vi a todos contenidos en su hojaldre, abrazados
unos con otros y creyendo que les había llegado la hora de su muerte. Supliqué
a la excelentísima que no me mandase volver a la solicitud de tan escondido
portento, que ya no era buscar desengaños, sino desesperaciones. Así me lo concedió
su excelencia, y al día siguiente nos mudamos a una casa de la calle del Pez,
desde la de Fuencarral, donde sucedió esta rara, inaveriguable y verdadera
historia.»
C. —¿Y es
digno de crédito ese Sr. Torres?
D. —Yo no
salgo por fiador suyo; pero es de presumir que de ser el relato de su exclusiva
invención, no se hubiera atrevido a publicarlo, cuando probablemente vivirían
muchas personas que podrían desmentirle.
El Sr. Covarrubias en sus Resoluciones propone la cuestión de si pueden los inquilinos dejar
las casas arrendadas, por verse inquietados de tétricas imágenes y nocturnas
ilusiones y tumultos, y dice que afirma Alfeno en sus glosas a las leyes del
Digesto que pueden los arrendatarios dejar las casas por justo temor de
peligro, aunque éste no exista verdaderamente, y que quedan libres de pagar la
renta del tiempo que no habitan la casa.
«Por lo demás,
añade, se ha controvertido una y otra
vez en este tribunal de Granada, si esta respuesta del jurisconsulto es aplicable
a los inquilinos que emigran por ser inquietados por frecuentes presentaciones
de terribles imaginaciones y por ilusiones de sombras y nocturnos tumultos
todas las noches y, a veces, de día. Apenas podían juzgarse estas cosas por los
jueces sino como fabulosas supercherías, a no haber sido plenamente probadas
por tantos testigos íntegros y fidedignos; por lo cual se dio la sentencia
conforme con Alfeno.»
G. —Con todo el dolor de mi corazón interrumpo a usted,
Sr. M., para hacer presente lo avanzado de la hora; y digo con todo el dolor de
mi corazón, porque lo tengo de no seguir escuchando relaciones tan peregrinas.
M. —Pues cierro el libro, y ya amanecerá Dios y
medraremos, como dijo el otro.